Indice. 0. Editar a Bakunin. 1. G.D.H. Cole; Bakunin. 2. Edmund Wilson. Actores históricos: Bakunin 3. Kart Lenk. Rebelión contra el Estado: Bakunin. 4. Anexo: Algunos personajes importantes en la vida de Bakunin: Bielinsky, Herzen, Fanelli, Godwin, Guillaume, Netcháev, Nettlau, Paepe, Proudhon, Wagner. 0. Pepe Gutiérrez-Álvarez Editar a Bakunin Me escribe un joven colega para preguntarme qué puede leer sobre Bakunin. Está interesado en estudiar aunque sea básicamente al personaje y la mayor parte de la bibliografía que conoce está descatalogada, también ve en ella un sesgo muy partidario, en el que el personaje resulta poco menos que incuestionable y me pregunta por fuentes más “neutrales”. No hay duda sobre la importancia del personaje, sobre la necesidad de conocerlo. Esto más allá de las consideraciones que se puedan hacer sobre su enfrentamiento con Marx y Engels en la AIT o de su impaciencia revolucionaria. Bakunin es uno de los grandes del socialismo mundial, su influencia en lo que sería el anarquismo está fuera de toda duda. Su biografía es apasionante, en cuanto a su vehemencia democrática Walter Benjamín comparó con la del surrealismo o mejor dicho, al revés, aunque aquí el orden de los factores no altera el producto… No sería pues de recibo que su bicentenario pasará desapercibido, sin dar lugar a encuentros y debates entre la gente que lucha y discute. Algunos de sus criterios encajan perfectamente con esta fase histórica concreta, un tiempo en el que fruto el burocratismo y la política profesiones e institucional han demostrado sus miserias así como su agotamiento. Bakunin fue publicado en los medios militantes anarcosindicalista durante décadas y se volvería a hacer desde las editoriales ácratas creadas en el exilio. Las aportaciones más importantes de entonces quizás sean las Obras, traducidas por Abad de Santillán con notas introducidas de Max Nettlau, autor de Mijhail Bakunin, la Internacional y la Alianza, que fueron editadas como suplemento de La Protesta en 1925, en Buenos Aires. Luego tendría diversas reediciones, la última creo que fue la de La Piqueta, Madrid, 1977. Dos editoriales (La Piqueta y Júcar) emprendieron hace años la edición de sus Obras, aunque únicamente la primera las terminó. Alianza publicó sus Escritos de filosofía política, en dos partes, l. Crítica de la sociedad, 2. El anarquismo y sus tácticas. En el fondo de Alianza se puede encontrar dos aportaciones muy significadas, una es la inexcusable, Los anarquistas rusos, de Paul Avrich (Madrid, 1974), otra es la edición de Irving L. Horowitz de Los anarquistas, en particular el primer volumen, La teoría (Madrid, 1975) Algunas de sus obras “sueltas” editadas han sido: Confesión al Zar y otros escritos (Labor, Barcelona), Tácticas revolucionarias, La libertad, Consideraciones filosóficas, Federalismo, socialismo antiteologismo (todas en Anatema, Madrid), Dios y el Estado (fue reeditada por El Viejo Topo, Barcelona, 1995, con prólogo de Jordi Dauder y reeditado en Público), Cartas contra el patriotismo de la burguesía (ambas en Júcar, Madrid), El sistema del anarquismo (Proyección, Buenos Aires), etcétera. No obstante, conviene anotar que los escritos de Bakunin no tuvieron ni la mitad de influencia que los de Kropotkin o de Malatesta, quedan más lejos de los lectores y son, por lo general, más circunstanciales Germinal Gracia alias Víctor García, editó en Rosario, Argentina, Bakunin hoy (1974), con una cronología de Vladimir Muñoz (autor de la casi mítica Antología ácrata que editó Hipótesis) así como un prólogo de Augustín Souchy. La editorial se llamaba Grupo Editor de Estudios Sociales. Todo indica que los mejores especialistas sobre Mijhail fueron Max Nettlau (sobre el que ofrecemos un retrato y una bibliografía en el Anexo) y Arthur Lehning, responsable de Conversaciones sobre Bakunin, una edición de Anagrama, Barcelona, que efectuó una reedición en 1999. Otro gran especialista, aunque menos identificado con el revolucionario ruso, fue el renombrado historiador inglés E.H. Car, autor de una monumental Historia de la Rusia soviética aún no superada y de un brillante texto, ¿Qué es la es historia?, de obligada lectura a todos los amantes de Clío. Carr escribió dos minuciosos trabajos sobre Bakunin: Los exiliados románticos (Anagrama, Barcelona, 1976, que engloba también a Herzen y Ogarev (igualmente evocados al final), y una monumental biografía, Bakunin (Grijalbo, Col. Gandesa, Madrid, 1974), en general denostada por diversos autores anarquistas, también Cole le echa en cara poca profundidad, pero su interés “distante” es innegable. Otras biografías suyas son las de E. Kaminsky, Bakunin. La vie de un revolutionnaire (Belibaste, París, 1971); la de Helene Iswolsky, La vida de Bakunin (Ulises, Madrid, 193l); Viatxeslav Polonski (Atena, Barcelona, 1935, traducción del ruso al catalán de Andreu Nin cuya reedición es inminente); James Guillaume (Alcón, Madrid, 1968); la breve de C.L. Cortezo (Zero, Madrid, 1967); no cabe olvidar VV.AA. Bakunin, Marx, al margen de una polémica. París: Ruedo Ibérico, 1971. La más actual es la del celebrado anarquista norteamericano recientemente fallecido, Sam Dolgoff, cuya selección de, La anarquía según Bakunin, contaba con una introducción biográfica de Guillaume, fue editada en la colección Acracia de Tusquets, Barcelona. 1977. Especialmente minuciosa es la edición George Ribeill, Socialismo autoritario, Socialismo libertario (Madrágora, Barcelona, 1978), obviamente un título llamativo y apriorístico por más que la lectura de los textos permitan pensar que ni Marx fue tan autoritario, ni Bakunin tan libertario. A todo esto no hay que olvidar algunas de las obras de Daniel Guerin, Jeunesse du socialisme libertarie, traducida aquí como Marxismo y socialismo libertario (Proyección, 1964), que data de 1959 y en la que desarrolla una cierta crítica al jacobinismo leninista y reivindica al joven Marx humanista, al tiempo que plantea una relectura del anarquismo desde un nuevo marxismo, un enfoque que, por citar un ejemplo, ha sido muy valorado, entre otros, por Noam Chomsky. Guerin publicará en 1965 un nuevo ensayo, El anarquismo (Proyección, 1968) en el que opone el socialismo libertario frente al socialismo jacobino que considera en bancarrota, y en un epílogo escrito en 1968 ve la traducción de estas ideas en el mayo francés y su personificación entusiasta en Daniel Cohn Bendit quien, por cierto, toma muchas ideas de Guerin. Ulteriormente, publicará Ni Dios ni Amo. Antología del anarquismo (sobre todo el primer volumen, Campo Abierto. Madrid, 1977), formando en total una de las aportaciones más influyentes y estimulantes del último anarquismo aunque quizás sería más preciso hablar de neoanarquismo. Aparte de estos y otros títulos que desconozco, trazos de Bakunin se encuentran en todas las grandes historias del movimiento obrero como la ya clásica de Cole, del que reproducimos el capitulo IX del volumen II , Marxismo y anarquismo (1850-1890), de Historia del pensamiento socialista, Fondo de Culturaa Económica, México, 1974, tercera edición; en grandes ensayos como el del célebre crítico literario estadounidense Edmuind Wlson, de su ya célebre Hacia la estación de Finlandia, cuya primera edición data de 1940 y editada por alianza en 1972; así como de numerosos ensayos como el de Kurt Lenks, Teorías de la revolución Ed. Anagrama, Barcelona, 1978, apartado II del capítulo III, páginas 81-105. Como se puede ver, la mayor parte de obras de o sobre Bakunin vertidas al castellano datan de la segunda mitad de los años setenta. No he podido registrar ninguna edición ulterior, al menos ninguna que haya tenido una cierta repercusión. Eso significa que se trata de obras descatalogadas, factible en librerías de segunda mano o en puestos militantes. Tampoco resultan fáciles de encontrar en las bibliotecas públicas. Los tres trabajos editados garantizan un alto nivel de seriedad analítica y permiten situar a Bakunin en su tiempo. Espero que con esta recopilación, algunos jóvenes interesados puedan encontrar una buena información sobre este hombre que quiso asaltar loes cielos.. 1. G.D. H. Cole: Bakunin Los sindicatos obreros, que se habían mantenido en la ofensiva desde finales de la década de 1860 hasta aproximadamente el año 1874, se vieron reducidos a actitudes de defensa, en donde pudieron subsistir. Es indudable que a la larga estas mismas circunstancias influyeron mucho en el renacimiento del socialismo en la década de 1880; pero sus resultados inmediatos fueron adversos, tanto política como económicamente. Sólo en Alemania, en donde el desarrollo económico progresaba rápidamente después de la unificación del Reich, existían condiciones favorables para un avance de la clase obrera, avance al que pronto se había de oponer Bismarck con sus leyes antisocialistas, y que se reafirmó con la resistencia asombrosa y triunfante que a estas leyes hizo el partido social-demócrata alemán unificado. Antes de examinar el desarrollo del socialismo en Alemania o el extendido renacimiento europeo en la década de 1880, es necesario exponer de una manera más ordenada de lo que ha sido posible hasta ahora las ideas del hombre que estuvo tan cerca de quitar la dirección de la Internacional a Carlos Marx y de organizaría sobre bases enteramente diferentes como expresión de la mezcla del nihilismo o casi nihilismo ruso con el anarquismo rebelde del sur de Europa. El método seguido en los capítulos que tratan de la Internacional no ha permitido expresar de una manera clara o comprensiva la filosofía social fundamental de Bakunin. Esto requiere un capítulo; porque a pesar de lo desordenados que puedan ser los escritos y las declaraciones de Bakunin, representan una actitud definida y, en realidad, una estructura inteligible de pensamiento. Miguel Bakunin, el gran adversario de Marx en la Internacional y, ¿no el fundador del anarquismo moderno, en todo caso su jefe más sobresaliente?, cuando por primera vez llegó a constituirse como un movimiento internacional organizado, ha sido poco leído, pero se ha escrito mucho acerca de él. Incluso a través de la extensa biografía de Mr. E. H. Carr apenas es posible llegar a formar una noción clara de sus ideas; de hecho, casi ninguno de sus escritos ha sido publicado en inglés, y muy pequeña parte de ellos es accesible en ediciones modernas utilizables para quienes no puedan leer el ruso. Su sincero admirador James Guillaume publicó en Francia, en los primeros años de este siglo, una colección de sus obras en la que reunió buena parte de sus escritos dispersos; pero esta edición y el volumen preliminar publicado por Max Nettlau en 1895 son difíciles de obtener. La monumental biografía de Nettlau, que no ha llegado a publicarse, sólo puede conocerse por copias fotográficas en algunas grandes bibliotecas; y la única edición del grueso de la correspondencia de Bakunin está en ruso. Por fortuna, las ideas de Bakunin raramente son abstrusas, y es bastante fácil presentarlas en bosquejo, destacándolas sobre el fondo de su vida. Afortunadamente también, la biografía de Mr. Carr me exime de examinar con detalle los hechos de su vida. Los esenciales, a diferencia de los detalles, son sencillos y pueden decirse pronto. Bakunin nació en 1814, cuatro años antes que Marx. Era hijo de un terrateniente aristócrata ruso de opiniones liberales moderadas, y su familia había pensado destinarlo al ejército. Asistió a la escuela de artillería; pero fue expulsado por su negligencia y trasladado a un regimiento corriente, en el cual prestó servicio en Polonia durante algún tiempo. Pero a la edad de 21 años, por decisión propia, consiguió dejar el ejército fundándose en una enfermedad que no existía, evitando el castigo que correspondía a su indisciplina sólo por la influencia de la familia. Ya entonces era dado a la filosofía y a opiniones más o menos avanzadas, e hizo fuerte presión para que se le permitiese ir a Alemania, donde quería especialmente estudiar la filosofía hegeliana, que entonces era la última palabra entre los intelectuales de San Petersburgo. Después de algunos años empleados en parte en estudiar en Moscú —durante los cuales se hizo amigo de Belinski primero y después riñó con él— al fin, en 1840, recibió dinero de su padre para seguir sus estudios en el extranjero y fue a Berlín. Allí, y en París, durante los años siguientes, se empapó de las ideas de los jóvenes hegelianos, especialmente de Feuerbach y también se puso en contacto directo con ideas francesas, especialmente las de Proudhon, que había de llegar a ser en él un influjo principal. Llegó a conocer tanto a Marx como a Proudhon, e impresionó a los dos con la fuerza de su personalidad turbulenta. Tomó parte en los movimientos de 1848 y de los años siguientes, tratando de producir un movimiento combinado de los pueblos eslavos en contra de sus opresores (rusos, austriacos y alemanes), pero adquiriendo durante esta labor una desconfianza profunda hacia el nacionalismo y sus jefes. Tomó parte en la insurrección de Dresde de 1849; fue capturado y sentenciado a muerte por el gobierno sajón, pero por fin fue entregado a los austriacos, que a su vez lo pusieron en manos del gobierno ruso. En Rusia estuvo preso en una fortaleza durante 7 años; y habían pasado menos de 2 años de este período cuando escribió, para que la leyese el mismo Zar, la famosa confesión que con tanta frecuencia ha sido citada en su contra desde que fue descubierta y publicada en 1921. En esta confesión Bakunin relataba de una manera completa y exacta su actuación como revolucionario, salvo que se negó a incluir nada que pudiese perjudicar a los asociados suyos que todavía estaban al alcance del gobierno del Zar. Su tono era casi el de una renuncia abyecta de sus principios revolucionarios y, al mismo tiempo, de intensa exaltación de los judíos eslavos en contra de los alemanes, por quienes expresaba un odio profundamente arraigado. Este "pan-eslavismo" armonizaba bastante bien con la actitud anterior de Bakunin; porque había tratado en 1848 de rebelar a los eslavos en contra del imperio austro-húngaro. Tampoco había liada nuevo en su llamamiento para que el Zar se pusiese al frente de un movimiento pan-eslavo de liberación El único elemento nuevo era, el repudio de su pasado revolucionario en relación con Rusia misma. Siempre será tema de discusión hasta qué punto esta confesión desacredita la sinceridad de Bakunin como revolucionario. Los que son contrarios a él por otras razones sacarán de ella el mayor partido posible; sus partidarios sostendrán que no es más que lo que él mismo la llamó muchos años más tarde, "un gran desatino", y que no debe darse mucha importancia a lo que un hombre escribe en la soledad de su prisión, que parecía destinada a durar toda la vida, y en todo caso ha de tenerse en cuenta que no dice nada que pudiese dañar a los demás. Yo, personalmente estoy muy próximo a esta segunda opinión: no puedo estar completamente seguro de cómo me conduciría en circunstancias análogas, sobre todo si creyese que la causa por la cual había luchado estaba perdida y que no quedaba ninguna posibilidad de ayudarla. Aún menos puedo censurar a una persona tan vehemente y tan dada a la exteriorización de sus sentimientos como Bakunin, porque creyese que tenía que escribir algo para que fuese leído por alguien y que prefiriese el Zar a cualquier otro lector. Desde luego, la conducta de Bakunin no fue heroica; pero yo no siento una gran inclinación por los héroes, que con frecuencia están peligrosamente próximos a los fanáticos. No defiendo la confesión; pero tampoco me siento dispuesto a utilizarla en contra de su autor, cuya conducta posterior muestra que su fe revolucionaria era lo más sincera posible, a veces descaminada en sus formas de expresión y de acción. Sospecho que durante el resto de su vida Bakunin sintió la conciencia de su culpa, y que esto pueda tener alguna relación con el influjo que Netchaiev llegó a ejercer sobre él. La confesión fue escrita con la esperanza de conseguir, no el perdón del Zar, sino que la pena de prisión en una fortaleza (castigo que entonces en Rusia era de duración inusitada) fuesen cambiada por la de destierro en Siberia. No logró este propósito, y sólo le proporcionó un permiso para recibir una visita ocasional de su familia. Cinco o seis años pasaron antes de que sus amigos lograsen su traslado a Siberia, en donde se le permitió residir en Tomsk, mantenido por subsidios que le enviaba su familia residente en Rusia. En Tomsk se enamoró y casó con la hija de un comerciante de la localidad; pero no era persona para conformarse con una vida provinciana monótona. Afortunadamente para él el gobernador de Siberia, Muraviov, era primo de su madre, y ésta hizo gran presión sobre el gobernador en su favor. Cuando Muraviov fue a Tomsk y conoció a Bakunin los dos se hicieron amigos, y durante algún tiempo, Bakunin acarició la idea, infundada, de que Muraviov estaba destinado a liberar a los eslavos del yugo austríaco, y escribió cartas entusiastas a Herzen acerca de las virtudes del gobernador. Por su parte, Muraviov pidió en vano al gobierno del Zar que perdonase a Bakunin, y, cuando el perdón fue negado, les permitió a él y a su esposa que se trasladasen a la capital de Siberia, Irkutsk, donde la vida era menos aburrida y había más esperanzas de que el talento del desterrado encontrara empleo. Le dieron un puesto con buena retribución en una compañía comercial nueva fundada con la ayuda de Muraviov, y le permitieron viajar mucho por Siberia ostentando su representación. Pero a Bakunin no le gustaba el comercio, y pronto dejó de cumplir con sus obligaciones. Sin embargo, le siguieron pagando su sueldo, gracias a su amistad con el gobernador; y cuando Muraviov se retiró en 1861, la buena suerte de Bakunin persistió, porque el nuevo gobernador, Korsakov, era primo de la esposa de su hermano Pablo. Sin embargo, Bakunin por entonces ya estaba preparando su huida, porque había llegado a la conclusión de que no tendría ninguna posibilidad de regresar a la Rusia europea. Bajo la apariencia de un viaje comercial, del cual prometió a Korsakov que regresaría, pidió dinero prestado suficiente para pagar los gastos de su huida, y logró llegar al Japón con la ayuda de papeles que le proporcionó Korsakov para sus supuestas actividades mercantiles. En el Japón se embarcó a los Estados Unidos, y de allí, después de atravesar el continente, se trasladó a Europa. Llegó a Londres a fines de 1861, y allí renovó su amistad con Alexander Herzen y con Nicholas Ogarev, a quienes había conocido en Rusia; pero en 1864, después de algunas aventuras fantásticas relacionadas con el intento de producir una rebelión polaca, decidió establecerse en Italia, donde, siendo Nápoles el centro principal de sus operaciones, se lanzó a crear un movimiento revolucionario basado sobre todo en intelectuales descontentos y en aldeanos duramente explotados del antiguo reino de Nápoles y Sicilia. Al mismo tiempo emprendió el trabajo de constituir lo que él llamó una "Hermandad Internacional", una sociedad secreta de revolucionarios internacionales, que, como hemos visto, tuvo apenas existencia real, excepto como círculo de sus muchos amigos revolucionarios. Desde Nápoles, su influjo se extendió al centro y al norte de Italia; y cuando salió de Italia y se estableció en Suiza en 1867 dejó tras sí un movimiento considerable, aunque caóticamente organizado. En realidad sus ramificaciones se extendían al sur de Francia y a Cataluña, y gracias a los esfuerzos de sus amigos Giuseppe Fanelli y Carlos Alerini, ya se estaba iniciando en otras partes de España. En este momento, Bakunin, que había examinado sus proyectos con Marx en Londres, y que estaba en contacto con Marx como representante de la Asociación Internacional de Trabajadores, dedicó principalmente su atención a la Liga por la Paz y la Libertad recientemente fundada, que, como hemos visto en un capítulo anterior, estaba organizando un congreso internacional por la paz que habría de reunirse en Suiza. Ya vimos cómo la Asociación Internacional de Trabajadores decidió primero prestar todo su apoyo a esta organización, y cómo pronto procedió a poner varias condiciones que la composición muy mezclada de la Liga hizo enteramente inaceptables para la mayor parte de sus partidarios. Bakunin y sus amigos de la Liga trataron de que ésta aceptase un programa social muy avanzado, que incluía la abolición de la herencia y la emancipación del trabajo de la explotación capitalista. Bakunin sostenía que sobre esta base no había razón para que la Liga y la Asociación Internacional de Trabajadores no trabajasen juntas y en armonía; por otra parte, sostenía que no valía la pena trabajar por una paz que no pudiese conseguirse sin solucionar el "problema social", o mientras continuasen existiendo Estados fundados en la explotación de la mayoría de la población. Derrotados en el segundo Congreso de la Liga de la Paz y de la Libertad en 1868, Bakunin y sus aliados se retiraron y formaron, como hemos visto, la Alianza de la Democracia Socialista. Después siguieron los años de lucha por el dominio de la Asociación Internacional de Trabajadores, entre Marx y los partidarios de Bakunin. Después del Congreso de La Haya de 1872 Bakunin se puso a formar una nueva Internacional anarquista secreta; pero dos años más tarde se retiró de la vida política activa después del fracaso del levantamiento de Bolonia. Estaba mal de salud y en penosas dificultades personales. Murió en 1876. Bakunin físicamente era un gigante, y de fuerza tremenda. Sus años de prisión después de 1849 le costaron la pérdida de toda la dentadura, y contribuyeron mucho a que perdiese también la salud; pero se conservó capaz de una actividad enorme, aunque intermitente. A todas partes donde iba desarrollaba una fuerza volcánica, y con frecuencia ejercía una verdadera y notable fascinación sobre sus asociados: fue indudablemente un hombre a quien era difícil negarle algo, incluso cuando sus peticiones no podían satisfacerse fácilmente. En otros aspectos era también un hombre difícil de tratar. Siempre escaso de dinero (en realidad no tenía más que el que podía obtener de sus amigos), pedía prestado despreocupadamente y constantemente, no tanto porque gastase mucho en sí mismo, sino porque no tenía el sentido de economía. Era muy generoso con el dinero que pedía prestado, y generalmente se hallaba en dificultades de familia que afectaban gravemente su bolsillo. Cuando conseguía dinero lo gastaba en seguida, o lo regalaba, y buscaba nuevos amigos que pudiesen prestarle más, pagando sus deudas raramente o nunca, pero jamás le faltaron personas que le facilitaran dinero. Vivió mucho en casas ajenas, para incomodidad de sus dueños, porque no tenía sentido del tiempo, ni del orden; convertía en un caos cualquier vivienda en que residiese, y era capaz de estar acostado todo el día y levantado toda la noche, escribiendo mucho y consumiendo cantidades enormes de café y de tabaco. Su correspondencia era prodigiosa, y siempre estaba empezando obras que, iniciadas como folletos, crecían hasta convertirse en libros grandes, y que generalmente eran abandonados mucho antes de ser terminados, en beneficio de algo nuevo. Muchas de las obras de Bakunin están por terminar; y en realidad no hay razón para que se terminasen nunca, porque mientras más escribía más temas nuevos se le ocurrían, hasta que se cansaba y empezaba a escribir algo diferente, pero que venía a formular las mismas ideas esenciales en una forma algo bien distinto. Lo mismo sucedía con la serie de artículos que accedió a escribir para varios periódicos: generalmente a la mitad los dejaba sin terminar, o porque se había cansado de ellos, o porque había puesto su atención en otra cosa. Bakunin vivió en conformidad con sus principios anárquicos: el intento o los intentos que hizo en sus últimos años para hacer una vida más regular acabaron mal, casi antes de haberlos iniciado. Siempre proclamó que la libertad era el gran principio de la vida; y seguramente nadie vivió jamás con más libertad y con tan poco dinero. Y, sin embargo, este hombre tan difícil era indudablemente atractivo, inspiraba profundos afectos a sus amigos, que soportaban por él una cantidad enorme de molestias. Teñía el temperamento aristocrático en esa faceta que hace al que lo posee completamente inconsciente de las barreras sociales, y tan dispuesto a alimentarse sólo con una cebolla, como a dejarse llevar por el lujo cuando éste aparece en su camino. Era sumamente cordial, casi incapaz de darse por ofendido, y completamente irresponsable. Era también el más leal de los amigos, dispuesto a hacer todo por sus íntimos excepto pagarles el dinero que les había pedido prestado, y muy generoso para elogiar a sus adversarios, si pensaba que pertenecían fundamentalmente al "lado" de la revolución, que era su pasión. Hablaba muy generosamente de los servicios que Marx había hecho a la causa, inclusive cuando estaban muy en desacuerdo y cuando Marx lo censuraba y lo acusaba de toda clase de crímenes, aun de los que no era culpable. Elogiaba las buenas cualidades de Netchaiev, incluso cuando Netchaiev ya le había robado sus papeles privados, y había prescindido de él, después de haber utilizado la protección del anciano. En realidad era tan incapaz de una bajeza o de una malicia como de la corriente honradez burguesa en asuntos de dinero. La libertad es el comienzo y el fin de la teoría social de Bakunin. Contra los derechos a la libertad ninguna otra cosa merece en su opinión consideración alguna. Atacaba implacablemente y sin atenuaciones, toda institución que le pareciese incompatible con la libertad, y toda clase de creencias que se opusiesen al reconocimiento de la libertad como bien supremo. Sin embargo, estaba muy lejos de ser un individualista, y sentía el mayor desprecio por el tipo de libertad predicada por los defensores burgueses del laissez-faire. Era, o creía ser, un socialista a la vez que un libertario, y nadie ha insistido con más energía que él en los peligros de la propiedad privada y de la competencia del hombre con el hombre. Cuando escribía acerca de la naturaleza de la sociedad, siempre hacía resaltar el influjo enorme del medio social sobre el individuo, poniendo de relieve tanto como Durkheim el origen social de las ideas de los hombres acerca del bien y del mal y la tremenda influencia del hábito en el desarrollo de la conducta humana. Es verdad que también insistía en el servicio prestado a la humanidad por quienes son bastante fuertes para rebelarse contra las trabas de la costumbre y de la opinión, llegando de este modo a ser innovadores sociales cuyo ejemplo eleva a los hombres hacia concepciones más altas de libertad; pero no deseaba prescindir del influjo de la sociedad sobre el individuo, que consideraba como un hecho natural. En este respecto, distinguía claramente entre sociedad y Estado. La sociedad, decía, era natural al hombre; en realidad es común al hombre y a muchas clases de animales, y tiene que ser aceptada, porque es parte del orden de la naturaleza. Por otra parte, consideraba al Estado como algo esencialmente artificial, como un instrumento, creado por algunos hombres para ejercer poder sobre otros, ya mediante la fuerza ya mediante una superchería teocrática. Atacó con vehemencia la concepción del contrato social de Rousseau, por ser históricamente falsa y porque sirve para justificar la tiranía del hombre sobre el hombre. Históricamente, decía, toda esta concepción es absurda, porque suponía entre los hombres en un primer período del desarrollo social una forma de individualismo racionalista utilitario que manifiestamente nada tenía que ver con los hombres tal como eran verdaderamente cuando los Estados se organizaron por primera vez; y era igualmente hostil a la concepción de un supuesto contrato, que censuraba como una patente invención de los aspirantes a tiranos deseosos de justificar su poder. Los partidarios de la doctrina del contrato social, afirmaba, estaban claramente equivocados, porque se imaginaban a los hombres viviendo, antes de crearse los Estados, bajo condiciones de una afirmación egoísta de sí mismo sin atenuaciones, no limitada por ninguna idea de lo justo y lo injusto. Sin embargo, la verdad es que los hombres han vivido siempre en sociedades, y en estas sociedades, completamente aparte de la idea de Estado, existían nociones de lo justo y lo injusto desde el principio mismo, aunque fuese en forma rudimentaria. Sostenía que el hombre en su naturaleza básica no era el mero egoísta que suponían los que seguían la teoría del Contrato Social, sino que desde el principio tenía como partes de su naturaleza tanto impulsos egoístas como sociales, como los tienen los animales; y las concepciones más desarrolladas de lo justo y lo injusto que existen entre los hombres civilizados derivan de sus primitivos impulsos, y lejos de haber sido creados o mejorados por el Estado, han hallado en él su mayor enemigo y corruptor. El llamado "Estado democrático" apenas es, en caso de que lo sea, mejor que otros, donde la tiranía del hombre sobre el hombre aparece más claramente: sirve sólo como instrumento mediante el cual una clase de burócratas y políticos reemplaza a los antiguos explotadores, como clase gobernante que oprime al hombre corriente. A este odio contra el Estado como arma autoritaria de tiranía, iba unido un odio no menor a las iglesias y a la idea misma de Dios. En su obra Dios y él Estado y en muchos otros escritos ataca a la idea de la divinidad con una vehemencia tan grande como la que manifiesta al atacar al Estado. Según él, la idea de Dios es detestable tanto porque es fundamentalmente incompatible con la libertad humana, y por consiguiente enteramente inadmisible, como porque se opone a la idea de igualdad, a no ser que hubiese igualdad sólo en la esclavitud y en la abyección. Dios, como el Estado, era para Bakunin el símbolo mismo de la desigualdad y de la falta de libertad; y, en consecuencia, habla de la divinidad en términos que a un creyente le parecen espantosamente blasfemos. Pero aunque su lenguaje sea violento, su argumentación se mantiene en un alto nivel de racionalidad. Pensaba que la idea de la existencia de Dios se debe a una confusión del pensamiento, que trató de exponer lo mejor que pudo de una manera que tiene algo de común con la del positivista moderno lógico que se enfrenta a confusiones verbales análogas. El hombre ha invocado la idea de Dios para explicar la naturaleza, porque no la comprende, o más bien, para proporcionar una explicación falsa lo suficiente plausible verbalmente para servir de algo, hasta que avance en su conocimiento, del mismo modo que Joseph, Friestley invocó la noción de phlogiston en un primer periodo del desarrollo de la ciencia química. Bakunin negaba que el impulso religioso existiese en el hombre y que hubiese desempeñado una función necesaria en el desarrollo histórico de la humanidad. Pero odiaba a los sacerdotes y a todo lo que de idolatría tiene la religión como cosas que la humanidad debiera haber superado en vista del avance del conocimiento científico. Su explicación de los orígenes y del desarrollo de la religión son muy análogos a los de Comte: los consideraba como la encarnación de los primeros intentos del hombre para explicar los fenómenos del mundo que le rodea, atribuyendo a la naturaleza sus propias cualidades de voluntad y actividad; y pensaba que estas explicaciones iban desapareciendo continuamente ante el progreso del conocimiento, a medida que los hombres tenían más concienciare las normas que existen en el orden de la naturaleza y llegaban a ser más capaces de explicar la marcha del mundo, natural con hipótesis científicas especiales que "daban buen resultado! y podían ser consideradas, por consiguiente, como leyes naturales. Del mismo modo que Comte, creía que la humanidad pasaba por sucesivos períodos de fetichismo y politeísmo y, por tanto, a la idea de un orden único que actúa en toda la naturaleza, y, también al igual que Comte, pensaba que el monoteísmo a su vez iba siendo sustituido por explicaciones metafísicas, en las cuales no aparecía la noción de una intervención divina continua, y la metafísica a su vez cedía el terreno a la ciencia basada en una observación cuidadosa de los hechos. Gran parte de esta actitud de Bakunin se debe, en primer lugar, al influjo de Feuerbach y de los materialistas que se separaron del idealismo hcgeliano. Pero había completado la idea de Feuerbach de que el hombre hacía a Dios a su imagen y semejanza con la concepción de Comte de una evolución social hacia un estudio "positivo" de los problemas humanos; y, sin duda, había aprendido mucho también de su estrecha amistad con los dos hermanos Reclús — Élisée y Élie— que se encuentran entre los fundadores de la antropología y geografía humana modernas, y con los cuales se mantuvo en estrecha colaboración política durante las décadas de 1860 y 1870. Con todos estos mentores insistía en que el hombre debía ser considerado como parte de la naturaleza y gobernado por las mismas leyes a que están sometidas todas las demás cosas naturales. Perore esta concepción de la situación del hombre como parte del orden de la naturaleza, deducía una conclusión no Determinista sino voluntaria. Afirmaba que el hombre hace su propia historia, y que es más libre mientras más avanza en el descubrimiento de las verdaderas leyes de su propio ser y del mundo que lo rodea; es influido en todo momento por las condiciones de vida v, en medida no menor, por las condiciones económicas, dentro de las circunstancias limitadoras de su medio y de su propia naturaleza, realiza sus propios planes para someter las reglas de la naturaleza física a su propia voluntad. Así pues Bakunin se diferencia mucho de Marx, porque subraya el papel del individuo innovador como creador de la historia humana, y no concibe el curso de la historia como un proceso predeterminado, sino como una larga sucesión de descubrimientos prácticos hechos por el hombre y aplicados al arte de vivir. Admiraba la exposición que hace Marx de la historia- de la sociedad, y en gran parte estaba conforme con el diagnóstico de Marx acerca de la próxima caída del capitalismo ante el poder creciente de la clase trabajadora. Pero consideraba a ésta como vencedora futura de la sociedad burguesa no a causa de una necesidad histórica sino de una gran te en su capacidad creadora. Además, no pensaba que la clase trabajadora tuviese esta capacidad como masa homogénea o como un todo abstracto, sino que la poseían los individuos separados que componen esta clase social; y de acuerdo con esto, donde Marx acentúa la necesidad de una dirección centralizada y una organización de clase disciplinada, Bakunin ponía su fe en la acción espontánea de los trabajadores individuales y en los grupos primarios que sus instintos naturales de cooperación social lo llevaran a formar, cuando la necesidad surgiese. Como hemos dicho, Bakunin era profundamente contrario a la religión, aunque reconocía que representaba un período de pensamiento primitivo acerca del universo que la humanidad había tenido que atravesar inevitablemente. Le parecía que en el siglo XIX, la creencia en Dios era sólo una supervivencia de lo primitivo, explicable sólo como resultado de una imposición deliberada del clero y de su aliado, el Estado autoritario. La Iglesia, repetía una y otra vez, es la hermana menor del Estado, mantenida por los gobernantes para que los ayude en la parte desagradable del trabajo, haciendo creer a los hombres en un mundo gobernado por una autoridad suprema contra la cual no tienen derecho a rebelarse o a ejercer su libertad natural. Proclama que un mundo gobernado por Dios no deja lugar, por su misma naturaleza, a la libertad humana. Si el deber del hombre es obedecer a Dios, el hombre ya no es dueño de sí mismo, y no puede defenderse contra el doble despotismo del rey y del sacerdote, quienes le ordenan en nombre de Dios que haga lo que a ellos les conviene. Si el universo está gobernado por Dios, parecerá natural que la sociedad esté gobernada por un monarca que reclame para sus actos la sanción divina. Además, si en el orden universal todas las cosas proceden de la voluntad de Dios (de haut en bas) parece natural que las sociedades humanas estén constituidas de manera semejante de arriba abajo, mientras que todas las sociedades libres, todas las sociedades donde los hombres pueden gozar de libertad, tienen que construirse de abajo arriba y tienen que derivar todo su poder de las voluntades activas de los individuos para cuyo servicio deben existir. De aquí deriva el concepto de "federalismo" de Bakunin, que une con frecuencia a sus divisas de "antiestatismo" y "antiteologismo". Es un "Jaso" "del hombre contra el Estado", pero no, como en Herbert Spencer, del hombre individual por oposición a la sociedad, sino del hombre en sociedad, que da libre expresión a su sociedad natural y quiere cooperar libremente con otros hombres. Sostiene Bakunin que esta cooperación es natural en los pequeños grupos donde los hombres viven juntos como vecinos; y toda forma legítima de una organización social más amplia tiene que descansar firmemente en estos pequeños grupos naturales. Esto es lo que Bakunin entiende por ^'federalismo"; y afirmaba que si las bases se establecen bien, el hombre puede federarse sin peligro en unidades mayores hasta la vasta federación de toda la humanidad; mientras que si se hace del Estado la base de la organización social, su centralización antinatural y su tendencia autoritaria dividiría inevitablemente a la humanidad en grupos de poder hostiles, con la guerra como consecuencia no menos inevitable. Como hemos visto, esta concepción "federalista" de la organización social parte de la Comuna local como la unidad primaria de la acción colectiva, y construye estructuras más amplias a base de federación entre comunidades para fines comunes, pero de tal manera que el poder último o supremo siempre resida en las comunas y nunca en una autoridad independiente superpuesta a ellas. Al examinar los debates sobre la organización de servicios públicos que tuvieron lugar en los Congresos de la Primera Internacional, vimos algunas de las dificultades que necesariamente surgen siempre que el desarrollo económico ha avanzado más allá del período propio de la economía de aldea autosuficiente. Especialmente en sociedades industrialmente adelantadas es necesario contestar a preguntas como ésta: "¿quién ha de dirigir los ferrocarriles?" Desde luego no pueden hacerlo las comunas individuales; ni tampoco una federación de comunas que ha de someter cada una de sus decisiones al juicio de las comunas individuales, o que permita que cada comuna local se separe cuando le plazca. Una posible respuesta es que los obreros ferroviarios, organizados como grupo cooperativo, se encargarían de la marcha de los ferrocarriles en la nueva sociedad libre; pero esta solución supone, al mismo tiempo, una forma de organización de los obreros que se extiende a través de las fronteras de las comunas, y que puede tomar decisiones que afecten a extensos territorios, y la independencia completa de los obreros ferroviarios respecto a cualquier control establecido en favor del interés general o un organismo directivo establecido sobre un extenso territorio a fin de hacer efectiva su dirección. El anarcocomunista completo puede, por supuesto, responder que éstos no son verdaderos problemas, porque en la sociedad libre no existirá ningún conflicto de intereses ni necesidad alguna de organismos directivos, de tal modo que los obreros ferroviarios pueden ad* ministrar sin inconveniente los ferrocarriles en servicio de la comunidad, en general. Pero inclusive esta contestación supone una forma de organización sindicalista de los obreros ferroviarios, en la cual las decisiones pueden ser tomadas en un nivel más amplio que el local, y no todo tiene que ser sometido a la decisión de cada grupo de trabajadores ferroviarios. Por supuesto, en la práctica los federalistas no negaban que alguna autoridad tendría que ser delegada por las comunas locales en las agencias federales establecidas por encima de ellas; sólo que se negaban a llamarla autoridad, e insistían en mantenerla dentro de los límites más reducidos posibles. En dónde ponían estos límites dependía mucho de la estructura económica de las sociedades con relación a cuyos problemas estaban acostumbrados a pensar. Mientras menos desarrollada económicamente estuviese una sociedad, más se inclinaban sus federalistas a insistir en que la comuna local era absoluta, es decir, en su completa libertad para cooperar o no con sus vecinas en la dirección de los servicios comunes. Bakunin, siendo ruso y pensando sobre todo cuando no en Rusia en Italia y, especialmente en el sur de Italia, pertenecía al grupo más extremo de los federalistas, a los anarquistas completos. Alexander Herzen, que era amigo suyo, siempre había concebido el establecimiento del socialismo en Rusia como resultado, no de un movimiento del prole cariado industrial sino de una revolución de campesinos que podría construir sobre la base del elemento del comunismo primitivo existente en la estructura dé la economía rural rusa, el mir; y el mir era considerado entre los primeros socialistas rusos como el equivalente de la "comuna" en el "pensamiento occidental. Aunque Bakunin, como Herzen, estaba familiarizado con el pensamiento occidental, y había vivido en las ciudades de occidente, su pensamiento siempre se movía instintivamente en el terreno de un tipo de sociedad más primitiva. Se sentía .mucho más en terreno propio en el sur de Italia que en ninguna otra parte del occidente de Europa; y sus ideas de acción social sufrieron una reforma, después de su larga ausencia en la prisión y en Siberia sobre todo mientras residió en Nápoles. Cuando se trasladó a Suiza, que económicamente estaba mucho más adelantada, volvió a encontrarse en una sociedad sumamente local, dedicada industrialmente a la producción artesana y doméstica, con muy poco empleo de trabajadores en gran escala. Así pues, continuó pensando en los problemas de la reorganización social en relación con comunidades muy localizadas e instintivamente en relación con campesinos o trabajadores rurales, más que .con obreros de fábricas o mineros o ferroviarios. El problema de la coordinación de las actividades de las comunas locales y de la organización de algunos servicios en territorios más extensos, le parecía por consiguiente de menor importancia, susceptible de ser resuelto con facilidad, si la estructura fundamental de la sociedad se organizaba debidamente, a base de libertad comunal. Por el contrario, pensadores como de Paepe, que participaban en su oposición al Estado autoritario y en su creencia en la necesidad de hacer de la "comuna" el organismo básico de la acción social, percibían mejor las dificultades prácticas de aplicar esa política en las sociedades en las cuales había arraigado la organización en gran escala de la producción y de los negocios. Los federalistas, cuando tenían que enfrentarse con esta clase de problemas, a veces recurrían a la solución de la "legislación directa", es decir, sostenían que la independencia de las comunas podía ser limitada por decisiones tomadas por un referéndum general en un amplio territorio, pero no de otra manera. Rechazaban la idea de que un cuerpo de delegados federales de cierto número de comunas pudiese obligar a éstas, de las que se suponían representantes; pero aceptaban que los delegados tuviesen derecho a someter la cuestión al pueblo, y el derecho de éste a llegar a una decisión obligatoria mediante el voto de la mayoría. Pero algunos federalistas, entre ellos Bakunin, no estaban conformes con esto. Consideraban que esta doctrina equivalía a admitir de nuevo el principio autoritario, por la puerta falsa. El ejemplo de Napoleón III les hacía desconfiar mucho de los plebiscitos; e insistían, no sólo en que ningún delegado podía obligar a sus representados sin el consentimiento explícito de éstos, sino también en que ninguna asamblea general o cuerpo de votantes tenía derecho a obligar a una minoría contra su voluntad. Llevado hasta el extremo, este principio haría imposible incluso que una comuna local tomase decisiones obligatorias mediante el voto de una mayoría; pero los anarquistas más extremados no cedían en este aspecto, porque pensaban que en un grupo de vecinos del cual se hubiesen desterrado los antagonismos de clase, sería siempre posible el acuerdo voluntario de un número suficiente de los interesados para que fuese necesario ejercer coacción en una pequeña minoría que se resistiese a seguir la opinión de la mayoría. A fin de comprender esta actitud es necesario tener en cuenta que, en su mayoría, los anarquistas extremistas, lejos de ser individualistas, creían fuertemente en la naturaleza social del hombre y en los lazos de solidaridad que mantienen unidos a los hombres que viven en comunidades locales bajo condiciones "naturales" de igualdad social. La forma individualista del anarquismo, aunque tuvo representantes en Europa, como Max Stirner, nunca fue fuerte más que en los Estados Unidos, en donde se desarrolló en un medio social radicalmente distinto. Los anarquistas europeos de las décadas de 1860 y 1870 (más tarde examinaremos los desarrollos peculiares del movimiento en las dos décadas siguientes) eran en su mayoría anarquistas sociales, insistiendo con gran energía en las instituciones coactivas eran innecesarias y perjudiciales porque la naturaleza esencialmente social del hombre le permitía y lo capacitaba para prescindir de ellas. Éste era sin duda el punto de vista de Bakunin, como también lo fue de Kropotkin, quien introdujo la denominación de "anarco-comunista" a fin de precisar claramente su posición; y era también el de los creadores del sindicalismo anarquista de Italia, España y el sur de Francia. Los pensadores que adoptaron este punto de vista "anarquista social" se diferencian considerablemente entre sí en la importancia relativa que dan a la comuna como organismo democrático esencial del pueblo libre y a las asociaciones de productores, que casi todos ellos consideraban como el medio de realizar las empresas económicas en una sociedad libre. Mientras más pensaban en relación con la industria, más importancia daban a las funciones de las asociaciones de productores; y mientras más pensaban en relación con las sociedades campesinas agrícolas, más importancia daban a la "comuna", que en realidad era considerada también con frecuencia como una especie de asociación de productores para explotar la tierra en interés de la comunidad. De este modo, en un extremo la "comuna" vino a ser concebida en grandes ciudades como Lyon como una federación de asociaciones locales de productores, mientras que en el otro extremo se da más importancia a la "comuna", como organismo unitario que reúne a todos sus ciudadanos, los cuales toman decisiones siguiendo el procedimiento de llegar a lo que los cuáqueros llaman "el sentido de la reunión". Bakunin, si alguna vez pensó en las dificultades que ofrece el organizar una "sociedad libre" bajo las condiciones de la producción y el transporte en gran escala, las dejó a un lado en nombre del principio irrevocable de la libertad. En realidad, le interesaba muy poco anticipar la estructura social del porvenir: lo que le preocupaba era acabar con el material inútil del pasado y del presente. Sin embargo, deseaba y esperaba mucho del avance del conocimiento y no abogaba por la vuelta a una "vida sencilla". Y es que creía que la tarea inmediata era esencialmente revolucionaria y destructiva, y no dudaba de la capacidad de los pueblos emancipados para resolver sus problemas cuando éstos surgiesen. Insistía constantemente en el genio espontáneo y natural del hombre libre, y de los hombres libres asociados en pequeños grupos, en lo que ahora se llama grupos face to face en los que se relacionan personalmente unos individuos con otros. Creía que en estos grupos la dificultad no estaría en llegar a una solidaridad suficiente para la acción común, sino en impedir que la solidaridad llegase a ser tan fuerte que impidiese la iniciativa personal. La coacción le parecía arbitraria, innecesaria, por ser tan fuerte el influjo de las costumbres y los convencionalismos de grupo. No consideraba la solidaridad como un producto de las circunstancias económicas, sino como una inclinación natural que el hombre comparte con las especies del reino animal que viven en comunidades. Decía que es una parte de la animalidad del hombre, de la cual el individuo nunca puede prescindir, pero que en cierta medida puede someter a su humanidad, constituyendo este sometimiento la realización de la libertad. Bakunin, cuando no truena contra Dios y el Estado como dos enemigos de la libertad, es realmente un escritor amable e idealista, aunque él hubiese rechazado este término. Considerándose a sí mismo como un completo materialista, e insistiendo en que el hombre tiene que ser considerado como un ser simplemente material, sin embargo dotaba a este ser de la capacidad de crear los ideales más elevados para sí mismo y para sus prójimos. Estos ideales, decía, no son innatos: no existen ideas innatas de ninguna clase. El hombre no es una creación de Dios, que tenga ideas o ideales implantados en sí mismo desde fuera. Es, según una de las frases favoritas de Bakunin, "creador, no criatura", creador de sus propias ideas y valores, no como individuo aislado sino en la sociedad. La opinión de Bakunin acerca de la naturaleza de la moralidad y de los valores ideales era que esencialmente son productos de la evolución social, y que, a medida que el hombre avanza en conocimientos y en civilización, aumenta su capacidad para forjar ideales. En este respecto, es un heredero de la tradición del gran "iluminismo" del siglo XVIII, y estaba en verdad muy lejos de ser el completo inmoralista que a veces equivocadamente se ha dicho que era, y mucho menos en sus últimos años. Esta tacha de inmoralismo, en la medida en que no era sólo cieno arrojado sobre él por sus enemigos, llegó a atribuírsele principalmente a causa de su breve relación con Netchaiev. El sentimiento que Netchaiev despertó en él por algún tiempo parece como si le hubiese hecho perder temporalmente su juicio normal. Aparte de esto, Bakunin con frecuencia era violento en su lenguaje; y estaba por supuesto inclinado a apoyar los métodos revolucionarios más violentos en contra del gobierno ruso; y en realidad contra cualquier gobierno que él creyese que mostraba las mismas cualidades de "látigo germánico" de aquél. Además, Bakunin tomó muy en serio la idea, que se halla tanto en Hegel y en Saint-Simon, y especialmente en Saint-Simon, de la división de la historia en épocas de construcción y de destrucción, y se consideraba a sí mismo como viviendo hacia el fin de una época en la cual la labor de destrucción ocupaba el primer lugar. Así pues, estaba al lado de Netchaiev al desear que se echasen al fuego tanto los valores como las instituciones de la sociedad en que vivía. Quería destruir no sólo su estructura política y su organización económica, sino también todo el sistema de valores que descansaba en la concepción de la desigualdad de los hombres: el esnobismo, el supuesto de derechos adquiridos reservados para algunos pocos, el sistema de matrimonio desigual y otros muchos. Pero quería lanzarse a esta tarea de destrucción completa, no como un hombre inmoral emancipado de los valores éticos, sino, por el contrario, d servicio de una moralidad "natural" y con el espíritu del más justo idealismo: en la mayoría de sus escritos no hay la menor tendencia hacia cualquier forma de nihilismo, y mucho menos hacia la forma extrema de negación nihilista de todos los valores morales de que se vanagloriaba, Netchaiev. Hasta qué punto Bakunin intervino en la redacción de la serie de folletos revolucionarios que fueron publicados bajo la égida de los dos en 1869, es cosa que probablemente nunca se conocerá con exactitud; parece probable que tuvo alguna participación, aun en los más violentos de ellos, incluso en el famoso Catecismo Revolucionario. Si fue así, no están de acuerdo con el resto de sus escritos, tanto con los anteriores como con los posteriores a esta lamentable relación. Lo más probable es que Bakunin perdiera el equilibrio por la adulación de Netchaiev, y por lo que éste le contó acerca de un supuesto gran movimiento revolucionario de jóvenes rusos que deseaban que Bakunin fuese su jefe, y que cediera aprobando, y acaso inclusive escribiendo pasajes que no concuerdan con su filosofía. En el Catecismo se dice que el verdadero revolucionario "desprecia y odia toda la moralidad social del presente, en todas sus formas y motivaciones. Considera como moral todo lo que favorece el triunfo de la revolución"... "Todo sentimiento blando y enervador de relación, amistad, amor, gratitud e incluso honor tiene que ser reprimido en él por la pasión fría a favor de la causa revolucionaria." Es imposible que Bakunin hubiese pensado esto, si también pensaba, como indudablemente lo hizo, que la moralidad es un producto de la civilización que evoluciona, y que el hombre moderno, con toda su sujeción a instituciones injustas, es muy superior en este respecto al salvaje. Es indudable que el hombre puede pensar cosas contradictorias; pero difícilmente hasta tal extremo, salvo en raros momentos de aberración mental, bajo alguna influencia poderosa e irresistible. Durante algún tiempo Netchaiev ejerció un influjo de esta clase sobre Bakunin, aunque no duró mucho; y desgraciadamente el período de esta influencia coincidió con la fase crítica de la lucha de Bakunin con Marx dentro de la Internacional, de tal modo que Marx fue llevado a pensar que Bakunin era un perfecto nihilista y a la vez un enemigo de la causa de la clase trabajadora. Por supuesto, había muchos motivos para que Marx y Bakunin estuviesen en desacuerdo, aparte del inmoralismo de Netchaiev. La concepción que Bakunin tenía de la sociedad libre, construida a partir de pequeñas unidades hasta llegar a grupos federales más amplios y basada en una solidaridad social y humana fundamental, era radicalmente contraria a la concepción que Marx tenía de una organización basada en una clase bajo la dirección de un grupo de vanguardia, animado por una comprensión clara de la misión histórica del proletariado. Marx, con la vista puesta en el desarrollo de la sociedad capitalista en su forma más avanzada, concibió la lucha que se aproximaba en forma de un conflicto entre poderes muy centralizados, que representaban los intereses de clase de los capitalistas y del proletariado, y consideraba todo grupo que no encajaba en este diagnóstico como una forma social decadente o anticuada. Bakunin, por el contrario, concebía la revolución sobre todo como una lucha incesante entre opresores y oprimidos, residiendo la fuerza de la revolución principalmente en los grupos de los desposeídos, cualquiera que ellos fuesen, y sin tener en cuenta su relación con los medios de producción. Para Marx, el aspecto más importante de la lucha de clases contemporánea era el desarrollo de la conciencia y organización de los obreros industriales, y especialmente de los que estaban sujetos a las condiciones del capitalismo en gran escala más desarrollado. Bakunin por el contrario concebía la revolución más bien como un levantamiento instintivo de los grupos más oprimidos y desposeídos de la sociedad: los campesinos en los territorios relativamente atrasados y el Lumpenyroletariat de ciudades como Nápoles, donde apenas había arraigado el industrialismo moderno. Además, Marx, en lo esencial, era un racionalista que pertenecía a una tradición cultural relativamente avanzada, con un desprecio profundamente arraigado contra los bárbaros, inclusive cuando se ponían al lado de la revolución. Marx concebía la revolución como interesada sobre todo no meramente en la destrucción del orden existente, sino en la construcción en su lugar de un orden social más avanzado; y le: parecía fantástico suponer que este nuevo orden podía nacer de grupos atrasados. Sentía un desprecio profundo por los campesinos y eslavos bárbaros: los campesinos, inclusive en los países adelantados, no eran según él capaces del poder creador necesario para la construcción revolucionaria: lo único posible era que fuesen arrastrados por el proletariado con conciencia de clase y convertidos por éste, mediante el colectivismo, en hombres modernos. De aquí se deduce que Marx no creía en el poder creador de una revolución nacida en un país económicamente atrasado. Esperaba que el occidente fuese a la cabeza, y que las naciones atrasadas del este y del sur de Europa a lo más siguiesen la dirección dada por las naciones más adelantadas. Para Bakunin, por otra parte, el impulso revolucionario, la voluntad de libertad, era una cualidad natural en los hombres, que se encuentra del mismo modo entre los campesinos o el Lumpenproletariat de las ciudades de Italia y España como entre los obreros industriales cultos de Inglaterra, de Francia o del oeste de Alemania, en realidad más probablemente en los primeros, porque estos últimos grupos habían sido contagiados por las falsas ideas de la democracia basada en la aceptación del Estado como verdadera expresión de la conciencia nacional. Bakunin, antes de su ruptura con la Liga por la Paz y la Libertad, había persuadido al comité central de esta organización para que adoptase un programa que conduciría a la Liga a una política social avanzada. Este programa, presentado al segundo Congreso de la Liga, celebrado en Berna en 1868, empezaba por afirmar la imposibilidad de separar los tres aspectos del problema social: la cuestión religiosa, la política y la económica. A continuación hacía las tres proposiciones siguientes: y que la religión, siendo cuestión de la conciencia individual, debe ser eliminada de las instituciones políticas y también de la educación pública, a fin de que en adelante las Iglesias no puedan impedir el libre desarrollo de la sociedad; ella. Para Marx, con su filosofía determinista, ir contra esa tendencia era una verdadera locura; porque toda su doctrina era una interpretación de las tendencias históricas consideradas como irresistibles y un llamamiento a los hombres para comprender estas tendencias y actuar conforme a ellas y no contra ellas. El progreso de las fuerzas de producción, descansando en el progreso del dominio del hombre sobre su medio físico, lleva consigo la unión de hombres y cosas en masas cada vez mayores, y hace al pequeño grupo de vecinos, como el municipio o comuna, más y más anticuado como base para la acción social. Las fuerzas que impulsan el cambio social según Marx, no son estos grupos, que se basan en la solidaridad natural del hombre como animal gregario, sino vastas clases económicas, que son producto del progreso económico y científico. La concepción entera de Bakunin le parecía a Marx completamente anticientífica y romántica y totalmente apartada de las realidades actuales: el sueño de un bárbaro que ignora las fuerzas que en realidad moldean el mundo moderno. A esta crítica se le escapa algo. Mientras más se acepte la tendencia hacia lo grande y la centralización como consecuencia necesaria del desarrollo y aplicación del conocimiento científico, más importante es hacer lo más posible para contrarrestar la tendencia a que los individuos y los pequeños grupos queden sumergidos en organizaciones demasiado vastas para que los hombres y las mujeres corrientes puedan comprenderlas, o incluso para que los mejor dotados de ellos, si llegan a comprenderlas, puedan dirigirlas de una manera efectiva. El "cesarismo" de los dos Napoleones mostró este peligro, aunque incluso Napoleón III actuaba con fuerzas que parecen primitivas al lado de los recursos que hoy están al alcance de cualquiera que se apodere del Estado, y lo utilice como instrumento para inculcar una doctrina en el pueblo o para métodos coactivos más directos. Bakunin tenía razón al desconfiar mucho del Estado centralizado y autoritario, incluso cuando éste aparece como el representante democrático del pueblo o como instrumento de las clases que hasta ahora han sido explotadas. Su solución "federalista" se presta, sin duda, a muchas objeciones, la mayoría de las cuales nunca intentó rectificar. Cualquier pensador que mantenga consecuentemente que la libertad no es sólo buena sino el único bien, corre el peligro de dar coces contra el aguijón de la necesidad misma, no sólo en sus intentos de construir el modelo de una sociedad sobre una base completamente "libre", sino también al tratar de crear esa sociedad; porque, como Lenin una vez advirtió oportunamente, la revolución es un proceso sumamente autoritario, y un movimiento revolucionario sin dirección, que se base enteramente en la libre iniciativa de las masas, está, llamado a fracasar, o a venirse abajo inclusive si triunfa en los primero momentos. Por supuesto, Bakunin sabía esto, y porque lo sabía, apoyó en el Congreso de Basilea de 1869 la propuesta de que al Consejo General de la Asociación Internacional de Trabajadores se le diesen más facultades. .Estaba dispuesto a admitir que la revolución necesita una dirección fuerte mientras dura su lucha critica; pero no podía admitir que fuese necesario ningún elemento de poder autoritario en la fase siguiente de construcción revolucionaria, ni siquiera para resistir los intentos contrarrevolucionarios Con frecuencia, aunque daba importancia a la fuerza del influjo de los hábitos y costumbres sociales en la mayor parte de los hombres, parecía suponer que la experiencia de la revolución los liberaría con su sacudida misteriosamente de sus cadenas y los convertiría de pronto en iniciadores heroicos de una nueva conducta social. Esto, sin duda, era en parte la razón de su insistencia en la necesidad de una completa destrucción de la antigua estructura social como preparación para construir una nueva. Sin duda él esperaba realmente que la mayoría de los hombres siguieran siendo, comparados con los jefes de la revolución, pasivos y sin originalidad, y que las tareas creadoras de la revolución las realizara una minoría de espíritus escogidos. Pero también es cierto que creía que estos espíritus escogidos serían capaces de llevar tras sí a las masas hacia nuevas formas de vida, sin necesidad de estar investidos de una autoridad especial, o de aceptar ninguna disciplina común impuesta a ellos mismos. En esto estaba sin duda equivocado. Pero tenía razón al ver la necesidad, en interés de la libertad de los individuos y de los grupos, de oponerse a formas de "centralismo democrático" que tienden a convertir al hombre corriente, una vez más, en mero peón del juego de los autócratas o los burócratas, sin que tengan verdadera participación en la política a seguir y sin que se reconozca su derecho a seguir su propio camino, al menos dentro de amplios límites, y a no ser molestados. Bakunin hizo una observación penetrante cuando dijo que las teorías políticas que defienden los derechos del Estado consideran que es "la seguridad, pero nunca la libertad" lo que éste esencialmente proporciona al pueblo. La forma tradicional de la doctrina del contrato social, repetida por Rousseau, como él indicó, ve el origen del Estado en el deseo que el individuo tiene de seguridad, lo cual lo induce a perder una parte de su "libertad natural" para conseguir este fin. Pero se preguntaba: ¿los que renuncian a una parte de su libertad, qué seguridad tienen de conservar el resto? Rousseau mismo, en lo que postuló acerca de la indivisibilidad de la soberanía, mostró que no podía haber seguridad en esto. La mera sustitución de la soberanía personal oligárquica por la soberanía popular, no podía alterar su carácter esencial. El Estado acaso pueda proporcionar alguna clase de seguridad, pero libertad, nunca. E inclusive la seguridad que proporciona no es verdadera seguridad, en cuanto que el Estado, lo mismo en paz que en guerra, puede tener derechos sin límites sobre ellos. Aquí, como en muchos pasajes de sus escritos, Bakunin se aproxima al lenguaje del individualismo; pero, como ya hemos visto, no era esto lo que él quería decir. Insistía en la necesidad de la propiedad colectiva y, por consiguiente, su anarquismo se distingue del de los proudhonianos que, en la Internacional, combatieron la propiedad colectiva en nombre del derecho del individuo a gozar del producto de su propio trabajo. Bakunin consideraba la retribución del individuo con arreglo a su trabajo sólo como un mal menor, una forma transitoria de sociedad todavía basada en el egoísmo: quisiera realizar por completo la fórmula "De cada uno según su capacidad; a cada uno según sus necesidades". Sin duda Bakunin sentía gran admiración por Proudhon, y lo consideraba como el verdadero fundador del anarquismo y del federalismo. La enseñanza de Proudhon, decía, "aboutit naturellement au fédéralisme". Pero no desconfiaba como Proudhon de las asociaciones cooperativas, porque viese en ellas el germen de la burocracia y de la autoridad gubernamental. Considerando la comunidad rural, con sus antiguas tradiciones de organización colectiva para la explotación de la tierra, como algo "natural" al hombre, no menos que lo es la vida en colmenas a las abejas, consideraba la empresa cooperativa, más que la individual o familiar, como la expresión natural de los impulsos sociales espontáneos del hombre, y, por consiguiente, buenos. Kropotkin, cuando escribió acerca de La ayuda mutua en los hombres y los animales y «^desarrolló la teoría más claramente articulada del anarcocomunismo, encontró en Bakunin mucho aprovechable para su construcción, y relativamente muy poco que no pudiera utilizar 2. Edmundo Wilson Actores históricos: Bakunin Y entonces una serie de circunstancias elevaron durante algún tiempo la vida de Marx a un plano más sólido y digno. Wilhelm Wolff —uno de los pocos camaradas alemanes en quien Marx y Engels confiaban y con quien siempre mantuvieron una inquebrantable amistad: Marx dedicó Das Kapital a su memoria— murió en la primavera de 1864 y dejó a Marx una manda testamentaria de 800 libras esterlinas; y en el otoño del mismo año Engels entró como socio en la firma Ermen y Engels, hallándose así en mejores condiciones para ayudar económicamente a Marx. En el verano de 1866 Laura Marx se prometió a un joven doctor, nacido en Cuba y llamado Paul Lafargue, por cuyas venas corría sangre francesa, española, negra e india. El matrimonio tuvo lugar dos años más tarde. Jenny se casó en el otoño de 1872 con un socialista francés llamado Charles Longuet, que había tenido que abandonar Francia después de la Comuna y que se ganaba la vida como profesor en el University College de Londres. Sus hijas tenían ya quien las mantuviera, aunque sus yernos, según Marx, no estuvieran excepcionalmente dotados en el campo de la política: «Longuet es el último proudhoniano —solía decir— y Lafargue el último bakuniniano — ¡maldita sea!—». En la primavera de 1867 Marx dio fin al primer volumen de Das Kapital, publicado en el otoño de ese mismo año. Era la primera concepción auténtica de sus concepciones generales, presentadas en forma detallada y ordenada. La Crítica de Economía Política, editada en 1859, había desconcertado incluso a sus propios discípulos por su implacable y opaca abstracción, y llamado muy poco la atención; resulta significativo que apareciera el mismo año que el Origen de las especies de Darwin (una obra que, según Marx, proporcionaba una «base científico-natural» para la filosofía del materialismo histórico). Después de un decenio de reacción, la rebelión obrera renacía con todo vigor y forjaba una nueva solidaridad general. En Inglaterra el movimiento de las Trade Unions reemplazaba al de los carlistas. El crecimiento de las ciudades industriales había producido en Inglaterra un auge en las industrias de la construcción y del mueble; pero los obreros de estas ramas se habían hundido en la ruina durante la crisis de los últimos años de la década de 1850. Prácticamente lo mismo había ocurrido en Francia, donde Napoleón III había reconstruido París y los seguidores de Proudhon y Blanqui trataban de organizar a los obreros en paro. Vimos ya cómo el movimiento obrero prusiano se desarrolló bajo la dirección de Lassalle. Wilhelm Liebknecht, que había regresado del exilio en 1862, convirtió al socialismo marxista a un joven tornero llamado August Bebel y, después de ser expulsado en 1865 de Prusia, organizó en el sur de Alemania una Liga de Sindicatos Obreros Alemanes. La guerra civil americana de 1860-1865 produjo la crisis de las industrias textiles al suspenderse por causa suya las exportaciones de algodón; y la emancipación de los esclavos en Estados Unidos en 1863, la abolición de la servidumbre en Rusia en 1861 y la insurrección polaca de 1863 dieron un impulso general a las ideas liberales y revolucionarias. En julio de 1863 empezó a cristalizar un movimiento obrero internacional. Los sindicatos ingleses, cuya acción estaba siendo contrarrestada por la inmigración de mano de obra alemana, francesa y belga, hicieron un llamamiento a los obreros franceses para llegar a un acuerdo frente a los patronos. Los franceses aceptaron finalmente la propuesta de los ingleses después de aplazar su contestación casi un año a causa de la indecisión de sus dirigentes para romper definitivamente con los partidos políticos de la burguesía. La Asociación Internacional de Trabajadores fue fundada el 28 de septiembre de 1864 en St. Martin's Hall, Londres. Así, cuatro semanas después de la muerte de Lassalle, Marx era invitado a asistir a la primera asamblea de la nueva organización de la clase obrera, de la que sería cabeza rectora, con sus dos yernos entre sus lugartenientes. La correspondencia de Marx durante este período —a pesar de sus quejas incesantes de padecer insomnio y dolencias físicas— sorprende porque muestra hasta qué punto puede influir, incluso sobre una personalidad tan independiente como la suya, la relativa seguridad financiera, el sentimiento de realización intelectual y la responsabilidad decisiva en una empresa común con otros hombres. Da la impresión de que Marx llevó durante esta época los asuntos de la Internacional con una sensibilidad y tacto considerables. En el Consejo General tuvo que tratar con hombres de diversos partidos y doctrinas cuyas tendencias desaprobaba: antiguos owenistas y cartistas, partidarios de Blanqui y Proudhon, patriotas polacos e italianos; y consiguió durante cierto tiempo colaborar con ellos sin dejarse arrastrar a graves querellas personales. Tal vez el hecho de que quisiera terminar su libro le indujera a evitar disgustos innecesarios. Indudablemente está muy lejos de aparecer la pesadilla de recelos y la actitud histérica y ofensiva de los días de la disolución de la Liga Comunista; y tampoco existía, por entonces ningún Lassalle, que le hiciera la competencia a Marx. El Marx de este período, a pesar de todo, se había erigido como un poder al que el poder de la burguesía, representado por el policía o el comisario, no podía expulsar ni desalojar, y a quien las gentes empezaban a acudir como para aprender los principios permanentes de la verdad en una época de ilusiones políticas, como para conseguir para sus viajes futuros un piloto que nunca perdiera el rumbo ni fuera arrastrado por la marea de la revolución y la reacción. Lafargue nos ha dejado un retrato de Marx tal y como lo podía ver un joven admirador en los años 60. Su despacho, situado en el primer piso de la casa, daba a Maitland Park y tenía buena luz. Formaban su mobiliario una sencilla mesa de trabajo, de un metro de largo y setenta y cinco centímetros de ancho, un sillón de madera, en el que se sentaba a trabajar, un sofá de cuero y uno o dos muebles; frente a la ventana había una chimenea, con librerías a cada lado. Los estantes de libros le parecieron a Lafargue ordenados inarmónicamente, porque los libros estaban clasificados por materias y los opúsculos se alineaban junto a los volúmenes en cuarto; grandes paquetes de periódicos viejos y manuscritos se apilaban hasta el techo en las estanterías superiores; la habitación estaba inundada por papeles y libros, entremezclados con cigarros, cerillas, latas de tabaco y cenizas. Pero Marx sabía perfectamente donde estaba cada cosa. Los libros estaban marcados y subrayados y tenían páginas dobladas, aunque las ediciones fueran de lujo; y Marx podía mostrar inmediatamente a su interlocutor los pasajes o cifras citados durante la conversación. Los libros y papeles le obedecían como si fueran sus brazos y sus piernas: «Son mis esclavos— solía decir Marx— y tienen que servirme como me plazca.» Su mente —dice Lafargue, en una bonita metáfora— era como un buque de guerra con las calderas encendidas, siempre dispuesto a zarpar al instante hacia cualquier rumbo por los mares del pensamiento. La alfombra estaba gastada hasta el trenzado mismo de la cuerda a lo largo de una senda, trazada entre la puerta y la ventana por los pasos de Marx en sus idas y venidas mientras trabajaba y pensaba a solas. A este período de sus últimos años pertenecen las difundidas fotografías y retratos —muy diferentes de la fotografía hecha en Berlín al comienzo de la sexta década de su vida, por encargo de Lassalle, en la que aparece abotonado hasta el cuello, tenso, consciente de su persona y con una mirada hostil— que nos lo presentan con un no sé qué casi benévolo (algo que desde luego denota amplitud imaginativa y la serenidad que da la ascendencia moral), la mirada profunda, la frente amplia, la barba y la melena elegantes, ya canas, que pasan del desafío del rebelde a la autoridad del patriarca bíblico. El mensaje inaugural que redactó Marx para la Asociación Internacional de Trabajadores tenía que navegar, según se ha indicado antes, entre los bajíos de los diferentes grupos: tenía que contentar a los sindicalistas ingleses, a quienes sólo les interesaba ganar las huelgas, sin importarles lo más mínimo su «papel histórico»; a los proudhonianos franceses, opuestos a las huelgas y a la colectivización de los medios de producción, y que tenían fe en las sociedades cooperativas y en los créditos baratos; a los partidarios del patriota Mazzini, principalmente interesado en la liberación de Italia y deseoso de mantenerse al margen de la lucha de clases. Marx lamentaba, según explicó a Engels, haberse visto obligado a incluir en algunas frases abstracciones tales como «deberes» y «derechos» y la declaración de que constituía un objetivo de la Internacional «reivindicar que las sencillas leyes de la moral y de la justicia, que deben presidir las relaciones entre los individuos, sean las leyes supremas de las relaciones entre las naciones». Pero también incluyó una terrible descripción de los resultados de la industrialización en Inglaterra, que se relacionaba con su propia obra sobre Das Kapital. Demostró que, si bien las importaciones y exportaciones de Inglaterra se habían triplicado en veinte años, el pauperismo distaba mucho de haber sido eliminado, contrariamente a los pronósticos de los apologistas de la clase media, y la población industrial y agrícola se encontraba más degradad alimentada que nunca: «En todos los países de Europa —y esto ha llegado actualmente a ser una verdad incontestable para todo entendimiento no enturbiado por los prejuicios y negada tan sólo por aquellos cuyo interés consiste en adormecer a los demás con falsas esperanzas—, ni el perfeccionamiento de las máquinas, ni la aplicación de la ciencia a la producción, ni el mejoramiento de los medios de comunicación, ni las nuevas colonias, ni la emigración, ni la creación de nuevos mercados, ni el libre cambio, ni todas esas cosas juntas, están en condiciones de suprimir la miseria de las clases laboriosas; al contrario, mientras exista la base falsa de hoy, cada nuevo desarrollo de las fuerzas productivas del trabajo ahondará necesariamente los contrastes sociales y agudizará más cada día los antagonismos sociales. Durante esta embriagadora época de progreso económico, la muerte por inanición se ha elevado a la categoría de una institución social en el imperio británico. Esta época está marcada en los anales del mundo por la repetición cada vez más frecuente, por la extensión cada vez mayor y por los efectos cada vez más mortíferos de esa plaga de la sociedad que se llama crisis comercial e industrial.» Marx siguió dirigiendo la Internacional con una tolerancia y prudencia sorprendentes; y en el Congreso de Basilea de 1869 logró que los partidarios de la colectivización derrotaran rotundamente a sus adversarios. Aunque no asistía a los congresos, que se celebraban anualmente, los controlaba a través de sus lugartenientes. Había tratado de que la Internacional no le robara demasiado tiempo; en una ocasión hizo creer que había marchado al continente para asuntos de la Internacional con objeto de que le dejaran tranquilo en Londres; pero, como escribió a Engels, Well, mon cher, que faire? Man muss B sagen, sóbala man A gesagt. La organización crecía cada año. Se calcula que a finales de la década de los 60 contaba con 800.000 afiliados permanentes; y su poder real creció mediante sus alianzas con otras organizaciones obreras que habían declarado su solidaridad con ella. Los diarios de la Internacional se vanagloriaban de tener 7.000.000 de lectores; según la policía, la cifra correcta sería cinco millones. La Internacional organizó un fondo de socorro para huelgas e impidió la contratación de esquiroles extranjeros. El solo nombre de la Internacional bastaba en ciertas ocasiones para que los patronos cedieran ante la amenaza. Marx y Engels se encontraron, por así decirlo, de un modo inesperado al frente de un movimiento proletario con posibilidades revolucionarias precisamente en el momento en que, después de haberse resignado al triunfo de la reacción, se hallaban dedicados a una actividad intelectual. «Les chases marchent —escribió Marx a Engels en septiembre de 1867— y cuando llegue el momento de la próxima revolución, que tal vez esté más cerca de lo que parece, nosotros (es decir, tú y yo) tendremos este poderoso aparato en nuestras manos. ¡Compara esto con los resultados obtenidos por los Mazzini, etcétera, en actividad desde hace treinta años! ¡Y sin ningún recurso financiero! A pesar de las intrigas de los proudhonianos de París, de Mazzini en Italia, de los envidiosos Odger, Cremer y Potter en Londres, y de Schulze-Del [itzsch] y los lassallianos en Alemania. ¡Podemos darnos por muy satisfechos!» Pero una vez más, y en esta ocasión con consecuencias más graves, la autoridad del sedentario Marx entró en conflicto con un político práctico, y la doctrina marxista, tan racionalista y prudente, perdió el dominio sobre un movimiento obrero que había adquirido ahora dimensiones europeas. Fue en el Congreso de Basilea donde la Internacional Obrera fue cautivada por vez primera por Mijhail Bakunin. Bakunin pertenecía a la desgraciada generación que llegó a la madurez en Rusia bajo el remado de Nicolás I. Había nacido el 18 de mayo de 1814; tenía, pues, once años de edad cuando se produjo el alzamiento decembrista (una conspiración de las clases superiores protagonizada por oficiales y poetas influenciados por las ideas occidentales), en el que la familia de la madre de Bakunin desempeñó un papel importante. La Rusia de Pushkin y los decembristas, la Rusia del alba de la gran cultura de la Rusia moderna, desapareció durante los treinta años de reinado de Nicolás, que abortó el movimiento intelectual mediante una censura de prensa terrible e hizo cuanto pudo para impedir que los rusos viajaran a Europa Occidental. Bakunin fue un producto de aquel frustrado movimiento, al igual que sus amigos Turguenev y Herzen. Como a ellos, la opresión en su patria le impulsó a buscar la libertad y la luz en Occidente, donde tuvo que trabajar y vivir, con el pensamiento siempre dominado por los problemas de Rusia. Herzen decía que Bakunin «llevaba dentro de sí la capacidad latente de una actividad colosal para la que no había demanda». Procedía de la provincia de Tver, de una familia de la pequeña nobleza terrateniente. Pasó su primera juventud con sus hermanos y hermanas en una hacienda de «500 almas», en una gran mansión solariega del siglo XVIII que dominaba un río de ancho cauce y lenta corriente; y, en cierto modo, esa finca y esa familia, tan queridas y tan completas en sí mismas, constituyeron el trasfondo de toda su vida. La infancia y juventud de los Bakunin transcurrieron en una atmósfera de fantasía, de tiernas emociones y de estímulos intelectuales, que recuerda a Turguenev o a Chéjov. Mijhail, el varón mayor de diez hermanos y hermanas, se hallaba en condiciones de dominar a sus hermanas por ser varón y a seis hermanos por ser el mayor. Su actitud hacia unas y otros era protectora; y era también el jefe de las confabulaciones contra su padre, que se había casado a los cuarenta años y contaba siempre con el apoyo de su joven esposa. Bakunin, según confesión propia, estaba enamorado de una de sus hermanas, y todas ellas le producían celos. Cuando empezaron a tener admiradores y a casarse, Mijhail Alexandróvich solía tratar de indisponerlas con sus pretendientes y maridos, al igual que incitaba a sus hermanos a rebelarse contra su padre. Años más tarde hizo lo mismo con otras mujeres; pero cuando conseguía alejar a las esposas de sus maridos, invariablemente las abandonaba por su incapacidad para convertirse en su amante. Al parecer era impotente; es obvio que se trataba de un caso de inhibición sexual producida por el tabú del incesto. En Siberia, cuando tenía cuarenta y cuatro años, se casó con una muchacha de dieciocho años que, con el tiempo, viviendo todavía al lado de Bakunin, tuvo dos hijos con otro hombre. En Rusia el joven Bakunin se hizo miembro de un grupo literario tan embriagado por el idealismo hegeliano que incluso sus asuntos amorosos estaban guiados por dicha concepción. Volatilizando a la manera rusa las portentosas abstracciones del idioma alemán, brindaban con las categorías hegelianas, pasando a través de la progresión metafísica desde la existencia pura a la idea divina. En 1840, Bakunin, cumplidos sus veintiséis años, decidió trasladarse a Berlín con el fin de beber el hegelianismo en sus fuentes y también para reunirse con una de sus hermanas, a la que había conseguido separar de su marido, y convencerla de que se llevara a su hijo a Alemania. Durante sus primeros años en Rusia, Bakunin fue un súbdito fiel al zar; su insubordinación se dirigía únicamente contra su padre. Pero en Berlín bajo la influencia de los jóvenes hegelianos, gravitó hacia la izquierda. El giro crítico de su conversión a la interpretación revolucionaria de Hegel parece haber ocurrido en el momento en que definitivamente perdió su dominio sobre sus hermanos y hermanas, ya adultos. Su hermana casada se reconcilió con su marido y regresó a Rusia para vivir con él: otro hermano que se había reunido con Mijhail en Alemania, regresó igualmente a su patria y se hizo funcionario; la hermana a la que había querido más apasionadamente y que había quedado en reunirse con él en Alemania se enamoró de su amigo Turguenev y jamás dejó la patria. Pero Mijhail, en cambio, nunca alcanzó la madurez; no tuvo un desarrollo sentimental normal. Arrastrado por las corrientes de la época se declara ahora revolucionario político: un revolucionario de la voluntad y de la acción pura, para quien la sublevación era una necesidad histórica, pero que no necesitaba de la estrategia de Marx. Para Bakunin, la sinceridad e intensidad de la acción garantizaban su valor, su eficacia; y la acción era principalmente destructora. En los últimos años de su vida, al examinar su carácter, «atribuyó su pasión por la destrucción a la influencia de su madre, cuyo despótico carácter inspiró en él un odio insensato hacia toda limitación de la libertad». Sin embargo, también era evidente que se trataba de una válvula de escape para sus impulsos sexuales frustrados. «El deseo de destruir —había escrito ya en sus primeros años de Alemania— constituye también un deseo creador.» Imaginaba casi en éxtasis una futura conflagración: «toda Europa, incluidas San Petersburgo, París y Londres, transformada en un gigantesco montón de escombros». Herzen dice que en una ocasión en que Bakunin viajaba de París a Praga, quiso la suerte que fuera testigo presencial de un motín de campesinos alemanes, que «alborotaban alrededor de un castillo sin saber que decisión tomar. Bakunin descendió de la diligencia y, sin perder tiempo en averiguar el motivo del incidente, formó a los campesinos en filas y les dio instrucciones tan adecuadas [había sido oficial de artillería en Rusia] que cuando volvió a ocupar su asiento en el coche para continuar el viaje el castillo estaba ya ardiendo por los cuatro costados». Bakunin siempre insistiría en la importancia de «desatar las malas pasiones» en épocas revolucionarias. Pero también poseía la magnanimidad de un amor impersonal y desplazado: «Las mezquinas pasiones personales no tendrán siquiera sitio en el hombre poseído de pasión: no tendrá siquiera necesidad de sacrificarlas, porque ya no existirán en él.» Aunque fuera en nombre de la destrucción, deseaba abrazar a toda la humanidad, y tenía la capacidad de despertar en sus partidarios una peculiar exaltación de sentimientos fraternales. Con su dominante y colosal estatura y su talento para la oratoria popular, Bakunin podría haber sido, al igual que Garibaldi o Mazzini, el dirigente de una gran causa nacional. Pero en Rusia no había causa que Bakunin pudiera dirigir; y en el extranjero nunca podría formar parte con pleno derecho de los movimientos nacionales de otros países. Estaba condenado a malgastar su vida en una serie de inútiles tentativas de intervenir en revoluciones extranjeras. Así, por ejemplo, cuando en febrero de 1848 la revolución estalló en Francia, Bakunin salió en seguida para París y prestó sus servicios en los cuarteles de la Guardia Nacional de los trabajadores; el prefecto de la policía revolucionaria daría a su respecto un veredicto que se haría famoso: « ¡Qué hombre! El primer día de la insurrección es un verdadero tesoro, pero al día siguiente habría que fusilarlo.» Luego, en el mes de marzo, tan pronto como la revolución alemana se puso en marcha, Bakunin se trasladó a Alemania, donde esperaba contribuir a una sublevación polaca. Creía que la liberación de Rusia sólo podría conseguirse por medio de una revolución paneslava. Sin embargo, los polacos desconfiaban de Bakunin: la embajada rusa en París había hecho circular la noticia de que era un espía zarista; así, pues, se vio obligado a marchar a Praga, donde tomó parte en la fracasada insurrección checa. Después de caminar errante de un lado a otro durante meses, con pasaportes falsos y con la policía pisándole los talones, llegó a Dresde en mayo de 1849, en el preciso momento' en que estallaba la crisis revolucionaria. El rey de Sajonia se negaba a admitir la constitución redactada por la Asamblea de Francfort, y las fuerzas pro-constitucionales se habían lanzado a las barricadas. Aunque a Bakunin no le interesaba el movimiento de unificación de Alemania, y aunque tampoco creía que la revolución pudiera triunfar, no podía mantenerse al margen cuando estallaban disturbios. En la calle se encontró con Richard Wagner, entonces director de la ópera de Dresde, que se encaminaba hacia el Ayuntamiento para informarle de lo que estaba ocurriendo. Bakunin le acompañó. Allí se encontraron con que acababa de constituirse el gobierno provisional. A Bakunin le bastó con un discurso: hizo su propia presentación ante los miembros del gobierno y les aconsejó que fortificaran la ciudad contra el ataque de las tropas de Prusia. Los prusianos se presentaron aquella misma noche; el comandante de las fuerzas revolucionarias, tal vez un traidor, obstaculizó la defensa de la ciudad; los oficiales polacos revolucionarios, a los que Bakunin había reunido trabajosamente, se dieron por vencidos y huyeron; dos de los miembros del triunvirato provisional también desaparecieron del Ayuntamiento. El tercer miembro se quedó solo; y Bakunin, que nada se jugaba en el conflicto, permaneció junto a él hasta el final haciendo la ronda de las barricadas para tratar de mantener la moral de los insurgentes. Los soldados prusianos y sajones se abrieron paso en la ciudad a sangre y fuego, fusilando a los rebeldes o arrojándolos al Elba. Bakunin trató de convencer a sus compañeros de lucha para que emplearan la pólvora que les quedaba en volar el Ayuntamiento con ellos dentro, pero los sublevados prefirieron retirarse a Friburgo. Wagner les apremió para que se refugiaran en Chemnitz, con el argumento de que esta población industrial seguramente se les uniría. Pero cuando los insurgentes de Dresde llegaron a Chemnitz no encontraron señal alguna de revolución: fueron detenidos aquella misma noche mientras dormían. Bakunin estaba tan agotado que ni siquiera intentó escapar, lo que, según pensó después, hubiera sido fácil. Fue enviado a Dresde y encarcelado con el resto de sus compañeros. Pasaría ocho años en la cárcel. Después de trece meses de encierro en la cárcel de Dresde y en la fortaleza de Konigstein, se le condenó a muerte. Una noche fue despertado repentinamente y sacado de la celda. Bakunin creyó que le conducían al cadalso para decapitarle; lo que ocurría, sin embargo, era que la pena de muerte había sido conmutada por la de cadena perpetua, y que sus guardianes le excarcelaban para entregarle a Austria, contra la cual había tratado de levantar a los checos. Conducido a Praga como prisionero militar, fue encerrado en una celda de la prisión de Hradcin. No se le permitió designar abogado, y se le prohibió enviar o recibir cartas. Sólo se le autorizaba media hora de ejercicio diario, consistente en caminar por un pasillo bajo la vigilancia de seis hombres armados. Después de nueve meses las autoridades se alarmaron ante el rumor de que sus amigos planeaban su rescate, y le trasladaron a la fortaleza de Olmütz, donde le cargaron de grilletes y lo encadenaron al muro. Dos meses más tarde fue juzgado por un tribunal militar y condenado por delito de alta traición a morir en la horca. Sin embargo, también esta vez se le conmutó la pena, siendo entregado de seguido a las autoridades rusas. la frontera, los guardias austriacos le quitaron los grilletes, alegando que eran propiedad del Estado, y los rusos le pusieron en sustitución otros aún más incómodos. El zar dio orden de que le encerraran en la fortaleza de Pedro y Pablo, y consiguió arrancarle una de aquellas «confesiones» de culpabilidad y penitencia que Nicolás I infligía como una última humillación a los prisioneros (y que han subsistido hasta la fecha como un rasgo característico del sistema paternalista ruso). Bakunin había enfermado de escorbuto y perdido todos los dientes en prisión, y se hallaba en un estado de completa postración y debilidad. Cuando la hermana a la que había amado pudo visitarle, Bakunin deslizó en sus manos una nota llena de desesperación: «Nunca sabrás lo que es sentirse enterrado en vida, decirse a uno mismo día y noche: soy un esclavo, estoy aniquilado, reducido a la impotencia para toda la vida. Oír hasta en la celda los truenos de la lucha que se avecina, la que decidirá los intereses más vitales de la humanidad, y verse forzado a permanecer ocioso y en silencio. Tener una gran riqueza de ideas, por lo menos algunas de las cuales son bellas, y no poder realizar ninguna; sentir amor en el corazón, sí, amor a pesar de esta petrificación exterior, y no poder darlo a nada ni a nadie. Sentirse lleno de devoción y heroísmo hacia una causa sagrada, y ver cómo ese entusiasmo se estrella contra estos cuatro muros desnudos, mis únicos testigos y confidentes.» Cuando Nicolás murió en 1855 y la elevación al trono de Alejandro pareció augurar un régimen más liberal, la madre de Bakunin apeló al zar. Esta primera petición no tuvo éxito. Bakunin logró que su hermano le facilitara un veneno para el caso de que las gestiones de su madre fracasaran definitivamente. Pero, finalmente, el zar le ofreció la alternativa del destierro perpetuo en Siberia. Una vez fuera de los muros de la cárcel, Bakunin se expandió como el genio que sale de una botella. El gobernador de la Siberia Oriental era pariente de la rama decembrista de su familia, y le dio trabajo en una sociedad comercial. Una de sus tareas consistía en viajar para la compañía. Al cabo de cuatro años de exilio, Bakunin consiguió evadirse. En la primavera de 1861 convenció a un comerciante de Siberia para que le pagara el viaje hasta la desembocadura del río Amur; también consiguió una carta dirigida a los capitanes de los barcos del río con instrucciones para que le facilitaran el pasaje. Una vez llegado a su primer destino logró que funcionarios y capitanes le permitieran trasladarse de barco en barco; finalmente, zarpó del puerto de Yokohama a bordo de un buque americano con rumbo a San Francisco. Un pastor inglés, de quien se había hecho amigo a bordo, le prestó 300 dólares y pudo así trasladarse de San Francisco a Nueva York, vía Panamá. Tras conseguir que Herzen, que vivía entonces en Inglaterra, le enviara dinero, Bakunin desembarcó en Londres el último día de noviembre. Herzen cuenta que Bakunin regresó a Europa como los decembristas habían vuelto del exilio: con un aspecto más juvenil después del encarcelamiento que los jóvenes oprimidos que vivían en la legalidad; y añade que Bakunin era uno de esos espíritus extraordinarios a los que la condena, en lugar de destruir, parecía conservar. La etapa de reacción de los años 50, que había desanimado a los exilados de Londres, no había existido para Bakunin, quien, señala Herzen, había «leído» los acontecimientos de esos años como si fueran capítulos de un libro; y eran las insurrecciones de Dresde y Praga, y las jornadas del mes de febrero en París, lo que se dibujaba ante sus ojos y resonaba en sus oídos. Bakunin había anunciado a Herzen desde San Francisco que regresaba para consagrarse de nuevo a «la destrucción total del imperio austríaco» y a la libre federación de los pueblos eslavos. Nada más comenzar la insurrección polaca en 1863, Bakunin propuso organizar una legión rusa. Los polacos tuvieron miedo de que Bakunin les comprometiera con su funesto pasado y sus ideas extravagantes y trataron de convencerle para que permaneciera en Londres. Esto no le impidió trasladarse a Copenhague con la esperanza de unirse a la rebelión o de poner al gobierno ruso en una situación comprometida mediante una insurrección en Finlandia. Finalmente se embarcó con un grupo de polacos que habían fletado un barco británico para desembarcar en Lituania. Parece que al capitán inglés le gustaron tan poco los pasajeros (Bakunin habló de ponerle un revólver en la sien) como la perspectiva de toparse con los cruceros rusos del Báltico. Así, pues, el barco regresó a Dinamarca. Después, durante algunos años, Bakunin vagó por Suecia, Italia y Suiza; viviendo de prestado y bajo la protección de una princesa rusa, se asoció con algunos movimientos revolucionarios y trató de organizar otros por su cuenta. En 1866 había llegado definitivamente a la conclusión de que los levantamientos patrióticos —tales como el italiano, el checo y el polaco—, en los que tanto había confiado, no sólo no eran necesariamente revolucionarios (salvo en lo relacionado con los opresores nacionales), sino que además —en el caso de los oficiales y terratenientes polacos que habían participado en la reciente revuelta— podían oponerse tan hondamente a las innovaciones sociales como sus mismos amos imperiales. Bakunin había llegado a la conclusión de que la revolución social sólo podría hacerse en el plano internacional. En el programa para unos «Estados Unidos de Europa» de la Liga por la Paz y la Libertad, organización de intelectuales burgueses por la que se interesó en 1867, logró introducir un párrafo acerca de «la liberación de las clases trabajadoras y la supresión del proletariado». En el verano de 1868, Bakunin ingresó en la Internacional, sección de Ginebra, y trató de fusionarla con la Liga por la Paz; pero chocó con la negativa de Marx —que llamaba a la Liga «el fantoche de Ginebra»— y con la oposición de los miembros de la propia sociedad Pacifista. Bakunin abandonó entonces esta agrupación y se dedicó a tratar de crear organizaciones obreras; pero como no podía contentarse con la tarea de ayudar a formar la Internacional y con la idea de someterse a las órdenes de Marx, creó su propia liga, llamada Alianza Internacional de la Democracia Socialista, cuyas actividades eran, en parte, secretas y cuyas relaciones con la Internacional eran ambiguas. Marx también se opuso a que la Alianza se fusionara con la Internacional e insistió en que Bakunin disolviera la suya e hiciera que las diversas secciones de la Alianza se adhirieran a la Internacional por separado. Bakunin aceptó oficialmente la propuesta, pero ni se le pasó por la imaginación la posibilidad de disolver la red de su sociedad secreta. Solía verse como el jefe de una vasta organización clandestina. Ahora, por primera vez en su vida, tenía bajo su control un poder verdaderamente formidable. A través de sus contactos italianos había creado ramas en Italia y España, donde la Internacional nunca había tenido anteriormente partidarios; y también había conseguido un solidísimo bastión en ciertas organizaciones de trabajadores de la Suiza francófona, donde iba a celebrarse el próximo congreso de la Internacional. Los relojeros del Jura habían sido reducidos a la miseria más aguda por la competencia de la nueva industria relojera norteamericana; Bakunin visitó sus pequeñas ciudades montañesas y les deslumbre con sus palabras. De entre ellos reclutó al más eficaz de sus ayudantes, un joven maestro de escuela llamado Jacques Guillaume, que poseía las virtudes de disciplina y diligencia de las que Bakunin carecía. En el Congreso de Basilea de 1869, Bakunin controlaba a doce de los setenta y cinco delegados. El caballo de batalla entre los partidarios de Bakunin y los de Marx era la abolición de la herencia. Bakunin exigía con apasionamiento esta medida como «una de las condiciones indispensables para la emancipación de la clase trabajadora», quizá a causa de sus infructuosos intentos de que sus hermanos le enviaran desde Rusia una parte del patrimonio familiar. Marx sostenía, con su lógica habitual, que, dado que la herencia de propiedad privada no era sino una consecuencia del sistema de propiedad, lo primordial era atacar al sistema y no preocuparse de sus males secundarios. Pero Marx se había quedado en Londres y, pese a que había transmitido sus ideas al Congreso por medio de un informe del Consejo General, su único representante en las sesiones era un sastre alemán, obediente y de mentalidad nada imaginativa, sin facultades para actuar por sí mismo. Bakunin, por su parte, asistía en persona al Congreso y poseía una personalidad influyente y simpática. Un testigo de una intervención suya en una reunión de la Liga por la Paz y la Libertad describe así la profunda impresión que podía llegar a producir en el auditorio: «Cuando subió los escalones del estrado con su pesado andar campesino... vestido descuidadamente con una blusa gris, bajo la cual se advertía una camiseta de franela en lugar de una camisa... se alzó un grito tremendo: '¡Bakunin!' Garibaldi, que estaba en la presidencia, se puso en pie y se adelantó para abrazarle. Entre los presentes había muchos adversarios de Bakunin, pero la sala entera se puso en pie y pareció como si los aplausos no fueran a terminar nunca.» El barón Wrangel escribe sobre su intervención en otra reunión: «Ya no recuerdo lo que dijo Bakunin, y en todo caso me sería imposible reproducirlo. Su discurso carecía de desarrollo lógico y de riqueza de ideas, pero estaba compuesto de frases que hacían estremecerse y de vehementes llamamientos. Era algo primario y ardiente: una tormenta enfurecida con relámpagos y truenos, unos rugidos como de leones. Aquel hombre era un orador nato, hecho para la revolución. La revolución era su estado natural. Su alocución causó una tremenda impresión. Si hubiera pedido a quienes le escuchaban que se degollaran entre sí, le hubieran obedecido alegremente.» Pese a la futilidad de todos sus proyectos, Bakunin adquirió la fuerza de un símbolo. Tal vez Bernard Shaw tenga algo de razón al decir que el Sigfrido de Wagner, compuesto tras la experiencia de la revolución de Dresde, está inspirado en el carácter de Bakunin. De todos modos, pese a la nulidad práctica e incoherencia política del desafío de Bakunin a los prusianos, este reto había llegado a significar la afirmación del heroísmo desinteresado del espíritu humano contra el egoísmo y la cobardía, igual que el hecho de sobrevivir a las mazmorras de tres déspotas y de haber dado la vuelta al mundo para huir de la prisión demuestra la potencia de la voluntad de libertad que, según Byron, brilla con su «máximo esplendor en las mazmorras». Bakunin recurrió a la fantasía de un modo del que Marx nunca fue capaz: poseía la simplificación sobrehumana de un héroe de la poesía romántica, algo bastante insólito y extraño en la realidad. Lanzó en el Congreso una exhortación tan elocuente en favor de la supresión de la herencia que por primera vez en la historia de la Internacional fue rechazada una recomendación del Consejo General. La moción de Bakunin fue derrotada a causa de la abstención de algunos delegados; pero la de Marx también fue derrotada, y por una mayoría más numerosa. Eccarius, el infortunado sastre —con quien Marx más tarde se pelearía—, sólo pudo lamentarse acongojadamente: «Marx se disgustará mucho». En ese instante resultó evidente para Marx que Bakunin se proponía adueñarse de la Internacional. El destino quiso poner a Bakunin en sus manos. El reinado de Alejandro II, el zar reformador, se había inclinado de nuevo durante la década de los sesenta hacia la reacción, dando lugar así al surgimiento de un nuevo movimiento revolucionario. Pero en este caso no era una conspiración de caballeros, como la de los decembristas; ni una agitación de intelectuales, como los petrasheski de finales de los años cuarenta: los agitadores eran ahora estudiantes pobres cuya educación estaba siendo puesta en dificultades por un gobierno que, a pesar de que en un principio se había propuesto promoverla, había descubierto finalmente que el permitir al pueblo la adquisición de cierta cultura equivalía a fomentar el desprecio hacia el zar. Uno de estos estudiantes, hijo de un antiguo siervo, era el joven Netchaiev, que había logrado matricularse en la Universidad de San Petersburgo. Había leído cosas acerca de Babeuf y Blanqui, y su obsesión eran las sociedades secretas. En San Petersburgo se convirtió en dirigente del ala izquierda del movimiento estudiantil; cuando la policía empezó a detener a los miembros de este movimiento tuvo que huir a Moscú. En marzo de 1869 llegó a Ginebra para entrevistarse con Bakunin y otros exilados rusos. Bakunin quedó fascinado por Netchaiev. De natural perezoso e indulgente, pese a sus impulsos de destrucción universal, a Bakunin le pareció encontrar en este muchacho de veintiún años, enérgico, decidido y virulento, el tipo de conspirador perfecto, con el «diable au corps», descrito por él en uno de los programas para la Alianza como indispensable para ser revolucionario. Había un elemento de Rimbaud-Verlaine en las relaciones entre Netchaiev y Bakunin. El veterano veía en el joven algo de su propia imagen ideal renacida: despiadado, realista, decidido, tan rápido en sus acciones como una bala disparada hacia el blanco. Le adoraba, le llamaba «el chico» y se sometía a todas sus exigencias. Juntos —el manuscrito original fue escrito al parecer materialmente por Bakunin— compusieron un documento espeluznante titulado Catecismo revolucionario, que aunque logre, como decían Marx y Engels, unir en un solo ideal las actitudes románticas de Rodolphe, Karl Moor, Monte-Cristo y Macaire, extrae en todo caso su importancia del hecho de ser la primera formulación plenamente desarrollada de un punto de vista revolucionario que seguiría formando parte de la historia futura de Rusia. El revolucionario, dice el Catecismo, es un hombre condenado, sin intereses ni sentimientos personales, sin ni siquiera un nombre propio. Sólo tiene una idea: la revolución; ha roto con todas las leyes y códigos morales del mundo civilizado. Si vive en ese mundo y ^pretende formar parte de él, sólo lo hace con el propósito de destruirlo más fácilmente; debe odiar por igual todo lo que lo constituya. Debe ser frío: tiene que estar dispuesto a morir, tiene que aprender a soportar la tortura y tiene que ser capaz de ahogar todos sus sentimientos, incluso el del honor, en cuanto se interfieran con su objetivo. Únicamente puede llegar a sentir amistad hacia aquellos que sirven a su causa; los revolucionarios de inferior categoría serán para él un capital del que disponer. Si un camarada se encuentra en una dificultad, su suerte se decidirá calculando tanto su utilidad como el gasto de fuerza revolucionaria necesaria para salvarle. En cuanto a la sociedad establecida, el revolucionario debe clasificar los miembros de la misma en función no de su infamia personal, sino del daño que puedan hacer a la causa revolucionaria. Los más peligrosos deben ser inmediatamente eliminados; existen, sin embargo, otras personas que, si se les deja en libertad durante un tiempo, beneficiarán los intereses de la revolución perpetrando actos brutales que indignarán al pueblo; o que pueden ser utilizadas en bien de la causa por medio del chantaje y de la intimidación. Los liberales deben ser explotados haciéndoles creer que uno acepta su programa, a fin de comprometerles a renglón seguido e implicarles en el programa revolucionario. Se debe impulsar a otros radicales a que hagan cosas que destruirán completamente a la mayoría de ellos, pero que convertirán en verdaderos revolucionarios a los restantes. La única finalidad del revolucionario es la libertad y felicidad de los trabajadores manuales; pero, persuadido de que este objetivo sólo se realizará mediante una revolución del pueblo totalmente destructora, favorecerá con todas sus fuerzas el progreso de los males que agoten la paciencia del pueblo. Los rusos deben repudiar categóricamente el modelo clásico de revolución de moda en los países occidentales, que hace concesiones a la propiedad y al orden social tradicional de la pretendida civilización y moral y que sólo busca sustituir un Estado por otro; así, pues, el revolucionario ruso debe abolir el Estado con todas sus tradiciones, instituciones y clases. En consecuencia, el grupo que fomenta la revolución no tratará de imponer al pueblo ninguna organización política desde arriba: la organización de la sociedad futura surgirá sin duda del pueblo mismo. Nuestra tarea es simplemente la destrucción, terrible, completa, universal y despiadada; y para alcanzar este objetivo debemos unirnos no sólo con los elementos recalcitrantes de las masas, sino también con el audaz mundo de los bandidos, los únicos revolucionarios auténticos de Rusia. Es preciso añadir que en aquella época, Bakunin solía expresar su admiración por los jesuitas y hablaba —todo un presagio— de seguir su ejemplo. Tanto Bakunin como Netchaiev tenían la manía de las sociedades secretas; pero mientras Bakunin parece simplemente haberse engañado a sí mismo respecto al alcance y dimensión de la suya, Netchaiev era un mentiroso sistemático. Había conseguido crear la leyenda de que se había fugado de la fortaleza de Pedro y Pablo, donde en realidad jamás estuvo preso; y había convencido a Bakunin de que era el agente de un comité revolucionario de alcance nacional. De regreso a Rusia se hizo pasar ante los estudiantes moscovitas como miembro de una organización secreta de disciplina de hierro y terribles poderes, que exigía a los afiliados, como uno de sus principales deberes, la distribución de un poema sobre la muerte del gran revolucionario Netchaiev. Uno de los estudiantes más competentes y desinteresados del movimiento estudiantil era un joven de la Escuela de Agricultura apellidado Ivánov, que tomaba parte activa en las cooperativas de estudiantes y dedicaba todo su tiempo libre a enseñar a los hijos de los campesinos. Ivánov empezó a dudar muy pronto de la existencia de la organización de Netchaiev; y después de desafiar a éste para que probara que no mentía, anunció finalmente la intención de fundar una organización real. Entonces Netchaiev convenció a cuatro de sus compañeros para que le ayudaran a asesinar a Ivánov; cometido el crimen, obtuvo un pasaporte falso y consiguió huir, dejando a sus camaradas que cargaran con el muerto. La policía detuvo a trescientos Jóvenes; de los ochenta y cuatro llevados a juicio, casi todos fueron encarcelados o desterrados. Netchaiev había regresado entre tanto a Ginebra, don de consiguió convertirse en el jefe de algunos amigos revolucionarios y en director de un periódico de rusos exiliados. Empezó entonces a tratar a Bakunin como el Catecismo revolucionario recomendaba hacerlo con los liberales una vez que se hubiera obtenido de ellos todo el partido posible. No le ayudó con dinero, ni tampoco le permitió colaborar en el periódico. A la vez cortó a su antiguo aliado una de sus fuentes de ingreso. Bakunin había recibido a través de un amigo el encargo de traducir Das Kapital al ruso, para lo cual cobró un anticipo importante. Pero cuando se dio cuenta de que era una labor muy difícil y lenta, ya se había gastado el adelanto; entonces se dejó persuadir por Netchaiev de que semejante labor era una pérdida de tiempo. Netchaiev escribió una carta al amigo de Bakunin, al parecer a espaldas de éste, amenazándole con una terrible represalia del comité secreto si reclamaba el dinero entregado. Finalmente, Netchaiev tomó la precaución de robar una caja que contenía correspondencia de Bakunin para estar así en condiciones de poder comprometerle en cualquier momento. Bakunin empezó entonces a escribir a personas de distintos países de Europa previniéndoles contra Netchaiev; éste, por su lado, decidió infiltrar un espía en la organización de Bakunin. Escogió con este propósito a un polaco a quien consideraba un auténtico revolucionario; pero el polaco era un agente zarista y no tardó mucho tiempo en entregar a Netchaiev. En cuanto a la Internacional, el mal ya estaba hecho. En los procesos contra los estudiantes rusos en 1871, que sacaron a la luz el Catecismo revolucionario, se reveló que Netchaiev se había hecho pasar en Moscú por representante oficial de la Internacional. Por otra parte, en una de sus publicaciones, se remitía al Manifiesto Comunista como fundamento de su teoría social. Cabe imaginar el horror de Marx, que odiaba las conspiraciones clandestinas y sentía la morbosa necesidad de que todo estuviera bajo su control personal, al descubrir que una sociedad secreta —con sus continuas referencias a poderes invisibles, iniciados y círculos secretos— había estado tendiendo sus tentáculos dentro de la Internacional e identificándose con ella. No hay duda de que Marx envidiaba a Bakunin —como antes a Lassalle— por su capacidad para seducir y mandar. Bakunin poseía una mezcla peculiar de franqueza pueril y astucia rusa que, junto con su entusiasmo y su imponente físico, le permitían realizar milagros de persuasión. Se cuenta que una vez visitó a un obispo ruso del culto herético de los viejos creyentes; cantó un himno religioso y trató de convencerle de que los objetivos de ambos eran idénticos. En cualquier caso es totalmente cierto que en otra ocasión logró, con toda inocencia, utilizar como instrumento para sus fines al más importante agente zarista en Suiza, que se hacía pasar por un general ruso jubilado. Este hombre se prestó realmente a que Bakunin le hiciera regresar a Rusia como agente suyo, para que hiciera un informe sobre las actividades revolucionarias en Rusia e intercediera por él ante su familia con relación a la herencia; el falso general estaba hasta tal punto fascinado por Bakunin que le ayudó con importantes sumas de dinero, sacadas de sus gastos como agente zarista. Bakunin también consiguió —lo cual era posiblemente aún más extraordinario— cautivar a Marx cuando, en el otoño de 1864, se vieron en Londres en la época de fundación de la Internacional. Bakunin le había preguntado calurosamente por Engels y se había lamentado de la muerte de Wolff; también le aseguró a Marx que la insurrección polaca había fracasado porque los terratenientes no habían proclamado el «socialismo agrario», y que él había resuelto dedicarse en adelante sólo a la causa del movimiento socialista (luego solía escribir a Marx que se consideraba como uno de sus discípulos). Marx escribió a Engels sobre Bakunin en términos muy favorables, casi excepcionales en su correspondencia; Bakunin fue uno de los pocos, decía Marx, que habían progresado en lugar de retroceder en el curso de los últimos dieciséis años. También es verdad que Marx y Engels en sus escritos contra Bakunin no tuvieron el menor escrúpulo en citar algunas de las fechorías de Netchaiev, de las cuales Bakunin no era directamente responsable, y en hacer circular también difamaciones totalmente infundadas acerca del comportamiento de Bakunin en Siberia. Sin embargo, me parece injusto en este caso particular juzgar a Marx y Engels con la severidad con que lo hace Mehring. Bakunin estaba seguramente un tanto trastornado y era políticamente un completo irresponsable. Durante toda su vida siguió jugando a las conspiraciones como de chaval con sus hermanos y hermanas en la casa paterna, en ese mundo aislado de la infancia en el que nada malo puede sucederle a uno realmente; su inveterada costumbre de pedir continuamente dinero prestado y de olvidar después las deudas era también una reminiscencia de la dependencia infantil. Bakunin tenía la facultad de cautivar con la fascinación de una personalidad cuyo poder residía en parte en una ingenuidad infantil que llegaba a embarcar a la gente, antes de que se diera cuenta, en misiones secretas y peligrosas aventuras; pero sus conspiraciones eran siempre en parte imaginarias, y se diría que ni él mismo supo distinguir nunca exactamente entre la realidad y el ensueño. Su falta de sentido de la realidad se prueba de la manera más desastrosa por la negligencia con que comprometía a sus agentes y camaradas que mantenían correspondencia con él desde Rusia. Marx y Engels tenían razón en escandalizarse por esto. Bakunin, aunque disfrutaba con las claves secretas, a menudo no tomaba las precauciones necesarias para evitar que sus hombres cayeran en manos de la policía. Es significativo que, si bien hasta los últimos momentos de su vida fue capaz de reclutar nuevos discípulos, invariablemente perdía al final los antiguos. Incluso el imprescindible Guillaume descubrió, a la larga, que era imposible soportar a Bakunin. Además, desde 1866 Bakunin empezó a predicar la doctrina del «anarquismo», uno de cuyos postulados fundamentales era la supresión total del Estado, reclamada también en el Catecismo revolucionario. Bakunin predicó esta doctrina en una campaña contra lo que él llamaba el «autoritarismo alemán» de Marx. Lo que tiene de razonable su teoría es la noción de que las organizaciones revolucionarias deben emanar del pueblo en lugar de ser impuestas desde arriba, y que las partes componentes de una asociación obrera deben tener el derecho de llegar a sus decisiones por medio de un sistema estrictamente democrático. Pero Bakunin no era en modo alguno un gran teórico; sus principios y sus actividades prácticas ofrecían tantas incoherencias que a Marx y a Engels les resultó muy fácil ponerlas en ridículo con un efecto contundente cuando se propusieron en serio desacreditarle. Señalaron que, aunque Bakunin se vanagloriaba de presentar a la organización de la Alianza como una prefiguración de la sociedad futura en la que el Estado sería suprimido, en realidad la había concebido como la dictadura de un solo hombre, «le citoyen B», quien tomaba las decisiones por sí solo. Por otra parte, los débiles nexos en el interior de la Alianza hacía imposible toda acción coherente y concertada, de modo que sus grupos, movidos por visiones cataclísmicas, estaban siempre expuestos al peligro de ser suprimidos en el acto. Además, lejos de cumplir el precepto anarquista de no desempeñar funciones públicas en el sistema establecido, los partidarios de Bakunin en España no vacilaron, durante las insurrecciones de 1873, en aceptar cargos en las juntas, las cuales, en lugar de suprimir al Estado, se instalaron simplemente como gobiernos provisionales. Habría sido imposible para Bakunin y Marx trabajar juntos en un plano de igualdad. En Basilea los partidarios de Bakunin intentaron sin éxito trasladar la sede del Consejo General de Londres a Ginebra. En el congreso siguiente, celebrado en La Haya y que no se reunió hasta el 2 de septiembre de 1872, Marx y Engels asistieron por vez primera personalmente a las reuniones y, gracias a la ausencia de los bakuninistas italianos, consiguieron dominar los debates. Sacaron a relucir la amenazadora carta dirigida por Netchaiev al ruso que había concertado con Bakunin la traducción de Das Kapital y lograron que Bakunin y Guillaume fueran expulsados de la Internacional. Sin embargo, Bakunin era todavía muy fuerte. La Comuna de París había prestigiado el programa de los partidarios de Bakunin, que propugnaban la acción directa en vez de la paciente estrategia de Marx. Bakunin se había lanzado a la acción en Lyon en septiembre de 1870, cuando esta ciudad proclamó la república y eligió un Comité de Salvación Pública. De acuerdo con el programa anarquista dictó sin pérdida de tiempo un decreto que declaraba abolido el Estado; pero, como señalaron Marx y Engels, la simple fuerza de la voluntad anarquista se hallaba tan lejos de poder abolir el Estado que bastó con que este se afirmara en forma de dos batallones de la Guardia Nacional para poner en fuga a la sociedad del futuro. No obstante, la Comuna de París había tenido en sus comienzos un éxito asombroso. Bakunin se volvió loco de alegría cuando recibió la noticia del incendio de las Tullerías: «Entró en la sala de la reunión a grandes zancadas —aunque solía caminar muy despacio—, dio un bastonazo en la mesa y exclamó: "¡Bien, amigos, las Tullerías están ardiendo. ¡Invito a todos a una ronda de bofetadas'!». Los revolucionarios de los países mediterráneos estaban más dispuestos a levantarse contra los curas y los príncipes que a esperar el desarrollo industrial, sin el cual —Karl Marx había insistido— todo intento de revolución sería inútil. Y ahora Marx tenía que luchar también contra los blanquistas franceses por razones parecidas. Los seguidores de Blanqui, un socialista que tenía fe en la acción directa, anunciaban de manera estentórea que «la organización militante de las fuerzas revolucionarias del proletariado» era uno de los objetivos inmediatos de la Internacional. La posición de Marx y Engels se vio también debilitada en Inglaterra, debido a que el movimiento sindical, que había finalmente conseguido el derecho a votar y al que había asustado el discurso de Marx en favor de la Comuna de París, se volvía ahora hacia los liberales del parlamento e insistía en tener un consejo especial para sus propias secciones de la Internacional, distinto del Consejo General. Engels, instalado en Londres desde otoño de 1870, no tuvo en ciertos aspectos mucho éxito como miembro del Consejo General: los afiliados de los sindicatos británicos no podían olvidar que era un industrial (Engels, a través de su trato con las clases mercantiles británicas, había adquirido más o menos sus modales) y se sentían molestos por los métodos autoritarios que arrastraba de su formación militar. Incluso llegaron a decir que Marx le había designado para el Consejo General porque le daba dinero. En Alemania, el pujante movimiento socialista se había visto obligado, para terminar en la cárcel, a disociarse de la Internacional. El mismo Marx estaba ya viejo, y se sentía enfermo y cansado; además quería terminar Das Kapilal. Marx y Engels, como antaño hicieran con la Liga Comunista, sabotearon la Internacional en el momento en que no pudieron controlarla y trasladaron su sede central a Nueva York. Los trabajadores norteamericanos se afiliaron sólo lentamente y de mala gana a la Internacional, aunque en ella figuraron desde 1869 miembros germanoamericanos, principalmente emigrantes; la cifra de afiliados ascendió en determinado momento a cinco mil. El pánico de 1873 —180.000 obreros parados sólo en el Estado de Nueva York— dio a la organización cierta importancia. La Internacional participó en las inmensas manifestaciones de parados en las ciudades de Chicago y Nueva York, y apoyó a la gran huelga de mineros del carbón en 1873. Sin embargo, tropezó con obstáculos infranqueables. Una de las secciones, dirigida por la feminista Victoria Woodhull, trató de organizar un movimiento americano independiente, entre cuyos objetivos figuraban los derechos de la mujer y el amor libre, y que buscaba la afiliación de todos los ciudadanos de habla inglesa. Cuando Londres suspendió esta sección, miss Woodhull, haciendo caso omiso de la medida, convocó una convención de «todos los hombres y mujeres de América», que abogó por la creación de un idioma universal y designó a miss Woodhull como presidente. La Internacional pronto se escindió a propósito de la cuestión de adaptar la organización a las condiciones americanas haciéndola más amplia. El secretario del Consejo General era un antiguo amigo de Marx llamado Sorge, que había abandonado Alemania después de 1848. Los marxistas se mantuvieron firmes en sus principios, y las secciones americanas se escindieron y fundaron nuevos partidos obreros. La Internacional terminó sus días en 1874 mediante una resolución del Consejo General que prohibía a los miembros americanos afiliarse a cualquier partido político —por muy reformista que fuera— organizado por las clases propietarias. En Europa, la Internacional de los partidarios de Bakunin también se desmoronó en los años setenta a causa de la impracticabilidad de la doctrina anarquista. Bakunin murió el 1 de julio de 1876, anunciando su desilusión por el comportamiento de las masas «que no se apasionan por su propia emancipación» y afirmando que «no se puede edificar nada sólido y duradero sobre engaños jesuíticos». Uno de sus últimos discípulos fue una joven estudiante rusa; Bakunin solía pedirle una y otra vez que le hablara del paisaje de su patria. Las ranas del jardín de su villa italiana le recordaban las ranas de Rusia, cuyo croar solía oír en los campos y estanques alrededor de la casa paterna; y mientras Bakunin escuchaba el croar —dice la chica— «su dura y astuta mirada desaparecía y la pena contraía su rostro, cubriendo como una sombra el gesto de sus labios». Todos sus engaños y elocuencia, todos sus desafíos y amenazas eran impotentes para que aquel hombre fugado de Siberia pudiera escapar de la finca familiar de su juventud. El carácter puramente emocional de su rebeldía contra la sociedad se deduce de una de las últimas frases que pronunció. Una tarde abandonó el hospital para visitar a un amigo, que tocaba a Beethoven en el piano para él; Bakunin dijo: «Todo pasará y el mundo perecerá, pero la Novena Sinfonía seguirá existiendo». Pero el momento culminante de todo este período de organización y agitación de la clase obrera fue la Comuna de París de 1871. La Comuna fue un acontecimiento cardinal para el pensamiento político europeo. Vimos antes cómo las noticias de la guerra civil le produjeron a Michelet un ataque; cómo dos meses de gobierno socialista en París aterrorizaron tanto a Taine que dedicó el resto de su vida a tratar de desacreditar la Revolución Francesa; cómo Anatole France se estremeció a sus veintitantos años a la vista de los communards. Inversamente, para el movimiento que asociaba el progreso histórico con la victoria de la clase obrera, la Comuna apareció en el curso de la historia como la primera gran justificación de su teoría. Y así como los historiadores burgueses la repudiaron, estos oíros filósofos de la historia se nutrieron de ella, la elogiaron y la estudiaron. «Gracias a la Comuna de París la lucha de la clase obrera contra la clase de los capitalistas y contra el Estado, que representa los intereses de ésta —escribió Marx a Kugelmann en abril, antes de la caída de la Comuna—, ha entrado en una nueva fase. Sea cual fuere el desenlace inmediato esta vez, se ha conquistado un nuevo punto de partida que tiene importancia para la historia de todo el mundo». Tres años más tarde, el anarquista Kropotkin, encarcelado en una prisión de San Petersburgo, tuvo un consuelo del que Bakunin careció: pasó una semana golpeando en el muro de su calabozo para contar a un joven que estaba en la celda contigua los sucesos de París. Hacia los últimos años del decenio de 1860, Napoleón III, a causa de su propia debilidad y de la corrupción e inmoralidad del gobierno, había perdido la confianza de todos los grupos sociales —salvo el campesinado— a los que había logrado mantener hasta entonces en equilibrio. El cascarón del Segundo Imperio se hizo pedazos con la derrota de Sedan; en ese momento, según había previsto Marx, las clases se lanzaron unas contra otras. El ala liberal de la Cámara eligió un gobierno provisional republicano; Blanqui fue designado para ocupar un cargo de poca importancia: comandante de un batallón de la Guardia Nacional. Blanqui pidió que se armara a toda la población adulta de París a fin de defender la ciudad contra los prusianos; pero el gobierno burgués tuvo entonces miedo de una insurrección obrera. La caída de Metz y el avance del ejército prusiano precipitaron un intento revolucionario dirigido por Blanqui y otros socialistas, movimiento que fue reprimido por el Gobierno Provisional. El Gobierno firmó el 29 de enero de 1871 un armisticio con los alemanes por el que Francia cedía Alsacia y Lorena y se comprometía al pago de una indemnización enorme. La Asamblea Nacional, que se reunió en Burdeos y proclamó la República en febrero, eligió a Thiers como presidente. Thiers consiguió que la Asamblea autorizara un duro programa para recaudar dinero a fin de pagar a los alemanes antes de proceder a las reformas internas. Tal programa canceló la moratoria sobre las deudas y el aplazamiento del pago de rentas que había estado en vigor durante el sitio, y suspendió las retribuciones a la Guardia Nacional. Cuando, finalmente, el gobierno de Thiers intentó quitar a la Guardia Nacional los cañones que ésta había fundido a sus propias expensas, estalló un levantamiento que tuvo como resultado la elección de la Comuna de París el 26 de marzo. Los parisienses, que habían sufrido cinco meses de sitio, se hallaban reducidos a la escasez más espantosa; ahora eran testigos de cómo Francia, arrastrada por el Imperio a una guerra humillante y desastrosa, era entregada por la República a los alemanes. El nuevo gobierno, dirigido por revolucionarios socialistas —Blanqui, sin embargo, se encontraba detenido por su participación en el levantamiento posterior a la caída de Metz— anunció la abolición de la policía y el ejército (cuyos servicios serían desempeñados en lo sucesivo por el pueblo), el derecho de todo el pueblo a acudir a las escuelas, la expropiación de los bienes del clero y la electividad de todos los cargos públicos, cuya remuneración no podía exceder en cualquier caso de 6.000 francos anuales. Sin embargo, este gobierno tuvo miedo de ir demasiado lejos: perdió tiempo en elecciones y en trabajos de organización por temor a ser acusado de dictadura; por escrúpulos, no requisó los 3.000 millones de francos depositados en el Banco nacional; vaciló en marchar sobre Ver-salles, a donde se había retirado la Asamblea Nacional, por miedo a provocar una guerra civil. Pero el Gobierno de Thiers, en cambio, no vaciló en sitiar París. Después de la derrota de la Comuna (el 25 de mayo) las tropas de Versalles exterminaron, sólo en una semana, de veinte a cuarenta mil comuneros. Los comuneros, por su lado, habían fusilado rehenes e incendiado edificios. Constituye una buena prueba de las divergencias entre las visiones socialista y burguesa de la historia —en lo sucesivo habría dos culturas históricas diferentes, que marcharían una al lado de la otra sin llegar jamás a fusionarse de un modo real— el hecho de que las personas que han estudiado la versión tradicional de la historia y conocen a la perfección el reinado del Terror robespierrista durante la Gran Revolución Francesa puedan quedar sorprendidas al enterarse de que el terror del Gobierno de Thiers ejecutó, encarceló o desterró más personas (se calcula que su número ascendió a cien mil) durante la semana posterior a la derrota de la Comuna que el terror revolucionario de Robespierre en tres años. Si bien oficialmente la Internacional nada tuvo que ver con la Comuna, algunos de sus miembros desempeñaron un papel importante en su desarrollo. Marx y Engels siguieron atentamente los acontecimientos desde Inglaterra, recortando ávidamente los periódicos, con intensa emoción. Engels trató de que los combatientes de la Comuna se beneficiaran de sus estudios sobre estrategia militar, aconsejándoles —sin que le hicieran caso— que fortificaran la falda Norte de Montmartre. Dos días después de la derrota final, Marx leyó al Consejo General su comunicación sobre Guerra Civil en Francia, que provocó la indignación de los ingleses. «En este momento tengo el honor —escribió a su amigo el doctor Kugelmann— de ser el hombre más calumniado y más amenazado de Londres. Esto realmente me sienta bien después de veinte años de fastidiosa vida idílica en mi despacho.» No obstante, la Comuna no siguió realmente el curso que Marx y Engels habían previsto para el desarrollo del movimiento revolucionario. En la medida en que fue un éxito, justificaba más bien la idea de la acción directa de los adversarios de Marx y Engels: Blanqui y Bakunin. Y Marx, que había afirmado siempre que el Estado burgués tenía que ser reemplazado por una dictadura proletaria y sólo podía ser abolido gradualmente, se permitía ahora, un poco incoherentemente, alabar la audaz medida de los comuneros que habían decretado simplemente la muerte de las viejas instituciones. Después, Marx y Engels utilizaron todos los elementos aprovechables de la Comuna, «transformando sus tendencias inconscientes —según admitió una vez Engels— en planes más o menos conscientes». Era verdad que la Comuna había estado demasiado ocupada durante sus dos cortos meses de existencia para llegar muy lejos en la reorganización de la sociedad; y también que, desde el principio, fue probablemente un movimiento tan patriótico como socialista revolucionario. Con todo, Engels afirmó igualmente que el acento socialista de estos acontecimientos era «en tales circunstancias justificado y aun necesario». El mismo Engels diría en el vigésimo aniversario de la Comuna, en 1891, que si los socialistas «filisteos» querían saber lo que la dictadura del proletariado podría ser en el futuro, no tenían más que estudiar la Comuna de París. Observemos cómo comienza ya a aparecer en esta visión socialista de la historia, que se enorgullece de su realismo, una tendencia creadora de mitos. Y observemos también que este fenómeno se relaciona estrechamente con el mito de la dialéctica. Marx, en la Guerra civil en Francia y en sus cartas a Ludwig Kugelmann, habla de la Comuna en los siguientes términos: «¡Qué flexibilidad, qué iniciativa histórica, qué capacidad de sacrificio tienen estos parisienses!... ¡La historia no conocía hasta ahora semejante empleo de heroísmo!... París trabajaba y pensaba, luchaba y daba su sangre, radiante en el entusiasmo de su iniciativa histórica... Los obreros... saben que para conseguir su propia emancipación, y con ella esa forma superior de vida hacia la que tiende irresistiblemente la sociedad actual por su propio desarrollo económico, tendrán que pasar por largas luchas, por toda una serie de procesos históricos, que transformarán las circunstancias y los hombres... Plenamente consciente de su misión histórica y heroicamente resuelta a obrar con arreglo a ella, la clase obrera puede mofarse de las burdas invectivas de los lacayos de la pluma y de la protección pedantesca de los doctrinarios burgueses bien intencionados, que vierten sus ignorantes vulgaridades y sus fantasías sectarias con un tono sibilino de infalibilidad científica... El París de clase obrera, con su Comuna, será eternamente ensalzado como heraldo glorioso de una nueva sociedad. Sus mártires tienen su santuario en el gran corazón de la clase obrera. Y a sus exterminadores la historia los ha clavado ya en la picota eterna, de la que no lograrán redimirla todas las preces de su clerigalla.» La Historia, pues, es un ente con un punto de vista preciso en cualquier período dado. Su código moral no admite apelación y decreta para siempre la culpabilidad de los exterminadores de la Comuna. Sabiendo esto —es decir, que estamos en lo justo—, podemos permitirnos la exageración y la simplificación. A partir de este momento, el marxismo del propio Marx —y aún con más frecuencia y generalidad en el caso de sus discípulos menos escrupulosos— se aleja del método riguroso propuesto por el «socialismo científico». 3. Kurt Lenk, Rebelión contra el Estado: Bakunin En el siglo XIX existieron pocos personajes que hayan sido objeto de leyendas tan fantásticas como aquel Mijhail Bakunin que, después de su huida del destierro de Siberia en los años 1868 a 1872, se convirtió en el adversario de Marx en la I Internacional. El papel que Bakunin desempeñó hasta su expulsión de la Internacional en el Congreso de La Haya es controvertido. En los escritos históricos oficiales del Partido comunista fue tildado de ser «uno de los más violentos enemigos del movimiento revolucionario de la clase trabajadora», delator y espía; encontró, sin embargo, nuevos admiradores y adeptos en relación con la búsqueda de los orígenes espirituales del movimiento estudiantil antiautoritario.2 El mismo Marx podría haber dado crédito a una denuncia falsa cuando quiso ver en Bakunin a un espía del régimen zarista tal como lo indicó al enviar a Kugelmann su «notificaron confidencial» el día 28 de marzo de 1870, después de dos años de discusión con los bakuninistas. Si en la tradición del marxismo Bakunin fue utilizado a modo de «pararrayos»... en el que podían descargarse las frustraciones para sentirse uno mismo confirmado, 3 para la historia burguesa ha sido la encarnación de la violencia. Verdaderamente no se puede dudar de que la vida misma de Bakunin haya dado lugar a tales leyendas. Mijhail Bakunin nació en el año 1814, cuatro años antes que Marx, en el departamento de Prjamuchino (Twer). Procedía de la nobleza administrativa y estaba destinado a la carrera militar. Muy joven entró en contacto con la filosofía romántica, principalmente la de Fichte, con Alexander Herzen y con los socialistas franceses, sobre todo con Proudhon. A través de Belinski se familiarizó con Hegel, quien ejerció una gran influencia sobre él. En 1840 marchó a Berlín y se inició con un artículo sobre «La reacción en Alemania», que apareció en los Anales alemanes para la Ciencia y el Arte, editados por Arnold Ruge. Este artículo es ciertamente el escrito programático más importante del anarquismo filosófico-político en el período entre las revoluciones de 1830 y de 1848. En este artículo Bakunin no trata de la consecución de la igualdad —primordial para Babeuf, Blanqui y Weitling—, sino de la realización de la libertad, de la autonomía e independencia del individuo que rechaza toda coacción estatal, como determinación extraña a él, heterónoma. En esto se asemejó a Max Stirner. El anarquismo de Bakunin es la doctrina de la libertad proclamada por la filosofía idealista de Fichte, convertida en religión. El principio de la libertad se convierte, en Bakunin, en el principio de la revolución, que siempre está al orden del día. Esto queda reflejado en su concepción de la historia, que es determinada totalmente en el estilo del idealismo tardío alemán, como «un desarrollo libre, pero con ello también necesario al espíritu libre».4 De acuerdo con su fundamento político, radicaldemócrata, Bakunin no considera el movimiento democrático en Alemania '«como simple oposición a los gobernantes», no como «una transformación especial constitucional o políticoeconómica», sino, de acuerdo con su religión anarquista libertaria, como «una transformación total del estado actual del universo»,5 que desea hipostasiar lo malo actualmente existente en lo único necesario y, por consiguiente, inmutable. En este sentido1, no sólo la aspiración revolucionaria a la libertad, sino la propia democracia es una nueva religión, que debe derribar esta situación perversa del mundo para sustituirla por una nueva forma de vida democrática. Sólo cuando el movimiento democrático se convierta en religión de la libertad, será capaz de vencer a la antigua situación del mundo en el sentido de una transformación total de la vida que abarque hasta las más pequeñas manifestaciones de la vida cotidiana. Según su esencia, sus principios, el partido democrático es lo universal, lo que abarca todo; sin embargo, de acuerdo con su existencia como partido es algo particular, lo negativo, que se opone a otro algo particular, lo positivo.6 El problema de Bakunin consiste en cómo se puede realizar la sociedad democrática a partir del partido democrático, la idea de la totalidad a partir de la negación de lo positivamente existente: «idea de la totalidad» entendida como libertad realizada, de la que también debe nacer la igualdad como elemento necesario de la existencia democrática. El partido democrático es para Bakunin solamente la negación abstracta de lo positivo malo, junto con el que deberá perecer, a fin de que pueda nacer la totalidad de la libertad: El democratismo no existe todavía como él mismo en su riqueza afirmativa, sino sólo como la negación de lo positivo. Por consiguiente, debe perecer en esta forma mala junto con lo positivo para renacer de nuevo, a partir de su libre fundamento en una nueva forma, como plenitud viva de sí mismo; y esta transformación del partido democrático en sí mismo se convertirá en una transformación cualitativa, en una revelación nueva, viva y vivificante, en un nuevo ciclo y nueva tierra; en un universo joven y maravilloso en que toda disonancia presente se disolverá en la unidad armónica.7 El motivo esencial de la teoría de la revolución anarquista consiste pues en la negación de la negación de lo existente, como revelación; el aniquilamiento total del estado del universo antiguo, que merece sucumbir. El Bakunin apocalíptico ve en la revolución —ya no en Napoleón— al espíritu del universo cabalgando sobre las ciudades convertidas en escombros. En su teoría de la revolución se cumple la escatología de Heine del año 1834: Aparecerán kantianos, que ni siquiera en el mundo de los fenómenos querrán saber nada de respeto, y que revolverán sin piedad con la espada y el hacha el suelo de nuestra vida europea para aniquilar incluso las últimas raíces del pasado. Aparecerán fichteanos armados que, arrastrados por su fanatismo voluntarista, no serán frenados ni por el temor ni por sus propios intereses. Pues ellos viven en el espíritu, se oponen a la materia a semejanza de los primeros cristianos, que tampoco podían ser dominados ni por las torturas corporales, ni por los placeres materiales.8 El principio universal de la libertad incondicionada es —desde el punto de vista político— el principio de la filosofía idealista y anarquista como el de la revolución según la concepción bakuniana. Negación total y revolución total forman, para Bakunin, una unidad indisoluble. Solamente así puede afirmar que lademocracia como partido tiene al partido de la reacción como su condición y no simplemente como su opuesto; solamente así puede considerar a la revolución como la aniquilación y destrucción definitiva de ambas posiciones: la de la democracia como la de la reacción. Ambas reunidas constituyen el principio de la vida convertido en contradicción, que se convierte nuevamente en unidad y armonía por medio de la revolución. La pureza de estos dos principios que se excluyen mutuamente, a pesar de que ambos son principios de la vida misma, exige que la posición total y la decidida negación se reunifiquen —como hermanos enemigos— en el cambio revolucionario, para así impedir la trivialización de estos principios puros —como intentan los «positivistas conciliadores», los reformistas liberales— con el fin de que el tibio acontecer cotidiano liberal se convierta en cielo o infierno. Para Bakunin —desde la perspectiva de lo malo ya existente— ambas cosas son en última instancia derivaciones de la misma vida. En su pureza los dos principios sólo se pueden obtener por medio de una alianza entre la luz y las tinieblas. El crepúsculo, sin embargo, el gris de la mecánica burguesa, es el auténtico enemigo de la vida. Quien lea a Bakunin encontrará que, en él, Revolución y Romanticismo son todavía una misma cosa, que el absolutismo del Yo activo puro de Fichte y la metafísica de la revolución bakuniana son de la misma madera. Su matemática revolucionaria dice: tómese la más oscura reacción y la más decidida revolución; es decir, aquellas fuerzas para las que la democracia ya no es una cuestión de partidos, sino una religión, y aniquílese con esta alianza al tibio centro que vegeta sin principios y presto a cualquier compromiso, como el justo término medio. Así Bakunin terminará fácilmente con la derecha convencida. Por el contrario, se comporta de forma muy distinta con los liberales: Es difícil entenderse con esta gente, pues igual que las constituciones alemanas, te quitan con la mano derecha lo que te dan con la izquierda. No responden nunca «sí» o «no»; dicen: «en cierto modo tiene Vd. razón, pero, sin embargo». Y cuando ya no pueden añadir nada, entonces dicen: «Ciertamente, se trata de un caso especial».9 El partido liberal, conciliador e indeciso todavía es, según Bakunin, el más poderoso. En alianza con las monarquías constitucionales se preocupa de que no entren en juego ni los reaccionarios, ni los revolucionarios decididos. Estos liberales son expresión de la indecisión reaccionaria, cuya superación preocupa a Bakunin. La verdad no está, para él, en el centro —como para los liberales— sino solamente en la superación de los extremos en un tercer nivel superior; de igual modo que la política no consiste en la paz, sino en la lucha. Bakunin es decisionista, como más tarde Sorel y Cari Schmitt: todos ellos se preocupan por la virtud de la capacidad de decisión final. Cualquier revolución tiene algo de bakuníniana: en su división en frentes opuestos, en el desgaste del campo medio. La lógica con la que opera Bakunin es la dialéctica hegeliana. Por eso recomienda a los positivistas conciliadores —los liberales— la lectura de los tres tomos de la lógica hegeliana: «A estos señores les remitimos a la lógica de Hegel, donde está magníficamente tratada la categoría de la contraposición».10 Bien es cierto que en la realidad dominan todavía los conciliadores; sin embargo, la lógica de la historia pertenece a la contraposición en sentido hegeliano, como expresión de las contraposiciones dualísta-dicoto-mistas en la revolución. La comprensión de esta oposición ya es, para Bakunin, praxis revolucionaria. La diferencia decisiva entre Bakunin y el marxismo consiste en que para aquél la revolución se concibe como identidad de teoría y praxis, como «acto originario del espíritu práctico autónomo»,11 mientras que Marx y el marxismo la comprenden como el movimiento revolucionario del proletariado, es decir, como concreción de la negación de la sociedad de clases capitalista. Para Bakunin, lo verdadero no es la totalidad, sino la contraposición. La revolución es el principio de la contraposición, la abolición final de toda positividad en la historia por medio de su negación, que es como se concibe la revolución. Lo verdadero es solamente la contraposición que encuentra su unidad en la vida de la totalidad. Sin contraposición no hay vida, sin roces dolorosos con la realidad no existe movimiento alguno ni, por consiguiente, revolución.12 La contraposición es la verdad, pero no existe como tal, no existe como totalidad. La contraposición es «una totalidad en sí existente y oculta, y su existencia es precisamente la separación de sus dos miembros —lo positivo y lo negativo». 13 La esencia de la totalidad, la contraposición, solamente llega a su verdadera existencia —es decir, se convierte de un opuesto en sí en un opuesto en sí y para sí— por medio de la supresión, de la negación de su existencia: en otras palabras, desde el punto de vista político, por la destrucción de las positividades que la constituyen. Esto lo consigue solamente la lógica pura así como —en el campo político1— la revolución total en el sentido de la anarquía, entendida como síntesis de la verdadera libertad y de la igualdad real. La legitimación de la práctica revolucionaria se realiza también por medio de la afirmación de que lo positivo recibe su movimiento solamente a través de la vida de la negación. Por consiguiente, en el mundo real del concepto, en la realidad conceptual y en el concepto real existe una intranquilidad que se agudiza para convertirse en contraposición, capaz de llevar la contraposición hacia el concepto: Lo positivo y lo negativo no tienen el mismo rango, como piensan los conciliadores; la contraposición no es equilibrio, sino preponderancia de lo negativo, que es el elemento transcendental del mismo; lo negativo, como vida determinante de lo positivo, encierra en sí mismo la totalidad de lo opuesto y por consiguiente también es lo justificado absolutamente.14 La teoría de la revolución bakuniana es la «filosofía de la acción» convertida en política. Palabra y concepto proceden del padre de la izquierda hegeliana rusa Augusto Cieszkowski. Este extraño católico nació el mismo año que Bakunin, 1814, en Sucha. Polaco de nacimiento, de 1849 a 1862 fue diputado del parlamento prusiano. En 1843 fundó junto con Michelet una sociedad filosófica en Berlín. Su primera obra, Prolegómenos a la historiosofía, publicada en 1838, ejerció gran influencia tanto sobre Moses Hess y Alexander Herzen como también sobre Bakunin. Lo que Bakunin toma de Cieszkowski es el principio dialéctico que resulta de la eliminación del carácter conciliador de la dialéctica hegeliana, que era una dialéctica de síntesis. A partir de él Bakunin desarrolla una dialéctica de la antítesis, lo que se manifiesta políticamente en el principio de la revolución permanente del antiguo estado del universo, ya que una revolución, de acuerdo con la dialéctica de la antítesis, elimina a la otra, y en la próxima se reproducen las contradicciones que han quedado de las anteriores. No es ninguna casualidad que en el mismo año 1842 en el que Bakunin publicó su artículo en los Anales, también el joven hegeliano Edgar Bauer publicara su escrito Bruno Bauer y sus adversarios. En ambas publicaciones se encuentra el mismo pensamiento básico: la lucha de los contrarios —llamados principios— entre pasado y futuro no conduce a la mediación, sino que destruye esta mediación, el presente. El tiempo es la muerte de cualquier mediación; la historia es la lucha de lo nuevo contra el principio antiguo. Conduce a la aniquilación de la tesis, de lo antiguo, de lo positivo. La transición (la revolución) de lo antiguo a lo nuevo y la lucha entre ambos finaliza con el hundimiento total de lo antiguo y resta solamente lo nuevo que, por consiguiente, pierde su carácter de partido. La revolución entendida como batalla de aniquilación es, tanto para Bakunin como para Bauer, la forma legítima del progreso, porque «cualquier principio que aparece por primera vez en la historia universal es vandálico».15 Bakunin sustituye «vandálico» por «destructivo», negador o revolucionario. Por consiguiente, el progreso histórico que avanza de forma antagónica pasando de un nivel a otro, aparece en Bauer como una secuencia de transformaciones revolucionarias: cada nivel, cada principio crea dialécticamente su antítesis, que lo destruye y se convierte a su vez en tesis que origina nuevamente su antítesis y su hundimiento, etc., de tal forma que una revolución supera a la otra.16 «Solamente una batalla aniquiladora puede poner fin a esta cuestión.» Esta frase, que se encuentra como conclusión al final de todos los escritos revolucionarios de Bakunin, procede del laboratorio de conceptos de la izquierda hegeliana alemana.17 La ética que se desprende de esta frase básica de la teoría hegeliana, fue expuesta claramente por Edgar Bauer y por Bakunin en el año 1842. Bauer dice: «Sed de una vez inteligentes y aprended que solamente en los extremos puede estar la verdad y la victoria. Pues solamente lo extremo puede aceptar y llevar a cabo un principio de manera pura; solamente lo extremo y su principio posee fuerza creadora, mientras que aquel que quiere conciliar dos principios sólo capta lo superficial, lo exterior, tiene que expulsar el espíritu de ellos y así renuncia desde el inicio a cualquier progreso.18 Lo que en Hegel se llamaba «existencia podrida», es aquí la conciliación de los contrarios. La verdadera y única conciliación de los mismos se encuentra en el principio de la negación, que al hacerse político se denomina revolución. Bakunin expresa esta idea de forma todavía más enfática: ...exhortamos a los mediadores a abrir sus corazones a la verdad y a liberarse de su sabiduría pobre y ciega, de su orgullo teórico y de su temor servil, que seca su alma e impide sus movimientos. Confiemos, pues, en el espíritu eterno, que solamente destruye y aniquila, porque es la fuente insondable y eternamente creadora de toda vida. La pasión de destrucción es al mismo tiempo una pasión creadora.19 A semejanza del joven Marx, Bakunin no parte del proletariado sino del «estado de ánimo hólderliniano de los jóvenes intelectuales alemanes en el período que media entre las revoluciones de 1830 y 1848. Intenta liberarse de la prisión a la que el Estado filisteo y policial alemán le somete a él y a otros semejantes a él».20 Sin embargo, Bakunin quedó aprisionado por la mentalidad propia de este período en Alemania, mientras que Marx prosiguió su camino con la crítica de la economía política. La historia de la teoría de la revolución del siglo XIX es en gran parte la historia del conflicto entre Marx y Bakunin. El objetivo de éste consistía en «elevar a los súbditos por medio de la revolución a la categoría de hombres. El tema central del Marx maduro era, por el contrario, la formulación de la ley del derrumbamiento del sistema de producción capitalista para acelerar la marcha de este proceso natural. Bakunin representa el estado de ánimo reinante entre 1830 y 1845; Marx, el economista político que ha incorporado las vivencias de este período, «superándolas» en el sentido de la negación y la herencia para transformarlas en la nueva forma de la crítica de la economía capitalista. Bakunin simpatiza con el proletariado, es un amigo del pueblo; Marx es el teórico que sale al encuentro de la realización de la teoría a partir de la historia. No es un amigo sentimental del proletariado, al que apenas conoció, sino su guía. Precisamente en su aferramiento a las experiencias del período entre 1830 y 1845 ve Marx el pecado mortal de Bakunin. Lo que Engels reprocha a Bakunin es precisamente su impaciencia revolucionaria, el error de querer dar el último paso sin haber dado el primero. Engels se basa menos en la inclinación personal que en la experiencia histórica. Porque el accionismo de Bakunin proporcionó a Marx y Engels suficientes ejemplos escarmentadores, como el de Lyon, donde un año antes de la sublevación de la Comuna de París la sección de la «Internacional» había proclamado una república y formado un gobierno compuesto por trabajadores pertenecientes a la «Internacional» y por republicanos radicaldemócratas. Se tomaron medidas para armar al pueblo, se suprimieron inmediatamente los impuestos sobre el consumo, elementos todos que dieron popularidad al nuevo gobierno revolucionario lyonés. «Pero» —como informa Marx a Beselay en su carta del 19 de octubre de 1870— «los burros de Bakunin y Cluseret llegaron a Lyon y lo echaron todo a perder. Al pertenecer ambos a la Internacional, desgraciadamente tenían suficiente influencia» como para arrastrar a sus amigos a la toma del ayuntamiento, donde, aunque por poco tiempo, proclamaron «las más absurdas leyes sobre la abolición del Estado y parecidas estupideces». Todo ello tuvo como efecto la rápida pérdida de los éxitos conseguidos. Después de su fracaso, Bakunin y Cluseret dejaron tras sí un caos. La conclusión de la lucha contra los bakuninistas la sacaron Marx y Engels ya en 1873 cuando, por encargo del Congreso de La Haya de la Internacional, redactaron un Informe sobre los manejos de Bakunin y la Alianza de la Democracia Socialista, que llevó a la expulsión de éstos del seno de la Internacional. La I Internacional se fundó por iniciativa de los sindicatos ingleses el 28 de septiembre de 1864. Era algo totalmente distinto a lo que hoy entendemos por un partido; más bien era una asociación informal de tendencias muy diversas del movimiento obrero europeo. Aparte del grupo en torno a Marx, que llevaba la voz cantante en el Consejo General, pertenecían a ella partidarios de Lassalle, blanquistas, partidarios de Proudhon y Bakunin, sindicalistas ingleses que en aquel tiempo apoyaban a la burguesía liberal en su país, así como emigrantes de la Rusia zarista simpatizantes del movimiento democrático. Las organizaciones locales de cada uno de los países formaban las secciones de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), cuya suprema instancia de control, que a la vez indicaba las orientaciones de trabajo, era el Congreso anual. Este elegía al Consejo General y determinaba su composición. En contraposición a la Liga de los Comunistas, la Internacional era una organización totalmente abierta, que condenaba toda alianza secreta y toda conspiración. Un principio inamovible para el Consejo General era que «la construcción de partidos políticos obreros es imprescindible para la conquista del poder, la conquista del poder es imprescindible para la revolución social». En el Manifiesto comunista la relación de la teoría revolucionaria con la práctica se fija del siguiente modo: Los comunistas no se distinguen de los demás partidos proletarios más que en esto: en que destacan y reivindican siempre, en todas y cada una de las acciones nacionales de los proletarios, los intereses comunes y peculiares de todo1 el proletariado, independientemente de su nacionalidad, y en que, cualquiera que sea la etapa histórica en que se mueva la lucha entre el proletariado y la burguesía, mantienen siempre el interés del movimiento enfocado en su conjunto.21 Así pues, los comunistas deben aventajar a los demás partidos proletarios en dos cosas: en el internacionalismo y en la representación de los intereses del «movimiento global». Puesto que al aparecer el Manifiesto' comunista no existían todavía tales movimientos globales, sino más bien movimientos parciales, a menudo enemistado entre sí; hay que preguntarse quién podía fijar de forma obligatoria el contenido de esos intereses globales para todos los partidos proletarios y podía consiguientemente convertirlos en norma para los otros. A esta pregunta, según la comprensión que tenían de ellos mismos los autores del Manifiesto comunista, sólo hay una respuesta: los comunistas, cuyos dirigentes teóricos se consideraban Marx y Engels. A partir de esta consciencia crearon el convencimiento de que solamente ellos podían ser quienes enseñaran al proletariado su misión, fundamentándose en la teoría económico-revolucionaria elaborada por ellos. Incluso cuando la I Internacional se manifestó como lo que realmente era: una federación de grupos nacionales, autónomos políticamente, apenas capacitada para actuar. El Manifiesto comunista indica a continuación las características específicas de los comunistas respecto a la masa del proletariado: Los comunistas son, pues, prácticamente, la parte más decidida, el acicate siempre en tensión de todos los partidos obreros del mundo; teóricamente, llevan de ventaja a las grandes masas del proletariado su clara visión de las condiciones, los derroteros y los resultados generales a que ha de abocar el movimiento proletario.22 Para ganarse esta ventaja ante el resto de las masas, un proletario o una agrupación proletaria no podían hacer otra cosa que estudiarse las obras de Marx y Engels y asimilar las teorías contenidas en ellas sobre las condiciones, marcha y resultados generales del movimiento proletario, para aplicarlas en la práctica de la lucha de clases. Esta pretensión fue considerada como «autoritaria» no sólo por Bakunin, sino en algunos períodos por una gran parte de los miembros de la I Internacional. La I Internacional se desmoronó en los años 70 «a causa de sus contradicciones internas y por los métodos autoritarios de Marx»,23 El propio Marx describe del modo siguiente la época de la I Internacional: La historia de la Internacional fue una lucha permanente del Consejo General contra las sectas y los intentos de aficionados que intentaban afirmarse en contra del verdadero movimiento de la clase trabajadora dentro de la propia Internacional... A finales de 1868 entró en la Internacional el ruso Bakunin con la intención de formar dentro de la misma una segunda Internacional bajo su dirección y bajo el nombre de «Alliance de la Démocratie Socialiste». Persona sin ninguna clase de conocimientos teóricos, pretendía representar en dicha asociación especial la propaganda científica de la Internacional... Su programa era una verdadera mezcolanza superficial, tomada de aquí y de allá. Igualdad de las clases ( ! ) , eliminación del derecho de herencia como punto de partida del movimiento social (estupideces saint-simonianas), ateísmo impuesto a los miembros, etc., etc...y como dogma principal, abstención (proudhoniana) de todo movimiento político. Este abecedario infantil encontró eco (y tiene todavía ciertos arraigos) en Italia y España, donde las condiciones reales del movimiento obrero están todavía poco desarrolladas. También encontró eco entre algunos doctrinarios vacíos, ambiciosos, orgullosos, en la Suiza románica y en Bélgica. Para el señor Bakunin la doctrina era y es una pasta hecha a base de Proudhon, Saint-Simon, etc., una cosa accesoria; simplemente un medio, para sus aspiraciones personales. Aunque teóricamente totalmente incapaz, como intrigante está en su elemento.24 Lo básico de la irreconciliable enemistad entre Marx y Bakunin lo expresó Engels en una carta a Paiten que dice así: Los anarquistas...declaran que la revolución proletaria debe comenzar con la supresión de la organización política del Estado. Sin embargo, la única organización que el proletariado encuentra acabada después de su victoria, es el Estado. Este Estado deberá ser sometido a grandes transformaciones antes de poder cumplir sus nuevas funciones. Sin embargo, destruirlo en ese momento preciso significaría destruir el único organismo por medio del cual el proletariado* victorioso puede hacer valer su poder recién conquistado, mantener sometido a su enemigo capitalista y llevar a cabo I aquella revolución económica de la sociedad, sin la cual la victoria total tendría que acabar en una nueva derrota y en una matanza en masa de los trabajadores, como la de la Comuna de París.25 En cuanto a su sospecha de que no se trataba en primer lugar de la eliminación del Estado, sino de su utilización como instrumento de poder para la derrota de la clase vencida, Bakunin podía referirse a Marx y Engels. Estos no dejaron lugar a la menor duda en cuanto que la revolución victoriosa no eliminaría la autoridad política, sino que por el contrario la fortalecería para poder acometer después el proceso de transformación social. La supresión del Estado de la que hablaban, era el objetivo final de toda la cuestión y no el comienzo, como quería Bakunin. La supresión inmediata del Estado, argüida por Bakunin y sus partidarios, considerando al Estado como el mal fundamental de toda sociedad, tuvo que ser rechazada por Marx y Engels como ilusoria. Engels formuló esa oposición que determina también la estrategia y táctica de la siguiente manera: Mientras que la gran masa de trabajadores socialdemócratas está de acuerdo con nosotros en que el Estado no es otra cosa que la organización que se han dado a sí mismas las clases dominantes, terratenientes y capitalistas para proteger sus prerrogativas sociales, Bakunin afirma que el Estado ha creado al capital, el capitalista ha recibido su capital por la gracia del Estado. Puesto que el Estado es el mal principal, debe eliminarse ante todo al Estado y, como consecuencia, el capital se irá, por sí mismo, al infierno. Sin embargo, nosotros argumentamos al revés: elimina al capital, la apropiación de todos los medios de producción en unas pocas manos, y el Estado caerá por sí mismo... La eliminación del capital es precisamente la revolución social e incluye en sí misma la transformación de la totalidad del modo de producción. Pero como para Bakunin el Estado es el mal esencial, no se debe hacer nada... que pueda mantenerlo en vida. Por eso, abstención total de toda política. Hacer cualquier acto político, principalmente participar en unas elecciones, sería traición a los principios... La masa de los trabajadores, sin embargo, no se deja persuadir de que los asuntos públicos de su país no son también sus propios asuntos. Son por naturaleza políticos.26 Detrás de la controversia de Bakunin contra Marx y Engels, que sobrepasó en su dureza a todos los demás enfrentamientos que se produjeron en la I Internacional y llegó hasta la más enconada enemistad, se esconde un contenido real decisivo. Así pues, de esta controversia puede deducirse tanto la relación del marxismo respecto al anarquismo, como también el carácter propio, específico del concepto de revolución en Marx y Engels. La diferencia esencial puede atribuirse a la diferente relación de fin y medios. Tanto anarquistas como marxistas tienden, en último término, a la supresión de la autoridad política del Estado; hasta aquí puede afirmarse que ambos persiguen el mismo fin. Sin embargo, más allá de este objetivo comienzan a separarse: ¿por qué caminos debe y puede orientarse la sustitución de las funciones públicas del Estado por actos simplemente administrativos? En este punto ambas concepciones son diametralmente opuestas. Para Bakunin, la marcha de las cosas se presenta más o menos de la forma siguiente: confiando en las aspiraciones instintivas y en las necesidades elementales de las masas campesinas, de los trabaja- dores del campo y de la ciudad, y también en el «lumpenproletariado», espera una acción colectiva orientada a la eliminación del Estado y de la Iglesia; algo así como una huelga de masas, que sustituyera la administración estatal centralista por la autogestión de los municipios según los principios organizativos consejistas. La nueva organización social debe construirse exclusivamente desde abajo hacia arriba para impedir así que ocupe el lugar del Estado liquidado, un nuevo Estado. En otras palabras: a la propia acción revolucionaria va unida la idea de la creación inmediata de una situación de absoluta ausencia de dominación, en la que prevalezca el principio de autonomía en lugar del de autoridad: Nosotros no queremos que la reconstrucción de la sociedad y la consecución de la unidad de la humanidad se haga de arriba a abajo por medio de una autoridad cualquiera y por medio de funcionarios socialistas, ingenieros y demás sabios oficiales, sino desde abajo hacia arriba por la federación libre de toda clase de asociaciones obreras liberadas del yugo del Estado.27 Bakunin no lucha, pues, contra este o aquel Estado, sino contra el principio de la estatalidad en cuanto tal. Por eso desea destruir cualquier poder estatal existente para poner en su lugar la asociación y federación libres de todos los trabajadores. Anti-capitalismo y anti-estatismo se unen para Bakunin en una misma revolución: La autoliberación revolucionaria de las masas no podía ser liberación de una forma de Estado determinada históricamente y en cuanto a su carácter político de clase y su sustitución por otra, sino solamente la emancipación del propio principio estatal... La invalidación absoluta del principio de autoridad por medio de la eliminación de su exponente más claro, el Estado, era para Bakunin no una meta lejana a alcanzar a través de una evolución, sino una meta próxima, revolucionaria: La revolución... debería aniquilar literalmente de un solo golpe al capitalismo y al Estado, al autoritarismo y a la explotación.28 El odio a cualquier clase de autoridad, rasgo característico del comportamiento bakuniniano, se convierte en causa determinante de la imagen de la revolución; la voluntad de transformación total del mundo elimina los caminos y transiciones, en favor de una actuación inmediata para alcanzar el objetivo final. Así, la pureza de los principios no permite aceptar las elecciones, porque la lucha por los votos de los trabajadores significaría el reconocimiento del Estado por cuya aniquilación lucha Bakunin. Para Marx esta posición no es otra cosa que la indignación abstracta, que Marx y Engels ya criticaron en Max Stirner: Es la vieja ficción de que el Estado se desmorona por sí mismo, tan pronto como todos sus miembros salgan de él y de que el dinero pierde su validez, si la totalidad de los trabajadores se niegan a aceptarlo. Es la vieja ilusión de que el cambio de las relaciones existentes sólo depende de la buena voluntad de la gente y que las relaciones existentes son sólo ideas... Esta elevación ideal por encima del mundo es la expresión ideológica de la impotencia de los filósofos frente al mundo. Su verborrea ideológica es desmentida cada día por la práctica.29 Marx debió ver en las ideas sobre la revolución de Bakunin una encarnación de aquel nivel de superación de la práctica, interna a la teoría, que él quería superar precisamente en su crítica a La ideología alemana. Exigir la supresión de todos los Estados en una federación universal y la hermandad de los pueblos le pareció una locura peligrosa: el objeto de su crítica no era el objetivo final de Bakunin, sino solamente la creencia de que se podía eliminar al Estado de un solo golpe; «incluso antes de que sean eliminadas las relaciones sociales que lo han originado».30 También en lo referente a los protagonistas de una futura revolución social, Bakunin tiene una opinión distinta a la de Marx. Aquél consideraba que tanto los trabajadores ingleses como los alemanes eran demasiado burgueses como para exigirles energías revolucionarias. Por el contrario, veía en las masas populares eslavas, y principalmente en los campesinos rusos, un potencial revolucionario inagotable que solamente necesitaba la dirección de revolucionarios decididos para hacer la revolución. El propio acto revolucionario violento, que debía actuar como la chispa inicial, podía liberar sin grandes preparativos las virtudes naturales de las masas; es decir, el potencial existente en el instinto del pueblo. Esta diferente apreciación de los protagonistas potenciales de la revolución debía conducir también a una idea distinta sobre los países en los que se podía esperar en primer lugar la revolución: Mientras Marx se había convencido de que la revolución sólo podía realizarse en las sociedades industriales y por el proletariado industrial con consciencia de clase, Bakunin veía posibilidades de revolución precisamente en los países todavía no industrializados, como Italia o su patria rusa... Aquí no hay, en contraposición a otros países europeos, ninguna clase privilegiada de trabajadores que se vanaglorien de su formación literaria adquirida gracias a sus altos sueldos, que de esta forma rinden homenaje a los principios del burgués, a la vanidad y a la ambición, hasta tal punto de que no se diferencian de los burgueses por su forma de pensar, sino sólo por su situación.31 Bakunin consideraba que las tácticas conspirativas de las asociaciones secretas en los países latinos —sobre todo en Italia y en España, pero también en Suiza y en Rusia— eran algo imprescindible para despertar las energías adormecidas del pueblo por medio de acciones directas. Daba como una cosa cierta que los oprimidos son revolucionarios por instinto y por naturaleza: ¿para qué entonces los rodeos a través de grandes organizaciones de partido, que no hacían sino crear nuevos cargos, privilegios, y con ello corrupción? Hablamos —escribía— de la gran masa de los trabajadores que, agotados por el trabajo diario, son ignorantes y miserables. Sean cuales sean los prejuicios religiosos o políticos que se han intentado inculcar a la clase trabajadora, ésta permanece, sin embargo, y aun sin saberlo, socialista; es por su naturaleza, instintivamente y por razón de su posición, más socialista que todos los socialistas científicos y burgueses juntos. Es socialista por todas las condiciones de su existencia material, por todas las necesidades de su existencia...32 Los revolucionarios no deben instruir al pueblo, sino dirigirlo a la sublevación: éste es el principio central de la teoría bakuniniana. El que para Marx y Engels esta máxima sólo significara diletantismo no es sorprendente en vista de sus esfuerzos incansables de crear mediante la fundamentación científica de toda acción política una guía para la actuación consciente. Si, como Marx y Engels, se ve en la revolución el resultado irreversible del proceso histórico y del paulatino despertar de los proletarios a su papel en la lucha de clases, entonces la concepción de Bakunin debe considerarse como una táctica sectaria y un juego de azar político, ya que dicha concepción admite que es suficiente un puñado de dirigentes decididos y dispuestos a ser víctimas por la causa para provocar el potencial revolucionario ya existente en las amplias masas del pueblo oprimido. Querer organizar de esta forma las energías revolucionarias populares aletargadas, significa para Marx y Engels el retroceso a las especulaciones utópicas del período preindustrial, en el que podían tener lugar levantamientos de esclavos y sublevaciones espontáneas, de cuyo continuo fracaso, sin embargo, era culpable precisamente la ceguera de la rebelión instintiva. Para Marx estaba fuera de duda que las masas apolíticas no podían aprovechar la riqueza de la sociedad capitalista en una forma organizativa superior para la nueva ordenación socialista, sino que sólo traerían consigo destrucción, desorden y caos. Para evitar esta serie de consecuencias consideraba que la única condición que prometía éxito era el análisis exacto de la sociedad existente para su transformación planificada. La ilimitada esperanza de Bakunin respecto de la fuerza creadora de la violencia revolucionaria y las acciones golpistas derivadas de ella eran para Marx propias del arsenal de la fraseología idealista, dispuestas a servir «al bonapartismo u otros acusadores como pruebas contra la Internacional».33 De hecho, Bakunin no era solamente un continuo peligro para el curso del Consejo General de la Internacional, determinado en gran parte por Marx. Sus preferencias por asociaciones secretas de organización informal frente al partido político de masas, su glorificación del dirigente de la rebelión y del bandolero 34 y su instinto anti-teórico contra la teoría de Marx, que él caracterizó de autoritaria, abrieron un abismo infranqueable entre anarquismo y marxismo. La controversia estratégica y táctica con los bakuninistas reviste una importancia especial para el concepto de revolución de la teoría marxista, pues en ella se trata ante todo de la cuestión de la participación política de la clase trabajadora en la revolución burguesa y de la cuestión de las elecciones. Para los bakuninistas y aliancistas está claro que no se puede tomar parte en ninguna revolución que no tenga por meta la emancipación inmediata de la clase trabajadora, que la realización de cualquier acción política significa el reconocimiento del Estado, máxima expresión del mal y que por eso la participación en cualquier elección es un crimen digno de la muerte,35 Para Marx como para Engels tales cuestiones no eran cuestiones de la pureza de los principios revolucionarios, sino únicamente cuestiones tácticas y de oportunidad. Consideraban absurda la actitud radical de quienes pensaban simplemente en suprimir el Estado sin haber visto con claridad que junto con esta supresión inmediata habían eliminado también el único medio con el que la clase trabajadora podía poner en marcha, después de la revolución, sus reformas. Principalmente en países como Alemania y España, pero sobre todo en Rusia, que se caracterizaba por un atraso industrial relativo y por una burguesía políticamente débil, «no se podía hablar de una emancipación inmediata de la clase trabajadora. Antes de que se llegue a esto», escribía Engels, «España debe pasar —y esto también es válido para Alemania y la Rusia zarista— por diversos niveles de desarrollo y eliminar una serie de obstáculos».36 Tales obstáculos eran, por ejemplo, el derecho a voto triclasista prusiano,* así como las restricciones a la libertad de asociación y reunión en el período de la Restauración. En consonancia con esta política táctica y estratégica a largo plazo, se dice en el Manifiesto comunista: En Alemania, el Partido comunista luchará al lado de la burguesía, en cuanto ésta actúe revolucionariamente, dando con ella la batalla a la monarquía absoluta, a la gran propiedad feudal y a la pequeña burguesía.37 Solamente después de esta campaña de limpieza política podría la clase trabajadora acometer la tarea de impulsar la revolución hasta una transformación socialista proletaria. Así pues, según Marx y Engels los comunistas deberían apoyar en cada país a aquellos movimientos que tendieran a una revolución política y preparar con ello el terreno a partir del cual podría iniciarse propiamente la revolución socialista. De acuerdo con esto, los comunistas deberían aliarse en Francia con los partidos socialdemócratas y en Polonia con el partido nacional, que tenía como fin la reforma agraria. En todas partes los comunistas deberían colaborar en la coordinación y entendimiento de los partidos democráticos, en lo que hoy se denominaría «política de frente popular». Igual que Weitling y sus partidarios no podían comprender que se precisaban otras condiciones para una sublevación política que la voluntad revolucionaría de los revolucionarios, Bakunin no estaba dispuesto ni era capaz de seguir la línea táctica de la política marxista. En definitiva, éste es el núcleo objetivo del debate en la I Internacional hasta la expulsión del grupo de Bakunin. Los bakuninistas afirmaban que cualquier participación corrompería a la clase trabajadora, cuando solamente se trataba de realizar inmediatamente la revolución obrera directa. Por el contrario, para Marx y Engels la actuación política de la clase obrera significaba el aprovechamiento de cada una de las libertades ciudadanas existentes, pero en modo alguno un reconocimiento de la situación existente. Engels formuló esta táctica claramente: Si esta situación nos proporciona medios para protestar contra dicha situación, entonces el empleo de esos medios no es su reconocimiento.38 No obstante, en aquellos países como Alemania y España, en donde la situación política no ofrecía tales posibilidades, allí era válida la introducción de tales posibilidades mediante el apoyo de los partidos demócratas radicales. No cabe una interpretación «reformista» de esta táctica por el hecho de que Marx y Engels acentúan constantemente que la consecución de metas parciales solamente puede significar puntos de partida para otros fines; sobre todo cuando detrás de las metas parciales se encuentra un proletariado organizado que da fuerza a las reformas. No el aniquilamiento, sino el aprovechamiento del poder estatal, no el boicot electoral, sino el uso del parlamento como tribuna de las reivindicaciones obreras, éste era el enfoque táctico de Marx y Engels: Debemos manifestar a los gobiernos: sabemos que vosotros sois el poder armado que está dirigido contra el proletariado; actuaremos contra vosotros de forma pacífica, cuando nos sea posible, y con las armas si resultase necesario.39 La crítica a Bakunin fue una consecuencia del giro contra el golpismo y las huecas frases revolucionarias. Quien predica al mismo tiempo abstinencia política y violencia provocadora, como lo hacían Bakunin y sus partidarios, es para Marx y Engels un burgués republicano con fachada radical, extraviado dentro del movimiento obrero. Porque la violencia debe emplearse solamente allí donde el comportamiento de los gobiernos en el poder no ofrece otra alternativa a la clase trabajadora. Sin embargo, en los que ya exista la democracia, se debe tratar de «emplear los medios coactivos legitimados democráticamente contra los propietarios».40 El anarquismo es tanto una crítica de las formas de dominio existentes, como una doctrina del estado en el que no existe dominación. De acuerdo con su objetivo, se podía hablar del intento de síntesis entre liberalismo y socialismo, por lo cual se habla a veces del anarquismo como de un «socialismo libertario». Ciertamente el anarquismo quiere una transformación política, pero —y éste es el distintivo característico— en una situación en la que falta una base madura tanto en el sentido social como en el económico. El Estado que el anarquismo niega, reviste el carácter de una organización de dominación jerárquica, que limita la variedad de la vida y que, a causa de su soberanía, se parece a la omnipotencia de Dios. Es así que debemos entender el título de los escritos de Bakunin: Dios y el Estado. En la esfera política, el lugar de Dios lo ocupa el Estado. Es cosa accesoria si su poder lo recibe directamente de Dios o si se considera basado en la soberanía popular. En cualquier caso, este Estado exige disciplina, obediencia ciega, obligaciones y —en caso de conducta inconforme— la imposición de sanciones: el Estado es el enemigo de la libertad humana. Esto, según Bakunin, también es válido para el comunismo. También en el comunismo todo el poder de la sociedad se concentra en el Estado, por lo que —igual que el Estado burgués— es autoritario. Lo que el anarquismo aborrece de la jerarquía estatal y de la sumisión a sus objetivos, es su heteronimia, a la que el anarquismo opone la autonomía de las decisiones voluntarias libres. La actualidad del anarquismo en las sociedades actuales está estrechamente unida a la discrepancia entre la situación objetiva de clase y la falta de consciencia de clase de las capas trabajadoras: por eso el Estado y sus órganos se convierten en los principales puntos de relación de los grupos por principio opuestos al sistema. Aunque usen una terminología tomada muy a menudo del marxismo, sin embargo, por lo que respecta a sus principios, son de naturaleza anarquista. A la violencia institucionalizada o estructural debe responderse con «contra-violencia»: mediante la creación de una permanente inseguridad y trastornos del sistema entero en el sentido de una acumulación de sublevaciones. A diferencia de la idea marxista de revolución, la anarquista no va unida ni a las condiciones de empobrecimiento del proletariado ni a una firme organización de clase. La actitud y situación revolucionarias deben nacer del conocimiento de la propia falta de libertad y de la injusticia experimentada o constatada. Según la concepción anarquista, las sublevaciones son sublevaciones permanentes contra los órganos del Estado. El fin —desde los orígenes del anarquismo— es la creación de una comunidad solidaria que debe estar orientada por los principios de la autonomía, del federalismo y de la fraternidad. Notas /1. 1«Anarchismus», en: Philosophisches Worterhuch, Georg Klaus y Manfced Fuhr (eds.), Leipzig /965, p. 20 y s. /2. Sobre las razones del nuevo interés por Bakunin y el anar quismo que está apareciendo actualmente, véase el prólogo pro-anarquista de Hansjorg Viesel a la nueva edición de la obra de Bakunin, Staatlichkeit "nd Anarchie, Berlín 1972. 3. Leser, Norbert, Die Odysse des Marxismus, Viena-Munich, Zurich 1971, p. 250. 4. Bakunin, M., Pbilosophie der Tat. Auswahl aus setnem Werk. R-Beer (ed.), Koln 1968, p. 63. 5. Op. tit., p. 66 y s. 6. Heine, H., Zur Geschichte der Religión und Philosophie in Deutschland, Frankfurt/Main 1966, p. 201 y s. /7 Op. dt., p. 66 y s. /8 Henri Heine, 9. Bakunin, op. cit., p. 75. /10- Op. dt., p. 77 11. /11«Anarchismus», en: Philosophisches Worterhuch, Georg Klaus y Manfred Fuhr (eds.), Leipzig 1965, p. 20 y s. 12. Sobre las razones del nuevo interés por Bakunin y el anarquismo que está apareciendo actualmente, véase el prólogo pro-anarquista de Hansjorg Viesel a la nueva edición de la obra de Bakunin, Staatlichkeit nd Anarchie, Berlín 1972. 9. Bakunin, op. cit., p. 75. Véase op. dt., p. 64. 13. Op. dt., p. 78. 14. Op. dt., p. 80. 15. Citado según Stucke, H., Philosophie der Tai, Stuttgart 1963, p. 139; Bauer, Bruno Bauer und seine Gegner, Berlín 1842, p. 139. 16. Ibid., p. 140. 17. Ibid., p. 141 (Bauer, op. cit., p. 94 y 106). 18. Ibid., nota 30 (Bauer, op. cit., p. 37). 19. Bakunin, op. cit., p. 95 y s. 20. Rosenberg, A., Geschichte des Bolscheiuismus, Frankfurt/Main, p. 50 y s. 21. Marx/Engels, Ausgewahlte Schriften, Berlín 1955, vol. I, p. 35. 24. Marx/Engels, Ausg. Briefe, e de Berlín 1953, p. 317 y s. (carta a F. Bol- l 23 de noviembre de 1871). 25 - Op. dt., p. 433 (carta a von Patten, 18 de abril de 1883). 22. ibid. 23. Rosenberg, op. cit., p. 64. 24. Citado según Mayer, op. cit., p. 238. 25. Joll, ]., Die Anarchisten, Frankfurt-Berlín-Wien 1971, p. 66. 27. Bakunin, Werke III, p. 188. Bakunin espera una nueva intelligentúa surgida «de entre las masas del pueblo», la cual «liberará a la nueva ciencia de todas las estupideces de la metafísica y de la teología. Esta intelligentsia no tendrá profesores patentados, ni profetas ni sacerdotes, brillará en cada uno y en cada cosa, y no instaurará ninguna Iglesia ni Estado nuevos; destruirá las últimas huellas del nefasto y maldito principio de la autoridad tanto divina como humana, y devolverá a su cada cual plena libertad...» (Dios y el Estado). 26. Citado según Mayer, G., Fríedrích Engels, vol. II, 2.° ed. Koln 1971, p. 271 y s. 28. Anarchismus, Borries/Brandíes (eds.), Frankfurt/Main 1970, p. 383 s. 29. Marx, K., Deutsche Ideologie, Berlín 1953, p. 397. 98 30. Idem. 31. Idem. 32. Citado según Joll, Op. cit., p. 67. 33. Marx/Engels, «Die angeblichen Spaltungen in der Internationale»,MEW XVIII, p. 34. 34. «El bandolero siempre es el héroe, el protector, el vengador del pueblo, el enemigo irreconciliable de cualquier Estado..., un luchador a vida y muerte contra la civilización del Estado, la aristocracia, la burocracia y el clero» (citado según Hobsbawm, E. S., Sozialrebellen, Neuwied/Berlín 1962,P. 46, nota). 35. Engels, «Die Bakunisten an der Arbeit», MEW XVIII, p. 477. 36. Op. cit., p. 477. 37. Marx/Engels, Ausg. Schriften, op. cit,, vol. I, p. 53. 39. 38. Engels, «Über die politische Aktion der Arbeiterklasse. Rededispo-sition», MEW XVIII, p. 421. Transcripción de un discurso de Karl Marx sobre la acción política del 21 de septiembre de 1871, MEW VII, p. 652. 40. Kramer, D., Reform una Revolution bei Marx und Engels, Koln 1971, p. 160. * Sistema de voto vigente según la constitución prusiana de 1850 que clasifica a los votantes (varones mayores de 25 años) según su contribución fiscal, en tres clases. El voto es, por tanto, desigual. El sufragio es además oral y público. (N, del T.) 4 Anexo: personajes importantes en la biografía de Bakunn Bielinsky, Vissarion Griegorievich famoso crítico literario ruso y filósofo, hegeliano de izquierdas y materialista determinista en el sentido de Feuerbach, fue amigo de Bakunin aunque mantuvo notables diferencias con éste (Svearborg, cerca de Hesilngfords, act. Suomenlinna, en la isla de Suisaari, 1811-San Petersburgo, 1848) Destacó sobre todo por su oposición radical al zarismo y demostró una profunda preocupación por la «cuestión social». Se dio a conocer con artículos de crítica literaria publicados en los Anales de la Patria (1839-1846), y en El contemporáneo (1846-1848). Tuvo que escribir bajo unas condiciones de censura especialmente duras, pero pudo traslucir su ímpetu (le llamaron el "furioso Vissarion"), sobre todo en su última etapa, así como un contenido socialista o cuanto menos socializante, y en portavoz del occidentalismo progresista. Bielinsky sostuvo que la literatura y el arte no podían ser indiferentes a la cuestión social, aunque no llegó a los extremos utilitaristas de Chernishevsky, ni es justo atribuirle un padrinazgo de lo que luego se llamaría «realismo socialista» en la URSS de Stalin. Según Cole, Belinsky era: «Un revolucionario demócrata, que admiraba el radicalismo occidental, y esperaba que el desarrollo de la industria y de una clase media industrial librase a Rusia de la barbarie y crease las condiciones para un levantamiento popular. Por haber adoptado esta dirección, los marxistas rusos han podido elaborar una leyenda acerca de él y atribuirle ideas que nunca tuvo". Pero, lo que está claro es que su influencia fue incalculable. No solamente reaccionó con gran sensibilidad ante todo los acontecimientos literarios de la época, sino que dio en sus artículos una visión retrospectiva y un análisis de la literatura rusa que marcó un antes y un después en la crítica literaria. Herzen, Alexandr I., filósofo, economista y novelista ruso, muy influyente en la tradición populista (Moscú, 1812-París,1867) En un famoso discurso ante su tumba, Lenin dijo sobre el origen de Herzen que «pertenecía a la generación de revolucionarios de la nobleza terrateniente de la primera mitad del siglo pasado. La nobleza ha dado a Rusia los Biron y Arakchéiev, un sinnúmero de oficiales borrachos, de camorristas, de jugadores de naipes, de héroes de feria, de perreros, de espadachines, de verdugos, de dueños de serrallo y de almibarados Manílov» «y entre ellos -escribía Herzen-, se formaron los hombres del 14 de diciembre --los decembristas--, una falange de héroes, criados, como Rómulo y Remo, con leche de fiera... Fueron como héroes de leyenda, forjados de limpio acero de los pies a la cabeza, guerreros de una causa noble, de una muerte segura, para despertar a una nueva vida a la generación joven, y purificar a los niños nacidos en un ambiente en donde imperaban los verdugos y el servilismo.» Puente entre los decembristas y las generaciones que protagonizaron la revolución rusa, Herzen, hijo de un noble volteriano cuya herencia le sería arrebatada como represalia por el poder zarista para serle devuelta gracias a la intervención de Jacobo Rothschild que la puso a su nombre y el de una alemana reaccionaria. A los trece años asiste a la ejecución de los decembristas y jura, junto con su eterno amigo Ogarev, «dedicar su vida a vengar a los ejecutados, y luchar contra la corona, los patíbulos y los cañones». Juramento que cumplió al pie de la letra. Estudiante de ciencias naturales, físicas y matemáticas en la Universidad de Moscú, entra inmediatamente en contacto con los círculos rebeldes que bebían en las fuentes de la filosofía alemana y del radical-socialismo francés. Fue Hegel entre todos los autores que estudió --Saint-Simon, Schiller, Goethe, Feuerbach, etc.-, el que le causó una mayor impresión. Del pensamiento de Hegel dijo que era «el álgebra de la revolución». El clima inquisitorial del zarismo le llevó a emigrar en 1847 a Europa, París, ciudad que comparó con la Meca y con Jerusalén, y que para él encarnaba todas las virtudes de la civilización democrática. Pero pronto tuvo tiempo de comprobar más directamente la realidad que escondían sus sueños liberales. El año 1848 marcó una línea divisoria en la vida de Herzen. El miedo a la libertad -así lo interpretó- de la burguesía, que después de aliarse con la clase obrera retrocedía y utilizaba contra ella la mano de hierro de Cavaignac, le llevó a abandonar toda su fe en las instituciones democráticas occidentales. Por ello escribió: «La última palabra de la civilización es revolución». De esta rectificación de Herzen, dice Lenin: «La bancarrota moral de Herzen, su profundo escepticismo y pesimismo después de 1848, era la degradación de las ilusiones burguesas en el socialismo. El drama moral de Herzen fue fruto y reflejo de una época histórico-universal, en que el revolucionarismo de la democracia burguesa moría ya (en Europa), mientras que el revolucionarismo del proletariado socialista aún no estaba maduro». Dedicó su esfuerzo central cara a Rusia y a tal efecto creó Kolokol (La Campana), que duró diez años (1857-67), y que se convirtió en el órgano de expresión de la democracia rusa, sirviendo como plataforma a los mejores escritores de su época y como instrumento de organización y denuncia. Su eco llegó hasta el trono de Alejandro II y limitó en no pocas ocasiones muchas injusticias. En esta revista explicó Herzen sus críticas a las democracias burguesas y sus ideas sobre la política interior rusa -consideradas justamente como posibilistas, ya que esperaba una posición reformadora desde la corona- y el socialismo que pensaba, precediendo con ello a la corriente populista, debía de evitar los grandes trastornos de la revolución industrial y apoyarse en las comunas campesinas a las que idealizó totalmente. En estas últimas concepciones unía posiciones occidentalistas -Herzen siempre un amante apasionado de la cultura europea-, con un cierto mesianismo que situaba en Rusia el paso decisivo para una nueva humanidad. Lleno de contradicciones, Herzen mantuvo siempre -a pesar de su moderación y sus ilusiones- una posición clara y honesta ante los acontecimientos. Cuando Chernishevsky fue detenido clamó contra «La pandilla de bandidos y canallas que nos gobiernan», denunció la entrega simbólica que hizo Turguenev de dos monedas de oro para los soldados heridos por sofocar la rebelión polaca. Demócrata e internacionalista, apoyó incondicionalmente la causa de una Polonia libre. Sus diferencias con su amigo Bakunin fueron tácticas, mientras éste, según la propia imagen de Herzen, confundía el noveno mes del embarazo de la revolución con el sexto, Herzen no veía el parto más que en un horizonte muy lejano... Sobre su polémica con Bakunin --efectuada en sus Cartas a un viejo camarada--, Lenin dice en el mismo discurso: «Bien es verdad que Herzen repitió allí las viejas frases democrático-burguesas respecto a que el socialismo debe desplegar una propaganda igualmente dirigida al trabajador y al patrono, al labrador y al pequeño burgués y sin embargo, al romper con Bakunin, Herzen no volvió los ojos hacia el liberalismo, sino hacia la Internacional». Murió en 1867, y en la actualidad su vida y su obra vuelve a atraer la atención tanto en Rusia como en Occidente. Aparte de una biografía de Herzen reaccionaria y olvidable de Indro Montanelli (subtitulada en España Vida equivocada de un expatriado), es imprescindible la lectura de Románticos en el exilio: Herzen, Bakunin v Ogarev (de E. H. Carr (Anagrama, Barcelona). Existen dos obras suyas publicadas: Cartas sobre el estudio de la naturaleza, introducción de Alberto Miguez (Ciencia- Nueva, Madrid, 1968) y El desarrollo de las ideas revolucionarias en Rusia, que comprende algunos de sus mejores escritos. Es una edición de Franco Venturi, uno de los especialistas más notables sobre la Rusia del siglo XIX (Siglo XXI Madrid, 1980). Emilio Castelar le dedicó una sus Semblanzas contemporáneas. Fanelli, Giuseppe (Nápoles, 1827-18177). Destacado demócrata, garibaldino y bakuninista italiano, hombre clave en la introducción del anarquismo en España. Su padre pertenecía a una rica familia de la Puglia y se instaló como abogado en Nápoles. Fanelli fue también literato, jurisconsulto, agrónomo y geógrafo. Se inscribió a los 18 años en la Joven Italia, y en 1848 marchó como voluntario a Milán, donde encontró por primera vez a Mazzini con el que mantendrá una estrecha relación que sólo concluirá con ocasión de las descalificaciones efectuadas por este de la Comuna de París. Combatió en el Tirol, y participó activamente en la defensa de la República romana, consiguiendo el grado de oficial. Caída esta se fugó a Córcega y luego a Malta; entre 1854 y 1856 fue uno de los líderes de un comité secreto revolucionario, el año siguiente conoció a Pisacane, cuya influencia en su evolución ulterior (además su amistad le servirá como una referencia inestimable para las futuras generaciones). No obstante, Fanelli se opuso a Pisacane con ocasión de la expedición de Sapri que acabó con la muerte de éste; Fanelli que había considerado que el movimiento era prematuro y que había que trabajar preparando mejor las condiciones, se vio acusado desde sectores del "Risorgimento", hasta que con ocasión de la empresa de los Mil de Marsala, pudo rehacer y ampliar su prestigio hasta el punto que se habló del '"héroe de Calafimi" (lugar donde luchó). Con el grado de coronel organizó la legión de "Cazadores del Vesubio". y participó en la batalla de Voltorno, jugando un papel clave a la hora de neutralizar una tentativa de restauración borbónica. En 1863 se encuentra en Polonia combatiendo contra el zarismo. El año siguiente como directivo de la asociación obrera mazziniana de Nápoles, es uno de los firmantes del Acta de Fraternidad que se considera el documento más avanzado en la historia del movimiento obrero italiano anterior a la AIT. En 1865, Fanelli conoce a Bakunin convirtiéndose en uno de sus discípulos más destacados, aunque no abandonó algunos de los criterios básicos de su etapa anterior, de ahí que trate de buscar acuerdos con Mazzini, que tome parte en la guerra contra los austríacos en 1866 vistiendo la famosa camisa garibaldina, y que en noviembre de 1866 aceptará un puesto de diputado en la Cámara de Nápoles. Obviamente esto conllevó ciertos problemas con el movimiento --que no con el propio Bakunin-- que en un principio justificó el cargo con unas razones muy parecidas a las que expuso Fargas Pellicer: "...admitió la diputación de acuerdo con sus amigos, únicamente para tener franquicia y la inmunidad que disfruta el diputado en aquel país, siempre de corto número, por no decir el único de los que repudiaron siempre todo consorcio con el poder y el presupuesto". Ciertamente, Fanelli actuó siempre como un diputado de la extrema izquierda, y con las facilidades del cargo se convirtió en el "delegado viajero" de los internacionalistas, consiguiendo desarrollar una actividad propagandística sin la cual no se puede comprender la implantación anarquista italiana al principio de la constitución del movimiento obrero organizado... Uno de estos viajes y quizás el más provechoso fue el que realizó a España a finales de 1868 a España y que fue decisivo para la adscripción bakuninista de la mayoría de los adherentes a la AIT --cuyas diferencias con la Alianza nunca quedó clara para Fanelli--, y que sería "su mayor gloria" (Malatesta). Lorenzo lo describe como "un hombre de cerca de cuarenta años, de buena estatura, rostro grave y agradable, barba poblada, grandes y expresivos ojos negros que brillaban a veces como ascuas o demostraban una manifiesta piedad, según los sentimientos que lo agitaran. Su voz tenía un timbre metálico y adquiría la inflexión adecuada a las palabras que pronunciaba, Pasando, en un abrir y cerrar de ojos, de un tono airado y amenazador contra los explotadores y los tiranos, a otro que demostraba el mayor sufrimiento, compasión, afecto…". Presidente de la organización obrera Libertad y Justicia, primera piedra del movimiento obrero italiano, en su programa junto al sufragio universal, Fanelli se reclama la abolición de la burocracia estatal...En la década siguiente se convertirá en el "padre" de la nueva generación anarquista, pero sus relaciones serán difíciles. Se niega a abandonar su puesto de diputado y de hecho se sentirá muy triste cuando no es reelegido en1876. Influyeron en estas diferencias su carácter y sus problemas financieros con Bakunin; embargo no soportó la muerte de éste. Fanelli padeció una enfermedad y enloqueció al final de su vida. Godwin, William (Wisbeck, Cambridgeshire, 1756-Londres, 1836). Ensayista y novelista británico, el más destacado predecesor del anarquismo antes de Proudhom. Era hijo de un ministro inconformista, y entre 1778 y 1783 se hizo predicador de una secta disidente que propugnaba la razón, luego abandonó su actividad y se afincó en Londres. Se casó con Mary Wollstonecraft, y publicó su obra principal, Investigación sobre la justicia política y su influencia en la moral y la dicha (Ed. Americalee, Buenos Aires). Esta obra, escrita en respuesta a los ataques del ex liberal Edmund Burle contra la revolución francesa, y contra la cual Malthus escribió su famoso Ensayo sobre la población (1798), congregó a su alrededor a una pléyade de espíritus inquietos entre los que iban a sobresalir su yerno Shelley, su hija Mary, célebre autora de Frankestein, Lord Byron, Wordsworth (que escribió refiriéndose al eco de la obra: «Una profunda sacudida ha resquebrajado las viejas opiniones: todos los espíritus han sentido su poderoso impacto; el mío ha salido liberado y expoleado»), Coleridge, y Southey, etc. Cuando el clima de intolerancia se hace más duro contra los inconformistas, Godwin «peinará» un poco algunos aspectos de la obra, aunque seguirá luchando contra el gobierno reaccionario de Pitt y publicando sus nuevos escritos, aunque su influencia declinará más tarde. Godwin destaca sobre todo porque establece un equilibrio entre el individualismo y el colectivismo, por su análisis de las instituciones y su amor a la libertad. Hijo de la Ilustración, ateo y materialista según dirá él mismo, pero en realidad deísta e influenciado fuertemente por la cultura ca1vinista, ataca siempre en nombre de la razón la sociedad burguesa (el mal) y busca una nueva sociedad comunista (el bien). Establece tres ejes fundamentales para su argumentación: «1. El hombre no puede ser juzgado al margen del contexto social, no es culpable de la corrupción existente y sólo en una nueva sociedad se podrá juzgar sus actividades. 2. Nada bueno puede hacerse sin la libertad, y las leyes, los gobiernos, el Estado son negativos porque coartan esta libertad, la sociedad no tiene ningún derecho sobre el individuo. Esta libertad será posible en un sistema basado en la unión entre las comunidades de productores. La justicia política será entonces la adopción de un principio de moralidad y de verdad en la práctica de una comunidad»...3. Pero para abrir camino hacia esta sociedad hay que abolir la propiedad privada, que analiza de la siguiente manera: "Cualquiera puede calcular, por cada vaso de vino que bebe y por cada motivo de elegancia en su persona, cuántos individuos han sido condenados, para que él pueda disponer de los bienes de lujo, a esclavitud y sudor, a un trabajo fatigoso, incesante, a alimentación malsana, a continuas privaciones, a deplorable ignorancia y brutal inconsciencia. Los hombres están habituados a cargar con una pesada imposición cuando hablan de la propiedad que sus antepasados les ha transmitido. La propiedad está producida por el trabajo diario de los hombres vivos. Todo lo que sus antepasados les dejaron fue un privilegio enmohecido que ellos muestran como títulos para arrebatarles a los demás cuanto han producido con su trabajo». La desigualdad es contraria al progreso. La nueva civilización debía de en el trabajo agradable y en el ocio creativo. Los vicios inherentes al sistema burgués desaparecerían. Godwin se muestra como un adversario irreductible matrimonio, lo que no le impidió resultar bastante opresivo hacia su compañera y hacia su hija oponiéndose a su unión con Shelley que transcribiría en versos inmortales algunas de sus premisas. Aunque influenciado por la revolución francesa, Godwin es un convencido gradualista y pacifista en cuanto a los medios para cambiar de sociedad; Cree en el progreso intelectual, en la perfectibilidad espontánea de los hombres gracias a una «iluminación individual" por lo tanto no habrá «que sacar la espada ni levantar el dedo». Se le atribuye la frase "Todo gobierno, inlcuso el mejor es un mal". Su influencia que sobrepasó el grupo inicial de intelectuales que le apoyó, se extiende entre los socialistas ingleses del siglo XIX y por supuesto, a través de los anarquistas.A anotar dos biografías suyas, la Woodcook le dedicó: Willian Godwin.A Biographical Study (Londres,1946), y la Benjamín Cano Ruiz, Willian Godwin. Su vida y su obra (Ed. Ideal, México, 1977). Fue autor de las novelas Aventuras de Galeb Wilians (1794), San León (1799), Fletwood (1805), Mandeville (1817) Cloudesley (1830), y de una Historia de la Commonwealth (1824-289. Guillaume, James, anarquista primero con Bakunin, y anarcosindicalista después (Londres, 1844-Neuchâtel, 1916). Guillaume fue la mano derecha del revolucionario ruso en los años de controversia con Marx, y su más riguroso y completo cronista. Procedía de una familia republicana, su abuelo, un notable relojero, tuvo que exiliarse a Londres por sus ideas, y su padre, también relojero, regresó a Neuchâtel cuando se proclamó la república. Guillaume tenía cuatro años cuando, en 1848, su padre regresó a Suiza. A los nueve entró en el colegio latino donde fue un alumno inquieto así como notablemente inteligente. Gracias a la biblioteca de su padre devoró tempranamente los clásicos griegos, a los grandes de la Ilustración y del Romanticismo y diversas historias de la revolución francesa. Era muy proclive a la poesía y a la música —escribió dramas, novelas, versos, una ópera y un oratorio, sin mostrar ninguna singularidad en estas disciplinas—, y le interesaban las ciencias naturales, la astronomía, la geología, la entomología. En 1862, Guillaumes se presentó en Zurich para estudiar filosofía y completar sus conocimientos para ser profesor de lenguas clásicas. En aquella época tradujo la obra de Gottfried Keller, Les Gens de Seldwyla y oyó por primera vez el nombre de Proudhom. Volvió a su tierra en 1863 y comienza a conocer en vivo la situación del mundo obrero. Lee a Pestaluzzi y a los clásicos socialistas (Fourier, Blanch, Proudhom…), así como a Darwin y se deja llevar por la duda filosófica. Sin embargo, el movimiento real no tarda en ganar al profesor y al metafísico. En 1865 se encuentra entre los organizadores de la sección de la AIT en Les Chauz-de-Fonds, y se sintió muy atraído por su compañero Constant Meuron que del republicanismo había pasado al socialismo en un camino de revolucionario ejemplar. Un año más tarde ambos representaron a su sección en el Congreso de Ginebra de la AIT. En 1869, Guillaume, presentó una resolución sobre la Internacional en el Congreso de la Liga de la Paz y la Libertad, donde conoció a Bakunin. Descubrió en éste un peldaño superior de la AIT que había creído hasta entonces como lo más avanzado. «Poseía las virtudes y las limitaciones del montañés sobrio, y no conocía todavía las cosas del mundo ni a más gente que a la de su clase y raza. Bastaron los dos días que pasó en Ginebra para que la brillante personalidad de su anfitrión le cautivaran y le embriagasen. Comprendió que por primera vez se encontraba con un maestro inspirado, con un profeta; y los cinco años siguientes los dedicó al leal servicio de su nuevo maestro» (E.H. Carr). En Guillaume encontró Bakunin el más completo de sus discípulos, en buena medida su complemento intelectual y disciplinado. Guillaume se encargó de la organización y de la publicidad de las actuaciones de Bakunin, de hablar en su nombre, de ordenar y corregir sus manuscritos, de reunir a sus amigos y de atacar a sus adversarios. Esto lo hizo a costa de quedar oscurecido por la sombra del gigante. Entre 1866 y 1878 Guillaume no vivió apenas más que para la Internacional, y desde 1869, para la fracción bakuninista. En un principio sintió como sí la Alianza fuera una organización secreta a la manera de tantas otras «en la que uno tenía que obedecer las órdenes emanadas desde arriba». En 1868 se casó con Elise Golay; desde 1869, renunció a su profesión de maestro, se hizo tipógrafo hasta 1872, y fue uno de los oradores más brillantes de los Congresos de la AIT. Pasó a ser el «alma» de la Federación del Jura y afirmó con este apoyo el terreno para la lucha de Bakunin contra el Consejo Federal. De hecho, Guillaume fue la expresión del colectivo. Habló en su nombre, dirigió sus periódicos, y les dio una dimensión internacionalista hasta que la Federación entró en quiebra. Pero antes de que esto ocurriera, Guillaume fue determinante en la conversión al anarquismo de Kropotkin. Sus actividades en la Internacional se confunden con las de Bakunin con el que fue excluido en el histórico Congreso de la Haya de 1872. Posteriormente desaparece durante más de veinte años de las luchas, y se dedica a ordenar la edición de su gran trabajo sobre La Internacional. Documentos y recuerdos (1864-1878), que aparecerá en cuatro volúmenes en París entre 1905 y 1910, y que ha sido reeditada recientemente en una versión académica. En 1903 fue uno de los fundadores de la CGT el «espíritu» de la AIT. Trabajó intensamente por establecer una coordinación internacional entre los sindicalistas revolucionarios, y su fruto fue el Congreso de Londres de 1913. Como teórico intentó conciliar el anarquismo con el sindicalismo y tomó parte en algunos debates, criticando muy duramente a los antisindicalistas. Era ya una figura internacional muy respetada cuando estalló la Gran Guerra y, ante el estupor de propios y extraños, Guillaume abrazó la causa de los Aliados junto con Kropotkin, Malato y otros: En su opinión, Francia era la heredera de la revolución, Alemania la continuadora del autoritarismo prusiano, y reaccionó muy vivamente contra los que discrepaban con esta idea que le llevaba hacia un terreno en el que lo nacional primaba sobre los ideales internacionalistas a los que tanto había servido. Netcháev, Serguéi, célebre radical extremista ruso convertido en un arquetipo de revolucionario sin escrúpulos para el imaginario político la reacción (1847-1882). Conocido sobre todo por sus relaciones con Bakunin y el lugar que estas relaciones tuvieran en el conflicto de éste con Marx. Era hijo de un obrero, fue maestro Había sido el fundador de la organización revolucionaria, ultracentralizada, La Venganza Popular (1869), que tenía como objeto acelerar la destrucción de la autarquía zarista, y atribuyéndose datos falsos y mitificadores, como que era el representante de la AIT y miembro de un Comité Revolucionario de toda Rusia. Pudo engañar a Bakunin que le otorgó un distintivo especial con la inscripción en la inexistente Alianza Revolucionaria Europea-Comité Central. Netchaev escribió un Catecismo Revolucionario, en el que recomendaba poner en pie métodos de lucha brutalmente despiadados e inmorales. Según Netcháev, el revolucionario debía de despreciar y odiar toda la ética social existente, lo justificaba todo en aras de un triunfo, consideraba inmoral cualquier obstáculo. Estos principios los aplicó en el caso de Iván Ivanov, miembro de la organización creada por Netcháev. Ivanov protestó contra los métodos de su jefe, fue sentenciado y asesinado. El hecho fue utilizado por la propaganda zarista (y por Dostoievski en El poseído, y más recientemente por un "arrepentido" Jorge Semprún en su novela Netcháev vuelve), para desprestigiar el movimiento revolucionario clandestino. La imagen de Netcháev fue un grave problema para Bakunin y es justo decir que creó una leyenda de revolucionario sin escrúpulos que sería ampliamente utilizada por la derecha para tratar las biografías de Lenin, Fidel Castro, y cualquier otro en la literatura, el cine y la TV. Para la juventud revolucionaria rusa, la cuestión de Netcháev, fue un tremendo golpe desmoralizador y contribuyó al rechazo generalizado de las conspiraciones de tipo blanquista. Confino (Michael), Violence dans la violence (Le debat Netchaev-Bakunine), Maspero, París, 1974. Nettlau, Max, el más popular de los historiadores anarquistas (Neuwaldeg, Austria, 1865-Amsterdam, 1944). Calificado por Rudolf Rocker de «Herodoto de la anarquía», José Peirats dice que, no fue, en sentido estricto, un militante, y como «teórico no rayó a gran altura dado que se dedicó casi por entero a describir objetivamente las diversas escuelas, tendencias y variedades sin olvidar el contexto histórico. En este último aspecto se reveló como un investigador incansable, una enciclopedia viviente del anarquismo. Nettlau vivió solamente para sus libros y colecciones de libros». Desde otros ángulos se le reconoce como el primero, incluso como el único historiador anarquista durante mucho tiempo, su estrecha vinculación con este movimiento a nivel internacional y su total dedicación, reuniendo durante muchos años la mayor recopilación de documentos sobre el anarquismo conocida, que entregada al Instituto Internacional de Documentación Social de Amsterdam ha pasado a ser una verdadera «mina para los nuevos investigadores». Mucho más discutido ha sido su método de análisis considerado como extremadamente idealista… Era hijo de una familia judía liberal y bastante acomodada, cuya fortuna dilapidó en aras de sus ideales, viéndose obligado a vivir de sus libros y artículos, lo que significó la pobreza cuando no la indigencia. Nettlau hizo estudios secundarios en Viena, y de Filosofía en diversas universidades alemanas, obtuvo su doctorado a los 23 años con una tesis sobre lengua célticas. Su adhesión a la causa anarquista fue motivada por el deslumbramiento que le causó la vigorosa personalidad de Bakunin, concibiendo a los 25 años el proyecto de unificar en una sola biografía todo el material al que en aquel momento se tenia acceso, empeño que culminaría en su monumental obra en tres gruesos volúmenes después de seis años de trabajo ingrato dada la situación dispersa de la documentación existente sobre Bakunin. Ulteriormente, y a petición de Eliseo Reclús, Nettlau dedicará varias décadas a la elaboración de la bibliografía más completa que se había hecho sobre el anarquismo. Sus relaciones con el movimiento le lleva por diversos países y continentes, desarrollando una paciente labor de archivero. Su investigación no se desenvuelve nunca en los medios académicos, sino que conoce muy directamente las vicisitudes de las luchas, pero sí se puede hablar de dificultades antes de 1914, después de la Gran Guerra, Nettlau apenas sí logrará encontrar un lugar donde poder elaborar reposadamente. Sus archivos tienen que huir de Italia después de la «marcha de Roma», de Alemania y Austria tras el ascenso del nazismo, de España en la hora del éxodo republicano de 1939. Proverbial fue su total identificación con la CNT española, a la que siempre evitó criticar a pesar de sus desavenencias con el sindicalismo. Sentía una verdadera debilidad por España, muestra de ello son estas notas escritas en 1932: «Quienes como yo, salen del desierto de los países europeos se sienten en España como en un joven y verde bosque, en medio de un pueblo que aún no ha olvidado la libertad y la dignidad humana». Aunque vive muy cercanamente la crisis social española de los años treinta, y la actuación pragmática de la CNT-FAI durante la guerra, no parece que hiciera ningún pronunciamiento crítico. Ulteriormente exaltará a los «quijotes» del anarquismo español. Ideológicamente Nettlau se alineó siempre entre las tendencias más puristas del anarquismo. Concebía éste como la expresión natural del progreso hacia una vida libre. Pleno de optimismo —al menos hasta 1914—, confía que la historia marcha irresistiblemente hacia el fin de las relaciones de poder entre los hombres. No parece evidente que confiara en la revolución como el medio más apropiado, ya que ésta, como la guerra, «destruye, consume o cambia a los hombres, los vuelve autoritarios, cualquiera fuera su disposición anterior, y los hace poco aptos para defender una causa liberal». Estima que el anarquismo no es compatible con el sindicalismo —al que responsabiliza en buena medida de la «debâcle» de parte del movimiento revolucionario en agosto de 1914—, y no admite que su estructura organizativa pueda ser el molde de la sociedad futura, idea que le parece una moda marxista. Siempre vuelve al modelo de la Alianza bakuninista, y aboga por un anarquismo que debe de «liberarse de creencias y de costumbres profundamente arraigadas y llegar a elevarse por encima del sectarismo, del fanatismo, de la intolerancia (…). Es una enorme desgracia que los anarquistas no hayan seguido esa evolución de la tutela de una idea de examen libre de todas sus ideas (…). Hemos creído que puesto que los unos tenían razón, los otros se equivocaban (…). La simple convivencia no ha existido jamás; cada cual se cree superior al adversario en doctrina. Se está disgregando, desmenuzando así, y no se sabe ya reunirse para una actividad en común. Así la pasión, el fanatismo domina siempre». Esto no es obstáculo para que su visión de los marxistas sea bastante lapidaria: «Lenin, escribe en su biografía de Malatesta, aisló a Kropotkin en un pueblo y supo evitar que fuera a reponerse en un clima propicio —Woodcock y Ivakumovic explican lo contrario— Mussolini, ex— socialista, aisló a Malatesta en su propia casa (…) Otros socialistas eligieron el desierto como residencia de los adversarios anarquistas, haciendo prácticamente imposible que los enfermos pudieran encontrar algún alivio. El calabozo del tirano era preferible a la crueldad hipócrita del aislamiento. Por lo demás, los socialistas autoritarios de todos los tiempos conservan los calabozos para poblarlos con otras víctimas». Como historiador, el método de Nettlau es ante todo ideológico, tiende hacia la justificación y exaltación del anarquismo y hacia la negación de sus adversarios. Sus protagonistas viven y actúan por sus ideas, nunca como exponentes de unas condiciones sociales y políticas concretas. No hay en su obra análisis de las infraestructuras, ni siquiera de los movimientos. Era un individualista que admira a los hombres de genio, a los forjadores de la historia, y estos están por encima del pueblo llano. La fuerza de las ideas vale más que las muchedumbres. Cree que será el ideal el que hará al hombre libre. Esto le incapacitó para comprender los fenómenos socio-políticos derivados de la crisis del imperialismo, empezando por la I Guerra Mundial. La famosa biografía de Nettlau, escrita por Rudolf Rocker fue publicada por Estela, en México. La Piqueta, de Madrid, ha publicado: Miguel Bakunin, la Internacional y la Alianza en España (1868-1873); existe una edición abreviada —algo así como una décima parte— de su «obra magna»: La anarquía a través de los tiempos, con el título de Historia de la anarquía (Zafo, Madrid, 1974). Júcar reeditó sus Documentos sobre la Internacional y la Alianza en España. ZYX editó en 1970 sus Impresiones sobre el socialismo en España, que ya había aparecido en la Revista del Trabajo en 1968. Paepe, César de (Ostende, 1842-Cannes, 1890). Socialista belga, vivió la grandeza y la decadencia, primero, y la renovación del movimiento obrero belga, después. Hijo de un funcionario del Estado belga, tipógrafo, y posteriormente médico, Paepe preparaba la carrera de abogado cuando la muerte imprevista de su padre le obligó a cambiar de vida. Muy pronto se convirtió en camarada del movimiento de librepensadores. Ingresó en la sociedad de los «solidarios» y después fundó la sociedad El pueblo, asociación de la democracia militante que cuatro años más tarde crearía la sección belga de la AIT (1864), desde donde la propiedad comunal de la tierra y criticó el proudhonismo (Congreso de Lausana, 1867). Durante ese tiempo De Paepe, que ya se había hecho médico, pero siguió siendo el militante más notable del movimiento obrero belga hasta su muerte. Considerado a la vez como mutualista y como marxista, el pensamiento de De Paepe --y con él la crema del movimiento obrero belga--, permaneció simultáneamente influido por las teorías de pensadores belgas social-utópicos y por las tradiciones obreras que se remontaban a la institución popular de los «compañeros». Sufrió la influencia de Colins primero y de Proudhom y Marx más tarde. No obstante, en el momento en que la AIT se ve sacudida por las contradicciones entre marxistas y bakuninistas, no aceptará los planteamientos del Consejo General ya que mantiene una cierta desconfianza hacia el Estado centralizado al que considera destructor de toda cultura. Moderado y conciliador por naturaleza, desarrolla una posición equidistante entre ambas tendencias mostrándose favorable a un federalismo equilibrado diferente tanto al Estado obrero como a la Comuna autogobernada. Participa por poco tiempo en la Internacional antiautoritaria, y escribe sobre La organización de los servicios públicos en la sociedad futura, donde se pronuncia por la descentralización política y el centralismo económico: «La Comuna, escribe, debe convertirse esencialmente en el órgano de las funciones públicas.; el Estado se convierte esencialmente en el órgano de la unidad científica y de los grandes trabajos de conjunto necesarios para la sociedad». Al final de su vida, Paepe jugó un importante papel en el desarrollo inicial del sindicalismo y del socialismo organizado en el partido obrero belga (1885), en el que influyó poderosamente. Otras obras suyas son: Investigación sobre los principios fundamentales de la economía social (1879), El sufragio universal y la capacidad política de la clase obrera (1890), que viene a ser la explicación teórica de la necesidad obrera de imponer el sufragio aunque sea mediante una huelga general. Proudhom, Pierre-Joseph (Besancón,1809-París,1865). Entre los grandes socialistas de su tiempo, Proudhom fue, con Weitling, el único que pudo ser llamado un «intelectual orgánico», o sea procedente y perteneciente a la clase obrera. Calificado por Trotsky como el «Robinsón del socialismo» por sus marcados rasgos particulares. Tiene que trabajar desde muy pequeño como tonelero, hasta que su propio patrón, cautivado por su brillante inteligencia y por su pasión por los estudios, le facilita su formación. Estudia y viaja por toda Francia para terminar instalándose en París merced a una beca. Pronto se hace notar por una redacción sobre La utilidad de celebrar los domingos. Su inteligencia se muestra precozmente. Es todavía muy joven -diversos autores distinguen entre un Proudhom joven y otro maduro, más conformista- cuando escribe un ensayo que hará refunfuñar a sus profesores: ¿Qué es la propiedad? (Tusquets, BCN, 1977. col. Acracia). En este trabajo, Proudhom tiene el mérito de ser el primero en arremeter contra las mismas bases de la economía política capitalista, mérito que le fue ampliamente reconocido por el que luego sería su crítico más riguroso, Karl Marx (La sagrada familia}. Esta obra, sin duda la más célebre del autor, parte de la consideración de que el único instrumento para crear riquezas es la productividad del trabajo y es sobre esta base como Proudhom estima que hay que plantearse todos los conceptos sobre el valor. Pero la sociedad hace que, por el contrario sea «el propietario el que exige una cantidad como precio del servicio de sus instrumentos, de la fuerza productiva, de su tierra, supone un hecho radicalmente falso, a saber que los capitales producen por sí mismos algunas cosas y haciendo pagar ese producto imaginario reciben un valor por la nada». En este sentido, la propiedad para P-JP es «el derecho de gozar y de disponer» a su antojo del bien de otro, del fruto de la industria y del trabajo de otro. Concluyendo: .la propiedad es un robo" Pero la crítica proudhoniana de la propiedad como un robo, no implica que abogue por su abolición, al contrario considera que la propiedad privada es resultado del trabajo y el ahorro es «la esencia de la libertad». Así pues, su diatriba apunta contra él "beneficio máximo» capitalista, contra «las rentas, arrendamientos, privilegios, monopolios, primas, acumulación, sinecuras, etc.», pero no contra la propiedad pequeño burguesa. Es por eso que critica muy ásperamente a todos los socialistas anteriores o contemporáneos suyos que, como Owen por ejemplo, son partidarios de una comunidad de bienes y están en contra de la propiedad privada, pues: «La comunidad, escribe, es desigualdad en sentido inverso de la propiedad. La propiedad es la explotación del débil por el fuerte, comunidad es la explotación del fuerte por el débil» El socialismo de Proudhom, es un socialismo de pequeños propietarios que no quieren vivir de más plusvalía que la de su propio trabajo y que se amparan en el mutualismo. Por ello, Marx le critica el no querer abolir la propiedad sino conseguir que todo sean pequeños propietarios. De ahí que Antonio Labriola no dudara en escribir que Proudhom «además de ser un escritor genial es también un escritor confusionista, y que su pensamiento oscila de una tesis reaccionaria a una tesis revolucionaria», hecho que él mismo nunca negó, puesto que aboga contra todo sistema y se considera por excelencia un ser contradictorio. La categoría hegeliana de la «contradicción» que conlleva la de la "unidad de los contrarios», la entiende el socialista francés como una «paradoja», y su formación sobre la dialéctica hegeliana es bastante sumaria (Bakunin cuenta que se las explicó en una noche de vigilia). Estas «paradojas», son las de un artesano francés hostil a la burguesía y poco persuadido de la capacidad del proletariado. Como escribe Cole: «En realidad Proudhom aunque insistía constantemente en la capacidad creadora de las clases obreras -se refiere a los trabajadores, pensando sobre todo en el obrero asalariado cuando no en el campesinado que cultiva la tierra y en el artesanado dedicado a una producción individual-, siempre incluyó a los artesanos, maestros de pequeños talleres ya los comerciantes, como miembros de las clases productoras». Estas concepciones, van acompañadas en ocasiones con palabras de menosprecio inconcebibles en un revolucionario. Comentando la frase de Saint-Simon sobre «la clase más numerosa y más pobres», Proudhom dice que .es «precisamente por el hecho de su pobreza, la más desagradecida, la más envidiosa, la más inmoral y la más cobarde», añadiendo que «la estúpidez del proletariado, que se contenta con trabajar, pasar hambre y servir, permite que sus ptíncipes crezcan gordos y magníficos». La misma actitud toma en relación a la burguesía y la democracia liberal: «¿Cómo puede, escribe, el sufragio universal revelar el pensamiento real del pueblo, cuando este pueblo está dividido por la desigualdad de las fortunas en clases subordinadas unas a otras, votando o por servidumbre o por odio; o cuando ese mismo pueblo, sometido mediante prohibiciones por la autoridad es incapaz, a pesar de su soberanía, de expresar sus ideas o cualquier otra cosa; y cuando el ejercicio de sus derechos se limita a elegir, cada tres o cuatro años, a sus jefes o a sus impostores ?». Durante la revolución de febrero de 1848, Proudhom trató de hacer una actividad de periodista revolucionario como propagandista del socialismo y llegó a ser elegido para la Asamblea Nacional. El desastre, su equiaistancia entre las dos clases fundamentales, sus concepciones «deliberadamente» paradójicas, lo convirtieron ulteriormente en un revolucionario sin clase, sin partido, sin credo. En esta tendencia marcadamente individualista, hay que distinguir oscilaciones tanto de derechas como de izquierda, que se demuestra por su primer entusiasmo delante del golpe de Napoleón IIIº, donde veía la encarnación de la revolución social», o en el mismo cuadro, con su oposición irreductible contra la dictadura bonapartisia, lo que le lleva al exilio. El anti-sistema proudhoniano consistía, amén de su crítica a la propiedad monopolista, una serie de claves fundamentales, entre las cuales hay que señalar la familia, institución que veneró. Sobre este aspecto, escribió Carr: «Podía rechazar en teoría la Iglesia y el Estado, la autoridad y la propiedad: pero cualquier cosa que afectase a la santidad de la familia despertaba su furia instintiva (…) el que había comenzado su carrera (y conseguido su nombre) declarando que la propiedad es un robo, acabó por denunciar un impuesto sobre la herencia con el argumento de que destruía la familia al transferir su propiedad al Estado». Entiende el concepto de justicia como el «astro rey que ocupa el punto medio de toda sociedad, el polo en tomo del cual surgira el mundo de la política, la base y el criterio de todos los negocios concernientes a ésta. La justicia, agrega, no es obra de la ley; por el contrario, la ley no es otra cosa que la explicación y la aplicación de la justicia». La justicia es la base de la libertad y con ella «empezará a existir el verdadero gobierno del hombre y del ciudadano, la verdadera soberanía del pueblo, la república». Bibl. George Gurvith, P (Guadarrama, Proudhom: I. La Jeunesse de Proudhom, II. Le mariage de P. (Stock, París, 1948 y 1955); Georges Guy-Grand, Pour connaltre la pensée de Proudhom, (Bordas, París, 1947); Edouard Dolleans, P, París, 1941); Tulío Rosembuj Conocer Proudhom y su obra, (Dopesa, BCN, 1979); Carlos Díaz P. (ZYX, Madrid); Pierre Ansart, Sociología de Proudhom, (Proyección, Buenos Aires) ; Henri de Lubac, Proudhom y el cristianismo (ZYX, Madrid). Algunas ediciones próximas de sus obras, son: Oeuvres choisis, edición de Jean Bancal (Gallimard, París); Las confesiones de un revolucionario para servir a la historia de la revolución de 1848 (Amicales, México); El principio federativo (Aguilar, Madrid); Sistema de contradicciones o filosofía de la miseria, (Júcar, Madrid); Propiedad y federación (Narcea, Madrid); La capacidad política de la clase obrera (Proyección, Buenos Aires), Madrid, 1974); Daniel Halevy, La vie de Wagner Richard, célebre compositor, militante revolucionario en su juventud (Leipzig, 1813-Venecia, 1883). Vivió intensamente los acontecimientos revolucionarios alemanes de 1848 en la ciudad de Dresden, donde era entonces director de orquesta de la ópera. Aunque sus ideas políticas están lejos de ser coherentes, lo cierto es que en sus primeras partituras, en especial en Lohemgrin, se distinguen los trazos de Feuerbach, Stirner, Proudhom y los «verdaderos socialistas». También en Los nibelungos, obra en la que presenta como fondo una humanidad liberada del egoísmo económico, el héroe Sigfrido aparece como un redentor socialista venido al mundo para acabar con el reino del capital. En un ensayo, La revolución (1848), afirmó que quería «destruir un estado de cosas que separa el goce del trabajo, que hace del trabajo una carga, del goce un vicio y que convierte la humanidad en miserable por la penuria de unos y la opulencia de otros". En el exilio suizo escribió El arte y la revolución (1849) y La obra de arte del porvenir (1850), dedicada a Feuerbach, y otros textos donde muestra la influencia del humanismo feuerbachiano, al pretender combatir la alineación y restablecer la verdadera naturaleza en toda su integridad. Su evolución ulterior le llevará hacia horizontes muy diferentes, hasta el punto de que, con la complicidad de sus herederos, su obra acabaría siendo identificada abusivamente como precursora del nazismo con el que se identificaron algunos de sus familiares más directos.