La casa de la tía Frasquita

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La casa de la tía Frasquita
Escrito por Ayto. Padules
Viernes, 20 de Noviembre de 2015 19:14
Mónoca Sánchez Fernández
Gran parte de los recuerdos más dulces de mi infancia están vinculados a la casa en la que
nacieron mi madre, mis tíos y muchos de mis primos. «La casa de la tía Frasquita», o «la casa
de los poyillos», como también es conocida en el pueblo, debe su nombre a mi abuela,
Francisca Cobo Abad. A pesar de que yo no he nacido ni he vivido nunca en Padules, la casa
ha estado siempre muy presente en la vida de mis padres, a los que he oído contar mil y una
historias sobre ella. Esas historias alimentaron durante años mi imaginación de niña de ciudad,
a la que le gustaba perderse en aquellas grandes habitaciones que habían visto nacer, crecer y
morir a varias generaciones de mi familia, y fantasear con las ropas que habían podido vestir,
las conversaciones que habían podido sostener o las circunstancias que les habían podido
acontecer.
La fecha exacta de construcción del edificio es difícil de determinar, aunque es posible que
fuera en los siglos XVII o XVIII. Originalmente, la casa no estaba dividida en dos partes, como
en la actualidad, sino que formaba una unidad junto a la vivienda anexa, la que ahora
pertenece a mi prima Lola. El inmueble, de dos plantas y unos trescientos metros cuadrados
por planta, contaba con paredes de tierra bien apisonada y con los techos de cañas y maderos
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típicos de las construcciones de la zona, cubiertos en la parte exterior, en el «terrao», por una
capa de launa que tenía como función evitar la humedad. El interior estaba organizado en torno
a un patio central de suelo empedrado, rodeado por un corredor flanqueado por una
balaustrada de madera que recorría toda la planta superior. En el centro del patio, una gran
claraboya iluminaba la estancia con luz natural, y varias columnas de madera dotaban de
solidez al conjunto.
La planta superior disponía de numerosas y amplias habitaciones, las cámaras, cada una de
las cuales respondía a un nombre concreto, derivado, probablemente, del uso que se le había
dado en algún momento de su historia o por poseer algún elemento característico. Así, se
sucedían la cámara del balcón, la alcobilla, la cámara del trigo, la cocinilla, la cámara del
pajar... Una gran bodega, en la que se almacenaban los víveres, además de los corrales y la
sala completaban el edificio, cuyas puertas y ventanas destacaban por su elegante trabajo de
carpintería y de forja.
La puerta de acceso a la casa ha sido siempre uno de sus elementos más relevantes y
llamativos. Realizada con tablones sujetos mediante grandes clavos de hierro a una recia
estructura de travesaños situados en la parte interior, se apoyaba en un larguero vertical de
grandes dimensiones introducido en sendas aberturas horadadas en el suelo y el techo, que
permitía su apertura cuando era necesario. La puerta, cuyo sistema de cierre consistía en un
trozo de madera que se introducía en un hueco habilitado para tal fin en la pared del extremo
opuesto al del larguero vertical, contaba en el centro con una portezuela más pequeña, que era
la utilizada habitualmente y estaba dotada con unas bisagras circulares, una aldaba y una
cerradura con una gran llave, todo ello de hierro. En la actualidad, esta puerta ha sido
sustituida por otra más moderna, también de madera y con clavos de hierro.
Una de las estancias de la casa que merece una mención especial es la sala, un espacio de
grandes dimensiones que, durante muchos años, tuvo el privilegio de contar con la única
bombilla de toda la casa, ya que el resto de las habitaciones se iluminaban con velas y
candiles. En torno a ella discurrían gran parte de los días de mi madre y sus hermanos en sus
años de infancia y juventud, y también los de las nuevas generaciones que fueron naciendo
posteriormente en la casa. En la sala se reunían, comían, cosían, bordaban, preparaban las
mujeres sus ajuares cuando se iban a casar, recibían a las visitas, e incluso organizaban bailes
en ocasiones especiales. La ventana de la sala que daba a la calle, cubierta por una gran reja
de hierro que todavía se conserva tal y como estaba cuando mi madre era niña, ha sido testigo
de un buen número de declaraciones de amor de los primero pretendientes y después novios
de mis tías y mi madre, que esperaban con la ilusión propia de los años jóvenes a que llegara
la caída de la tarde para asomarse a la reja.
La cocina era otro de los centros vitales de la casa. Se encontraba en la parte que actualmente
es propiedad de mi prima Lola, y se prolongaba desde la calle hasta la parte de atrás del
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edificio. Y también es digna de mención la cámara del trigo, una amplia habitación de la planta
superior cuya ventana se asoma al huerto, que con el paso de los años se convirtió en una
especie de «suite nupcial» para la familia ya que, cuando mis tías se casaban, su primera
«vivienda» como esposas hasta que se trasladaban a otra más definitiva junto a su recién
creada familia era esa cámara, en la que vinieron al mundo una buena parte de mis primos. La
fecha de las bodas, curiosamente, se fijaba teniendo en cuenta que la cámara del trigo hubiera
sido ya desocupada por sus anteriores «inquilinos».
La casa se completaba con un huerto adjunto, al que se accedía desde la vivienda, que estaba
rodeado por un muro de piedra, en el que convivían, entre otras especies vegetales, varios
naranjos, un limonero y un ciruelo, además de rosales, jazmineros, malvas reales y
adormideras, así como el azafrán que mi madre recuerda que mi abuela plantaba todos los
años. El huerto, con las flores, los frutales y las hortalizas del gusto de cada generación, ha
sido siempre y sigue siendo uno de los centros vitales de la casa, además de testigo mudo de
varios siglos de su historia y la de sus moradores.
La casa ha pertenecido siempre a la familia de mi abuela, Francisca Cobo Abad y, más
concretamente, a su familia materna. Hija única, mi abuela la heredó de su madre, María Abad
Losana. Mi abuela Paca, a la que no tuve la suerte de conocer porque murió bastante antes de
que yo naciera, se casó con mi abuelo, Francisco Fernández Carretero, que había nacido en
Almócita, y tuvieron dos hijos, Manuel y Paco, y siete hijas, Paca, María, Enriqueta, Pura,
Isabel, Mónica ―mi madre― y Pepa. Al poco tiempo de nacer la última de sus hijas, mi tía Pepa,
mi abuelo falleció, dejando a mi abuela sola con nueve hijos, la mayoría de los cuales eran
mujeres y de muy corta edad.
La figura de mi abuela ha estado siempre muy presente en el seno de mi familia por la valentía
con la que afrontó el difícil trance que se le vino encima al enviudar. Fueron tiempos
complicados para una mujer que tuvo que sacar adelante sola a su numerosa prole, y que
aunque era propietaria de numerosas tierras de cultivo, solo contaba en la familia con dos
hombres, y demasiado jóvenes, para que se hicieran cargo de ellas. Unos años después, la
Guerra Civil vino a complicar aún más aquella compleja situación, en la que mi madre y sus
hermanas pasaron su infancia y su juventud hasta convertirse en mujeres, casarse y formar
sus propias familias.
La hermosa «casa de la tía Frasquita» fue propiedad de mi abuela hasta su muerte.
Previamente, dejó estipulado que, cuando ese momento llegara, se dividiera en dos mitades,
una de las cuales debía ser para su hijo Manuel, que estaba enfermo, y la otra, a partes iguales
para sus otros ocho hijos. Para entonces, mi madre ya estaba casada con mi padre, Joaquín
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Sánchez Andrés, y juntos compraron sus respectivas fracciones de esta última mitad a sus
otros siete propietarios.
Este trozo de la casa, el de mis padres, es el que alimentaba mis fantasías cuando, en los
largos veranos de mi infancia, recorría sus cámaras, abría y cerraba las grandes puertas
castellanas para escuchar cómo crujían sus viejos goznes, y me imaginaba a mi madre y a mis
tías bordando en la alcobilla en invierno y en el huerto en verano; o hablando con sus novios a
través de la reja de la ventana de la sala; o bailando junto a los jóvenes de su edad en la sala...
Y también me imaginaba a mi abuela, a la que me hubiera encantado conocer, y a la que
siempre he considerado un ejemplo a seguir por su coraje, sentada junto al fuego frente a una
gran sartén mientras preparaba migas o gachas para sus nueve hijos, o recogiendo del huerto
las delicadas flores del azafrán en las frías mañanas de noviembre.
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