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TALLER DE LETRAS N° 50: 119-128, 2012
ISSN 0716-0798
Violencia y política del tráfico de menores en México
en clave de género negro. Una mirada desde una
voz femenina
Violence and Politics in the Traffic of Children’s in Mexico, Real
as Black Novel: A Female Voice Approach
Gilda Waldman
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM
[email protected]
Este artículo analiza la novela Morena en rojo de la escritora argentina-mexicana Miriam
Laurini. Publicada en 1994, aborda uno de los más lacerantes problemas del México
actual: el tráfico, a manos de vastas redes criminales, de niños y adolescentes –que
se traduce en adopciones ilegales, explotación laboral, prostitución, pornografía, abuso
sexual (incluyendo violación y asesinato), pederastia, etc.– en el marco de la ineficiencia
y corrupción policial y jurídica, así como de la falta de sensibilidad de las autoridades e
incluso de la sociedad. La novela se inscribe en el género negro, de enorme expansión a
nivel global, en tanto este género permite narrar –y denunciar– una sociedad en la que los
nexos entre política y corrupción son cada vez más estrechos. La novela analizada tiene
una importancia particular dado el escaso número de escritoras mexicanas abocadas a
explorar dicho género, a diferencia de lo que ocurre en otras partes del mundo. De igual
modo, es interesante la perspectiva de género presente en ella, dando voz narrativa a
una periodista de nota roja que a través de sus recorridos por la república mexicana
investigando el tráfico de menores registra, asimismo, la vida de diversos personajes
femeninos que sufren, de diversas maneras, el peso de la violencia social, que corre
paralela a la violencia política, en un país en el que en el presente ser periodista es
peligroso y en el que, en el marco de la casi incontrolable violencia que recorre los más
diversos ámbitos sociales, la nota roja se ha convertido en noticia de primera plana.
Palabras clave: México, género negro, tráfico de niños, violencia social y
política, corrupción.
The following text analizes the novel Morena en rojo,written by the mexican-argentinian
author Miriam Laurini. Published in 1994, it adresses one of the most stabbing problems
of nowadays Mexico: child and teenagers trafficking, masterminded and executed by
plenty of criminal networks, –translated into ilegal adoptions, exploitation, prostitution,
pornography and sexual abuse (including rape and murder), pederasty, etc.– exposing
the legal and policial inefficency and corruption, along with the lack of sensitivity of
the authorities and even of society. The novel labels under the noir genre, with great
global reach, for the latter allows the narration –and denounce– of a society in which
the links between politics and corruption get narrower as time goes by. The novel is
particularly important given the low number of female mexican authors that explore
the noir gender, unlike it is in other countries. Equally interesting is the perspective of
the gender present in the novel. The narrative is in charge of a female journalist who
goes across different Mexican states investigating child trafficking, and in the meantime, she registers the life of different female characters who suffer, in many ways, the
weight of social violence (which goes hand in hand with politic violence) in a country
in which, nowadays, the job of a journalist has become a dangerous one thanks to the
almost uncontrollable violence that dominates most of the social environments. In this
country, and because of the latter, policial press notes have become front-page news.
Keywords: México, noir genre, children trafficking, social and political violence,
corruption.
Recibido: 12 de marzo de 2012
Aprobado: 7 de mayo de 2012
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Dentro de la diversidad de géneros narrativos de la actual literatura conWHPSRUiQHDODQRYHODGHJpQHURQHJURʥQDFLGDHQODGpFDGDGHORVWUHLQWD
en Estados Unidos para narrar los conflictos sociales de la época a través
GHXQDKLVWRULDSROLFLDOʥVHUHLQVWDODGHQXHYDFXHQWDHQHOLPDJLQDULRGH
millones de lectores de todo el mundo, poblándolo de detectives o policías
escépticos, solitarios, astutos, antiheroicos, porfiados, relativamente derrotados, solitarios que cargan en su pasado con infinidad de fantasmas, y que
se mueven en la violencia oscura de las calles, en una atmósfera asfixiante
en las que se juegan los negocios del hampa, y en los ambientes sórdidos
en los que se despliegan las corrupciones políticas. No es casual que así
sea. En el marco de la incertidumbre y turbulencia que han caracterizado
al mundo desde el fin de la Guerra Fría, ligado al debilitamiento del Estado
y de los hilos homogeneizadores de la sociedad, a los costos sociales del
capitalismo neoliberal, a la expansión de las redes globalizadoras –incluidas
las criminales– y a la aparición de nuevas mafias, a los flujos migratorios, y
al renacimiento de la xenofobia y el racismo, entre muchos otros factores,
resulta natural la expansión de la novela negra en tanto modelo narrativo
eficaz que permite narrar –y denunciar– una sociedad en la que los nexos
entre política y corrupción son cada vez más estrechos, y en la que resulta
cada vez más difícil castigar los delitos, e incluso llegar a conocer la verdad
en torno a ellos.
Desde sus inicios, la novela negra tuvo un carácter de intensa masculinidad.
No sólo porque quienes las escribían eran varones, o porque sus acciones
transcurrían en ambientes sociales peligrosos y marginales, o porque sus
protagonistas fuesen detectives “duros” que utilizaban a menudo métodos
violentos que iban más allá del chantaje o la amenaza, sino también porque
predominaba en el género el imaginario de la dicotomía mujer-ángel/mujer
fatal. En el canon de la novela policial de género negro, la primera aparecía
como una víctima lastimada que necesitaba la guía masculina; la segunda,
como una mujer que utilizaba su atractivo sexual para manipular. Pero, ciertamente, la novela policial de género negro, en consonancia con los tiempos,
ha cambiado, y ya no constituye un monopolio exclusivo de los varones,
particularmente en Europa y en Estados Unidos. En los últimos años, la muy
amplia participación de las mujeres en la literatura mundial –visibilizándolas
y dotándolas de voz propia– ha tendido a subvertir los estereotipos y a encontrar formas expresivas propias de la experiencia femenina. En esta línea,
y en referencia al género negro, escritoras como Sue Grafton (1990, 1993,
1996, 2007, 2011), Sarah Paretsky (2002, 2008, 2009), Patricia Cornwell
(2011), Anne Holt (2011), Assa Larsson (2009, 2010, 2011), Diane Wei
Liang (2011) y Mercedes Castro (2008), entre otras, redefinen una de sus
convenciones básicas –el carácter masculino del protagonista– para introducir a médicas, abogadas o detectives fuertes e independientes, dedicadas a
resolver casos criminales, perseguir delincuentes y exponerse a situaciones
de peligro si es necesario.
En América Latina, la novela negra ha experimentado también durante
los últimos años un auge notable en el escenario literario de la región, encontrando un espléndido caldo de cultivo en una realidad marcada durante
décadas por regímenes militares, y ahora por la fragilidad democrática, la
violencia urbana, la expansión del narcotráfico y la ilegalidad, la persistencia
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de los abusos de poder, la debilidad del Estado de Derecho, el incremento de
la pobreza, la corrupción judicial y policial, entre otros factores. Caracterizada
por la profunda desconfianza en policías, autoridades judiciales y funcionarios estatales, asumiéndolos como generadores del crimen que ocultan
corruptamente la verdad, la novela negra en América Latina ha encontrado
magníficos exponentes en autores tan relevantes como Rubem Fonseca,
en Brasil (2008); Ramón Díaz Eterovic, en Chile (1987, 1992, 1993, 1996,
1999, 2000, 2001, 2002, 2003, 2005, 2006); Osvaldo Soriano (1973) y José
Pablo Feinmann, en Argentina (1982, 2006); Juan Grompone, en Uruguay
(1995), entre otros. Sin embargo, la incursión femenina en el género ha sido
más bien escasa (¿problema cultural que desalienta escribir sobre temas
tradicionalmente masculinos u ocupar los espacios literarios “propios” de los
varones?) aunque no inexistente, como lo evidencian Claudia Piñeiro (2005,
2011), Beatriz Vignolo (2006), Elsa Drucaroff (2010) y Marcela Serrano
(1999), entre otras. Tampoco en México, a pesar del amplio espectro de
mujeres dedicadas a los más variados géneros literarios, la novela policial ha
sido un género al que han recurrido las escritoras para explicar su sociedad
y su tiempo (Gámez, 2007), a pesar de que el género ha experimentado
una interesante reactivación desde la segunda mitad de los años setenta,
fortalecida a últimas fechas por una realidad caracterizada por la creciente violencia en el país, la crisis del sistema político, el debilitamiento del
presidencialismo, la corrupción social y política, la infiltración del crimen
organizado en numerosas esferas sociales, políticas y jurídicas, la creciente
brecha social, etc.
El género negro tiene, en México, una larga data (Rodríguez Lozano, 2005,
2009) y, desde los años setenta, se ha visto renovado por la extensa obra de
un autor como Paco Ignacio Taibo II, quien a través de su detective Héctor
Belascoarán Shayne (2010) se ha orientado a desmenuzar la dimensión
criminal del Estado mexicano. Pero la novela policial mexicana se ha visto
enriquecida en los últimos años por una pléyade de nuevos escritores como
César López Cuadras (1994), Eduardo Antonio Parra (2002), Francisco José
Amparán (1992), Gabriel Trujillo (2002), Leobardo Saravia (1990) y Elmer
Mendoza (2008, 2010), entre otros, quienes han creado una amplia obra
literaria en esta línea que se ubica en la frontera norte de México, principalmente Tijuana, Nuevo Laredo, Mexicali y Culiacán. No es de extrañar que así
sea. El vasto y movedizo territorio de la frontera mexicano-norteamericana
linda con la fuerza de la presencia del poder norteamericano, aunque en ella
abunden los flujos económicos y culturales y ejerza una profunda atracción
sobre los jóvenes de todo el país. Allí se generan peculiares modos de vivir,
sentir y desear; quien radica o cruza por allí es un ser en constante tensión,
inclinado a los desgarramientos internos, colocado frente a una constante
encrucijada en torno a su identidad. En ella confluyen constantes oleadas
de migrantes de los estados del sur y del centro del país, siempre en un
tránsito alucinante en el que se entretejen los relatos de quienes desean irse
con los relatos de quienes se fueron y regresaron, o los de quienes jamás
lo hicieron, todos ellos desgarrados en la orfandad y la pérdida que supone
el ir y venir entre ambos bordes de la frontera, en un movimiento en no
existe ni punto de partida ni de llegada seguro y estable. La frontera norte
de México puede ser el espacio idóneo para lanzar una mirada irónica, crítica o dolorosa sobre el imaginario del “proyecto nacional”, pero es también
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peligrosa. En una frontera que constituye una zona de tráfico de la magnitud
que alcanza una ciudad como Tijuana, por ejemplo, la realidad urbana es
desquiciante, el narcotráfico constituye un poder fáctico, la proliferación de
cruces migratorios y gente de paso propicia asesinatos anónimos, el Estado
es impotente para garantizar la seguridad de los ciudadanos, los cuales se
vuelven víctimas de la corrupción política, proliferan las conductas ilícitas y
los ajustes de cuentas, el poder judicial es inoperante, la violencia es incontenible, predomina la cultura de la droga y la conducta criminal se vuelve
modelo para numerosos jóvenes, etc. En fin, el caos se vuelve un estado
natural. En la frontera norte de México todo puede pasar. Vivir y morir son
un azar; la vida se juega allí día tras día.
El género negro aparece, entonces, como un terreno ideal para narrar
los problemas, escenarios, situaciones y experiencias vitales de parte del
país, pero constituyendo al mismo tiempo un prisma reflexivo y crítico para
abordar una realidad signada por el horror. No es casual, entonces, que
Miriam Laurini, una de las pocas escritoras que aborda en México el género
negro1, sitúe en la frontera norte del país su novela Morena en rojo (1994),
abordando en ella, desde hace dieciocho años, uno de los más lacerantes
problemas del México actual: el tráfico, a manos de vastas redes criminales,
de niños y adolescentes –que se traduce en adopciones ilegales, explotación
laboral (en campos, fábricas, servicio doméstico, mendicidad), prostitución,
pornografía, abuso sexual (incluyendo violación y asesinato), pederastia,
HWFʥHQHOPDUFRGHODLQHILFLHQFLD\FRUUXSFLyQSROLFLDO\MXUtGLFDDVtFRPR
de la falta de sensibilidad de las autoridades e incluso de la sociedad2.
La magnitud del problema es verdaderamente aterradora. Según el Informe
global de monitoreo de las acciones en contra de la explotación sexual comercial
de niños, niñas y adolescentes (2006), y a partir de datos reportados entre
1996 y 2000, entre 16 mil y 20.000 menores de 18 años, fundamentalmente
de origen pobre y con escasa educación, son víctimas de explotación sexual
comercial en México (con los consiguientes abusos de privación de libertad,
lesiones, adicción a las drogas, enfermedades de transmisión sexual, entre
otros). Esta cifra es confirmada según datos del estudio de Elena Azaola,
Infancia Robada. Niños y niñas víctimas de explotación sexual en México
(2000), que revela que, por lo menos, 4 mil 600 niños y niñas están involucrados en la prostitución infantil y en turismo sexual sólo en las ciudades
de Acapulco, Cancún, Ciudad Juárez, Guadalajara, Tapachula y Tijuana. La
prostitución de menores en México ha alcanzado tales niveles que el país
es hoy uno de los principales destinos de turismo sexual, y el segundo con
mayor producción de pornografía infantil. Los nexos con la pederastia y el
abuso sexual son inevitables, como lo revelara la periodista Lydia Cacho en
su libro Los demonios del Edén (2006). El turismo sexual se concentra, ciertamente, en los principales polos turísticos, tales como Cancún y Acapulco,
1
Las otras son Malú Huacuja (1986), Julia Rodríguez (1998) y Cristina Rivera Garza (2007).
No podemos dejar de mencionar a María Elvira Bermúdez (1986, 1987), aunque su obra se
acerque más a la novela de enigma que estrictamente al género negro.
2 Recién el 15 de marzo del 2012 la Cámara de Diputados aprobó, en lo general, la Ley
General para Prevenir, Sancionar y Erradicar los Delitos en Materia de Trata de Personas y
para la Protección y Asistencia a las Víctimas de estos Delitos.
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sin excluir a otras zonas costeras como Guerrero, Sinaloa, Jalisco y Nayarit
y, por supuesto, la cercanía geográfica con Estados Unidos convierte a las
ciudades fronterizas, como Tijuana o Ciudad Juárez, en espacios propicios para
el abuso y la explotación sexual de menores. Según datos de organizaciones
civiles, cada año en México son registrados como robados o desaparecidos
un promedio de veinte mil niños; la mayoría de ellos tienen como destino la
prostitución, la explotación laboral o ser vendidos a parejas de extranjeros
(http: //actualidad.terra.es). Según datos del Centro de Búsqueda Nacional
de Niños Desaparecidos, de los 100 mil niños y niñas perdidos en México, el
20 por ciento jamás son localizados. En México no hay cifras oficiales sobre el
robo y extravío de menores, pero algunas Organizaciones No Gubernamentales
como la Fundación de Padres y Madres de Niños Perdidos estiman que 500
mil menores han desaparecido en los últimos cinco años.
La prostitución infantil, unida a la trata de blancas –negocio que deja
ganancias sólo por debajo del tráfico de armas y de drogas–, está ligada, sin
duda, al narcotráfico, a la expansión de redes globalizadas y, ciertamente,
a la ineficacia policial y a la protección brindada por empresarios de bares y
prostíbulos, así como al amparo ofrecido por autoridades políticas locales. El
periodista Víctor Ronquillo documenta en su libro Los niños de nadie (2007) la
existencia de redes y mafias transnacionales que seducen a jóvenes menores
de edad, las incitan a abandonar su hogar instalándolas primero en casas
de seguridad y pasándolas luego a Estados Unidos con documentos falsos.
Provienen de Veracruz, Guanajuato, Oaxaca, Puebla, Michoacán e Hidalgo.
Muchas llegan de Tenancingo, un municipio de Tlaxcala conocido como “la
capital de los padrotes”, un poblado en el cual la economía gira en torno a la
compraventa de menores y la explotación sexual y donde, culturalmente, los
jóvenes varones anhelan dedicarse a esta actividad (Montiel, 2007; Orozco,
2012). En fechas recientes, el periódico El Universal publicó los resultados
de una investigación auspiciada por el Departamento de Estado de Estados
Unidos, en la cual se da cuenta de que “sólo en Baja California hay 5 mil
células de tratantes de personas. En esa entidad, Tijuana, Mexicali y Tecate
son consideradas el triángulo forzado de la prostitución” (El Universal, 19 de
septiembre 2011). Tijuana –donde transcurre la mayor parte de la novela
de Laurini– es, en esta línea, una ciudad en la que florece la industria del
sexo infantil, amparada por la protección del poder, el crimen organizado y
la falta de legislación al respecto.
Miriam Laurini, periodista y escritora argentina exiliada que vive en México
desde 1980, pone el dedo en la llaga en torno a esta terrible, difícil y cruda
problemática. La novela comienza, como toda novela policial, con un asesinato: el de un importante jefe policíaco en Nuevo Laredo, el Comandante
Videla (nombre que conduce, casi inevitablemente, a una velada asociación
con el del comandante Jorge Rafael Videla, uno de los militares más macabros
de la última dictadura argentina). Una joven periodista de provincia dedicada
a la nota roja –a través de la cual establece su conexión con el mundo– conocida sólo como La Morena (por su tez oscura) –y quien será la narradora
de la novela– cubre la noticia. Ante la ineficiencia policial, y aun en contraposición con los medios de comunicación que ensalzan a Videla como “el
noble policía… asesinado en cumplimiento del deber, el hombre de la ley”
(Laurini, 1994: 11), la periodista inicia investigaciones por cuenta propia.
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No es una detective profesional entrenada para esa actividad, sino una periodista que debe consignar de manera objetiva un hecho violento. Pero su
propia marginalidad –tez muy oscura en un país que centra su identidad en
el mestizaje, periodista de nota roja en un espacio laboral totalmente masculino– la llevará a adivinar que la asesina es una joven prostituta de origen
campesino, María Crucita, quien después de diez años de ser brutalmente
explotada en Estados Unidos regresa a confrontar a quien la reclutara e
introdujera ilegalmente “al otro lado”: un coyote que ayudaba a pasar inmigrantes ilegales, un traficante de mujeres que les prometía una vida de
sueños, y quien se convertiría años más tarde en el Comandante Videla, el
que “aceptaba mordidas de los ricos, de los narcos, de los coyotes” (Laurini,
1994: 12). Morena en rojo retoma, así, uno de los principios sustantivos de
la novela policial mexicana: la convicción de que ni la policía ni los detectives
lograrán atrapar y castigar al culpable, y de que ni el poder estatal ni el
judicial son confiables. En contraste con las investigaciones oficiales que no
llevan a ninguna parte, la periodista –en su búsqueda de la verdad, aunque
sólo sea algún atisbo de verdad– no sólo recurre a artimañas de detective
sino que se asume como “corresponsal de guerra” del convulso mundo fronterizo a fin de denunciar el tráfico de menores y evitar que otras jovencitas
terminen como María Crucita, “con los dos pechos quemados, (con) unas
cicatrices profundas y negras (que) los convertían en ciruelas pasas. Un
cabrón, al que no se le paraba con nada, me echó un ácido” (Laurini, 1994: 16).
La Morena sabe que una cosa es escribir, y otra es hurgar en las vidas ajenas,
aunque tan peligrosa sea en México la profesión de periodista como la de
detective. Pero ante la inoperancia de la policía o las instituciones de procuración de justicia, el periodista es quien puede desentrañar los crímenes aun
sabiendo que investigar le puede costar la vida3. El asesinato del Comandante
Videla será el gatillo para acceder a las entrañas de una pútrida red de tráfico
de menores y pornografía infantil que estallará en un segundo momento
cuando La Morena, en Mérida, se entere del caso de una jovencita que desaparece huyendo de su hogar… ¿Se encabronó con sus padres y se largó?
¿La violaron y después la mataron? ¿La raptaron para quitarle un órgano?…
“Empecé a investigar casos de violación de menores. Muerte violenta de
menores. Fuga de menores. Rapto de menores. Pocas denuncias, muy pocas,
demasiado pocas las denuncias” (Laurini, 1994, 30, 35). A través de la investigación de este caso la narradora-periodista-detective va conociendo los
sofisticados mecanismos de funcionamiento de las redes de tráfico y prostitución de menores en un periplo que va de un extremo a otro de México:
desde Cancún –uno de los centros más importantes de la prostitución y
pederastia infantiles (en la que, como lo documentara la periodista Lydia
Cacho, están involucrados importantes políticos y empresarios)– hasta Nogales
y Tijuana, por cuya frontera no sólo cruzan ilegales, drogas y mujeres sino
también niños. Es en Cancún donde comienza el infierno del tráfico de menores. La investigación de La Morena la lleva a descubrir que es allí donde
se encuentra la chica desaparecida en Mérida, donde vive supuestamente
adoptada por la dueña de un burdel, encubierta como una apacible y pacífica
señora que “defiende” niños maltratados por sus familias. ”Está en una casa
3
México es el país más peligroso para ejercer el periodismo, según informes de la Organización
No Gubernamental Campaña Emblema de Prensa.
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de citas, de las disimuladas, de esas elegantes, para ricos. La dueña del
burdel la adoptó legalmente, a ella y a dos chiquillos más, y de seguro que
hay otros que viven en la casa. La muy piruja, la vieja puta, se presenta
como defensora de niños maltratados. En el expediente de adopción figura
el maltrato de los padres” (Laurini, 1994: 37). Testigos falsos, declaraciones
amañadas, equívocos jurídicos, etc., evidencian la insuficiencia del sistema
judicial para evitar el crimen. Ante el vacío del Estado, el lugar es ocupado
por los criminales que, paradójicamente, aparecen como las figuras benévolas
que defienden a las chicas de padres abusadores, para luego no sólo “recoger
a niños de la calle, o comprar los que le llevan, o mandarlos secuestrar.
Después los venden, desaparecen…” (Laurini, 1994: 50). Restaurantes y
bares en Cancún son centros de prostitución de menores, trasladados posteriormente a Estados Unidos. ”La niña jetona ya no está con la madrota,
dejó de ser su hija adoptiva. La tipa tiene otros hijos. La teoría de rotación
del personal es real… La vieja, muy prudente, da a entender que manda a
los niños a estudiar al extranjero, y que los ubica con familias ricas. Así ella
puede hacerse cargo de otros…” (Laurini, 1994: 50). Tijuana es, ciertamente,
el punto de cruce. “Mojados, coyotes, putas que iban de un lado a otro en
busca de clientes; borrachos, mariguanos, desesperados, hambrientos, cogelones, que iban en sentido contrario, en busca de la esperanza que pagarían
a precio de mercado… la frontera, con el estruendoso sonido de la música
para cualquier gusto, con maquillajes luminosos y eyaculaciones precoces…
con sueños efímeros de cuán chingón eres, de cuánto puedes después de la
mota, o del crack, o de la coca, con una caminata por el desierto porque en
la noche es más fácil salvarse de la migra. Tijuana, Tijuana roja en el centro
de la noche” (Laurini, 1994: 157). Tijuana, donde las redes de tráfico de
menores pueden llegar al asesinato para extraerles los órganos (“El primer
mundo es un monstruo que se alimenta de nuestros niños. ¿Conocerán los
padres el origen de los órganos que les trasplantan a sus hijos? ¿Por qué
no? Si lo saben los médicos que sin ningún escrúpulo abren con un bisturí
la carne suavecita de una criatura para despojarla… ¿Les pondrán anestesia?
¿Por qué la Iglesia Católica que arma tanto revuelo con lo del aborto y los
condones no inicia campañas furiosas en contra de este tráfico antinatura?”,
Laurini, 1994: 299, 307), o utilizarlos para el tráfico de drogas “…(Los secuestraban para que pasaran drogas en el estómago. Les hacían tragar
cápsulas y al llegar a su destino los purgaban”, Laurini, 1994: 187), o entregarlos ilegalmente en adopción, con la complicidad de muchos otros actores
sociales. “Todo funcionaba bastante legalmente. Agencias, asistentes sociales,
religiosas, adopciones, enfermeras, médicos, gente sin opciones, hijos de la
chingada buscando negocios redituables, había de todo en la bolsa” (Laurini,
1994: 185). La investigación de La Morena, que no encuentra ecos favorables
en la policía de Tijuana, se traducirá en la macabra experiencia de un secuestro al mejor estilo de la guerra sucia durante las recientes dictaduras
militares, en el que la coerción sexual era parte esencial de la tortura a las
mujeres. ”Sentí el caño de una pistola en el cuello, la quitó, levantó un poco
la capucha y sentí el frío del metal y el dolor por la presión de la pistola que
se hundía en la carne. “Verdad, negra, que a las putas como tú hay que
echárselas a la primera. No hay que preguntar si les gusta, a todas las putas
les gusta que se las cojan, para eso son putas… Las piernas me temblaban,
las rodillas chocaban entre sí y oía el ruido de mis huesos. El dolor de estómago aumentaba, no podía aflojar, …No sé si era el cañón de la pistola o el
terror, pero tenía un montón de agujas clavadas en la garganta”
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(Laurini, 1994: 169-170). La violencia y corrupción de las instituciones jurídicas y policiales convierten al Estado en sospechoso al desplegar la
maquinaria del crimen a través de la represión y coerción social, tan malolientes como el cadáver del Comandante Videla.
En su búsqueda de los hilos de las redes del tráfico de menores, La Morena
no es una heroína, sino una mujer “disgregada, no era una mujer hecha
pedazos, sino más bien pedazos de mujer que no lograban organizarse en
una persona” (Laurini: 1994: 71). Marginal, bohemia, desventurada en el
amor, tan desamparada como los menores traficados pero dotada de una
feroz determinación para desmadejar las redes de tráfico de menores, en su
relato va presentando a través de sus recorridos por la república mexicana
la vida de varios personajes femeninos que sufren, de diversas maneras, el
peso de la violencia social, que corre paralela a la violencia política, y que se
manifiesta en la esclavitud del trabajo en las maquiladoras, en los feminicidios, en la explotación de mujeres por hombres abusivos o incluso por otras
mujeres. Morena en rojo es, así, también, el develamiento de una infinidad
de historias de mujeres abusadas, marginadas, discriminadas, violentadas.
“Las mafias son cada vez más eficientes y en la diversificación hay mayores
ganancias”, reflexiona La Morena. “Ya se lo aconsejaban a don Corleone hace
cuarenta años” (Laurini, 1994 200).
Miriam Laurini, en 1994, abre la cloaca del tráfico de menores, evidenciando ya desde entonces que la nota roja puede ser el punto de partida del
género negro. Nada más actual. Porque, en última instancia, en la realidad
mexicana actual la nota roja ocupa los titulares de todos los periódicos.
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GILDA WALDMAN
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