FACULTAD LATINOAMERICANA DE CIENCIAS SOCIALES, SEDE ACADÉMICA DE MÉXICO Maestría en Derechos Humanos y Democracia IV Promoción, 2012-2014 El juzgador de juicio oral. Un análisis de la propuesta de su intervención activa para garantizar los derechos a la verdad y la presunción de inocencia Tesis que para obtener el grado de Maestro en Derechos Humanos y Democracia Presenta: Mauricio Lozoya Alonso Director de tesis: Dr. Juan Carlos Gutiérrez Contreras México, D.F., febrero de 2015 Nota: Por convenio celebrado con el Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal ÍNDICE RESUMEN ................................................................................................................ 4 ABSTRACT ............................................................................................................... 5 INTRODUCCIÓN .……………………………………………………………………….. 6 CAPÍTULO I. PRINCIPIOS DEL SISTEMA ACUSATORIO ................................... 10 1. EL PRINCIPIO DE IMPARCIALIDAD .............................................................................. 11 1.1. La perspectiva subjetiva del principio de imparcialidad .................................... 12 1.2. La perspectiva objetiva del principio de imparcialidad ...................................... 14 2. EL PRINCIPIO DE CONTRADICCIÓN ............................................................................ 19 2.1. Noción .............................................................................................................. 19 2.2. Rol de las partes en el juicio oral ...................................................................... 26 2.3. Teoría del caso e interrogatorio a testigos ....................................................... 28 3. EL PRINCIPIO DE INMEDIACIÓN ................................................................................. 32 3.1. El papel del juez en el juicio oral ...................................................................... 34 3.2. El papel del juez en el interrogatorio en juicio oral, establecido y sugerido ...... 35 CAPÍTULO II. OBJETO DEL PROCESO ............................................................... 38 1. ESCLARECIMIENTO DE LOS HECHOS (LA VERDAD) ...................................................... 38 1.1. Posición de las partes ante la verdad (verdad sugerida) .................................. 38 1.2. Riesgo: la mentira como finalidad y resultado del proceso ............................... 42 1.3. Posición del juez ante la verdad (verdad buscada) .......................................... 45 2. EL ESCLARECIMIENTO DEL HECHO COMO DERECHO HUMANO Y COMO SUSTENTO DEL DEBIDO PROCESO....................................................................................................... 56 3. PRINCIPIO DE INTERDEPENDENCIA ........................................................................... 62 3.1. Noción .............................................................................................................. 62 3.2. Interdependencia del derecho a la verdad, acceso a la justicia y presunción de inocencia ................................................................................................................. 63 2 CAPÍTULO III. EL OBLIGADO PAPEL ACTIVO DEL JUEZ DURANTE EL INTERROGATORIO DE TESTIGOS EN JUICIO ORAL ......................................... 67 1. BLOQUE DE CONSTITUCIONALIDAD ........................................................................... 67 1.1. Noción .............................................................................................................. 67 1.2. Control de convencionalidad ............................................................................ 70 1.3. Interpretación conforme .................................................................................... 75 2. OBLIGACIONES GENERALES DEL ESTADO, DERECHOS HUMANOS Y OBJETO DEL PROCESO: RESPETAR Y GARANTIZAR ........................................................................................... 77 3. LA INTERVENCIÓN DEL JUZGADOR DE JUICIO ORAL: UNA EXIGENCIA DEL PROCESO ACUSATORIO .............................................................................................................. 82 3.1. Desde la perspectiva del esclarecimiento del hecho ........................................ 82 3.2. En acatamiento a la obligación de garantizar la protección al inocente y evitar la impunidad ................................................................................................................ 85 4. IMPARCIALIDAD DEL JUZGADOR AL INTERROGAR A TESTIGOS EN JUICIO ORAL ............... 87 4.1. El juez es ajeno a los intereses particulares de las partes, desconoce el asunto del que va a conocer ............................................................................................... 87 4.2. El juez no aporta pruebas y desconoce las que se van a desahogar ............... 89 4.3. La intervención interrogatoria del juez de juicio oral y el principio de interdependencia entre los derechos del debido proceso ....................................... 90 CONCLUSIONES.................................................................................................... 93 BIBLIOGRAFÍA....................................................................................................... 96 RESOLUCIONES DE LA CORTE INTERAMERICANA DE DERECHOS HUMANOS ................... 100 OTROS .................................................................................................................... 102 LEGISLACIÓN ........................................................................................................... 103 CRITERIOS DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN ................................... 103 3 Resumen El presente trabajo analiza la necesidad y la obligación de que el juzgador participe activamente en el juicio oral durante el desahogo de pruebas, en particular interrogando a los testigos. Se propone que esto es un deber estatal que permitiría cumplir con la obligación de proteger los derechos humanos. Por tal motivo se destacan los riesgos inmersos en el sistema acusatorio respecto al marco probatorio, tanto en su ofrecimiento, como en su desahogo, cuando queda a expensas del dominio de las partes (acusador y defensa) y de la conducta pasiva del juez. Los teóricos han enfatizado que tanto la exigencia de imparcialidad como el principio de contradicción imperantes en el sistema acusatorio son barreras para una actuación activa del juez. Por tal causa, esta tesis analiza esos dos aspectos en el marco internacional, evidenciando por qué no sería así, y que, por el contrario, unidos con otros principios y con el objeto del proceso, cuyo vértice es el derecho a la verdad, se demuestra que todo ello representa en realidad una obligación del Estado. Y que el juez, en el marco de sus funciones, lo debe acatar, con el fin de evitar el riesgo de condenar a inocentes o generar impunidad. La justicia conlleva el derecho de que la verdad de lo acontecido sea la base de la resolución y de la propia función judicial. Sólo respetando estos principios se legitima la función judicial, pues las expectativas de la sociedad son que las decisiones judiciales tengan como soporte la verdad y la procuración de una justicia real. 4 Abstract The present work board the analysis about the need and obligation for the judge to have an active participation in the oral judgment (juicio oral) during the presentation of evidence, in particular to examine witnesses as a state duty to protect human rights, so would emphasize the risks, involving the adversarial system, an evidentiary framework, both in their offering and their vent completely closed to the freehold parts, prosecutor and defense, and the passivity of the judge. Often emphasized by theorists to requirement of impartiality, as the principle of contradiction prevailing in the system are barriers to such actions of the judge, which leads to the requirement for a part of analyzing the content thereof in the international context, showing that would not be so, and conversely, together with other principles and emphasis to what constitutes the object of the process which is shown as a triangle whose apex is the view right to the truth, it denoting that the activity proposal actually represents an obligation of the State to the Judge in the context of their duties must comply or else risk an order that is generated innocent and impunity, justice entails the right to know what happened, is the truth of what happened as a basis for resolution of the judiciary itself, for then delegitimize the judiciary function, when the expectations of society are not that judicial decisions have been supporting the fool, with the consequent extent of risk convicting the innocent and law impunity. 5 Introducción La Reforma Constitucional publicada en el Diario oficial de la Federación el 18 de junio del 2008, implementa el llamado sistema penal acusatorio, dentro de cuyos principios se destaca el de contradicción. Tal principio, arropa todas y cada una de las etapas del procedimiento, abarcando evidentemente el desarrollo del juicio oral. Bajo una visión cerrada o estricta implicará que todo se desenvuelva por la propia actividad de las partes, ofreciendo pruebas acorde a su propia teoría del caso, y participando en su desarrollo, tanto de las propias, como de su contraparte, controvertirlas entre sí, de manera que su resultado implique aportar información al juez para que defina en sentencia (Solórzano Garavito, 2008), aduciendo que cualquier acto del mismo con relación al marco probatorio que no sea la admisión, valoración y fallo, afectará necesariamente la imparcialidad, otro principio adyacente a aquél, esto es, que debe tratarse de un mero observador ante la actividad de las partes. Ante un esquema como el señalado, nos preguntamos sobre la necesidad de que durante el desarrollo del juicio oral, el juez pueda interrogar a los testigos ofrecidos por las partes, pues los principios relativos al acusatorio tendrían que apreciarse en congruencia con el derecho humano a la verdad, pues “si la dignidad humana debe realizarse también con el debido proceso sustantivo, es apenas lógico que la verdad es el soporte de él para poder conseguir la justicia que es lo único capaz de hacer realidad la paz social” (Tarazona, y Herrera, 2011), y a ello acudimos tomando en consideración que en materia penal tal exigencia es todavía más clara cuando se encuentra en riesgo la libertad de una persona (acusado), como también el derecho de la víctima a ser resarcido, de tal suerte que puede establecerse que si la administración de justicia tendrá por objeto precisamente el establecimiento de esa verdad para correlativamente imponer las consecuencias jurídicas relativas, que en el caso de una condena al acusado será la pena, ese es su objeto, el esclarecimiento de los hechos. 6 En tal sentido en torno a la interrogante planteada planteamos la hipótesis sobre la factibilidad de que el juez penal en juicio oral para prevenir violaciones a derechos humanos vinculados con el derecho a la verdad y la presunción de inocencia, pueda participar en juicio oral interrogando a los testigos ofrecidos por las partes. Se entiende la preocupación para arropar la imparcialidad del juzgador cuando las circunstancias sociales así lo exigen, como en el caso de México donde la confianza en el poder judicial ha sido menguada, sin embargo, los cambios tendrían que ponderarse de modo que los principios relativos a tales cambios encuentren tal flexibilidad a efecto de no desplazar una exigencia principal que subyace en la función jurisdiccional para con el gobernado, la búsqueda de la verdad, y que la declaratoria de esta es el objeto primordial del procedimiento para decidir sobre la consecuencia, y bajo ese tenor debe acatarse el propio marco constitucional (que establece su objeto; esclarecer el hecho, proteger al inocente y que el delincuente no quede impune), sin que a ello deba afectar el “sistema” de que se trate o como se le llame (acusatorio), pues aquellos derechos no pueden ceder a normas que los limiten bajo la idea de que no se corresponden con el sistema. En orden a lo anterior, en el presente trabajo se tratara de mostrar la pertinencia de la propuesta señalada, desarrollándose tanto desde el prisma de la dogmática jurídica, como desde el de los derechos humanos, debido a que consideramos que debe realizarse el análisis de los conceptos previamente establecidos, y que se enfatizan a raíz de la reforma que instituye el sistema acusatorio en materia penal, para establecer cuál es el sentido que corresponde (o mejor dicho se asigna) a cada uno de los mismos, en particular a aquéllos que constituyen el objeto del proceso (esclarecimiento de los hechos, protección al inocente y evitar que se genere impunidad), como la interpretación posible que de darse a los principios que se dicen informan a dicho proceso, en particular el de imparcialidad, contradicción, y presunción de inocencia, explicitando los alcances que suele darse a cada uno, para derivar de ello una interpretación sistemática coherente con aquellas premisas que constituyen el objeto del proceso, destacando que el esclarecimiento de los hecho conlleva ya al resolver en definitiva en el juicio oral, propiamente el derecho a la 7 verdad finalidad presupuesto de la decisión que declara la verdad jurídica, de justicia. En tanto que desde el enfoque de los derechos humanos, con relación a lo anterior, trataremos de esclarecer si la verdad puede ostentarse precisamente como un derecho humano como presupuesto de la decisión judicial. Claro está, que la decisión de juzgador conlleva siempre la declaración de una verdad, y que esta solo puede tenerse como jurídica, sin embargo, la verdad real o material tendrá que ser el parámetro final de búsqueda, donde la verdad jurídica orientada por tal directriz buscara acercarse lo más posible a aquella. De tal suerte que a su vez rescatando los propios principios de presunción de inocencia, contradicción e imparcialidad habrán de verse en concordancia a dicho derecho, de tal suerte que en el capítulo final se abordara el análisis bajo los conceptos del bloque de constitucionalidad, control de convencionalidad e interpretación conforme. Ello dada la reflexión que deriva del hecho de que los contenidos actuales de los principios del sistema, en particular del de contradicción se refleja en un ámbito normativo interno (del que hay que dejar claro, es infra constitucional por señalarlo jerárquicamente, pues la Constitución no establece la prohibición de intervención del juez en tales supuestos, ya que solo enumera los principios sin desarrollarlos dejando a la legislación secundaria su desarrollo, pero que por el contrario, nos da pautas para ello al fijar el objeto del proceso), que puede buscar apreciarse en congruencia a los compromisos internacionales cuando la obligatoriedad de su acatamiento es expresa. Debe destacarse que el presente trabajo enmarca una propuesta, que como tal estamos conscientes será motivo de fuerte crítica de mirarse bajo un prisma de inflexibilidad de los principios atinentes a un sistema acusatorio, sin embargo, es de acotar a su vez que la misma nace con el humilde propósito de aportar reflexiones derivadas precisamente de las circunstancias que no permiten apreciar uniforme el nuevo modelo de justicia penal acorde a los fines que debiera satisfacer con la 8 sociedad, esto es, nos parece que la finalidad de todo sistema judicial debe a fin de cuentas calificarse por el resultado que genera, y que puede ser previsible atendiendo a los diversos matices que lo envuelven, de otra suerte no pasaría de ser la transición de un sistema a otro (mejor dicho de una forma a otra) de administrar justicia sin utilidad alguna. 9 CAPÍTULO I PRINCIPIOS DEL SISTEMA ACUSATORIO El nuevo sistema procesal acusatorio penal implica un procedimiento o conjunto de éstos, destinados a la solución del conflicto derivado de de la posible comisión de un delito, no necesariamente a través de una sentencia de condena o absolución. En efecto, para la solución de conflictos de esta naturaleza el sistema acusatorio contempla institutos como los llamados criterios de oportunidad a través de los cuales el Ministerio Público por motivos de política criminal prescinde de la persecución penal; los medios alternos de solución de conflictos como los acuerdos reparatorios, y la suspensión condicional del proceso, además de la mediación y la conciliación. Sin embargo, para efectos de este trabajo, y la propuesta que se realiza en el mismo, únicamente nos ubicaremos bajo el contexto de la etapa de juicio oral que precisamente como se verá adelante, es dentro del cual se propone la intervención activa del juzgador. Ahora bien, con relación al sistema acusatorio se destaca como una de sus características esenciales la separación de funciones entre los órganos acusadores de quienes pende la carga de la prueba, y aquellos que tienen la responsabilidad de juzgar y emitir el fallo, separación que se ve resaltado a través del llamado principio de contradicción. Y es precisamente en razón de tal característica que se impone el análisis de los principios que se encuentran implicados por la misma a efecto de mostrar posteriormente que no se vulnera el debido proceso. Si el debido proceso representa limite al Estado abarcando los requisitos procesales adecuados para la defensa de los derechos de las personas (García Ramírez, 2012) y que impregnan en general la garantía de audiencia, entendidos por nuestro máximo tribunal nacional como el conjunto de formalidades esenciales del procedimiento tales como la notificación del procedimiento, la oportunidad de ofrecer y desahogar pruebas en defensa, la oportunidad de alegar, derecho a una resolución que resuelva el conflicto, y el de impugnación, así como las que particularmente son exigibles ante el poder punitivo estatal, como el derecho a defensa técnica, a no auto incriminarse, y conocer la causa del procedimiento (Tesis: 1a./J. 11/2014 10a); figurando de manera primordial la exigencia de tribunales imparciales que realicen tal labor como lo exige no solo el artículo 17 de nuestra Constitución, sino en el marco internacional el 8 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y 14 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, resulta 10 claro en torno al objeto precisado en el presente trabajo, el imperativo de analizar aquellos principios que podrían verse involucrados con nuestra propuesta, determinando su contenido y a la postre exponer las razones por las que a nuestro humilde punto de vista en una confrontación con el marco internacional en realidad denotaría conformidad con éste, lo que es necesario a efecto de apreciar si el procedimiento interno se ajusta o como se ajusta con éste, y con ello se cumple con las obligaciones internaciones del Estado, una necesidad que la Corte Interamericana de Derechos humanos ha hecho manifiesta: “132. Al referirse a las garantías judiciales o procesales consagradas en el artículo 8 de la Convención, esta Corte ha manifestado que en el proceso se deben observar todas las formalidades que “sirvan para proteger, asegurar o hacer valer la titularidad o el ejercicio de un derecho”, es decir, las “condiciones que deben cumplirse para asegurar la adecuada defensa de aquéllos cuyos derechos u obligaciones están bajo consideración judicial”. 133. El Tribunal ha establecido que “el esclarecimiento de si el Estado ha violado o no sus obligaciones internacionales por virtud de las actuaciones de sus órganos judiciales, puede conducir a que la Corte deba ocuparse de examinar los respectivos procesos internos”, para establecer su compatibilidad con la Convención Americana… La función del tribunal internacional es determinar si la integralidad del procedimiento, inclusive la incorporación de prueba, se ajustó a la Convención.” (Corte IDH, Caso Lori Berenson: párrafos 132 -133) Así, el análisis del papel activo que el juzgador debe mantener durante un juicio oral, es necesario revisar nociones como los principios de imparcialidad, contradicción e inmediación. Este capítulo se ha dedicado a la exposición de este conjunto teóricoconceptual con el objetivo de esclarecer, en primer lugar, que el papel que el sistema acusatorio otorga al juzgador es esencialmente pasivo. Al mostrar cómo es la dinámica del proceso y de los roles que las partes tienen asignadas por la normatividad, eventualmente habrá de arribarse a la propuesta de que el juez tiene que representar un perfil activo en un proceso cuyo fin último es que prevalezca la verdad, sin que ello afecte el debido proceso. 1. EL PRINCIPIO DE IMPARCIALIDAD En el marco del nuevo sistema de justicia penal, el principio de imparcialidad del juzgador tiene la importancia de haber sido colocado como uno de sus bastiones 11 fundamentales e implica la exigencia de que el juzgador actúe de manera tal que garantice un juicio justo. La imparcialidad del juez presenta, a su vez, dos perspectivas: una subjetiva y otra objetiva. 1.1. La perspectiva subjetiva del principio de imparcialidad El carácter subjetivo de la imparcialidad del juzgador implica que éste se encuentre libre de prejuicios (García Ramírez, 2012) con relación a los hechos de los que conoce y con referencia a las partes que ante él contienden. Desde este punto de vista, la imparcialidad se refiere a que no deben existir vínculos entre el juzgador y las partes procesales (fiscal, defensa o víctima); esto es, que el juez debe ser ajeno a cualesquiera de los intereses particulares de las partes que intervienen en el procedimiento (Ovalle, 2007). Sin embargo, respecto a los principios de contradicción y de igualdad de armas involucrados, tal imparcialidad se ha traducido en que el juez asume un rol pasivo, en un ente virgen en la información (Solórzano Garavito, 2008) que, en última instancia, se limita a valorar las pruebas aportadas por las partes y a dictar sentencia (Mora, y Villamil, 2008). Así, la imparcialidad significa que el órgano judicial no sólo no tenga interés directo en el caso en examen, sino que se encuentre ajeno a una posición que favorezca a alguna de las partes (Yaksic, y Leyva, 2012). Su enfoque, entonces, debe ser neutral en aquello que pudiera afectar su recta actuación al conocer de un asunto, y, correlativamente, diera causas para ser recusado (Devis, 1997). En este sentido es que se dice que el juzgador habrá de limitarse a recibir y valorar las pruebas, emitir su fallo con base en las mismas, pero manteniéndose ajeno a los intereses en conflicto, debiendo entender que todo habrá de considerarse como resultado una verdad procesal. No obstante, resulta inconcuso que el juzgador debe contemplar que el objeto de su encomienda no sólo se agota en tal aspecto, sino que se extiende a la relación que guarda la veracidad de los hechos con la decisión como resultado. Si fuese lo 12 contrario, se defraudaría la justicia o se cumpliría lo que refiere Devis (1997: 12): “No hay peor injusticia que la cometida con el pretexto de administrar justicia”. De ahí que adelantándonos a lo que veremos en el capítulo III el propio principio de igualdad da la pauta para la intervención activa del juzgador en el desarrollo del proceso sin que por ello se menoscabe su imparcialidad, y es por eso que se le debe de dotar de facultades para que la igualdad sea real, más aún cuando el interés principal para todos los actores es la verdad de los hechos como presupuesto de justicia; ni el inocente espera ser condenado ni la víctima espera que el responsable sea absuelto, pues en los dos escenarios se defraudarían derechos humanos bajo la idea de que la forma procesal así lo impone (Devis, 1997). El artículo 17 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos ( CPEUM) señala el principio de imparcialidad; allí se le recoge como la exigencia del derecho a recibir justicia de parte de un juez imparcial, para lo que, en términos generales, los aspectos acotados son receptados por los tribunales federales, en particular por la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que en su tesis 1a./J. 1/2012 (9ª) ha establecido que: El principio de imparcialidad que consagra el artículo 17 constitucional, es una condición esencial que debe revestir a los juzgadores que tienen a su cargo el ejercicio de la función jurisdiccional, la cual consiste en el deber que tienen de ser ajenos o extraños a los intereses de las partes en controversia y de dirigir y resolver el juicio sin favorecer indebidamente a ninguna de ellas. Así, el referido principio debe entenderse en dos dimensiones: a) la subjetiva, que es la relativa a las condiciones personales del juzgador, misma que en buena medida se traduce en los impedimentos que pudieran existir en los negocios de que conozca, y b) la objetiva, que se refiere a las condiciones normativas respecto de las cuales debe resolver el juzgador, es decir, los presupuestos de ley que deben ser aplicados por el juez al analizar un caso y resolverlo en un determinado sentido. Por lo tanto, si por un lado, la norma reclamada no prevé ningún supuesto que imponga al juzgador una condición personal que le obligue a fallar en un determinado sentido, y por el otro, tampoco se le impone ninguna obligación para que el juzgador actúe en un 13 determinado sentido a partir de lo resuelto en una diversa resolución, es claro que no se atenta contra el contenido de las dos dimensiones que integran el principio de imparcialidad garantizado en la Constitución Federal. Como se aprecia, el máximo tribunal mexicano recoge en esencia los parámetros sobre los cuales debe descansar la imparcialidad de los juzgadores, los cuales se pueden sintetizar en un sólo hecho: la inexistencia de algún interés en el asunto del cual el juzgador conoce. Sin embargo, esto sólo se refiere a la apreciación subjetiva detallada hasta aquí, y destaca, a su vez, la necesidad de una imparcialidad objetiva. La cuestión se aborda enseguida. 1.2. La perspectiva objetiva del principio de imparcialidad La perspectiva objetiva de la imparcialidad del juzgador se plantea desde un punto de vista normativo (Bardales, 2012), y alude a que su actuación durante el desarrollo del procedimiento no denote dudas sobre su imparcialidad. Esto es, que el juzgador en correspondencia con la perspectiva subjetiva ya explicada evite actos que pongan en entredicho que procede libre de intereses, por ejemplo: prejuicios, opiniones previas sobre el asunto, predisposición al resultado, comentarios que afecten o comprometan el sentido del fallo, o conocimiento personal sobre los hechos (no se puede ser juez y parte, o testigo y juez del mismo asunto). A lo que se debería sumar en torno al sistema de audiencias en el sistema acusatorio el que un juez que haya conocido previamente de los hechos (como sucede con el juez de control) no pueda conocer en juicio oral del mismo asunto, pues ello podría entrañar predisposición sobre el marco valorativo (Horvitz, y López, 2003a), interés económico del juzgador o de su familia, o incluso el atender de manera particular y aislada a una de las partes durante el proceso (CPEUM, art. 20, fracción VI). En ese sentido, el aspecto objetivo se refiere al comportamiento del juzgador durante el desarrollo, a que se conduzca de manera tal que no genere sospecha alguna 14 sobre los factores que, desde el punto de vista subjetivo, pudiera implicar imparcialidad. En el marco internacional, el derecho a un juez imparcial puede apreciarse, entre otros, en el artículo 14.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, donde se establece que: Todas las personas son iguales ante los tribunales y cortes de justicia. Toda persona tendrá derecho a ser oída públicamente y con las debidas garantías por un tribunal competente, independiente e imparcial, establecido por la ley, en la substanciación de cualquier acusación de carácter penal formulada contra ella o para la determinación de sus derechos u obligaciones de carácter civil […] Mientras que la Convención Americana sobre Derechos Humanos, en su artículo 8.1, estipula la imparcialidad en términos similares: Artículo 8. Garantías Judiciales 1. Toda persona tiene derecho a ser oída, con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable, por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley, en la sustanciación de cualquier acusación penal formulada contra ella, o para la determinación de sus derechos y obligaciones de orden civil, laboral, fiscal o de cualquier otro carácter […] Como puede apreciarse, la contemplación del derecho a un juez imparcial se hace de manera general, sin precisar su contenido, sólo aludiendo a la exigencia de un juez imparcial, lo que lleva a considerar otros elementos en el marco internacional para precisar su contenido. Sobre esta cuestión la Observación General número 32 del Comité de Derechos Humanos (Comité de Derechos Humanos, 2007), en su párrafo 21, precisa: 15 […] 21. El requisito de imparcialidad tiene dos aspectos. En primer lugar, los jueces no deben permitir que su fallo esté influenciado por sesgos o prejuicios personales, ni tener ideas preconcebidas en cuanto al asunto sometido a su estudio, ni actuar de manera que indebidamente promueva los intereses de una de las partes en detrimento de los de la otra. En segundo lugar, el tribunal también debe parecer imparcial a un observador razonable. Por ejemplo, normalmente no puede ser considerado imparcial un juicio afectado por la participación de un juez que, conforme a los estatutos internos, debería haber sido recusado […] De donde se desprende que el contenido de la imparcialidad como se ha precisado líneas arriba abarca tanto un aspecto subjetivo (libre de prejuicios personales, predisposición en torno al sentido del fallo), como otro objetivo que se refiere al actuar del juzgador durante el procedimiento, de manera que ante el observador no se generen sospechas de una conducta sesgada. En la misma dirección se debe distinguir el Código de Ética Judicial, o Principios de Bangalore sobre la Conducta Judicial, en el cual, acorde a los considerandos de su preámbulo, se enfatiza en la exigencia de la imparcialidad del juzgador y en la relevancia de ésta para la administración de justicia puesto que de su observancia dependen la aplicación de otros derechos, la confianza pública en el sistema judicial y la autoridad moral que éste alcance en sociedades democráticas; además de que los principios que plantea representan estándares para la conducta ética de los jueces. Así, y desde un inicio, en los Principios de Bangalore queda plasmada (entre otros valores) la exigencia de la imparcialidad de los juzgadores no sólo en sus decisiones, sino también en su actuación. Este principio es convertido en un parámetro para la interpretación que sobre el contenido debe revestir, y que se explicita en el valor 2: “La imparcialidad es esencial para el desempeño correcto de las funciones jurisdiccionales. La imparcialidad se refiere no sólo a la decisión en sí misma, sino también al proceso mediante el cual se toma esa decisión.” (Principios 16 de Bangalore, 2002). Asimismo, en las referencias 2.1-2.5, relativos a su aplicación, se recogen los diversos aspectos subjetivos implicados en una conducta imparcial y que ya se han acotado arriba: ausencia de prejuicios, que no haya predisposición al resultado del fallo (conocimiento personal de los hechos, que previamente el juez haya sido abogado o testigo de los mismos), ausencia de interés económico de la familia. En tanto que, en torno a la perspectiva objetiva, se recomienda que la actuación del juzgador no comporte favoritismo y que tanto fuera como dentro de los tribunales (y en esto amplía aún más la concepción objetiva al no limitarla sólo al desarrollo del proceso) mantenga una conducta que aumente la confianza entre público y litigantes, se abstenga de comentarios que denoten predisposición, e incluso se pide que no se externen al público de forma que se afecte el resultado; todas representan conductas que, para un observador, pudieran debilitar la imparcialidad (Principios de Bangalore 2002). De este modo queda delimitado para esta investigación el principio que nos atañe a nivel internacional mediante la Observación General y los principios referidos, mismos que finalmente han sido acotados por la Corte Interamericana de Derechos Humanos del modo que sigue: […] 56. En cambio, la imparcialidad exige que el juez que interviene en una contienda particular se aproxime a los hechos de la causa careciendo, de manera subjetiva, de todo prejuicio y, asimismo, ofreciendo garantías suficientes de índole objetiva que permitan desterrar toda duda que el justiciable o la comunidad puedan albergar respecto de la ausencia de imparcialidad. La Corte Europea de Derechos Humanos ha explicado que la imparcialidad personal o subjetiva se presume a menos que exista prueba en contrario. Por su parte, la denominada prueba objetiva consiste en determinar si el juez cuestionado brindó elementos convincentes que permitan eliminar temores legítimos o fundadas sospechas de parcialidad sobre su persona. Ello puesto que el juez debe aparecer como actuando sin estar sujeto a influencia, aliciente, presión, amenaza o intromisión, directa o indirecta, sino única y exclusivamente conforme a y movido por el Derecho. (Corte IDH, Caso Apitz Barbera y otros, párrafo 56). 17 Como conclusión se puede afirmar que el contenido del principio de imparcialidad abarcado en sus aspectos subjetivo y objetivo es inconcuso; y que, pese a que no se encuentra definido en el artículo 17 de la Constitución mexicana, se ha establecido en la jurisprudencia de la Suprema Corte de la Nación y encuentra una corroboración inobjetable con lo que en el marco internacional se reconoce como tal. Ahora bien, cabe destacar que el reciente Código de Procedimientos Penales para el Distrito Federal1 con el que se asume el sistema acusatorio, en el título segundo relativo a los principios y derechos en el procedimiento penal, en su artículo 12 se indica que: Los jueces y magistrados en el ejercicio de sus funciones deberán conducirse en todo momento con imparcialidad en los asuntos sometidos a su conocimiento, debiendo evitar opiniones anticipadas sobre la forma como los conducirán; dejarse influenciar por el contenido de los argumentos vertidos por los medios de comunicación o, por las reacciones del público respecto de sus actuaciones; así como por presiones, amenazas o intromisiones indebidas de cualquier sector. Con lo expuesto hasta aquí, resulta claro que si el juez se encuentra ayuno de interés en una causa y no realiza acto alguno que induzca a sospechar de él, nunca podrá plantearse que su conducta esté signada por la parcialidad. 1 Este ordenamiento expresamente se refiere al principio que nos atañe, de ahí que se haya transcrito. Sin embargo, aun cuando el Código Nacional de Procedimientos Penales no establece el mismo contenido, no puede suponerse excluido, ya que aunque de manera genérica indica la necesidad de que el proceso se sustancie imparcialmente, y la violación de tal principio conduciría a la reposición del procedimiento acorde a sus artículos 12 y 482 fracción VI, para calificar la actuación del juzgador tendrá que atenderse al marco internacional y a la interpretación de los propios tribunales internos ya mencionados en este capítulo. 18 2. EL PRINCIPIO DE CONTRADICCIÓN 2.1. Noción El principio de contradicción en el sistema acusatorio consiste en una exigencia: puesto que el procedimiento funciona como un sistema de partes, éstas deben tener la posibilidad de argumentar, debatir o controvertir toda postura del contrario. En efecto, cada parte tiene el derecho de alegar todo lo que a su interés convenga en un proceso, lo cual, además de ser propio del derecho de audiencia a ser oído y vencido en juicio, involucra un elemento indispensable para la defensa (Benavente et al., 2011). Nadie puede ser condenado sin ser oído, pero, en correlación, debe darse lugar a una bilateralidad de derechos, por lo que la contraparte puede contraargumentar y cuestionar todo aquello en que el otro base sus pretensiones. Dicho principio no sólo se cristaliza con la acusación y el consecuente juicio oral, en su caso, sino desde el inicio del procedimiento. De ahí que se plantee que durante éste el sistema de partes ya comporta la idea de un debate que generará en cada etapa una tensión entre dos posturas contrapuestas, sobre lo cual el juzgador decidirá. Así, si el Ministerio Público (fiscal o acusador) recaba datos de investigación, formula imputación, solicita auto de vinculación a proceso, o acusa, necesariamente tendrá que dar a conocer los datos colectados, y tanto la defensa como el imputado tendrán el derecho de conocerlos y rebatirlos, así como de combatir o refutar los argumentos en los que aquel fundamente la imputación, demeritándole y cuestionando el que cuente con argumentos y datos que justifiquen el juicio oral (León, 2008). En el mismo sentido, la admisión de pruebas recibirá el mismo tratamiento en todas sus fases, por ejemplo, ante un ordenamiento de medidas cautelares, podrá solicitar su justificación, o controvertir su necesidad y proporcionalidad, pues el principio de contradicción impregna a todas las fases y pretensiones que se hagan valer en las mismas, y por ende estará viva en todas la audiencias en que se las amerita (León, 2008). 19 La Constitución mexicana recoge el principio de contradicción en su artículo 20, primer párrafo, como uno de los preceptos que deberán regir el sistema acusatorio. Y en su Apartado A lo reitera en sus distintas fracciones: en la IV enfatiza que los argumentos y elementos probatorios se desarrollarán de manera contradictoria y oral; en la V, subraya no sólo la carga de la prueba al Ministerio Público, sino también establece la igualdad procesal de las partes, con lo que reafirma la naturaleza contradictoria de la acusación y la defensa; en la VI prohíbe que el juez atienda aisladamente a una de las partes, por lo que, además de velar por la imparcialidad, de manera implícita arropa el principio de contradicción pues al estar presentes una parte frente a la otra, ambas podrían argumentar o debatir lo que cada una expusiera; finalmente, vale considerar la fracción X debido a que allí queda claro que el principio de contradicción tiene vigencia en todas las etapas del procedimiento, desde las audiencias preliminares hasta la de juicio oral. Sobre tales aspectos, la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha establecido el contenido del principio que atañe a esta tesis, el cual, aun cuando no constituye jurisprudencia, es orientador al respecto: SISTEMA PROCESAL PENAL ACUSATORIO Y ORAL. SE SUSTENTA EN EL PRINCIPIO DE CONTRADICCIÓN. Del primer párrafo del artículo 20 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, reformado mediante Decreto publicado en el Diario Oficial de la Federación el 18 de junio de 2008, se advierte que el sistema procesal penal acusatorio y oral se sustenta en el principio de contradicción que contiene, en favor de las partes, el derecho a tener acceso directo a todos los datos que obran en el legajo o carpeta de la investigación llevada por el Ministerio Público (exceptuando los expresamente establecidos en la ley) y a los ofrecidos por el imputado y su defensor para controvertirlos; participar en la audiencia pública en que se incorporen y desahoguen, presentando, en su caso, versiones opuestas e interpretaciones de los resultados de dichas diligencias; y, controvertirlos, o bien, hacer las aclaraciones que estimen pertinentes, de manera que tanto el Ministerio Público como el imputado y su defensor, puedan participar activamente inclusive en el examen directo de las demás partes intervinientes en el 20 proceso tales como peritos o testigos. Por ello, la presentación de los argumentos y contraargumentos de las partes procesales y de los datos en que sustenten sus respectivas teorías del caso (vinculación o no del imputado a proceso), debe ser inmediata, es decir, en la propia audiencia, a fin de someterlos al análisis directo de su contraparte, con el objeto de realzar y sostener el choque adversarial de las pruebas y tener la misma oportunidad de persuadir al juzgador; de tal suerte que ninguno de ellos tendrá mayores prerrogativas en su desahogo. El nuevo Código de Procedimientos Penales para el Distrito Federal ( CPPDF) que recepta el sistema acusatorio, también ha recogido el principio de contradicción: Artículo 6.- Durante el proceso las partes tiene el derecho de conocer los hechos, indicios, datos medios de prueba y argumentos que se hagan valer, a efecto de que puedan debatir sobre ellos y oportunamente contradecirlos. Y, por su parte, el Código Nacional de Procedimientos Penales, también lo establece: Artículo 6. Principio de contradicción. Las partes podrán conocer, controvertir o confrontar los medios de prueba, así como oponerse a las peticiones y alegatos de la otra parte, salvo lo previsto en este Código. Ambos ordenamientos recogen un principio que se puede resumir como el derecho al debate de ambas partes respecto de los diversos actos y argumentos de su contrario. Es un principio que rige en todas las etapas del procedimiento penal tal y como lo impone la propia Carta Magna, y se refuerza en el criterio federal arriba citado. De ahí que el imputado tenga derecho a tener conocimiento de los hechos, de la calificación jurídica que se le atribuye, de todos los datos, evidencias y pruebas (éstas cuya nomenclatura asume sólo en el juicio oral), de manera que pueda debatir y controvertir con otros argumentos o pruebas, derecho que se matiza con el de 21 igualdad de condiciones, tal como lo asienta el criterio federal en el sentido de que no habrá prerrogativas para una u otra parte en el desahogo. El principio de contradicción como puede observarse no se desarrolla aisladamente, es decir, que no puede considerarse llanamente como postulado que las partes tengan el derecho a controvertir. Para que éste sea efectivo debe acompañarse del principio de igualdad (Gimeno, 1981), a fin de garantizar las mismas condiciones en ataque, acusación y defensa. La igualdad alcanza tal relevancia que hay quienes consideran que no sólo es complemento del principio de contradicción, sino que lo implica en sí mismo en la llamada “igualdad de armas” en el contradictorio; o bien, este último se le ha visto también como derivación propia de esa igualdad (Ignacio, 2007). Sin embargo, independientemente de la postura que se tome, lo cierto es que el principio de igualdad se encuentra inmerso en el propio derecho o garantía de audiencia, pues en un Estado democrático no es factible suponer que una de las partes sólo va a escuchar y asimilar con su silencio lo que la contraparte aduce, argumenta e imputa en su contra, más bien debe darse la seguridad a ambas partes de que tienen la misma oportunidad de (Quintero, 2011) controvertir al otro tanto en argumentos como en pruebas. Pero si el principio de contradicción como derecho a controvertir al adversario se aprecia en todas las etapas del procedimiento, incluyendo la exigencia de igualdad de condiciones, cabe destacar que en el marco internacional son diversos los instrumentos internacionales que lo contemplan. Uno es la Declaración Universal de Derechos Humanos, la cual dispone en su artículo 10 que: “toda persona tiene derecho, en condiciones de plena igualdad, a ser oída públicamente y con justicia […].” De donde se desprende que si bien la igualdad se establece de manera genérica, al dictar que las personas “sean oídas” con justicia, queda determinado también el derecho de audiencia. De este modo, la referencia a la igualdad de condiciones deberá entenderse con relación a todo lo que abarca ese derecho a todas las etapas en las que se desarrolla el principio de igualdad. 22 La anterior aseveración queda aún más clara si se atiende al Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, cuyo artículo 14, además de instaurar genéricamente en su número 1 la igualdad de las personas ante los tribunales y cortes de justicia, cuando se refiere a las personas a quienes se imputa un delito, en su número 3 establece que en plena igualdad tendrán derecho a las garantías mínimas que detalla en los incisos que lo componen. Conviene agregar, sobre estos últimos, que hay quienes consideran que el contradictorio sólo se manifiesta en el inciso e relativo a la posibilidad de interrogar a los testigos (Bardales, 2012) el cual se analizará en el siguiente apartado, pero si el contradictorio atañe a todo el desarrollo del procedimiento inherente al derecho de audiencia, e implica la plena igualdad de condiciones, luego entonces debe considerarse implícito en las garantías mínimas contenidas en el artículo 14 del Pacto Internacional en comento. Esto ha sido subrayado por el Comité de Derechos Humanos, en la observación número 32: 7. La primera oración del párrafo 1 del artículo 14 garantiza en términos generales el derecho a la igualdad ante los tribunales y las cortes de justicia [en consecuencia] debe respetarse siempre que el derecho interno confíe a un órgano una función judicial. 8. El derecho a la igualdad ante los tribunales y cortes de justicia garantiza, en términos generales, además […] los principios de igualdad de acceso e igualdad de medios procesales, y asegura que las partes en los procedimientos en cuestión sean tratadas sin discriminación alguna. 13. El derecho a la igualdad ante los tribunales y cortes de justicia garantiza también la igualdad de medios procesales. Esto significa que todas las partes en un proceso gozarán de los mismos derechos en materia de procedimiento, salvo que la ley prevea distinciones y éstas puedan justificarse con causas objetivas y razonables, sin que comporten ninguna desventaja efectiva u otra injusticia para el procesado. No hay igualdad de medios procesales si, por ejemplo, el fiscal puede recurrir a una determinada decisión, pero el procesado no. El principio de igualdad entre las partes 23 se aplica también a los procesos civiles y exige, entre otras cosas, que se otorgue a cada parte la oportunidad de oponerse a todos los argumentos y pruebas presentados por la otra parte. En casos excepcionales, también puede exigir que se ofrezca gratuitamente la asistencia de un intérprete en los casos en que, sin él, una parte desprovista de medios no pueda participar en el proceso en pie de igualdad y no puedan ser interrogados los testigos presentados por ella (Comité de Derechos Humanos, 2007). De la cita se concluye que la igualdad de las partes debe ser protegida en todo momento por el órgano jurisdiccional, en todo aquello que implica su intervención y que se refleja en la garantía de audiencia, y respecto de todo acto procesal de las partes con relación a la otra, lo cual debe aplicarse de modo que todos tengan la oportunidad de controvertir los argumentos y pruebas del otro. Resulta inconcuso entonces que todos los factores con injerencia en la posición de igualdad deben protegerse. El inciso a del artículo 14 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos sería uno de esos factores, pues si no se hace saber al imputado el o los hechos que se le atribuyen, no estaría en condiciones de rebatirlos, ni de controvertir las pruebas que les dan fundamento; menos aun si todo ello no se le hace saber en un idioma que él comprenda. De esto último resulta que el derecho a un intérprete contemplado en el inciso f sea otro factor indispensable en pro de la igualdad (CDH, 2007, párr.. 40). Si la parte no entiende el hecho, no podría establecer con base en un conocimiento real su defensa y controvertir con argumentos y pruebas propios acorde a los incisos d y e los de la contraria. Es decir, si esto conlleva la igualdad de medios procesales, los derechos contemplados en los incisos d y e son reflejo de la misma como el tiempo y medios adecuados para la preparación de la defensa a que alude al inciso b, abarcando con ello el conocimiento o acceso a los medios de prueba en que se base el acusador según ha aclarado el CDH en los párrafos 33 y 39 de la Observación 32. 24 Y en cuanto a la postura de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, en su artículo 8 relativo a las garantías judiciales, presenta el principio de contradicción y de igualdad de forma parecida al Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Así, en su número 1 contempla la referencia general que luego reitera en el número 2 a las garantías mínimas para gozar de plena igualdad; mientras que los incisos a, b, c, d, e y f, se corresponden con los incisos f, a, b, d y e del artículo 14.3 del Pacto. Por esta razón, los planteamientos hechos aquí pueden entenderse inmersos en la Convención. Por eso es posible afirmar que el principio de contradicción, y el de igualdad de armas que le acompaña, rigen en todas las fases del procedimiento, pues durante éste cada acción debe mantener abierta la puerta a la reacción de la contraparte y garantizar su realización en igualdad de condiciones en todos los actos y medios procesales. Sirva de orientación lo que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha asentado al respecto: […] un indiciado debe tener un derecho real y efectivo a responder los cargos y pruebas presentados por el Ministerio Público. La efectividad de este derecho implica que debe estar disponible para el interesado en las primeras etapas de un proceso. De no ser así, las imputaciones equivocadas o injustas del Ministerio Público o las declaraciones falsas de testigos de cargo pueden llevar al encarcelamiento obligatorio y prolongado del indiciado, sin haber tenido la oportunidad de contradecir los testimonios incriminatorios o mucho menos oponerse a ellos. Al conferir a la defensa el derecho de preguntar y presentar sus pruebas en las mismas condiciones que la acusación, se está asegurando la efectividad del principio de igualdad procesal. Sólo así podrá la defensa presentar equitativamente una causa y podrán aparecer todos los aspectos relevantes del caso. […] La Comisión estima que ninguno de los principios del debido proceso antes mencionados se cumplieron en el caso sub lite. En efecto, las limitaciones impuestas a los abogados defensores del inculpado, la imposibilidad de presentación de pruebas de descargo, y la falta de acceso al expediente acusatorio antes de 25 declarado el auto de detención violan los principios consagrados en el artículo 8(2) (b) y (h) de la Convención. En el caso de autos no se le concedió al procesado durante el sumario una oportunidad real de tener conocimiento, ni de responder las acusaciones formuladas, y la evidencia presentada por la otra parte. Durante más de un año de procedimiento sumarial, la Corte Suprema de Justicia venezolana mantuvo en secreto tanto la acusación del fiscal como el informe del Contralor. Cuando sus abogados pudieron, finalmente, enterarse de su contenido, ya se había decretado una orden de detención en su contra. Igualmente, dicho tribunal violó el derecho del inculpado a la igualdad procesal, por cuanto fue interrogado en presencia del fiscal mientras al mismo tiempo se excluyó a su abogado defensor. En consecuencia, el Estado venezolano es responsable internacionalmente por las violaciones del artículo 8(2) (b) y (h) de la Convención en relación con el artículo 1(1) del citado instrumento internacional. (Comisión IDH, Caso Figueredo Planchart, párrafos 128 y 129). 2.2. Rol de las partes en el juicio oral A partir de los principios de contradicción y de igualdad, es posible definir al sistema acusatorio como un sistema de partes en el que el debate constante entre éstas genera una tensión que propicia una rica visión de los hechos, una información de mayor calidad, que el juzgador eventualmente utilizará para decidir en un juicio oral con apego a la realidad. Tal circunstancia si bien sucede durante todo el procedimiento penal, el clímax de su desarrollo sucede en la etapa de juicio oral, pues es en éste en el que tanto la parte acusadora como la defensa expondrán sus respectivas posturas y se desahogarán las pruebas que se hubieren ofertado; y es también en esta fase que los argumentos y actos de las partes buscarán desvirtuarse recíprocamente, incluyendo la fase probatoria con la cual, y fundamentalmente a raíz del contradictorio, se pretenderá aportar al juzgador información de calidad para que él decida y para que la verdad prevalezca (Pérez, 2005: 147-148). 26 Así, en el juicio oral converge lo que se ha denominado teoría del caso, la cual, preparada desde el inicio del procedimiento, tendrá su concreción definitiva durante el juicio oral. Es a raíz del debate que las partes la tratarán de imponer o probar. O bien, como se ha llegado a proponer, de persuadir al juzgador acerca de ella. Tal teoría del caso corresponde al planteamiento de cada una de las partes respecto de su versión de los hechos; entonces una y otra establecerán una historia con el fin de imponerla, de tal modo que su teoría del caso sea la base sobre la que ambas partes puedan verse en su actuación (Peña, 2010: 99 – 101). Así, el Ministerio Público o el fiscal exponen su historia o versión sobre cómo acontecieron los hechos, y las razones por las que debería considerarse la existencia de un delito y la responsabilidad del acusado. Por su parte, la defensa planteará una versión antagónica de los hechos y los argumentos por los cuales no debería considerarse la existencia del delito, ni responsabilidad para el acusado. Las teorías del caso de acusador y acusado se convierten de esa forma en las piedras angulares del debate y del desahogo de las pruebas para afianzar las razones por las cuales debe preponderarse una u otra historia (Blanco Suárez, et al; 2005: 155-157; 204-205). De acuerdo con lo anterior, hay tres fases primordiales en el desarrollo de la audiencia de juicio oral (a sabiendas de que lo único que puede ostentarse como prueba es lo que se desahoga en este momento, y no los datos recabados en las etapas previas). La primera es el llamado alegato de apertura, el cual implica una propuesta o promesa de lo que será visto durante el juicio, esto es, el Ministerio Público expone su historia o versión de los hechos (sustento fáctico), enfatizando por qué éstos representan un delito y detallando sus circunstancias y modalidades como el grado de intervención o participación del acusado, las premisas jurídicas correspondientes (sustento normativo o jurídico), y las pruebas que habrán de mostrarlo (sustento probatorio), pero sin adelantar el contenido de las mismas (pues aún no se desahogan); es decir, una promesa de lo que resultará de las pruebas a desahogarse y el consecuente debate que resulte de ello. La defensa, por su parte, 27 igualmente hará lo propio. Expondrá su teoría del caso en las mismas circunstancias que el Ministerio Público, dando su particular historia o versión de los hechos, el señalamiento de las pruebas en que se sustentará, y la propuesta o promesa de lo que resultará de su desahogo, además de las premisas jurídicas aplicables (Constantino, 2014: 120 - 123). Como puede apreciarse, se trata de la proposición de dos realidades distintas (pues en eso consiste la historia particular de cada teoría del caso), contexto en el que el parámetro principal tendrá como referencia el marco probatorio que se desahogará. De esta forma se da cauce a la receptación de las pruebas, es decir, la segunda fase del juicio oral. Dichas pruebas, regidas por el principio de contradicción, se espera que proporcionen información de calidad al juzgador para la resolución del asunto y arribar a la verdad de los hechos. Es así como ese principio se convierte en el instrumento principal para garantizar la veracidad de las pruebas en su desahogo, funge como filtro de la falsedad o fidelidad de las mismas, a través de las objeciones e impugnaciones recíprocas de las partes con las consecuentes réplicas. (Bardales, 2012: 93, 94, 95) La tercera fase es el alegato de clausura, momento en el que cada parte realiza una exposición ciñéndose, desde luego, a su teoría del caso (con las características que le atañen, más sus premisas fácticas, probatorias y jurídicas). En esta etapa las partes expondrán las razones por las cuales debe tenerse por probada su respectiva historia o versión de lo acontecido, estableciendo los argumentos por los cuales las probanzas rendidas cumplieron su cometido. 2.3. Teoría del caso e interrogatorio a testigos El derecho de interrogar a los testigos tanto los propios, como los ofertados por la contraparte es fiel reflejo del principio de contradicción e igualdad de armas que rige en el sistema acusatorio. Debe considerarse que la testimonial es el principal soporte probatorio para el esclarecimiento del hecho, y que representa para el 28 acusado uno de los conductos fundamentales de su efectiva defensa (Bardales, 2012: 93, 94). De igual modo, conviene señalar que los elementos de prueba, en su mayoría, se incorporan a través de la testimonial: documentales, periciales, evidencias materiales, los cuales llegan al juicio oral por medio de las personas que vivencian los hechos, elaboran elementos, o cuentan con conocimientos especiales. Pero será la contradicción de una parte respecto de las pruebas de la otra lo que permita la defensa efectiva del acusado. Tal papel le toca, por ejemplo, al Ministerio Público con relación al interés social que representa, y cuyo resultado será óptimo a las aspiraciones de justicia si se cumple con una de las finalidades que se asigna al contradictorio: establecer para el juzgador una visión plena sobre los hechos que revelan los medios de prueba, generar un filtro que conduce a apreciar la veracidad con la que se conduce un testigo, y obtener información de calidad que, se supone, debe resultar de ello (Baytelman, y Duce, 2009: 53-54; 60). El derecho de interrogar a los testigos está reconocido internacionalmente a través del artículo 14.3, inciso e, del Pacto Internacional de Derechos Civiles, y por el 8.2, inciso f, de la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Se trata artículos similares, por ello sólo se transcribe el primero: “[…] e) A interrogar o hacer interrogar a los testigos de cargo y a obtener la comparecencia de los testigos de descargo y que éstos sean interrogados en las mismas condiciones que los testigos de cargo […].” En torno a ello cabe referir lo que señala el Comité de Derechos Humanos en el párrafo 39 de su Observación 32: […] Como aplicación del principio de la igualdad de medios, esta garantía es importante para asegurar una defensa efectiva por los acusados y sus abogados y, en consecuencia, garantiza a los acusados las mismas facultades jurídicas para obligar a comparecer a testigos e interrogarlos y contrainterrogarlos que las que tiene la acusación. Sin embargo, no otorga un derecho ilimitado a obtener la comparecencia de cualquier testigo que soliciten los acusados o sus abogados, sino 29 sólo el derecho a que se admita a testigos pertinentes para la defensa, y a tener la oportunidad de interrogar a los testigos de cargo e impugnar sus declaraciones en alguna etapa del proceso […] Tal postura ha sido también enfatizada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH): Tal como lo ha señalado la Corte Europea, dentro de las prerrogativas que deben concederse a quienes hayan sido acusados está la de examinar los testigos en su contra y a su favor, bajo las mismas condiciones, con el objeto de ejercer su defensa. […] La Corte entiende que la imposición de restricciones a los abogados defensores de las víctimas vulnera el derecho, reconocido por la Convención, de la defensa de interrogar testigos y hacer comparecer a personas que puedan arrojar luz sobre los hechos. […] Por lo tanto, la Corte declara que el Estado violó el artículo 8.2.f de la Convención (Corte IDH, Caso Castillo Petruzzi: párrafos 154-156). Así, se confirma que el derecho a interrogar y contrainterrogar es un bastión para una efectiva defensa, y que en ello se encuentra inherente la finalidad que enmarca a todo proceso: la del esclarecimiento del hecho. En torno a esto, se ha dicho que, en el contradictorio (lo que interesa no sólo a la defensa, sino de igual modo al órgano acusador), tal dinámica bilateral lleva, o debiera llevar, a aportar información de calidad al proceso, lo cual se logra mediante una mecánica de interrogatorio que tendría que representar un filtro para evidenciar la veracidad o falsedad del testigo en turno. Ahora bien, y en el entendido de que en ningún caso se admiten preguntas engañosas, coactivas y confusas (Cerda, 2007), se ha establecido una clasificación del interrogatorio acorde al sujeto que lo realiza. De esta forma, será un 30 interrogatorio directo si quien lo lleva a cabo es el oferente del testigo, respecto del cual se dice que, al ser quien ofrece la prueba, con el inicio de la extracción de información podría estar comprometido con su versión (Baytelman, y Duce, 2009) y por ende responder a esa guía. Debido a esto, no se le permiten preguntas sugestivas. Una vez concluido el interrogatorio directo, y en respuesta al principio de contradicción, el que no ofreció al testigo realiza el contrainterrogatorio durante el cual tiene la oportunidad de hacer preguntas sugestivas, por cuyo medio tratará de extraer del testigo datos que revelen su fiabilidad acerca de la veracidad o falsedad de lo que declara. Mientras que el oferente tendrá, a través del llamado interrogatorio redirecto que sólo podrá versar sobre lo expuesto en el contrainterrogatorio, la oportunidad de establecer y fortalecer aquello que pudiese haber sido puesto en duda por su contraparte. Enseguida se dará paso al recontrainterrogatorio, el cual se encuentra a cargo del que no lo ofreció, y sólo versará sobre lo expuesto en el redirecto (Solórzano, 2008), con la misma finalidad de evidenciar si el testigo se conduce o no con veracidad. Todo ello tendrá lugar con la posibilidad de que cada parte objete las preguntas del contrario cada que realiza una pregunta. La obligación del juzgador durante todo este proceso será la de decidir si procede o no la objeción. Visto así, es claro que el principio de contradicción se desarrolla durante el interrogatorio de los testigos. Y también se evidencia que las preguntas tendrán como eje una estrategia en torno a una teoría del caso propia, a la particular historia o versión que los testigos buscan apoyar, la cual será, en general, la de aquel que los lleva al juicio (Baytelman, y Duce, 2009). De igual modo, es claro que la contraparte hará todo lo posible para minimizar la relevancia del testigo de referencia, con preguntas que tiendan a denotar falsedad, o a extraer información que le demerite en relación a la teoría del caso del contrario y mantener con ello la fuerza de la suya. El resultado tendrá que ser el supuesto filtro que garantizará información de calidad al juzgador para cuando resuelva el fondo del asunto. De 31 este modo, el contradictorio entre las partes corresponde a la exposición de dos realidades distintas apegadas a sus respectivos intereses, de la cual se busca persuadir al juez, rasgos que le dan su naturaleza de filtro (Cerda San Martín, 2007), si bien no es menos importante decir que el objetivo de tal mecánica pende de dos verdades supuestas o pretendidas por las partes que pueden no corresponder a la verdad final que interesa al proceso. 3. EL PRINCIPIO DE INMEDIACIÓN La inmediación consiste en la exigencia de que el desarrollo del juicio se verifique ante la presencia personalísima del juzgador que ha de emitir el fallo. Es un principio que ya se contempla en el párrafo introductorio del artículo 20 de la Constitución mexicana donde se le define como uno de los elementos rectores del proceso acusatorio. Y allí mismo, en la fracción II, se le reitera al exigir la presencia del juez en la audiencia, y se le refiere con amplia relación a la fracción III, la cual considera como prueba sólo lo que se desahoga en el juicio, y a la IV, fracción que ordena que el juicio se celebre ante un juez que no haya conocido del caso previamente. Por su parte el CPPDF que asume el sistema acusatorio lo recepta en su artículo 9 al establecer que “Los jueces y magistrados deben conocer personalmente de todas las actuaciones que se realicen en los procedimientos que conforme a este Código les corresponda presidir, sin que puedan delegar en persona alguna esa obligación.” En tanto que el recién publicado Código Nacional de Procedimientos Penales (CNPP) señala: Artículo 9o. Principio de inmediación Toda audiencia se desarrollará íntegramente en presencia del Órgano jurisdiccional, así como de las partes que deban de intervenir en la misma, con las excepciones previstas en este Código. En ningún caso, el Órgano jurisdiccional podrá delegar en 32 persona alguna la admisión, el desahogo o la valoración de las pruebas, ni la emisión y explicación de la sentencia respectiva. De tales disposiciones se puede concluir que la exigencia de inmediación comprende diversos aspectos. En primer lugar lleva implícita la comunicación directa del juzgador con todo aquello que ocurre y abarca el desarrollo del juicio. Por esto se puede afirmar que se trata de un principio cuyo contenido presenta dos formas, por una parte lo que se ha denominado inmediación subjetiva, que se refiere al contacto del juzgador con las personas que intervienen en el proceso las partes y terceros y, por la otra, la inmediación objetiva, la cual se refiere al contacto del juzgador con las cosas o los hechos (Devis, 1997), y por la que se busca una comunicación directa del juez con las partes, para que perciba por sí los alegatos de éstas, así como las pruebas que revelarán los hechos. En lo que atañe a las pruebas, el principio de inmediación conduce a un aspecto formal, en el sentido de que el juzgador debe percibir las pruebas directamente y sin intermediario alguno, esto es, que su conocimiento de los hechos debe ser inmediato, lo cual es acorde al sistema acusatorio si se considera que sólo puede tenerse como prueba aquello que se desahoga en juicio oral y que los datos recabados en fases previas durante la investigación del Ministerio Público no se toman en cuenta por el juez que no ha vivido su recepción. Por lo que, correlativamente con ello, desde un punto de vista material, la convicción a la que arribe al dictar su fallo tendrá única y exclusivamente como base los elementos probatorios que se desahogaron ante él (Horvitz, y López, 2003a). Luego entonces, la inmediación se corresponde con un principio de identidad física (Benavente et al., 2011), cuya relevancia consiste en que conduce a que el juzgador sea quien reciba las pruebas y decida. Al recibirlas y al no delegar su función, él tendrá claramente definidos todos los pormenores expuestos en el debate, desde actitudes, reacciones y el resultado de las preguntas a testigos, hasta la forma en que se plantearon estas últimas. Es la inmediación la que le brinda un amplio 33 panorama que se apega a lo que acaba de ver, ella le permitirá una efectiva valoración de la prueba y la posibilidad de verificar que no se afecte el debido proceso. Al contrario, al coincidir con el contradictorio y así dirigir el debate, el juzgador constata el ejercicio efectivo de la defensa, y a la par con el principio de publicidad genera confianza en la opinión pública respecto al cumplimiento de su función y del fallo que emita. Por estos medios se transparenta una actuación respetuosa del debido proceso, de los derechos de las partes que intervienen, de la imparcialidad con que el juez se conduce. Al constatarse su presencia, se resalta la observancia de los demás ejes que rigen el procedimiento, lo que representa una garantía para un resultado eficiente y eficaz, que sólo debe guiarse por el objeto del proceso, esto es: la verdad, la protección del inocente y el evitar la impunidad, según veremos adelante. 3.1. El papel del juez en el juicio oral Cabe destacar en relación con el papel del juzgador en un juicio oral que, al llegar el asunto para su conocimiento, no tiene noticia previa de los hechos ni lo que abarcan; asimismo, desconoce las partes que contenderán, de tal modo que se encuentra en total ayuno de cualquier circunstancia al respecto, en suma: se encuentra virgen de conocimiento sobre el asunto en controversia. Con lo único que contará será con el auto de apertura emitido por un juez de control, con la acusación y con la enunciación de las pruebas que habrán de desahogarse, lo que constituye uno de los elementos protectores de su imparcialidad. En ese sentido, y sólo con los datos que hasta ese momento conoce derivados del auto de apertura a juicio oral, se muestra el papel que se asigna al juzgador durante el juicio oral o audiencia de debate. Las únicas actividades que se encuentran a su cargo se relacionan con la confirmación de que hay condiciones para celebrar la audiencia, a saber: verificar la presencia de todos los intervinientes (acusador, defensa, acusado, testigos, peritos) individualizándolos, informar al acusado sobre su derecho a declarar o guardar silencio, declarar abierto el debate con los 34 respectivos alegatos de las partes, darles la palabra comenzando con el Ministerio Publico (o fiscal) seguido de la defensa, dirigir el debate en el desahogo de pruebas, para, concluido esto, dar paso a los alegatos de clausura, y, finalmente, dictar el fallo (Baytelman, y Duce, 2009). De todo ello se concluye que el juzgador juega un rol pasivo ante el desahogo de pruebas, puesto que sólo le corresponde “Ordenar la actividad procesal, controlar la legalidad de los procedimientos de las partes y brindar protección efectiva para que se respeten los derechos humanos […] Debe dirigir y resolver el juicio sin favorecer indebidamente a ninguna de ellas […]” (Bardales, 2012: 103, 104.). De esta forma, el juez es un espectador de un debate impulsado por las partes con el desahogo de pruebas; su papel se reduce a resolver las objeciones, impugnaciones y cuestiones propias de esa fase, como la incorporación de evidencia, las solicitudes para refrescar memoria, o evidenciar contradicciones. Se ha dicho que este papel pasivo del juzgador obedece a que el sistema acusatorio es un sistema de partes y que es a éstas a las que corresponde la incorporación de la prueba que aquel valora. Se ha señalado que se vulnera el principio de contradicción e imparcialidad si el juzgador tuviera alguna actividad en el desahogo probatorio, como la carga de la prueba que corresponde al Ministerio Público, justo uno de los cambios que contempla el nuevo sistema acusatorio respecto del llamado inquisitivo y la necesidad de separación de funciones procesales (Pérez, 2005); un ordenamiento que tiene como propósito que el juez se limite a la función jurisdiccional de resolver con base en las pruebas aportadas por las partes en el contradictorio, pero sin atribuciones en torno a esa etapa. El juez, en este caso, ha sido circunscrito a un papel pasivo ante la actividad probatoria (Horvitz, y López, 2003). 3.2. El papel del juez en el interrogatorio en juicio oral, establecido y sugerido Ahora bien. Como el interrogatorio es la dinámica a través de la cual se desahoga la testimonial, resulta evidente que el rol asignado al juzgador es el mismo que se le da 35 durante el desahogo de las pruebas, esto es, la de un espectador del debate de las partes en las diversas formas ya explicadas. Se argumenta que son los principios de contradicción e imparcialidad (Solórzano, 2008) los que le niegan la posibilidad de que pueda formular preguntas al testigo, puesto que, de hacerlo, se “contraviene las reglas de debate del sistema acusatorio y de la carga de la prueba, y porque los testigos, cuando se los conmina a relatar suelen divagar e incurrir en imprecisiones, con la consiguiente pérdida de tiempo y eficacia de su testimonio” (Pérez, 2005: 159). Por ello, se sostiene, el juzgador debe ser pasivo ante la dinámica del contradictorio y no contar con facultades para interrogar por una búsqueda unilateral de la verdad (Horvitz, y López, 2003a), admitiéndole sólo de manera ocasional preguntas de carácter aclaratorio. Como se ve, la propia estructura del procedimiento no sólo protege, sino que impone su imparcialidad, en tanto que el derecho de contradicción no se mengua en modo alguno si se toma en cuenta que no se conculca la posibilidad de interrogar y contrainterrogar, de argumentar y rebatir las respectivas pruebas y teorías del caso de las partes. Mientras que, en otro sentido, todo ello resulta justificado en apego a la inmediación, ya que el propio sistema determina que el juzgador garantice que la información que se le aporta es realmente de calidad, que pretende la verdad buscada, no recreada sino creada. Cabe recordar aquí que las partes actúan desde sus propias teorías del caso, que sugieren dos verdades distintas que pueden no corresponder a la realidad que, a fin de cuentas, es la que interesa en justicia; a menos, claro está, que formalmente se permita la mera persuasión y con base en ello se dicte un fallo que potencialmente sería fraudulento y podría originar la condena de un inocente. El planteamiento de esta tesis no implica entrometer oficiosamente pruebas. El propio sistema garantiza que no sea así, pues se trata de los mismos medios de prueba que las partes llevaron a juicio (y que el juez no conocía sino hasta el momento en que se desahogan) con el fin de aportar información de calidad para 36 arribar a la verdad; el juzgador, de acuerdo al principio de inmediación que impone este sistema, las recepta. En lo que sigue, habrá de argumentarse con mayor amplitud las razones por las que un juzgador debería de tener un papel activo durante el juicio oral. 37 CAPÍTULO II OBJETO DEL PROCESO 1. ESCLARECIMIENTO DE LOS HECHOS (LA VERDAD) 1.1. Posición de las partes ante la verdad (verdad sugerida) La verdad en cuanto tal sólo puede establecerse objetivamente como correspondencia de la realidad, esto es, que lo afirmado sobre un hecho haya sido efectivamente real (Taruffo, 2010). En este sentido conviene considerar si esa es la finalidad que se busca en un proceso donde se impone que las partes (acusador y defensa) dominen con amplitud el escenario judicial, pese a que su propia existencia pareciera negarlo. Más aún si se observa que en el artículo 20 de la Constitución mexicana de manera expresa se contempla la verdad como objeto del proceso. El anterior planteamiento conduce a interrogar sobre si la verdad en esos términos puede entenderse como sugerida o como buscada, una dicotomía relevante si se atiende que es probable que la primera no se corresponda con la segunda y, por ende, aun cuando formal, podrá ser falsa, representando con ello un riesgo lamentable para las expectativas de la sociedad respecto a la administración de justicia. En el marco de estas ideas, y retomando lo que pretende ostentarse como contenido del principio de contradicción, los roles que atañen a las partes durante el juicio oral y, particularmente, a la teoría del caso, resulta que la verdad que deriva de tales condiciones será meramente sugerida y propuesta como premisa fáctica con pretensión de prueba, incluso si no guarda la correspondencia aludida. Esto es, siguiendo la dinámica del contradictorio cuando se le relaciona con el sistema acusatorio y con la posibilidad recíproca de las partes de refutar argumentos como 38 pruebas, resulta que la actividad de cada cual refleja el interés de su respectiva teoría del caso (Nataren, y Ramírez, 2009), su particular versión de los hechos en antinomia a la de su contrario. Así, en el juicio oral se presentan por lo menos dos teorías del caso, dos propuestas de lo que se quiere que sea declarado como verdad; por un lado la del acusador, por otro, la de la defensa. Ambos actúan su rol refutando la teoría del caso del contrario y las pruebas en las que busque basarse, en una dinámica en la que el oferente de la prueba pericial o testimonial, por ejemplo, realizará sus interrogatorios apegados a la propuesta de verdad que sugiere y de la que quiere persuadir al juzgador, mientras que tratará de refutar la del otro. De este modo, toda la actividad probatoria no sólo depende en exclusiva de las partes, sino que se cierra a ellas. La construcción de la verdad queda entonces a su cargo, y, en consecuencia, de lo que pretendan como tal. Es por eso que si la verdad era la finalidad del proceso, por esta causa pasa a ser el producto de una actividad, independientemente de que se corresponda con aquella, o con los actores principales. Los extremos que se imponen, como se puede ver, en realidad son barreras para ello. Así, considerando que en el proceso la verdad derivará de las pruebas desahogadas, se muestra que en torno suyo aparece un círculo cerrado cuyo centro son el acusador y la defensa, de tal forma que la proposición de pruebas y su incorporación al juicio oral dependerá de éstos. Pero, además, cada una estas partes es dueña del marco probatorio y, con esto, de la verdad que finalmente se imponga, pues queda en sus manos decidir qué se aporta y desahoga, qué se incorpora o no de todo lo que se ofreció y fue admitido (Cerda, 2007), sin que el juez pueda disponer que una u otra parte aporte una prueba que no se haya ofertado, ni podrá obligarles a que incorporen aquello que se les admitió y que ya no quieran desahogar. En resumen: sólo puede considerarse como prueba lo aportado en el juicio oral y el marco de valoración del juez se reduce a ello; o, lo que es lo mismo, sólo a lo que las partes dispusieron, de tal suerte que no puede considerar las evidencias que no fueron incorporadas al juicio oral. 39 Acorde con dicho análisis, la verdad que se propone, y en la que se excluye cualquier actividad del juez en el marco probatorio, revela que la acusación y defensa aportarán lo que a su interés convenga (Cerda, 2007). Por esto en sus manos quedará el definir si ocultan o no evidencia o pruebas relevantes para el esclarecimiento del hecho, lo que termina por afectar al debido proceso si se razona en que el objetivo de éste no puede descansar en la posibilidad del engaño o en una decisión que se basa en el hecho falso. Por lo señalado hasta aquí en esta tesis, queda claro que, acorde al principio de contradicción y de igualdad de armas, la dinámica del proceso puede entenderse como una contienda entre las partes, una batalla entre acusador y defensa en la que tratarán de imponer su respectiva teoría del caso, de donde saldrá un vencedor y un vencido (Mora, y Villamil, 2008). Se supone que de esta fase derivará información de calidad para que el juzgador resuelva, con la confianza de que los contendientes, bajo la exigencia de una recíproca lealtad, buscan en común la justicia en un contexto de verdad. Sin embargo, en realidad así se excluye cualquier participación del juzgador durante el juicio oral respecto del marco probatorio, y su deber queda limitado al de un observador del desahogo y de la batalla que ante él se genera. Para justificar esto se convoca el principio del contradictorio y de la igualdad de armas, pretendiendo que tal aspecto puede entenderse a manera del principio político de separación de poderes, y enfatizando que eso obedece a la necesidad de que el juzgador se aboque sólo a juzgar y a reducir las prácticas inquisitivas; a separar las funciones propias del investigador y del acusador de las del juzgador. Se destaca así uno de los presupuestos básicos de la estructura del proceso acusatorio, cuyo fin es evitar que se afecte la independencia del tribunal: imponiendo una limitación para que el que juzga no pueda ordenar pruebas de manera oficiosa (Horvitz, y López, 2003a), y, por lo que a este trabajo interesa, que no pueda interrogar a testigos. Visto así, la actividad probatoria desarrollada por las partes tendrá como objetivo primordial persuadir en grado de certeza al juzgador para que elija entre las proposiciones fácticas propuestas por una u otra parte (Horvitz, y López, 2003b), 40 entre una u otra teoría del caso, sin que haya posibilidad de intervención del juzgador bajo el argumento de que se desnaturalizaría el sistema acusatorio. Es en esta estructura sostenida en el principio de contradicción como método de averiguación de la verdad de refutación y verificación (Cerda, 2007), entendiendo que son las partes las que producen las pruebas por el postulado de la igualdad de armas, y erigiendo como complemento la imparcialidad del juez, que se ha determinado la negativa a que éste aporte pruebas de oficio. Se arguye que cualquier posición opuesta desnaturalizaría el sistema, que lo contaminaría y lo pondría en riesgo de convertirlo en un inquisidor, cuando el propio sistema acusatorio es el único que posibilitaría una efectiva imparcialidad. Por tal causa se deja el dominio de las pruebas en manos de las partes, salvaguardando una posición diversa del juzgador con relación a la verdad material, la cual queda a expensas de las partes. La labor del juez, en este marco, se limitará a resolver de acuerdo con las pruebas aportadas, descansando en ello su juicio imparcial y objetivo (Moreno, 2007). Con un panorama en el que sólo se puede tener como prueba lo que las partes han incorporado a juicio, y en el que eso será lo único en lo cual el juzgador se basará para emitir su fallo sobre la absolución o la condena, un punto que refuerza la calidad de la decisión será la inmediación. De esta forma, en su vertiente formal, la inmediación daría la facultad al juzgador de presenciar el desahogo de las pruebas, de manera que pudiera captar directamente todos los pormenores que su receptación conlleva y que le permitirán valorarle; y, en su vertiente material, ello se traduciría en que la decisión del juzgador se fundamentaría en las pruebas que las partes incorporaran al juicio, sin considerar ningún elemento que no hubiere presenciado. La fuente única de la que el juez extraería los hechos serían las pruebas desahogadas en el juicio oral, en el entendido de que esto garantizaría la confiabilidad (Horvitz, y López, 2003b). 41 De las circunstancias descritas se desprenden dos consecuencias inevitables y relacionadas entre sí. La primera es que el resultado al que se arribará sólo guarda coincidencia con la verdad procesal, entendiendo como tal aquella que sigue los lineamientos procesales establecidos y que deriva del proceso y de las pruebas aportadas durante éste. La decisión, en ese sentido, será recta y legal, aunque prescinde de la realidad. Esto es, el juzgador, en este caso, atiende lo probado en el proceso, lo que implica que se tendrá como verdad lo declarado en su decisión independientemente de que no coincida con lo acontecido, al grado que incluso, al no ser así, no se afectará la rectitud del fallo, lo que al final produce una verdad aparente (Devis, 1981). La segunda consecuencia se refiere a que ese resultado más que la verdad como tal se entenderá como la declaratoria de aceptación de una verdad sugerida, pues obedecería a la construcción que cada parte planteó inicialmente en su respectiva teoría del caso. Aquella confirmada por la decisión resaltaría como la vencedora. Esta visión se justifica si se considera que cada parte (acusador y defensor) postula al inicio del juicio su propia teoría del caso y su particular propuesta de lo que pretende que el juzgador declare como verdad, que si recae el dominio de todo el marco probatorio en la actividad de las partes, desde el ofrecimiento hasta el desahogo, se limita la prueba a lo que pueda o no aportarse en la fase de recepción, y que el juzgador, en este caso, se limita a valorar lo aportado. De este modo, la declaratoria tendrá como base sólo una de esas versiones particulares, lo que querrá decir que el juez no tiene por tarea determinar la realidad de lo acontecido, sino que, debido a que el proceso se reduce a un asunto privado de las partes (Taruffo, 2010), solamente habrá lugar para la declaratoria de una verdad procesal o formal a sugerencia de aquellas que para con la realidad puede ser falsa. 1.2. Riesgo: la mentira como finalidad y resultado del proceso La verdad a la que se arriba bajo la estructura de un sistema acusatorio con un marco probatorio cerrado al dominio total de las partes y a la exclusión radical de la intervención del juzgador en su desahogo, se le puede denominar como procesal. 42 Sin embargo, el riesgo de continuar con este tipo de estructura sería un mayor alejamiento de la verdad material y que las decisiones recojan como declaración justa lo que no lo es, por declarar lo falso como tal. Asimismo, diversas limitaciones en los marcos procesales no favorecen la búsqueda de la verdad y redundan en la admisión, el desahogo o incluso en la valoración de las pruebas, lo que obstaculiza el arribo de pruebas relevantes y del conocimiento de hechos para beneficio del esclarecimiento, y que terminan en declaraciones de una verdad incompleta o en la no determinación de ninguna verdad. Lo que tendría su origen en asumir como cierto lo que es falso, aun a pesar de que se tenga como legal tal declaración (Taruffo, 2010). Así, si, como quedó señalado, el dominio del marco probatorio queda a disposición de las partes (acusador y defensa) y de sus finalidades, más que la verdad como tal prevalecerá una versión apegada a esos particulares intereses y a la persuasión del juzgador para que la declare vencedora de una contienda que asemejaría más a una competencia para definir un ganador. La verdad en esta situación queda desplazada como valor en la administración de la justicia, e incluso se vuelve irrelevante. La única calidad de la verdad sería el desarrollo instrumental o procesal. Si se trata de que las partes “ejerzan su poder monopólico de gobernar el procedimiento como quieran, entonces queda claro que la búsqueda de la verdad no está comprendida entre las finalidades del proceso” (Taruffo, 2010: 130). Esto degenera en que lo relevante consiste en seguir la forma, aunque la calidad de la decisión se mengüe con el riesgo de declarar como verdad lo que puede ser falso, o con que la finalidad del proceso no sea el esclarecimiento del hecho sino cumplir con la regla procesal. Lo cierto es que todo debiera ser al contrario, esto es, que la verdad fuera el medio para descubrir lo realmente acontecido y llegar así a la sanción o absolución de una persona. Que la decisión descanse en la declaración de la verdad de lo acontecido 43 para que se dé pauta a la protección y garantía efectiva de los derechos en conflicto, lo cual sólo puede predicarse si la verdad se impone en la decisión judicial. Es decir, el que vio afectados sus derechos por un delito no acude al tribunal esperanzado de que simplemente se cumpla con reglas procesales a sabiendas de que éstas implican la amplia posibilidad de que se declare como verdad lo que en realidad es falso, que se declare que no se violaron sus derechos aunque eso no haya sido así, o que se dé la absurda postura de que el inocente de un hecho confía en que prevalezca su inocencia aun sabiendo que, por las reglas procesales, se fortalece el establecimiento de su responsabilidad penal como verdad legal aunque ello sea falso, y de que acepte que su condena es correcta convencido de que todo se debe a que se han seguido las reglas. O bien, que se acepte la ilógica situación en la que la sociedad reconozca como justa una decisión a pesar de que se condena a un inocente, se libera a un delincuente y se sepa con certeza que todo se debe a una declaración falsa que se acepta como verdadera bajo la visión impuesta de que, al haberse cumplido con las reglas relativas a la decisión, ésta será justa. En suma, que se aplique una justicia puramente procesal donde el resultado no tenga relevancia, sino que baste la estructura básica del proceso y su asimilación por la sociedad para colegir que la declaración derivada deberá entenderse como justa por el hecho de que obedece la parodia de las reglas (Rawls, 2003) y porque el procedimiento fue seguido en la forma ya predeterminada. De aceptar una estructura procesal impuesta como la descrita se admitiría como justa su decisión pero, al mismo tiempo, se tendría que conocer todas las circunstancias que abarca, pues sólo así podría afirmarse su aceptación social como medio para impartir justicia. En efecto, para admitir este modelo de sistema acusatorio, tendría que afirmarse que la sociedad desdeña el conocimiento real de los hechos y la verdad como finalidad. La sociedad tendría que declarar como verdad legal lo que realmente sería falso. Una circunstancia absurda en su propio planteamiento puesto que supondría que la sociedad está consciente del riesgo amplio de que se condene a inocentes o se libere a autores de un delito, o que el error judicial al que fue inducido el juzgador no existe porque la estructura procesal 44 fue cumplida. Es claro que los riesgos referidos de la estructura básica del sistema procesal no se expanden para su conocimiento en toda la amplitud, de modo que no puede argumentarse que la sociedad lo hubiese aceptado y renunciado a la verdad sustancial como presupuesto del proceso. Es claro entonces que los riesgos son amplios si se observan los matices de este el marco probatorio y cuando éste no se expone a la sociedad cuya expectativa es una administración de justicia real y no sólo aparente. Con otras palabras: que si las partes monopolizan el marco probatorio, ordenan todo alrededor de su respectiva teoría del caso, deciden qué pruebas han de ofrecerse y desahogarse, y poseen incluso la posibilidad de ocultar pruebas relevantes que no concuerdan con sus respectivos intereses, manipulan las existentes, las adulteran o las fabrican, se tendría que de las dos propuestas de verdad derivadas de dos teorías del caso, y como no puede haber dos verdades, necesariamente una habría de ser falsa y la otra sería declarada como legal por el juez. Pero más aún, también puede ser que ambas propuestas sean falsas, que el juez sea persuadido a declarar como verdad una de las mismas, o que una sea falsa y la otra sólo muestre una fracción real de los hechos y que el juez declare como verdadera la falsa; o bien, que la segunda, al ser parcial, no pueda sostenerse como verdad sino contraponiéndola como parcialmente falsa, al no existir verdades a medias cuando así es procurado (Taruffo, 2010). En relación con lo referido, es destacable que la estructura planteada para el sistema acusatorio no sólo es contraindicada para la verdad de los hechos y el ideal de justicia (Taruffo, 2010), sino que el riesgo mayor es que se procure la mentira como finalidad y resultado del proceso. 1.3. Posición del juez ante la verdad (verdad buscada) La posición del juzgador ante la verdad ayuna de cualquier interés respecto de las partes y caracterizada por la imparcialidad, denota por sí misma que la finalidad en el proceso por él buscada es neutral con relación a la verdad y a las partes. Esto 45 quiere decir que si la posición de acusador y defensa en el proceso consiste en plantear su respectiva teoría del caso y presentar su versión sugiriendo que debe declarársela como verdad, aun cuando no se corresponda con la realidad, el juzgador, por el contrario, no se deberá inclinar por ninguna de esas partes. Si él no lo hiciera así se afectaría su imparcialidad. El interés del juez debe ser que lo que él falle se corresponda con lo acontecido, esto es, que lo declarado como verdad sea la verdad integral o material, la misma que se contempla en la fracción I del apartado A del artículo 20 de la CPEUM, a raíz de la reforma del 18 de junio de 2008, donde se reconoce que uno de los objetos del proceso es “el esclarecimiento de los hechos”, la correspondencia con la realidad. Si ello no se cumpliera, se daría el absurdo de suponer que el juzgador busca sólo la verdad procesal o aparente sin importar que la misma sea falsa. Una cuestión inadmisible, pues ello conduciría a la ilógica proposición de que el legislador hubiera establecido parámetros para elegir lo que no es verdad como declaratoria de lo justo, o que se cometa injusticia bajo el aserto de que se administra justicia (Devis, 1981). El propósito del juzgador no es declarar como justo lo que es falso, si así fuera se defraudarían la ley y la justicia. Se acude a la administración de justicia en defensa y protección de los derechos de las personas, y no a que, pretextando la legalidad (verdad procesal), se declare la afectación de una persona debido a una verdad aparente o engañosa. Evidentemente, esto no es lo que la sociedad espera de la institución que imparte justicia. Se evidencia entonces que, como la CPEUM lo establece, la verdad material es el objeto del proceso. En consecuencia, es en torno suyo que debe girar toda la actividad procedimental, y debe ser lo que prive en la búsqueda del juez, más allá de la pretensión o versión sugerida por las partes. Así, aunque se ha sostenido que el principio de contradicción favorece el acercamiento a la verdad, que ello impulsa la libre valoración de la prueba por parte del juzgador conduciéndolo a una información de calidad (Quintero María: 2011), a la igualdad de armas y a la limitación de su actividad, la exigencia de la verdad ante la 46 injusticia a que todo esto puede llevar no se ha pasado por alto por quienes asumen tal sistema. Es el caso de Colombia, donde el sistema acusatorio ha sido acotado para que no sea adversarial puro (replicando al de los Estados Unidos), sino que se module con las intervenciones del acusador y de la víctima frente al acusado. Y no obstante que todavía se niega a la intervención del juzgador, el sistema colombiano no deja de reconocer la necesidad incluso de las pruebas de oficio aun cuando sea de forma excepcional y se acuda a la idea del bloque de constitucionalidad (Moreno, 2007), destacando la exigencia de la verdad material como la que debe buscar el juzgador. Eso lo concretó la Corte Suprema de Justicia colombiana en su sentencia del 30 de marzo de 2006. En ella esta Corte avaló la inaplicación de un ordinal que prohibía la prueba de oficio subrayando que este sistema acusatorio no es del tipo puro y que el juez cumple un papel activo. En su Considerando I relativo a la legalidad y apreciación del testimonio de una menor de edad en un delito de abuso sexual en particular en su número 4 al que denomina “POSIBILIDAD CONSTITUCIONAL DE QUE EL JUEZ DECRETE PRUEBAS DE OFICIO”, tras reiterar la prohibición del juzgador para ordenar pruebas de oficio, resalta que ello no debe entenderse de manera absoluta, sino que los principios que informan la parte dogmática de la Constitución colombiana deben atenderse (y se enfatizan su preámbulo y los valores que abarca, entre éstos la exigencia de justicia). Dicha Constitución establece, como los tratados internacionales, el interés de la sociedad para que se reconstruya la verdad, la que no sólo vale para la investigación de los delitos, sino también si fuere el caso para la absolución de los inocentes. De ahí que destaque que el juzgador ocupa un papel protagónico. Y que, en tal sentido, cuando éste vela por el cumplimiento de los fines constitucionales del proceso penal por ejemplo, la justicia material como uno de los valores superiores del Estado, no se puede relegar al juez al papel de un espectador que sólo está allí para declarar la verdad que construyan las partes. El juez debe priorizar la verdad 47 histórica objetiva en la cual descansa la justicia material, y no solamente la formal, es a esta instancia a la que le corresponde salvaguardar los derechos fundamentales tanto del acusado, como los de la víctima. Por eso la prohibición de pruebas de oficio tendrá excepciones cuando, en el caso concreto, su aplicación sea incompatible con aquellos valores; entonces deberá quedar omisa su prohibición, para, en su lugar, aplicar la Constitución en su calidad de norma preponderante, con el fin de garantizar el cumplimiento de los fines constitucionales del proceso penal (Corte Suprema de Justicia de Colombia, proceso no. 24468). Se trata de la misma inquietud por la afectación de la verdad como objeto procesal que muestran otros ordenamientos que receptan el sistema acusatorio y que admiten aunque limitadamente la posibilidad de intervención del juzgador en el marco probatorio. Esto sucede con el alemán, el francés, la Ley de Enjuiciamiento Española o el Código Procesal de Portugal (Armenta Deu, 2011). Más aún, el sistema adversarial de Estados Unidos señalado de sistema puro y que no da pauta sino a la verdad procesal ha evidenciado su inquietud por la verdad material. Así lo muestran los Federal Rules of Evidence en cuya regla 102 con relación al propósito de tales reglas, establece que “Estas normas deben ser interpretadas en el sentido de administrar cada proceder de manera justa, eliminar gastos y retrasos injustificables, y promover el desarrollo del derecho evidencia, hasta el fin de averiguar la verdad y asegurar una determinación justa”2. Como puede apreciarse, la parte final conmina a que la finalidad consiste en averiguar la verdad y asegurar una determinación justa. Esto es por sí mismo ilustrativo de cómo en el sistema estadounidense la exigencia del esclarecimiento de los hechos (la verdad material) se impone como necesidad ante las deficiencias a que pudiera conducir su propio “Rule 102. Purpose. These rules should be construed so as to administer every proceeding fairly, eliminate unjustifiable expense and delay, and promote the development of evidence law, to the end of ascertaining the truth and securing a just determination.” 2 48 sistema adversarial; al grado que y esto argumenta a favor del propósito de este trabajo se destaca la regla 6143: Regla 614. Llamadas de Corte o declaración de un testigo (a) Llamada. El tribunal podrá citar a un testigo o a petición de parte. Cada parte tiene derecho a interrogar al testigo. (b) Examinar. El tribunal podrá interrogar al testigo sin importar quien llama al testigo […] Esto es, el sistema adversarial calificado como duro, acepta la relevancia de la verdad como objeto de la prueba, lo cual faculta a la Corte a llamar y a examinar a testigos de oficio (por sí), implicando de esta forma el derecho de las partes a interrogarlos, y estableciendo la potestad de que el tribunal también lo haga. La misma circunstancia puede apreciarse en el marco del derecho internacional de los derechos humanos, pues en el procedimiento que rige en la Corte IDH al conocer de un asunto respetando el derecho de contradicción y en concordancia con los arts. 52, en sus núms. 1 y 58 de su reglamento contempla la posibilidad de formular preguntas a toda persona que comparezca ante la Corte (testigos, peritos o víctimas), y procurar de oficio toda prueba que se considere útil y necesaria. Lo anterior, muestra cómo el que se asuma un sistema acusatorio no afecta en modo alguno el interés primordial de la verdad como presupuesto del propio acceso a la justicia, y de que lo contrario implicaría el absurdo de que, so pretexto de la verdad formal, se aceptara la emisión de decisiones ajenas a la realidad de los hechos, lo que rompería con la finalidad de protección y respeto de los derechos, y se impulsaría la defraudación de la expectativa que motiva acudir al tribunal para hacer valer los derechos violados. 3 Rule 614. Court’s Calling or Examining a Witness. (a) Calling. The court may call a witness on its own or at a party’s request. Each party is entitled to cross examine the witness. (b) Examining. The court may examine a witness regardless of who calls the witness […] 49 Por eso es que, en principio, al juzgador no debe interesarle primordialmente declarar que la propuesta de una u otra parte asuma el carácter de verdad. De ser así, se admitiría la predisposición para aceptar una verdad sugerida que puede no corresponder a la realidad, con lo que se daría la posibilidad de declarar como verdad algo falso. La consecuencia sería la renuncia a la verdad que corresponde a la realidad, lo que afectaría, a fin de cuentas, la calidad de la decisión del juzgador. La verdad buscada debe mantenerse presente como objeto procesal y con independencia de la teoría del caso de las partes. Es decir, que el juzgador debe declarar como verdadera una aproximación al real acontecer de los hechos; si bien esto puede o no reflejar las propuestas de las partes, tal coincidencia no se ha fijado como finalidad. Esa independencia reafirmaría la imparcialidad del juzgador, quien se fortalece cuando él mismo se muestra ajeno a cualquier interés de los contendientes en el juicio. Sólo así se destacará el valor social que la verdad representa, más allá de cualquier ideología que pretenda imponerse a raíz de la implementación de un sistema procesal como su correspondencia con un Estado democrático de derecho, contrariamente a lo que llega a sostenerse para mantener un sistema dominado monopólicamente por las partes. Esto es, si las limitaciones a la consecución de la verdad material derivan, entre otras circunstancias, hacia las reglas propias del proceso establecido por el legislador, o a las que sobre la prueba se han impuesto generando el riesgo de manipulación probatoria y de imposición de falsedad sobre el real acontecer (Ferrer, 2005), la limitación del juzgador en torno a la calidad de su decisión y ante la absoluta disposición de las partes sobre la prueba desdeñarían la verdad y con ello la exigencia de justicia. Una cuestión así no se justifica, pues ello no puede quedar sujeto a la base ideológica de un individualismo competitivo que deja la solución de un conflicto en un desarrollo meramente instrumental, pretextando un equilibrio que enmarca una contraposición de intereses egoístas que sólo buscan satisfacerse sin pretender el resultado justo (Taruffo, 2010). Si se admite esto se sugeriría que “lo 50 que es técnicamente posible (usando el derecho, aunque sea de manera torticera) es éticamente aceptable […]” (Atienza, 2009: 18-19). Lo que no corresponde a las expectativas de la sociedad, pues en todo caso priva la verdad como un valor que debe impregnarla. La búsqueda de la verdad entonces representa un valor del que la sociedad no espera que se desarrolle con base en el engaño ético ni político, ello excluiría su progreso y provocaría el rechazo del ente político que no habla con la verdad u oculta las consecuencias de sus actos (Taruffo, 2010). Para la administración de la justicia esto se constituye en finalidad, en su tarea fundamental e ineludible. Por eso la actividad del juzgador termina por ser representativa de un sistema democrático de derecho puesto que “el fundamento de legitimidad sustancial de la jurisdicción no es el consenso de la mayoría, sino la verdad de sus decisiones” (Ferrajoli, 2006: 9). Eso testimonia la democracia en un Estado, que la misma no se agota en su acepción instrumental y formal (la elección de los gobernantes y la garantía de la participación universal). La democracia tiene también una faceta que se compone de los derechos fundamentales arropados en la Constitución, donde lo que interesa no es quién decide o cómo lo hace, sino aquello sobre lo que no es factible decidir. La propia Corte IDH lo ha contemplado (Corte IDH, Caso Gelman, párrafo 239): lo que resulta intocable de toda persona por parte de los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial son los derechos. Éstos son de todos, tanto de los que sufren procesos como de los que purgan penas (Ferrajoli, 2006). Son los derechos que el juzgador debe proteger al resolver en sentencia. De esta forma se decanta una nueva visión de la democracia en la que los poderes públicos que enmarcan al Estado se ven limitados por tales derechos, de tal suerte que, si a través de la ley que implementa un “sistema penal” determinado, se resalta que proviene del legislativo como representación de la mayoría, luego entonces dicha mayoría está limitada por los derechos fundamentales que ha recogido; en correlación de una democracia formal, se tiene la democracia real y sustantiva la cual denota una moral interna que conlleva el apreciar la dignidad e igualdad de todos los seres humanos, en lo cual la exigencia de justicia es uno de los principios básicos (Barak, 2009). 51 Entendida la democracia en ese sentido que el juzgador actúe planteando la verdad como su objeto y que su participación sea activa en un proceso acusatorio, se enfatizaría su carácter sustancial, de tal suerte que incluso ante una prohibición legal de su intervención, el juez deberá actuar en pro de la protección de los derechos inherente a ese carácter; primando la supremacía de los derechos humanos de las personas, los cuales privan ante la mayoría que fue plasmada en la ley por el legislativo que la representa. Ninguna mayoría puede justificar la afectación de los derechos humanos (Salazar, 2006), por lo que se puede sostener que “No se puede condenar o absolver a un hombre porque convenga a los intereses de la mayoría. Ninguna mayoría, por aplastante que sea, puede hacer legítima la condena de un inocente o la absolución de un culpable” (Ferrajoli, 2006: 9). Es así que, bajo el paradigma democrático, la verdad buscada por el juzgador debe ser aquella que corresponde a la realidad de los hechos independientemente de la planteada por las partes. Sólo así se cumpliría con la función primordial de proteger los derechos, de aceptar que la verdad es presupuesto de justicia y que si se permite que el engaño influya en las decisiones judiciales sería defraudar el derecho vulnerado (Tarazona, y Herrera, 2011) y al propio órgano que imparte la justicia. Esta circunstancia suele olvidarse al plantear la idea del debido proceso, lo cual sucede cuando se circunscribe éste en la academia, o en la práctica judicial a observar sólo el aspecto formal regulado por las normas secundarias. Se llega así al modelo meramente instrumental, al que pasa por alto su carácter sustancial y degenera en los absurdos de que la sociedad se conforme con un conjunto de reglas que se supone son establecidas para garantizar su acceso a la justicia, pero que no se cumplen, de que aunque han sido violados sus derechos se conforme con una resolución que se los niega formalmente, y aceptando como justa esta negación aun sabiendo que la decisión judicial puede descansar en la mentira. Ante eso, el enfoque del juzgador habrá de ser la realidad del acontecer como objeto de su función, atendiendo a la exigencia que la verdad como derecho de todo ser 52 humano impregna a su propia labor, y que se recoge tanto en la propia Constitución, como en el marco internacional, lo que puede observarse desde dos enfoques: el primero sería que la exigencia de “resolver conforme a derecho” implica la terminación de un conflicto y la determinación de una situación jurídica (Taruffo, 2010) en materia penal acorde al principio de la exacta aplicación de la ley que contempla el artículo 14 de la Carta Magna, lo que significaría que sólo cuando se demuestre que una persona cometió un delito habrá lugar a su condena, que únicamente cuando exista el hecho como delito, la ley podrá ser aplicada. Una decisión opuesta sería errónea. De este modo la verdad cobraría relevancia como presupuesto de la aplicación de la ley con la decisión judicial. Si no existe el hecho que presupone la norma jurídica no se podrá afirmar que se resuelve conforme a derecho. En cuanto al segundo enfoque. De limitar al máximo la intervención de juzgador con relación a la verdad que interesa al proceso, y considerar que la decisión que debe tenerse como justa es aquella que ha seguido las reglas del proceso implicaría que el juzgador incumple con su deber de proteger los derechos humanos, que auspicia que el ejercicio de un derecho afecte los derechos de los demás, olvidando que los derechos humanos no son absolutos y tienen matices (Barak, 2009), que los derechos se ven limitados por los deberes enfatizados por el artículo 32 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, pues si se tratare de quien en la realidad cometió un hecho y fuese liberado, o se condenare a quien no cometió delito alguno, ello significará que ni se garantizaron ni se protegieron los derechos implicados, o que se protegieron los derechos de uno pero no los del otro. Esto es, si el sujeto autor de un hecho delictivo fue exonerado en una decisión procurada por engaño, ocultamiento o manipulación de las pruebas por el defensor, se incumplirá el deber de proteger el derecho de la víctima, se reiterará “legalmente” el actuar del otro afectando el derecho de los demás, replicando el humor negro del 53 filme El esqueleto de la señora Morales,4 en el cual Pablo Morales, tras planear el crimen perfecto, quita la vida a su esposa, y como, por ocultamiento, las pruebas no llegan al proceso judicial, Pablo es absuelto. Después de esto él acude con el cura familiar y allegado de la occisa para confesarle su crimen con sarcasmo al aclararle que no lo puede denunciar porque no puede ser juzgado dos veces por el mismo delito, y que sólo se lo dice “para que tenga en que pensar”. Esta misma circunstancia se presentará cuando se condene a un inocente que verá afectada su libertad por vicios en las prueba tendenciosamente propuestas para mostrar una versión particular de un hecho ajena a la realidad. Los derechos en conflicto en un proceso penal son derechos humanos. Por una parte la libertad y la vida del acusado, como aquellos atinentes al debido proceso, y, por la otra, los de la víctima. Si se toma en consideración que los tipos penales se establecen para la protección de bienes jurídicos que coinciden en su apreciación como derechos humanos el Título Primero de nuestra Constitución así los califica, y que el art. 1 de la Carta Magna enfatiza que uno de los deberes del Estado es su protección, lo que, en este caso, recae en la actuación del juzgador, ello querrá decir que el acceso a la justicia que contempla el 17 en función del 14 del mismo ordenamiento, no implicará nada más acceder a los tribunales, sino hacerlo con la expectativa de que quien se ve en riesgo o afectado en uno de sus derechos fundamentales obtendrá la protección. Por estas causas sólo la verdad como objeto del proceso y como parámetro principal del debido proceso puede conducir al respeto y no violación de los derechos de las partes. Así queda justificada la intervención del juzgador como parte del Estado para buscar la realidad histórica y no circunscribirse a los riesgos que entraña el monopolio absoluto de las partes en el desahogo de las pruebas. Más aun cuando ello se ha establecido constitucionalmente, dando de este modo la pauta para incorporar al proceso penal una visión triangular en torno al objeto del proceso cuyo vértice principal (al presuponerse para un resultado justo, no porque sea jerárquicamente 4 Rogelio A. González (dir.), El esqueleto de la señora Morales, act. de Arturo de Córdova, Antonio Bravo y Amparo Rivelles, guion de Luis Alcoriza, México, Alfa Films, 1959, 92 min. 54 superior a los otros derechos) es la verdad de lo acontecido, la protección del inocente y el evitar la generación de impunidad. Sólo con la verdad como parámetro de búsqueda procesal se logra que la actividad jurisdiccional no condene a un inocente o libere a quien cometió un delito, que no haya posibilidad de un error judicial provocado, sólo bajo la exigencia de esta consecución se podrá ser congruente con la obligación estatal de garantizar el respeto de los derechos humanos. La decisión errónea evidenciaría el incumplimiento de tal obligación y de que el sistema penal más que instrumento de justicia es un instrumento para evadirla. Esto es, que este sistema penal no permite evadir la responsabilidad de haber cometido una infracción (los derechos están limitados por el respeto de los otros), y que tampoco condena inocentes. Por el contrario, resolver en derecho implicará atender al arropaje del derecho afectado, que la ley aplicada por el juez conlleva que, efectivamente, el sancionado lo sea porque cometió el supuesto de hecho que la norma contempla, porque trastocó el derecho que la misma protege. Y, correlativamente, que al ser absuelto, la realidad buscada denota su inocencia. Si todo esto no se cumple de esa forma se daría sitio al humor negro de Pablo Morales en el que los operadores del sistema “tendríamos en que pensar” con la revelación de la verdades ocultas por el alto riesgo de manipulación de pruebas, y la limitación total del juzgador para buscar la realidad de lo acontecido. Por eso se considera justificada la intervención del juzgador acorde al objeto procesal precisado. Sin embargo, dados el sistema penal que se implementa y el respeto del principio de imparcialidad, sólo se podría considerar su facultad para interrogar a quienes comparecen ante el juez de juicio oral. Primero, porque al desarrollarse el juicio oral ya habría pasado la etapa (intermedia) en la que se habrían determinado las pruebas para el desahogo en el juicio oral, de tal modo que no podrían aportarse más que las admitidas, y, en segundo lugar, porque en el supuesto de interrogar a quienes comparecen, el juez tendría que hacerlo respecto de las pruebas que las partes han ofertado, mismas que sólo conocerá hasta ese momento (durante el juicio oral), con lo que no habría duda de que no conoce nada 55 del asunto ni a las partes, que se encuentra completamente ayuno de conocimiento respecto al mismo, y que, consecuentemente, es ajeno a cualquier interés particular de las partes y se mantiene incólume su posición imparcial, lo cual se comprometería si antes se allegara pruebas distintas de las ofertadas por las partes. 2. EL ESCLARECIMIENTO DEL HECHO COMO DERECHO HUMANO Y COMO SUSTENTO DEL DEBIDO PROCESO Los derechos humanos en el marco internacional son tratados de manera distinta al derecho internacional público, el cual (a mi parecer) se destina a regular las relaciones desde un punto de vista de coordinación, entendiendo a las partes contratantes como iguales, y pretendiendo alcanzar parámetros normativos en torno a concesiones recíprocas. Aun cuando por lo que toca a los derechos humanos se pudieran establecer fuentes aparentemente afines (Sorensen, 2002) como los mismos tratados internacionales, la costumbre, los principios generales del derecho o las decisiones judiciales (por las instituciones reconocidas para tal efecto), y con ello se afirmara que las reglas de interpretación de los tratados se aplican también a los tratados de derechos humanos (Cancado Trindade, 2001), el marco es totalmente distinto si se observa el propio objeto de su regulación. Así, el derecho internacional de los derechos humanos conduce a que la interpretación revista un carácter específico acorde a su objeto. La protección de los derechos humanos impone conceptos que enmarcan una finalidad autónoma, a cuya realidad se ajusta la exigencia del cumplimiento de su objeto: el libre y pleno ejercicio de los derechos humanos, y la amplia protección que ello implica. De esta forma, aun cuando se establezca que, como en los demás tratados, existen reglas coincidentes, el alcance varía de manera considerable y donde su especificidad realza su carácter autónomo respecto del derecho internacional público al grado que la apreciación de la regla Pacta sun servanda alcanza una connotación más amplia acorde al objeto específico que no es otro sino el derecho humano, e incluso, si hubiere obscuridad, se atendiera a la buena fe, texto, 56 contexto, objeto y fin del tratado relativo, o a la interpretación acorde a los efectos del propio tratado. En el caso de los tratados de derechos humanos tales reglas se concretizan como aspectos diversos, esto es, no se reducen a meras obligaciones y derechos subjetivos recíprocos entre partes, sino que tienen como referencia principal al ser humano investido de derechos esenciales, y por ende que exige obligaciones de respeto, protección y garantía, además de órganos de supervisión como la Corte Interamericana para una mayor protección de los derechos humanos. Esto difícilmente podría sostenerse únicamente con el derecho internacional público, por ejemplo, con las reservas de los tratados internacionales, si por las mismas se entiende que “la manifestación hecha por una parte de no encontrarse dispuesta a aceptar alguna disposición determinada o de pretender alguna otra variación a su favor […] constituye una proposición de enmienda al texto del tratado” (Sorensen, 2002: 215), las cuales, aunque contienen la posibilidad de su aceptación siempre que no sea contraria al objeto y propósito de la Convención, deberán entenderse en su interpretación bajo la más amplia protección a los derechos del ser humano, reconociéndose incluso la categoría ius cogens para los mismos. Desde tales consideraciones, los derechos humanos en el marco internacional implican que el o los Estados, al suscribir tratados internacionales sobre derechos humanos, asumen las obligaciones específicas en torno a éstos, por ejemplo, respetar, garantizar y proteger, por lo que su incumplimiento le generaría responsabilidad internacional, tanto por violar un derecho humano de manera directa por omisión o acción positiva, como de manera indirecta cuando son los particulares quienes realizan tales violaciones. La obligación del Estado con relación a los derechos humanos reconocidos en un tratado firmado es actuar garantizando su libre y pleno ejercicio, de tal suerte que incluso incurrirá en responsabilidad si omite la investigación y sanción de los responsables directos y la reparación a las víctimas (Nash, 2005). 57 Estas obligaciones del Estado son acordes al art. 1 de la Convención Americana sobre Derechos humanos, y con la limitación al carácter absoluto de los derechos humanos que describe el artículo 32 del mismo instrumento internacional, para lo cual, en concordancia con los procedimientos constitucionales y de la Convención, deberá adoptar las medidas legislativas o de otro carácter para hacer efectivos los derechos y libertades. En ese sentido, resulta inconcuso que el proceso penal aparece como una de tales medidas protectoras de los derechos humanos puesto que los arropa como bienes jurídicos en los tipos penales ante su posible afectación por particulares. Para cumplir lo anterior, el Estado instituye tribunales para que ante ellos se ventilen los procedimientos por los que se determina y sanciona a los particulares que afectaron derechos de otros individuos. Luego entonces es un derecho humano el acceso a los órganos de administración de justicia, los cuales, por otra parte, habrán de actuar respetando el debido proceso compuesto por las garantías judiciales contempladas en el art. 8 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, y serán los juzgadores quienes emitan la decisión que determinará si se cometió un delito y si una persona es o no responsable de esa comisión. Se destaca así la relevancia de la verdad como un derecho humano y como presupuesto de la decisión, pues tratándose de derechos humanos, ante su violación real, el afectado acude ante los tribunales con la expectativa de su protección (Corte IDH, Caso Blanco Romero, párrafo 62). Si ello no fuera así, el Estado fallaría en su deber de garantía y protección de los derechos humanos. En consecuencia, el derecho a la verdad debe considerarse como inherente del acceso a los tribunales, según lo ha reconocido la Corte IDH: En cuanto al llamado derecho a la verdad, este tribunal lo ha entendido como parte del derecho de acceso a la justicia, como una justa expectativa que el Estado debe satisfacer a las víctimas de violaciones de derechos humanos y a sus familiares y como una forma de reparación. Por ende, en su jurisprudencia, la Corte ha analizado el derecho a la verdad dentro de los artículos 8 y 25 de la Convención [...] la Corte no estima que el derecho a la verdad sea un derecho autónomo consagrado en los 58 artículos 8, 13, 25 y 1.1 de la Convención, como fuera alegado por los representantes. El derecho a la verdad se encuentra subsumido en el derecho de la víctima o sus familiares a obtener de los órganos competentes del Estado el esclarecimiento de los hechos violatorios y las responsabilidades correspondientes, a través de la investigación y el juzgamiento. (Corte IDH, Caso masacre de Pueblo Bello, párrafo 219). Con base en este dictamen, es posible afirmar que el derecho de acceso a la justicia no quiere decir el simple acceso a los tribunales, sino que todo ello debe regirse por un parámetro tendiente al esclarecimiento real de los hechos. Por lo tanto, si el Estado utiliza un procedimiento con riesgos evidentes de ocultamiento de la verdad y de que se falle en error judicial, no puede ostentarlo como un debido proceso, ya que degeneraría en un trámite ilusorio de expectativa de justicia. Así se desprende de la interpretación que ha hecho la Corte IDH: El derecho de acceso a la justicia no se agota con el trámite de procesos internos, sino que éste debe además asegurar, en tiempo razonable, el derecho de la presunta víctima o sus familiares a que se haga todo lo necesario para conocer la verdad de lo sucedido y para que se sancione a los eventuales responsables (Corte IDH, Caso La Cantuta, párrafo 66). Si la verdad histórica de lo acontecido es inherente al debido proceso, no es factible pretender que el sólo seguimiento de las reglas procedimentales será suficiente para señalar que se satisface el acceso a la justicia y al debido proceso. Debe, con base en esta argumentación, descartarse que la administración de la justicia y el esclarecimiento del hecho se reduzcan a la gestión de las partes. La Corte IDH lo ha defendido así: Esta Corte ha señalado reiteradamente que la obligación de investigar debe cumplirse “con seriedad y no como una simple formalidad condenada de antemano a ser infructuosa”. La investigación que el Estado lleve a cabo en cumplimiento de esta obligación “[d]debe tener un sentido y ser asumida por el [mismo] como un deber jurídico propio y no como una simple gestión de intereses particulares, que dependa 59 de la iniciativa procesal de la víctima o de sus familiares o de la aportación privada de elementos probatorios, sin que la autoridad pública busque efectivamente la verdad (Corte IDH, Caso Bulacio, párrafo 112). La congruencia de la anterior determinación es válida si se considera que el obligado a respetar y garantizar los derechos humanos es precisamente el Estado, de modo que las reglas procedimentales deben atender esa visión protectora; por eso, incluso si se acatan tales reglas internas no puede pasarse por alto dicha finalidad. De ahí que la Corte IDH haya llamado la atención acerca de que se han tolerado los medios que la ley dispone al servicio de la defensa y permitido por los órganos jurisdiccionales, lo que se traduce en que éstos olviden que su función no se agota en posibilitar un debido proceso que garantice la defensa en juicio, sino que también deben asegurar el derecho a saber la verdad de lo sucedido y la sanción de los responsables (Corte IDH, Caso Bulacio, párrafo 114; en el mismo sentido, véase el Caso Myrna Mack Chang, párrafos 208, 209). El Estado, a través de los órganos jurisdiccionales, tendrá por el medio arriba enunciado una participación activa en el procedimiento penal, lo cual sería para garantizar un acceso real a la justicia y asegurar que la verdad se mantenga como un derecho inherente, que el debido proceso no se utilice como un instrumento evasor generando impunidad e incumpliendo con el deber estatal de proteger los derechos humanos, para que, al contrario, como la propia Corte IDH lo ha dispuesto, sean los jueces los rectores del proceso que “deben dirigir y encauzar el procedimiento judicial con el fin de no sacrificar la justicia y el debido proceso legal en pro del formalismo y la impunidad” (Corte IDH, Caso Myrna Mack Chang, párrafo 211). El objetivo sería que impere tal finalidad incluso por encima de principios como el Non bis in idem, contemplado en el art. 8, fracción 8.4, de la Convención, pero que ha hecho que la Corte IDH señale que no tiene carácter absoluto, y que por lo tanto no sea aplicable cuando: i) la actuación del tribunal que conoció el caso y decidió sobreseer o absolver al responsable de una violación a los derechos humanos o al derecho 60 internacional obedeció al propósito de sustraer al acusado de su responsabilidad penal; ii) el procedimiento no fue instruido independiente o imparcialmente de conformidad con las debidas garantías procesales, o iii) no hubo la intención real de someter al responsable a la acción de la justicia. Una sentencia pronunciada en las circunstancias indicadas produce una cosa juzgada “aparente” o “fraudulenta”…. si aparecen nuevos hechos o pruebas que puedan permitir la determinación de los responsables de violaciones a los derechos humanos, y más aún, de los responsables de crímenes de lesa humanidad, pueden ser reabiertas las investigaciones, incluso si existe un sentencia absolutoria en calidad de cosa juzgada, puesto que las exigencias de la justicia, los derechos de las víctimas y la letra y espíritu de la Convención Americana desplaza la protección del non bis in idem (Corte IDH, Caso Almonacid Arellano, párrafo 154; en el mismo sentido, Caso La Cantuta, párrafo 153). De acuerdo a lo anterior se puede concluir que el derecho a la verdad es un derecho humano que involucra el acceso a la justicia y al desarrollo del proceso con las garantías judiciales que esto implica. Que rige el debido proceso, lo cual no se limita al establecimiento de tribunales y trámites que le son relativos. Que para ser congruentes con la exigencia de que el Estado cumpla con su obligación de proteger y garantizar el goce y libre ejercicio de los derechos humanos, el aparato judicial deberá eludir toda posibilidad de error y emisión de sentencias fraudulentas, y que de probarse una violación necesariamente tendrá que haber sanción para los responsables (Corte IDH, Caso masacres de El Mozote y lugares aledaños, párrafo 298). Es una cuestión que la Corte IDH confirma cuando resalta que los artículos 1.1, 8 y 25 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos protegen la verdad en su conjunto, sin que valga para ello la obtención de la verdad fuera del procedimiento judicial o por otros medios, o posteriormente, pues en ninguna forma se sustituye la obligación de lograr la verdad a través de los procesos judiciales (Corte 61 IDH, Caso Almonacid Arellano, párrafo 150), pues evidentemente ello entraña la exigencia de que se ubique y sancione a los responsables de la violación a derechos humanos. 3. PRINCIPIO DE INTERDEPENDENCIA 3.1. Noción El art. 1 de la CPEUM recoge, entre otros derechos humanos, los principios de interdependencia e indivisibilidad, los cuales, desde la perspectiva de este trabajo, conviene explicar en qué consisten y cómo inciden en la consideración del objeto del proceso penal. Los derechos humanos deben entenderse como propios de todo ser humano en cuanto tal. De ahí que todos gocen de los mismos. Sin embargo, cuando se los estudia es imposible hacerlo aislándolos unos de otros, debido a que se encuentran vinculados entre sí, de modo que deben tratarse en forma global y de manera justa y equitativa, en pie de igualdad y dándoles el mismo peso ( DPAV, art. 5). De esta forma se muestra el carácter interdependiente de los derechos humanos, y que la exigencia de dar a cada cual el mismo peso conlleva su carácter indivisible. Esto se justifica si se aclara que todos los derechos humanos se originan en la dignidad y valor de la persona humana como sujeto central de tales derechos y libertades fundamentales (DPAV, preámbulo). La interdependencia entonces implica la vinculación entre derechos, que éstos no pueden considerarse por separado, y que han de verse como un conjunto en el que no hay jerarquías que lleven al Estado a atender unos en detrimento de otros (Blanc, 2001), esto es: el incumplimiento de uno incide necesariamente en otro. La interdependencia significa que la existencia de un derecho depende de la realización de otro derecho, de modo que el respeto y garantía de uno incide en el otro, lo que equivale a una relación mutua para su vigencia (Vázquez, y Serrano, 2011). En suma, los derechos suponen una común juridicidad donde la existencia real de cada uno de ellos se logra por la apreciación conjunta de todos (Blanc, 2001). 62 3.2. Interdependencia del derecho a la verdad, acceso a la justicia y presunción de inocencia El derecho de acceso a la justicia en México está contemplado en el artículo 17 de la Constitución. Allí se determina que el Estado se encuentra obligado a garantizar y proteger los derechos humanos, lo que conlleva el establecimiento de tribunales a los que se acuda cuando aquellos han sido afectados; el acceso a la justicia, en este sentido, es la vía para reclamar dichas afectaciones (Birgin, 2006). En relación al artículo 1 constitucional, y en función del art. 1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, se trata de una de las vías por las cuales el Estado cumple con su obligación de proteger los derechos humanos, asumiendo con ello la investigación y sanción de los que perpetran las eventuales violaciones, pues una de sus responsabilidades sería no actuar cuando los particulares violan los derechos de los otros, de donde resulta el procedimiento penal para tal finalidad ( CEJIL, 2010). Asimismo, para el acceso a la justicia existe el respaldo del artículo 8 de la Convención, en el cual se tiene a la verdad como presupuesto de un derecho humano, mismo que no puede entenderse como autónomo sino impregnado en todo momento de la actividad estatal. Si ello no fuera así, el Estado no podría sostener que cumple con la obligación de proteger y garantizar el libre ejercicio de los derechos humanos. A mayor abundamiento. Si se pretendiera que el derecho de acceso a la justicia queda satisfecho mediante tribunales y trámites internos, sin importar la calidad del fallo, en realidad el Estado no estaría cumpliendo con su deber protector. La existencia real de derechos reclama su protección real, y no sólo aparente, de tal manera que frente a su afectación sólo la verdad obtenida en la decisión judicial podría asegurar el respeto de lo existente. Una resolución basada en el engaño procurado impide la protección, respeto y garantía de los derechos lo que es obligación del Estado. Incluso si éste pretendiera que el resultado proviene de las reglas del juego procesal, la realidad y afectación del derecho no se borrará con ello, ni con la afirmación de que lo resuelto es una verdad legal. La violación al derecho humano no se borra dando matices de legalidad a una impunidad real, pues, en los 63 hechos, no se estaría responsabilizando a los autores de las violaciones, quienes estarían fuera de la investigación y la sanción.5 De esto resulta que no puede haber acceso a la justicia sin derecho a la verdad, y que ésta no puede existir sólo con la sanción de responsables y reparación a las víctimas; requiere, además, el debido acceso a la justicia, lo cual se origina en una real actividad del Estado para esclarecer los hechos. Lo anterior atañe de forma directa a la persona a quien se atribuye un hecho violatorio. Necesariamente debe respetarse su derecho a ser oído ante los órganos jurisdiccionales, y en especial su derecho a la presunción de su inocencia, independientemente de las visiones en las que puede ser contemplado: ya desde el punto de vista probatorio, ya en torno a la imputación de la responsabilidad penal de un individuo que no ha sido juzgado, o bien, cómo debe tratarse al inculpado de un delito o a los presos sin condena (O’Donnell, 2012). Conviene destacar el primer aspecto porque lleva a entender que una persona debe presumirse inocente a menos que se pruebe que en efecto cometió el delito. Este derecho significa que se respeta el acceso a la justicia, pues sólo el juez podrá determinar dicha situación jurídica, aunque, durante el proceso, el órgano persecutor aporta las pruebas para desvirtuar la presunción de inocencia. En ese sentido, y de acuerdo al deber estatal de proteger los derechos humanos de las personas (en este caso, la libertad), se obliga una investigación que no obstaculice el arribo a la verdad de los hechos, pues si el Estado redujera su labor al establecimiento de tribunales y trámites internos se correría el riesgo de condenar a un inocente. La exigencia probatoria desde este punto de vista no es más que el arribo a la verdad, la comprobación plena de que se cometió un hecho delictuoso, tal y como lo ha expuesto la Suprema Corte de la Nación: 5 Al respecto es útil la definición de impunidad en Conjunto de principios actualizado para la protección y la promoción de los derechos humanos mediante la lucha contra la impunidad. Informe de Diane Orentlicher, Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas.E/CN.4/2005/102/Add.1. 8 de febrero de 2005. 64 La Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha reiterado en diversos asuntos que el principio de presunción de inocencia es un derecho universal que se traduce en que nadie puede ser condenado si no se comprueba plenamente el delito que se le imputa y la responsabilidad penal en su comisión, lo que significa que la presunción de inocencia la conserva el inculpado durante la secuela procesal hasta que se dicte sentencia definitiva con base en el material probatorio existente en los autos (los subrayados son propios). Esa misma exigencia probatoria la ha hecho la Corte IDH: “El principio de la presunción de inocencia, tal y como se desprende del artículo 8.2 de la Convención, exige que una persona no pueda ser condenada mientras no exista prueba plena de su responsabilidad penal. Si obra contra ella prueba incompleta o insuficiente, no es procedente condenarla, sino absolverla” (Corte IDH, Caso Cantoral Benavides, párrafo 120). De ello se desprende que la exigencia de plenitud probatoria para desvirtuar la presunción de inocencia quiere decir que única y exclusivamente cuando la verdad imponga que el sujeto cometió el delito habrá lugar a la condena. Sólo así se podrá considerar que él tuvo un real acceso a la justicia y que el Estado respetó y protegió sus derechos. Sin que dicha normativa se oponga al artículo 2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos en donde se advierte que el Estado puede implementar más medidas para esclarecer un hecho violatorio de derechos humanos, aunque esto no sustituye la exigencia de que se realicen los procesos judiciales respectivos, como la averiguación de los responsables y su sanción, cuestión que la Corte IDH ha expuesto: La Corte ha establecido con anterioridad que el derecho a la verdad se encuentra subsumido en el derecho de la víctima o sus familiares a obtener de los órganos competentes del Estado el esclarecimiento de los hechos violatorios y las responsabilidades correspondientes, a través de la investigación y el juzgamiento que previenen los artículos 8 y 25 de la Convención. 65 […] la Corte considera pertinente precisar que la “verdad histórica” contenida en los informes de las citadas Comisiones no puede sustituir la obligación del Estado de lograr la verdad a través de los procesos judiciales (Corte IDH, Caso Almonacid Arellano, párrafos 148, 150). Con todo lo anterior se concluye que el art. 20 de la CPEUM establece como objeto del proceso el esclarecimiento del hecho, lo que comporta el derecho a la verdad que involucra, a su vez, el derecho de acceso a la justicia, la protección del inocente y evitar la impunidad. Esta base permite sugerir una visión triangular del objeto del proceso en la que la verdad debe ser el soporte principal. Un acceso a la justicia que no la contenga sería un impedimento para proteger al inocente, presumir la inocencia y evitar la impunidad. 66 CAPÍTULO III EL OBLIGADO PAPEL ACTIVO DEL JUEZ DURANTE EL INTERROGATORIO DE TESTIGOS EN JUICIO ORAL 1. BLOQUE DE CONSTITUCIONALIDAD 1.1. Noción La actual consideración de un Estado de derecho debe verse a la luz de una Constitución que recoja los derechos fundamentales como parámetro para ostentarse como tal; ello dará pauta para calificarlo de materialmente democrático, pues no basta que se asuma una democracia formal si a los seres humanos no se les garantiza esta dignidad. El espíritu sustancial de la democracia debe recogerse y la Constitución representa, en este sentido, el principal instrumento. Sólo de esa forma hay un verdadero Estado democrático de derecho, protector y garante efectivo de los derechos fundamentales. Si no fuera de este modo, como lo afirma Díaz (2002), se estaría ante un Estado con derecho, mas no de un Estado de derecho. La Constitución personifica la norma directriz para el contenido de las demás normas que componen un sistema jurídico, a las que se llama de segundo orden porque se adaptan a los principios y obligaciones que aquella establece (Summers, 2001). Así, todas las autoridades legislativas, administrativas y judiciales habrán de ajustar su actuación al respeto irrestricto de dichos valores. Se trata de un contenido que corresponde a la esfera de lo que no se puede trastocar, es lo indecidible, un acatamiento que impera, incluso ante propuestas mayoritarias, pues de esta forma se estaría obedeciendo a la naturaleza sustancial que la democracia adquiere a raíz de un Estado de derecho, y que la Corte IDH ha resaltado al señalar que: 67 […] la existencia de un verdadero régimen democrático está determinada por sus características tanto formales como sustanciales […] la protección de los derechos humanos constituye un límite infranqueable a la regla de mayorías, es decir, a la esfera de lo “susceptible de ser decidido” por parte de las mayorías en instancias democráticas, en las cuales también debe primar un “control de convencionalidad” […] que es función y tarea de cualquier autoridad pública y no sólo del Poder Judicial […] el límite de la decisión de la mayoría reside, esencialmente, en dos cosas: la tutela de los derechos fundamentales (los primeros, entre todos, son el derecho a la vida y a la libertad personal, y no hay voluntad de la mayoría, ni interés general ni bien común o público en aras de los cuales puedan ser sacrificados) y la sujeción de los poderes públicos a la ley […] (Corte IDH, Caso Gelman, párrafo 239). La Constitución limita la actuación de la autoridad pública y establece la exigencia de deberes; representa una jerarquía frente a las demás normas del ordenamiento jurídico de un Estado. Sin embargo, la Constitución no es un ámbito cerrado en cuanto a los derechos que protege y lo indecidible; es factible que también se integre por principios y valores que no se detallen en su texto. A esto se le dado el nombre de bloque de constitucionalidad (Uprimny, 2008), el cual, en el caso de México, se verifica por remisión de la propia Constitución a su art. 1, en el que se determina que todas las personas gozarán de los derechos humanos que se reconocen en ella y en los tratados internacionales de los que sea parte. Es así como da pie a la integración del conjunto de las normas de derechos humanos previstas en los tratados internacionales, para que también sean rectoras del actuar de toda autoridad. Destaca la obligatoriedad (por si tal ordinal no bastare) derivada del reconocimiento de los tratados internacionales de los que forme parte como norma suprema, según lo determina el art. 133 de la propia Carta Magna. Así, el bloque de constitucionalidad se integra por lo que la CPEUM señala en materia de derechos humanos (todo su Título I), las normas y alcances ordenados en los tratados internacionales de los que sea parte y la jurisprudencia de la Corte IDH. No sólo porque el Estado mexicano asumió la competencia contenciosa de dicha Corte el 16 de diciembre de 1998, sino porque tal órgano internacional es el intérprete 68 primordial de las reglas de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, establece jurisprudencia al decidir en un caso determinado, y ofrece opiniones a las consultas que cualquier Estado parte puede solicitarle, según previenen los arts. 64 y 67 del referido instrumento internacional (Sagüés, 2010). De este modo, si la Corte IDH es la que determina los alcances de la Convención, ineludiblemente su interpretación debe tenerse presente en la apreciación de la misma. Así lo ha expuesto la propia Corte IDH en un caso sometido a su conocimiento contra el Estado mexicano: […] este Tribunal ha establecido en su jurisprudencia que es consciente de que los jueces y tribunales internos están sujetos al imperio de la ley y, por ello, están obligados a aplicar las disposiciones vigentes en el ordenamiento jurídico. Pero cuando un Estado ha ratificado un tratado internacional como la Convención Americana, sus jueces, como parte del aparato del Estado, también están sometidos a ella […] En esta tarea, el Poder Judicial debe tener en cuenta no solamente el tratado, sino también la interpretación que del mismo ha hecho la Corte Interamericana, intérprete última de la Convención Americana (Corte IDH, Caso Radilla Pacheco, párrafo 339). Es así que las disposiciones de los tratados internacionales, las opiniones consultivas y la jurisprudencia de la Corte IDH integran el bloque de constitucionalidad y son de observancia obligatoria para todo Estado, lo cual se enfatiza cuando se ha reiterado en la solución de casos en los que México ha sido parte, entre éstos el de Radilla arriba citado. En consecuencia, la primacía de la Constitución, digamos escrita, se comparte con las normas internacionales, esto es, se extiende a favor de la protección de los derechos humanos (Herrerías, 2012). Y así es como las fuentes del derecho se entienden ampliadas para toda autoridad estatal muy particularmente para quienes desempeñan la función jurisdiccional, de tal manera que si hay algún derecho humano precisado en el marco internacional y el ordenamiento interno (Constitución escrita o leyes secundarias) no lo contempla, lo establezca de manera deficiente, o 69 señale reglas que lo contradigan, debe acatarse como parte del bloque de constitucionalidad. Necesariamente deberá atenderse como norma suprema que es. Tal sucede con el derecho a la verdad que la Corte acceso a la justicia (Corte IDH, IDH precisó como parte del Caso de la masacre de Pueblo Bello, párrafo 219); éste no se agota con el acceso a trámites de procedimiento interno (Corte IDH, Caso La Cantuta, párrafo 66), por el contrario, los arts. 1.1, 8 y 25 de la Convención protegen a la verdad en su conjunto (Corte IDH, Caso Almonacid Arellano, párrafo 150). Se evita de esa forma que el debido proceso se utilice como medio evasor sacrificando justicia y legalidad por el formalismo y la impunidad (Corte IDH, Caso Myrna Mack, párrafo 211). Ese derecho a la verdad que la Corte IDH destaca como el derecho humano rector del proceso, se muestra en el art. 1 de la CPEUM, en función del 1 de la Convención señalada. Es uno de los derechos que son parte del bloque de constitucionalidad que el Estado mexicano debe acatar, abarcando en ello a los jueces nacionales, los cuales, en su labor, habrán de regir su actuar durante un proceso salvaguardándolo en su finalidad. Una cuestión que se resalta en el art. 20 de la CPEUM. 1.2. Control de convencionalidad El bloque de constitucionalidad entonces se integra, entre otras normas, por las referidas expresamente en la Constitución escrita y por las contenidas en los tratados internacionales sobre derechos humanos de los que México sea parte; se abarca así la jurisprudencia de la Corte IDH, lo cual, por la supremacía que representa, debe acatarse por todas las autoridades estatales, pues el Estado mexicano, una vez que suscribió un tratado internacional, deberá cumplir con las obligaciones que éste impone, sin que pueda oponerle su ordenamiento interno, lo que es acorde a los arts. 26 y 27 de la Convención de Viena. Por lo tanto, como México suscribió la Convención Americana sobre Derechos Humanos lo que fue aprobado por el Senado de la República el 18 de diciembre de 1980, y publicado en el Diario Oficial de la Federación el 7 de mayo de 1981, en términos de los arts. 133 70 y 1 de la CPEUM, si la incumpliera se le podría imputar responsabilidad en el marco internacional. Dicha jurisprudencia aplica para el Estado mexicano en su integridad éste no puede entenderse seccionado para ello, lo que involucra a todas las autoridades que lo componen (García, 2011). De esta manera, todas estas instancias tienen que acatar los deberes que contemplan los arts. 1.1 y 2 de la Convención, esto es, respetar los derechos y libertades que reconoce, así como garantizar su libre y pleno ejercicio, por actos legislativos o de otro carácter, con lo que México queda obligado a armonizar su ordenamiento interno a la Convención para la generación del efecto útil del mismo (Ibáñez, 2012), de donde deriva el llamado control de convencionalidad como herramienta para ello. Así, los actos legislativos, administrativos y judiciales deberán cuidar su acatamiento de la CPEUM y del marco internacional, de tal manera que deberán franquear dos vallas para ostentarse como válidos. Asimismo, dada la exigencia de compatibilidad del ordenamiento interno con el internacional, se da pauta a una uniformidad tendiente a un derecho común en la región (Sagüés, 2010), para lo cual el control de convencionalidad es uno de los elementos idóneos. Conviene señalar que dicho control se refiere a la confrontación entre los actos y normas internas nacionales con el marco internacional, para verificar que los primeros son compatibles con el segundo; de no ser así, lo que procede es que la norma nacional se adecue al marco internacional. Tal confrontación se realiza desde diversos puntos de vista. El primero es el de la Corte IDH. Cabe aclarar que como este organismo fue el que originalmente tomaba esa responsabilidad, se llegó a señalar un control concentrado de la convencionalidad a raíz de los casos que se sometían a su conocimiento. No obstante, debido a que el Estado es el obligado al cumplimiento de la Convención, la Corte IDH terminó reconociendo y plasmando la obligación de que fueran las autoridades judiciales nacionales las que llevaran a cabo el control de la 71 convencionalidad. Así se ha traslapado lo que en el derecho constitucional se planteaba como control concentrado (los supuestos en los que sólo un órgano determinado tenía la facultad de ejercer el control de la convencionalidad) y control difuso de la Constitución, la cual, por otra parte, admite la posibilidad de que todos los juzgadores cumplan ese desempeño, reconociéndose así que el control de convencionalidad se entiende como difuso (Ferrer, 2010, en Corte IDH, Caso Cabrera García, voto razonado, párrafo 22), debido a que era efectuado tanto por la Corte IDH como porque el orden interno tenía similar obligación, buscando al mismo tiempo la compatibilidad de los marcos jurídicos nacional e internacional: La Corte es consciente que los jueces y tribunales internos están sujetos al imperio de la ley y, por ello, están obligados a aplicar las disposiciones vigentes en el ordenamiento jurídico. Pero cuando un Estado ha ratificado un tratado internacional como la Convención Americana, sus jueces, como parte del aparato del Estado, también están sometidos a ella, lo que les obliga a velar porque los efectos de las disposiciones de la Convención no se vean mermadas por la aplicación de leyes contrarias a su objeto y fin, y que desde un inicio carecen de efectos jurídicos. En otras palabras, el Poder Judicial debe ejercer una especie de “control de convencionalidad” entre las normas jurídicas internas que aplican en los casos concretos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Corte IDH, Caso Almonacid Arellano y otros, párrafo 124). Debido a ello existe un control de convencionalidad que se cumple en sede externa o internacional, a cargo de la Corte IDH, y otro que se realiza en sede nacional por parte del órgano jurisdiccional de cada Estado, y que la Corte es de oficio (Corte IDH, IDH ha precisado que Caso Cabrera García y Montiel Flores, párrafos 225 y 226; y, en el mismo sentido, Caso Radilla Pacheco, párrafo 339). Sin embargo, en el ámbito interno, el control de convencionalidad se suscita de diversas maneras, grados e intensidades, según explica Ferrer (2010), pues en países que no admiten el control difuso de constitucionalidad, la intensidad en el control de convencionalidad será menor ya que no todos los juzgadores podrán ejercerlo y, en consecuencia, tampoco podrán aplicar una norma cuya contradicción 72 con el marco internacional sea insalvable, por lo que será otro órgano el facultado para esa determinación. El control difuso de convencionalidad quedará entonces, para los otros jueces, reducido a tratar de salvar la incompatibilidad por medio de una interpretación más favorable para el efectivo goce y ejercicio de los derechos y libertades fundamentales. Por su parte, en los países que admiten plenamente el control difuso de la constitucionalidad, la intensidad en el control es de un alcance intermedio y se caracteriza porque cualquier juzgador posee la potestad para dejar de aplicar una norma por contravenir la Constitución y el marco internacional, e incluso, en un determinado momento, podrá alcanzar el grado de intensidad máximo de control de convencionalidad reservado al más alto tribunal de control jurisdiccional, cuya facultad derivada del control que ejerce puede llevar a declarar inválida la norma por inconvencional (Ferrer, 2010, en Corte IDH, Caso Cabrera García, voto razonado, párrafos 36-37). En México, el control difuso de la convencionalidad se ha asimilado de manera amplia, con lo que abarca los dos últimos supuestos, pues los tribunales de la federación son los únicos que pueden declarar la inconstitucionalidad de una ley y, con esto, la privación de sus efectos jurídicos. Sin embargo, en cuanto al control de convencionalidad por parte de los jueces del orden común, ésta se acepta bajo el enfoque intermedio, pues cuando dichos jueces analizan la compatibilidad de un ordenamiento interno con el marco internacional de derechos humanos, se encuentran facultados para dejar de aplicar la primera en el supuesto de que contravenga el segundo, es decir, no pueden declarar inconstitucional una norma, pero sí dejar de aplicarla en control de convencionalidad difuso, según ha establecido la SCJN en su jurisprudencia: […] se concluye que en el sistema jurídico mexicano actual, los jueces nacionales tanto federales como del orden común, están facultados para emitir pronunciamiento en respeto y garantía de los derechos humanos reconocidos por la Constitución Federal y por los tratados internacionales, con la limitante de que los jueces 73 nacionales, en los casos que se sometan a su consideración distintos de las vías directas de control previstas en la Norma Fundamental, no podrán hacer declaratoria de inconstitucionalidad de normas generales, pues únicamente los órganos integrantes del Poder Judicial de la Federación, actuando como jueces constitucionales, podrán declarar la inconstitucionalidad de una norma por no ser conforme con la Constitución o los tratados internacionales, mientras que las demás autoridades jurisdiccionales del Estado mexicano sólo podrán inaplicar la norma si consideran que no es conforme a la Constitución Federal o a los tratados internacionales en materia de derechos humanos (Tesis 1a/J. 18/2012). Desde el enfoque de esta tesis, el control de convencionalidad debe entenderse como difuso y oficioso por parte de todos los jueces nacionales. Así es como éstos, en los casos de su conocimiento, pueden dejar de aplicar una ley o norma cuando se contraponga al marco internacional de los derechos humanos, por lo que si la legislación nacional, en la implementación de un nuevo sistema, establece disposiciones que limitan al juzgador con relación al objeto del proceso, él deberá dejar de aplicarlas. Es decir, en los casos y momentos concretos en que la verdad como derecho humano se vea trastocada, el juez en cuestión deberá atender necesariamente el marco internacional y la interpretación que la Corte IDH haya establecido respecto de ciertos derechos humanos. Es así, que si ha determinado que los derechos contenidos en los arts. 8.1, con relación al 1, y 25 de la Convención, implican el derecho a la verdad, la labor del juzgador recaerá en la confrontación de la norma nacional que limite su intervención a tal efecto, para no aplicarla, y atender a tal interpretación y ordinales internacionales. En suma, no puede omitir el riesgo de resolver avalando como legal una resolución que se base en una falsedad cuya consecuencia sería condenar a un inocente o liberar a quien cometió un delito. Si esto ocurriera, el Estado incumpliría con los deberes que le impone el marco internacional. 74 1.3. Interpretación conforme El control de convencionalidad reclama entonces un ejercicio de confrontación para verificar que la normatividad nacional sea compatible con el orden internacional que compone el bloque de constitucionalidad, lo que, de no ser así, llevará a la invalidez de la norma (por los tribunales de la federación en México) o su inaplicabilidad (por los jueces del orden común). No obstante, esa confrontación no es necesariamente destructiva. En una visión creativa del derecho, el aplicador de la ley puede advertir una interpretación que garantice su conformidad con el bloque de constitucionalidad en torno a la protección de los derechos humanos, tal como lo contempla el art. 1 de la CPEUM. Así, de acuerdo al principio de buena fe de los actos del Estado sobre el cumplimiento de sus obligaciones internacionales, se presume que la normatividad nacional no pretende contradecir el marco internacional, por lo que la nulificación del acto (por el órgano facultado para ello) e inaplicabilidad de la ley interna será la última opción cuando la contradicción sea insalvable (Tesis 1a. CCCXL/2013). Es por ese medio que se arriba al rescate de la norma mediante la interpretación para ubicar la que sea conforme a la protección más amplia de los derechos de la personas (Sagüés, 2010), con el fin de “armonizar la normativa interna con la convencional, a través de una ‘interpretación convencional’ de la norma nacional” (Ferrer, 2010, en Corte IDH, Caso Cabrera García, voto razonado, párrafo 35). Es así que los jueces nacionales, al realizar el control de convencionalidad antes de llegar a la nulidad de la ley en el contexto concreto que exige su aplicación, atentos a la presunción de constitucionalidad y convencionalidad, deberán rescatar la armonía del marco normativo usando la interpretación conforme. Esto es, que, en el marco nacional, se buscará la interpretación más acorde con el contenido de la Constitución, y con el marco internacional en materia de derechos humanos al que se encuentre vinculado México, cuando en la norma nacional existan más de dos interpretaciones, o cuando la ley genere dudas o sea ambigua. Es un modo de 75 salvar su convencionalidad, el mismo sentido en el que se ha pronunciado la SCJN en diversos criterios de los que se transcribe el conducente: […] una ley no puede declararse nula cuando pueda interpretarse en consonancia con la Constitución y con los tratados internacionales en materia de derechos humanos, dada su presunción de constitucionalidad y convencionalidad. Esto es, tal consonancia consiste en que la ley permite una interpretación compatible con los contenidos de los referidos materiales normativos a partir de su delimitación mediante los pronunciamientos de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y los criterios ‒obligatorios cuando el Estado Mexicano fue parte y orientadores en el caso contrario‒ de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Tesis 1a. CCXIV/2013). […] La aplicación del principio de interpretación de la ley conforme […] exige del órgano jurisdiccional optar por aquella de la que derive un resultado acorde al Texto Supremo, en caso de que la norma secundaria sea oscura y admita dos o más entendimientos posibles. Así, el Juez constitucional, en el despliegue y ejercicio del control judicial de la ley, debe elegir, de ser posible, aquella interpretación mediante la cual sea factible preservar la constitucionalidad de la norma impugnada […] (Tesis 2a./J. 176/2010). Resulta, por lo tanto, que cuando en México se contempla una norma que desconoce un derecho humano reconocido en el marco internacional de los derechos humanos, o bien, lo alude sin explicitar su contenido, o contiene normas que remiten a un derecho humano pero generan dudas en cuanto a su alcance, en atención al bloque de constitucionalidad, la ley no se debe aplicar en el primer caso, puesto que representa una contradicción clara y manifiesta (en consecuencia, insalvable) del derecho reconocido internacionalmente. Esto sucede cuando se niega la relevancia de la verdad como un derecho humano inherente al acceso a la justicia, se opta por un procedimiento que lo limita ‒con lo que se amplía el riesgo de un fallo basado en la falsedad de un hecho‒ y se ordena al juzgador la pasividad plena, a pesar de que él tenga plena conciencia de dicho riesgo, lo que lo 76 obstaculiza, como parte del Estado, en el cumplimiento de su obligación de garantizar la protección de tal derecho. Y, en el segundo caso, si la norma secundaria admite la intervención del juzgador, por ejemplo, interrogando a los testigos para aclaraciones con relación al objeto del proceso, el juzgador deberá interpretar dicho supuesto normativo priorizando la verdad o esclarecimiento del hecho como objeto procesal, según lo ha determinado el art. 20 de la Constitución, en concordancia con lo previsto en el art. 17 en función del 1 del mismo ordenamiento ‒el cual pide interpretar la norma conforme al marco de los derechos humanos‒, y acorde al control de convencionalidad que corresponde a los alcances de los arts. 1.1 y 8 de la Convención, además de lo que la Corte IDH ha precisado al respecto. Esto es, que si el objeto del proceso es la verdad, tal proceso no puede desarrollarse sino en función de ese objeto, pues no basta el trámite de un proceso judicial para afirmar que el acceso a la justicia está satisfecho, éste se integra además con el derecho a la verdad. Y como el Estado (del cual el juez es parte integrante) se encuentra obligado a proteger los derechos humanos, debe intervenir para ello. De todo esto se puede concluir que la facultad de interrogar al testigo no se reduce a una aclaración, sino que su alcance debe tender al objetivo del proceso (el esclarecimiento del hecho). De no ser así, se incumpliría con el bloque de constitucionalidad. 2. OBLIGACIONES GENERALES DEL ESTADO, DERECHOS HUMANOS Y OBJETO DEL PROCESO: RESPETAR Y GARANTIZAR Precisado el bloque de constitucionalidad, resulta inconcuso que el Estado debe respetar y garantizar los derechos humanos, según lo establece el art. 1 de la Constitución mexicana, y se enfatiza en el 1.1 de la Convención donde se declara que: Los Estados Partes en esta Convención se comprometen a respetar los derechos y libertades reconocidos en ella y a garantizar su libre y pleno ejercicio a toda persona que esté sujeta a su jurisdicción, sin discriminación alguna por motivos de raza, color, 77 sexo, idioma, religión, opiniones políticas o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición social. Entre los diversos deberes que, en relación con el marco internacional, el Estado mexicano debe cumplir, se encuentra el de respetar. Este deber restringe las acciones estatales en cuanto a que menoscabe el libre goce y ejercicio de los derechos humanos, y lo obliga a impedir que terceros puedan hacerlo, obligación que se ha definido como la de proteger, asegurar ese goce y ejercicio, garantizar, y promover (Abramovich, 2006). Esto se complementa con el contenido del art. 2 de la Convención, el cual determina la adopción del derecho interno, por el que se exige que los derechos y libertades sean efectivos y reconocidos e incluso que de la normatividad nacional se adecue si fuera necesario (Ibáñez, 2012). De ello conviene resaltar lo que interesa al presente trabajo: los deberes de respetar y garantizar, y la exigencia de adecuación. Estos deberes atañen al desarrollo procesal y a la intervención del juzgador, en tanto que el proceso consiste en la búsqueda de la verdad como derecho humano, y el marco de los deberes se reduce a lo que implica aquel. Pues bien, acorde al primer ordinal de la Convención, el Estado se encuentra vinculado al bloque de constitucionalidad, el cual abarca el marco internacional de los derechos humanos; en tal sentido, se encuentra obligado a no interferir o menoscabar su goce y libre ejercicio; si esto no sucediera incurriría en responsabilidad por incumplimiento, directa o inmediata si el acto violatorio proviene de cualquier autoridad que sea parte del Estado. Pero si la obligación es la de garantizar, entonces la responsabilidad puede ser tanto directa como indirecta, esto es, si por garantizar se asume que el deber estatal consiste en asegurar jurídicamente el libre y pleno ejercicio de los derechos humanos, es necesario que el Estado organice sus estructuras para prevenir, investigar y sancionar toda violación de aquellos (Corte IDH, Caso Velásquez Rodríguez, párrafo 166). Para cumplirlo, el Estado debe establecer límites y facultades a particulares y a tribunales (Abramovich, 2006), a fin de que que los derechos humanos no sean afectados por otros particulares o por las autoridades estatales. Un requerimiento normativo para 78 atender esa obligación sería la de asegurar que tales violaciones obtuvieran el rango de delito susceptible de sanción, y que el acceso a los tribunales garantice la investigación, la identificación y sanción de los responsables (Corte IDH, Caso Velásquez Rodríguez, párrafos 174, 175). Otra medida que aseguraría el libre y pleno goce de los derechos humanos, sería la definición de delitos que tutelan derechos humanos y la de los procedimientos judiciales ante tribunales para su protección; si bien la Corte IDH se ha pronunciado en el sentido de que: La obligación de garantizar el libre y pleno ejercicio de los derechos humanos no se agota con la existencia de un orden normativo dirigido a hacer posible el cumplimiento de esta obligación, sino que comparta la necesidad de una conducta gubernamental que asegure la existencia, en la realidad, de una eficaz garantía del libre y pleno ejercicio de los derechos humanos (Corte IDH, Caso Velásquez Rodríguez, párrafo 167). Así, salta a la vista la relevancia de otra obligación condensada en el art. 2 de la Convención, la cual se refiere a la adecuación del orden normativo nacional al marco internacional. Como todo integrante del Estado debe respetar los derechos humanos, el Legislativo no puede avalar leyes o normas que lleven directamente al desconocimiento de alguno de aquellos. Por el contrario, esa legislación y normatividad habrá de ajustarse a parámetros de respeto de los derechos humanos en todos sus aspectos. No basta, por ejemplo, la regulación de la fundación de tribunales como acceso a la jurisdicción; el respeto debe ir enfocado también a todos los operadores. De nada serviría el plano legislativo si el órgano jurisdiccional se ve limitado por la propia norma Debido a esto es que el Estado tiene que autolimitarse para atender su obligación, de modo que todo su ámbito normativo debe guiarse por el bloque de constitucionalidad, y pueda así implicar la Corte IDH en […] la adopción de medidas en dos vertientes, a saber: i) la supresión de las normas y prácticas de cualquier naturaleza que entrañen violación a las garantías previstas 79 en la Convención o que desconozcan los derechos allí reconocidos u obstaculicen su ejercicio, y ii) la expedición de normas y el desarrollo de prácticas conducentes a la efectiva observancia de dichas garantías. El Tribunal ha entendido que la obligación de la primera vertiente se incumple mientras la norma o práctica violatoria de la Convención se mantenga en el ordenamiento jurídico, por ende, se satisface con la modificación, la derogación, o de algún modo anulación, o la reforma de las normas o prácticas que tengan esos alcances, según corresponda (Corte IDH, caso la Cantuta, párrafo 172). Tal deber, como los otros acotados, entraña que ninguna disposición del orden interno podrá desconocer un derecho humano, pero, en correlación con ello, ante la exigencia de garantizar, habrá de conducir la estructura normativa para que esos derechos sean efectivos y reales para sus fines; es decir, que las violaciones a derechos humanos sean previstas como hechos ilícitos con todo y sus consecuencias de sanciones y reparaciones; y que no se limite otros subyacentes, como el acceso a la justicia y el derecho a la verdad, ni que se afecte el deber de garantía que le atañe al Estado respecto a investigar las violaciones, identificar a los responsables y aplicar sanciones. Si el Estado no determina límites que obstaculicen tales cometidos, incurrirá en responsabilidad. Así, si el legislativo dicta normas procesales para limitar el esclarecimiento de los hechos, ello provoca que el Estado falle en su obligación de manera directa, e incluso indirecta, en la aplicación de la norma limitadora por parte de un juzgador que la atienda. Cuando se amplía el riesgo de absolución de un particular que en la realidad ha violado una norma a causa de una decisión que se soporte en un hecho falso, el Estado adquiere responsabilidad sobre el hecho cometido por el particular, lo que se justificaría por su falta de diligencia al prevenir la violación del derecho. Sobre este punto la Corte IDH ha precisado que: […] en principio, es imputable al Estado toda violación a los derechos reconocidos por la Convención cumplida por un acto del poder público o de personas que actúan prevalidas de los poderes que ostentan por su carácter oficial. No obstante, no se agotan allí las situaciones en las cuales un Estado está obligado a prevenir, 80 investigar y sancionar las violaciones a los derechos humanos, ni los supuestos en que su responsabilidad se puede ver comprometida por efecto de una lesión a esos derechos. En efecto, un hecho ilícito violatorio de los derechos humanos que inicialmente no resulte imputable directamente a un Estado, por ejemplo, por ser obra de un particular o por no haberse identificado al autor de la trasgresión, puede acarrear la responsabilidad internacional del Estado, no por ese hecho en sí mismo, sino por falta de la debida diligencia para prevenir la violación o para tratarla en los términos requeridos por la Convención (Corte IDH, Caso Velásquez Rodríguez, párrafo 172). Adecuar entonces una norma nacional que desconozca u obstaculice el derecho a la verdad durante un procedimiento judicial, quiere decir que debe ser derogada por el Legislativo. En tanto que, en el ámbito judicial, en concordancia con el control de convencionalidad ‒complementario al control constitucional, y de oficio, además de eventual en contextos de impedimentos normativos para asegurar acceso a la justicia (Ibáñez, 2012)‒, el juzgador tendría que atender al derecho a la verdad como parámetro de su actuación; así, si este derecho es negado por la norma secundaria, no la aplicará, pero si la norma la limita ‒como en el supuesto de negarle toda posibilidad de intervención, por ejemplo de interrogar a los testigos ofrecidos por las partes‒, el juzgador, en cumplimiento del deber que enmarca el respeto al derecho a la verdad, podrá interrogar al testigo cuando el contexto se lo exige para tal finalidad. Ahora bien, si el derecho a la verdad no estuviese contemplado como parámetro en la administración de justicia, el deber de adecuación consistiría en que el Legislativo estableciera expresamente tal objetivo; o bien, que el desarrollo de la regulación la garantice. Mientras que, en el campo del juzgador, habrá de considerar el derecho a la verdad como objeto, y actuar en torno a ello, por ser un derecho humano que integra el bloque de constitucionalidad; misma circunstancia que se presentará cuando la norma sea ambigua, como en el supuesto de que la norma contemplara sólo la facultad de realizar preguntas aclaratorias, aunque, en este caso, el juzgador atendería a una interpretación conforme al bloque de constitucionalidad. 81 Así, la estructura del Estado debe reflejar el marco de los derechos humanos, a fin de fijar su respeto y eficaz garantía donde “la falta de adaptación de las normas y comportamientos internos por parte de los poderes Legislativo y Judicial para hacer efectivas dichas normas, determinan que el Estado viole dicho tratado” (Ibáñez, 2012: 105); y, con relación al derecho a la verdad, se vuelva patente para ser congruentes con la exigencia de que el Estado proteja y garantice el goce y libre ejercicio de los derechos humanos, de manera que, ante la afectación por particulares sobre otros, la actuación estatal a través de su aparato judicial eluda toda posibilidad de error que conduzca a la emisión de sentencias fraudulentas perpetuando así la violación de un derecho por falta de diligencia. 3. LA INTERVENCIÓN DEL JUZGADOR DE JUICIO ORAL: UNA EXIGENCIA DEL PROCESO ACUSATORIO 3.1. Desde la perspectiva del esclarecimiento del hecho Arriba ya quedó señalado que el art. 20 de la CPEUM determina que el objeto del proceso es el esclarecimiento del hecho, y que éste conlleva el derecho a la verdad, el cual, por su parte, impregna el derecho de acceso a la justicia, la protección del inocente y la evitación de impunidad. Este planteamiento ha permitido introducir en esta tesis una visión triangular del objeto del proceso en la que el derecho a la verdad se transforma en el soporte principal, cuando la protección del inocente (que supone la presunción de inocencia) y la evitación de impunidad perdieran su vigencia porque la primera no fuera contemplada por el acceso a la justicia. Sin embargo, debido a la estructura del sistema acusatorio, el juez de juicio oral no interviene sino hasta dicha etapa, pues previamente lo hace el juez de control que necesariamente debe ser distinto. Por esto el primero no puede incidir en las pruebas que vayan a desahogarse. En este caso, de aceptarse una intervención activa del juez de juicio oral, sólo tendría cabida hasta este momento, por lo que, en relación al objeto del proceso, su aparición se daría durante el desahogo de las 82 pruebas, las cuales se incorporan mediante testimonios (de testigos propiamente dichos, víctimas y peritos) originados en interrogatorios. En este sentido, la exigencia de que el juez intervenga interrogando a quienes comparecen en el juicio se fundamenta en la exigencia de cumplimiento del derecho a la verdad que impregna el acceso a la justicia. Si no fuera de ese modo, se daría oportunidad de que la decisión quedara soportada en un hecho falso, y que todo se resolviera como una sentencia fraudulenta procurada. Las dimensiones del riesgo señalado quedan a la vista si se considera que, frente a una actitud pasiva del juez de juicio oral, son las partes las que dominan el escenario judicial. Es por esto que la verdad como finalidad se vuelve irrelevante. Cabe recordar, para reforzar este argumento, que las partes en contienda se rigen por su versión particular de los hechos, la cual exponen como su propia teoría del caso; que de esto derivan dos propuestas (la del acusador y la de la defensa) que se pretenden como verdad, lo que en sí mismo es contrario a la propia verdad pues no es factible que ésta exista dos veces: una definitivamente habrá de ser falsa. Dicha situación se complejiza más debido a que las partes en contienda dominan el marco probatorio que llega hasta el juicio oral, esto es, que monopolizan las pruebas puesto que éstas dependen exclusivamente de ellos y de los medios con los que las mismas se desahogan (sólo llegará como prueba lo que las partes quieran). Así, como la actuación de las partes se guía por sus particulares intereses, podrán ocultar pruebas relevantes para el esclarecimiento del hecho, manipular las existentes, o fabricarlas. Pruebas todas que tenderían a apoyar su respectiva teoría del caso (posiblemente falsa). De esta forma, si el juez sólo puede tener como prueba lo que se desahoga en el juicio oral y se obstaculiza su intervención durante esta fase, su decisión podría tener por cierto lo falso, o como falso lo verdadero. Un hecho dañino para el proceso que tendría su origen en que estaría soportado por pruebas manipuladas o fabricadas, por su ausencia cuando fueran ocultadas, o por las que no se ofertaron a pesar de su relevancia para la finalidad procesal (que evidentemente no es la misma que rige la conducta de las partes). 83 Lo anterior no deja dudas de que si el marco probatorio que ha de desahogarse en juicio oral queda a expensas de las partes y de sus respectivos intereses, y dados los riesgos que esto implica, el juzgador, llegado el caso concreto, debe interrogar a los testigos presentados por aquellas, porque el derecho a la verdad que constituye el objeto del proceso así se lo exige. Es la forma con la que evitaría errar en una decisión cuya consecuencia sería la violación de derechos humanos (condenar a un inocente o absolver a quien cometió un delito), y perpetuar con el error judicial procurado la violación de los derechos afectados. El juzgador no puede pasar por alto que la protección y garantía de los derechos debe asumirlas como propias y de manera seria, que no puede dejarlas a la gestión de los intereses de las partes (Corte IDH, Caso Bulacio, párrafo 112). Cuando esto sucede, el acceso a la justicia se reduce al trámite de procesos internos y el esclarecimiento de la violación de los derechos de las personas es irrelevante (Corte IDH, Caso la Cantuta, párrafo 66). En ese sentido, el juzgador debe tener presente que, como parte del Estado, se encuentra obligado a una eficaz y real protección de los derechos humanos, lo cual se cumple interrogando a los testigos para clarificar el hecho cuando el contexto del propio desahogo así se lo exija, sea porque el testigo pueda aportarle mayor información, sea porque verifica si el testigo falsea o no hechos. Independientemente de la postura de las partes, el juzgador se debe mantener como director del proceso ante riesgos que generen impunidad o frustren la protección judicial de los derechos humanos a que él se obliga por ser parte del Estado (Corte IDH, Caso Bulacio, párrafo 115, en el mismo sentido, Caso Myrna Mack Chang, párrafo 210). Como hemos visto, el derecho a la verdad se le considera parte del bloque de constitucionalidad, por lo cual el Estado está obligado a su respeto irrestricto, es por ello que el juzgador no puede asumir una postura pasiva durante el interrogatorio, y que su deber consiste en respetar y garantizar el derecho. Cuando éste se encuentra en riesgo, él se obliga a actuar. Si se limitara a ser un espectador estaría obrando sin diligencia en su función; coadyuvaría a la violación del derecho si se dictara una sentencia fraudulenta. Debe agregarse que no hay una norma procesal 84 que le impida interrogar, y que si eso pasara la obligación del juzgador será actuar acorde al control de convencionalidad, con lo que dejaría de aplicar la norma que le obstaculiza aplicar su deber protector. Misma circunstancia que habrá de repetirse si la norma sólo estableciera la facultad de plantear preguntas aclaratorias; en este caso, con el fin de salvar la convencionalidad de la misma, el juzgador tendrá que interpretar conforme al marco constitucional y convencional, los cuales establecen que el objeto del proceso es la verdad y el derecho humano como inherente del acceso a la justicia. 3.2. En acatamiento a la obligación de garantizar la protección al inocente y evitar la impunidad El interrogatorio de testigos por parte del juez de juicio oral con base en el derecho a la verdad lleva en sí mismo la neutralidad del derecho, su ayuno de cualquier información lo deja libre de cualquier interés, en particular del que defiende cada una de las partes; esto ya garantiza la protección al inocente y la evitación de la impunidad. Pues si las partes se conducen ocultando elementos fundamentales, manipulando versiones y datos, obstruyendo así un debido proceso o el esclarecimiento del hecho, eso ya constituye en sí mismo una violación que afecta el derecho de defensa del inculpado y el derecho a la verdad que lo impregna. Por otro lado, si sólo llegan las pruebas que el fiscal quiere para apoyar una teoría del caso, el juzgador, impelido por la exigencia de interrogar con base en el derecho a la verdad, protege al inocente al usar tal facultad cuando el contexto de la inmediación material le permite percatarse que es necesario explorar circunstancias inadvertidas por las partes, a fin de sopesar su veracidad, lo que tal vez lo induzca a la necesidad de absolver. La intervención del juzgador en un caso así confirma la presunción de inocencia y que protegió al inocente. Sirva de ilustración un ejemplo hipotético en el que todas las pruebas desahogadas hasta cierto punto del juicio no dejan dudas de la condena, pues todos los testigos coinciden en reconocer a un sujeto que iba en una motocicleta como el acusado de un homicidio. No obstante, una vez que las partes concluyeron, pensemos que el juzgador solicita a cada 85 testigo la descripción de la vestimenta del sujeto que vieron de la cabeza hacia abajo, y que la respuesta a este interrogatorio sea que todos afirman que el acusado llevaba un casco. Y a la pregunta de “¿Cómo era ese casco?”, los testigos declaren que cubría la cabeza y el rostro. Esta variante determinaría que lo que iba a ser una condena terminara en absolución. No habría manera de reconocer al autor del hecho ni de atribuirlo al sentenciado. El interrogatorio del juez de juicio oral, su intervención activa en esta etapa del proceso habría cumplido con el propósito del esclarecimiento del hecho con apego a la verdad. En el mismo sentido, y tomando en consideración que el debido proceso conlleva que el juzgador dirija el proceso con base en la verdad buscada, si interrogara al testigo presentado por las partes, eso le permitiría, dada la inmediación material, asegurar que el testigo fuera real y que la información que obtuviera fuera de calidad; se trataría de la única posibilidad, acorde a la estructura del proceso acusatorio, con que cuente para ello. Así se evitaría la impunidad, no porque el juzgador asuma predisposición a favor de una de las partes (ello no es posible como se apunta adelante), sino porque la verdad como derecho implica que el Estado se encuentra obligado a buscarla. Es así como el derecho a la verdad, bajo el cual el juzgador se ampara para interrogar a los testigos, es neutral en torno a las partes; su guía sólo es el esclarecimiento de los hechos, y como objetivo primordial debe mantenerse independiente de aquellas y sus teorías del caso. El derecho a la verdad como objeto procesal priva sobre cualquier regla que pretenda limitarle. El inocente no espera que se le condene; el afectado en sus derechos por el autor de un hecho delictivo no espera que el responsable se evada. Ell objetivo del proceso no corresponde sólo a las partes, es también de la sociedad. La expectativa de unos y de otros no es que el tribunal decida como justo lo falso, sino que haya respeto y garantía del derecho violado y que se arribe a la verdad. Y no que por falta de diligencia o conducta tolerante del Estado se mantenga en la incertidumbre de manera permanente un derecho violado, pues como ha sostenido la Corte 86 IDH: […] Lo decisivo es dilucidar si una determinada violación a los derechos humanos reconocidos por la Convención ha tenido lugar con el apoyo o la tolerancia del poder público o si éste ha actuado de manera que la trasgresión se haya cumplido en defecto de toda prevención o impunemente. En definitiva, de lo que se trata es de determinar si la violación a los derechos humanos resulta de la inobservancia por parte de un Estado de sus deberes de respetar y de garantizar dichos derechos, que le impone el art. 1.1 de la Convención. El Estado está, por otra parte, obligado a investigar toda situación en la que se hayan violado los derechos humanos protegidos por la Convención. Si el aparato del Estado actúa de modo que tal violación quede impune y no se restablezca, en cuanto sea posible, a la víctima en la plenitud de sus derechos, puede afirmarse que ha incumplido el deber de garantizar su libre y pleno ejercicio a las personas sujetas a su jurisdicción. Lo mismo es válido cuando se tolere que los particulares o grupos de ellos actúen libre o impunemente en menoscabo de los derechos humanos reconocidos en la Convención (Corte IDH, Caso Velásquez Rodríguez, párrafos 173 y 176). Es así que el interés del juzgador ajeno a los de las teorías del caso redunda en que su fallo corresponda a la realidad de lo acontecido; no a la verdad sugerida, sino a la verdad material que representa, a fin de cuentas, el objeto del proceso. Queda así garantizado el respeto y protección del inocente y la evitación de la impunidad, lo que representa, en su conjunto, las obligaciones del Estado ante el bloque de constitucionalidad. 4. IMPARCIALIDAD DEL JUZGADOR AL INTERROGAR A TESTIGOS EN JUICIO ORAL 4.1. El juez es ajeno a los intereses particulares de las partes, desconoce el asunto del que va a conocer Como se acotó en el capítulo I del presente trabajo, la imparcialidad del juzgador es uno de los principales bastiones del nuevo sistema de justicia penal, e implica la 87 exigencia de satisfacción en sus vertientes objetiva y subjetiva. Pues bien, con relación a la facultad que se plantea para que el juzgador tenga una participación activa interrogando a quienes comparecen en juicio oral como testigos, ello no supone la afectación de la perspectiva subjetiva que la imparcialidad exige; la propia estructura del proceso acusatorio lo descarta. Como no es sino hasta que el asunto llega al conocimiento del juzgador que éste conoce a las partes y al hecho que generó la contienda judicial, él se encuentra libre de prejuicios, de tal modo que no es posible afirmar que tienda a una posición a favor de uno y en contra del otro (fiscal, defensa o víctima). Hasta la audiencia de juicio oral es ajeno a los intereses que intervienen en el procedimiento y, consecuentemente, mantiene su enfoque totalmente neutral, al grado que no habría posibilidad de plantear el impedimento (que signifique su excusa o recusación) de un juzgador, pues éste desconoce las partes y ni siquiera sabe cuál es el conflicto entre ambos. No podría haber indicio de esto. Virgen de todo conocimiento, el juzgador estaría en plena posición imparcial para recibir y valorar las pruebas; su intervención en un interrogatorio quedaría al margen de cualquier interés. Guiado sólo por el objeto del proceso, la franca relación que debe guardar la veracidad de los hechos con la decisión como resultado estaría garantizada y no se defraudarían ni la aplicación de la justicia ni los derechos humanos. En el mismo orden de ideas, tampoco podría plantearse que el interrogatorio de las partes que emprenda el juzgador vulnera su imparcialidad y su visión objetiva. Esto no es posible porque esta posición objetiva tiene su punto de comprensión en su referencia con el aspecto subjetivo, esto es, que la conducta se tilda de sospechosa con relación a alguno de los factores que envuelven a la segunda como que el juzgador denotara un interés específico en el caso, prejuicios, vinculación con alguna de las partes, predisposición en el fallo (por ejemplo, comentarios a favor o en contra de una u otra parte), o interés económico. La facultad de interrogar no envuelve tales factores y tampoco implica que para ello el juzgador se reúna en privado con alguna de las partes. Antes, por el contrario, la exigencia de que el juzgador de juicio oral no ha conocido de las audiencias previas (como juez de control) es un factor relevante 88 para desechar tal sospecha cuando el juez interrogue a los comparecientes. Como ya se afirmó arriba, la estructura del proceso lo impide. De ahí que, según el análisis presentado en el capítulo I de esta tesis, sobre la imparcialidad y su clarificación a partir del art. 17 constitucional; la jurisprudencia de la SCJN; el art. 14.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; el 8.1 de la Convención; la Observación General núm. 32 del Comité de Derechos Humanos, en su art. 21; los Principios de Bangalore sobre la Conducta Judicial, y de la Corte IDH (del cual se citó el caso Apitz Barbera vs. Venezuela), se converge en un aspecto. Todos estos documentos destacan que la facultad de interrogar que aquí se ha propuesto para el juzgador de juicio oral, no afecta el principio de imparcialidad, por el contrario, como lo señala el reglamento de la propia Corte IDH en sus arts. 52, núm. 1, y 58 (que contempla la facultad para interrogar a quienes comparecen en audiencia), en este caso, el juzgador sólo atiende al objeto de proceso: a la verdad, valor supremo que como derecho humano es inherente al acceso a la justicia, y cuya búsqueda conlleva la exigencia de una actuación imparcial por parte del juzgador, con todo lo que esto implica en el sentido de que esta figura forma parte de un Estado. 4.2. El juez no aporta pruebas y desconoce las que se van a desahogar Por la estructura del sistema acusatorio, prácticamente todo el marco probatorio depende de las partes. Sólo ellas, de acuerdo a sus respectivos intereses, proponen las pruebas que habrán de desahogarse durante el juicio oral; aun con el riesgo que esto implica, el juez no puede ordenar el desahogo de pruebas distintas, incluso tampoco puede obligar a las partes a desahogar las que, ofrecidas y admitidas, ya no quieran desahogar en juicio. Por lo tanto, si únicamente puede tenerse como prueba lo desahogado en juicio oral, la valoración que realizará el juzgador redundará sólo en pruebas ofrecidas por las partes. En ese sentido, debe resaltarse que el juez de juicio oral no se entromete en la determinación de las pruebas que se desahogan en juicio, y que, garantizando el 89 principio de contradicción, las pruebas ofertadas se refutan por cada contraparte; la intervención del juzgador, en caso de interrogar, sólo redundaría en las pruebas que las partes hubieran ofrecido, sin añadir u ordenar otras. Así, queda claro que si la finalidad, por la estructura del sistema acusatorio, pretende que con la inmediación (formal, material) el juez perciba por sí mismo el desahogo del marco probatorio para fundar mejor su decisión, y que lo que se extrae de los testigos sea información de calidad real, si el juez interroga a los testigos, ello será fruto de la propia inmediación que impera en el momento. De esta forma, la pregunta que fuera planteada por el juzgador estaría guiada por la verdad que, como derecho humano, rige el proceso, pues en el momento de su formulación respondería al contexto concreto de la verdad buscada, lo que deriva, a su vez, en garantía de la finalidad que se asigna a la prueba, esto es, que la información que el juez estaría recibiendo sería de calidad y acorde al objeto del proceso. Las preguntas que en su caso formule el juzgador redundarán en las pruebas ofrecidas por las partes, él no introduce pruebas nuevas, el marco se mantiene y sigue limitado a lo que las partes hubieran propuesto. Por esto no se puede decir que haya parcialidad con tal actividad. Incluso, por la propia estructura del acusatorio, llegado el juicio oral, el juzgador además de no tener conocimiento de las partes ni del hecho, tampoco lo tendría de las pruebas en desahogo. De ahí que la formulación de alguna pregunta deviene de la inmediación material, sin más motivación que el objeto del proceso, el cumplimiento en la garantía y protección de la verdad que impregna el acceso a la justicia, y el que la resolución que finalmente se dicte tenga por base tal derecho y se descarte el error judicial. 4.3. La intervención interrogatoria del juez de juicio oral y el principio de interdependencia entre los derechos del debido proceso Ya se ha dicho que la Corte IDH consideró que el derecho a la verdad forma parte del acceso a la justicia, y que se encuentra protegido en su conjunto por los arts. 1.1, 8.1 y 25 de la Convención, por lo que no es factible sostener que se cumple con la protección de los derechos humanos con el mero trámite de procesos internos. En 90 todo caso, por lo menos deberán estar guiados por ese parámetro para no degenerar en sentencias fraudulentas que lleguen al grado de, con relación a las reglas que enmarcan el trámite procesal, exigir que los juzgadores dirijan y encaucen el proceso sacrificando la justicia y el debido proceso para atender un formalismo que genere impunidad. Debe privar, más bien, la exigencia de justicia, los derechos de las víctimas y el espíritu de la Convención, lo que denota la obligatoriedad del juzgador de actuar en proceso para no defraudar las expectativas que la sociedad se ha hecho de ello, y que no debe existir incumplimiento por parte del Estado en su obligación de proteger los derechos humanos. Cuando se afectan los derechos de las personas, salta a la vista, como vía garantizadora y de protección, otro derecho humano: el de acceso a los tribunales; lo que en México se satisface de acuerdo al art. 17 de la Constitución. Sin embargo, la exigencia no se satisface con su sola existencia. Para que el ordenamiento sea cumplido, la actuación de los tribunales debe orientarse a una real y efectiva protección, lo que se logra cuando el parámetro es la verdad como objetivo primordial de tal acceso. La neutralidad de la misma conlleva en sí la garantía de los demás derechos en el proceso judicial. De este modo se revela la amplia vinculación que el derecho a la verdad mantiene con todos los derechos de una persona. Es decir, que todo derecho que fuera afectado requerirá de la búsqueda de la verdad a través del proceso judicial para exigir su respeto y protección. Si la expectativa de quien sufrió una afectación por un particular es la de que el responsable sea identificado y sancionado, el derecho a la verdad se vincula de inmediato con tal expectativa, considerando que no se pretende que el sistema judicial sancione a quien no cometió un hecho delictivo, sino que ello ocurra con el verdadero responsable. Esta misma vinculación de la verdad opera con la presunción de inocencia. El inocente espera que la realidad impere, participa ante el poder judicial en el entendido de que, al seguir el objeto procesal, su estado de inocente prevalecerá y que no podrá ser desvirtuado. Entender lo contrario llevaría al absurdo de que el 91 sistema judicial es un simple trámite o un juego de reglas, donde basta con seguir la ideología de un juego donde la calidad del resultado no interesa en forma alguna. En otras palabras, que se libere a quienes cometieron delitos o se condene al inocente y se asuma, además, como válida una decisión así, emitida sólo porque se cumplió un trámite. Sería el absurdo de que el inocente se conformara y aceptara la condena que acoge el hecho falso (culpabilidad de un hecho) como si fuera justo sólo porque habría seguido el trámite procesal, o que la persona afectada por un delito acude a los tribunales con la expectativa de una resolución sin que le interesara que fuera injusta, y que el trámite fue o puede ser usado como medio evasor de responsabilidad por la posibilidad de ocultamiento, manipulación o fabricación de pruebas. Claro está que lo descrito no sería compatible con la obligación estatal de proteger los derechos humanos, pues si éstos han sido vulnerados, la decisión basada en un hecho falso, por más legal que se le quiera ostentar por haber seguido ciertas reglas, no borrará la afectación, ni que el Estado no ha cumplido con la exigencia de protección. Habrá una decisión judicial, pero la afectación del derecho se seguirá esperando la protección. Consecuentemente, aun con tal resolución judicial, el Estado habrá incumplido con el marco constitucional y el internacional, pues sin verdad no hay protección efectiva de derechos humanos, ni puede aducirse un debido proceso, a menos que se pretenda que lo justo de una decisión judicial es intrascendente. 92 Conclusiones Con la reforma constitucional publicada el 18 de junio de 2008, se creó el llamado sistema acusatorio en México, sin embargo, como se ha demostrado a lo largo de esta tesis, la administración de justicia que ese sistema implica aún debe ajustarse al marco internacional de los derechos humanos e incorporar a la verdad como un derecho inherente del acceso a la justicia y al debido proceso. Estos dos últimos aspectos no se satisfacen cuando se pretende eliminar toda intervención del juez de juicio oral y se deja el desarrollo del proceso bajo el monopolio absoluto de las partes (acusador y defensa). Con estas circunstancias se dan grandes riesgos de error judicial, pues al dejar las pruebas dependiendo de las partes se da margen al ocultamiento de otras que pudieran ser relevantes, a la manipulación de las existentes, o a la fabricación de las mismas; un conjunto de hechos que sólo reflejaría los particulares intereses de las partes, de sus teorías del caso y sus versiones que pretenden como verdad. De este modo, en lugar de priorizar el real objeto del proceso, se daría preponderancia a una verdad sugerida que no se corresponde con la realidad. Así, el marco judicial degeneraría en meros trámites procesales donde la calidad de las decisiones resultaría irrelevante y se abriría el camino para condenar inocentes y generar impunidad. Aceptar tal monopolio significa vulnerar la Constitución, la cual contempla que el objeto del proceso es la verdad, seguida de la protección al inocente y la evitación de impunidad, aspectos que el marco internacional también ha considerado. Así lo demuestra la jurisprudencia de la Corte IDH, la cual ha fijado que el derecho a la verdad es inherente del acceso a la justicia y al debido proceso, y la ha enmarcado dentro de los derechos contemplados en los arts. 8 y 25, en función del 1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Con estas premisas es claro que el establecimiento de la verdad no se deja a la mera gestión de los intereses particulares de las partes e incorpora la exigencia de considerar que la administración de la justicia no se satisface con trámites y procesos judiciales, y que éstos deben estar guiados por la consecución de la verdad como garantía de 93 protección de los derechos de las personas. El primer obligado directo de todo esto sería el Estado y, por lo tanto, el juzgador, puesto que él forma parte de las estructuras estatales. El juzgador entonces debe asumir el carácter real de director del proceso evitando que se empañe su cometido. Sólo así se cumpliría con la obligación de respetar y garantizar el libre goce y ejercicio de los derechos humanos. Por ello, aun cuando la única posibilidad de intervención del juez de juicio oral se da durante el desarrollo de esta etapa ‒lo que se debe a la estructura del sistema acusatorio‒, y dada la relevancia de la inmediación por la que él presenciaría el desahogo probatorio, resulta exigible que, en acatamiento a la verdad como su directriz, tenga el juzgador la posibilidad de interrogar a los testigos pues el propio contexto dado por la inmediación lo sugiere para el esclarecimiento del hecho. Por la obligación que ello representa, él sabe que su función al decidir en sentencia es la protección de los derechos. Justo la expectativa de aquel que fue afectado en sus derechos, la misma que los afectados tienen respecto de la protección y garantía. El inocente no espera ser condenado, y la víctima de un delito no espera que un fallo procurado perpetúe la violación de su derecho, ni tampoco se espera que ella asuma como justos los resultados sólo porque se siguieron las reglas procesales como si se tratara de las reglas aceptadas de un juego. Tal facultad no puede limitarse por el ordenamiento interno. Cuando así suceda, habrá de tenerse presente el bloque de constitucionalidad, por el cual ese ordenamiento queda vinculado y puede contemplarse el derecho a la verdad, y con base en esto, a través del control de convencionalidad, deberá dejar de aplicar la norma que le impide atender su cometido. O, en todo caso, interpretar la norma que sea conforme y que garantiza el respeto al derecho humano relativo. Así, el presente trabajo destaca que el derecho a la verdad debe regir el desarrollo del proceso judicial, y que éste corresponde a una visión triangular en la que ese derecho es el soporte principal, además de la protección al inocente (presunción de inocencia), y la evitación de impunidad. Sólo con la verdad como fundamento podrá garantizarse que no se condene a inocentes ni se genere impunidad. La obligación 94 estatal consiste en protegerla; para ello debe exigir que el juzgador de juicio oral la busque interrogando a los testigos durante esta fase. Un papel pasivo del juez durante esta etapa llevaría a sentencias fraudulentas y a un alto riesgo de error judicial. La conducta activa del juez, se puede concluir, es determinante para alcanzar la finalidad última del sistema de justicia: el derecho a la verdad como tal. Consideramos igualmente, como se ha evidenciado que la propuesta presentada no atenta contra la esencia del sistema acusatorio, sino por el contrario, respetando precisamente los principios que le atañen, y en particular la imparcialidad y el principio de contradicción se ven respetados en su confrontación con el marco internacional, lo cual resalta si se toma en cuenta que tal intervención se verificaría únicamente durante el desarrollo del juicio oral, sin aportar elementos de prueba, pues la labor interrogadora se daría sobre los propios medios ofertados y admitidos a las partes procesales, de tal suerte que si la finalidad de su aporte es proporcionar información de calidad al juzgador para decidir, la labor activa únicamente implicaría la corroboración de la finalidad buscada por los propios interesados. 95 Bibliografía Abramovich, Víctor (2006). “Los estándares interamericanos de derechos humanos como marco para la formulación y el control de las políticas sociales”, Anuario de Derechos Humanos 2006, núm. 02, Centro Humanos Universidad de la de Chile, de Derechos disponible en <http://www.anuariocdh.uchile.cl/>, consulta del 16 de marzo de 2014, pp. 2728. 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Localización: libro XV, diciembre de 2012, tomo 1, materia común, p. 420. 103 Tesis: 1a. CCXLIX/2011 (9a.). SISTEMA PROCESAL PENAL ACUSATORIO Y ORAL. SE SUSTENTA EN EL PRINCIPIO DE CONTRADICCIÓN. Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta. Localización: libro VI, marzo de 2012, tomo 1, materia penal, p. 292. Derivada de la contradicción de tesis 412/2010. Con la nota de que tal tesis no constituye jurisprudencia, ya que no resuelve el tema de la contradicción planteada. Tesis 1a. I/2012 (10a.). PRESUNCIÓN DE INOCENCIA. EL PRINCIPIO RELATIVO ESTÁ CONSIGNADO EXPRESAMENTE EN LA CONSTITUCIÓN POLÍTICA DE LOS ESTADOS UNIDOS MEXICANOS, A PARTIR DE LA REFORMA PUBLICADA EN EL DIARIO OFICIAL DE LA FEDERACIÓN EL 18 DE JUNIO DE 2008. Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta. Localización: libro IV, enero de 2012, tomo 3 materia constitucional, p. 2917. Tesis 1a. CCCXL/2013 (10a.). INTERPRETACIÓN CONFORME. NATURALEZA Y ALCANCES A LA LUZ DEL PRINCIPIO PRO PERSONA. Gaceta del Semanario Judicial de la Federación. Localización en publicación del 13 de diciembre de 2013. Materia constitucional, p. 530. Tesis 1a. CCXIV/2013 (10a.). DERECHOS HUMANOS. INTERPRETACIÓN CONFORME, PREVISTA EN EL ARTÍCULO 1o. DE LA CONSTITUCIÓN POLÍTICA DE LOS ESTADOS UNIDOS MEXICANOS, registro 2003974. Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta: Localización: libro XXII, julio de 2013, tomo 1, materia constitucional, p. 556. Tesis 1a./J. 11/2014 (10a.). DERECHO AL DEBIDO PROCESO. SU CONTENIDO, registro: 2005716, gaceta del Semanario Judicial de la Federación, libro 3, febrero de 2014, tomo I, materia constitucional, p. 396. 104