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FACULTAD LATINOAMERICANA DE CIENCIAS SOCIALES,
SEDE ACADÉMICA DE MÉXICO
Maestría en Derechos Humanos y Democracia
IV Promoción, 2012-2014
El juzgador de juicio oral.
Un análisis de la propuesta de su intervención activa para garantizar
los derechos a la verdad y la presunción de inocencia
Tesis que para obtener el grado de
Maestro en Derechos Humanos y Democracia
Presenta:
Mauricio Lozoya Alonso
Director de tesis: Dr. Juan Carlos Gutiérrez Contreras
México, D.F., febrero de 2015
Nota: Por convenio celebrado con el Tribunal Superior de Justicia del
Distrito Federal
ÍNDICE
RESUMEN ................................................................................................................ 4
ABSTRACT ............................................................................................................... 5
INTRODUCCIÓN .……………………………………………………………………….. 6
CAPÍTULO I. PRINCIPIOS DEL SISTEMA ACUSATORIO ................................... 10
1. EL PRINCIPIO DE IMPARCIALIDAD .............................................................................. 11
1.1. La perspectiva subjetiva del principio de imparcialidad .................................... 12
1.2. La perspectiva objetiva del principio de imparcialidad ...................................... 14
2. EL PRINCIPIO DE CONTRADICCIÓN ............................................................................ 19
2.1. Noción .............................................................................................................. 19
2.2. Rol de las partes en el juicio oral ...................................................................... 26
2.3. Teoría del caso e interrogatorio a testigos ....................................................... 28
3. EL PRINCIPIO DE INMEDIACIÓN ................................................................................. 32
3.1. El papel del juez en el juicio oral ...................................................................... 34
3.2. El papel del juez en el interrogatorio en juicio oral, establecido y sugerido ...... 35
CAPÍTULO II. OBJETO DEL PROCESO ............................................................... 38
1. ESCLARECIMIENTO DE LOS HECHOS (LA VERDAD) ...................................................... 38
1.1. Posición de las partes ante la verdad (verdad sugerida) .................................. 38
1.2. Riesgo: la mentira como finalidad y resultado del proceso ............................... 42
1.3. Posición del juez ante la verdad (verdad buscada) .......................................... 45
2. EL ESCLARECIMIENTO DEL HECHO COMO DERECHO HUMANO Y COMO SUSTENTO DEL
DEBIDO PROCESO....................................................................................................... 56
3. PRINCIPIO DE INTERDEPENDENCIA ........................................................................... 62
3.1. Noción .............................................................................................................. 62
3.2. Interdependencia del derecho a la verdad, acceso a la justicia y presunción de
inocencia ................................................................................................................. 63
2
CAPÍTULO III. EL OBLIGADO PAPEL ACTIVO DEL JUEZ DURANTE EL
INTERROGATORIO DE TESTIGOS EN JUICIO ORAL ......................................... 67
1. BLOQUE DE CONSTITUCIONALIDAD ........................................................................... 67
1.1. Noción .............................................................................................................. 67
1.2. Control de convencionalidad ............................................................................ 70
1.3. Interpretación conforme .................................................................................... 75
2. OBLIGACIONES GENERALES DEL ESTADO, DERECHOS HUMANOS Y OBJETO DEL PROCESO:
RESPETAR Y GARANTIZAR
........................................................................................... 77
3. LA INTERVENCIÓN DEL JUZGADOR DE JUICIO ORAL: UNA EXIGENCIA DEL PROCESO
ACUSATORIO .............................................................................................................. 82
3.1. Desde la perspectiva del esclarecimiento del hecho ........................................ 82
3.2. En acatamiento a la obligación de garantizar la protección al inocente y evitar la
impunidad ................................................................................................................ 85
4. IMPARCIALIDAD DEL JUZGADOR AL INTERROGAR A TESTIGOS EN JUICIO ORAL ............... 87
4.1. El juez es ajeno a los intereses particulares de las partes, desconoce el asunto
del que va a conocer ............................................................................................... 87
4.2. El juez no aporta pruebas y desconoce las que se van a desahogar ............... 89
4.3. La intervención interrogatoria del juez de juicio oral y el principio de
interdependencia entre los derechos del debido proceso ....................................... 90
CONCLUSIONES.................................................................................................... 93
BIBLIOGRAFÍA....................................................................................................... 96
RESOLUCIONES DE LA CORTE INTERAMERICANA DE DERECHOS HUMANOS ................... 100
OTROS .................................................................................................................... 102
LEGISLACIÓN ........................................................................................................... 103
CRITERIOS DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN ................................... 103
3
Resumen
El presente trabajo analiza la necesidad y la obligación de que el juzgador participe
activamente en el juicio oral durante el desahogo de pruebas, en particular
interrogando a los testigos. Se propone que esto es un deber estatal que permitiría
cumplir con la obligación de proteger los derechos humanos. Por tal motivo se
destacan los riesgos inmersos en el sistema acusatorio respecto al marco probatorio,
tanto en su ofrecimiento, como en su desahogo, cuando queda a expensas del
dominio de las partes (acusador y defensa) y de la conducta pasiva del juez. Los
teóricos han enfatizado que tanto la exigencia de imparcialidad como el principio de
contradicción imperantes en el sistema acusatorio son barreras para una actuación
activa del juez. Por tal causa, esta tesis analiza esos dos aspectos en el marco
internacional, evidenciando por qué no sería así, y que, por el contrario, unidos con
otros principios y con el objeto del proceso, cuyo vértice es el derecho a la verdad,
se demuestra que todo ello representa en realidad una obligación del Estado. Y que
el juez, en el marco de sus funciones, lo debe acatar, con el fin de evitar el riesgo de
condenar a inocentes o generar impunidad. La justicia conlleva el derecho de que la
verdad de lo acontecido sea la base de la resolución y de la propia función judicial.
Sólo respetando estos principios se legitima la función judicial, pues las expectativas
de la sociedad son que las decisiones judiciales tengan como soporte la verdad y la
procuración de una justicia real.
4
Abstract
The present work board the analysis about the need and obligation for the judge to
have an active participation in the oral judgment (juicio oral) during the presentation
of evidence, in particular to examine witnesses as a state duty to protect human
rights, so would emphasize the risks, involving the adversarial system, an evidentiary
framework, both in their offering and their vent completely closed to the freehold
parts, prosecutor and defense, and the passivity of the judge. Often emphasized by
theorists to requirement of impartiality, as the principle of contradiction prevailing in
the system are barriers to such actions of the judge, which leads to the requirement
for a part of analyzing the content thereof in the international context, showing that
would not be so, and conversely, together with other principles and emphasis to what
constitutes the object of the process which is shown as a triangle whose apex is the
view right to the truth, it denoting that the activity proposal actually represents an
obligation of the State to the Judge in the context of their duties must comply or else
risk an order that is generated innocent and impunity, justice entails the right to know
what happened, is the truth of what happened as a basis for resolution of the
judiciary itself, for then delegitimize the judiciary function, when the expectations of
society are not that judicial decisions have been supporting the fool, with the
consequent extent of risk convicting the innocent and law impunity.
5
Introducción
La Reforma Constitucional publicada en el Diario oficial de la Federación el 18 de
junio del 2008, implementa el llamado sistema penal acusatorio, dentro de cuyos
principios se destaca el de contradicción.
Tal principio, arropa todas y cada una de las etapas del procedimiento, abarcando
evidentemente el desarrollo del juicio oral. Bajo una visión cerrada o estricta
implicará que todo se desenvuelva por la propia actividad de las partes, ofreciendo
pruebas acorde a su propia teoría del caso, y participando en su desarrollo, tanto de
las propias, como de su contraparte, controvertirlas entre sí, de manera que su
resultado implique aportar información al juez para que defina en sentencia
(Solórzano Garavito, 2008), aduciendo que cualquier acto del mismo con relación al
marco probatorio que no sea la admisión, valoración y fallo, afectará necesariamente
la imparcialidad, otro principio adyacente a aquél, esto es, que debe tratarse de un
mero observador ante la actividad de las partes.
Ante un esquema como el señalado, nos preguntamos sobre la necesidad de que
durante el desarrollo del juicio oral, el juez pueda interrogar a los testigos ofrecidos
por las partes, pues los principios relativos al acusatorio tendrían que apreciarse en
congruencia con el derecho humano a la verdad, pues “si la dignidad humana debe
realizarse también con el debido proceso sustantivo, es apenas lógico que la verdad
es el soporte de él para poder conseguir la justicia que es lo único capaz de hacer
realidad la paz social” (Tarazona, y Herrera, 2011), y a ello acudimos tomando en
consideración que en materia penal tal exigencia es todavía más clara cuando se
encuentra en riesgo la libertad de una persona (acusado), como también el derecho
de la víctima a ser resarcido, de tal suerte que puede establecerse que si la
administración de justicia tendrá por objeto precisamente el establecimiento de esa
verdad para correlativamente imponer las consecuencias jurídicas relativas, que en
el caso de una condena al acusado será la pena, ese es su objeto, el
esclarecimiento de los hechos.
6
En tal sentido en torno a la interrogante planteada planteamos la hipótesis sobre la
factibilidad de que el juez penal en juicio oral para prevenir violaciones a derechos
humanos vinculados con el derecho a la verdad y la presunción de inocencia, pueda
participar en juicio oral interrogando a los testigos ofrecidos por las partes. Se
entiende la preocupación para arropar la imparcialidad del juzgador cuando las
circunstancias sociales así lo exigen, como en el caso de México donde la confianza
en el poder judicial ha sido menguada, sin embargo, los cambios tendrían que
ponderarse de modo que los principios relativos a tales cambios encuentren tal
flexibilidad a efecto de no desplazar una exigencia principal que subyace en la
función jurisdiccional para con el gobernado, la búsqueda de la verdad, y que la
declaratoria de esta es el objeto primordial del procedimiento para decidir sobre la
consecuencia, y bajo ese tenor debe acatarse el propio marco constitucional (que
establece su objeto; esclarecer el hecho, proteger al inocente y que el delincuente no
quede impune), sin que a ello deba afectar el “sistema” de que se trate o como se le
llame (acusatorio), pues aquellos derechos no pueden ceder a normas que los
limiten bajo la idea de que no se corresponden con el sistema.
En orden a lo anterior, en el presente trabajo se tratara de mostrar la pertinencia de
la propuesta señalada, desarrollándose tanto desde el prisma de la dogmática
jurídica, como desde el de los derechos humanos, debido a que consideramos que
debe realizarse el análisis de los conceptos previamente establecidos, y que se
enfatizan a raíz de la reforma que instituye el sistema acusatorio en materia penal,
para establecer cuál es el sentido que corresponde (o mejor dicho se asigna) a cada
uno de los mismos, en particular a aquéllos que constituyen el objeto del proceso
(esclarecimiento de los hechos, protección al inocente y evitar que se genere
impunidad), como la interpretación posible que de darse a los principios que se dicen
informan a dicho proceso, en particular el de imparcialidad, contradicción, y
presunción de inocencia, explicitando los alcances que suele darse a cada uno, para
derivar de ello una interpretación sistemática coherente con aquellas premisas que
constituyen el objeto del proceso, destacando que el esclarecimiento de los hecho
conlleva ya al resolver en definitiva en el juicio oral, propiamente el derecho a la
7
verdad finalidad presupuesto de la decisión que declara la verdad jurídica, de
justicia.
En tanto que desde el enfoque de los derechos humanos, con relación a lo anterior,
trataremos de esclarecer si la verdad puede ostentarse precisamente como un
derecho humano como presupuesto de la decisión judicial. Claro está, que la
decisión de juzgador conlleva siempre la declaración de una verdad, y que esta solo
puede tenerse como jurídica, sin embargo, la verdad real o material tendrá que ser el
parámetro final de búsqueda, donde la verdad jurídica orientada por tal directriz
buscara acercarse lo más posible a aquella.
De tal suerte que a su vez rescatando los propios principios de presunción de
inocencia, contradicción e imparcialidad habrán de verse en concordancia a dicho
derecho, de tal suerte que en el capítulo final se abordara el análisis bajo los
conceptos del bloque de constitucionalidad, control de convencionalidad e
interpretación conforme. Ello dada la reflexión que deriva del hecho de que los
contenidos actuales de los principios del sistema, en particular del de contradicción
se refleja en un ámbito normativo interno (del que hay que dejar claro, es infra
constitucional por señalarlo jerárquicamente, pues la Constitución no establece la
prohibición de intervención del juez en tales supuestos, ya que solo enumera los
principios sin desarrollarlos dejando a la legislación secundaria su desarrollo, pero
que por el contrario, nos da pautas para ello al fijar el objeto del proceso), que puede
buscar apreciarse en congruencia a los compromisos internacionales cuando la
obligatoriedad de su acatamiento es expresa.
Debe destacarse que el presente trabajo enmarca una propuesta, que como tal
estamos conscientes será motivo de fuerte crítica de mirarse bajo un prisma de
inflexibilidad de los principios atinentes a un sistema acusatorio, sin embargo, es de
acotar a su vez que la misma nace con el humilde propósito de aportar reflexiones
derivadas precisamente de las circunstancias que no permiten apreciar uniforme el
nuevo modelo de justicia penal acorde a los fines que debiera satisfacer con la
8
sociedad, esto es, nos parece que la finalidad de todo sistema judicial debe a fin de
cuentas calificarse por el resultado que genera, y que puede ser previsible
atendiendo a los diversos matices que lo envuelven, de otra suerte no pasaría de ser
la transición de un sistema a otro (mejor dicho de una forma a otra) de administrar
justicia sin utilidad alguna.
9
CAPÍTULO I
PRINCIPIOS DEL SISTEMA ACUSATORIO
El nuevo sistema procesal acusatorio penal implica un procedimiento o conjunto de éstos,
destinados a la solución del conflicto derivado de de la posible comisión de un delito, no
necesariamente a través de una sentencia de condena o absolución.
En efecto, para la solución de conflictos de esta naturaleza el sistema acusatorio contempla
institutos como los llamados criterios de oportunidad a través de los cuales el Ministerio
Público por motivos de política criminal prescinde de la persecución penal; los medios
alternos de solución de conflictos como los acuerdos reparatorios, y la suspensión
condicional del proceso, además de la mediación y la conciliación. Sin embargo, para
efectos de este trabajo, y la propuesta que se realiza en el mismo, únicamente nos
ubicaremos bajo el contexto de la etapa de juicio oral que precisamente como se verá
adelante, es dentro del cual se propone la intervención activa del juzgador.
Ahora bien, con relación al sistema acusatorio se destaca como una de sus características
esenciales la separación de funciones entre los órganos acusadores de quienes pende la
carga de la prueba, y aquellos que tienen la responsabilidad de juzgar y emitir el fallo,
separación que se ve resaltado a través del llamado principio de contradicción. Y es
precisamente en razón de tal característica que se impone el análisis de los principios que
se encuentran implicados por la misma a efecto de mostrar posteriormente que no se
vulnera el debido proceso.
Si el debido proceso representa limite al Estado abarcando los requisitos procesales
adecuados para la defensa de los derechos de las personas (García Ramírez, 2012) y que
impregnan en general la garantía de audiencia, entendidos por nuestro máximo tribunal
nacional como el conjunto de formalidades esenciales del procedimiento tales como la
notificación del procedimiento, la oportunidad de ofrecer y desahogar pruebas en defensa, la
oportunidad de alegar, derecho a una resolución que resuelva el conflicto, y el de
impugnación, así como las que particularmente son exigibles ante el poder punitivo estatal,
como el derecho a defensa técnica, a no auto incriminarse, y conocer la causa del
procedimiento (Tesis: 1a./J. 11/2014 10a); figurando de manera primordial la exigencia de
tribunales imparciales que realicen tal labor como lo exige no solo el artículo 17 de nuestra
Constitución, sino en el marco internacional el 8 de la Convención Americana sobre
Derechos Humanos y 14 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, resulta
10
claro en torno al objeto precisado en el presente trabajo, el imperativo de analizar aquellos
principios que podrían verse involucrados con nuestra propuesta, determinando su
contenido y a la postre exponer las razones por las que a nuestro humilde punto de vista en
una confrontación con el marco internacional en realidad denotaría conformidad con éste, lo
que es necesario a efecto de apreciar si el procedimiento interno se ajusta o como se ajusta
con éste, y con ello se cumple con las obligaciones internaciones del Estado, una necesidad
que la Corte Interamericana de Derechos humanos ha hecho manifiesta:
“132. Al referirse a las garantías judiciales o procesales consagradas en el artículo 8 de la
Convención, esta Corte ha manifestado que en el proceso se deben observar todas las
formalidades que “sirvan para proteger, asegurar o hacer valer la titularidad o el ejercicio de
un derecho”, es decir, las “condiciones que deben cumplirse para asegurar la adecuada
defensa de aquéllos cuyos derechos u obligaciones están bajo consideración judicial”.
133. El Tribunal ha establecido que “el esclarecimiento de si el Estado ha violado o no sus
obligaciones internacionales por virtud de las actuaciones de sus órganos judiciales, puede
conducir a que la Corte deba ocuparse de examinar los respectivos procesos internos”, para
establecer su compatibilidad con la Convención Americana… La función del tribunal
internacional es determinar si la integralidad del procedimiento, inclusive la incorporación de
prueba, se ajustó a la Convención.” (Corte IDH, Caso Lori Berenson: párrafos 132 -133)
Así, el análisis del papel activo que el juzgador debe mantener durante un juicio oral,
es necesario revisar nociones como los principios de imparcialidad, contradicción e
inmediación. Este capítulo se ha dedicado a la exposición de este conjunto teóricoconceptual con el objetivo de esclarecer, en primer lugar, que el papel que el sistema
acusatorio otorga al juzgador es esencialmente pasivo. Al mostrar cómo es la
dinámica del proceso y de los roles que las partes tienen asignadas por la
normatividad, eventualmente habrá de arribarse a la propuesta de que el juez tiene
que representar un perfil activo en un proceso cuyo fin último es que prevalezca la
verdad, sin que ello afecte el debido proceso.
1. EL PRINCIPIO DE IMPARCIALIDAD
En el marco del nuevo sistema de justicia penal, el principio de imparcialidad del
juzgador tiene la importancia de haber sido colocado como uno de sus bastiones
11
fundamentales e implica la exigencia de que el juzgador actúe de manera tal que
garantice un juicio justo. La imparcialidad del juez presenta, a su vez, dos
perspectivas: una subjetiva y otra objetiva.
1.1. La perspectiva subjetiva del principio de imparcialidad
El carácter subjetivo de la imparcialidad del juzgador implica que éste se encuentre
libre de prejuicios (García Ramírez, 2012) con relación a los hechos de los que
conoce y con referencia a las partes que ante él contienden. Desde este punto de
vista, la imparcialidad se refiere a que no deben existir vínculos entre el juzgador y
las partes procesales (fiscal, defensa o víctima); esto es, que el juez debe ser ajeno
a cualesquiera de los intereses particulares de las partes que intervienen en el
procedimiento (Ovalle, 2007). Sin embargo, respecto a los principios de
contradicción y de igualdad de armas involucrados, tal imparcialidad se ha traducido
en que el juez asume un rol pasivo, en un ente virgen en la información (Solórzano
Garavito, 2008) que, en última instancia, se limita a valorar las pruebas aportadas
por las partes y a dictar sentencia (Mora, y Villamil, 2008).
Así, la imparcialidad significa que el órgano judicial no sólo no tenga interés directo
en el caso en examen, sino que se encuentre ajeno a una posición que favorezca a
alguna de las partes (Yaksic, y Leyva, 2012). Su enfoque, entonces, debe ser neutral
en aquello que pudiera afectar su recta actuación al conocer de un asunto, y,
correlativamente, diera causas para ser recusado (Devis, 1997). En este sentido es
que se dice que el juzgador habrá de limitarse a recibir y valorar las pruebas, emitir
su fallo con base en las mismas, pero manteniéndose ajeno a los intereses en
conflicto, debiendo entender que todo habrá de considerarse como resultado una
verdad procesal.
No obstante, resulta inconcuso que el juzgador debe contemplar que el objeto de su
encomienda no sólo se agota en tal aspecto, sino que se extiende a la relación que
guarda la veracidad de los hechos con la decisión como resultado. Si fuese lo
12
contrario, se defraudaría la justicia o se cumpliría lo que refiere Devis (1997: 12): “No
hay peor injusticia que la cometida con el pretexto de administrar justicia”. De ahí
que adelantándonos a lo que veremos en el capítulo III el propio principio de
igualdad da la pauta para la intervención activa del juzgador en el desarrollo del
proceso sin que por ello se menoscabe su imparcialidad, y es por eso que se le debe
de dotar de facultades para que la igualdad sea real, más aún cuando el interés
principal para todos los actores es la verdad de los hechos como presupuesto de
justicia; ni el inocente espera ser condenado ni la víctima espera que el responsable
sea absuelto, pues en los dos escenarios se defraudarían derechos humanos bajo la
idea de que la forma procesal así lo impone (Devis, 1997).
El artículo 17 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos ( CPEUM)
señala el principio de imparcialidad; allí se le recoge como la exigencia del derecho a
recibir justicia de parte de un juez imparcial, para lo que, en términos generales, los
aspectos acotados son receptados por los tribunales federales, en particular por la
Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que en su tesis 1a./J.
1/2012 (9ª) ha establecido que:
El principio de imparcialidad que consagra el artículo 17 constitucional, es una
condición esencial que debe revestir a los juzgadores que tienen a su cargo el
ejercicio de la función jurisdiccional, la cual consiste en el deber que tienen de ser
ajenos o extraños a los intereses de las partes en controversia y de dirigir y resolver
el juicio sin favorecer indebidamente a ninguna de ellas. Así, el referido principio
debe entenderse en dos
dimensiones: a) la subjetiva,
que es la relativa a las
condiciones personales del juzgador, misma que en buena medida se traduce en los
impedimentos que pudieran existir en los negocios de que conozca, y b) la objetiva,
que se refiere a las condiciones normativas respecto de las cuales debe resolver el
juzgador, es decir, los presupuestos de ley que deben ser aplicados por el juez al
analizar un caso y resolverlo en un determinado sentido. Por lo tanto, si por un lado,
la norma reclamada no prevé ningún supuesto que imponga al juzgador una
condición personal que le obligue a fallar en un determinado sentido, y por el otro,
tampoco se le impone ninguna obligación para que el juzgador actúe en un
13
determinado sentido a partir de lo resuelto en una diversa resolución, es claro que no
se atenta contra el contenido de las dos dimensiones que integran el principio de
imparcialidad garantizado en la Constitución Federal.
Como se aprecia, el máximo tribunal mexicano recoge en esencia los parámetros
sobre los cuales debe descansar la imparcialidad de los juzgadores, los cuales se
pueden sintetizar en un sólo hecho: la inexistencia de algún interés en el asunto del
cual el juzgador conoce. Sin embargo, esto sólo se refiere a la apreciación subjetiva
detallada hasta aquí, y destaca, a su vez, la necesidad de una imparcialidad objetiva.
La cuestión se aborda enseguida.
1.2. La perspectiva objetiva del principio de imparcialidad
La perspectiva objetiva de la imparcialidad del juzgador se plantea desde un punto
de vista normativo (Bardales, 2012), y alude a que su actuación durante el desarrollo
del procedimiento no denote dudas sobre su imparcialidad. Esto es, que el juzgador
en correspondencia con la perspectiva subjetiva ya explicada evite actos que
pongan en entredicho que procede libre de intereses, por ejemplo: prejuicios,
opiniones previas sobre el asunto, predisposición al resultado, comentarios que
afecten o comprometan el sentido del fallo, o conocimiento personal sobre los
hechos (no se puede ser juez y parte, o testigo y juez del mismo asunto). A lo que se
debería sumar en torno al sistema de audiencias en el sistema acusatorio el que
un juez que haya conocido previamente de los hechos (como sucede con el juez de
control) no pueda conocer en juicio oral del mismo asunto, pues ello podría entrañar
predisposición sobre el marco valorativo (Horvitz, y López, 2003a), interés
económico del juzgador o de su familia, o incluso el atender de manera particular y
aislada a una de las partes durante el proceso (CPEUM, art. 20, fracción VI).
En ese sentido, el aspecto objetivo se refiere al comportamiento del juzgador durante
el desarrollo, a que se conduzca de manera tal que no genere sospecha alguna
14
sobre los factores que, desde el punto de vista subjetivo, pudiera implicar
imparcialidad.
En el marco internacional, el derecho a un juez imparcial puede apreciarse, entre
otros, en el artículo 14.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos,
donde se establece que:
Todas las personas son iguales ante los tribunales y cortes de justicia. Toda persona
tendrá derecho a ser oída públicamente y con las debidas garantías por un tribunal
competente, independiente e imparcial, establecido por la ley, en la substanciación
de cualquier acusación de carácter penal formulada contra ella o para la
determinación de sus derechos u obligaciones de carácter civil […]
Mientras que la Convención Americana sobre Derechos Humanos, en su artículo
8.1, estipula la imparcialidad en términos similares:
Artículo 8. Garantías Judiciales
1. Toda persona tiene derecho a ser oída, con las debidas garantías y dentro de un
plazo razonable, por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial,
establecido con anterioridad por la ley, en la sustanciación de cualquier acusación
penal formulada contra ella, o para la determinación de sus derechos y obligaciones
de orden civil, laboral, fiscal o de cualquier otro carácter […]
Como puede apreciarse, la contemplación del derecho a un juez imparcial se hace
de manera general, sin precisar su contenido, sólo aludiendo a la exigencia de un
juez imparcial, lo que lleva a considerar otros elementos en el marco internacional
para precisar su contenido. Sobre esta cuestión la Observación General número 32
del Comité de Derechos Humanos (Comité de Derechos Humanos, 2007), en su
párrafo 21, precisa:
15
[…] 21. El requisito de imparcialidad tiene dos aspectos. En primer lugar, los jueces
no deben permitir que su fallo esté influenciado por sesgos o prejuicios personales, ni
tener ideas preconcebidas en cuanto al asunto sometido a su estudio, ni actuar de
manera que indebidamente promueva los intereses de una de las partes en
detrimento de los de la otra. En segundo lugar, el tribunal también debe parecer
imparcial a un observador razonable. Por ejemplo, normalmente no puede ser
considerado imparcial un juicio afectado por la participación de un juez que,
conforme a los estatutos internos, debería haber sido recusado […]
De donde se desprende que el contenido de la imparcialidad como se ha precisado
líneas arriba abarca tanto un aspecto subjetivo (libre de prejuicios personales,
predisposición en torno al sentido del fallo), como otro objetivo que se refiere al
actuar del juzgador durante el procedimiento, de manera que ante el observador no
se generen sospechas de una conducta sesgada.
En la misma dirección se debe distinguir el Código de Ética Judicial, o Principios de
Bangalore sobre la Conducta Judicial, en el cual, acorde a los considerandos de su
preámbulo, se enfatiza en la exigencia de la imparcialidad del juzgador y en la
relevancia de ésta para la administración de justicia puesto que de su observancia
dependen la aplicación de otros derechos, la confianza pública en el sistema judicial
y la autoridad moral que éste alcance en sociedades democráticas; además de que
los principios que plantea representan estándares para la conducta ética de los
jueces.
Así, y desde un inicio, en los Principios de Bangalore queda plasmada (entre otros
valores) la exigencia de la imparcialidad de los juzgadores no sólo en sus
decisiones, sino también en su actuación. Este principio es convertido en un
parámetro para la interpretación que sobre el contenido debe revestir, y que se
explicita en el valor 2: “La imparcialidad es esencial para el desempeño correcto de
las funciones jurisdiccionales. La imparcialidad se refiere no sólo a la decisión en sí
misma, sino también al proceso mediante el cual se toma esa decisión.” (Principios
16
de Bangalore, 2002). Asimismo, en las referencias 2.1-2.5, relativos a su aplicación,
se recogen los diversos aspectos subjetivos implicados en una conducta imparcial y
que ya se han acotado arriba: ausencia de prejuicios, que no haya predisposición al
resultado del fallo (conocimiento personal de los hechos, que previamente el juez
haya sido abogado o testigo de los mismos), ausencia de interés económico de la
familia. En tanto que, en torno a la perspectiva objetiva, se recomienda que la
actuación del juzgador no comporte favoritismo y que tanto fuera como dentro de los
tribunales (y en esto amplía aún más la concepción objetiva al no limitarla sólo al
desarrollo del proceso) mantenga una conducta que aumente la confianza entre
público y litigantes, se abstenga de comentarios que denoten predisposición, e
incluso se pide que no se externen al público de forma que se afecte el resultado;
todas representan conductas que, para un observador, pudieran debilitar la
imparcialidad (Principios de Bangalore 2002).
De este modo queda delimitado para esta investigación el principio que nos atañe a
nivel internacional mediante la Observación General y los principios referidos,
mismos que finalmente han sido acotados por la Corte Interamericana de Derechos
Humanos del modo que sigue:
[…] 56. En cambio, la imparcialidad exige que el juez que interviene en una
contienda particular se aproxime a los hechos de la causa careciendo, de manera
subjetiva, de todo prejuicio y, asimismo, ofreciendo garantías suficientes de índole
objetiva que permitan desterrar toda duda que el justiciable o la comunidad puedan
albergar respecto de la ausencia de imparcialidad. La Corte Europea de Derechos
Humanos ha explicado que la imparcialidad personal o subjetiva se presume a
menos que exista prueba en contrario. Por su parte, la denominada prueba objetiva
consiste en determinar si el juez cuestionado brindó elementos convincentes que
permitan eliminar temores legítimos o fundadas sospechas de parcialidad sobre su
persona. Ello puesto que el juez debe aparecer como actuando sin estar sujeto a
influencia, aliciente, presión, amenaza o intromisión, directa o indirecta, sino única y
exclusivamente conforme a y movido por el Derecho. (Corte IDH, Caso Apitz
Barbera y otros, párrafo 56).
17
Como conclusión se puede afirmar que el contenido del principio de imparcialidad
abarcado en sus aspectos subjetivo y objetivo es inconcuso; y que, pese a que no
se encuentra definido en el artículo 17 de la Constitución mexicana, se ha
establecido en la jurisprudencia de la Suprema Corte de la Nación y encuentra una
corroboración inobjetable con lo que en el marco internacional se reconoce como tal.
Ahora bien, cabe destacar que el reciente Código de Procedimientos Penales para el
Distrito Federal1 con el que se asume el sistema acusatorio, en el título segundo
relativo a los principios y derechos en el procedimiento penal, en su artículo 12 se
indica que:
Los jueces y magistrados en el ejercicio de sus funciones deberán conducirse en
todo momento con imparcialidad en los asuntos sometidos a su conocimiento,
debiendo evitar opiniones anticipadas sobre la forma como los conducirán; dejarse
influenciar por el contenido de los argumentos vertidos por los medios de
comunicación o, por las reacciones del público respecto de sus actuaciones; así
como por presiones, amenazas o intromisiones indebidas de cualquier sector.
Con lo expuesto hasta aquí, resulta claro que si el juez se encuentra ayuno de
interés en una causa y no realiza acto alguno que induzca a sospechar de él, nunca
podrá plantearse que su conducta esté signada por la parcialidad.
1
Este ordenamiento expresamente se refiere al principio que nos atañe, de ahí que se haya
transcrito. Sin embargo, aun cuando el Código Nacional de Procedimientos Penales no establece
el mismo contenido, no puede suponerse excluido, ya que aunque de manera genérica indica la
necesidad de que el proceso se sustancie imparcialmente, y la violación de tal principio conduciría
a la reposición del procedimiento acorde a sus artículos 12 y 482 fracción VI, para calificar la
actuación del juzgador tendrá que atenderse al marco internacional y a la interpretación de los
propios tribunales internos ya mencionados en este capítulo.
18
2. EL PRINCIPIO DE CONTRADICCIÓN
2.1. Noción
El principio de contradicción en el sistema acusatorio consiste en una exigencia:
puesto que el procedimiento funciona como un sistema de partes, éstas deben tener
la posibilidad de argumentar, debatir o controvertir toda postura del contrario.
En efecto, cada parte tiene el derecho de alegar todo lo que a su interés convenga
en un proceso, lo cual, además de ser propio del derecho de audiencia a ser oído y
vencido en juicio, involucra un elemento indispensable para la defensa (Benavente et
al., 2011). Nadie puede ser condenado sin ser oído, pero, en correlación, debe darse
lugar a una bilateralidad de derechos, por lo que la contraparte puede
contraargumentar y cuestionar todo aquello en que el otro base sus pretensiones.
Dicho principio no sólo se cristaliza con la acusación y el consecuente juicio oral, en
su caso, sino desde el inicio del procedimiento. De ahí que se plantee que durante
éste el sistema de partes ya comporta la idea de un debate que generará en cada
etapa una tensión entre dos posturas contrapuestas, sobre lo cual el juzgador
decidirá. Así, si el Ministerio Público (fiscal o acusador) recaba datos de
investigación, formula imputación, solicita auto de vinculación a proceso, o acusa,
necesariamente tendrá que dar a conocer los datos colectados, y tanto la defensa
como el imputado tendrán el derecho de conocerlos y rebatirlos, así como de
combatir o refutar los argumentos en los que aquel fundamente la imputación,
demeritándole y cuestionando el que cuente con argumentos y datos que justifiquen
el juicio oral (León, 2008). En el mismo sentido, la admisión de pruebas recibirá el
mismo tratamiento en todas sus fases, por ejemplo, ante un ordenamiento de
medidas cautelares, podrá solicitar su justificación, o controvertir su necesidad y
proporcionalidad, pues el principio de contradicción impregna a todas las fases y
pretensiones que se hagan valer en las mismas, y por ende estará viva en todas la
audiencias en que se las amerita (León, 2008).
19
La Constitución mexicana recoge el principio de contradicción en su artículo 20,
primer párrafo, como uno de los preceptos que deberán regir el sistema acusatorio.
Y en su Apartado A lo reitera en sus distintas fracciones: en la IV enfatiza que los
argumentos y elementos probatorios se desarrollarán de manera contradictoria y
oral; en la V, subraya no sólo la carga de la prueba al Ministerio Público, sino
también establece la igualdad procesal de las partes, con lo que reafirma la
naturaleza contradictoria de la acusación y la defensa; en la VI prohíbe que el juez
atienda aisladamente a una de las partes, por lo que, además de velar por la
imparcialidad, de manera implícita arropa el principio de contradicción pues al estar
presentes una parte frente a la otra, ambas podrían argumentar o debatir lo que
cada una expusiera; finalmente, vale considerar la fracción X debido a que allí queda
claro que el principio de contradicción tiene vigencia en todas las etapas del
procedimiento, desde las audiencias preliminares hasta la de juicio oral.
Sobre tales aspectos, la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha establecido el
contenido del principio que atañe a esta tesis, el cual, aun cuando no constituye
jurisprudencia, es orientador al respecto:
SISTEMA PROCESAL PENAL ACUSATORIO Y ORAL. SE SUSTENTA EN EL
PRINCIPIO DE CONTRADICCIÓN. Del primer párrafo del artículo 20 de la
Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, reformado mediante Decreto
publicado en el Diario Oficial de la Federación el 18 de junio de 2008, se advierte que
el sistema procesal penal acusatorio y oral se sustenta en el principio de
contradicción que contiene, en favor de las partes, el derecho a tener acceso directo
a todos los datos que obran en el legajo o carpeta de la investigación llevada por el
Ministerio Público (exceptuando los expresamente establecidos en la ley) y a los
ofrecidos por el imputado y su defensor para controvertirlos; participar en la
audiencia pública en que se incorporen y desahoguen, presentando, en su caso,
versiones opuestas e interpretaciones de los resultados de dichas diligencias; y,
controvertirlos, o bien, hacer las aclaraciones que estimen pertinentes, de manera
que tanto el Ministerio Público como el imputado y su defensor, puedan participar
activamente inclusive en el examen directo de las demás partes intervinientes en el
20
proceso tales como peritos o testigos. Por ello, la presentación de los argumentos y
contraargumentos de las partes procesales y de los datos en que sustenten sus
respectivas teorías del caso (vinculación o no del imputado a proceso), debe ser
inmediata, es decir, en la propia audiencia, a fin de someterlos al análisis directo de
su contraparte, con el objeto de realzar y sostener el choque adversarial de las
pruebas y tener la misma oportunidad de persuadir al juzgador; de tal suerte que
ninguno de ellos tendrá mayores prerrogativas en su desahogo.
El nuevo Código de Procedimientos Penales para el Distrito Federal ( CPPDF) que
recepta el sistema acusatorio, también ha recogido el principio de contradicción:
Artículo 6.- Durante el proceso las partes tiene el derecho de conocer los hechos,
indicios, datos medios de prueba y argumentos que se hagan valer, a efecto de que
puedan debatir sobre ellos y oportunamente contradecirlos.
Y, por su parte, el Código Nacional de Procedimientos Penales, también lo
establece:
Artículo 6. Principio de contradicción.
Las partes podrán conocer, controvertir o confrontar los medios de prueba, así como
oponerse a las peticiones y alegatos de la otra parte, salvo lo previsto en este
Código.
Ambos ordenamientos recogen un principio que se puede resumir como el derecho
al debate de ambas partes respecto de los diversos actos y argumentos de su
contrario. Es un principio que rige en todas las etapas del procedimiento penal tal y
como lo impone la propia Carta Magna, y se refuerza en el criterio federal arriba
citado. De ahí que el imputado tenga derecho a tener conocimiento de los hechos,
de la calificación jurídica que se le atribuye, de todos los datos, evidencias y pruebas
(éstas cuya nomenclatura asume sólo en el juicio oral), de manera que pueda debatir
y controvertir con otros argumentos o pruebas, derecho que se matiza con el de
21
igualdad de condiciones, tal como lo asienta el criterio federal en el sentido de que
no habrá prerrogativas para una u otra parte en el desahogo.
El principio de contradicción como puede observarse no se desarrolla
aisladamente, es decir, que no puede considerarse llanamente como postulado que
las partes tengan el derecho a controvertir. Para que éste sea efectivo debe
acompañarse del principio de igualdad (Gimeno, 1981), a fin de garantizar las
mismas condiciones en ataque, acusación y defensa. La igualdad alcanza tal
relevancia que hay quienes consideran que no sólo es complemento del principio de
contradicción, sino que lo implica en sí mismo en la llamada “igualdad de armas” en
el contradictorio; o bien, este último se le ha visto también como derivación propia de
esa igualdad (Ignacio, 2007). Sin embargo, independientemente de la postura que
se tome, lo cierto es que el principio de igualdad se encuentra inmerso en el propio
derecho o garantía de audiencia, pues en un Estado democrático no es factible
suponer que una de las partes sólo va a escuchar y asimilar con su silencio lo que la
contraparte aduce, argumenta e imputa en su contra, más bien debe darse la
seguridad a ambas partes de que tienen la misma oportunidad de (Quintero, 2011)
controvertir al otro tanto en argumentos como en pruebas.
Pero si el principio de contradicción como derecho a controvertir al adversario se
aprecia en todas las etapas del procedimiento, incluyendo la exigencia de igualdad
de condiciones, cabe destacar que en el marco internacional son diversos los
instrumentos internacionales que lo contemplan. Uno es la Declaración Universal de
Derechos Humanos, la cual dispone en su artículo 10 que: “toda persona tiene
derecho, en condiciones de plena igualdad, a ser oída públicamente y con justicia
[…].” De donde se desprende que si bien la igualdad se establece de manera
genérica, al dictar que las personas “sean oídas” con justicia, queda determinado
también el derecho de audiencia. De este modo, la referencia a la igualdad de
condiciones deberá entenderse con relación a todo lo que abarca ese derecho a
todas las etapas en las que se desarrolla el principio de igualdad.
22
La anterior aseveración queda aún más clara si se atiende al Pacto Internacional
de Derechos Civiles y Políticos, cuyo artículo 14, además de instaurar
genéricamente en su número 1 la igualdad de las personas ante los tribunales y
cortes de justicia, cuando se refiere a las personas a quienes se imputa un delito,
en su número 3 establece que en plena igualdad tendrán derecho a las garantías
mínimas que detalla en los incisos que lo componen. Conviene agregar, sobre
estos últimos, que hay quienes consideran que el contradictorio sólo se manifiesta
en el inciso e relativo a la posibilidad de interrogar a los testigos (Bardales, 2012)
el cual se analizará en el siguiente apartado, pero si el contradictorio atañe a
todo el desarrollo del procedimiento inherente al derecho de audiencia, e implica la
plena igualdad de condiciones, luego entonces debe considerarse implícito en las
garantías mínimas contenidas en el artículo 14 del Pacto Internacional en comento.
Esto ha sido subrayado por el Comité de Derechos Humanos, en la observación
número 32:
7. La primera oración del párrafo 1 del artículo 14 garantiza en términos generales el
derecho a la igualdad ante los tribunales y las cortes de justicia [en consecuencia]
debe respetarse siempre que el derecho interno confíe a un órgano una función
judicial.
8. El derecho a la igualdad ante los tribunales y cortes de justicia garantiza, en
términos generales, además […] los principios de igualdad de acceso e igualdad de
medios procesales, y asegura que las partes en los procedimientos en cuestión sean
tratadas sin discriminación alguna.
13. El derecho a la igualdad ante los tribunales y cortes de justicia garantiza también
la igualdad de medios procesales. Esto significa que todas las partes en un proceso
gozarán de los mismos derechos en materia de procedimiento, salvo que la ley
prevea distinciones y éstas puedan justificarse con causas objetivas y razonables, sin
que comporten ninguna desventaja efectiva u otra injusticia para el procesado. No
hay igualdad de medios procesales si, por ejemplo, el fiscal puede recurrir a una
determinada decisión, pero el procesado no. El principio de igualdad entre las partes
23
se aplica también a los procesos civiles y exige, entre otras cosas, que se otorgue a
cada parte la oportunidad de oponerse a todos los argumentos y pruebas
presentados por la otra parte. En casos excepcionales, también puede exigir que se
ofrezca gratuitamente la asistencia de un intérprete en los casos en que, sin él, una
parte desprovista de medios no pueda participar en el proceso en pie de igualdad y
no puedan ser interrogados los testigos presentados por ella (Comité de Derechos
Humanos, 2007).
De la cita se concluye que la igualdad de las partes debe ser protegida en todo
momento por el órgano jurisdiccional, en todo aquello que implica su intervención y
que se refleja en la garantía de audiencia, y respecto de todo acto procesal de las
partes con relación a la otra, lo cual debe aplicarse de modo que todos tengan la
oportunidad de controvertir los argumentos y pruebas del otro.
Resulta inconcuso entonces que todos los factores con injerencia en la posición de
igualdad deben protegerse. El inciso a del artículo 14 del Pacto Internacional de
Derechos Civiles y Políticos sería uno de esos factores, pues si no se hace saber al
imputado el o los hechos que se le atribuyen, no estaría en condiciones de rebatirlos,
ni de controvertir las pruebas que les dan fundamento; menos aun si todo ello no se
le hace saber en un idioma que él comprenda. De esto último resulta que el derecho
a un intérprete contemplado en el inciso f sea otro factor indispensable en pro de la
igualdad (CDH, 2007, párr.. 40). Si la parte no entiende el hecho, no podría establecer
con base en un conocimiento real su defensa y controvertir con argumentos y
pruebas propios acorde a los incisos d y e los de la contraria. Es decir, si esto
conlleva la igualdad de medios procesales, los derechos contemplados en los incisos
d y e son reflejo de la misma como el tiempo y medios adecuados para la
preparación de la defensa a que alude al inciso b, abarcando con ello el
conocimiento o acceso a los medios de prueba en que se base el acusador según ha
aclarado el CDH en los párrafos 33 y 39 de la Observación 32.
24
Y en cuanto a la postura de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, en
su artículo 8 relativo a las garantías judiciales, presenta el principio de contradicción
y de igualdad de forma parecida al Pacto Internacional de Derechos Civiles y
Políticos. Así, en su número 1 contempla la referencia general que luego reitera en
el número 2 a las garantías mínimas para gozar de plena igualdad; mientras que
los incisos a, b, c, d, e y f, se corresponden con los incisos f, a, b, d y e del artículo
14.3 del Pacto. Por esta razón, los planteamientos hechos aquí pueden entenderse
inmersos en la Convención.
Por eso es posible afirmar que el principio de contradicción, y el de igualdad de
armas que le acompaña, rigen en todas las fases del procedimiento, pues durante
éste cada acción debe mantener abierta la puerta a la reacción de la contraparte y
garantizar su realización en igualdad de condiciones en todos los actos y medios
procesales. Sirva de orientación lo que la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos ha asentado al respecto:
[…] un indiciado debe tener un derecho real y efectivo a responder los cargos y
pruebas presentados por el Ministerio Público. La efectividad de este derecho implica
que debe estar disponible para el interesado en las primeras etapas de un proceso.
De no ser así, las imputaciones equivocadas o injustas del Ministerio Público o las
declaraciones falsas de testigos de cargo pueden llevar al encarcelamiento
obligatorio y prolongado del indiciado, sin haber tenido la oportunidad de contradecir
los testimonios incriminatorios o mucho menos oponerse a ellos. Al conferir a la
defensa el derecho de preguntar y presentar sus pruebas en las mismas condiciones
que la acusación, se está asegurando la efectividad del principio de igualdad
procesal. Sólo así podrá la defensa presentar equitativamente una causa y podrán
aparecer todos los aspectos relevantes del caso.
[…] La Comisión estima que ninguno de los principios del debido proceso antes
mencionados se cumplieron en el caso sub lite. En efecto, las limitaciones impuestas
a los abogados defensores del inculpado, la imposibilidad de presentación de
pruebas de descargo, y la falta de acceso al expediente acusatorio antes de
25
declarado el auto de detención violan los principios consagrados en el artículo 8(2)
(b) y (h) de la Convención. En el caso de autos no se le concedió al procesado
durante el sumario una oportunidad real de tener conocimiento, ni de responder las
acusaciones formuladas, y la evidencia presentada por la otra parte. Durante más de
un año de procedimiento sumarial, la Corte Suprema de Justicia venezolana mantuvo
en secreto tanto la acusación del fiscal como el informe del Contralor. Cuando sus
abogados pudieron, finalmente, enterarse de su contenido, ya se había decretado
una orden de detención en su contra. Igualmente, dicho tribunal violó el derecho del
inculpado a la igualdad procesal, por cuanto fue interrogado en presencia del fiscal
mientras al mismo tiempo se excluyó a su abogado defensor. En consecuencia, el
Estado venezolano es responsable internacionalmente por las violaciones del artículo
8(2) (b) y (h) de la Convención en relación con el artículo 1(1) del citado instrumento
internacional. (Comisión IDH, Caso Figueredo Planchart, párrafos 128 y 129).
2.2. Rol de las partes en el juicio oral
A partir de los principios de contradicción y de igualdad, es posible definir al sistema
acusatorio como un sistema de partes en el que el debate constante entre éstas
genera una tensión que propicia una rica visión de los hechos, una información de
mayor calidad, que el juzgador eventualmente utilizará para decidir en un juicio oral
con apego a la realidad.
Tal circunstancia si bien sucede durante todo el procedimiento penal, el clímax de su
desarrollo sucede en la etapa de juicio oral, pues es en éste en el que tanto la parte
acusadora como la defensa expondrán sus respectivas posturas y se desahogarán
las pruebas que se hubieren ofertado; y es también en esta fase que los argumentos
y actos de las partes buscarán desvirtuarse recíprocamente, incluyendo la fase
probatoria con la cual, y fundamentalmente a raíz del contradictorio, se pretenderá
aportar al juzgador información de calidad para que él decida y para que la verdad
prevalezca (Pérez, 2005: 147-148).
26
Así, en el juicio oral converge lo que se ha denominado teoría del caso, la cual,
preparada desde el inicio del procedimiento, tendrá su concreción definitiva durante
el juicio oral. Es a raíz del debate que las partes la tratarán de imponer o probar. O
bien, como se ha llegado a proponer, de persuadir al juzgador acerca de ella. Tal
teoría del caso corresponde al planteamiento de cada una de las partes respecto de
su versión de los hechos; entonces una y otra establecerán una historia con el fin de
imponerla, de tal modo que su teoría del caso sea la base sobre la que ambas partes
puedan verse en su actuación (Peña, 2010: 99 – 101). Así, el Ministerio Público o el
fiscal exponen su historia o versión sobre cómo acontecieron los hechos, y las
razones por las que debería considerarse la existencia de un delito y la
responsabilidad del acusado. Por su parte, la defensa planteará una versión
antagónica de los hechos y los argumentos por los cuales no debería considerarse la
existencia del delito, ni responsabilidad para el acusado. Las teorías del caso de
acusador y acusado se convierten de esa forma en las piedras angulares del debate
y del desahogo de las pruebas para afianzar las razones por las cuales debe
preponderarse una u otra historia (Blanco Suárez, et al; 2005: 155-157; 204-205).
De acuerdo con lo anterior, hay tres fases primordiales en el desarrollo de la
audiencia de juicio oral (a sabiendas de que lo único que puede ostentarse como
prueba es lo que se desahoga en este momento, y no los datos recabados en las
etapas previas).
La primera es el llamado alegato de apertura, el cual implica una propuesta o
promesa de lo que será visto durante el juicio, esto es, el Ministerio Público expone
su historia o versión de los hechos (sustento fáctico), enfatizando por qué éstos
representan un delito y detallando sus circunstancias y modalidades como el grado
de
intervención
o
participación
del
acusado,
las
premisas
jurídicas
correspondientes (sustento normativo o jurídico), y las pruebas que habrán de
mostrarlo (sustento probatorio), pero sin adelantar el contenido de las mismas (pues
aún no se desahogan); es decir, una promesa de lo que resultará de las pruebas a
desahogarse y el consecuente debate que resulte de ello. La defensa, por su parte,
27
igualmente hará lo propio. Expondrá su teoría del caso en las mismas circunstancias
que el Ministerio Público, dando su particular historia o versión de los hechos, el
señalamiento de las pruebas en que se sustentará, y la propuesta o promesa de lo
que resultará de su desahogo, además de las premisas jurídicas aplicables
(Constantino, 2014: 120 - 123).
Como puede apreciarse, se trata de la proposición de dos realidades distintas (pues
en eso consiste la historia particular de cada teoría del caso), contexto en el que el
parámetro principal tendrá como referencia el marco probatorio que se desahogará.
De esta forma se da cauce a la receptación de las pruebas, es decir, la segunda fase
del juicio oral. Dichas pruebas, regidas por el principio de contradicción, se espera
que proporcionen información de calidad al juzgador para la resolución del asunto y
arribar a la verdad de los hechos. Es así como ese principio se convierte en el
instrumento principal para garantizar la veracidad de las pruebas en su desahogo,
funge como filtro de la falsedad o fidelidad de las mismas, a través de las objeciones
e impugnaciones recíprocas de las partes con las consecuentes réplicas. (Bardales,
2012: 93, 94, 95)
La tercera fase es el alegato de clausura, momento en el que cada parte realiza una
exposición ciñéndose, desde luego, a su teoría del caso (con las características que
le atañen, más sus premisas fácticas, probatorias y jurídicas). En esta etapa las
partes expondrán las razones por las cuales debe tenerse por probada su respectiva
historia o versión de lo acontecido, estableciendo los argumentos por los cuales las
probanzas rendidas cumplieron su cometido.
2.3. Teoría del caso e interrogatorio a testigos
El derecho de interrogar a los testigos tanto los propios, como los ofertados por la
contraparte es fiel reflejo del principio de contradicción e igualdad de armas que
rige en el sistema acusatorio. Debe considerarse que la testimonial es el principal
soporte probatorio para el esclarecimiento del hecho, y que representa para el
28
acusado uno de los conductos fundamentales de su efectiva defensa (Bardales,
2012: 93, 94). De igual modo, conviene señalar que los elementos de prueba, en su
mayoría, se incorporan a través de la testimonial: documentales, periciales,
evidencias materiales, los cuales llegan al juicio oral por medio de las personas que
vivencian los hechos, elaboran elementos, o cuentan con conocimientos especiales.
Pero será la contradicción de una parte respecto de las pruebas de la otra lo que
permita la defensa efectiva del acusado. Tal papel le toca, por ejemplo, al Ministerio
Público con relación al interés social que representa, y cuyo resultado será óptimo a
las aspiraciones de justicia si se cumple con una de las finalidades que se asigna al
contradictorio: establecer para el juzgador una visión plena sobre los hechos que
revelan los medios de prueba, generar un filtro que conduce a apreciar la veracidad
con la que se conduce un testigo, y obtener información de calidad que, se supone,
debe resultar de ello (Baytelman, y Duce, 2009: 53-54; 60).
El derecho de interrogar a los testigos está reconocido internacionalmente a través
del artículo 14.3, inciso e, del Pacto Internacional de Derechos Civiles, y por el 8.2,
inciso f, de la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Se trata artículos
similares, por ello sólo se transcribe el primero: “[…] e) A interrogar o hacer
interrogar a los testigos de cargo y a obtener la comparecencia de los testigos de
descargo y que éstos sean interrogados en las mismas condiciones que los testigos
de cargo […].”
En torno a ello cabe referir lo que señala el Comité de Derechos Humanos en el
párrafo 39 de su Observación 32:
[…] Como aplicación del principio de la igualdad de medios, esta garantía es
importante para asegurar una defensa efectiva por los acusados y sus abogados y,
en consecuencia, garantiza a los acusados las mismas facultades jurídicas para
obligar a comparecer a testigos e interrogarlos y contrainterrogarlos que las que tiene
la acusación. Sin embargo, no otorga un derecho ilimitado a obtener la
comparecencia de cualquier testigo que soliciten los acusados o sus abogados, sino
29
sólo el derecho a que se admita a testigos pertinentes para la defensa, y a tener la
oportunidad de interrogar a los testigos de cargo e impugnar sus declaraciones en
alguna etapa del proceso […]
Tal postura ha sido también enfatizada por la Corte Interamericana de Derechos
Humanos (Corte IDH):
Tal como lo ha señalado la Corte Europea, dentro de las prerrogativas que deben
concederse a quienes hayan sido acusados está la de examinar los testigos en su
contra y a su favor, bajo las mismas condiciones, con el objeto de ejercer su defensa.
[…] La Corte entiende que la imposición de restricciones a los abogados defensores
de las víctimas vulnera el derecho, reconocido por la Convención, de la defensa de
interrogar testigos y hacer comparecer a personas que puedan arrojar luz sobre los
hechos.
[…] Por lo tanto, la Corte declara que el Estado violó el artículo 8.2.f de la
Convención (Corte IDH, Caso Castillo Petruzzi: párrafos 154-156).
Así, se confirma que el derecho a interrogar y contrainterrogar es un bastión para
una efectiva defensa, y que en ello se encuentra inherente la finalidad que enmarca
a todo proceso: la del esclarecimiento del hecho. En torno a esto, se ha dicho que,
en el contradictorio (lo que interesa no sólo a la defensa, sino de igual modo al
órgano acusador), tal dinámica bilateral lleva, o debiera llevar, a aportar información
de calidad al proceso, lo cual se logra mediante una mecánica de interrogatorio que
tendría que representar un filtro para evidenciar la veracidad o falsedad del testigo
en turno.
Ahora bien, y en el entendido de que en ningún caso se admiten preguntas
engañosas, coactivas y confusas (Cerda, 2007), se ha establecido una clasificación
del interrogatorio acorde al sujeto que lo realiza. De esta forma, será un
30
interrogatorio directo si quien lo lleva a cabo es el oferente del testigo, respecto del
cual se dice que, al ser quien ofrece la prueba, con el inicio de la extracción de
información podría estar comprometido con su versión (Baytelman, y Duce, 2009) y
por ende responder a esa guía. Debido a esto, no se le permiten preguntas
sugestivas.
Una vez concluido el interrogatorio directo, y en respuesta al principio de
contradicción, el que no ofreció al testigo realiza el contrainterrogatorio durante el
cual tiene la oportunidad de hacer preguntas sugestivas, por cuyo medio tratará de
extraer del testigo datos que revelen su fiabilidad acerca de la veracidad o falsedad
de lo que declara. Mientras que el oferente tendrá, a través del llamado
interrogatorio redirecto que sólo podrá versar sobre lo expuesto en el
contrainterrogatorio, la oportunidad de establecer y fortalecer aquello que pudiese
haber sido puesto en duda por su contraparte. Enseguida se dará paso al
recontrainterrogatorio, el cual se encuentra a cargo del que no lo ofreció, y sólo
versará sobre lo expuesto en el redirecto (Solórzano, 2008), con la misma finalidad
de evidenciar si el testigo se conduce o no con veracidad. Todo ello tendrá lugar
con la posibilidad de que cada parte objete las preguntas del contrario cada que
realiza una pregunta. La obligación del juzgador durante todo este proceso será la
de decidir si procede o no la objeción.
Visto así, es claro que el principio de contradicción se desarrolla durante el
interrogatorio de los testigos. Y también se evidencia que las preguntas tendrán
como eje una estrategia en torno a una teoría del caso propia, a la particular
historia o versión que los testigos buscan apoyar, la cual será, en general, la de
aquel que los lleva al juicio (Baytelman, y Duce, 2009). De igual modo, es claro que
la contraparte hará todo lo posible para minimizar la relevancia del testigo de
referencia, con preguntas que tiendan a denotar falsedad, o a extraer información
que le demerite en relación a la teoría del caso del contrario y mantener con ello la
fuerza de la suya. El resultado tendrá que ser el supuesto filtro que garantizará
información de calidad al juzgador para cuando resuelva el fondo del asunto. De
31
este modo, el contradictorio entre las partes corresponde a la exposición de dos
realidades distintas apegadas a sus respectivos intereses, de la cual se busca
persuadir al juez, rasgos que le dan su naturaleza de filtro (Cerda San Martín,
2007), si bien no es menos importante decir que el objetivo de tal mecánica pende
de dos verdades supuestas o pretendidas por las partes que pueden no
corresponder a la verdad final que interesa al proceso.
3. EL PRINCIPIO DE INMEDIACIÓN
La inmediación consiste en la exigencia de que el desarrollo del juicio se verifique
ante la presencia personalísima del juzgador que ha de emitir el fallo. Es un principio
que ya se contempla en el párrafo introductorio del artículo 20 de la Constitución
mexicana donde se le define como uno de los elementos rectores del proceso
acusatorio. Y allí mismo, en la fracción II, se le reitera al exigir la presencia del juez
en la audiencia, y se le refiere con amplia relación a la fracción III, la cual considera
como prueba sólo lo que se desahoga en el juicio, y a la IV, fracción que ordena que
el juicio se celebre ante un juez que no haya conocido del caso previamente.
Por su parte el
CPPDF
que asume el sistema acusatorio lo recepta en su artículo 9 al
establecer que “Los jueces y magistrados deben conocer personalmente de todas
las actuaciones que se realicen en los procedimientos que conforme a este Código
les corresponda presidir, sin que puedan delegar en persona alguna esa obligación.”
En tanto que el recién publicado Código Nacional de Procedimientos Penales (CNPP)
señala:
Artículo 9o. Principio de inmediación
Toda audiencia se desarrollará íntegramente en presencia del Órgano jurisdiccional,
así como de las partes que deban de intervenir en la misma, con las excepciones
previstas en este Código. En ningún caso, el Órgano jurisdiccional podrá delegar en
32
persona alguna la admisión, el desahogo o la valoración de las pruebas, ni la emisión
y explicación de la sentencia respectiva.
De tales disposiciones se puede concluir que la exigencia de inmediación
comprende diversos aspectos. En primer lugar lleva implícita la comunicación directa
del juzgador con todo aquello que ocurre y abarca el desarrollo del juicio. Por esto se
puede afirmar que se trata de un principio cuyo contenido presenta dos formas, por
una parte lo que se ha denominado inmediación subjetiva, que se refiere al contacto
del juzgador con las personas que intervienen en el proceso las partes y terceros
y, por la otra, la inmediación objetiva, la cual se refiere al contacto del juzgador con
las cosas o los hechos (Devis, 1997), y por la que se busca una comunicación
directa del juez con las partes, para que perciba por sí los alegatos de éstas, así
como las pruebas que revelarán los hechos.
En lo que atañe a las pruebas, el principio de inmediación conduce a un aspecto
formal, en el sentido de que el juzgador debe percibir las pruebas directamente y sin
intermediario alguno, esto es, que su conocimiento de los hechos debe ser
inmediato, lo cual es acorde al sistema acusatorio si se considera que sólo puede
tenerse como prueba aquello que se desahoga en juicio oral y que los datos
recabados en fases previas durante la investigación del Ministerio Público no se
toman en cuenta por el juez que no ha vivido su recepción. Por lo que,
correlativamente con ello, desde un punto de vista material, la convicción a la que
arribe al dictar su fallo tendrá única y exclusivamente como base los elementos
probatorios que se desahogaron ante él (Horvitz, y López, 2003a).
Luego entonces, la inmediación se corresponde con un principio de identidad física
(Benavente et al., 2011), cuya relevancia consiste en que conduce a que el juzgador
sea quien reciba las pruebas y decida. Al recibirlas y al no delegar su función, él
tendrá claramente definidos todos los pormenores expuestos en el debate, desde
actitudes, reacciones y el resultado de las preguntas a testigos, hasta la forma en
que se plantearon estas últimas. Es la inmediación la que le brinda un amplio
33
panorama que se apega a lo que acaba de ver, ella le permitirá una efectiva
valoración de la prueba y la posibilidad de verificar que no se afecte el debido
proceso. Al contrario, al coincidir con el contradictorio y así dirigir el debate, el
juzgador constata el ejercicio efectivo de la defensa, y a la par con el principio de
publicidad genera confianza en la opinión pública respecto al cumplimiento de su
función y del fallo que emita. Por estos medios se transparenta una actuación
respetuosa del debido proceso, de los derechos de las partes que intervienen, de la
imparcialidad con que el juez se conduce. Al constatarse su presencia, se resalta la
observancia de los demás ejes que rigen el procedimiento, lo que representa una
garantía para un resultado eficiente y eficaz, que sólo debe guiarse por el objeto del
proceso, esto es: la verdad, la protección del inocente y el evitar la impunidad, según
veremos adelante.
3.1. El papel del juez en el juicio oral
Cabe destacar en relación con el papel del juzgador en un juicio oral que, al llegar el
asunto para su conocimiento, no tiene noticia previa de los hechos ni lo que abarcan;
asimismo, desconoce las partes que contenderán, de tal modo que se encuentra en
total ayuno de cualquier circunstancia al respecto, en suma: se encuentra virgen de
conocimiento sobre el asunto en controversia. Con lo único que contará será con el
auto de apertura emitido por un juez de control, con la acusación y con
la
enunciación de las pruebas que habrán de desahogarse, lo que constituye uno de
los elementos protectores de su imparcialidad.
En ese sentido, y sólo con los datos que hasta ese momento conoce derivados del
auto de apertura a juicio oral, se muestra el papel que se asigna al juzgador durante
el juicio oral o audiencia de debate. Las únicas actividades que se encuentran a su
cargo se relacionan con la confirmación de que hay condiciones para celebrar la
audiencia, a saber: verificar la presencia de todos los intervinientes (acusador,
defensa, acusado, testigos, peritos) individualizándolos, informar al acusado sobre
su derecho a declarar o guardar silencio, declarar abierto el debate con los
34
respectivos alegatos de las partes, darles la palabra comenzando con el Ministerio
Publico (o fiscal) seguido de la defensa, dirigir el debate en el desahogo de pruebas,
para, concluido esto, dar paso a los alegatos de clausura, y, finalmente, dictar el fallo
(Baytelman, y Duce, 2009). De todo ello se concluye que el juzgador juega un rol
pasivo ante el desahogo de pruebas, puesto que sólo le corresponde “Ordenar la
actividad procesal, controlar la legalidad de los procedimientos de las partes y
brindar protección efectiva para que se respeten los derechos humanos […] Debe
dirigir y resolver el juicio sin favorecer indebidamente a ninguna de ellas […]”
(Bardales, 2012: 103, 104.). De esta forma, el juez es un espectador de un debate
impulsado por las partes con el desahogo de pruebas; su papel se reduce a resolver
las objeciones, impugnaciones y cuestiones propias de esa fase, como la
incorporación de evidencia, las solicitudes para refrescar memoria, o evidenciar
contradicciones.
Se ha dicho que este papel pasivo del juzgador obedece a que el sistema acusatorio
es un sistema de partes y que es a éstas a las que corresponde la incorporación de
la prueba que aquel valora. Se ha señalado que se vulnera el principio de
contradicción e imparcialidad si el juzgador tuviera alguna actividad en el desahogo
probatorio, como la carga de la prueba que corresponde al Ministerio Público, justo
uno de los cambios que contempla el nuevo sistema acusatorio respecto del llamado
inquisitivo y la necesidad de separación de funciones procesales (Pérez, 2005); un
ordenamiento que tiene como propósito que el juez se limite a la función
jurisdiccional de resolver con base en las pruebas aportadas por las partes en el
contradictorio, pero sin atribuciones en torno a esa etapa. El juez, en este caso, ha
sido circunscrito a un papel pasivo ante la actividad probatoria (Horvitz, y López,
2003).
3.2. El papel del juez en el interrogatorio en juicio oral, establecido y sugerido
Ahora bien. Como el interrogatorio es la dinámica a través de la cual se desahoga la
testimonial, resulta evidente que el rol asignado al juzgador es el mismo que se le da
35
durante el desahogo de las pruebas, esto es, la de un espectador del debate de las
partes en las diversas formas ya explicadas. Se argumenta que son los principios de
contradicción e imparcialidad (Solórzano, 2008) los que le niegan la posibilidad de
que pueda formular preguntas al testigo, puesto que, de hacerlo, se “contraviene las
reglas de debate del sistema acusatorio y de la carga de la prueba, y porque los
testigos, cuando se los conmina a relatar suelen divagar e incurrir en imprecisiones,
con la consiguiente pérdida de tiempo y eficacia de su testimonio” (Pérez, 2005:
159). Por ello, se sostiene, el juzgador debe ser pasivo ante la dinámica del
contradictorio y no contar con facultades para interrogar por una búsqueda unilateral
de la verdad (Horvitz, y López, 2003a), admitiéndole sólo de manera ocasional
preguntas de carácter aclaratorio.
Como se ve, la propia estructura del procedimiento no sólo protege, sino que impone
su imparcialidad, en tanto que el derecho de contradicción no se mengua en modo
alguno si se toma en cuenta que no se conculca la posibilidad de interrogar y
contrainterrogar, de argumentar y rebatir las respectivas pruebas y teorías del caso
de las partes. Mientras que, en otro sentido, todo ello resulta justificado en apego a
la inmediación, ya que el propio sistema determina que el juzgador garantice que la
información que se le aporta es realmente de calidad, que pretende la verdad
buscada, no recreada sino creada. Cabe recordar aquí que las partes actúan desde
sus propias teorías del caso, que sugieren dos verdades distintas que pueden no
corresponder a la realidad que, a fin de cuentas, es la que interesa en justicia; a
menos, claro está, que formalmente se permita la mera persuasión y con base en
ello se dicte un fallo que potencialmente sería fraudulento y podría originar la
condena de un inocente.
El planteamiento de esta tesis no implica entrometer oficiosamente pruebas. El
propio sistema garantiza que no sea así, pues se trata de los mismos medios de
prueba que las partes llevaron a juicio (y que el juez no conocía sino hasta el
momento en que se desahogan) con el fin de aportar información de calidad para
36
arribar a la verdad; el juzgador, de acuerdo al principio de inmediación que impone
este sistema, las recepta.
En lo que sigue, habrá de argumentarse con mayor amplitud las razones por las que
un juzgador debería de tener un papel activo durante el juicio oral.
37
CAPÍTULO II
OBJETO DEL PROCESO
1. ESCLARECIMIENTO DE LOS HECHOS (LA VERDAD)
1.1. Posición de las partes ante la verdad (verdad sugerida)
La
verdad
en
cuanto
tal
sólo
puede
establecerse
objetivamente
como
correspondencia de la realidad, esto es, que lo afirmado sobre un hecho haya sido
efectivamente real (Taruffo, 2010). En este sentido conviene considerar si esa es la
finalidad que se busca en un proceso donde se impone que las partes (acusador y
defensa) dominen con amplitud el escenario judicial, pese a que su propia existencia
pareciera negarlo. Más aún si se observa que en el artículo 20 de la Constitución
mexicana de manera expresa se contempla la verdad como objeto del proceso.
El anterior planteamiento conduce a interrogar sobre si la verdad en esos términos
puede entenderse como sugerida o como buscada, una dicotomía relevante si se
atiende que es probable que la primera no se corresponda con la segunda y, por
ende, aun cuando formal, podrá ser falsa, representando con ello un riesgo
lamentable para las expectativas de la sociedad respecto a la administración de
justicia.
En el marco de estas ideas, y retomando lo que pretende ostentarse como contenido
del principio de contradicción, los roles que atañen a las partes durante el juicio oral
y, particularmente, a la teoría del caso, resulta que la verdad que deriva de tales
condiciones será meramente sugerida y propuesta como premisa fáctica con
pretensión de prueba, incluso si no guarda la correspondencia aludida. Esto es,
siguiendo la dinámica del contradictorio cuando se le relaciona con el sistema
acusatorio y con la posibilidad recíproca de las partes de refutar argumentos como
38
pruebas, resulta que la actividad de cada cual refleja el interés de su respectiva
teoría del caso (Nataren, y Ramírez, 2009), su particular versión de los hechos en
antinomia a la de su contrario.
Así, en el juicio oral se presentan por lo menos dos teorías del caso, dos propuestas
de lo que se quiere que sea declarado como verdad; por un lado la del acusador, por
otro, la de la defensa. Ambos actúan su rol refutando la teoría del caso del contrario
y las pruebas en las que busque basarse, en una dinámica en la que el oferente de
la prueba pericial o testimonial, por ejemplo, realizará sus interrogatorios apegados a
la propuesta de verdad que sugiere y de la que quiere persuadir al juzgador,
mientras que tratará de refutar la del otro.
De este modo, toda la actividad probatoria no sólo depende en exclusiva de las
partes, sino que se cierra a ellas. La construcción de la verdad queda entonces a su
cargo, y, en consecuencia, de lo que pretendan como tal. Es por eso que si la verdad
era la finalidad del proceso, por esta causa pasa a ser el producto de una actividad,
independientemente de que se corresponda con aquella, o con los actores
principales. Los extremos que se imponen, como se puede ver, en realidad son
barreras para ello. Así, considerando que en el proceso la verdad derivará de las
pruebas desahogadas, se muestra que en torno suyo aparece un círculo cerrado
cuyo centro son el acusador y la defensa, de tal forma que la proposición de pruebas
y su incorporación al juicio oral dependerá de éstos. Pero, además, cada una estas
partes es dueña del marco probatorio y, con esto, de la verdad que finalmente se
imponga, pues queda en sus manos decidir qué se aporta y desahoga, qué se
incorpora o no de todo lo que se ofreció y fue admitido (Cerda, 2007), sin que el juez
pueda disponer que una u otra parte aporte una prueba que no se haya ofertado, ni
podrá obligarles a que incorporen aquello que se les admitió y que ya no quieran
desahogar. En resumen: sólo puede considerarse como prueba lo aportado en el
juicio oral y el marco de valoración del juez se reduce a ello; o, lo que es lo mismo,
sólo a lo que las partes dispusieron, de tal suerte que no puede considerar las
evidencias que no fueron incorporadas al juicio oral.
39
Acorde con dicho análisis, la verdad que se propone, y en la que se excluye
cualquier actividad del juez en el marco probatorio, revela que la acusación y
defensa aportarán lo que a su interés convenga (Cerda, 2007). Por esto en sus
manos quedará el definir si ocultan o no evidencia o pruebas relevantes para el
esclarecimiento del hecho, lo que termina por afectar al debido proceso si se razona
en que el objetivo de éste no puede descansar en la posibilidad del engaño o en una
decisión que se basa en el hecho falso.
Por lo señalado hasta aquí en esta tesis, queda claro que, acorde al principio de
contradicción y de igualdad de armas, la dinámica del proceso puede entenderse
como una contienda entre las partes, una batalla entre acusador y defensa en la que
tratarán de imponer su respectiva teoría del caso, de donde saldrá un vencedor y un
vencido (Mora, y Villamil, 2008). Se supone que de esta fase derivará información de
calidad para que el juzgador resuelva, con la confianza de que los contendientes,
bajo la exigencia de una recíproca lealtad, buscan en común la justicia en un
contexto de verdad. Sin embargo, en realidad así se excluye cualquier participación
del juzgador durante el juicio oral respecto del marco probatorio, y su deber queda
limitado al de un observador del desahogo y de la batalla que ante él se genera.
Para justificar esto se convoca el principio del contradictorio y de la igualdad de
armas, pretendiendo que tal aspecto puede entenderse a manera del principio
político de separación de poderes, y enfatizando que eso obedece a la necesidad de
que el juzgador se aboque sólo a juzgar y a reducir las prácticas inquisitivas; a
separar las funciones propias del investigador y del acusador de las del juzgador. Se
destaca así uno de los presupuestos básicos de la estructura del proceso acusatorio,
cuyo fin es evitar que se afecte la independencia del tribunal: imponiendo una
limitación para que el que juzga no pueda ordenar pruebas de manera oficiosa
(Horvitz, y López, 2003a), y, por lo que a este trabajo interesa, que no pueda
interrogar a testigos.
Visto así, la actividad probatoria desarrollada por las partes tendrá como objetivo
primordial persuadir en grado de certeza al juzgador para que elija entre las
proposiciones fácticas propuestas por una u otra parte (Horvitz, y López, 2003b),
40
entre una u otra teoría del caso, sin que haya posibilidad de intervención del
juzgador bajo el argumento de que se desnaturalizaría el sistema acusatorio.
Es en esta estructura sostenida en el principio de contradicción como método de
averiguación de la verdad de refutación y verificación (Cerda, 2007), entendiendo
que son las partes las que producen las pruebas por el postulado de la igualdad de
armas, y erigiendo como complemento la imparcialidad del juez, que se ha
determinado la negativa a que éste aporte pruebas de oficio. Se arguye que
cualquier posición opuesta desnaturalizaría el sistema, que lo contaminaría y lo
pondría en riesgo de convertirlo en un inquisidor, cuando el propio sistema
acusatorio es el único que posibilitaría una efectiva imparcialidad. Por tal causa se
deja el dominio de las pruebas en manos de las partes, salvaguardando una posición
diversa del juzgador con relación a la verdad material, la cual queda a expensas de
las partes. La labor del juez, en este marco, se limitará a resolver de acuerdo con las
pruebas aportadas, descansando en ello su juicio imparcial y objetivo (Moreno,
2007).
Con un panorama en el que sólo se puede tener como prueba lo que las partes han
incorporado a juicio, y en el que eso será lo único en lo cual el juzgador se basará
para emitir su fallo sobre la absolución o la condena, un punto que refuerza la
calidad de la decisión será la inmediación. De esta forma, en su vertiente formal, la
inmediación daría la facultad al juzgador de presenciar el desahogo de las pruebas,
de manera que pudiera captar directamente todos los pormenores que su
receptación conlleva y que le permitirán valorarle; y, en su vertiente material, ello se
traduciría en que la decisión del juzgador se fundamentaría en las pruebas que las
partes incorporaran al juicio, sin considerar ningún elemento que no hubiere
presenciado. La fuente única de la que el juez extraería los hechos serían las
pruebas desahogadas en el juicio oral, en el entendido de que esto garantizaría la
confiabilidad (Horvitz, y López, 2003b).
41
De las circunstancias descritas se desprenden dos consecuencias inevitables y
relacionadas entre sí. La primera es que el resultado al que se arribará sólo guarda
coincidencia con la verdad procesal, entendiendo como tal aquella que sigue los
lineamientos procesales establecidos y que deriva del proceso y de las pruebas
aportadas durante éste. La decisión, en ese sentido, será recta y legal, aunque
prescinde de la realidad. Esto es, el juzgador, en este caso, atiende lo probado en el
proceso, lo que implica que se tendrá como verdad lo declarado en su decisión
independientemente de que no coincida con lo acontecido, al grado que incluso, al
no ser así, no se afectará la rectitud del fallo, lo que al final produce una verdad
aparente (Devis, 1981).
La segunda consecuencia se refiere a que ese resultado más que la verdad como tal
se entenderá como la declaratoria de aceptación de una verdad sugerida, pues
obedecería a la construcción que cada parte planteó inicialmente en su respectiva
teoría del caso. Aquella confirmada por la decisión resaltaría como la vencedora.
Esta visión se justifica si se considera que cada parte (acusador y defensor) postula
al inicio del juicio su propia teoría del caso y su particular propuesta de lo que
pretende que el juzgador declare como verdad, que si recae el dominio de todo el
marco probatorio en la actividad de las partes, desde el ofrecimiento hasta el
desahogo, se limita la prueba a lo que pueda o no aportarse en la fase de recepción,
y que el juzgador, en este caso, se limita a valorar lo aportado. De este modo, la
declaratoria tendrá como base sólo una de esas versiones particulares, lo que querrá
decir que el juez no tiene por tarea determinar la realidad de lo acontecido, sino que,
debido a que el proceso se reduce a un asunto privado de las partes (Taruffo, 2010),
solamente habrá lugar para la declaratoria de una verdad procesal o formal a
sugerencia de aquellas que para con la realidad puede ser falsa.
1.2. Riesgo: la mentira como finalidad y resultado del proceso
La verdad a la que se arriba bajo la estructura de un sistema acusatorio con un
marco probatorio cerrado al dominio total de las partes y a la exclusión radical de la
intervención del juzgador en su desahogo, se le puede denominar como procesal.
42
Sin embargo, el riesgo de continuar con este tipo de estructura sería un mayor
alejamiento de la verdad material y que las decisiones recojan como declaración
justa lo que no lo es, por declarar lo falso como tal.
Asimismo, diversas limitaciones en los marcos procesales no favorecen la búsqueda
de la verdad y redundan en la admisión, el desahogo o incluso en la valoración de
las pruebas, lo que obstaculiza el arribo de pruebas relevantes y del conocimiento de
hechos para beneficio del esclarecimiento, y que terminan en declaraciones de una
verdad incompleta o en la no determinación de ninguna verdad. Lo que tendría su
origen en asumir como cierto lo que es falso, aun a pesar de que se tenga como
legal tal declaración (Taruffo, 2010).
Así, si, como quedó señalado, el dominio del marco probatorio queda a disposición
de las partes (acusador y defensa) y de sus finalidades, más que la verdad como tal
prevalecerá una versión apegada a esos particulares intereses y a la persuasión del
juzgador para que la declare vencedora de una contienda que asemejaría más a una
competencia para definir un ganador.
La verdad en esta situación queda desplazada como valor en la administración de la
justicia, e incluso se vuelve irrelevante. La única calidad de la verdad sería el
desarrollo instrumental o procesal. Si se trata de que las partes “ejerzan su poder
monopólico de gobernar el procedimiento como quieran, entonces queda claro que
la búsqueda de la verdad no está comprendida entre las finalidades del proceso”
(Taruffo, 2010: 130). Esto degenera en que lo relevante consiste en seguir la forma,
aunque la calidad de la decisión se mengüe con el riesgo de declarar como verdad lo
que puede ser falso, o con que la finalidad del proceso no sea el esclarecimiento del
hecho sino cumplir con la regla procesal.
Lo cierto es que todo debiera ser al contrario, esto es, que la verdad fuera el medio
para descubrir lo realmente acontecido y llegar así a la sanción o absolución de una
persona. Que la decisión descanse en la declaración de la verdad de lo acontecido
43
para que se dé pauta a la protección y garantía efectiva de los derechos en conflicto,
lo cual sólo puede predicarse si la verdad se impone en la decisión judicial.
Es decir, el que vio afectados sus derechos por un delito no acude al tribunal
esperanzado de que simplemente se cumpla con reglas procesales a sabiendas de
que éstas implican la amplia posibilidad de que se declare como verdad lo que en
realidad es falso, que se declare que no se violaron sus derechos aunque eso no
haya sido así, o que se dé la absurda postura de que el inocente de un hecho confía
en que prevalezca su inocencia aun sabiendo que, por las reglas procesales, se
fortalece el establecimiento de su responsabilidad penal como verdad legal aunque
ello sea falso, y de que acepte que su condena es correcta convencido de que todo
se debe a que se han seguido las reglas. O bien, que se acepte la ilógica situación
en la que la sociedad reconozca como justa una decisión a pesar de que se condena
a un inocente, se libera a un delincuente y se sepa con certeza que todo se debe a
una declaración falsa que se acepta como verdadera bajo la visión impuesta de que,
al haberse cumplido con las reglas relativas a la decisión, ésta será justa. En suma,
que se aplique una justicia puramente procesal donde el resultado no tenga
relevancia, sino que baste la estructura básica del proceso y su asimilación por la
sociedad para colegir que la declaración derivada deberá entenderse como justa por
el hecho de que obedece la parodia de las reglas (Rawls, 2003) y porque el
procedimiento fue seguido en la forma ya predeterminada.
De aceptar una estructura procesal impuesta como la descrita se admitiría como
justa su decisión pero, al mismo tiempo, se tendría que conocer todas las
circunstancias que abarca, pues sólo así podría afirmarse su aceptación social como
medio para impartir justicia. En efecto, para admitir este modelo de sistema
acusatorio, tendría que afirmarse que la sociedad desdeña el conocimiento real de
los hechos y la verdad como finalidad. La sociedad tendría que declarar como
verdad legal lo que realmente sería falso. Una circunstancia absurda en su propio
planteamiento puesto que supondría que la sociedad está consciente del riesgo
amplio de que se condene a inocentes o se libere a autores de un delito, o que el
error judicial al que fue inducido el juzgador no existe porque la estructura procesal
44
fue cumplida. Es claro que los riesgos referidos de la estructura básica del sistema
procesal no se expanden para su conocimiento en toda la amplitud, de modo que no
puede argumentarse que la sociedad lo hubiese aceptado y renunciado a la verdad
sustancial como presupuesto del proceso.
Es claro entonces que los riesgos son amplios si se observan los matices de este el
marco probatorio y cuando éste no se expone a la sociedad cuya expectativa es una
administración de justicia real y no sólo aparente. Con otras palabras: que si las
partes monopolizan el marco probatorio, ordenan todo alrededor de su respectiva
teoría del caso, deciden qué pruebas han de ofrecerse y desahogarse, y poseen
incluso la posibilidad de ocultar pruebas relevantes que no concuerdan con sus
respectivos intereses, manipulan las existentes, las adulteran o las fabrican, se
tendría que de las dos propuestas de verdad derivadas de dos teorías del caso, y
como no puede haber dos verdades, necesariamente una habría de ser falsa y la
otra sería declarada como legal por el juez. Pero más aún, también puede ser que
ambas propuestas sean falsas, que el juez sea persuadido a declarar como verdad
una de las mismas, o que una sea falsa y la otra sólo muestre una fracción real de
los hechos y que el juez declare como verdadera la falsa; o bien, que la segunda, al
ser parcial, no pueda sostenerse como verdad sino contraponiéndola como
parcialmente falsa, al no existir verdades a medias cuando así es procurado (Taruffo,
2010).
En relación con lo referido, es destacable que la estructura planteada para el sistema
acusatorio no sólo es contraindicada para la verdad de los hechos y el ideal de
justicia (Taruffo, 2010), sino que el riesgo mayor es que se procure la mentira como
finalidad y resultado del proceso.
1.3. Posición del juez ante la verdad (verdad buscada)
La posición del juzgador ante la verdad ayuna de cualquier interés respecto de las
partes y caracterizada por la imparcialidad, denota por sí misma que la finalidad en
el proceso por él buscada es neutral con relación a la verdad y a las partes. Esto
45
quiere decir que si la posición de acusador y defensa en el proceso consiste en
plantear su respectiva teoría del caso y presentar su versión sugiriendo que debe
declarársela como verdad, aun cuando no se corresponda con la realidad, el
juzgador, por el contrario, no se deberá inclinar por ninguna de esas partes. Si él no
lo hiciera así se afectaría su imparcialidad.
El interés del juez debe ser que lo que él falle se corresponda con lo acontecido,
esto es, que lo declarado como verdad sea la verdad integral o material, la misma
que se contempla en la fracción I del apartado A del artículo 20 de la
CPEUM,
a raíz
de la reforma del 18 de junio de 2008, donde se reconoce que uno de los objetos del
proceso es “el esclarecimiento de los hechos”, la correspondencia con la realidad. Si
ello no se cumpliera, se daría el absurdo de suponer que el juzgador busca sólo la
verdad procesal o aparente sin importar que la misma sea falsa. Una cuestión
inadmisible, pues ello conduciría a la ilógica proposición de que el legislador hubiera
establecido parámetros para elegir lo que no es verdad como declaratoria de lo justo,
o que se cometa injusticia bajo el aserto de que se administra justicia (Devis, 1981).
El propósito del juzgador no es declarar como justo lo que es falso, si así fuera se
defraudarían la ley y la justicia. Se acude a la administración de justicia en defensa y
protección de los derechos de las personas, y no a que, pretextando la legalidad
(verdad procesal), se declare la afectación de una persona debido a una verdad
aparente o engañosa. Evidentemente, esto no es lo que la sociedad espera de la
institución que imparte justicia.
Se evidencia entonces que, como la
CPEUM
lo establece, la verdad material es el
objeto del proceso. En consecuencia, es en torno suyo que debe girar toda la
actividad procedimental, y debe ser lo que prive en la búsqueda del juez, más allá de
la pretensión o versión sugerida por las partes.
Así, aunque se ha sostenido que el principio de contradicción favorece el
acercamiento a la verdad, que ello impulsa la libre valoración de la prueba por parte
del juzgador conduciéndolo a una información de calidad (Quintero María: 2011), a la
igualdad de armas y a la limitación de su actividad, la exigencia de la verdad ante la
46
injusticia a que todo esto puede llevar no se ha pasado por alto por quienes asumen
tal sistema.
Es el caso de Colombia, donde el sistema acusatorio ha sido acotado para que no
sea adversarial puro (replicando al de los Estados Unidos), sino que se module con
las intervenciones del acusador y de la víctima frente al acusado. Y no obstante que
todavía se niega a la intervención del juzgador, el sistema colombiano no deja de
reconocer la necesidad incluso de las pruebas de oficio aun cuando sea de forma
excepcional y se acuda a la idea del bloque de constitucionalidad (Moreno, 2007),
destacando la exigencia de la verdad material como la que debe buscar el juzgador.
Eso lo concretó la Corte Suprema de Justicia colombiana en su sentencia del 30 de
marzo de 2006. En ella esta Corte avaló la inaplicación de un ordinal que prohibía la
prueba de oficio subrayando que este sistema acusatorio no es del tipo puro y que
el juez cumple un papel activo. En su Considerando I relativo a la legalidad y
apreciación del testimonio de una menor de edad en un delito de abuso sexual en
particular en su número 4 al que denomina “POSIBILIDAD CONSTITUCIONAL DE
QUE EL JUEZ DECRETE PRUEBAS DE OFICIO”, tras reiterar la prohibición del
juzgador para ordenar pruebas de oficio, resalta que ello no debe entenderse de
manera absoluta, sino que los principios que informan la parte dogmática de la
Constitución colombiana deben atenderse (y se enfatizan su preámbulo y los valores
que abarca, entre éstos la exigencia de justicia).
Dicha Constitución establece, como los tratados internacionales, el interés de la
sociedad para que se reconstruya la verdad, la que no sólo vale para la investigación
de los delitos, sino también si fuere el caso para la absolución de los inocentes.
De ahí que destaque que el juzgador ocupa un papel protagónico. Y que, en tal
sentido, cuando éste vela por el cumplimiento de los fines constitucionales del
proceso penal por ejemplo, la justicia material como uno de los valores superiores
del Estado, no se puede relegar al juez al papel de un espectador que sólo está allí
para declarar la verdad que construyan las partes. El juez debe priorizar la verdad
47
histórica objetiva en la cual descansa la justicia material, y no solamente la formal,
es a esta instancia a la que le corresponde salvaguardar los derechos
fundamentales tanto del acusado, como los de la víctima. Por eso la prohibición de
pruebas de oficio tendrá excepciones cuando, en el caso concreto, su aplicación sea
incompatible con aquellos valores; entonces deberá quedar omisa su prohibición,
para, en su lugar, aplicar la Constitución en su calidad de norma preponderante, con
el fin de garantizar el cumplimiento de los fines constitucionales del proceso penal
(Corte Suprema de Justicia de Colombia, proceso no. 24468).
Se trata de la misma inquietud por la afectación de la verdad como objeto procesal
que muestran otros ordenamientos que receptan el sistema acusatorio y que
admiten aunque limitadamente la posibilidad de intervención del juzgador en el
marco probatorio. Esto sucede con el alemán, el francés, la Ley de Enjuiciamiento
Española o el Código Procesal de Portugal (Armenta Deu, 2011). Más aún, el
sistema adversarial de Estados Unidos señalado de sistema puro y que no da
pauta sino a la verdad procesal ha evidenciado su inquietud por la verdad material.
Así lo muestran los Federal Rules of Evidence en cuya regla 102 con relación al
propósito de tales reglas, establece que “Estas normas deben ser interpretadas en el
sentido de administrar cada proceder de manera justa, eliminar gastos y retrasos
injustificables, y promover el desarrollo del derecho evidencia, hasta el fin de
averiguar la verdad y asegurar una determinación justa”2. Como puede apreciarse, la
parte final conmina a que la finalidad consiste en averiguar la verdad y asegurar una
determinación justa. Esto es por sí mismo ilustrativo de cómo en el sistema
estadounidense la exigencia del esclarecimiento de los hechos (la verdad material)
se impone como necesidad ante las deficiencias a que pudiera conducir su propio
“Rule 102. Purpose. These rules should be construed so as to administer every
proceeding fairly, eliminate unjustifiable expense and delay, and promote the
development of evidence law, to the end of ascertaining the truth and securing a
just determination.”
2
48
sistema adversarial; al grado que y esto argumenta a favor del propósito de este
trabajo se destaca la regla 6143:
Regla 614. Llamadas de Corte o declaración de un testigo
(a) Llamada. El tribunal podrá citar a un testigo o a petición de parte. Cada parte tiene
derecho a interrogar al testigo.
(b) Examinar. El tribunal podrá interrogar al testigo sin importar quien llama al testigo […]
Esto es, el sistema adversarial calificado como duro, acepta la relevancia de la
verdad como objeto de la prueba, lo cual faculta a la Corte a llamar y a examinar a
testigos de oficio (por sí), implicando de esta forma el derecho de las partes a
interrogarlos, y estableciendo la potestad de que el tribunal también lo haga. La
misma circunstancia puede apreciarse en el marco del derecho internacional de los
derechos humanos, pues en el procedimiento que rige en la Corte
IDH
al conocer de
un asunto respetando el derecho de contradicción y en concordancia con los arts.
52, en sus núms. 1 y 58 de su reglamento contempla la posibilidad de formular
preguntas a toda persona que comparezca ante la Corte (testigos, peritos o
víctimas), y procurar de oficio toda prueba que se considere útil y necesaria.
Lo anterior, muestra cómo el que se asuma un sistema acusatorio no afecta en
modo alguno el interés primordial de la verdad como presupuesto del propio acceso
a la justicia, y de que lo contrario implicaría el absurdo de que, so pretexto de la
verdad formal, se aceptara la emisión de decisiones ajenas a la realidad de los
hechos, lo que rompería con la finalidad de protección y respeto de los derechos, y
se impulsaría la defraudación de la expectativa que motiva acudir al tribunal para
hacer valer los derechos violados.
3
Rule 614. Court’s Calling or Examining a Witness. (a) Calling. The court may call a
witness on its own or at a party’s request. Each party is entitled to cross examine the
witness. (b) Examining. The court may examine a witness regardless of who calls the
witness […]
49
Por eso es que, en principio, al juzgador no debe interesarle primordialmente
declarar que la propuesta de una u otra parte asuma el carácter de verdad. De ser
así, se admitiría la predisposición para aceptar una verdad sugerida que puede no
corresponder a la realidad, con lo que se daría la posibilidad de declarar como
verdad algo falso. La consecuencia sería la renuncia a la verdad que corresponde a
la realidad, lo que afectaría, a fin de cuentas, la calidad de la decisión del juzgador.
La verdad buscada debe mantenerse presente como objeto procesal y con
independencia de la teoría del caso de las partes. Es decir, que el juzgador debe
declarar como verdadera una aproximación al real acontecer de los hechos; si bien
esto puede o no reflejar las propuestas de las partes, tal coincidencia no se ha fijado
como finalidad.
Esa independencia reafirmaría la imparcialidad del juzgador, quien se fortalece
cuando él mismo se muestra ajeno a cualquier interés de los contendientes en el
juicio. Sólo así se destacará el valor social que la verdad representa, más allá de
cualquier ideología que pretenda imponerse a raíz de la implementación de un
sistema procesal como su correspondencia con un Estado democrático de
derecho, contrariamente a lo que llega a sostenerse para mantener un sistema
dominado monopólicamente por las partes.
Esto es, si las limitaciones a la consecución de la verdad material derivan, entre
otras circunstancias, hacia las reglas propias del proceso establecido por el
legislador, o a las que sobre la prueba se han impuesto generando el riesgo de
manipulación probatoria y de imposición de falsedad sobre el real acontecer (Ferrer,
2005), la limitación del juzgador en torno a la calidad de su decisión y ante la
absoluta disposición de las partes sobre la prueba desdeñarían la verdad y con ello
la exigencia de justicia. Una cuestión así no se justifica, pues ello no puede quedar
sujeto a la base ideológica de un individualismo competitivo que deja la solución de
un conflicto en un desarrollo meramente instrumental, pretextando un equilibrio que
enmarca una contraposición de intereses egoístas que sólo buscan satisfacerse sin
pretender el resultado justo (Taruffo, 2010). Si se admite esto se sugeriría que “lo
50
que es técnicamente posible (usando el derecho, aunque sea de manera torticera)
es éticamente aceptable […]” (Atienza, 2009: 18-19). Lo que no corresponde a las
expectativas de la sociedad, pues en todo caso priva la verdad como un valor que
debe impregnarla.
La búsqueda de la verdad entonces representa un valor del que la sociedad no
espera que se desarrolle con base en el engaño ético ni político, ello excluiría su
progreso y provocaría el rechazo del ente político que no habla con la verdad u
oculta las consecuencias de sus actos (Taruffo, 2010). Para la administración de la
justicia esto se constituye en finalidad, en su tarea fundamental e ineludible. Por eso
la actividad del juzgador termina por ser representativa de un sistema democrático
de derecho puesto que “el fundamento de legitimidad sustancial de la jurisdicción no
es el consenso de la mayoría, sino la verdad de sus decisiones” (Ferrajoli, 2006: 9).
Eso testimonia la democracia en un Estado, que la misma no se agota en su
acepción instrumental y formal (la elección de los gobernantes y la garantía de la
participación universal). La democracia tiene también una faceta que se compone de
los derechos fundamentales arropados en la Constitución, donde lo que interesa no
es quién decide o cómo lo hace, sino aquello sobre lo que no es factible decidir. La
propia Corte
IDH
lo ha contemplado (Corte
IDH,
Caso Gelman, párrafo 239): lo que
resulta intocable de toda persona por parte de los poderes Legislativo, Ejecutivo y
Judicial son los derechos. Éstos son de todos, tanto de los que sufren procesos
como de los que purgan penas (Ferrajoli, 2006). Son los derechos que el juzgador
debe proteger al resolver en sentencia. De esta forma se decanta una nueva visión
de la democracia en la que los poderes públicos que enmarcan al Estado se ven
limitados por tales derechos, de tal suerte que, si a través de la ley que implementa
un “sistema penal” determinado, se resalta que proviene del legislativo como
representación de la mayoría, luego entonces dicha mayoría está limitada por los
derechos fundamentales que ha recogido; en correlación de una democracia formal,
se tiene la democracia real y sustantiva la cual denota una moral interna que
conlleva el apreciar la dignidad e igualdad de todos los seres humanos, en lo cual la
exigencia de justicia es uno de los principios básicos (Barak, 2009).
51
Entendida la democracia en ese sentido que el juzgador actúe planteando la
verdad como su objeto y que su participación sea activa en un proceso acusatorio,
se enfatizaría su carácter sustancial, de tal suerte que incluso ante una prohibición
legal de su intervención, el juez deberá actuar en pro de la protección de los
derechos inherente a ese carácter; primando la supremacía de los derechos
humanos de las personas, los cuales privan ante la mayoría que fue plasmada en
la ley por el legislativo que la representa. Ninguna mayoría puede justificar la
afectación de los derechos humanos (Salazar, 2006), por lo que se puede sostener
que “No se puede condenar o absolver a un hombre porque convenga a los
intereses de la mayoría. Ninguna mayoría, por aplastante que sea, puede hacer
legítima la condena de un inocente o la absolución de un culpable” (Ferrajoli, 2006:
9).
Es así que, bajo el paradigma democrático, la verdad buscada por el juzgador debe
ser aquella que corresponde a la realidad de los hechos independientemente de la
planteada por las partes. Sólo así se cumpliría con la función primordial de proteger
los derechos, de aceptar que la verdad es presupuesto de justicia y que si se permite
que el engaño influya en las decisiones judiciales sería defraudar el derecho
vulnerado (Tarazona, y Herrera, 2011) y al propio órgano que imparte la justicia.
Esta circunstancia suele olvidarse al plantear la idea del debido proceso, lo cual
sucede cuando se circunscribe éste en la academia, o en la práctica judicial a
observar sólo el aspecto formal regulado por las normas secundarias. Se llega así al
modelo meramente instrumental, al que pasa por alto su carácter sustancial y
degenera en los absurdos de que la sociedad se conforme con un conjunto de reglas
que se supone son establecidas para garantizar su acceso a la justicia, pero que no
se cumplen, de que aunque han sido violados sus derechos se conforme con una
resolución que se los niega formalmente, y aceptando como justa esta negación aun
sabiendo que la decisión judicial puede descansar en la mentira.
Ante eso, el enfoque del juzgador habrá de ser la realidad del acontecer como objeto
de su función, atendiendo a la exigencia que la verdad como derecho de todo ser
52
humano impregna a su propia labor, y que se recoge tanto en la propia Constitución,
como en el marco internacional, lo que puede observarse desde dos enfoques: el
primero sería que la exigencia de “resolver conforme a derecho”
implica la
terminación de un conflicto y la determinación de una situación jurídica (Taruffo,
2010) en materia penal acorde al principio de la exacta aplicación de la ley que
contempla el artículo 14 de la Carta Magna, lo que significaría que sólo cuando se
demuestre que una persona cometió un delito habrá lugar a su condena, que
únicamente cuando exista el hecho como delito, la ley podrá ser aplicada. Una
decisión opuesta sería errónea. De este modo la verdad cobraría relevancia como
presupuesto de la aplicación de la ley con la decisión judicial. Si no existe el hecho
que presupone la norma jurídica no se podrá afirmar que se resuelve conforme a
derecho.
En cuanto al segundo enfoque. De limitar al máximo la intervención de juzgador con
relación a la verdad que interesa al proceso, y considerar que la decisión que debe
tenerse como justa es aquella que ha seguido las reglas del proceso implicaría que
el juzgador incumple con su deber de proteger los derechos humanos, que auspicia
que el ejercicio de un derecho afecte los derechos de los demás, olvidando que los
derechos humanos no son absolutos y tienen matices (Barak, 2009), que los
derechos se ven limitados por los deberes enfatizados por el artículo 32 de la
Convención Americana sobre Derechos Humanos, pues si se tratare de quien en la
realidad cometió un hecho y fuese liberado, o se condenare a quien no cometió
delito alguno, ello significará que ni se garantizaron ni se protegieron los derechos
implicados, o que se protegieron los derechos de uno pero no los del otro.
Esto es, si el sujeto autor de un hecho delictivo fue exonerado en una decisión
procurada por engaño, ocultamiento o manipulación de las pruebas por el defensor,
se incumplirá el deber de proteger el derecho de la víctima, se reiterará “legalmente”
el actuar del otro afectando el derecho de los demás, replicando el humor negro del
53
filme El esqueleto de la señora Morales,4 en el cual Pablo Morales, tras planear el
crimen perfecto, quita la vida a su esposa, y como, por ocultamiento, las pruebas no
llegan al proceso judicial, Pablo es absuelto. Después de esto él acude con el cura
familiar y allegado de la occisa para confesarle su crimen con sarcasmo al aclararle
que no lo puede denunciar porque no puede ser juzgado dos veces por el mismo
delito, y que sólo se lo dice “para que tenga en que pensar”. Esta misma
circunstancia se presentará cuando se condene a un inocente que verá afectada su
libertad por vicios en las prueba tendenciosamente propuestas para mostrar una
versión particular de un hecho ajena a la realidad.
Los derechos en conflicto en un proceso penal son derechos humanos. Por una
parte la libertad y la vida del acusado, como aquellos atinentes al debido proceso, y,
por la otra, los de la víctima. Si se toma en consideración que los tipos penales se
establecen para la protección de bienes jurídicos que coinciden en su apreciación
como derechos humanos el Título Primero de nuestra Constitución así los califica,
y que el art. 1 de la Carta Magna enfatiza que uno de los deberes del Estado es su
protección, lo que, en este caso, recae en la actuación del juzgador, ello querrá decir
que el acceso a la justicia que contempla el 17 en función del 14 del mismo
ordenamiento, no implicará nada más acceder a los tribunales, sino hacerlo con la
expectativa de que quien se ve en riesgo o afectado en uno de sus derechos
fundamentales obtendrá la protección. Por estas causas sólo la verdad como objeto
del proceso y como parámetro principal del debido proceso puede conducir al
respeto y no violación de los derechos de las partes.
Así queda justificada la intervención del juzgador como parte del Estado para buscar
la realidad histórica y no circunscribirse a los riesgos que entraña el monopolio
absoluto de las partes en el desahogo de las pruebas. Más aun cuando ello se ha
establecido constitucionalmente, dando de este modo la pauta para incorporar al
proceso penal una visión triangular en torno al objeto del proceso cuyo vértice
principal (al presuponerse para un resultado justo, no porque sea jerárquicamente
4
Rogelio A. González (dir.), El esqueleto de la señora Morales, act. de Arturo de Córdova, Antonio
Bravo y Amparo Rivelles, guion de Luis Alcoriza, México, Alfa Films, 1959, 92 min.
54
superior a los otros derechos) es la verdad de lo acontecido, la protección del
inocente y el evitar la generación de impunidad.
Sólo con la verdad como parámetro de búsqueda procesal se logra que la actividad
jurisdiccional no condene a un inocente o libere a quien cometió un delito, que no
haya posibilidad de un error judicial provocado, sólo bajo la exigencia de esta
consecución se podrá ser congruente con la obligación estatal de garantizar el
respeto
de
los
derechos
humanos.
La
decisión
errónea
evidenciaría
el
incumplimiento de tal obligación y de que el sistema penal más que instrumento de
justicia es un instrumento para evadirla. Esto es, que este sistema penal no permite
evadir la responsabilidad de haber cometido una infracción (los derechos están
limitados por el respeto de los otros), y que tampoco condena inocentes. Por el
contrario, resolver en derecho implicará atender al arropaje del derecho afectado,
que la ley aplicada por el juez conlleva que, efectivamente, el sancionado lo sea
porque cometió el supuesto de hecho que la norma contempla, porque trastocó el
derecho que la misma protege. Y, correlativamente, que al ser absuelto, la realidad
buscada denota su inocencia. Si todo esto no se cumple de esa forma se daría sitio
al humor negro de Pablo Morales en el que los operadores del sistema “tendríamos
en que pensar” con la revelación de la verdades ocultas por el alto riesgo de
manipulación de pruebas, y la limitación total del juzgador para buscar la realidad de
lo acontecido.
Por eso se considera justificada la intervención del juzgador acorde al objeto
procesal precisado. Sin embargo, dados el sistema penal que se implementa y el
respeto del principio de imparcialidad, sólo se podría considerar su facultad para
interrogar a quienes comparecen ante el juez de juicio oral. Primero, porque al
desarrollarse el juicio oral ya habría pasado la etapa (intermedia) en la que se
habrían determinado las pruebas para el desahogo en el juicio oral, de tal modo que
no podrían aportarse más que las admitidas, y, en segundo lugar, porque en el
supuesto de interrogar a quienes comparecen, el juez tendría que hacerlo respecto
de las pruebas que las partes han ofertado, mismas que sólo conocerá hasta ese
momento (durante el juicio oral), con lo que no habría duda de que no conoce nada
55
del asunto ni a las partes, que se encuentra completamente ayuno de conocimiento
respecto al mismo, y que, consecuentemente, es ajeno a cualquier interés particular
de las partes y se mantiene incólume su posición imparcial, lo cual se
comprometería si antes se allegara pruebas distintas de las ofertadas por las partes.
2. EL ESCLARECIMIENTO DEL HECHO COMO DERECHO HUMANO Y COMO SUSTENTO DEL
DEBIDO PROCESO
Los derechos humanos en el marco internacional son tratados de manera distinta al
derecho internacional público, el cual
(a mi parecer) se destina a regular las
relaciones desde un punto de vista de coordinación, entendiendo a las partes
contratantes como iguales, y pretendiendo alcanzar parámetros normativos en torno
a concesiones recíprocas. Aun cuando por lo que toca a los derechos humanos se
pudieran establecer fuentes aparentemente afines (Sorensen, 2002) como los
mismos tratados internacionales, la costumbre, los principios generales del derecho
o las decisiones judiciales (por las instituciones reconocidas para tal efecto), y con
ello se afirmara que las reglas de interpretación de los tratados se aplican también a
los tratados de derechos humanos (Cancado Trindade, 2001), el marco es
totalmente distinto si se observa el propio objeto de su regulación. Así, el derecho
internacional de los derechos humanos conduce a que la interpretación revista un
carácter específico acorde a su objeto. La protección de los derechos humanos
impone conceptos que enmarcan una finalidad autónoma, a cuya realidad se ajusta
la exigencia del cumplimiento de su objeto: el libre y pleno ejercicio de los derechos
humanos, y la amplia protección que ello implica.
De esta forma, aun cuando se establezca que, como en los demás tratados, existen
reglas coincidentes, el alcance varía de manera considerable y donde su
especificidad realza su carácter autónomo respecto del derecho internacional público
al grado que la apreciación de la regla Pacta sun servanda alcanza una
connotación más amplia acorde al objeto específico que no es otro sino el derecho
humano, e incluso, si hubiere obscuridad, se atendiera a la buena fe, texto,
56
contexto, objeto y fin del tratado relativo, o a la interpretación acorde a los efectos
del propio tratado.
En el caso de los tratados de derechos humanos tales reglas se concretizan como
aspectos diversos, esto es, no se reducen a meras obligaciones y derechos
subjetivos recíprocos entre partes, sino que tienen como referencia principal al ser
humano investido de derechos esenciales, y por ende que exige obligaciones de
respeto, protección y garantía, además de órganos de supervisión como la Corte
Interamericana para una mayor protección de los derechos humanos.
Esto difícilmente podría sostenerse únicamente con el derecho internacional público,
por ejemplo, con las reservas de los tratados internacionales, si por las mismas se
entiende que “la manifestación hecha por una parte de no encontrarse dispuesta a
aceptar alguna disposición determinada o de pretender alguna otra variación a su
favor […] constituye una proposición de enmienda al texto del tratado” (Sorensen,
2002: 215), las cuales, aunque contienen la posibilidad de su aceptación siempre
que no sea contraria al objeto y propósito de la Convención, deberán entenderse en
su interpretación bajo la más amplia protección a los derechos del ser humano,
reconociéndose incluso la categoría ius cogens para los mismos.
Desde tales consideraciones, los derechos humanos en el marco internacional
implican que el o los Estados, al suscribir tratados internacionales sobre derechos
humanos, asumen las obligaciones específicas en torno a éstos, por ejemplo,
respetar, garantizar y proteger, por lo que su incumplimiento le generaría
responsabilidad internacional, tanto por violar un derecho humano de manera directa
por omisión o acción positiva, como de manera indirecta cuando son los particulares
quienes realizan tales violaciones. La obligación del Estado con relación a los
derechos humanos reconocidos en un tratado firmado es actuar garantizando su
libre y pleno ejercicio, de tal suerte que incluso incurrirá en responsabilidad si omite
la investigación y sanción de los responsables directos y la reparación a las víctimas
(Nash, 2005).
57
Estas obligaciones del Estado son acordes al art. 1 de la Convención Americana
sobre Derechos humanos, y con la limitación al carácter absoluto de los derechos
humanos que describe el artículo 32 del mismo instrumento internacional, para lo
cual, en concordancia con los procedimientos constitucionales y de la Convención,
deberá adoptar las medidas legislativas o de otro carácter para hacer efectivos los
derechos y libertades. En ese sentido, resulta inconcuso que el proceso penal
aparece como una de tales medidas protectoras de los derechos humanos puesto
que los arropa como bienes jurídicos en los tipos penales ante su posible afectación
por particulares.
Para cumplir lo anterior, el Estado instituye tribunales para que ante ellos se ventilen
los procedimientos por los que se determina y sanciona a los particulares que
afectaron derechos de otros individuos. Luego entonces es un derecho humano el
acceso a los órganos de administración de justicia, los cuales, por otra parte, habrán
de actuar respetando el debido proceso compuesto por las garantías judiciales
contempladas en el art. 8 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, y
serán los juzgadores quienes emitan la decisión que determinará si se cometió un
delito y si una persona es o no responsable de esa comisión. Se destaca así la
relevancia de la verdad como un derecho humano y como presupuesto de la
decisión, pues tratándose de derechos humanos, ante su violación real, el afectado
acude ante los tribunales con la expectativa de su protección (Corte
IDH,
Caso
Blanco Romero, párrafo 62). Si ello no fuera así, el Estado fallaría en su deber de
garantía y protección de los derechos humanos. En consecuencia, el derecho a la
verdad debe considerarse como inherente del acceso a los tribunales, según lo ha
reconocido la Corte IDH:
En cuanto al llamado derecho a la verdad, este tribunal lo ha entendido como parte
del derecho de acceso a la justicia, como una justa expectativa que el Estado debe
satisfacer a las víctimas de violaciones de derechos humanos y a sus familiares y
como una forma de reparación. Por ende, en su jurisprudencia, la Corte ha analizado
el derecho a la verdad dentro de los artículos 8 y 25 de la Convención [...] la Corte no
estima que el derecho a la verdad sea un derecho autónomo consagrado en los
58
artículos 8, 13, 25 y 1.1 de la Convención, como fuera alegado por los
representantes. El derecho a la verdad se encuentra subsumido en el derecho de la
víctima o sus familiares a obtener de los órganos competentes del Estado el
esclarecimiento de los hechos violatorios y las responsabilidades correspondientes, a
través de la investigación y el juzgamiento. (Corte IDH, Caso masacre de Pueblo
Bello, párrafo 219).
Con base en este dictamen, es posible afirmar que el derecho de acceso a la justicia
no quiere decir el simple acceso a los tribunales, sino que todo ello debe regirse por
un parámetro tendiente al esclarecimiento real de los hechos. Por lo tanto, si el
Estado utiliza un procedimiento con riesgos evidentes de ocultamiento de la verdad y
de que se falle en error judicial, no puede ostentarlo como un debido proceso, ya que
degeneraría en un trámite ilusorio de expectativa de justicia. Así se desprende de la
interpretación que ha hecho la Corte IDH:
El derecho de acceso a la justicia no se agota con el trámite de procesos internos,
sino que éste debe además asegurar, en tiempo razonable, el derecho de la presunta
víctima o sus familiares a que se haga todo lo necesario para conocer la verdad de lo
sucedido y para que se sancione a los eventuales responsables (Corte IDH, Caso La
Cantuta, párrafo 66).
Si la verdad histórica de lo acontecido es inherente al debido proceso, no es factible
pretender que el sólo seguimiento de las reglas procedimentales será suficiente para
señalar que se satisface el acceso a la justicia y al debido proceso. Debe, con base
en esta argumentación, descartarse que la administración de la justicia y el
esclarecimiento del hecho se reduzcan a la gestión de las partes. La Corte
IDH
lo ha
defendido así:
Esta Corte ha señalado reiteradamente que la obligación de investigar debe
cumplirse “con seriedad y no como una simple formalidad condenada de antemano a
ser infructuosa”. La investigación que el Estado lleve a cabo en cumplimiento de esta
obligación “[d]debe tener un sentido y ser asumida por el [mismo] como un deber
jurídico propio y no como una simple gestión de intereses particulares, que dependa
59
de la iniciativa procesal de la víctima o de sus familiares o de la aportación privada
de elementos probatorios, sin que la autoridad pública busque efectivamente la
verdad (Corte IDH, Caso Bulacio, párrafo 112).
La congruencia de la anterior determinación es válida si se considera que el obligado
a respetar y garantizar los derechos humanos es precisamente el Estado, de modo
que las reglas procedimentales deben atender esa visión protectora; por eso, incluso
si se acatan tales reglas internas no puede pasarse por alto dicha finalidad. De ahí
que la Corte
IDH
haya llamado la atención acerca de que se han tolerado los medios
que la ley dispone al servicio de la defensa y permitido por los órganos
jurisdiccionales, lo que se traduce en que éstos olviden que su función no se agota
en posibilitar un debido proceso que garantice la defensa en juicio, sino que también
deben asegurar el derecho a saber la verdad de lo sucedido y la sanción de los
responsables (Corte
IDH,
Caso Bulacio, párrafo 114; en el mismo sentido, véase el
Caso Myrna Mack Chang, párrafos 208, 209).
El Estado, a través de los órganos jurisdiccionales, tendrá por el medio arriba
enunciado una participación activa en el procedimiento penal, lo cual sería para
garantizar un acceso real a la justicia y asegurar que la verdad se mantenga como
un derecho inherente, que el debido proceso no se utilice como un instrumento
evasor generando impunidad e incumpliendo con el deber estatal de proteger los
derechos humanos, para que, al contrario, como la propia Corte
IDH
lo ha dispuesto,
sean los jueces los rectores del proceso que “deben dirigir y encauzar el
procedimiento judicial con el fin de no sacrificar la justicia y el debido proceso legal
en pro del formalismo y la impunidad” (Corte
IDH,
Caso Myrna Mack Chang, párrafo
211). El objetivo sería que impere tal finalidad incluso por encima de principios como
el Non bis in idem, contemplado en el art. 8, fracción 8.4, de la Convención, pero que
ha hecho que la Corte
IDH
señale que no tiene carácter absoluto, y que por lo tanto
no sea aplicable cuando:
i) la actuación del tribunal que conoció el caso y decidió sobreseer o absolver
al responsable de una violación a los derechos humanos o al derecho
60
internacional obedeció al propósito de sustraer al acusado de su
responsabilidad penal; ii) el procedimiento no fue instruido independiente o
imparcialmente de conformidad con las debidas garantías procesales, o iii) no
hubo la intención real de someter al responsable a la acción de la justicia. Una
sentencia pronunciada en las circunstancias indicadas produce una cosa
juzgada “aparente” o “fraudulenta”…. si aparecen nuevos hechos o pruebas
que puedan permitir la determinación de los responsables de violaciones a los
derechos humanos, y más aún, de los responsables de crímenes de lesa
humanidad, pueden ser reabiertas las investigaciones, incluso si existe un
sentencia absolutoria en calidad de cosa juzgada, puesto que las exigencias
de la justicia, los derechos de las víctimas y la letra y espíritu de la
Convención Americana desplaza la protección del non bis in idem (Corte
IDH,
Caso Almonacid Arellano, párrafo 154; en el mismo sentido, Caso La Cantuta,
párrafo 153).
De acuerdo a lo anterior se puede concluir que el derecho a la verdad es un derecho
humano que involucra el acceso a la justicia y al desarrollo del proceso con las
garantías judiciales que esto implica. Que rige el debido proceso, lo cual no se limita
al establecimiento de tribunales y trámites que le son relativos. Que para ser
congruentes con la exigencia de que el Estado cumpla con su obligación de proteger
y garantizar el goce y libre ejercicio de los derechos humanos, el aparato judicial
deberá eludir toda posibilidad de error y emisión de sentencias fraudulentas, y que
de probarse una violación necesariamente tendrá que haber sanción para los
responsables (Corte
IDH,
Caso masacres de El Mozote y lugares aledaños, párrafo
298).
Es una cuestión que la Corte
IDH
confirma cuando resalta que los artículos 1.1, 8 y
25 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos protegen la verdad en su
conjunto, sin que valga para ello la obtención de la verdad fuera del procedimiento
judicial o por otros medios, o posteriormente, pues en ninguna forma se sustituye la
obligación de lograr la verdad a través de los procesos judiciales (Corte
61
IDH,
Caso
Almonacid Arellano, párrafo 150), pues evidentemente ello entraña la exigencia de
que se ubique y sancione a los responsables de la violación a derechos humanos.
3. PRINCIPIO DE INTERDEPENDENCIA
3.1. Noción
El art. 1 de la
CPEUM
recoge, entre otros derechos humanos, los principios de
interdependencia e indivisibilidad, los cuales, desde la perspectiva de este trabajo,
conviene explicar en qué consisten y cómo inciden en la consideración del objeto del
proceso penal.
Los derechos humanos deben entenderse como propios de todo ser humano en
cuanto tal. De ahí que todos gocen de los mismos. Sin embargo, cuando se los
estudia es imposible hacerlo aislándolos unos de otros, debido a que se encuentran
vinculados entre sí, de modo que deben tratarse en forma global y de manera justa y
equitativa, en pie de igualdad y dándoles el mismo peso ( DPAV, art. 5). De esta forma
se muestra el carácter interdependiente de los derechos humanos, y que la
exigencia de dar a cada cual el mismo peso conlleva su carácter indivisible. Esto se
justifica si se aclara que todos los derechos humanos se originan en la dignidad y
valor de la persona humana como sujeto central de tales derechos y libertades
fundamentales (DPAV, preámbulo).
La interdependencia entonces implica la vinculación entre derechos, que éstos no
pueden considerarse por separado, y que han de verse como un conjunto en el que
no hay jerarquías que lleven al Estado a atender unos en detrimento de otros (Blanc,
2001), esto es: el incumplimiento de uno incide necesariamente en otro. La
interdependencia significa que la existencia de un derecho depende de la realización
de otro derecho, de modo que el respeto y garantía de uno incide en el otro, lo que
equivale a una relación mutua para su vigencia (Vázquez, y Serrano, 2011). En
suma, los derechos suponen una común juridicidad donde la existencia real de cada
uno de ellos se logra por la apreciación conjunta de todos (Blanc, 2001).
62
3.2. Interdependencia del derecho a la verdad, acceso a la justicia y presunción de
inocencia
El derecho de acceso a la justicia en México está contemplado en el artículo 17 de la
Constitución. Allí se determina que el Estado se encuentra obligado a garantizar y
proteger los derechos humanos, lo que conlleva el establecimiento de tribunales a
los que se acuda cuando aquellos han sido afectados; el acceso a la justicia, en este
sentido, es la vía para reclamar dichas afectaciones (Birgin, 2006). En relación al
artículo 1 constitucional, y en función del art. 1 de la Convención Americana sobre
Derechos Humanos, se trata de una de las vías por las cuales el Estado cumple con
su obligación de proteger los derechos humanos, asumiendo con ello la
investigación y sanción de los que perpetran las eventuales violaciones, pues una de
sus responsabilidades sería no actuar cuando los particulares violan los derechos de
los otros, de donde resulta el procedimiento penal para tal finalidad ( CEJIL, 2010).
Asimismo, para el acceso a la justicia existe el respaldo del artículo 8 de la
Convención, en el cual se tiene a la verdad como presupuesto de un derecho
humano, mismo que no puede entenderse como autónomo sino impregnado en todo
momento de la actividad estatal. Si ello no fuera así, el Estado no podría sostener
que cumple con la obligación de proteger y garantizar el libre ejercicio de los
derechos humanos.
A mayor abundamiento. Si se pretendiera que el derecho de acceso a la justicia
queda satisfecho mediante tribunales y trámites internos, sin importar la calidad del
fallo, en realidad el Estado no estaría cumpliendo con su deber protector. La
existencia real de derechos reclama su protección real, y no sólo aparente, de tal
manera que frente a su afectación sólo la verdad obtenida en la decisión judicial
podría asegurar el respeto de lo existente. Una resolución basada en el engaño
procurado impide la protección, respeto y garantía de los derechos lo que es
obligación del Estado. Incluso si éste pretendiera que el resultado proviene de las
reglas del juego procesal, la realidad y afectación del derecho no se borrará con ello,
ni con la afirmación de que lo resuelto es una verdad legal. La violación al derecho
humano no se borra dando matices de legalidad a una impunidad real, pues, en los
63
hechos, no se estaría responsabilizando a los autores de las violaciones, quienes
estarían fuera de la investigación y la sanción.5 De esto resulta que no puede haber
acceso a la justicia sin derecho a la verdad, y que ésta no puede existir sólo con la
sanción de responsables y reparación a las víctimas; requiere, además, el debido
acceso a la justicia, lo cual se origina en una real actividad del Estado para
esclarecer los hechos.
Lo anterior atañe de forma directa a la persona a quien se atribuye un hecho
violatorio. Necesariamente debe respetarse su derecho a ser oído ante los órganos
jurisdiccionales, y en especial su derecho a la presunción de su inocencia,
independientemente de las visiones en las que puede ser contemplado: ya desde el
punto de vista probatorio, ya en torno a la imputación de la responsabilidad penal de
un individuo que no ha sido juzgado, o bien, cómo debe tratarse al inculpado de un
delito o a los presos sin condena (O’Donnell, 2012).
Conviene destacar el primer aspecto porque lleva a entender que una persona debe
presumirse inocente a menos que se pruebe que en efecto cometió el delito. Este
derecho significa que se respeta el acceso a la justicia, pues sólo el juez podrá
determinar dicha situación jurídica, aunque, durante el proceso, el órgano persecutor
aporta las pruebas para desvirtuar la presunción de inocencia. En ese sentido, y de
acuerdo al deber estatal de proteger los derechos humanos de las personas (en este
caso, la libertad), se obliga una investigación que no obstaculice el arribo a la verdad
de los hechos, pues si el Estado redujera su labor al establecimiento de tribunales y
trámites internos se correría el riesgo de condenar a un inocente. La exigencia
probatoria desde este punto de vista no es más que el arribo a la verdad, la
comprobación plena de que se cometió un hecho delictuoso, tal y como lo ha
expuesto la Suprema Corte de la Nación:
5
Al respecto es útil la definición de impunidad en Conjunto de principios actualizado para la
protección y la promoción de los derechos humanos mediante la lucha contra la impunidad.
Informe de Diane Orentlicher, Comisión de Derechos Humanos de las Naciones
Unidas.E/CN.4/2005/102/Add.1. 8 de febrero de 2005.
64
La Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha reiterado en
diversos asuntos que el principio de presunción de inocencia es un derecho universal
que se traduce en que nadie puede ser condenado si no se comprueba
plenamente el delito que se le imputa y la responsabilidad penal en su
comisión, lo que significa que la presunción de inocencia la conserva el inculpado
durante la secuela procesal hasta que se dicte sentencia definitiva con base en el
material probatorio existente en los autos (los subrayados son propios).
Esa misma exigencia probatoria la ha hecho la Corte
IDH:
“El principio de la
presunción de inocencia, tal y como se desprende del artículo 8.2 de la Convención,
exige que una persona no pueda ser condenada mientras no exista prueba plena de
su responsabilidad penal. Si obra contra ella prueba incompleta o insuficiente, no es
procedente condenarla, sino absolverla” (Corte
IDH,
Caso Cantoral Benavides,
párrafo 120).
De ello se desprende que la exigencia de plenitud probatoria para desvirtuar la
presunción de inocencia quiere decir que única y exclusivamente cuando la verdad
imponga que el sujeto cometió el delito habrá lugar a la condena. Sólo así se podrá
considerar que él tuvo un real acceso a la justicia y que el Estado respetó y protegió
sus derechos. Sin que dicha normativa se oponga al artículo 2 de la Convención
Americana sobre Derechos Humanos en donde se advierte que el Estado puede
implementar más medidas para esclarecer un hecho violatorio de derechos
humanos, aunque esto no sustituye la exigencia de que se realicen los procesos
judiciales respectivos, como la averiguación de los responsables y su sanción,
cuestión que la Corte IDH ha expuesto:
La Corte ha establecido con anterioridad que el derecho a la verdad se encuentra
subsumido en el derecho de la víctima o sus familiares a obtener de los órganos
competentes del Estado el esclarecimiento de los hechos violatorios y las
responsabilidades correspondientes, a través de la investigación y el juzgamiento
que previenen los artículos 8 y 25 de la Convención.
65
[…] la Corte considera pertinente precisar que la “verdad histórica” contenida en los
informes de las citadas Comisiones no puede sustituir la obligación del Estado de
lograr la verdad a través de los procesos judiciales (Corte IDH, Caso Almonacid
Arellano, párrafos 148, 150).
Con todo lo anterior se concluye que el art. 20 de la
CPEUM
establece como objeto
del proceso el esclarecimiento del hecho, lo que comporta el derecho a la verdad
que involucra, a su vez, el derecho de acceso a la justicia, la protección del inocente
y evitar la impunidad. Esta base permite sugerir una visión triangular del objeto del
proceso en la que la verdad debe ser el soporte principal. Un acceso a la justicia que
no la contenga sería un impedimento para proteger al inocente, presumir la
inocencia y evitar la impunidad.
66
CAPÍTULO III
EL OBLIGADO PAPEL ACTIVO DEL JUEZ DURANTE EL INTERROGATORIO DE TESTIGOS
EN JUICIO ORAL
1. BLOQUE DE CONSTITUCIONALIDAD
1.1. Noción
La actual consideración de un Estado de derecho debe verse a la luz de una
Constitución que recoja los derechos fundamentales como parámetro para
ostentarse como tal; ello dará pauta para calificarlo de materialmente democrático,
pues no basta que se asuma una democracia formal si a los seres humanos no se
les garantiza esta dignidad. El espíritu sustancial de la democracia debe recogerse y
la Constitución representa, en este sentido, el principal instrumento. Sólo de esa
forma hay un verdadero Estado democrático de derecho, protector y garante efectivo
de los derechos fundamentales. Si no fuera de este modo, como lo afirma Díaz
(2002), se estaría ante un Estado con derecho, mas no de un Estado de derecho.
La Constitución personifica la norma directriz para el contenido de las demás normas
que componen un sistema jurídico, a las que se llama de segundo orden porque se
adaptan a los principios y obligaciones que aquella establece (Summers, 2001). Así,
todas las autoridades legislativas, administrativas y judiciales habrán de ajustar su
actuación al respeto irrestricto de dichos valores. Se trata de un contenido que
corresponde a la esfera de lo que no se puede trastocar, es lo indecidible, un
acatamiento que impera, incluso ante propuestas mayoritarias, pues de esta forma
se estaría obedeciendo a la naturaleza sustancial que la democracia adquiere a raíz
de un Estado de derecho, y que la Corte IDH ha resaltado al señalar que:
67
[…] la existencia de un verdadero régimen democrático está determinada por sus
características tanto formales como sustanciales […] la protección de los derechos
humanos constituye un límite infranqueable a la regla de mayorías, es decir, a la
esfera de lo “susceptible de ser decidido” por parte de las mayorías en instancias
democráticas, en las cuales también debe primar un “control de convencionalidad”
[…] que es función y tarea de cualquier autoridad pública y no sólo del Poder Judicial
[…] el límite de la decisión de la mayoría reside, esencialmente, en dos cosas: la
tutela de los derechos fundamentales (los primeros, entre todos, son el derecho a la
vida y a la libertad personal, y no hay voluntad de la mayoría, ni interés general ni
bien común o público en aras de los cuales puedan ser sacrificados) y la sujeción de
los poderes públicos a la ley […] (Corte IDH, Caso Gelman, párrafo 239).
La Constitución limita la actuación de la autoridad pública y establece la exigencia de
deberes; representa una jerarquía frente a las demás normas del ordenamiento
jurídico de un Estado. Sin embargo, la Constitución no es un ámbito cerrado en
cuanto a los derechos que protege y lo indecidible; es factible que también se integre
por principios y valores que no se detallen en su texto. A esto se le dado el nombre
de bloque de constitucionalidad (Uprimny, 2008), el cual, en el caso de México, se
verifica por remisión de la propia Constitución a su art. 1, en el que se determina que
todas las personas gozarán de los derechos humanos que se reconocen en ella y en
los tratados internacionales de los que sea parte. Es así como da pie a la integración
del conjunto de las normas de derechos humanos previstas en los tratados
internacionales, para que también sean rectoras del actuar de toda autoridad.
Destaca la obligatoriedad (por si tal ordinal no bastare) derivada del reconocimiento
de los tratados internacionales de los que forme parte como norma suprema, según
lo determina el art. 133 de la propia Carta Magna.
Así, el bloque de constitucionalidad se integra por lo que la
CPEUM
señala en materia
de derechos humanos (todo su Título I), las normas y alcances ordenados en los
tratados internacionales de los que sea parte y la jurisprudencia de la Corte IDH. No
sólo porque el Estado mexicano asumió la competencia contenciosa de dicha Corte
el 16 de diciembre de 1998, sino porque tal órgano internacional es el intérprete
68
primordial de las reglas de la Convención Americana sobre Derechos Humanos,
establece jurisprudencia al decidir en un caso determinado, y ofrece opiniones a las
consultas que cualquier Estado parte puede solicitarle, según previenen los arts. 64
y 67 del referido instrumento internacional (Sagüés, 2010). De este modo, si la Corte
IDH
es la que determina los alcances de la Convención, ineludiblemente su
interpretación debe tenerse presente en la apreciación de la misma. Así lo ha
expuesto la propia Corte
IDH
en un caso sometido a su conocimiento contra el
Estado mexicano:
[…] este Tribunal ha establecido en su jurisprudencia que es consciente de que los
jueces y tribunales internos están sujetos al imperio de la ley y, por ello, están
obligados a aplicar las disposiciones vigentes en el ordenamiento jurídico. Pero
cuando un Estado ha ratificado un tratado internacional como la Convención
Americana, sus jueces, como parte del aparato del Estado, también están sometidos
a ella […] En esta tarea, el Poder Judicial debe tener en cuenta no solamente el
tratado, sino también la interpretación que del mismo ha hecho la Corte
Interamericana, intérprete última de la Convención Americana (Corte IDH, Caso
Radilla Pacheco, párrafo 339).
Es así que las disposiciones de los tratados internacionales, las opiniones
consultivas
y
la
jurisprudencia
de
la
Corte
IDH
integran
el
bloque
de
constitucionalidad y son de observancia obligatoria para todo Estado, lo cual se
enfatiza cuando se ha reiterado en la solución de casos en los que México ha sido
parte, entre éstos el de Radilla arriba citado.
En consecuencia, la primacía de la Constitución, digamos escrita, se comparte con
las normas internacionales, esto es, se extiende a favor de la protección de los
derechos humanos (Herrerías, 2012). Y así es como las fuentes del derecho se
entienden ampliadas para toda autoridad estatal muy particularmente para quienes
desempeñan la función jurisdiccional, de tal manera que si hay algún derecho
humano precisado en el marco internacional y el ordenamiento interno (Constitución
escrita o leyes secundarias) no lo contempla, lo establezca de manera deficiente, o
69
señale reglas que lo contradigan, debe acatarse como parte del bloque de
constitucionalidad. Necesariamente deberá atenderse como norma suprema que es.
Tal sucede con el derecho a la verdad que la Corte
acceso a la justicia (Corte
IDH,
IDH
precisó como parte del
Caso de la masacre de Pueblo Bello, párrafo 219);
éste no se agota con el acceso a trámites de procedimiento interno (Corte IDH, Caso
La Cantuta, párrafo 66), por el contrario, los arts. 1.1, 8 y 25 de la Convención
protegen a la verdad en su conjunto (Corte
IDH,
Caso Almonacid Arellano, párrafo
150). Se evita de esa forma que el debido proceso se utilice como medio evasor
sacrificando justicia y legalidad por el formalismo y la impunidad (Corte
IDH,
Caso
Myrna Mack, párrafo 211). Ese derecho a la verdad que la Corte IDH destaca como el
derecho humano rector del proceso, se muestra en el art. 1 de la
CPEUM,
en función
del 1 de la Convención señalada. Es uno de los derechos que son parte del bloque
de constitucionalidad que el Estado mexicano debe acatar, abarcando en ello a los
jueces nacionales, los cuales, en su labor, habrán de regir su actuar durante un
proceso salvaguardándolo en su finalidad. Una cuestión que se resalta en el art. 20
de la CPEUM.
1.2. Control de convencionalidad
El bloque de constitucionalidad entonces se integra, entre otras normas, por las
referidas expresamente en la Constitución escrita y por las contenidas en los
tratados internacionales sobre derechos humanos de los que México sea parte; se
abarca así la jurisprudencia de la Corte
IDH,
lo cual, por la supremacía que
representa, debe acatarse por todas las autoridades estatales, pues el Estado
mexicano, una vez que suscribió un tratado internacional, deberá cumplir con las
obligaciones que éste impone, sin que pueda oponerle su ordenamiento interno, lo
que es acorde a los arts. 26 y 27 de la Convención de Viena. Por lo tanto, como
México suscribió la Convención Americana sobre Derechos Humanos lo que fue
aprobado por el Senado de la República el 18 de diciembre de 1980, y publicado en
el Diario Oficial de la Federación el 7 de mayo de 1981, en términos de los arts. 133
70
y 1 de la
CPEUM,
si la incumpliera se le podría imputar responsabilidad en el marco
internacional.
Dicha jurisprudencia aplica para el Estado mexicano en su integridad éste no puede
entenderse seccionado para ello, lo que involucra a todas las autoridades que lo
componen (García, 2011). De esta manera, todas estas instancias tienen que acatar
los deberes que contemplan los arts. 1.1 y 2 de la Convención, esto es, respetar los
derechos y libertades que reconoce, así como garantizar su libre y pleno ejercicio,
por actos legislativos o de otro carácter, con lo que México queda obligado a
armonizar su ordenamiento interno a la Convención para la generación del efecto útil
del mismo (Ibáñez, 2012), de donde deriva el llamado control de convencionalidad
como herramienta para ello.
Así, los actos legislativos, administrativos y judiciales deberán cuidar su acatamiento
de la
CPEUM
y del marco internacional, de tal manera que deberán franquear dos
vallas para ostentarse como válidos. Asimismo, dada la exigencia de compatibilidad
del ordenamiento interno con el internacional, se da pauta a una uniformidad
tendiente a un derecho común en la región (Sagüés, 2010), para lo cual el control de
convencionalidad es uno de los elementos idóneos. Conviene señalar que dicho
control se refiere a la confrontación entre los actos y normas internas nacionales con
el marco internacional, para verificar que los primeros son compatibles con el
segundo; de no ser así, lo que procede es que la norma nacional se adecue al marco
internacional.
Tal confrontación se realiza desde diversos puntos de vista. El primero es el de la
Corte
IDH.
Cabe aclarar que como este organismo fue el que originalmente tomaba
esa
responsabilidad,
se
llegó
a
señalar
un
control
concentrado
de
la
convencionalidad a raíz de los casos que se sometían a su conocimiento. No
obstante, debido a que el Estado es el obligado al cumplimiento de la Convención, la
Corte
IDH
terminó reconociendo y plasmando la obligación de que fueran las
autoridades judiciales nacionales las que llevaran a cabo el control de la
71
convencionalidad. Así se ha traslapado lo que en el derecho constitucional se
planteaba como control concentrado (los supuestos en los que sólo un órgano
determinado tenía la facultad de ejercer el control de la convencionalidad) y control
difuso de la Constitución, la cual, por otra parte, admite la posibilidad de que todos
los juzgadores cumplan ese desempeño, reconociéndose así que el control de
convencionalidad se entiende como difuso (Ferrer, 2010, en Corte IDH, Caso Cabrera
García, voto razonado, párrafo 22), debido a que era efectuado tanto por la Corte
IDH
como porque el orden interno tenía similar obligación, buscando al mismo tiempo la
compatibilidad de los marcos jurídicos nacional e internacional:
La Corte es consciente que los jueces y tribunales internos están sujetos al imperio
de la ley y, por ello, están obligados a aplicar las disposiciones vigentes en el
ordenamiento jurídico. Pero cuando un Estado ha ratificado un tratado internacional
como la Convención Americana, sus jueces, como parte del aparato del Estado,
también están sometidos a ella, lo que les obliga a velar porque los efectos de las
disposiciones de la Convención no se vean mermadas por la aplicación de leyes
contrarias a su objeto y fin, y que desde un inicio carecen de efectos jurídicos. En
otras palabras, el Poder Judicial debe ejercer una especie de “control de
convencionalidad” entre las normas jurídicas internas que aplican en los casos
concretos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Corte IDH, Caso
Almonacid Arellano y otros, párrafo 124).
Debido a ello existe un control de convencionalidad que se cumple en sede externa
o internacional, a cargo de la Corte
IDH,
y otro que se realiza en sede nacional por
parte del órgano jurisdiccional de cada Estado, y que la Corte
es de oficio (Corte
IDH,
IDH
ha precisado que
Caso Cabrera García y Montiel Flores, párrafos 225 y 226; y,
en el mismo sentido, Caso Radilla Pacheco, párrafo 339).
Sin embargo, en el ámbito interno, el control de convencionalidad se suscita de
diversas maneras, grados e intensidades, según explica Ferrer (2010), pues en
países que no admiten el control difuso de constitucionalidad, la intensidad en el
control de convencionalidad será menor ya que no todos los juzgadores podrán
ejercerlo y, en consecuencia, tampoco podrán aplicar una norma cuya contradicción
72
con el marco internacional sea insalvable, por lo que será otro órgano el facultado
para esa determinación. El control difuso de convencionalidad quedará entonces,
para los otros jueces, reducido a tratar de salvar la incompatibilidad por medio de
una interpretación más favorable para el efectivo goce y ejercicio de los derechos y
libertades fundamentales.
Por su parte, en los países que admiten plenamente el control difuso de la
constitucionalidad, la intensidad en el control es de un alcance intermedio y se
caracteriza porque cualquier juzgador posee la potestad para dejar de aplicar una
norma por contravenir la Constitución y el marco internacional, e incluso, en un
determinado momento, podrá alcanzar el grado de intensidad máximo de control de
convencionalidad reservado al más alto tribunal de control jurisdiccional, cuya
facultad derivada del control que ejerce puede llevar a declarar inválida la norma por
inconvencional (Ferrer, 2010, en Corte
IDH,
Caso Cabrera García, voto razonado,
párrafos 36-37).
En México, el control difuso de la convencionalidad se ha asimilado de manera
amplia, con lo que abarca los dos últimos supuestos, pues los tribunales de la
federación son los únicos que pueden declarar la inconstitucionalidad de una ley y,
con esto, la privación de sus efectos jurídicos. Sin embargo, en cuanto al control de
convencionalidad por parte de los jueces del orden común, ésta se acepta bajo el
enfoque intermedio, pues cuando dichos jueces analizan la compatibilidad de un
ordenamiento interno con el marco internacional de derechos humanos, se
encuentran facultados para dejar de aplicar la primera en el supuesto de que
contravenga el segundo, es decir, no pueden declarar inconstitucional una norma,
pero sí dejar de aplicarla en control de convencionalidad difuso, según ha
establecido la SCJN en su jurisprudencia:
[…] se concluye que en el sistema jurídico mexicano actual, los jueces nacionales
tanto federales como del orden común, están facultados para emitir pronunciamiento
en respeto y garantía de los derechos humanos reconocidos por la Constitución
Federal y por los tratados internacionales, con la limitante de que los jueces
73
nacionales, en los casos que se sometan a su consideración distintos de las vías
directas de control previstas en la Norma Fundamental, no podrán hacer declaratoria
de inconstitucionalidad de normas generales, pues únicamente los órganos
integrantes del
Poder
Judicial
de
la
Federación,
actuando
como
jueces
constitucionales, podrán declarar la inconstitucionalidad de una norma por no ser
conforme con la Constitución o los tratados internacionales, mientras que las demás
autoridades jurisdiccionales del Estado mexicano sólo podrán inaplicar la norma si
consideran que no es conforme a la Constitución Federal o a los tratados
internacionales en materia de derechos humanos (Tesis 1a/J. 18/2012).
Desde el enfoque de esta tesis, el control de convencionalidad debe entenderse
como difuso y oficioso por parte de todos los jueces nacionales. Así es como éstos,
en los casos de su conocimiento, pueden dejar de aplicar una ley o norma cuando se
contraponga al marco internacional de los derechos humanos, por lo que si la
legislación nacional, en la implementación de un nuevo sistema, establece
disposiciones que limitan al juzgador con relación al objeto del proceso, él deberá
dejar de aplicarlas. Es decir, en los casos y momentos concretos en que la verdad
como derecho humano se vea trastocada, el juez en cuestión deberá atender
necesariamente el marco internacional y la interpretación que la Corte
IDH
haya
establecido respecto de ciertos derechos humanos. Es así, que si ha determinado
que los derechos contenidos en los arts. 8.1, con relación al 1, y 25 de la
Convención, implican el derecho a la verdad, la labor del juzgador recaerá en la
confrontación de la norma nacional que limite su intervención a tal efecto, para no
aplicarla, y atender a tal interpretación y ordinales internacionales. En suma, no
puede omitir el riesgo de resolver avalando como legal una resolución que se base
en una falsedad cuya consecuencia sería condenar a un inocente o liberar a quien
cometió un delito. Si esto ocurriera, el Estado incumpliría con los deberes que le
impone el marco internacional.
74
1.3. Interpretación conforme
El control de convencionalidad reclama entonces un ejercicio de confrontación para
verificar que la normatividad nacional sea compatible con el orden internacional que
compone el bloque de constitucionalidad, lo que, de no ser así, llevará a la invalidez
de la norma (por los tribunales de la federación en México) o su inaplicabilidad (por
los jueces del orden común).
No obstante, esa confrontación no es necesariamente destructiva. En una visión
creativa del derecho, el aplicador de la ley puede advertir una interpretación que
garantice su conformidad con el bloque de constitucionalidad en torno a la protección
de los derechos humanos, tal como lo contempla el art. 1 de la
CPEUM.
Así, de
acuerdo al principio de buena fe de los actos del Estado sobre el cumplimiento de
sus obligaciones internacionales, se presume que la normatividad nacional no
pretende contradecir el marco internacional, por lo que la nulificación del acto (por el
órgano facultado para ello) e inaplicabilidad de la ley interna será la última opción
cuando la contradicción sea insalvable (Tesis 1a. CCCXL/2013). Es por ese medio
que se arriba al rescate de la norma mediante la interpretación para ubicar la que
sea conforme a la protección más amplia de los derechos de la personas (Sagüés,
2010), con el fin de “armonizar la normativa interna con la convencional, a través de
una ‘interpretación convencional’ de la norma nacional” (Ferrer, 2010, en Corte
IDH,
Caso Cabrera García, voto razonado, párrafo 35).
Es así que los jueces nacionales, al realizar el control de convencionalidad antes de
llegar a la nulidad de la ley en el contexto concreto que exige su aplicación, atentos a
la presunción de constitucionalidad y convencionalidad, deberán rescatar la armonía
del marco normativo usando la interpretación conforme. Esto es, que, en el marco
nacional, se buscará la interpretación más acorde con el contenido de la
Constitución, y con el marco internacional en materia de derechos humanos al que
se encuentre vinculado México, cuando en la norma nacional existan más de dos
interpretaciones, o cuando la ley genere dudas o sea ambigua. Es un modo de
75
salvar su convencionalidad, el mismo sentido en el que se ha pronunciado la
SCJN
en
diversos criterios de los que se transcribe el conducente:
[…] una ley no puede declararse nula cuando pueda interpretarse en consonancia
con la Constitución y con los tratados internacionales en materia de derechos
humanos, dada su presunción de constitucionalidad y convencionalidad. Esto es, tal
consonancia consiste en que la ley permite una interpretación compatible con los
contenidos de los referidos materiales normativos a partir de su delimitación
mediante los pronunciamientos de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y los
criterios ‒obligatorios cuando el Estado Mexicano fue parte y orientadores en el caso
contrario‒ de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Tesis 1a.
CCXIV/2013).
[…] La aplicación del principio de interpretación de la ley conforme […] exige del
órgano jurisdiccional optar por aquella de la que derive un resultado acorde al Texto
Supremo, en caso de que la norma secundaria sea oscura y admita dos o más
entendimientos posibles. Así, el Juez constitucional, en el despliegue y ejercicio del
control judicial de la ley, debe elegir, de ser posible, aquella interpretación mediante
la cual sea factible preservar la constitucionalidad de la norma impugnada […] (Tesis
2a./J. 176/2010).
Resulta, por lo tanto, que cuando en México se contempla una norma que
desconoce un derecho humano reconocido en el marco internacional de los
derechos humanos, o bien, lo alude sin explicitar su contenido, o contiene normas
que remiten a un derecho humano pero generan dudas en cuanto a su alcance, en
atención al bloque de constitucionalidad, la ley no se debe aplicar en el primer caso,
puesto que representa una contradicción clara y manifiesta (en consecuencia,
insalvable) del derecho reconocido internacionalmente. Esto sucede cuando se
niega la relevancia de la verdad como un derecho humano inherente al acceso a la
justicia, se opta por un procedimiento que lo limita ‒con lo que se amplía el riesgo de
un fallo basado en la falsedad de un hecho‒ y se ordena al juzgador la pasividad
plena, a pesar de que él tenga plena conciencia de dicho riesgo, lo que lo
76
obstaculiza, como parte del Estado, en el cumplimiento de su obligación de
garantizar la protección de tal derecho.
Y, en el segundo caso, si la norma secundaria admite la intervención del juzgador,
por ejemplo, interrogando a los testigos para aclaraciones con relación al objeto del
proceso, el juzgador deberá interpretar dicho supuesto normativo priorizando la
verdad o esclarecimiento del hecho como objeto procesal, según lo ha determinado
el art. 20 de la Constitución, en concordancia con lo previsto en el art. 17 en función
del 1 del mismo ordenamiento ‒el cual pide interpretar la norma conforme al marco
de los derechos humanos‒, y acorde al control de convencionalidad que
corresponde a los alcances de los arts. 1.1 y 8 de la Convención, además de lo que
la Corte
IDH
ha precisado al respecto. Esto es, que si el objeto del proceso es la
verdad, tal proceso no puede desarrollarse sino en función de ese objeto, pues no
basta el trámite de un proceso judicial para afirmar que el acceso a la justicia está
satisfecho, éste se integra además con el derecho a la verdad. Y como el Estado
(del cual el juez es parte integrante) se encuentra obligado a proteger los derechos
humanos, debe intervenir para ello. De todo esto se puede concluir que la facultad
de interrogar al testigo no se reduce a una aclaración, sino que su alcance debe
tender al objetivo del proceso (el esclarecimiento del hecho). De no ser así, se
incumpliría con el bloque de constitucionalidad.
2. OBLIGACIONES GENERALES DEL ESTADO, DERECHOS HUMANOS Y OBJETO DEL PROCESO:
RESPETAR Y GARANTIZAR
Precisado el bloque de constitucionalidad, resulta inconcuso que el Estado debe
respetar y garantizar los derechos humanos, según lo establece el art. 1 de la
Constitución mexicana, y se enfatiza en el 1.1 de la Convención donde se declara
que:
Los Estados Partes en esta Convención se comprometen a respetar los derechos y
libertades reconocidos en ella y a garantizar su libre y pleno ejercicio a toda persona
que esté sujeta a su jurisdicción, sin discriminación alguna por motivos de raza, color,
77
sexo, idioma, religión, opiniones políticas o de cualquier otra índole, origen nacional o
social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición social.
Entre los diversos deberes que, en relación con el marco internacional, el Estado
mexicano debe cumplir, se encuentra el de respetar. Este deber restringe las
acciones estatales en cuanto a que menoscabe el libre goce y ejercicio de los
derechos humanos, y lo obliga a impedir que terceros puedan hacerlo, obligación
que se ha definido como la de proteger, asegurar ese goce y ejercicio, garantizar, y
promover (Abramovich, 2006). Esto se complementa con el contenido del art. 2 de la
Convención, el cual determina la adopción del derecho interno, por el que se exige
que los derechos y libertades sean efectivos y reconocidos e incluso que de la
normatividad nacional se adecue si fuera necesario (Ibáñez, 2012). De ello conviene
resaltar lo que interesa al presente trabajo: los deberes de respetar y garantizar, y la
exigencia de adecuación. Estos deberes atañen al desarrollo procesal y a la
intervención del juzgador, en tanto que el proceso consiste en la búsqueda de la
verdad como derecho humano, y el marco de los deberes se reduce a lo que implica
aquel.
Pues bien, acorde al primer ordinal de la Convención, el Estado se encuentra
vinculado al bloque de constitucionalidad, el cual abarca el marco internacional de
los derechos humanos; en tal sentido, se encuentra obligado a no interferir o
menoscabar su goce y libre ejercicio; si esto no sucediera incurriría en
responsabilidad por incumplimiento, directa o inmediata si el acto violatorio proviene
de cualquier autoridad que sea parte del Estado. Pero si la obligación es la de
garantizar, entonces la responsabilidad puede ser tanto directa como indirecta, esto
es, si por garantizar se asume que el deber estatal consiste en asegurar
jurídicamente el libre y pleno ejercicio de los derechos humanos, es necesario que el
Estado organice sus estructuras para prevenir, investigar y sancionar toda violación
de aquellos (Corte
IDH,
Caso Velásquez Rodríguez, párrafo 166). Para cumplirlo, el
Estado debe establecer límites y facultades a particulares y a tribunales
(Abramovich, 2006), a fin de que que los derechos humanos no sean afectados por
otros particulares o por las autoridades estatales. Un requerimiento normativo para
78
atender esa obligación sería la de asegurar que tales violaciones obtuvieran el rango
de delito susceptible de sanción, y que el acceso a los tribunales garantice la
investigación, la identificación y sanción de los responsables (Corte
IDH,
Caso
Velásquez Rodríguez, párrafos 174, 175).
Otra medida que aseguraría el libre y pleno goce de los derechos humanos, sería la
definición de delitos que tutelan derechos humanos y la de los procedimientos
judiciales ante tribunales para su protección; si bien la Corte
IDH
se ha pronunciado
en el sentido de que:
La obligación de garantizar el libre y pleno ejercicio de los derechos humanos no se
agota con la existencia de un orden normativo dirigido a hacer posible el
cumplimiento de esta obligación, sino que comparta la necesidad de una conducta
gubernamental que asegure la existencia, en la realidad, de una eficaz garantía del
libre y pleno ejercicio de los derechos humanos (Corte IDH, Caso Velásquez
Rodríguez, párrafo 167).
Así, salta a la vista la relevancia de otra obligación condensada en el art. 2 de la
Convención, la cual se refiere a la adecuación del orden normativo nacional al marco
internacional. Como todo integrante del Estado debe respetar los derechos
humanos, el Legislativo no puede avalar leyes o normas que lleven directamente al
desconocimiento de alguno de aquellos. Por el contrario, esa legislación y
normatividad habrá de ajustarse a parámetros de respeto de los derechos humanos
en todos sus aspectos. No basta, por ejemplo, la regulación de la fundación de
tribunales como acceso a la jurisdicción; el respeto debe ir enfocado también a todos
los operadores. De nada serviría el plano legislativo si el órgano jurisdiccional se ve
limitado por la propia norma Debido a esto es que el Estado tiene que autolimitarse
para atender su obligación, de modo que todo su ámbito normativo debe guiarse por
el bloque de constitucionalidad, y pueda así implicar la Corte
IDH
en
[…] la adopción de medidas en dos vertientes, a saber: i) la supresión de las normas
y prácticas de cualquier naturaleza que entrañen violación a las garantías previstas
79
en la Convención o que desconozcan los derechos allí reconocidos u obstaculicen su
ejercicio, y ii) la expedición de normas y el desarrollo de prácticas conducentes a la
efectiva observancia de dichas garantías. El Tribunal ha entendido que la obligación
de la primera vertiente se incumple mientras la norma o práctica violatoria de la
Convención se mantenga en el ordenamiento jurídico, por ende, se satisface con la
modificación, la derogación, o de algún modo anulación, o la reforma de las normas o
prácticas que tengan esos alcances, según corresponda (Corte IDH, caso la Cantuta,
párrafo 172).
Tal deber, como los otros acotados, entraña que ninguna disposición del orden
interno podrá desconocer un derecho humano, pero, en correlación con ello, ante la
exigencia de garantizar, habrá de conducir la estructura normativa para que esos
derechos sean efectivos y reales para sus fines; es decir, que las violaciones a
derechos humanos sean previstas como hechos ilícitos con todo y sus
consecuencias de sanciones y reparaciones; y que no se limite otros subyacentes,
como el acceso a la justicia y el derecho a la verdad, ni que se afecte el deber de
garantía que le atañe al Estado respecto a investigar las violaciones, identificar a los
responsables y aplicar sanciones. Si el Estado no determina límites que obstaculicen
tales cometidos, incurrirá en responsabilidad.
Así, si el legislativo dicta normas procesales para limitar el esclarecimiento de los
hechos, ello provoca que el Estado falle en su obligación de manera directa, e
incluso indirecta, en la aplicación de la norma limitadora por parte de un juzgador
que la atienda. Cuando se amplía el riesgo de absolución de un particular que en la
realidad ha violado una norma a causa de una decisión que se soporte en un hecho
falso, el Estado adquiere responsabilidad sobre el hecho cometido por el particular,
lo que se justificaría por su falta de diligencia al prevenir la violación del derecho.
Sobre este punto la Corte IDH ha precisado que:
[…] en principio, es imputable al Estado toda violación a los derechos reconocidos
por la Convención cumplida por un acto del poder público o de personas que actúan
prevalidas de los poderes que ostentan por su carácter oficial. No obstante, no se
agotan allí las situaciones en las cuales un Estado está obligado a prevenir,
80
investigar y sancionar las violaciones a los derechos humanos, ni los supuestos en
que su responsabilidad se puede ver comprometida por efecto de una lesión a esos
derechos. En efecto, un hecho ilícito violatorio de los derechos humanos que
inicialmente no resulte imputable directamente a un Estado, por ejemplo, por ser obra
de un particular o por no haberse identificado al autor de la trasgresión, puede
acarrear la responsabilidad internacional del Estado, no por ese hecho en sí mismo,
sino por falta de la debida diligencia para prevenir la violación o para tratarla en los
términos requeridos por la Convención (Corte IDH, Caso Velásquez Rodríguez,
párrafo 172).
Adecuar entonces una norma nacional que desconozca u obstaculice el derecho a la
verdad durante un procedimiento judicial, quiere decir que debe ser derogada por el
Legislativo. En tanto que, en el ámbito judicial, en concordancia con el control de
convencionalidad ‒complementario al control constitucional, y de oficio, además de
eventual en contextos de impedimentos normativos para asegurar acceso a la
justicia (Ibáñez, 2012)‒, el juzgador tendría que atender al derecho a la verdad como
parámetro de su actuación; así, si este derecho es negado por la norma secundaria,
no la aplicará, pero si la norma la limita ‒como en el supuesto de negarle toda
posibilidad de intervención, por ejemplo de interrogar a los testigos ofrecidos por las
partes‒, el juzgador, en cumplimiento del deber que enmarca el respeto al derecho a
la verdad, podrá interrogar al testigo cuando el contexto se lo exige para tal finalidad.
Ahora bien, si el derecho a la verdad no estuviese contemplado como parámetro en
la administración de justicia, el deber de adecuación consistiría en que el Legislativo
estableciera expresamente tal objetivo; o bien, que el desarrollo de la regulación la
garantice. Mientras que, en el campo del juzgador, habrá de considerar el derecho a
la verdad como objeto, y actuar en torno a ello, por ser un derecho humano que
integra el bloque de constitucionalidad; misma circunstancia que se presentará
cuando la norma sea ambigua, como en el supuesto de que la norma contemplara
sólo la facultad de realizar preguntas aclaratorias, aunque, en este caso, el juzgador
atendería a una interpretación conforme al bloque de constitucionalidad.
81
Así, la estructura del Estado debe reflejar el marco de los derechos humanos, a fin
de fijar su respeto y eficaz garantía donde “la falta de adaptación de las normas y
comportamientos internos por parte de los poderes Legislativo y Judicial para hacer
efectivas dichas normas, determinan que el Estado viole dicho tratado” (Ibáñez,
2012: 105); y, con relación al derecho a la verdad, se vuelva patente para ser
congruentes con la exigencia de que el Estado proteja y garantice el goce y libre
ejercicio de los derechos humanos, de manera que, ante la afectación por
particulares sobre otros, la actuación estatal a través de su aparato judicial eluda
toda posibilidad de error que conduzca a la emisión de sentencias fraudulentas
perpetuando así la violación de un derecho por falta de diligencia.
3. LA
INTERVENCIÓN DEL JUZGADOR DE JUICIO ORAL: UNA EXIGENCIA DEL PROCESO
ACUSATORIO
3.1. Desde la perspectiva del esclarecimiento del hecho
Arriba ya quedó señalado que el art. 20 de la
CPEUM
determina que el objeto del
proceso es el esclarecimiento del hecho, y que éste conlleva el derecho a la verdad,
el cual, por su parte, impregna el derecho de acceso a la justicia, la protección del
inocente y la evitación de impunidad. Este planteamiento ha permitido introducir en
esta tesis una visión triangular del objeto del proceso en la que el derecho a la
verdad se transforma en el soporte principal, cuando la protección del inocente (que
supone la presunción de inocencia) y la evitación de impunidad perdieran su
vigencia porque la primera no fuera contemplada por el acceso a la justicia.
Sin embargo, debido a la estructura del sistema acusatorio, el juez de juicio oral no
interviene sino hasta dicha etapa, pues previamente lo hace el juez de control que
necesariamente debe ser distinto. Por esto el primero no puede incidir en las
pruebas que vayan a desahogarse. En este caso, de aceptarse una intervención
activa del juez de juicio oral, sólo tendría cabida hasta este momento, por lo que, en
relación al objeto del proceso, su aparición se daría durante el desahogo de las
82
pruebas, las cuales se incorporan mediante testimonios (de testigos propiamente
dichos, víctimas y peritos) originados en interrogatorios.
En este sentido, la exigencia de que el juez intervenga interrogando a quienes
comparecen en el juicio se fundamenta en la exigencia de cumplimiento del derecho
a la verdad que impregna el acceso a la justicia. Si no fuera de ese modo, se daría
oportunidad de que la decisión quedara soportada en un hecho falso, y que todo se
resolviera como una sentencia fraudulenta procurada.
Las dimensiones del riesgo señalado quedan a la vista si se considera que, frente a
una actitud pasiva del juez de juicio oral, son las partes las que dominan el escenario
judicial. Es por esto que la verdad como finalidad se vuelve irrelevante. Cabe
recordar, para reforzar este argumento, que las partes en contienda se rigen por su
versión particular de los hechos, la cual exponen como su propia teoría del caso; que
de esto derivan dos propuestas (la del acusador y la de la defensa) que se
pretenden como verdad, lo que en sí mismo es contrario a la propia verdad pues no
es factible que ésta exista dos veces: una definitivamente habrá de ser falsa.
Dicha situación se complejiza más debido a que las partes en contienda dominan el
marco probatorio que llega hasta el juicio oral, esto es, que monopolizan las pruebas
puesto que éstas dependen exclusivamente de ellos y de los medios con los que las
mismas se desahogan (sólo llegará como prueba lo que las partes quieran). Así,
como la actuación de las partes se guía por sus particulares intereses, podrán
ocultar pruebas relevantes para el esclarecimiento del hecho, manipular las
existentes, o fabricarlas. Pruebas todas que tenderían a apoyar su respectiva teoría
del caso (posiblemente falsa). De esta forma, si el juez sólo puede tener como
prueba lo que se desahoga en el juicio oral y se obstaculiza su intervención durante
esta fase, su decisión podría tener por cierto lo falso, o como falso lo verdadero. Un
hecho dañino para el proceso que tendría su origen en que estaría soportado por
pruebas manipuladas o fabricadas, por su ausencia cuando fueran ocultadas, o por
las que no se ofertaron a pesar de su relevancia para la finalidad procesal (que
evidentemente no es la misma que rige la conducta de las partes).
83
Lo anterior no deja dudas de que si el marco probatorio que ha de desahogarse en
juicio oral queda a expensas de las partes y de sus respectivos intereses, y dados
los riesgos que esto implica, el juzgador, llegado el caso concreto, debe interrogar a
los testigos presentados por aquellas, porque el derecho a la verdad que constituye
el objeto del proceso así se lo exige. Es la forma con la que evitaría errar en una
decisión cuya consecuencia sería la violación de derechos humanos (condenar a un
inocente o absolver a quien cometió un delito), y perpetuar con el error judicial
procurado la violación de los derechos afectados.
El juzgador no puede pasar por alto que la protección y garantía de los derechos
debe asumirlas como propias y de manera seria, que no puede dejarlas a la gestión
de los intereses de las partes (Corte
IDH,
Caso Bulacio, párrafo 112). Cuando esto
sucede, el acceso a la justicia se reduce al trámite de procesos internos y el
esclarecimiento de la violación de los derechos de las personas es irrelevante (Corte
IDH,
Caso la Cantuta, párrafo 66). En ese sentido, el juzgador debe tener presente
que, como parte del Estado, se encuentra obligado a una eficaz y real protección de
los derechos humanos, lo cual se cumple interrogando a los testigos para clarificar el
hecho cuando el contexto del propio desahogo así se lo exija, sea porque el testigo
pueda aportarle mayor información, sea porque verifica si el testigo falsea o no
hechos. Independientemente de la postura de las partes, el juzgador se debe
mantener como director del proceso ante riesgos que generen impunidad o frustren
la protección judicial de los derechos humanos a que él se obliga por ser parte del
Estado (Corte
IDH,
Caso Bulacio, párrafo 115, en el mismo sentido, Caso Myrna
Mack Chang, párrafo 210).
Como hemos visto, el derecho a la verdad se le considera parte del bloque de
constitucionalidad, por lo cual el Estado está obligado a su respeto irrestricto, es por
ello que el juzgador no puede asumir una postura pasiva durante el interrogatorio, y
que su deber consiste en respetar y garantizar el derecho. Cuando éste se
encuentra en riesgo, él se obliga a actuar. Si se limitara a ser un espectador estaría
obrando sin diligencia en su función; coadyuvaría a la violación del derecho si se
dictara una sentencia fraudulenta. Debe agregarse que no hay una norma procesal
84
que le impida interrogar, y que si eso pasara la obligación del juzgador será actuar
acorde al control de convencionalidad, con lo que dejaría de aplicar la norma que le
obstaculiza aplicar su deber protector. Misma circunstancia que habrá de repetirse si
la norma sólo estableciera la facultad de plantear preguntas aclaratorias; en este
caso, con el fin de salvar la convencionalidad de la misma, el juzgador tendrá que
interpretar conforme al marco constitucional y convencional, los cuales establecen
que el objeto del proceso es la verdad y el derecho humano como inherente del
acceso a la justicia.
3.2. En acatamiento a la obligación de garantizar la protección al inocente y evitar la
impunidad
El interrogatorio de testigos por parte del juez de juicio oral con base en el derecho a
la verdad lleva en sí mismo la neutralidad del derecho, su ayuno de cualquier
información lo deja libre de cualquier interés, en particular del que defiende cada una
de las partes; esto ya garantiza la protección al inocente y la evitación de la
impunidad. Pues si las partes se conducen ocultando elementos fundamentales,
manipulando versiones y datos, obstruyendo así un debido proceso o el
esclarecimiento del hecho, eso ya constituye en sí mismo una violación que afecta el
derecho de defensa del inculpado y el derecho a la verdad que lo impregna.
Por otro lado, si sólo llegan las pruebas que el fiscal quiere para apoyar una teoría
del caso, el juzgador, impelido por la exigencia de interrogar con base en el derecho
a la verdad, protege al inocente al usar tal facultad cuando el contexto de la
inmediación material le permite percatarse que es necesario explorar circunstancias
inadvertidas por las partes, a fin de sopesar su veracidad, lo que tal vez lo induzca a
la necesidad de absolver. La intervención del juzgador en un caso así confirma la
presunción de inocencia y que protegió al inocente. Sirva de ilustración un ejemplo
hipotético en el que todas las pruebas desahogadas hasta cierto punto del juicio no
dejan dudas de la condena, pues todos los testigos coinciden en reconocer a un
sujeto que iba en una motocicleta como el acusado de un homicidio. No obstante,
una vez que las partes concluyeron, pensemos que el juzgador solicita a cada
85
testigo la descripción de la vestimenta del sujeto que vieron de la cabeza hacia
abajo, y que la respuesta a este interrogatorio sea que todos afirman que el acusado
llevaba un casco. Y a la pregunta de “¿Cómo era ese casco?”, los testigos declaren
que cubría la cabeza y el rostro. Esta variante determinaría que lo que iba a ser una
condena terminara en absolución. No habría manera de reconocer al autor del hecho
ni de atribuirlo al sentenciado. El interrogatorio del juez de juicio oral, su intervención
activa en esta etapa del proceso habría cumplido con el propósito del
esclarecimiento del hecho con apego a la verdad.
En el mismo sentido, y tomando en consideración que el debido proceso conlleva
que el juzgador dirija el proceso con base en la verdad buscada, si interrogara al
testigo presentado por las partes, eso le permitiría, dada la inmediación material,
asegurar que el testigo fuera real y que la información que obtuviera fuera de
calidad; se trataría de la única posibilidad, acorde a la estructura del proceso
acusatorio, con que cuente para ello. Así se evitaría la impunidad, no porque el
juzgador asuma predisposición a favor de una de las partes (ello no es posible como
se apunta adelante), sino porque la verdad como derecho implica que el Estado se
encuentra obligado a buscarla.
Es así como el derecho a la verdad, bajo el cual el juzgador se ampara para
interrogar a los testigos, es neutral en torno a las partes; su guía sólo es el
esclarecimiento de los hechos, y como objetivo primordial debe mantenerse
independiente de aquellas y sus teorías del caso. El derecho a la verdad como
objeto procesal priva sobre cualquier regla que pretenda limitarle. El inocente no
espera que se le condene; el afectado en sus derechos por el autor de un hecho
delictivo no espera que el responsable se evada. Ell objetivo del proceso no
corresponde sólo a las partes, es también de la sociedad. La expectativa de unos y
de otros no es que el tribunal decida como justo lo falso, sino que haya respeto y
garantía del derecho violado y que se arribe a la verdad. Y no que por falta de
diligencia o conducta tolerante del Estado se mantenga en la incertidumbre de
manera permanente un derecho violado, pues como ha sostenido la Corte
86
IDH:
[…] Lo decisivo es dilucidar si una determinada violación a los derechos humanos
reconocidos por la Convención ha tenido lugar con el apoyo o la tolerancia del poder
público o si éste ha actuado de manera que la trasgresión se haya cumplido en
defecto de toda prevención o impunemente. En definitiva, de lo que se trata es de
determinar si la violación a los derechos humanos resulta de la inobservancia por
parte de un Estado de sus deberes de respetar y de garantizar dichos derechos, que
le impone el art. 1.1 de la Convención.
El Estado está, por otra parte, obligado a investigar toda situación en la que se hayan
violado los derechos humanos protegidos por la Convención. Si el aparato del Estado
actúa de modo que tal violación quede impune y no se restablezca, en cuanto sea
posible, a la víctima en la plenitud de sus derechos, puede afirmarse que ha
incumplido el deber de garantizar su libre y pleno ejercicio a las personas sujetas a
su jurisdicción. Lo mismo es válido cuando se tolere que los particulares o grupos de
ellos actúen libre o impunemente en menoscabo de los derechos humanos
reconocidos en la Convención (Corte IDH, Caso Velásquez Rodríguez, párrafos 173 y
176).
Es así que el interés del juzgador ajeno a los de las teorías del caso redunda en que
su fallo corresponda a la realidad de lo acontecido; no a la verdad sugerida, sino a la
verdad material que representa, a fin de cuentas, el objeto del proceso. Queda así
garantizado el respeto y protección del inocente y la evitación de la impunidad, lo
que representa, en su conjunto, las obligaciones del Estado ante el bloque de
constitucionalidad.
4. IMPARCIALIDAD DEL JUZGADOR AL INTERROGAR A TESTIGOS EN JUICIO ORAL
4.1. El juez es ajeno a los intereses particulares de las partes, desconoce el asunto
del que va a conocer
Como se acotó en el capítulo I del presente trabajo, la imparcialidad del juzgador es
uno de los principales bastiones del nuevo sistema de justicia penal, e implica la
87
exigencia de satisfacción en sus vertientes objetiva y subjetiva. Pues bien, con
relación a la facultad que se plantea para que el juzgador tenga una participación
activa interrogando a quienes comparecen en juicio oral como testigos, ello no
supone la afectación de la perspectiva subjetiva que la imparcialidad exige; la propia
estructura del proceso acusatorio lo descarta. Como no es sino hasta que el asunto
llega al conocimiento del juzgador que éste conoce a las partes y al hecho que
generó la contienda judicial, él se encuentra libre de prejuicios, de tal modo que no
es posible afirmar que tienda a una posición a favor de uno y en contra del otro
(fiscal, defensa o víctima). Hasta la audiencia de juicio oral es ajeno a los intereses
que intervienen en el procedimiento y, consecuentemente, mantiene su enfoque
totalmente neutral, al grado que no habría posibilidad de plantear el impedimento
(que signifique su excusa o recusación) de un juzgador, pues éste desconoce las
partes y ni siquiera sabe cuál es el conflicto entre ambos. No podría haber indicio de
esto. Virgen de todo conocimiento, el juzgador estaría en plena posición imparcial
para recibir y valorar las pruebas; su intervención en un interrogatorio quedaría al
margen de cualquier interés. Guiado sólo por el objeto del proceso, la franca relación
que debe guardar la veracidad de los hechos con la decisión como resultado estaría
garantizada y no se defraudarían ni la aplicación de la justicia ni los derechos
humanos.
En el mismo orden de ideas, tampoco podría plantearse que el interrogatorio de las
partes que emprenda el juzgador vulnera su imparcialidad y su visión objetiva. Esto
no es posible porque esta posición objetiva tiene su punto de comprensión en su
referencia con el aspecto subjetivo, esto es, que la conducta se tilda de sospechosa
con relación a alguno de los factores que envuelven a la segunda como que el
juzgador denotara un interés específico en el caso, prejuicios, vinculación con alguna
de las partes, predisposición en el fallo (por ejemplo, comentarios a favor o en contra
de una u otra parte), o interés económico. La facultad de interrogar no envuelve tales
factores y tampoco implica que para ello el juzgador se reúna en privado con alguna
de las partes. Antes, por el contrario, la exigencia de que el juzgador de juicio oral no
ha conocido de las audiencias previas (como juez de control) es un factor relevante
88
para desechar tal sospecha cuando el juez interrogue a los comparecientes. Como
ya se afirmó arriba, la estructura del proceso lo impide.
De ahí que, según el análisis presentado en el capítulo I de esta tesis, sobre la
imparcialidad y su clarificación a partir del art. 17 constitucional; la jurisprudencia de
la
SCJN;
el art. 14.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; el 8.1 de
la Convención; la Observación General núm. 32 del Comité de Derechos Humanos,
en su art. 21; los Principios de Bangalore sobre la Conducta Judicial, y de la Corte
IDH
(del cual se citó el caso Apitz Barbera vs. Venezuela), se converge en un
aspecto. Todos estos documentos destacan que la facultad de interrogar que aquí se
ha propuesto para el juzgador de juicio oral, no afecta el principio de imparcialidad,
por el contrario, como lo señala el reglamento de la propia Corte
IDH
en sus arts. 52,
núm. 1, y 58 (que contempla la facultad para interrogar a quienes comparecen en
audiencia), en este caso, el juzgador sólo atiende al objeto de proceso: a la verdad,
valor supremo que como derecho humano es inherente al acceso a la justicia, y cuya
búsqueda conlleva la exigencia de una actuación imparcial por parte del juzgador,
con todo lo que esto implica en el sentido de que esta figura forma parte de un
Estado.
4.2. El juez no aporta pruebas y desconoce las que se van a desahogar
Por la estructura del sistema acusatorio, prácticamente todo el marco probatorio
depende de las partes. Sólo ellas, de acuerdo a sus respectivos intereses, proponen
las pruebas que habrán de desahogarse durante el juicio oral; aun con el riesgo que
esto implica, el juez no puede ordenar el desahogo de pruebas distintas, incluso
tampoco puede obligar a las partes a desahogar las que, ofrecidas y admitidas, ya
no quieran desahogar en juicio. Por lo tanto, si únicamente puede tenerse como
prueba lo desahogado en juicio oral, la valoración que realizará el juzgador
redundará sólo en pruebas ofrecidas por las partes.
En ese sentido, debe resaltarse que el juez de juicio oral no se entromete en la
determinación de las pruebas que se desahogan en juicio, y que, garantizando el
89
principio de contradicción, las pruebas ofertadas se refutan por cada contraparte; la
intervención del juzgador, en caso de interrogar, sólo redundaría en las pruebas que
las partes hubieran ofrecido, sin añadir u ordenar otras. Así, queda claro que si la
finalidad, por la estructura del sistema acusatorio, pretende que con la inmediación
(formal, material) el juez perciba por sí mismo el desahogo del marco probatorio para
fundar mejor su decisión, y que lo que se extrae de los testigos sea información de
calidad real, si el juez interroga a los testigos, ello será fruto de la propia inmediación
que impera en el momento. De esta forma, la pregunta que fuera planteada por el
juzgador estaría guiada por la verdad que, como derecho humano, rige el proceso,
pues en el momento de su formulación respondería al contexto concreto de la
verdad buscada, lo que deriva, a su vez, en garantía de la finalidad que se asigna a
la prueba, esto es, que la información que el juez estaría recibiendo sería de calidad
y acorde al objeto del proceso.
Las preguntas que en su caso formule el juzgador redundarán en las pruebas
ofrecidas por las partes, él no introduce pruebas nuevas, el marco se mantiene y
sigue limitado a lo que las partes hubieran propuesto. Por esto no se puede decir
que haya parcialidad con tal actividad. Incluso, por la propia estructura del
acusatorio, llegado el juicio oral, el juzgador además de no tener conocimiento de las
partes ni del hecho, tampoco lo tendría de las pruebas en desahogo. De ahí que la
formulación de alguna pregunta deviene de la inmediación material, sin más
motivación que el objeto del proceso, el cumplimiento en la garantía y protección de
la verdad que impregna el acceso a la justicia, y el que la resolución que finalmente
se dicte tenga por base tal derecho y se descarte el error judicial.
4.3. La intervención interrogatoria del juez de juicio oral y el principio de
interdependencia entre los derechos del debido proceso
Ya se ha dicho que la Corte IDH consideró que el derecho a la verdad forma parte del
acceso a la justicia, y que se encuentra protegido en su conjunto por los arts. 1.1, 8.1
y 25 de la Convención, por lo que no es factible sostener que se cumple con la
protección de los derechos humanos con el mero trámite de procesos internos. En
90
todo caso, por lo menos deberán estar guiados por ese parámetro para no
degenerar en sentencias fraudulentas que lleguen al grado de, con relación a las
reglas que enmarcan el trámite procesal, exigir que los juzgadores dirijan y encaucen
el proceso sacrificando la justicia y el debido proceso para atender un formalismo
que genere impunidad. Debe privar, más bien, la exigencia de justicia, los derechos
de las víctimas y el espíritu de la Convención, lo que denota la obligatoriedad del
juzgador de actuar en proceso para no defraudar las expectativas que la sociedad se
ha hecho de ello, y que no debe existir incumplimiento por parte del Estado en su
obligación de proteger los derechos humanos.
Cuando se afectan los derechos de las personas, salta a la vista, como vía
garantizadora y de protección, otro derecho humano: el de acceso a los tribunales; lo
que en México se satisface de acuerdo al art. 17 de la Constitución. Sin embargo, la
exigencia no se satisface con su sola existencia. Para que el ordenamiento sea
cumplido, la actuación de los tribunales debe orientarse a una real y efectiva
protección, lo que se logra cuando el parámetro es la verdad como objetivo
primordial de tal acceso. La neutralidad de la misma conlleva en sí la garantía de los
demás derechos en el proceso judicial.
De este modo se revela la amplia vinculación que el derecho a la verdad mantiene
con todos los derechos de una persona. Es decir, que todo derecho que fuera
afectado requerirá de la búsqueda de la verdad a través del proceso judicial para
exigir su respeto y protección. Si la expectativa de quien sufrió una afectación por un
particular es la de que el responsable sea identificado y sancionado, el derecho a la
verdad se vincula de inmediato con tal expectativa, considerando que no se pretende
que el sistema judicial sancione a quien no cometió un hecho delictivo, sino que ello
ocurra con el verdadero responsable.
Esta misma vinculación de la verdad opera con la presunción de inocencia. El
inocente espera que la realidad impere, participa ante el poder judicial en el
entendido de que, al seguir el objeto procesal, su estado de inocente prevalecerá y
que no podrá ser desvirtuado. Entender lo contrario llevaría al absurdo de que el
91
sistema judicial es un simple trámite o un juego de reglas, donde basta con seguir la
ideología de un juego donde la calidad del resultado no interesa en forma alguna. En
otras palabras, que se libere a quienes cometieron delitos o se condene al inocente y
se asuma, además, como válida una decisión así, emitida sólo porque se cumplió un
trámite. Sería el absurdo de que el inocente se conformara y aceptara la condena
que acoge el hecho falso (culpabilidad de un hecho) como si fuera justo sólo porque
habría seguido el trámite procesal, o que la persona afectada por un delito acude a
los tribunales con la expectativa de una resolución sin que le interesara que fuera
injusta, y que el trámite fue o puede ser usado como medio evasor de
responsabilidad por la posibilidad de ocultamiento, manipulación o fabricación de
pruebas.
Claro está que lo descrito no sería compatible con la obligación estatal de proteger
los derechos humanos, pues si éstos han sido vulnerados, la decisión basada en un
hecho falso, por más legal que se le quiera ostentar por haber seguido ciertas reglas,
no borrará la afectación, ni que el Estado no ha cumplido con la exigencia de
protección. Habrá una decisión judicial, pero la afectación del derecho se seguirá
esperando la protección. Consecuentemente, aun con tal resolución judicial, el
Estado habrá incumplido con el marco constitucional y el internacional, pues sin
verdad no hay protección efectiva de derechos humanos, ni puede aducirse un
debido proceso, a menos que se pretenda que lo justo de una decisión judicial es
intrascendente.
92
Conclusiones
Con la reforma constitucional publicada el 18 de junio de 2008, se creó el llamado
sistema acusatorio en México, sin embargo, como se ha demostrado a lo largo de
esta tesis, la administración de justicia que ese sistema implica aún debe ajustarse al
marco internacional de los derechos humanos e incorporar a la verdad como un
derecho inherente del acceso a la justicia y al debido proceso.
Estos dos últimos aspectos no se satisfacen cuando se pretende eliminar toda
intervención del juez de juicio oral y se deja el desarrollo del proceso bajo el
monopolio absoluto de las partes (acusador y defensa). Con estas circunstancias se
dan grandes riesgos de error judicial, pues al dejar las pruebas dependiendo de las
partes se da margen al ocultamiento de otras que pudieran ser relevantes, a la
manipulación de las existentes, o a la fabricación de las mismas; un conjunto de
hechos que sólo reflejaría los particulares intereses de las partes, de sus teorías del
caso y sus versiones que pretenden como verdad. De este modo, en lugar de
priorizar el real objeto del proceso, se daría preponderancia a una verdad sugerida
que no se corresponde con la realidad. Así, el marco judicial degeneraría en meros
trámites procesales donde la calidad de las decisiones resultaría irrelevante y se
abriría el camino para condenar inocentes y generar impunidad.
Aceptar tal monopolio significa vulnerar la Constitución, la cual contempla que el
objeto del proceso es la verdad, seguida de la protección al inocente y la evitación
de impunidad, aspectos que el marco internacional también ha considerado. Así lo
demuestra la jurisprudencia de la Corte
IDH,
la cual ha fijado que el derecho a la
verdad es inherente del acceso a la justicia y al debido proceso, y la ha enmarcado
dentro de los derechos contemplados en los arts. 8 y 25, en función del 1 de la
Convención Americana sobre Derechos Humanos. Con estas premisas es claro que
el establecimiento de la verdad no se deja a la mera gestión de los intereses
particulares de las partes e incorpora la exigencia de considerar que la
administración de la justicia no se satisface con trámites y procesos judiciales, y que
éstos deben estar guiados por la consecución de la verdad como garantía de
93
protección de los derechos de las personas. El primer obligado directo de todo esto
sería el Estado y, por lo tanto, el juzgador, puesto que él forma parte de las
estructuras estatales. El juzgador entonces debe asumir el carácter real de director
del proceso evitando que se empañe su cometido. Sólo así se cumpliría con la
obligación de respetar y garantizar el libre goce y ejercicio de los derechos humanos.
Por ello, aun cuando la única posibilidad de intervención del juez de juicio oral se da
durante el desarrollo de esta etapa ‒lo que se debe a la estructura del sistema
acusatorio‒, y dada la relevancia de la inmediación por la que él presenciaría el
desahogo probatorio, resulta exigible que, en acatamiento a la verdad como su
directriz, tenga el juzgador la posibilidad de interrogar a los testigos pues el propio
contexto dado por la inmediación lo sugiere para el esclarecimiento del hecho. Por la
obligación que ello representa, él sabe que su función al decidir en sentencia es la
protección de los derechos. Justo la expectativa de aquel que fue afectado en sus
derechos, la misma que los afectados tienen respecto de la protección y garantía. El
inocente no espera ser condenado, y la víctima de un delito no espera que un fallo
procurado perpetúe la violación de su derecho, ni tampoco se espera que ella asuma
como justos los resultados sólo porque se siguieron las reglas procesales como si se
tratara de las reglas aceptadas de un juego.
Tal facultad no puede limitarse por el ordenamiento interno. Cuando así suceda,
habrá de tenerse presente el bloque de constitucionalidad, por el cual ese
ordenamiento queda vinculado y puede contemplarse el derecho a la verdad, y con
base en esto, a través del control de convencionalidad, deberá dejar de aplicar la
norma que le impide atender su cometido. O, en todo caso, interpretar la norma que
sea conforme y que garantiza el respeto al derecho humano relativo.
Así, el presente trabajo destaca que el derecho a la verdad debe regir el desarrollo
del proceso judicial, y que éste corresponde a una visión triangular en la que ese
derecho es el soporte principal, además de la protección al inocente (presunción de
inocencia), y la evitación de impunidad. Sólo con la verdad como fundamento podrá
garantizarse que no se condene a inocentes ni se genere impunidad. La obligación
94
estatal consiste en protegerla; para ello debe exigir que el juzgador de juicio oral la
busque interrogando a los testigos durante esta fase. Un papel pasivo del juez
durante esta etapa llevaría a sentencias fraudulentas y a un alto riesgo de error
judicial. La conducta activa del juez, se puede concluir, es determinante para
alcanzar la finalidad última del sistema de justicia: el derecho a la verdad como tal.
Consideramos igualmente, como se ha evidenciado que la propuesta presentada no
atenta contra la esencia del sistema acusatorio, sino por el contrario, respetando
precisamente los principios que le atañen, y en particular la imparcialidad y el
principio de contradicción se ven respetados en su confrontación con el marco
internacional, lo cual resalta si se toma en cuenta que tal intervención se verificaría
únicamente durante el desarrollo del juicio oral, sin aportar elementos de prueba,
pues la labor interrogadora se daría sobre los propios medios ofertados y admitidos
a las partes procesales, de tal suerte que si la finalidad de su aporte es proporcionar
información de calidad al juzgador para decidir, la labor activa únicamente implicaría
la corroboración de la finalidad buscada por los propios interesados.
95
Bibliografía
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Humanos 2006, núm. 02, Centro
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Tesis 1a./J. 18/2012 (10a.). CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD Y DE
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Tesis: 1a. CCXLIX/2011 (9a.). SISTEMA PROCESAL PENAL ACUSATORIO Y
ORAL. SE SUSTENTA EN EL PRINCIPIO DE CONTRADICCIÓN. Semanario
Judicial de la Federación y su Gaceta. Localización: libro VI, marzo de 2012,
tomo 1, materia penal, p. 292. Derivada de la contradicción de tesis 412/2010.
Con la nota de que tal tesis no constituye jurisprudencia, ya que no resuelve
el tema de la contradicción planteada.
Tesis 1a. I/2012 (10a.). PRESUNCIÓN DE INOCENCIA. EL PRINCIPIO RELATIVO
ESTÁ CONSIGNADO EXPRESAMENTE EN LA CONSTITUCIÓN POLÍTICA
DE LOS ESTADOS UNIDOS MEXICANOS, A PARTIR DE LA REFORMA
PUBLICADA EN EL DIARIO OFICIAL DE LA FEDERACIÓN EL 18 DE JUNIO
DE 2008. Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta. Localización: libro
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Tesis 1a. CCCXL/2013 (10a.). INTERPRETACIÓN CONFORME. NATURALEZA Y
ALCANCES A LA LUZ DEL PRINCIPIO PRO PERSONA. Gaceta del
Semanario Judicial de la Federación. Localización en publicación del 13 de
diciembre de 2013. Materia constitucional, p. 530.
Tesis 1a. CCXIV/2013 (10a.). DERECHOS HUMANOS. INTERPRETACIÓN
CONFORME, PREVISTA EN EL ARTÍCULO 1o. DE LA CONSTITUCIÓN
POLÍTICA DE LOS ESTADOS UNIDOS MEXICANOS, registro 2003974.
Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta: Localización: libro XXII, julio
de 2013, tomo 1, materia constitucional, p. 556.
Tesis 1a./J. 11/2014 (10a.). DERECHO AL DEBIDO PROCESO. SU CONTENIDO,
registro: 2005716, gaceta del Semanario Judicial de la Federación, libro 3,
febrero de 2014, tomo I, materia constitucional, p. 396.
104
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