Furtivos

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BÁSICOS
FILMOTECA
CINE ESPAÑOL
(1930 – 1980)
FURTIVOS
José Luis Borau. 1975
Sesión 19 / Jueves 10 de abril de 2014
Presentación y coloquio a cargo de Carlos F. Heredero,
director de la revista Caimán Cuadernos de Cine.
FURTIVOS
CUANDO EL REALISMO ENGENDRA LA METÁFORA
El cine español ha recurrido con frecuencia a los escenarios
rurales como ámbito de todo tipo de relatos, desde la amable y
despreocupada visión costumbrista hasta un realismo social que no
olvidaba cierta mirada crítica. Sin embargo, muy pocas películas
en esa tradición ofrecen tantos matices, tantas capas como
Furtivos. Rodada cuando la dictadura franquista ya agonizaba,
la cinta ha quedado como un testimonio de primera mano de un
cine que se veía obligado a hablar a medias para contar verdades:
ese bosque umbrío, esos personajes atrapados en una civilización
atrasada, ese abismo que se abre entre diversas clases sociales
no dejan de ser certeros retratos de una España que seguía
amordazada y luchaba por zafarse de una represión que se sentía
ya ancestral. Pero la película de José Luis Borau es mucho más
que eso, ya que ese microcosmos bárbaro y primitivo es también
el escenario de un conflicto que puede ser trascendido hacia lo
trágico y lo mitológico. Un universo tumultuoso que es filmado con
sorprendente rigor y austeridad, con la precisión de un cineasta
que observa a sus criaturas sin juzgarlas y que se mueve siempre
en un delicado equilibrio entre el tremendismo de sus propuesta y
la elegancia a la hora de ponerla en escena.
Franco (sí, sí, el mismísimo Franco) había dicho que, bajo su
tutela, España era un bosque en paz. Y aquella frase resonaba
todavía en la cabeza de muchísimos españoles cuando, desde el
ocho se septiembre de 1975, reciente todavía la Concha de Oro
ganada por el film en el Festival de San Sebastián, se encontraron
en los cines ante las percutientes imágenes de Furtivos, con las
que Manuel Gutiérrez Aragón y José Luis Borau –autores ambos
del guion– contaban una historia deliberadamente situada en un
hermoso bosque castellano bajo cuya idílica y pacífica apariencia
hervía un torbellino de irracionalismo, corrupción institucional y
barbarie atávica.
ROBERTO CUETO, en la Introducción a Roberto Cueto (ed.):
Furtivos de José Luis Borau. Valencia: IVAC, 2012.
Era del todo inevitable, por tanto, que la avasalladora irrupción
de Furtivos en el cine español del tardofranquismo –cuando solo
faltaban poco más de dos meses para la muerte del dictador–
fuera ‘leída’ por aquellos días en clave metafórica. Metafóricas
eran también (o metafóricamente se ‘leían’), al fin y al cabo,
películas como El jardín de las delicias, Ana y los lobos (Saura), El
espíritu de la colmena (Erice), El desencanto (Chávarri), Camada
negra (Gutiérrez Aragón) o Las truchas (García Sánchez), algunas
anteriores y otras posteriores al film de Borau. Y metafórica era,
claro está, la lectura de la película que se impuso en aquella
época: el engañoso bosque del franquismo ocultaba, según esa
interpretación, todo tipo de violencias, perversiones y crueldades.
Sus autores conocían y trabajaron esa dimensión que anidaba
en las imágenes del film, por supuesto, pero Borau dijo siempre
que a él, personalmente, le horrorizaba el arte simbolista: “una
cosa es que fuéramos conscientes de aquella reflexión, como
efectivamente lo éramos, y otra muy distinta que construyéramos
los personajes y las situaciones para que simbolizaron esto o
aquello [...] No pretendíamos que los protagonistas se redujeran
a representar una función determinada. Lo ideal sería, para mí,
que mis películas fueran tan ajustadas, tan representativas y tan
ricas como para que los personajes y las situaciones devinieran
simbólicos por añadidura, pero no tenía intención alguna de
utilizar símbolos de manera directa o premeditada”.
De hecho, una de las más perturbadoras dimensiones de este film
capaz de integrar en feliz armonía y bajo una tensa transparencia
formal de estirpe ‘langiana’ (de Fritz) el tremendismo de Cela, el
feísmo solanesco y las pinturas negras de Goya (recuérdese la imagen
de Saturno devorando a su hijo; a la sazón, una de las fuentes
seminales de la historia, en lo que concierne a las relaciones entre
Martina/Lola Gaos y su hijo Ángel/Ovidi Montllor) es, precisamente,
su condición de musculoso relato en prosa narrativa y realista. Surgía
así una película hecha –como acertadamente dijo en su día José
María Carreño– de imágenes que “son realistas pero sin caer en el
caligrafismo descriptivo propio de una concepción naturalista del
lenguaje visual”, pues “Borau describe mientras narra, integrando
los datos ambientales en el proceso dramático, enriqueciéndolo
sin cargarlo de literatura, profundizando en lo que se cuenta sin
detenerse en concesiones explicativas”.
Prosa realista, por tanto, que hoy en día puede ser leída y
asimilada como tal sin necesidad alguna de invocar o traer a
colación aquella dimensión metafórica. Vigorosa y estilizada prosa
en la que se dan la mano las hondas raíces culturales y biográficas
que aporta Gutiérrez Aragón, su particular universo imaginario
(sus vivencias infantiles en los bosques del Saja, las historias de
los alimañeros, los mitos cántabros...) y la escritura tersa, seca
y despojada, de planificación cerrada y cortante, intensamente
física y dramática que caracteriza el estilo y la puesta en escena
de Borau. Hay que volver hoy de nuevo a Furtivos (que ofrece una
incesante lección de cine) y, si se puede, ver a continuación Leo
(2000), película-espejo de la anterior y cierre final de la obra de
Borau, en la que aquel imprescindible cineasta radiografiaba –con
idéntica energía visual y moral– el subsuelo más inquietante y
perturbador de la España que entraba en el nuevo siglo ocultando
la explotación clandestina de la emigración.
CARLOS F. HEREDERO, en Caimán Cuadernos de Cine, nº 26, abril
2014.
FURTIVOS O LA LOBA MADRE
El cine español tiene muchas películas muertas. De Furtivos, sin
embargo, está vivo hasta el cartel de Iván Zulueta, el de la mujer
lobo que hinca las zarpas en los hombros del hijo furtivo, ardiendo
en colores. Ella, monumental y mítica como una Grea sin ojos,
siempre me ha parecido una loba aunque no lo es, es una fuerza
de la naturaleza, ciega, de fuerte musculatura, medio desnuda con
la camisa de la escena de la seducción del hijo, las zarpas sobre
los hombros de su hijo.
El cartel del excelente cartelista Zulueta, es una síntesis perfecta
de la película, coronada por un personaje que es al mismo tiempo
un símbolo y un emblema misógino como la totalidad de otro
póster de película de Borau: el de La Sabina (1979). Es de un
realismo contrario al neorrealismo. El realismo español de Goya,
Velázquez, Ribera. Más allá sólo está el surrealismo por encima y
por debajo (psicoanálisis, atavismo).
Manuel Gutiérrez Aragón dijo que si la película fuese suya, habría
acentuado el aire de fábula. Y frecuentemente se recurre a esta
comparación incluso por el propio Borau. Pero no, es mucho más:
es una mezcla rara de realidad e imaginario.
No es la puesta en escena de un análisis, sino un asomarse al
interior aferrándose fuertemente a los bordes de la realidad más
auténtica: la de la naturaleza, de animales y salvajes. Me refiero a
lo que Bartra llama “salvaje europeo”, que está en nuestra cultura
desde los griegos y es un habitante de los bosques, anómico,
tímido, casi afásico, a veces caníbal, huidizo, en la frontera: homo
sylvestris medieval, hombre lobo del siglo XVI, serrana, bruja,
sacamantecas, cazador furtivo, maquis imaginario.
Pero más que el puro salvaje Ángel, es la figura de Martina (Lola
Gaos, Valencia, 1921-1993) la que me interesa de esta película,
en gran medida por lo torpemente que se la ha tratado por parte
de la crítica, que se ha cebado en ella como tirana y harpía,
cuando la película no dice eso ni Borau tampoco. Borau escogió
a Lola Gaos por su rostro, porque para él lo importante de un
actor es que pueda encarnar al personaje, no cómo lo interprete,
y ella era perfecta de cara y cuerpo (como había demostrado en
Tristana [Luis Buñuel, 1970] en el papel de Saturna). La única
de la película –junto con el mismo Borau– que se hacía ver, del
mismo modo que El Cuqui no se veía aunque llevara cazadora
roja. También Ovidi Montllor y el mismo Borau como Gobernador
encarnan perfectamente esta historia de horror cotidiano. No así el
cura y la joven, que cumplen con sus papeles con dignidad, pero
sin carisma. Un carisma que se derrama sobre los secundarios del
monte maravillosamente, aunque solo sean capotes y fusiles (y
excelentes frases de diálogo). Y en Martina, increíble configuración
de su frente y de la línea del cabello, que traza un pico bestial. Es,
sin embargo, muy humana, como las criaturas de la isla del Doctor
Moreau de H.G. Wells. El bosque es en realidad una isla imaginaria
de híbridos o de dobles. Cada personaje tiene su animal: la perra
Canelo de Martina que por momentos se vuelve loba, porque es
buena, activa pero también feroz si la maltratan, y no digamos
si otra bestia invade su territorio; el gamo, del Gobernador, todo
altanería, cuernos y fatuidad –pero enigma vacuo si su detentador
es el ánimo de Ángel– los venados de los cazadores y guardas,
con las testas cercenadas chorreando abyectamente sangre; cerda
trufera de la mujer de Ángel, que hoza inocente en el humus en
busca del preciado tubérculo que nunca será para ella, porque de
ella se aprovecha todo, como del cerdo.
Martina es loba sin dejar de ser mujer. La bata guateada grisácea
rameada parece haber nacido con ella –como así ha sido– y con
el pañuelo a la cabeza y las medias negras de lana forman un
conjunto iconográfico, una manera de ser. Olemos su olor, en el
que predomina la leña quemada y el guisote, y alrededor el tufo
del coñac barato, con el que ella empina el codo continuamente
con gracia. Es una mujer de pueblo de su tiempo, una buena moza
dice el armero, que tal vez la vio por última vez en tiempos de Mari
Castaña.
¿De qué habla la película? De España hasta las cachas (según
quería Borau para borrar el extranjerismo de Hay que matar a B.
[1975]), del animal y el hombre, del salvajismo rural, de la miseria
política del franquismo moribundo (“por ser vos quien sois”, dice
el guarda), y de la mujer, croce e delicia siempre.
También habla de la mujer La Sabina, pero está más muerta, es
epocal, es extranjera, es peliculera, es romántica, es misógina.
Es falsa: trío de amantes frente al vigoroso trío edípico de
Furtivos. Dragona de la sierra que goza y devora a los hombres sin
distinción, frente a comadre que desea conservar a su hijo para sí,
como todas.
Salvajismo ancestral, edípico, rural y montaraz, silencioso
e invisible (en elipsis), frente a crueldad sin sustancia pero
terrorífica de las cabezas decapitadas de los trofeos que se llevan
los cazadores a la ciudad para adornar las paredes. La más
humana es la loba Martina. Tiene la tristeza del franquismo y su
ferocidad. Huraña como una alimaña pero también cariñosa con
sus hijos, tan cariñosa que resulta inquietante, loba nutricia, que
alimenta constantemente con carne y sangre a los que están en
su madriguera, mantenida con su calor. Desprecia con humor a
los hombres, desde el gobernador civil hasta el hijo, aunque los
quiera. Ha criado a dos hijos como la loba Luperca de Rómulo
y Remo, uno fracasado (Ángel, Remo), sombrío y taciturno; otro
infantil (Gobernador, Rómulo), bobalicón y gruñón, cazador de
opereta muy imbuido de su autoridad, aunque no sepa ejercerla.
La más viva es Lola Gaos, Martina, con su cara de loba, su voz
ronca, su bata guateada, su botella de coñac barato. Ella es la
loba que quiere a sus dos hijos, Rómulo y Remo. Y una mujer de
pueblo como cualquiera, realista. No es una mujer arisca y mala
como dicen los críticos malos y ariscos, sino una hembra que
bebe coñac a gollete y se enreda en ternuras naturales o de su
invención y acaba matando y siendo muerta con total inocencia
en un mundo tan salvaje como el de la ciudad franquista, un
mundo de paz como dice el cínico del Gobernador. Salvajismo del
monte sin normas: todos son furtivos que esconden sus objetos en
la hojarasca: trampas, presas, cadáveres. “Algo saldrá”, dice un
guarda.
Martina es hombruna, bebe, juega a las cartas con los guardas.
La respetan. Hasta El Cuqui la respeta (¡Estará leches!). Es uno
de los personajes femeninos más bellos del cine español. Con su
moral, su humor, su valentía. La joven es mucho más siniestra,
inconsciente y zorrona, sin moral, una superviviente. Eso, si el
papel estuviera bien interpretado. Matar a las lobas es el lema del
tremendismo idiota, el de la iglesia, chirriante. El cura mediando
en la piel de loba. Y algunos más errores de guión a dos manos: El
Cuqui en el correccional con las chicas desnudas es increíble; y lo
mismo cabe decir del striptease de Milagros en el bosque.
Las escenas más violentas de la película, más que las muertes,
son las agresiones a la madre, cuando la echa de su cama y la
obliga a confesarse. En ambas hay religiosidad: ella reza antes de
acostarse; y no se rebela ante la confesión antes de morir. Él, sin
embargo, lo hace por egoísmo y venganza.
Es también una metáfora importante la muerte de los animales.
Sólo se ve morir a los animales, y aun estos como sustitutos de los
humanos: la loba ferozmente a manos de Martina como sustituto
de la joven tras el episodio de la cama. Resulta terrorífico, en el
agua sucia, con la cadena y el palo. El ciervo a manos de Ángel
como sustituto de Martina (pero en realidad de la figura paterna: el
gobernador) tras darse cuenta de que ésta ha matado a la joven.
PILAR PEDRAZA, en Roberto Cueto (ed.): Furtivos de José Luis
Borau. Valencia: IVAC, 2012.
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