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Dos problemas fundamentales de la filosofía del conocimiento
Edgar Maraguat
5.2.2016
Prólogo
Este libro tiene origen en varios cursos sobre Teoría del Conocimiento que impartí
en la Universitat de València entre el año 2009 y el año 2015. La demanda de mis
estudiantes y una necesidad objetiva que se impuso paulatinamente me llevaron a
convertir esas clases en introducciones a la filosofía contemporánea del
conocimiento de contenido fundamentalmente histórico. La experiencia de esos
años ha hecho que, hoy por hoy, prefiera impartir cursos introductorios de
filosofía sobre ese y otros asuntos con ese tipo de contenido, al tiempo que ha
reafirmado en mí la persuasión de que la filosofía de cualquier época –incluyendo
la nuestra– no se deja descifrar si no se mantiene a la vista su historia, una historia
que brota de las obras legadas por Platón y Aristóteles. Los propios Platón y
Aristóteles fueron ya de la opinión de que sus juicios sobre los temas más diversos
se tenían que comprender, se podían comprender en absoluto, por comparación
con los de sus predecesores y, a decir verdad, creo que nadie puede ser cabalmente
iniciado en saber alguno si no es por medio del conocimiento de cómo se han
gestado las convicciones contemporáneas en el dominio correspondiente. Esto es
algo que, en mi opinión, no vale exclusivamente para la filosofía de cualquier
estirpe. Yo defendería que vale de la misma manera para todas las artes y para todas
las ciencias, sean éstas naturales, sean, como hoy se las llama, ‘humanas’.
Como consecuencia de esa experiencia y de las reflexiones metodológicas a
que dio pie, la ambición de esta introducción viene a ser doble: a la vez que
presento, siguiendo un hilo conductor único y simple, la historia de la filosofía del
conocimiento, trato de demostrar en qué sentido preciso hay en esa historia
continuidad y cambio (si se me permite expresarlo en estos toscos términos). A mi
juicio, no puede decirse que la filosofía se ha ocupado siempre, durante más de dos
milenios, de los mismos viejos asuntos, insinuando con ello que, hablando
estrictamente, no ha habido y que, quizás, no puede haber avance en su
contestación, es decir, que hay en su historia sobre todo continuidad y los cambios
de parecer y criterio son superficiales. Pero tampoco es creíble que cada época
engendra una filosofía a su medida, que inventa sus interrogantes y los términos en
que los plantea, es decir, que hay en su historia sobre todo cambio, incluso ruptura
[i]
e incomunicación, y una continuidad sólo aparente. Pienso, más bien, que –
expresándolo de nuevo en esos términos de trazo grueso– hay una gran
continuidad y también cambios por doquier, trabazón entre aquélla y éstos, y, a
pesar de todo, evolución y muchas respuestas. Y pienso asimismo que sólo se
puede entender la complicidad entre la continuidad y el cambio en la historia de la
filosofía, en general, estudiando detenidamente el recorrido de algún que otro
problema filosófico particular, como, por ejemplo, los que desencadenó en su
momento la pregunta platónica por lo que parece ser el saber o, más
concretamente, por lo que los griegos llamaban epistéme.
Dando por sentadas estas premisas, el libro se ocupa de describir un hilo que
atraviesa la historia de esa herencia en el que destacan dos nudos, dos problemas, y
de proporcionar con ello una introducción adecuada a la aproximación filosófica
contemporánea a la pregunta por el conocimiento. El sentido en que se habla en el
texto de lo contemporáneo es, por cierto, en verdad amplio, sin ser
desacostumbrado. No obstante, conviene advertir desde el principio de que
filósofos como Dewey, Wittgenstein, Goodman, Quine o Sellars serán tratados en
estas páginas como representantes excelentes del pensamiento de nuestro tiempo en
estas materias, así como de que, por el momento, no me he propuesto pasar revista
a las novísimas discusiones especializadas. Si mi concentración en la originalidad de
las aportaciones de autores como ésos entre los años 20 y los años 60 del siglo
pasado puede presentarse como una introducción al pensamiento filosófico
contemporáneo es sólo porque una adecuada comprensión de la revolución que
ellas causaron en la historia de la filosofía es imprescindible para entender los
debates de las últimas décadas suscitados por los trabajos de epistemólogos como
Alvin Goldman, Gilbert Harman, Ernest Sosa, Laurence BonJour y otros.
Para concluir este breve preámbulo, cómo no, quiero agradecer la ayuda que
me han prestado algunos colegas revisando versiones previas del texto, sugiriendo
correcciones oportunas de mayor o menor envergadura y sobre todo animándome
a llevar adelante las intenciones que el libro trata de realizar. También es justo que
recuerde en este momento a los participantes en los cursos a los que aludí al
principio, pues sus comentarios, inquisiciones y objeciones me ayudaron a perfilar
[ii]
progresivamente –como sólo la conversación lo exige– los puntos de vista que se
expresan a continuación.
A Coruña, 31 de diciembre de 2015.
[iii]
Índice
Introducción
............................................................................................................
1
PRIMERA PARTE
1
El problema del comienzo .................................................................................
9
La investigación y el aprendizaje, 9. Teeteto, o sobre la esencia de la epistéme, 12.
Conocimiento, percepción y opinión, 14. Conocimiento y lógos, 16.
2
La sensación como conocimiento ...................................................................... 19
Los ‘conocimientos previos’ en los Analíticos posteriores, 19. Los principios de la
ciencia aristotélica, 21. La sensación como comienzo del conocimiento, 24. Una
solución para el problema del comienzo, 28.
3
Las fuentes del conocimiento ............................................................................. 32
La herencia del problema y de su primera solución, 32. La fuente de toda
certidumbre en la Epistemología moderna, 36. Sensibilidad y entendimiento en la
Crítica de la razón pura, 42.
4
Datos de los sentidos y otras evidencias ........................................................... 47
Los datos de los sentidos, 47. La extensión del conocimiento por familiaridad, 49.
Verdades evidentes por sí mismas, 51. El concepto fenomenológico de ‘dato’, 55.
5
El mito de lo dado ............................................................................................... 60
La insignificancia de lo dado, 60. Hegel, la certeza sensible y la percepción, 63. La
crítica del marco entero de lo dado, 68. Sellars y el problema del comienzo, 73.
6
El comienzo sin conocimiento ........................................................................... 77
La solución de Sellars: la hegemonía de las inferencias, 77. La solución de
Wittgenstein: el comienzo por el adiestramiento, 78. La solución de Dewey: la pauta
de la investigación, 88.
Transición ................................................................................................................... 94
SEGUNDA PARTE
7
El problema de la explicación ............................................................................ 102
Dos problemas ligados, 102. El surgimiento del problema moderno, 106.
8
La inferencia de hechos ...................................................................................... 113
Fuentes de evidencia, 113. La corrección de los razonamientos sobre cuestiones de
hecho, 115. El origen de la idea de conexión necesaria, 120. ¿Qué es una causa?, 123.
9
El conocimiento a priori de la causalidad ......................................................... 126
La recepción de Hume en la Crítica de la razón pura, 126. La prueba trascendental
del principio de causalidad, 129. El conocimiento de los principios del
entendimiento, 133.
10 Sobre la autoridad intelectual de los principios de inferencia ......................... 137
La dignidad contemporánea de las inducciones, 137. Inferencia y predicción, 140. El
círculo de la acreditación, 142. El acierto de Hume y el problema en apariencia
pendiente, 146.
11 Objetos, cualidades perceptibles y propiedades causales ................................ 153
Las cualidades como disposiciones, 153. La predicación y la realización de
inferencias, 156. La percepción de objetos con propiedades, 160.
12 El progreso científico .......................................................................................... 164
Recapitulación: dos círculos, 164. Sobre la esencia de la verdad, 168. Puntos de
control empírico, 171. ¿Qué significa ‘progreso científico’?, 174.
Epílogo: La ‘superación’ de la Teoría del Conocimiento ....................................... 179
Lecturas recomendadas ............................................................................................. 190
Referencias .................................................................................................................. 192
[vi]
Introducción
La filosofía nace como el intento desvergonzado de encontrar aclaración,
empleando palabras, sobre lo que somos y hacemos. La insolencia del intento
estriba en que la ignorancia quiera ser índice de la verdad. Sócrates, que asegura no
tener nada que enseñar a sus interlocutores, se presenta sin embargo como
dichosamente facultado para ayudarles a distinguir lo verdadero de lo falso. Tal
atrevimiento queda un tanto compensado, desde luego, porque el filósofo no
afronta cuestiones inauditas, porque la filosofía no se moviliza en el vacío: se
entretiene, a decir verdad, con lo que manifiestamente somos y con lo que ya
hacemos. Su punto de partida es siempre una tendencia, un hábito, una institución.
No lo fue, al menos históricamente, una reflexión sin presuposiciones, una
especulación sobre puras posibilidades, emprendida anónimamente. Es la capacidad
de adoptar un punto de vista impersonal, empleando un lenguaje diáfano, sobre
temas completamente generales el raro efecto histórico de muchos protagonismos
colectivos, empleando contingentes lenguajes naturales, para resolver dificultades
prácticas concretas. Cuando nace la filosofía, los seres humanos han inventado hace
tiempo las herramientas, las máquinas, el cultivo de la tierra, la domesticación de
los animales, la ley, la justicia, el comercio, la guerra, el arte, la religión, esto es, por
decirlo brevemente, la vida humana.
La primera de las actividades sobre las que reflexiona la filosofía es,
propiamente, el decir. Pues los hombres viven, se mueven, existen en el elemento
que llamamos lenguaje. Aristóteles considera nuestra especie la de los animales que
tienen lógos (Política, 1253a), la de los animales que hablan y, en particular, dan
cuenta, hablando, de lo que hacen. Pero el ser humano posee lenguaje en la misma
medida en que es poseído por el lenguaje: convence a otros como se convence a sí
mismo, hace promesas como se propone metas, persuade en voz alta como delibera
en voz baja, testifica sobre lo que ha visto como crea sus propios recuerdos
narrando para sus adentros lo que ha experimentado y padecido.
La filosofía cultiva el esclarecimiento de los sistemas de acciones y palabras a
los que el ser humano se aupó originariamente a sí mismo y a los que los
descendientes del ser humano se unen una vez que se han establecido. Es más, se
[1]
puede pensar que tiene en el decir y su suelo nutricio su único objeto, aunque por
la esencial relación en que se mantienen nuestra incierta vida y ese objeto, es
seguramente preferible atribuirle a la filosofía, más que uno o varios objetos, uno o
varios problemas. El decir es la materia con la que el hombre forja medios de vida y
toda observación o inspección del decir resulta una ocasión de alteración y
recreación de sus recursos e industrias. La propia vida no despierta en general
curiosidad, algo así como deseos desinteresados de comprensión. Suscita, más bien,
inquietud, al hombre le concierne su propio ser, a la vez que asombro, pavor o
congoja (o, a la vez, asombro, pavor y congoja).
Muy característico de los seres que hablan es el poder de describir lo que ven,
sienten, esperan, desean y ansían. Un poder, como el que más, formidable y oscuro.
Descartes habla del lenguaje como de un instrumento infinito, cuya posesión nos
distingue de las bestias y es un síntoma seguro de que somos creaciones directas de
Dios, sin el concurso de intermediarios. Hablar y razonar son para él habilidades
ligadas. Parece que los que hablan tienen algo que decir y que, desde luego, saben
qué quieren decir. Y, no obstante, hay quien habla con conocimiento y quien habla
sin él. Así como, por un lado, hay expertos en decir, en decir las cosas como es
debido, y, por otro, sólo el experto en alguna que otra cosa está en condiciones de
enseñar a otros hablando y actuando.
Este libro está dedicado a dos problemas con los que ha tropezado
recurrentemente el esclarecimiento por el que se afana la filosofía y, en particular,
el esclarecimiento de la actividad de esclarecer con palabras. Por razones que
emergerán en su momento, los denominaré ‘el problema del comienzo del saber’ y
‘el problema de la explicación’. Aristóteles, en el llamado organon, habla de un
conocimiento al que llegamos a través del ‘pensamiento’, digamos que razonando,
y un conocimiento, supuestamente de otra especie, al que no llegamos por ese
medio, sino que adquirimos, simple e inmediatamente, cuando vemos, oímos o en
general sentimos alguna que otra cosa. En un sentido similar, hoy se habla en
contextos emparentados con los que producen las investigaciones aristotélicas, por
un lado, de conocimiento por inferencia y, por otro, de conocimiento directo. Este
libro está dedicado a esa distinción tradicional –al cambiante entendimiento
histórico que de ella hemos tenido– y a cada uno de sus términos.
[2]
Los problemas a los que me refiero los plantea, en el primer caso, la idea
misma de un conocimiento que no es derivado, por medio del pensamiento, de
otros conocimientos, esto es, la noción misma de un conocimiento inicial y
fundamental, y, en el otro, la idea complementaria de una extensión de ese primer
conocimiento por medio, precisamente, del pensamiento. Uno es el problema de lo
que merece por sí mismo crédito, sin que nada ni nadie se lo preste o proporcione.
Otro el que plantea el proceso intelectual de probar lo que no conocemos todavía –
al menos no bajo cierto aspecto– sin inspeccionarlo por nosotros mismos,
respaldando o justificando que creamos que es de cierto modo como consecuencia
de que algunas realidades emparentadas nos son conocidas como siendo de tal o
cual manera. Son cuestiones cuya naturaleza sospechosa descubre Platón en sus
diálogos, por lo que será forzoso atender aquí con el debido detenimiento al modo
en que fueron presentadas en sus escritos y, muy en particular, en el diálogo
Teeteto, obra de la que con razón dijo Heidegger que nace, no ya la filosofía del
conocimiento, sino la filosofía toda.
Platón sopesa en ese texto, aunque desestima finalmente, la opinión de
quienes sostienen que tener un parecer, sin más, es tener conocimiento, y rechaza
también la equiparación al conocimiento de la nuda opinión verdadera. Si tener un
parecer es tener conocimiento, entonces no hay distinción entre el experto y el
ignorante. Pero, además, una opinión verdadera adquirida por persuasión –la de un
juez que es conmovido por un alegato– sale mal parada de la comparación con la
creencia del testigo, por lo que no existe ecuación general del saber y la opinión de
acuerdo con la verdad. Según sugieren ése y otros diálogos, Platón parece haber
exigido que esa opinión, además de verdadera, venga sostenida por lo que los
griegos llamaron lógos.
Pero el Teeteto es considerado un texto aporético, de argumento inconcluso,
porque, por una parte, no se aclara en él de qué especie es el lógos –el discurso o la
explicación– que ha de avalar la opinión verdadera para convertirla en
conocimiento y, sobre todo, porque el diálogo se interrumpe al constatar Sócrates
y Teeteto que el lógos que sería satisfactorio sólo puede respaldar con éxito un
parecer si él mismo se levanta a su vez sobre una opinión verdadera cualificada
como conocimiento, de tal suerte que el conocimiento, al cabo, parece depender
[3]
esencial y precisamente del conocimiento, de un modo que entraña una
circularidad indeseable –sólo puede llegar a saber el que ya sabe– y reenvía a los
protagonistas de la obra a la pregunta con la que arranca la conversación. En este
sentido, ya digo, los problemas de este libro –el de si hay un conocimiento que no
depende del conocimiento y el de cómo el lógos puede conducirnos al
conocimiento– son problemas platónicos.
No obstante, en las páginas venideras me ocuparé con particular atención, por
lo que hace al segundo asunto, de su formulación moderna, posterior, la que
hallamos en la obra de David Hume y da origen al denominado ‘problema de la
inducción’, descendiente del problema original de la explicación, y a la discusión en
el siglo
XX sobre
la ‘lógica’ de la investigación científica. El efecto de esa discusión
fue que la solución en parte escéptica que Hume ofreció doscientos años antes del
problema de la adquisición de conocimiento por razonamiento –retrotrayendo la
corrección de las inferencias sobre hechos a la formación en la mente de
expectativas habituales– se afianzó contra los viejos prestigios de una razón a sí
misma transparente, de tal manera que se hizo inevitable un cambio en nuestra
percepción de las posibilidades y los fines tanto de nuestras facultades como de la
filosofía del conocimiento. Hume puso en cuestión por vez primera el fundamento
empírico e intelectual de los razonamientos sobre las causas de los ‘objetos’,
mostrando que los argumentos que pretenden ampliar nuestro conocimiento sobre
cómo es el mundo efectivamente –pudiendo ser éste, en principio, de otra manera–
carecen de justificación tanto en nuestras percepciones como en las reglas formales
a las que ordinariamente nuestra capacidad de inferir se sujeta.
Y, sin embargo, en el planteamiento mismo del problema por parte de Hume
reverbera una intención típicamente moderna que podemos considerar platónica: la
de poner en claro los cimientos del saber tratando de dar con un saber, algún saber,
que no presuponga el logro previo de saber. Pues, en efecto, Hume trabaja por
poner en evidencia que no parece haber inferencias correctas que no presupongan
inferencias correctas, así como Platón había mostrado, siglos antes, que todo
conocimiento parece depender de una explicación previa satisfactoria de lo que se
opina a partir de lo ya conocido.
[4]
No es ésta una coincidencia anecdótica ni superficial y, aunque Hume negara
la ‘evidencia’ de los razonamientos sobre cuestiones de hecho, su discusión
constituye una especie de negativo del platonismo de la filosofía moderna del
conocimiento, por el modo en que se entiende en ella el fundamento que está en
cuestión: es un fundamento o conocimiento incondicionado platónico el que
Hume echa de menos en nuestras creencias sobre causas y efectos. Bien mirado, no
sólo puede decirse que los problemas de los que me ocuparé en este libro forman
parte de un conjunto principal de problemas epistemológicos tanto de la
Modernidad como de la filosofía pre-moderna, sino que es lícito afirmar que la
tradición entera que constituye la filosofía del conocimiento está dominada por la
búsqueda de un principio absoluto del saber en el sentido en que lo postuló Platón
y lo investigó, aunque fuera para desesperar de hallarlo, el propio Hume.
Esto tiene por consecuencia que el abandono de esa búsqueda en los dos
últimos siglos, que se ha generalizado y hecho expreso progresivamente, puede
considerarse el abandono de esa tradición, esto es, el ocaso mismo de la
Epistemología o, al menos, un trastorno sin precedentes de la conversación en que
consiste esa tradición, ‘catástrofe’ que habría conducido en el siglo
XX
a hablar de
una filosofía sin Epistemología e incluso de la ‘superación’ de la Teoría del
Conocimiento, y, como efecto inevitable, a la formación de muchos proyectos
filosóficos ‘post-epistemológicos’.
Cerraré mi indagación, por este motivo, con algunas indicaciones sobre esa
inflexión relativamente reciente en la historia del pensamiento, recordando cuándo
y en qué términos la Teoría del Conocimiento pasó de tratar un problema
filosófico o incluso el problema filosófico por antonomasia a ser ella misma un
obstáculo que la filosofía tenía que sortear de algún modo para reivindicarse. Claro
está que no se ha registrado últimamente la extinción de un interés –un fenómeno
desacostumbrado en cualquier ámbito del quehacer humano. Lo que ha ocurrido,
más bien, es que hemos venido a adoptar puntos de vista nuevos sobre los viejos
intereses, puntos de vista que han hecho obsoletos muchos interrogantes de antaño
y a la vez han permitido resolver elegantemente –y, por lo que parece, sin vuelta
atrás– algunas dificultades epistemológicas recalcitrantes. Soy de la opinión de que
[5]
la conciencia y, sobre todo, la comprensión de esta transformación ha de presidir
toda incursión en la filosofía del conocimiento pasada y presente.
Por lo que respecta al principio absoluto del conocimiento, un fundamento
indubitable y verdadero de la verdad, según lo concibió, por ejemplo, Descartes,
hay que anticipar, ya digo, que no se halló ni donde se lo buscaba ni en otro lugar.
Sucedió más bien que llegamos a aprender a prescindir de él una vez
comprendimos cómo el conocimiento podía surgir de disposiciones y regularidades
que no han de considerarse ni operaciones ni logros de conocimiento.
Coherentemente, por lo que respecta al fundamento racional, a ser posible
deductivo, de los razonamientos sobre hechos, cuya búsqueda declaró Hume
fracasada sin esperanza, llegamos a aceptar, como dijo Quine, que la condición
humeana es, para bien y para mal, la condición humana, y que podemos estudiarla
y tal vez comprenderla, pero no trascenderla.
Es semejante deslizamiento de la filosofía del conocimiento hacia la negación
de fundamentos incondicionados generales –de lo que Platón consideró un
conocimiento sin suposiciones– lo que invita a concebir una introducción al
estudio filosófico del saber como la que pretende contener este libro, esto es, con el
formato de un relato, vale decir, como una breve historia.
En realidad, cualquier otro asunto filosófico que hubiera que discutir merece,
según dije en el prólogo, una presentación de esta índole, histórica, como sugiere
que tantos filósofos –empezando por Platón y Aristóteles y acabando por Dewey,
Russell, Wittgenstein, Heidegger o Quine– hayan considerado que su pensamiento
debía entenderse a la luz de otros pensamientos –incluyendo el propio pero
anterior– y no como el resultado de una reflexión directa e inexperta sobre
fenómenos, objetos, sucesos o actos. La filosofía es, en este sentido, dialéctica, una
conversación con muertos vivientes en la que el presente se bate con el pasado por
su dignidad, eficacia, legitimidad y porvenir, y las posiciones nuevas y viejas, como
razonó Hegel, se llenan de contenido por lo que niegan y, concretamente, por los
argumentos que conducen a esas negaciones.
Además, sería verdaderamente ingenuo pensar que los términos en los que se
plantean los problemas filosóficos han tenido siempre y tendrán también en el
futuro un valor fijo e incorruptible (que las causas –aitiai– de las que habla
[6]
Aristóteles son exactamente las causas –causes– de las que habla Hume, que la
percepción –aísthesis– a la que se refiere Platón en el Teeteto no es otra cosa que la
percepción –perception– que examina Merleau-Ponty en su Fenomenología o que
siempre ha habido –al menos desde que el homo sapiens es homo sapiens– ‘mentes’,
‘sujetos’, ‘libre albedrío’, ‘hechos fehacientes’ y demás objetos filosóficos ante
nosotros, aguardando pacientemente un análisis y una explicación) y que, por ello,
los vocabularios filosóficos carecen de historia.
Por el contrario, el diálogo milenario sobre lo humano y lo divino en que la
filosofía misma consiste, un diálogo alimentado por observaciones y experiencias
de sus interlocutores a veces repetidas, otras insólitas, ha primero gestado,
regularmente transformado, a veces vaciado, variado constantemente y en
ocasiones hasta revolucionado dichos significantes, produciendo sin cesar idiomas
nuevos para nuevos conceptos y asuntos. Con acierto se ha dicho, por ello, que la
historia de la filosofía es la lingua franca en que los filósofos se comunican.
[7]
Primera parte
1. El problema del comienzo
1. La investigación y el aprendizaje
En el Menón, diálogo que Platón dedica en su conjunto a discutir si es posible
hacer a alguien virtuoso, enseñándole a serlo, o hacerse uno virtuoso, practicando
el comportamiento apropiado, el interlocutor que conversa con Sócrates, que da
nombre a la obra, plantea con crudeza una dificultad general a propósito del saber.
¿Cómo puede Sócrates investigar por sí mismo qué es la virtud y aprender algo al
respecto, venir a conocerlo como conviene a quien discute sobre su enseñanza y
aprendizaje, si es verdad –como confiesa de entrada– que lo ignora?
¿Por qué medios vas a indagar, Sócrates, acerca de aquello que en absoluto
sabes qué es? ¿Qué cosa de entre las que no conoces vas a proponer como
objeto de indagación? Y aunque, en el mejor de los casos, des con ello, ¿cómo
vas a saber que se trata de aquello que no conocías [y buscabas]? (80d).
La dificultad o, mejor, triple dificultad que Menón pone al descubierto acerca
de la vía, el objeto y la meta de la investigación parece desaconsejar ésta en todo
caso, unas veces por hacerla innecesaria, si conocemos ya lo que nos proponen
investigar, otras por desesperada, porque no podemos saber siquiera, a ciencia
cierta, qué indagamos y, de saberlo, no podemos averiguar qué es tal cosa, ya que
no podemos reconocer si es esto más bien que aquello. Así lo entiende Sócrates. Sin
embargo, es obvio que a menudo indagamos y parece obvio también que hay, a
veces, aprendizaje como resultado de la indagación, por lo que Sócrates recomienda
que concluyamos de la dificultad, únicamente, que hemos de dar por supuesto un
conocimiento de alguna especie que sirve de principio del aprendizaje.
Así se ve llevado a considerar que aprendizaje e investigación puedan ser
‘reminiscencia’ de un conocimiento anterior, trabado en una vida previa. Un
ignorante como Sócrates podría descubrir la verdad sobre algo a partir del recuerdo
[9]
de alguna verdad elemental conexa: “nada impide que alguien, con recordar una
sola cosa (esto es lo que los hombres denominan aprendizaje [máthesin]), descubra
él mismo todo lo demás” (81d). La rememoración resulta ser modelo del aprender:
aprendemos como quien recupera el recuerdo de un conjunto de cosas y episodios
a partir de cierta imagen o visión. Ahora bien, cómo tomamos posesión del
principio de la indagación o, lo que viene a ser lo mismo, cómo originalmente
adquirimos noticia de las cosas y episodios que luego olvidamos y sólo más tarde
rememoramos, no puede explicarse en el diálogo y para dar cuenta de esto que no
se acierta a explicar se invoca en él el mito, que sacerdotes y poetas trasmiten, de la
inmortalidad del alma1.
La ilustración de esa reminiscencia, de una indagación y aprendizaje que son
un modo de hacer memoria, la proporciona a continuación el célebre intercambio
con el esclavo de la casa de Menón. El esclavo carece de instrucción matemática,
como Menón atestigua, por lo que desconoce las relaciones entre las longitudes y
las áreas. Pero el interrogatorio que Sócrates dirige, en que éste se limita estricta,
escrupulosamente a preguntar, lo llevará a desechar su primer errado parecer sobre
cierta cuestión de carácter geométrico, así como luego su segunda e igualmente
fallida tentativa, y, finalmente, a reconocer la verdad de la única e imperecedera
respuesta adecuada.
La indagación tiene que ver con el cuadrado: ¿cuánto ha de crecer el lado de
un cuadrado para que su área se duplique? El esclavo imagina, por de pronto, que
ha de duplicarse también, aunque esto no sea cierto: si se dobla el lado, la superficie
se cuadruplica (fig. 1). ¿Ha de prolongarse sólo un pie, si el original mide dos, esto
es, una mitad? Ciertamente tampoco, pues el área de un cuadrado de tres pies es
superior –como el nueve al ocho– al doble de la del cuadrado de dos pies (fig. 2).
1
Pasajes en obras seguramente posteriores, en que el aprendizaje –que no propiamente el
saber– se liga también al recuerdo de lo conocido en una vida anterior, se hallarán en
Fedro, 249e-250c y Fedón, 72e-77a. En el segundo caso, la doctrina es expuesta como parte
de un argumento a favor de la inmortalidad del alma, invirtiendo, pues, el sentido de la
prueba del Menón, donde la suposición de la inmortalidad contribuye a la explicación del
aprendizaje. La ‘reminiscencia’ es ejemplificada en el Fedón por el recuerdo del dueño de
una lira que suscita la visión de su lira (cf. 73d). “Siempre que al ver un objeto, a partir de
su contemplación, intuyas otro, sea semejante o desemejante [...] es necesario que eso sea
un proceso de reminiscencia” (ibid., 74c-d).
[10]
fig. 1. La primera respuesta del esclavo (AEFG tiene cuatro veces la superficie de ABCD).
fig. 2. La segunda respuesta del esclavo (AEFG tiene 9/4 veces –es decir, 2,25 veces– la
superficie de ABCD).
En realidad el cuadrado que se busca ha de tener por lado exactamente la
diagonal del primero, ni más ni menos, dado que un cuadrado con esa longitud
tiene la mitad de superficie que cuatro cuadrados como el original, según pone de
manifiesto la figura 3 (donde ABCD es, de nuevo, el cuadrado original y BHID el
que lo dobla en superficie), de un modo que al esclavo le resulta comprensible.
fig. 3. La solución geométrica.
[11]
Sócrates concluye del experimento, contra lo que sugería la objeción de
Menón a su proceder en el diálogo, a su indagación de la enseñanza de la virtud (de
la virtud en sí misma), que sí vale la pena investigar lo que se ignora, pues parece
haber en el alma un germen de saber, nociones elementales sobre las que se levanta
–sobre las que puede al menos levantarse– todo entendimiento. La cuestión que no
puede resolver, sin embargo, que el Menón de hecho esquiva, es cómo adquiere el
alma conocimiento de lo que cuando aprendemos recobramos. ¿Cómo se
familiariza el alma, en vidas anteriores y en el Hades, con los principios que guían
el aprendizaje?
2. Teeteto, o sobre la esencia de la epistéme
Este problema remanente del Menón lo vemos reaparecer, esta vez sin que sea
neutralizado por el recurso al mito de una vida anterior, en el diálogo que Platón
consagra tardíamente y por entero al conocimiento. Sobre la esencia del saber,
sobre la esencia de lo que los griegos llamaron epistéme, versa la conversación del
Teeteto entre Sócrates, el geómetra Teodoro y un joven discípulo suyo, cuyo
nombre da título a la obra, el prometedor Teeteto2. ¿Qué parece ser el saber?
Para el griego, de acuerdo con el entendimiento arcaico que Teeteto
manifiesta al inicio, epistéme es tanto lo que Teodoro enseña –geometría,
astronomía, música y cálculo– como cualquier técnica, arte o artesanía –por
ejemplo, la carpintería o la zapatería (145d-146c). Sabio es todo aquél que posee
una pericia, una habilidad, competencia en un dominio, esto es: el entendido, el
experto, tanto en figuras y astros como en sonidos como en muebles y calzado3. La
2
Teodoro de Cirene y Teeteto (de Atenas), los coprotagonistas del diálogo junto a
Sócrates, son personajes históricos bien conocidos por sus importantes contribuciones al
desarrollo de la matemática griega. Cf. Thomas Heath, A History of Greek Mathematics,
vol. 1, pp. 202-212 y Carl B. Boyer, Historia de la matemática, pp. 121 ss.
3
Heidegger propone que tomemos epistéme, por estas razones, como el “entender de algo
dominándolo, en el trato con una cosa y en ésta misma [das beherrschende Sich-auskennen
in etwas, im Umgang mit einer Sache und in dieser selbst]” (De la esencia de la verdad, p.
149). Martínez Marzoa está de acuerdo: “cualquier saber es en griego [...] aquel ‘ser capaz
de habérselas con’ que muestra, descubre o pone de manifiesto la cosa con la que se las ha”
(Ser y diálogo, p. 21).
[12]
pregunta de Sócrates por la esencia del saber, por tanto, demanda una explicación
sobre lo que hace experto al experto, sobre lo que que hace del experto un experto.
Pero a la hora de la contestación, desdichadamente, el diálogo tropieza con
una dificultad tras otra. Ninguna de las respuestas que Teeteto ofrece a instancias
de Sócrates es satisfactoria y la conversación se tiene que interrumpir tras desechar
lo que la comadrona intelectual de Teeteto, Sócrates, considera una necedad más.
No es que no se aprenda nada durante el diálogo, desde luego. Pero aprendemos
más bien qué no es conocimiento y no qué es conocimiento: aprendemos, por
ejemplo, que el conocimiento no es percepción. En este sentido, la obra no
contiene un progreso genuino en la contestación de la pregunta por la esencia del
saber, aunque al menos lo prepara o, mejor dicho, contiene –lo cual no es
desdeñable– un progreso preparatorio. “Si, después de esto, intentas quedar
preñado de otras cosas, y lo consigues, lo que lleves dentro de ti será mejor gracias
al examen que acabamos de hacer”, se consuela Sócrates al final (210b-c).
Retrospectivamente,
nosotros,
sus
lectores,
podemos
consolarnos
aprendiendo algo del fracaso de su investigación. Y, de hecho, vamos a
contentarnos por el momento con comprender mejor el problema del Menón con
ayuda del argumento del Teeteto. Lo principal a tal efecto es, desde luego, que
identifiquemos como es debido la dificultad final, que puede enunciarse así: una
opinión verdadera no constituye por sí misma saber y una explicación sólo la
cualifica apropiadamente si está basada en un saber anterior.
Es una dificultad contra la que Sócrates puede objetar lo que reprocha al
principio a la que podemos llamar la ‘respuesta cero’ –o preliminar– de Teeteto. Al
comienzo del diálogo, éste propone la pura enumeración de saberes como
aclaración del saber (geometría, carpintería, etc.). Pero si tratamos de explicar qué
sea saber indicando saberes, damos por sentado que nos entendemos ya, que no
necesitamos aclaración, sobre el saber en sí mismo. Análogamente, si explicamos
qué debe añadirse a una opinión verdadera para convertirla en saber diciendo, por
ejemplo, que ha de indicarse algo que lo distinga de todo lo demás, como Teeteto
sugiere al final, hemos de preguntarnos si la indicación expresa saber o, puramente,
opinión verdadera al respecto. Si es otra opinión verdadera lo que se añade, juzga
Sócrates, “un ciego guía a otro ciego”. Pero si la explicación en que consiste la
[13]
indicación expresa saber, entonces incurrimos en la estupidez de explicar el saber a
partir del saber, como si nos hubiéramos entendido previamente sobre este punto.
En este sentido, la dificultad del final del diálogo puede considerarse una
reiteración de la dificultad inicial.
En el examen de aclaraciones antecedentes, entre el intento preliminar y el
postrero, aprendemos que Platón separa la sensación (aísthesis) del saber. Esto da
pie al rechazo de la primera de las respuestas principales a la pregunta de Sócrates
que Teeteto ensaya. Ese tránsito (que viene a ser el de la convencionalmente
considerada primera parte a la segunda), junto al que lleva a buscar en el lógos
auxilio (en el paso de la segunda parte a la tercera y última) y el cierre del diálogo
contienen los argumentos que más interesan a quien aspira a una comprensión
general del balance que arroja la obra sobre la naturaleza de la epistéme.
3. Conocimiento, percepción y opinión
La primera respuesta de Teeteto, que epistéme no es otra cosa que percepción (cf.
151e), tras la fallida respuesta cero, se enfrenta a los ojos de Sócrates a dos
problemas principales.
Por un lado, si tener un parecer, como el que la percepción proporciona,
fuera por sí mismo saber, todos serían sabios, ninguno ignorante, incluidos los
animales, incluidos los cerdos. Esto borraría la diferencia entre el experto y el
inexperto –incluso entre el experto y el cerdo– y privaría de valor a toda enseñanza.
Y lo que es peor, Sócrates estima que quien esto defiende socava su propia
posición, pues la rebaja a un parecer como cualquier otro. Si hemos de comprender
qué hace experto al experto, no podemos pensar que una percepción cualquiera lo
va a destacar.
Por otro lado, bien mirado, con los sentidos el alma discierne colores o
sonidos o sabores, pero en todo caso es el alma, “una forma única”, no son ni ojos
ni oídos ni otros órganos los que disciernen, sino ella la que discierne a través de
ellos. Y, además, vemos colores, pero también vemos u oímos que Teeteto se acerca
o que Teeteto se parece a Sócrates, aunque no es Sócrates. De suerte que cuando
hablamos de percepción unas veces nos referimos a lo que el alma discierne por
[14]
medio de los sentidos, pero otras a cosas comunes a lo visto u oído o palpado, etc.,
como el ser, el ser uno, el ser diferente, el ser semejante, el ser lo mismo, el ser
múltiple, el ser bello, el ser adecuado, que el alma no percibe por medio de los
sentidos, sino por sí misma, en virtud de un discernir sin intermediarios, el alma,
esas cosas comunes y siempre, en definitiva, el ser4.
De esto colige Sócrates que el saber no puede consistir en el puro padecer de
los sentidos o del alma a través de los sentidos, sino en un discernimiento que hace
manifiesto el ser y es obra del alma –el fruto de un reunir y distinguir, con fatiga y
bajo la guía de la educación adquirida– y que el alma ansía (cf. 185e-186c). Saber no
puede confundirse con percibir y si se asemeja a tener un parecer –como el de que
Teeteto se acerca–, sólo en todo caso, entiende Teeteto, en la medida en que el
parecer revela el ser y, por consiguiente, es verdadero.
La segunda de las respuestas principales a la inquisición por la esencia del
saber resulta ser la de que el saber es, precisamente, opinión verdadera (“es
probable que el conocimiento sea una opinión acertada”, alethés dóxa, 187b). Pero
este nuevo bienintencionado intento por contestarla topa con sus propios
problemas. El primero es que no es fácil representarse cómo es posible la falsedad
del juicio y, de rechazo, cómo haya de entenderse el acierto en que consiste la
opinión verdadera. El segundo y decisivo, el que en la obra lleva al abandono de la
respuesta, resulta de que una opinión verdadera adquirida por persuasión no se
asimila al conocimiento. Sócrates imagina un juez que es convencido por un orador
hábil para que dirima un litigio en un sentido u otro. Puede el juez ser persuadido
sobre la verdad, pero no decimos por ello que el juez sabe que esto o aquello
4
Llamo ‘discernir’ o ‘percibir el ser’ a lo que muchos traductores entienden que significa
‘pensarlo’. Schleiermacher vierte: “über beides etwas denkst”. Cornford: “if you have
some thought about both objects at once”. Sin embargo, Heidegger: “Wenn du also etwas
im Umkreis von beiden und über beide als zugleich wahrgenommen vernimmst, [genauer:]
von einem zum anderen sie durch-nehmend, ... ” (“si percibes algo en el círculo de ambos
y a través de ambos [color y sonido] como percibido simultáneamente, [o dicho más
exactamente] repasándolos de uno a otro, ...”). Éste tiene claro que dianoein no significa
pensar, sino captar a través (durch-vernehmen): llegar al oído, pero también oír como
quien toma declaración o escucha. La traducción habitual, según él, no respeta el griego y
es una precipitación imprudente, falta de pensamiento (Gedankenlosigkeit), y conduce
luego (185b) a traducir ‘episképsei’ por ‘investigar’ (cosa que no se puede decir que hagan
los ojos o la lengua). Por razones estrictamente textuales creo que hay que darle la razón a
Heidegger en este punto.
[15]
sucedió5. Sócrates llega a decir que sólo un testigo directo de un robo sabe qué
pasó 6 . Una opinión verdadera, por tanto, podría significar saber, pero no lo
significa por sí misma.
4. Conocimiento y lógos
De ahí que en el último tramo del diálogo Sócrates y Teeteto busquen un añadido a
la dóxa verdadera –opinión o creencia verdadera– que haga de ella un saber. La
propuesta de Teeteto –con origen, supuestamente, en doctrinas escuchadas– es que
el lógos proporciona la cualificación necesaria (cf. 201c)7. Algún tipo de enunciado
o discurso o explicación convierte la opinión verdadera en epistéme. Pero, ¿qué
tipo de enunciado, discurso o explicación?
En la conversación se consideran tres candidaturas8. La ridícula de la pura
expresión de la opinión se sopesa en primer lugar. Pero una expresión verbal, por sí
misma, no puede cualificar un parecer desde el punto de vista del saber. La
5
Sobre la diferencia entre persuadir y enseñar, un motivo central de la obra platónica en su
conjunto, cf. Gorgias, 454c-455a.
6
Este comentario sobre el testigo debería haber obligado a los conversadores a
reconsiderar la relación entre percibir –con los ojos– y saber, pero Platón no lo juzgó
oportuno. Ha de decirse que no es el único pasaje de las dos últimas partes del diálogo en
que la aísthesis parece volver por sus fueros.
7
También Sócrates cree haber oído algo semejante: “Escucha, pues, un sueño en vez de
otro sueño” (201d). Por estos giros, de significado discutible, la doctrina –que la tradición
atribuye a Antístenes a consecuencia de un comentario sobre éste de Aristóteles (en
Metafísica, VIII, 3, 1043b23 ss.)– es conocida como ‘doctrina del sueño’ (cf. Myles F.
Burnyeat, “The Material and Sources of Plato’s Dream”, 1970). En esta parte del diálogo
Platón discute, en primer lugar, la distinción entre lo cognoscible y compuesto –que puede
ser enunciado– y lo incognoscible y elemental –que sólo puede ser nombrado. Arriba me
voy a ocupar de la discusión, subsiguiente, del sentido en que lo que es enunciado es
conocido.
8
Todo gira finalmente en torno a la cuestión de cómo ha de tomarse lógos, de cómo ha de
entenderse la relación entre el saber y el, digamos, dar cuenta y razón de lo que se sabe (cf.
Fedón, 76b). McDowell, uno de los traductores del Teeteto al inglés, considera
preliminarmente dos sentidos: que lógos (en su versión: ‘account’) signifique ‘indicación de
lo que es’ –una expresión articulada– o que signifique ‘indicación de por qué es así’,
explicación en sentido estricto (cf. Plato’s Theaetetus, p. 229, así como República, 534b,
511b). El caso es que en el diálogo no se considerará el segundo sentido, de forma que se
hará imposible aclarar qué distingue la persuasión de la enseñanza, una de las cuestiones
pendientes. Como veremos en el próximo capítulo, Aristóteles elevará el segundo sentido a
la dignidad que merece: “Creemos que sabemos cada cosa sin más […] cuando creemos
conocer la causa por la que es la cosa, que es la causa de aquella cosa y que no cabe que sea
de otra manera” (Analíticos posteriores, 71b9-11).
[16]
segunda, oculta tal vez en la primera, es la de un lógos que analiza el objeto del
saber en sus elementos: un saber sería una opinión verdadera acompañada de una
indicación de los elementos que componen aquello que se juzga. Por ejemplo, sabe
cómo se llama Teodoro quien puede deletrear su nombre.
Pero esta interpretación se despacha sin contemplaciones por lo siguiente:
uno podría indicar con exactitud los elementos sin conocer verdaderamente los
elementos. Si pienso que la primera letra del nombre de Teodoro es theta, como es
el caso, pero en otras ocasiones –como cuando deletreo ‘Teeteto’– confundo theta
con tau, es que no conozco bien el elemento y, por tanto, que pueda hacer la
indicación no manifiesta saber.
La razón de esta frustración se hace explicita por completo en la discusión de
la tercera y de hecho definitiva candidatura a ‘explicación’ de la opinión verdadera.
Sócrates considera por último que ‘con lógos’ pueda significar con indicación de lo
que distingue el objeto en cuestión –el objeto del saber– de cualquier otro objeto.
Así, por ejemplo, decimos que el Sol es el más brillante de los cuerpos celestes que
giran alrededor de la Tierra (al menos eso pensaban los griegos). Pero un problema
de esta interpretación es que si el lógos ha de aportar la indicación de la diferencia
hay que pensar que la opinión verdadera no tenía un objeto singular, sino que
estaba referida a una clase o cualidad, que era una opinión sobre las cosas de
determinado tipo o condición, tomadas indistintamente. Y, lo que es peor, si éste
pudiera sortearse, tendríamos que preguntarnos aún –como fue anticipado antes– si
sobre la diferencia se añade opinión o conocimiento. Si se añade simplemente una
opinión nueva, cuesta entender cómo la opinión que ya teníamos se puede
convertir, gracias a ese complemento, en conocimiento. Mas si lo que se pretende
añadir es conocimiento de la diferencia, necesitamos una aclaración ulterior, de una
vez por todas, sobre la naturaleza de tal añadido. Diciendo que la opinión
verdadera ha de venir asistida por un saber de la diferencia para convertirse ella
misma en saber explicamos si acaso cómo puede llegar a ser conocido algo –una
letra– a partir del conocimiento de otra cosa –cómo suena, cómo se escribe, de qué
palabras forma parte–, pero no podemos emplear ese expediente –o no
indefinidamente– para explicar la naturaleza del conocimiento de la diferencia del
objeto.
[17]
Lo mismo está en juego en la discusión precedente. Diciendo que la opinión
verdadera ha de venir asistida por un saber de los elementos para convertirse ella
misma en saber explicamos si acaso cómo puede llegar a ser conocido un
compuesto –un nombre– a partir del conocimiento de otra cosa –las letras que lo
forman–, pero no podemos emplear ese expediente –o no indefinidamente– para
explicar el conocimiento de lo que constituye materialmente el compuesto. No se
esclarece en qué consiste el saber del compuesto, como tampoco en qué consiste en
general el saber de un objeto en particular, si nuestras averiguaciones remiten esos
saberes a otros saberes. Como se dijo, ocurre aquí algo análogo a lo que sucede con
la respuesta preliminar de Teeteto: estamos sobreentendiendo de nuevo en qué
consiste saber, estamos suponiendo que ya sabemos en qué consiste el
conocimiento y señalando simplemente que unos saberes pueden dar lugar a otros.
Reaparece aquí, por tanto, la dificultad del Menón, con la ventaja de que en
esta ocasión nos han sido proporcionadas algunas nuevas y elocuentes ilustraciones
sobre el venir a saber a partir de lo sabido (a partir del conocimiento de elementos
y diferencias). Las averiguaciones de Sócrates en el diálogo tardío muestran cuán
tenaz es esa aporía. Si sé algo en absoluto, tal vez puedo aprender otras cosas,
relacionadas con esas primeras. Pero si no se diera por sentado que sé, que conozco
esos principios, si no pudiera darse por sentado o si inicialmente no supiera,
verdaderamente, nada, entonces no cabría entender, parece, cómo puedo descubrir
cosa alguna.
Los interlocutores del Teeteto –Teeteto, Teodoro y Sócrates– no saben
explicar en qué estriba el saber sin presuponer su explicación, pues en sus análisis
viene contenida la referencia a un saber previo, anterior, que en el Menón se había
ligado a una representación mítica de la vida del alma. Estamos ante el que llamaré
‘el problema del comienzo del conocimiento’, un problema que, si no se resuelve
de algún modo, impide por sí mismo la respuesta a la pregunta por la esencia de la
epistéme.
[18]
2. La sensación como conocimiento
1. Los ‘conocimientos previos’ en los Analíticos posteriores
Aristóteles dedica algunos de los capítulos principales de los Analíticos posteriores
al problema del comienzo. En el primero de esos capítulos hay incluso una
mención literal de la versión de la dificultad –reducida– que el Menón aborda:
¿aprendemos algo que no sepamos? La obra arranca argumentando que el
aprendizaje ‘por el pensamiento’ está basado en conocimientos previos. Es un modo
de aceptar una conclusión del Teeteto, para, acto seguido, continuar la
investigación abandonada al final del diálogo de Platón: si el lógos justifica algún
conocimiento, será porque algún otro conocimiento presupuesto por el
razonamiento sostiene el razonamiento, pero, ¿de qué naturaleza es y cómo se
alcanza? El capítulo segundo especifica inmediatamente algunos caracteres del
saber que habría de servir de base última a la epistéme, entendida, como la entiende
Aristóteles, como el saber que específicamente encuentra respaldo en un lógos
demostrativo: ha de ser primero, inmediato, anterior, causal y mejor conocido que
una demostración. El tercer capítulo, que comporta un avance crucial hacia la
solución aristotélica del problema del Teeteto, razona por qué no cabe que todo
conocimiento sea demostrado, esto es, que todo él sea conclusión de una
argumentación. Ha de haber, según Aristóteles, un conocimiento que no es
demostrativo, el que pone fin al regreso infinito de la obligación de la demostración
y de paso libra de circularidad a nuestros razonamientos. En el capítulo final de la
obra, finalmente, se retorna a la cuestión fundamental con el fin de dilucidar de una
vez por todas el aspecto decisivo: ¿cómo se adquiere el conocimiento de los
primeros principios, ése que no es demostrativo? Vamos a tratar de entender de
qué modo se llega a ese desenlace y, luego, qué respuesta favorece Aristóteles.
La primera línea del libro reza: “Toda enseñanza y todo aprendizaje por el
pensamiento se producen a partir de un conocimiento preexistente” (71a)1. Y a
1
Citaré siempre la versión de Miguel Candel para Gredos, la más accesible, aunque la
corregiré cuando me parezca necesario y me referiré a ella con Analíticos posteriores, no
“segundos”. En lugar de un aprendizaje ‘por el pensamiento’ podría hablarse de un
aprendizaje ‘intelectual’. Aristóteles escribe, en efecto, dianoetiké. Y en el libro VI de la
[19]
continuación, para justificar esa aseveración, se expone que tanto las ciencias y las
demás artes como los argumentos como la retórica se ven envueltos en esa
dependencia o mediación2. La matemática, por ejemplo, da por sentados, entre
otros, el conocimiento del número y de la línea. Los argumentos, de modo
semejante, parten de premisas que se asumen, sean enunciados generales o
enunciados que manifiestan algo particular. Análogamente, los oradores convencen
apelando a lugares comunes o apelando a ejemplos, esto es, a cosas sabidas o que se
presumen sabidas.
Lo que se conoce previamente, observado más de cerca, resulta ser unas veces
de un tipo y otras de otro: bien la existencia de alguna cosa, bien qué es o qué
significa lo que se dice. Entre las cosas cuya existencia cree Aristóteles que dan por
sentadas la enseñanza y la argumentación encontramos los que podemos llamar
principios lógicos, a saber, lo que Aristóteles denomina ‘axiomas’. El ejemplo que
él escoge en el pasaje es el principio de bivalencia: “para cada cosa es verdadero el
afirmar o el negar”. También asume el matemático que existe el número, asunción
que Aristóteles considera una ‘hipótesis’. Por su parte, la presuposición del qué es –
de una ‘definición’– puede ser, por ejemplo, la de que el triángulo es el polígono de
tres lados. El geómetra razona a partir de un sobreentendido sobre el triángulo.
Para obtener una ilustración de esas definiciones, podemos pensar en qué cosas da
por sentadas Sócrates en la conversación con el esclavo que narra el Menón. Desde
luego el conocimiento de la línea, pero también el de la mitad, lo doble, la
superficie. El esclavo carece de instrucción, pero parece entender perfectamente los
términos del problema matemático y de su solución geométrica. Los ‘principios’ de
Ética nicomaquea se distinguen virtudes etiké –como la valentía– de virtudes dianoetiké –
como la ciencia, la técnica o la sabiduría–, esto es, virtudes éticas de virtudes que llamamos
‘intelectuales’. Barnes, el traductor inglés más conocido, vierte la primera línea de los
Analíticos posteriores de este modo: “All teaching and all learning of an intellectual kind
proceed from pre-existent knowledge”.
2
Que hable Aristóteles de las ciencias y ‘las demás artes’ no es descuido ni imprecisión. La
diferencia entre la ciencia (epistéme) y el arte (tékhne) es, desde el punto de vista
aristotélico, más sutil de lo que puede pensarse. El que posee el arte sabe realizar un cierto
algo y el que posee la ‘ciencia’ sabe qué es ese algo y por qué es como es, pero tanto uno
como otro han de conocer qué es exactamente eso que bien saben realizar, bien saben
explicar (de dónde viene y en qué consiste). Eso distingue a ambos de quien sólo tiene
experiencia de o con ciertas cosas. Recordará el lector que para Teeteto –en el diálogo
platónico– lo que nosotros llamamos ciencias y artes son, por igual, epistéme.
[20]
los que hablan los Analíticos posteriores son, pues, bien axiomas, bien hipótesis,
bien definiciones (cf. 72a15 ss.).
El primer capítulo de la obra se cierra, como he adelantado, con una discusión
preliminar del problema que el Menón platónico plantea en la sección 80d del
Menón o, más concretamente, del problema tal y como Sócrates, de entrada, lo
interpreta allí: ¿cómo podemos aprender algo que no sepamos? Aristóteles
entiende que la cuestión afecta a la enseñanza y aprendizaje (didaskalía y máthesis)
‘por el pensamiento’. Eso le permite despachar la objeción del imaginado Menón
diciendo que si conocemos las premisas de un argumento, conocemos en cierto
sentido –aunque en otro sentido no– lo que se sigue de esas premisas. Su ejemplo es
el siguiente. ¿Sé que los ángulos de este triángulo suman dos rectos? Antes de
tropezar con el triángulo, en cierto sentido no lo sé todavía, pues no conozco el
triángulo. Pero si en efecto sé que los ángulos de todo triángulo suman
precisamente eso, en otro sentido sé que los de éste lo suman también. En este
pasaje inicial, por tanto, no se discute el que llamo el problema del comienzo, que
afecta más bien al conocimiento previo o preexistente, y no al conocimiento que
proporciona o suscita la ‘enseñanza’3. Aristóteles se vale de que Sócrates hace una
interpretación de la cuestión de Menón que elude el problema del comienzo (o que,
como poco, lo reduce esencialmente). De este modo, puede decirse que ofrece en el
primer capítulo de estos libros Analíticos una solución al problema del Menón,
pero no una alternativa no mítica al mito del Menón ni una solución al problema
del Teeteto. Este capítulo es, pues, un comentario a la conclusión de Sócrates de
que si sabemos algo, podemos aprender. El abordaje del problema del comienzo se
reserva, como dije antes, para el final de la obra.
2. Los principios de la ciencia aristotélica
El capítulo segundo de los Analíticos posteriores arranca con una acotación
del significado de epistéme que es célebre como ninguna otra. La intención de
Aristóteles es ahí lexicográfica: su definición pretende poner de manifiesto el uso
Nótese que didaskalía no es lo mismo que paideía, no significa enseñanza en el sentido
amplísimo de ‘formación’ o ‘educación’, sino, precisa y simplemente, lección. Aristóteles
no defiende que la formación del alma depende de un conocimiento previo.
3
[21]
del vocablo griego. Por eso dice: “creemos que sabemos” o “creemos conocer”
cuando tal cosa y tal otra se cumplen. “Creemos que sabemos cada cosa sin más,
pero no del modo sofístico, accidental, cuando creemos conocer de la causa por la
que es la cosa que es la causa de tal cosa y que no cabe que sea de otra manera”
(71b9-11, traducción corregida). Se distingue inmediatamente, pues, el saber sin
más de un saber accidental, el sofístico, que ignora los principios (arkhai) de las
cosas, su razón de ser, y se vincula el saber que es epistéme al conocimiento de las
causas de lo necesario4. Sólo hay epistéme, en consecuencia, de lo necesario. De lo
que puede ser de otro modo, de lo que, por ejemplo, característicamente, producen
o emprenden los seres humanos, no hay ciencia, esto es, saber en este sentido. Hay,
si acaso, experiencia, técnica o sabiduría práctica (phrónesis), pero no epistéme5. Se
sigue de esto que Aristóteles consuma la tendencia –que despunta en el Teeteto– a
estrechar el sentido de epistéme, una operación que marcará la filosofía del
conocimiento posterior.
Pero lo más importante del capítulo en relación a nuestro relato sobre el
problema del comienzo es que en el párrafo siguiente, desarrollando lo dicho en la
primera línea de la obra, se declara que el saber científico, por demostración a partir
de la causa, necesita de una base de cosas verdaderas, primeras, inmediatas, más
conocidas y, obviamente, anteriores para el conocimiento, que serían precisamente
conocimientos de las causas que invoca la demostración. Si la demostración que
proporciona la ciencia es como Aristóteles la describe, entonces quien la posee ha
de contar con un saber, supuestamente no demostrativo, de cosas como ésas.
4
Aristóteles habla a veces de conocimiento ‘por accidente’ para referirse a un
conocimiento que tenemos de algo pero no en tanto que un cierto algo (por ejemplo, si veo
a un hombre contrahecho acercarse, pero no reconozco que se trata de Sócrates, se puede
decir que veo a Sócrates acercarse, pero sólo accidentalmente, no en tanto que Sócrates: sé
que se acerca un hombre y ese hombre resulta ser Sócrates, pero no se puede decir que sé
que Sócrates se acerca). No obstante, pienso que el contexto del pasaje de los Analíticos
que estoy comentado da a entender que el saber accidental al que se alude en él es en
general opinión verdadera adquirida por persuasión, es decir, sin un conocimiento
adecuado de los principios de lo que está en cuestión.
5
Las diferencias entre los diversos modos de ‘estar referida el alma a la verdad’ –epistéme,
tékhne, phrónesis, aísthesis, sophía, noûs– se abordan sistemáticamente en el libro VI de la
Ética nicomaquea, un texto posterior cronológicamente a los Analíticos posteriores. No
obstante, en la Metafísica, cuyos libros son a su vez posteriores a los de la Ética, la técnica
es considerada una ciencia, en atención a que el experto en el producir ha de tener a la vista
la ‘forma’ del producto (cf. 981b8). E inversamente, en la primera página de los Analíticos
posteriores, como se señaló antes, las ciencias son consideradas artes.
[22]
Es más, aunque el párrafo difiere la indagación de ese otro modo de saber
(que resultará, por cierto, no ser otro modo de epistéme, sino un modo de saber
distinto a la epistéme), en el comentario sobre los rasgos de las cosas verdaderas que
sirven de base a la demostración hallamos ya una indicación al respecto, cuando
Aristóteles explica que el ser más conocido se dice de dos maneras: para nosotros o
sin más. Y para nosotros, se aclara inmediatamente, lo más conocido es lo próximo
a la sensación, mientras que lo más lejano es lo universal, aunque lo más conocido
sin más sea precisamente lo opuesto a lo sentido, eso más general característico de
un ser determinado (de lo que Aristóteles llama la ‘entidad’). La cuestión, pues, es
si los conocimientos previos los proporciona la sensación o si los constituye el
conocimiento de lo universal, sobre la que este capítulo calla. Por ahora Aristóteles
se conforma con asentar la necesidad del conocimiento previo de las cosas primeras
(72a27). Es necesario conocerlas y, por cierto, conocerlas mejor que las
conclusiones de la demostración, pues ésta se tiene que basar en tal conocimiento.
A continuación, el capítulo tercero abunda en el carácter diferenciado del
saber necesario de los principios: “no sólo hay ciencia, sino también algún
principio de la ciencia, por el que conocemos los términos” (72b24). Si no fuera así,
si todo conocimiento o presunto conocimiento fuera demostrativo, entonces habría
que pensar que no hay conocimiento alguno en absoluto, porque –se asume– no
podemos concluir a partir de lo que no sabemos, o, alternativamente, habría que
suponer que las demostraciones giran en círculo o son recíprocas (que se
demuestran unas cosas a partir de otras y éstas a partir de aquéllas). Pero todas
estas opiniones Aristóteles las considera erradas. En primer lugar, porque, ya digo,
hay saber: tanto ciencia como conocimiento de sus principios6. En segundo lugar,
porque una ‘demostración’ en círculo sólo establece que algo es, si ello mismo es, lo
cual, además de trivial, vale para cualquier cosa –para cada una y su contraria– y
por tanto no establece ninguna en particular. En tercer lugar, porque sí hay
demostración recíproca de los rasgos propios de una cosa (los que Aristóteles
considera rasgos inesenciales, pero exclusivos), en el sentido de que pueden
demostrarse unos a partir de otros y viceversa, pero esto no se puede extender a la
6
Aunque Aristóteles admite que en cada caso es difícil estar seguro de que uno sabe algo,
es premisa de su argumento –como lo era del Teeteto– que hay saber en general y ciencia
concretamente (en el sentido, por supuesto, que tienen para él estas palabras).
[23]
demostración de cualquier otra cosa (por ejemplo: que los planetas no titilan,
piensa Aristóteles, se sigue de que están cerca de la Tierra, y no al revés)7.
Este capítulo es particularmente importante, porque estas poderosas razones
para desconfiar de que todo saber sea demostrativo parecen alimentar la convicción
de Aristóteles de que otro tipo de saber ha de ser postulado y, a continuación,
investigado, si es que hemos de llegar a entender en qué consiste tener ciencia8.
El grueso de la obra, tras estos primeros movimientos, se dedica en buena
medida al estudio de la demostración constitutiva de la ciencia y al de la relación
entre demostraciones y definiciones. Sólo cuando la discusión de unas y otras se
completa, encara Aristóteles el problema del comienzo (en el decisivo y polémico
II,
19), cumpliendo la promesa del capítulo tercero. La cuestión es entonces en qué
consiste disponer de principios de la demostración, en qué consiste ‘tenerlos’.
3. La sensación como comienzo del conocimiento
Aristóteles examina en el capítulo final, por de pronto, la posición platónica,
la de que poseemos al nacer los principios de la ciencia, pero le parece absurdo que
tal cosa ocurra y lo ignoremos, es decir, que siendo así, nos pasen inadvertidos. Por
otro lado, insiste en que un aprendizaje como el que proporciona la demostración,
la enseñanza científica, tiene que depender de conocimientos previos, algo que no
es compatible con que lo que se aprende por medio de ella sea un principio.
Busca, consecuentemente, un ‘modo de ser’ apto para el conocimiento de los
principios que no dependa del conocimiento y que tampoco constituya un
conocimiento congénito. Y cree hallarlo precisamente en la sensación, sin ir más
lejos, bien que entendida de una manera particular:
7
Por otro lado, es obvio que la ‘demostración recíproca’ adolece de algunos de los defectos
de la demostración en círculo.
8
A decir verdad, la discusión de la posibilidad de un regreso infinito, que aquí se interpreta
que anularía el saber, continúa en los capítulos 19-23 del primer libro, dedicados a la
finitud de los principios de la demostración y sus términos medios. Ahora bien, puede
pensarse, como hace al parecer Barnes, que los tres argumentos que en esa porción se
añaden no son más concluyentes que éstos por sí mismos (cf. Aristotle: Posterior Analytics,
p. 175).
[24]
Por consiguiente, es necesario poseer una facultad [de adquirirlos], pero no de
tal naturaleza que sea superior en exactitud a los mencionados [principios].
Ahora bien, parece que esto se da en todos los seres vivos. Pues tienen una
facultad innata para distinguir, que se llama sensación (aísthesis) (99b33 ss.;
traducción corregida)9.
La sensación es, pues, el dinamismo natural al ser vivo por el que distingue o
trata diferenciadamente ciertas cosas (unas semejantes entre sí como distintas de
otras semejantes entre sí). No es una pura capacidad, como la de ser afectado por
algo o recibir algo, como la que tiene un recipiente, contenedor o receptáculo, por
ejemplo una jaula, y tampoco la de un bloque de cera dúctil, en que se pueden
imprimir formas. Es, más bien, una tendencia o disposición a responder de maneras
específicas a ciertas cosas, a unas de un modo y a otras de otro. Por consiguiente,
Aristóteles entiende que no conocemos de antemano las cosas sobre las que versa la
ciencia, pero estamos naturalmente dotados para descubrirlas. Se da en nosotros
una aptitud con respecto a ellas: la aísthesis es esa aptitud, un modo de ser, y el
ejercicio de esa aptitud, llamado también aísthesis, es un modo de actuar. Es así
como él piensa que vencemos la dificultad que plantea el comienzo del
conocimiento.
Claro que la sensación sólo representa, precisamente, un comienzo para el
conocimiento. De hecho, no todo lo que goza de ella es capaz de ciencia. Hace falta
aún, primero, que la sensación quede retenida o persista de algún modo en el alma
–es decir, memoria de la sensación– y luego que de esa memoria resulte la
experiencia con y en determinadas cosas. Pero incluso quien cuenta con experiencia
(empeiría) no tiene por ello ciencia, es más, tampoco tiene inmediatamente tékhne,
Este pasaje ha de compararse con aquél del Teeteto en que la capacidad natural de sentir
se distingue de la de considerar y relacionar lo padecido en la sensación con el ser (cf.
Teeteto, 186b-c). Candel traduce aísthesis unas veces por ‘sensación’ y otras, como aquí,
por ‘sentido’. Hay que advertir que Aristóteles se refiere con la misma palabra unas veces,
como aquí, a una facultad y otras al acto o actividad de esa facultad. Un problema mayor
lo plantea la traducción de dynamis, que aquí se ha vertido como ‘facultad’ y la tradición
latina tradujo por potentia. ‘Facultad’ es seguramente un mal menor, aunque en mayor o
menor medida –como ‘capacidad’, ‘potencia’ o ‘poder’– retiene una engañosa ambigüedad
con respecto al carácter activo o pasivo de lo que está en cuestión. En la concepción de
Aristóteles, sin embargo, el sentido o sensación ha de ser una tendencia positiva a
diferenciar, si es que ha de permitir que el problema del comienzo se solucione.
9
[25]
esto es, la capacidad de producir o reproducir según un patrón, a sabiendas de lo
que hace. Si acaso, ‘surge’ de la experiencia el principio del arte y la ciencia,
principio que Aristóteles llama técnicamente ‘lo universal’ (cf. Analíticos
posteriores, I, IV, 100a5 ss.). Volviendo sobre este proceso, el libro I de la Metafísica
dirá que la experiencia ‘da lugar’ al arte, como la falta de ella al azar. Pero el arte
sólo se genera “cuando a partir de múltiples sensaciones de la experiencia resulta
una única idea general acerca de los casos semejantes” (981a3 ss.).
Así pues, la sensación y en general la experiencia dan pie a la ciencia en la
medida en que el alma percibe lo general en lo que se siente. No difiere demasiado,
bien mirado, lo que dice Aristóteles sobre esta percepción de lo que Sócrates
defiende al final de la primera parte del Teeteto. Donde Platón habla de discernir
cosas comunes a las cosas sentidas, Aristóteles lo hace de ‘remansarse’ o ‘detenerse’
en el alma lo universal que cabe predicar de ellas10. Lo universal (kathólou) es un
todo, algo uno, que puede decirse por entero de una multitud de cosas, algo
idéntico de o en todas ellas, como es enteramente animal –un animal– cada hombre.
La detención de lo universal es comparada con lo que sucede cuando en una
batalla, después de una desbandada, un grupo de combatientes recupera
paulatinamente el orden de la formación, porque sus integrantes se recolocan uno
tras otro (cf. 100a12 ss.). En el capítulo llega a decirse incluso que la sensación es
“de lo universal”, sin que esto contradiga necesariamente que sentimos lo
particular11. Hay sensación, dice Aristóteles, del hombre que Calias es, no del
hombre Calias. Luego, a esa ‘detención’ le suceden otras: a la de un animal como el
hombre, por ejemplo, la del animal en general, y a partir del animal (como también
de la planta o el árbol), se detiene lo vivo.
No obstante, Aristóteles advierte aún una operación entra la sensación y la
detención de lo universal, a saber: epagôgê (que se ha traducido ocasionalmente por
comprobación, pero más habitualmente, de acuerdo con la tradición medieval, por
Ciertamente, no hay ecuación rigurosa entre las ‘cosas comunes’ del Teeteto y lo que
Aristóteles llama lo ‘universal’, el qué es de una entidad, pero de ambos puede decirse que
son modos de ser y que no son objeto de aísthesis, estrictamente hablando. Sobre la
metáfora en Analíticos posteriores, II, 19 del ‘detenerse’ (ahí: eremésantos), véase Ética
nicomaquea, VI, 8, 1142a29, donde se habla de un ‘detener’ –hístemi– que suscita la
percepción de que el triángulo es la figura elemental, vale decir, la figura que no se
descompone en otras distintas del triángulo.
11
Sentimos ‘que el fuego es caliente’, aunque no por qué (cf. Metafísica, I, 1, 981b13).
10
[26]
inducción12). Sobre epagôgê se había hablado ya en el primer capítulo de la obra
como de un tipo de argumento. Ahora bien, en este trance final, en el
esclarecimiento de la formación de nociones generales, no parece estar en juego un
argumento, pues no se ‘discurre’ propiamente en la detención primera de lo
universal en el alma. Hay en el uso de Aristóteles, parece ser, una ambigüedad13. Lo
que con posterioridad se ha denominado inducción, en el sentido moderno, ha sido
en efecto algún tipo de prueba que conduce a una generalización 14 . Pero la
captación de lo universal, en tanto que forma de la cosa particular, no se debe
confundir con una generalización.
Por otro lado, Aristóteles distingue esa operación o proceso por el que lo
universal se remansa en el alma de la captación –estable y cierta luego– de lo
universal, hablando propiamente, es decir, del acto en que consiste conocerlo. A él
se refiere al cierre de los Analíticos posteriores con otro término: noûs, que es
vertido por algunos como ‘intelección’ y por otros como ‘intuición’15. Noûs es el
modo de ser relativo al hacerse manifiesto lo verdadero que se asocia a la ciencia
para proporcionarle sus principios indemostrables. Al menos en los Analíticos. En
la Ética nicomaquea, sin embargo, Aristóteles dice que la intelección se refiere
tanto a lo primero, esto es, a los principios inmutables de la explicación, como a lo
último, a saber, a lo particular, el ser el caso algo, cuya constatación desempeña el
Heidegger propone que se traduzca por Ausmachen, en el doble sentido de ‘divisar’ o
‘avistar’ (in den Blick heben) y ‘fijar’ o ‘convenir’ (festmachen) (Wegmarken, p. 244). El
problema de ‘comprobación’ –la opción del traductor español de los Analíticos– es que
sugiere la práctica de pruebas empíricas. El problema de ‘inducción’ –la opción
tradicional– es que hace pensar en pruebas lógicas.
13
Aunque no reconozca propiamente una ambigüedad, Höffe, por ejemplo, habla de una
diversidad de ‘inducciones’ en la obra de Aristóteles. Concretamente, distingue las que
llama ‘inducción enumerativa’ e ‘inducción ejemplar’ de la ‘inducción’ que está en juego en
este capítulo de los Analíticos posteriores. A ésta la denomina ‘inducción intuitiva’
(Aristotle, p. 59), aunque un poco después matice, a la vista del papel de eso que Aristóteles
llama noûs, que tratamos aquí con una inducción que prepara una intuición. Por su parte,
Heidegger tiene claro que epagôgê no significa, en pasajes como éste al menos, un modo de
‘pasar revista’ e inferir un ‘universal’, y llega a presentarlo, muy significativamente, como
un tipo de ‘ver’ (Sehen; cf. “Sobre la esencia y el concepto de la Φύσις. Aristóteles, Física B,
1”, p. 203).
14
La idea de un ‘silogismo inductivo’ se ha extraído merecidamente de Analíticos primeros,
II, 23. Claro que, entendida como prueba, hay epagôgê a través de ‘todas’ las cosas
singulares y no de una o un conjunto de ellas (68b29).
15
Heidegger habla de un ‘pensar que escucha o percibe [vernehmendes Vermeinen]’
(Platon: Sophistes, p. 21).
12
[27]
papel de premisa intermedia en el razonamiento práctico (cf. Ética nicomaquea, VI,
11). Hay intelección, pues, entendida como un tipo de percepción, tanto de las
formas como del hacerse evidente lo particular bajo su forma.
4. Una solución para el problema del comienzo
La solución de Aristóteles al problema del comienzo es, pues, compleja, qué
duda cabe: el saber se hace posible en virtud de sensación, epagôgê e intelección, y
si faltara alguna de estas cosas no podría haber luego demostración y, por tanto,
ciencia, al ser ignoradas, como consecuencia de esa carencia, las causas y su
existencia, cuyo conocimiento ha de anteceder a la explicación que demuestra. El
saber comienza propiamente por la sensación, pero sólo la percepción de lo
universal puede proporcionarle un principio a la epistéme16.
¿Hasta qué punto, pues, entra en contradicción la vindicación de la aísthesis
en los Analíticos posteriores con la negativa de Platón a admitir que el saber es
sensación? No la contradice en un punto, ciertamente: la sensación por sí misma,
según Aristóteles, no proporciona conocimiento de los principios de la ciencia y
son otras capacidades del alma las que a partir de la sensación –el Teeteto diría:
haciendo uso de los sentidos como instrumentos– revelan esos principios. Pero la
recepción ha destacado más bien el contraste que cabe ciertamente apreciar entre el
recurso a la sensación para resolver la aporía del Teeteto en los libros Analíticos y el
avance dialéctico en el texto platónico por el que se establece que tener un parecer
o tener una sensación no es, propiamente, conocer17.
Concluiré este capítulo destacando tres aspectos de la solución de los
Analíticos. En primer lugar hay que subrayar que la sensación –tomada como acto–
es tratada por Aristóteles, en efecto, como un modo de conocimiento y, por cierto,
como “el modo de conocimiento (gnóseis) por excelencia respecto de los casos
individuales” (Metafísica, I, 1, 981b10 ss.). Es más, en los libros Acerca del alma se
16
Y ni siquiera la captación de cualquier universal, en el sentido moderno, amplio, del
término, permite para Aristóteles una demostración como la ciencia requiere, pues no
cualquier universal es esencia o causa de la entidad. Volveré sobre esto.
17
Heidegger es uno de esos lectores que marca el contraste (Aristóteles “dice exactamente
lo contrario” que Platón: De la esencia de la verdad, p. 232), aunque su interpretación está,
admirablemente, llena de matices.
[28]
dice que la percepción de los objetos propios de los sentidos –color, sonido, olor,
etc., que Aristóteles tipifica como ‘sensibles propios’– es “siempre verdadera”,
puesto que, supuestamente, no nos podemos equivocar cuando sentimos, por
ejemplo, la blancura (427b12; cf. 418a12, 428a12, 428a16 y 428b18)18. Así, son
siempre verdaderas para Aristóteles, análogamente, la ciencia genuina (epistéme) y
la intelección (noûs), aunque la sensación sea comparable a la intelección, pero no a
la ciencia, en que ni en la intelección ni en la sensación hay composición, y “el error
[…] tiene lugar siempre en la composición” (430b1)19.
En segundo lugar, conviene llamar la atención sobre el hecho de que la
sensación es tomada por Aristóteles por un modo de ser de los animales relativo a
diferencias, que se manifiesta en que tratan de modo distinto cosas diferentes,
discriminando unas de otras, diferenciándolas, separándolas al hacerlo, y que, en
consecuencia, las agrupan de algún modo por su similitud. Y sobre que, en este
sentido, cabe entender que Aristóteles afirme que la sensación es de lo universal,
aunque por otro lado sea apropiado decir que sentimos lo particular o que la
sensación es de los singulares (81b7, 87b27 ss.).
Y en tercer y último lugar, quisiera asimismo enfatizar que el acto por el que
captamos lo universal en lo particular, esto es, el que Aristóteles denomina noûs, es
considerado al fin y al cabo un acto de percepción y discriminación análogo a la
sensación, por lo que, por ejemplo, no incurre en un desliz y despropósito cuando
llama aísthesis a la intelección que subyace a la premisa menor del silogismo
práctico, esto es, a la constatación de que estamos ante un caso de cierta índole, por
18
El pasaje más elocuente es quizás el último: “En primer lugar, la percepción de los
sensibles propios es verdadera o, al menos, encierra un mínimo de falsedad. En segundo
lugar, está la percepción del sujeto de que tales cualidades son accidentes; en esto cabe ya
equivocarse: en efecto, no se equivocará en si es blanco, pero sí puede equivocarse en si lo
blanco es tal cosa o tal otra” (Acerca del alma, III, 3, 428b18 ss.; mi énfasis). A la presunta
infalibilidad de la sensación se había referido ya Platón en el Teeteto (152c).
19
Ese ser siempre verdadera, la sensación, se limita al conocimiento de los ‘sensibles
propios’, como se vio en la nota anterior. No cubre, pues, el de los llamados ‘comunes’
(movimiento, tamaño, etc.) ni el de los ‘sensibles por accidente’ (como ‘el hombre’ que es
visto). La comparación entre intelecto y sensación al respecto dice así: “… cuando se
intelige qué es algo en cuanto a su esencia, la intelección es verdadera y no predica nada de
ningún sujeto. Pero así como la visión es verdadera cuando se trata del sensible propio
pero no siempre es verdadera cuando se trata de si lo blanco es un hombre o no, así
también sucede en relación con los objetos separados de la materia” (Acerca del alma, III, 6,
430b28 ss.).
[29]
lo que resultaría apropiado y deseable o, contrariamente, inapropiado e indeseable
hacer tal cosa o tal otra aquí y ahora, en las circunstancias, precisamente, del caso
(cf. Ética nicomaquea,
VI,
11, 1143b520). La intelección es, como la sensación, un
acto de discernimiento cierto que entraña la recepción de una forma o, mejor
dicho, un hacerse formalmente idéntico con sus objetos propios, en su caso la
entidad de cada cosa, como en el caso de la sensación el color, el olor, el sonido y
demás (cf. Acerca del alma, III, 4, 429a14 ss.).
Destaco estos aspectos por varias razones, relacionadas todas ellas con el
éxito histórico de la solución aristotélica. Buena parte de la recepción abrazó la
apología de Aristóteles de la sensación como punto de partida del conocimiento y
quienes no lo hicieron aceptaron al menos que la clave del conocimiento había que
buscarla en una certidumbre sobre principios que, no pudiendo proporcionarla la
sensación, la aseguraba, sin embargo, una facultad intelectual concebida a
semejanza de la sensación: una aprehensión directa y perfecta, inmediata, la visión
o intuición, de esos principios. En este sentido, puede decirse que incluso quienes
no quedaron persuadidos por el cierre de los Analíticos posteriores, lo estuvieron en
todo caso por su arranque y por la búsqueda a la que conducen los argumentos
iniciales. De ahí la importancia tanto de la noción que Aristóteles tuvo de la
sensación como de su concepción de una captación intelectual de principios según
el modelo de la sensación.
Por otro lado, la complejidad de la solución que arbitró para la aporía del
Teeteto, movilizando diversas facultades e imaginando una mediación adecuada
entre ellas, engendró un problema a propósito del respaldo que los conceptos que
nos formamos de las cosas tenían que encontrar en nuestras sensaciones en general.
Diríase que las aparentes ambigüedades de sus textos sobre la relación entre la
sensación y lo universal –una sensación que era, como he dicho, en cierto sentido
de lo particular y en otro de lo universal– hicieron que se pasara por alto que en su
concepción de la sensación como disposición a discriminar estaba contenida la idea
de que la sensación tiene por objeto lo particular, pero distingue algo particular por
similitudes y diferencias que tienen un valor y significado, una aplicación, que
20
El pasaje en cuestión dice: “debemos tener percepción de estos particulares [a los que
está referida la prudencia], y ésta es la intelección”. Cf., no obstante, 1142a25 ss.
[30]
trasciende lo particular (por lo que éste se convierte siempre en un ‘caso’). En lo
que considero un insuficiente aprecio de este aspecto de su solución, que destaqué
en segundo lugar, se hallará la explicación de un problema –el de la llamada
abstracción de lo universal– para cuya solución la concepción aristotélica de la
sensación tenía que significar el primer y decisivo paso. En lo que sigue, expondré
brevemente la historia de la influencia de estas nociones aristotélicas, que es la de
los extravíos de una tradición marcada por ellas.
[31]
3. Las fuentes del conocimiento
1. La herencia del problema y de su primera solución
Tanto Platón como Aristóteles buscaron en un conocimiento primero, inmediato,
simple, mejor conocido que ningún otro y no discursivo la solución al problema
del comienzo. La vida previa del alma del mito que se presenta en el Menón,
habiendo el alma visto en ella “todas las cosas”, proporciona ese conocimiento. Y
cuando Platón desarrolla su Doctrina de las Formas o Ideas, en diálogos como el
Fedón, encontramos que un conocimiento directo y sin mediaciones de lo igual en
sí o lo bello en sí o lo bueno en sí –las que Platón considera, enfáticamente, ‘cosas
reales’– es declarado el principio de toda aspiración a la sabiduría. Así es
supuestamente el conocimiento, por ejemplo, de la igualdad en sí misma, que
vuelve a la memoria a partir de la observación de cosas iguales, una igualdad que, a
diferencia de la igualdad de cosas que unas veces nos parecen iguales y otras veces
no, nunca puede ser confundida –supuestamente– con la desigualdad (cf. Fedón,
74c-e).
Es posible que los diálogos tardíos de Platón –el Parménides en particular–
signifiquen un abandono de esta doctrina sobre lo realmente real y lo que no puede
ser confundido con otra cosa y, de hecho, es del todo significativo que en el
Teeteto, el único texto dedicado exclusivamente al saber, las formas o ideas tengan
a lo sumo un papel fugaz y más bien negativo y enmascarado en el tránsito de la
primera a la segunda parte1. Pero dado que el Teeteto se cerró sin aclarar la cuestión
general que en él plantea Sócrates a sus interlocutores, ‘¿qué parece ser el saber?’,
los lectores de Platón se vieron tentados a difundir la Doctrina de las Formas y su
conocimiento previo como la doctrina platónica, sin matices, sobre el
conocimiento2.
No obstante, también en el Teeteto habla Platón de confusiones que son impensables
incluso en sueños o entre locos, en un pasaje en que sus ejemplos son la confusión, que no
se da, entre lo bello y lo feo, lo par y lo impar, el caballo y el buey, el dos y el uno (cf. 190
b-c).
2
Un ejemplo representativo de esta recepción es Cornford, quien en La teoría platónica
del conocimiento (1935) llega a la conclusión de que la Doctrina de las Formas resuelve,
antes y después del Teeteto, la aporía del final del diálogo (cf. p. 209).
1
[32]
En el caso de Aristóteles, son los argumentos en contra de la reiteración
indefinida, la circularidad y la reciprocidad de las demostraciones que encontramos
en la primera parte de los Analíticos posteriores los que obligan a presumir un
conocimiento inmediato. Y, luego, aísthesis, epagôgê y noûs o, dicho de otro modo,
el conocimiento directo de formas que suscita, ocasiona o causa nuestra tendencia
natural a sentir diferencias llena ese espacio presupuesto de principios de un modo
que hace posible, por derivación, la ciencia como lógos.
Como ya he dicho, esta maniobra común a ambos fue aceptada más o menos
explícitamente por sus sucesores, entre los que persuadió por regla general el
argumento platónico a favor de un conocimiento intelectual de ideas o formas y el
argumento aristotélico en beneficio de los principios indemostrables de la ciencia.
Pero tuvo también un éxito considerable, entre quienes recibieron la obra del
segundo, la opción de Aristóteles por una solución dual, por no decir triple,
presuntamente antiplatónica, ligada a la vindicación de un papel epistemológico
esencial de la sensación en la adquisición de conocimiento, aunque muchos
siguieron confiando la certeza sobre los principios de toda prueba a una captación
intelectual. De hecho, uno de los problemas principales de la Teoría del
Conocimiento tradicional lo planteó desde la recepción de Aristóteles la relación
entre sensación e intelección, en el sentido que tienen estos términos en los
Analíticos. Quienes trataron de resolverlo de un modo u otro, incluso quienes lo
intentaron reduciendo la importancia de uno de los elementos, reconocieron –
explícitamente o no– la conveniencia de las distinciones aristotélicas. Sensación e
intelección son, en la tradición a que da origen Aristóteles, las fuentes principales
del conocimiento.
Más controvertido es cuánto contribuyó éste a la comprensión posterior de la
naturaleza de la ‘primera’ intelección. Queda dicho que Aristóteles subrayó
siempre el carácter activo de esa operación (como, en general, de todo
conocimiento). Y, a decir verdad, introdujo en sus libros Acerca del alma una
diferencia entre la actividad y la pasividad del intelecto que, se interprete como se
interprete, parece concebida para impedir que nos tomemos la intelección o
inteligencia como un quieto ser informado o recibir formas (no digamos, como un
receptivo venir a albergar formas, como aves en una jaula). Su metáfora para el
[33]
intelecto en el capítulo 5 del libro III de esos escritos fue, de hecho, la luz, no el ojo.
Pero, no obstante, la semejanza que enfatizaron sus análisis entre intelección y
sensación pareció cifrarse en el carácter inmediato, aprehensivo y contemplativo de
la captación de formas, fueran sensibles o no, como sugiere la imagen de la
‘detención’, tanto en los Analíticos como en la Ética. En una pasividad
fundamental, en definitiva. Como es sabido, el propio Aristóteles comparó también
el alma, por lo que hace a ese discernimiento de formas, con una tablilla despejada
sobre la que se puede escribir cualquier cosa (cf. 430a1).
Para mí la cuestión que decidió el destino de la pregunta por la esencia del
saber no fue si el intelecto lograba separar o no el ‘qué es’ o la forma de la entidad
de lo que es accidental o coyuntural en el objeto. La cuestión fue si una pura
separación podía obrar el conocimiento. En la medida en que junto a la separación
o iluminación se tuvo que colocar la impresión sobre la tablilla se ligó el
conocimiento a algún tipo fundamental de afección o adquisición de forma. Esto
no puede sorprendernos, desde luego, puesto que la idea general de forma que
compartieron Platón y Aristóteles tiene connotaciones ópticas obvias3. Las ideas o
formas son aspectos4. Entender qué es algo se asimiló desde el inicio de la tradición
textual filosófica a la visión inequívoca, a la presentación o manifestación, de una
figura nítida y estable.
Los pensadores occidentales cristianos, que recibieron primero la obra de
Platón y luego la de Aristóteles, no encontraron mucha dificultad a la hora de
interpretar, según sus propios mitos y su teología en desarrollo, las conclusiones de
la epistemología griega. Agustín de Tagaste, sin contacto con la producción
aristotélica, sustituyó el mito platónico del conocimiento previo por la doctrina de
un magisterio directo, sobre el alma, ejercido por Jesucristo. Todo conocimiento se
adquiere, en su opinión, por algún tipo de percepción, bien exterior (con el
concurso de los sentidos), bien interior (del alma por sí misma) (El maestro, § 39)5.
3
No en balde la vista da a conocer diferencias como ningún otro sentido, según Aristóteles
(cf. Metafísica, 980a26).
4
Según Heidegger, “[l]a «idea» es el aspecto prestado por la visión a todo lo que se
presenta. La ἰδέα es el puro resplandor en el sentido de la expresión: «luce el sol». [...] La
esencia de la idea reside en la posibilidad de resplandecer y de hacer que algo sea visible”
(“La doctrina platónica de la verdad”, p. 188).
5
De magistro, su diálogo sobre la enseñanza, fue compuesto el año 389.
[34]
Pero cuando recibimos una lección, sólo aprendemos algo en la medida en que
entendemos lo que se nos dice y este entendimiento es –estrictamente hablando–
obra de Dios, de su Hijo o Verbo concretamente, quien exhibe o muestra las cosas
por sí mismas a los que las contemplan. Agustín habla de un ver por el que
adquirimos conocimiento. El papel del maestro humano, al lado de esa visión, es
circunstancial: si entendemos lo que nos explica es porque conocemos ya aquello
de lo que habla (en este sentido, Agustín aprueba que se diga que recordamos más
que aprendemos: cf. § 36). Pero, hablando con propiedad, las cosas o se muestran
por sí mismas o no pueden conocerse.
También Tomás de Aquino –como Agustín y antes Aristóteles– pensó que el
aprendizaje depende de un conocimiento previo, de unos ‘gérmenes de la ciencia’
(scientiarum semina) que son axiomas o nociones comunes. Pero siguiendo de cerca
los argumentos de los Analíticos, sobre los que Tomás de Aquino escribió un
comentario muy pormenorizado (en 1271-1272, aproximadamente), diferenció y
reconoció la existencia tanto de instrucción –enseñanza y aprendizaje– como de
genuino descubrimiento. Los principios de la ciencia se dice en su obra que
preexisten en el alma sólo potencialmente (in potentia; cf. Comentario de los
Analíticos Posteriores de Aristóteles, p. 41): es un modo de decir, puede que un
tanto engañoso, que podemos descubrirlos o que estamos capacitados para hacerlo.
En consonancia con esto, la Suma de Teología asume la confianza de Aristóteles en
que hay un término medio entre el conocimiento y la ignorancia (cf. I, 84, art. 3).
Lo que Aristóteles llama modo de ser o aptitud relativa a los principios es
interpretado por el religioso como un hábito (habitus). Por otro lado, Tomás de
Aquino prefiere evitar en ese contexto concederle un papel indelegable a Dios,
como hizo Agustín. El históricamente ambiguo intelecto agente o activo de
Aristóteles no fue tomado por él por una comunicativa inteligencia divina. En la
Suma se habla al respecto de una luz natural de la razón, luz que, por lo demás, da
a conocer, supuestamente, principios que son cognoscibles por sí mismos (per se
notis)6. De Aquino llega a decir que el conocimiento sensible es, propiamente, la
6
Esta noción de verdad o principio ‘cognoscible por sí mismo’ ha de retrotraerse también a
la filosofía de Aristóteles (véase Tópicos, 100b20 ss., donde se habla de lo que es digno de
crédito por sí mismo, y Analíticos posteriores, 76b23-24, donde se habla de lo que es el caso
en virtud de sí mismo) y tiene una aplicación paradigmática en la exposición del principio
[35]
mera ‘causa material’ del conocimiento intelectual (cf. Suma de Teología, I, 84, art.
6 y Comentario de los Analíticos Posteriores, p. 303).
2. La fuente de toda certidumbre en la Epistemología moderna
El reparto de funciones epistemológicas entre la sensibilidad y el intelecto lo
emborronó, ciertamente, la recepción moderna de esa tradición. El problema del
paso del conocimiento de lo particular al de lo universal se allanó de este modo,
aunque pagando un alto precio. Quienes desconfiaron del papel de los sentidos en
la adquisición de conocimiento se vieron tentados a considerar las sensaciones
como ideas confusas y oscuras7. Correspondientemente, quienes sospecharon de
nuestra capacidad de captar esencias (o formas esenciales) se inclinaron a considerar
que las ideas eran sensaciones desvaídas, cuando no palabras huecas 8. El precio fue,
pues, una minusvaloración problemática bien de la sensación, bien de las nociones
comunes.
Una consecuencia de estas aproximaciones fue la tendencia generalizada en
los siglos
XVII
y
XVIII
a tomar sensaciones y nociones como variedades de un
mismo género de cosas, llamáranse pensamientos (Descartes), ideas (Locke o
Berkeley), percepciones (Leibniz o Hume) o representaciones (Kant). De todos
modos, por rupturista que pueda parecer este reduccionismo, la búsqueda de un
conocimiento primero e inmediato sobre el que fundar todo conocimiento siguió
siendo común en la época y el carácter modélico para ese principio que tenía para
los griegos la percepción no fue cuestionado ni siquiera por los racionalistas. Las
sensaciones podían ser dudosas, incluso engañosas, pero el ideal de evidencia
cartesiano, al que Descartes quiso sujetar todo uso de la razón, siguió siendo el
ideal de la visibilidad. Y en la época, la obra de Descartes da el tono, en este punto
como en otros.
De hecho, la primera de las reglas del método científico, tal y como en el
Discurso del método fue concebido, mandaba no aceptar como verdadero nada que
de no contradicción en los libros de Metafísica (IV, 3, 105b11 ss.), un principio “que
necesariamente ha de conocer el que conoce cualquier cosa”.
7
Por ejemplo, Gottfried W. Leibniz, Meditaciones sobre el conocimiento, la verdad y las
ideas, p. 315.
8
Por ejemplo, David Hume, Investigación sobre el conocimiento humano, p. 18.
[36]
no fuera evidente por sí mismo, lo cual significaba: nada que no pudiera ser
pensado con claridad plena y distinguido por la mente con toda seguridad. Y las
otras tres –las reglas que podemos llamar del análisis, la síntesis y la enumeración–
no tenían otra misión que la de contribuir a que toda concatenación de
pensamientos en torno a un problema u objeto compusiera una única evidencia
conjunta (cf. Discurso del método, pp. 106 s.). El paradigma de la evidencia y, como
consecuencia, la regla de toda verdad fue para Descartes, como es sabido, la certeza
de que pensamos, de que somos seres que piensan. Esta certeza no la proporciona
un razonamiento o silogismo, como se encargó de aclarar a sus objetores. Es, antes
bien, intuitiva: se supone que una simple ‘inspección’ del espíritu conoce esta
verdad. A la vista está que Descartes aceptó el argumento aristotélico por el que los
principios de la ciencia se declararon indemostrables. Y que, además, comparó el
conocimiento de los principios, al igual que Aristóteles, con una percepción. En Los
principios de filosofía, de hecho, la claridad de un conocimiento se asemeja a la
claridad con la que ‘vemos’ los objetos “cuando estando ante nosotros actúan con
bastante fuerza y nuestros ojos están dispuestos a mirarlos” (I, 45º). Y poco antes,
en esa misma obra, identifica sin matices la operación del entendimiento con la
percepción (I, 32º).
El concepto mismo de conocimiento inmediato tuvo aplicación para
Descartes cuando hablamos de ‘ideas’. Por una parte, de todas las ideas que puedo
abrigar, sean tanto de cosas verdaderas como de quimeras, tengo una percepción
inmediata. Por otra, no hay error posible en esa concepción: se supone que las
realidades que concibo, existan o no cosas como ésas fuera de mí, son o contienen
lo que pienso que son o contienen. El error sólo entra en escena cuando me
aventuro a juzgar que ciertas cosas distintas de mis pensamientos realizan las ideas
que pienso con claridad (cf. Meditaciones metafísicas,
III,
p. 33)9. A todo esto se
añade que algunas ideas representan ‘esencias verdaderas, inmutables y eternas’,
como las ideas matemáticas –por ejemplo, las de las figuras geométricas– o las ideas
metafísicas de Dios, el cuerpo o la mente (cf. Carta a Mersenne, 16 de junio de
1641, Correspondance, III, p. 383).
9
Éste es el modo característicamente moderno que tiene Descartes de apropiarse de la
convicción aristotélica (y platónica) de que el error entra en escena de la mano del juicio.
[37]
Todas estas últimas son consideradas por Descartes ideas innatas. Se vio
llevado por razones que cabe considerar platónicas a negar que puedan haberse
formado a partir de cosas vistas o, en general, sentidas. En respuesta a las
objeciones de Gassendi a las Meditaciones, esgrimió que las líneas que vemos en los
triángulos materiales y en la pizarra son sin excepción irregulares u onduladas y,
por eso, cuando las miramos lo que vemos en realidad es un triángulo que nuestra
mente de algún modo alberga. Con el mismo fin en la quinta meditación se razona
que puedo concebir figuras nunca vistas y demostrar con certidumbre sus
propiedades. Estas ideas configuran un ‘tesoro de la mente’ al que el espíritu puede
volver su mirada. Descartes encuentra feliz la comparación platónica de esa visión a
la luz de la razón con la reminiscencia: “al descubrirlas por primera vez, no me
parece aprender nada nuevo, sino más bien recordar lo que ya sabía” (Meditaciones
metafísicas, V, p. 58).
Buen representante de estas tendencias platónicas, Leibniz vindicó también la
‘visibilidad’ de lo verdadero. Si las sensaciones eran inhábiles para producir esa
visibilidad, era por una torpeza de nuestras facultades, pero la noción misma de
visibilidad tenía que formar parte de la concepción general del conocimiento.
Confusión, claridad, distinción e indistinción fueron de nuevo caracteres que
exhiben las ideas, predicados que podríamos considerar que tienen su aplicación
natural en la descripción de las percepciones de los sentidos. Pero Leibniz no se
conformó con la claridad y la distinción como prendas del conocimiento, sino que
exigió además lo que llamó adecuación –“cuando todo lo que entra en una
definición o conocimiento distinto es conocido distintamente hasta llegar a las
nociones primitivas”– y, de ser posible, intuición –“cuando mi espíritu comprende
simultáneamente y distintamente todos los ingredientes primitivos de una noción”
(Discurso de metafísica, § 24). Del conocimiento de los principios de la ciencia
esperaba que tuviéramos ese conocimiento que penetra en lo elemental y lo
aprehende, por así decir, de un golpe de vista.
En esta línea, continuó hablando de conocimiento para referirse a la mera
posesión de ideas, si bien, a diferencia de Descartes, no estimó que las ideas fueran
esencialmente ajenas al error. Al contrario, afirmó que hay ‘ideas falsas’: las que
encierran contradicciones entre sus notas y, por tanto, son de imposible
[38]
realización, como, según su ejemplo, la idea de una velocidad mayor que cualquier
otra. Pero en otras ocasiones se vio llevado a matizar que no tenemos idea alguna
de nociones imposibles. Más bien las suponemos, las damos por sentadas, cuando
nos referimos a ellas simbólicamente, por medio de palabras, como cuando
pensamos en algo sin ‘contemplar su idea’, por ejemplo, cuando nos decimos ‘mil’
sin tomarnos el trabajo de pensar de qué está compuesto y, por tanto, qué
representa (esto es, según Leibniz, una decena de centenares).
También aceptó Leibniz, como Descartes, la idea platónica de que las
nociones comunes son recordadas, no descubiertas, no averiguadas, aunque la
desligó de la suposición de una vida anterior: como Agustín en su día y Descartes
poco antes que él, apostó por que los gérmenes de la ciencia los había inculcado
Dios en el alma, donde residirían ‘virtualmente’, y se libró así del problema que
planteaba para Platón, más o menos manifiestamente, la adquisición primera de
esos gérmenes antes de nacer (cf. Discurso de metafísica, § 26). Las explicaciones
sobre el origen del conocimiento de los principios de Aristóteles, la idea general de
una afección exterior que comunica formas, la consideró en todo caso una
concesión a la representación vulgar (cf. 27). Es Dios, no otra cosa ni proceso, “el
sol y la luz de las almas” (§ 28). En su platónica opinión, nada se nos puede enseñar
cuya idea no esté ya en el espíritu, gracias a esa dotación congénita e infusa. El alma
sólo necesita de ‘advertencia’ para conocer las verdades y puede decirse al menos
que posee las ideas de las que las verdades dependen. Esto quedaría demostrado en
la ‘hermosa experiencia’ que narra el Menón, según se señala en el Discurso de
metafísica (p. 361) y en los Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano (p. 72).
Incluso se podría decir que ya poseemos las verdades que la experiencia pone de
manifiesto en la medida en que las verdades serían, siempre, relaciones de ideas10.
Su solución al problema del comienzo, por tanto, fue tan tajante y
decepcionante como el recurso a un mito. Las dificultades que planteaba la
explicación de nuestra capacidad de reconocer verdad alguna se despejaban
postulando facultades de origen divino. La aparente incapacidad de la observación
10
Para Leibniz ‘verdadera es la proposición cuyo predicado está contenido en el sujeto’ y
hay conexión necesaria entre ambos cuando hablamos de ‘verdades eternas’, ‘que se
derivan de puras ideas o definiciones de ideas universales’ (cf. “De la naturaleza de la
verdad”, p. 400).
[39]
de ejemplos imperfectos para asentar verdades necesarias y producir ideas puras
llevó tanto a Descartes como a Leibniz al compromiso con ideas innatas. Además,
Leibniz suscribió, como su predecesor, el razonamiento que condujo a Aristóteles
a afirmar principios indemostrables, en forma tanto de ideas simples indefinibles
como de principios primitivos ‘que no pueden probarse y tampoco lo necesitan’,
denominados ‘enunciados idénticos’ (Monadología, § 35).
En abierta contradicción de la obra de Descartes, los reivindicadores
modernos de la sensación como fuente de conocimiento hicieron del testimonio de
los sentidos el auténtico paradigma del saber y del discernimiento y defendieron el
origen empírico de nuestras ideas. Pero, como anticipé arriba, su apología no
significó quebranto alguno para la conclusión aristotélica de que un conocimiento
inmediato ha de tener un papel epistemológico privilegiado, tal y como se lo habían
asegurado los planteamientos diversos de los racionalistas.
No quisiera extenderme mucho ofreciendo pruebas de esto. Por lo que a
Locke respecta, pueden buscarse en el capítulo de su Ensayo sobre el entendimiento
humano dedicado a los grados de nuestro conocimiento (cf. Ensayo, IV, 2, § 1). Me
contentaré aquí con ofrecer una larga cita, de insuperable elocuencia:
... si reflexionamos sobre nuestras propias maneras de pensar, veremos que
algunas veces la mente percibe de un modo inmediato el acuerdo o el
desacuerdo de dos ideas por sí solas, sin intervención de ninguna otra; y a
esto, creo, puede llamarse conocimiento intuitivo. Porque, en este caso, la
mente no se esfuerza en probar o en examinar, sino que percibe la verdad del
mismo modo que el ojo percibe la luz, únicamente porque se dirige hacia ella.
Así, la mente percibe que lo blanco no es lo negro, que un círculo no es un
triángulo, que tres es más que dos y que es igual a uno más dos. Unas verdades
como ésas, la mente las percibe a primera vista desde el momento que ve
juntas las ideas, por mera intuición, sin que intervenga ninguna otra idea, y
esta especie de conocimiento es el más claro y el de mayor certidumbre de
que es capaz la flaqueza humana. Esta parte del conocimiento es irresistible,
y, como la brillante luminosidad del sol, se impone inmediatamente a la
percepción en el instante mismo en que la mente se vuelve hacia esa dirección;
[40]
y sin provocar titubeos, dudas, ni examen, la mente queda invadida de su
clara luminosidad. Es de semejante intuición de donde depende toda la
certidumbre y la evidencia de nuestro conocimiento (pp. 528 s.)11.
Por lo que hace a Hume, puede decirse que coincidió con otros empiristas en
que nuestras sensaciones nos dan a conocer cualidades que pueden encontrarse en
diversos objetos. Su polémica contra las ideas y pruebas matemáticas (cf. Tratado
de la naturaleza humana,
III,
1), tal y como Descartes y Leibniz –entre tantos
otros– las habían celebrado, contra su presumida espiritualidad y refinamiento y
contra su presumida necesidad y perfecta certeza, respectivamente, no hace mella
en el hecho de que se nos atribuye una capacidad innata e inmediata para distinguir
los tipos de las cosas que sentimos y, por tanto, para adquirir conocimiento siendo
‘impresionados’, directa y pasivamente, por las cosas, y tampoco en el de que
tenemos que fundar en ese conocimiento todas nuestras convicciones12. Hume
defiende de hecho, al comienzo del Tratado, que todas las percepciones de la mente
son bien impresiones (es decir, sensaciones o sentimientos), bien ideas, y que las
ideas son semejantes a las impresiones que les corresponden (y de las que, en su
opinión, proceden), si bien las ideas son menos vivaces e intensas que las
impresiones. Es más, llega a decir que las percepciones de la mente son dobles –
impresión y también idea– y, en este sentido, habla de un color, incluso de un
matiz de cierto color, como si pudiéramos tener de él tanto una impresión como
una idea. Puedo ver cierto color –cuando una impresión “hiere nuestros ojos a la
luz del sol”– y puedo pensar en ese color –cuando estoy sumido en la oscuridad. A
juzgar por lo que dice Hume, nuestra relación con las impresiones es de la misma
naturaleza que nuestra relación con las ideas. “Por su naturaleza misma, una idea es
más débil y tenue que una impresión; pero como en todos los demás aspectos es la
misma cosa, no podrá implicar ningún gran misterio el comprenderla” (Tratado,
III, I,
p. 131).
Como puede comprobarse, en la sección correspondiente de los Nuevos ensayos (‘Sobre
los grados de nuestro conocimiento’), Leibniz acepta el concepto de ‘intuición’ que maneja
aquí Locke. La razón, en las demostraciones, da pasos “en base a un conocimiento
intuitivo o a simple vista” (Nuevos ensayos, p. 436).
12
Sellars llama la atención sobre este principio empirista en “El empirismo y la filosofía de
la mente”, § 28.
11
[41]
De lo anterior se sigue que, si la mera inspección de algunas ideas conduce al
descubrimiento de algunas verdades, esto es, a la certeza de algunas relaciones en
que se hallan tales ideas, puede decirse que existe un conocimiento que deriva en
general de nuestra capacidad de distinguir y comparar percepciones. Otra cuestión
es, desde luego, si existe otro tipo de conocimiento. Pero Hume pensó en todo caso
que cualquier otra certidumbre que podamos tener palidece cuando la comparamos
con la que proporciona la inspección directa de percepciones y, en todo caso, es
dependiente de nuestro conocimiento inmediato de dichas percepciones.
3. Sensibilidad y entendimiento en la Crítica de la razón pura
Paso ahora a considerar también brevemente las menos inequívocas opiniones
de Kant sobre estos asuntos, con el fin de valorar hasta qué punto prevaleció la
solución aristotélica del problema del comienzo durante la Modernidad. En la obra
crítica de éste, que es tenida por el precipitado equilibrado de las tendencias
modernas, hallamos de hecho, contra la tentación reduccionista, una versión de
aparente alta fidelidad del modelo dual aristotélico, en la que no se desprecia ni la
pasividad de la sensibilidad ni el carácter activo de la formación de conceptos.
Famosamente, Kant escribe en la primera línea de la Crítica de la razón pura
(1781/87) que el conocimiento arranca o comienza con la experiencia, aunque no
todo en él, no todo él, proceda de ella (cf. B 1). Y lo que Kant denomina
entendimiento (Vestand) ahí, una facultad que la sensación tiene para Kant la
función epistemológica de movilizar, es definido a continuación como facultad de
los principios.
Pero hubo en la versión de Kant detalles diferenciales, en los que
planteamientos modernos previos resuenan con fuerza, que enturbian la herencia
aristotélica. Para empezar, los principios y las categorías kantianos son reglas de
síntesis de la experiencia y no ‘formas separadas’ o ‘separables’ de los objetos de la
sensibilidad. Esto introduce un carácter subjetivo –no objetivo– en los principios
de la investigación que hubiera repugnado al realismo griego. Esas reglas gobiernan
la facultad de conocer de un entendimiento que ha de formar representaciones
objetivas sobre la base de afecciones de la sensibilidad del ánimo. Son, de hecho,
[42]
‘formas del entendimiento’. No gobiernan una voluntad creadora del mundo, pero
tampoco las cosas –consideradas en y por sí mismas– que lo componen.
Por otro lado, el proyecto crítico de Kant estuvo orientado a la denuncia de
las ideas y principios que carecen de respaldo empírico, lo cual le condujo a tomar
las impresiones de los sentidos por el contenido de los pensamientos. La
originalidad de los resultados de ese proyecto consistió en que el valor de
conocimiento de las sensaciones quedó atenuado en ellos como nunca había
ocurrido hasta entonces después de Aristóteles13. Como he dicho, incluso por los
racionalistas modernos, que pusieron en duda el servicio de los sentidos, el carácter
engañoso de las sensaciones no fue relacionado con su modo general de presentar
objetos, inmediato y pasivo. Kant, sin embargo, tendía a considerar que era la
actividad del entendimiento la que producía una experiencia capaz de verdad. La
empeiría kantiana no fue un conjunto de sensaciones de cosas de un mismo tipo
retenidas en el alma. Dicho de otro modo, su Erfahrung no fue empeiría. El
conocimiento empírico, en consecuencia, no fue considerado en su obra crítica la
aprehensión pasiva de objetos. Recurriendo a las viejas metáforas, Kant escribió
que las intuiciones de la sensibilidad sin conceptos eran, paradójicamente, ciegas.
Pero incluso su singular apuesta por la búsqueda del origen del conocimiento
en la actividad de nuestra facultad de conocer se vio lastrada por una manera
tradicional de entender esa actividad. Al fin y al cabo, el entendimiento comparaba,
combinaba y separaba ‘impresiones de los sentidos’. De esta suerte, las impresiones
no fueron sólo motores de la actividad del entendimiento, sino, como ya he dicho,
el objeto de esa actividad14. En semejante tesitura tenía que hacerse difícil entender
el carácter revelador de la experiencia sin asumir el carácter revelador de las
impresiones.
13
Incluso si hay un precedente del énfasis que Kant pone en el papel epistemológico del
entendimiento en la filosofía del conocimiento de Berkeley, como se ha sugerido, mi
afirmación se puede aceptar desde el punto de vista de la historia de los efectos.
14
El influjo de Hume en este punto es manifiesto. “Pero, aunque nuestro pensamiento
aparenta poseer esta libertad ilimitada, encontraremos en un examen más detenido que, en
realidad, está reducido a límites muy estrechos, y que todo este poder creativo de la mente
no viene a ser más que la facultad de mezclar, trasponer, aumentar, o disminuir los
materiales suministrados por los sentidos y la experiencia” (Investigación sobre el
conocimiento humano, p. 19).
[43]
Efectivamente, Kant habla, tanto al comienzo de la ‘Estética trascendental’
como al comienzo de la ‘Lógica trascendental’ de su primera Crítica, de cómo se
combinan en nuestro ánimo las aportaciones de dos principios de conocimiento (o
fuentes fundamentales), la sensibilidad y el entendimiento, que el filósofo debe
separar y distinguir, no reducir o preferir, y cuyas funciones no deben ser
intercambiadas o confundidas (cf. A 19 s./B 33 s. y A 50 s./74 s.), pues el
conocimiento surge exclusivamente de su reunión o acuerdo (“daraus, daß sie sich
vereinigen”) 15 . La sensibilidad (Sinnlichkeit) es para él la facultad de ‘recibir’
representaciones por el modo en que somos afectados por objetos (Kant habla
también de ‘la receptividad de impresiones’). La sensación (Empfindung) es el
efecto de un objeto en esa facultad. Por medio de la sensibilidad, y sólo así, nos son
‘dados’ objetos, gracias a lo cual esta facultad sirve o proporciona, entonces,
intuiciones (Anschauungen). Por medio del entendimiento (Verstand), en cambio,
las intuiciones son pensadas, para lo cual surgen del entendimiento conceptos
(Begriffe), pero estos pensamientos han de referirse a intuiciones, en última
instancia, si han de tener objeto. “Los pensamientos sin contenido son vacíos, las
intuiciones sin conceptos son ciegas” (A 51/B 75). Esas respectivas carencias, en el
análisis de Kant, se remedian porque se les ‘añade’ a los conceptos el objeto de o en
la intuición (así los conceptos se hacen ‘sensibles’) y, al tiempo, las intuiciones se
hacen comprensibles al ser subsumidas bajo conceptos.
Hubo, pues, una oscilación en la Crítica, y por cierto en sus dos versiones.
Desde la primera página la experiencia fue unas veces una serie de sensaciones
productoras de representaciones por sí mismas y otras, la síntesis del
entendimiento (cf. A 1/B 1). Pero incluso cuando fue síntesis, una operación
intelectual, estuvo referida a intuiciones empíricas de tal modo que Kant se vio
llevado a subrayar que nuestro conocimiento era sólo, siempre, de fenómenos, es
decir, un derivado de efectos de las cosas en nuestra sensibilidad. Ciertamente, esto
tenía la ventaja, al menos a sus ojos, de hacer comprensible el conocimiento de lo
universal y lo necesario, pues lo universal y lo necesario en los objetos podía
La Crítica de la razón pura tiene dos partes muy desiguales. La mayor, la que contiene la
‘Doctrina trascendental de los elementos’, se divide a su vez en dos: la ‘Estética
trascendental’ y la ‘Lógica trascendental’. Los pasajes que más nos interesan se hallan en las
primeras páginas de ambas, colocación que manifiesta su importancia.
15
[44]
explicarse entonces como el producto de las universales y necesarias operaciones
del entendimiento. Pero por otro lado tenía que relativizar ese conocimiento a los
límites y métodos de una peculiar facultad, la facultad humana de conocer. De
hecho, Kant insistió sin desmayo en que las cosas, consideradas en sí mismas,
podían ser causas del conocimiento, pero no podían ser sus verdaderos objetos.
¿Cuál fue, pues, la respuesta de Kant al problema del comienzo? Podemos
decir que, contra toda la tradición anterior, Kant presentó ciertas operaciones
características de las facultades humanas de ser afectado y enjuiciar que en sí
mismas no constituían conocimiento como factores de la constitución del
conocimiento. Así cabe entender, pienso, la doctrina sobre la ceguera de las
intuiciones (empíricas) y la vaciedad de los pensamientos que no están a ellas
referidos. Pero, así interpretado, el modelo aboca a un dilema: o negamos el
conocimiento en un sentido tradicional y ordinario, porque relativizamos los
mismísimos juicios de la ciencia a nuestra facultad de conocer y a la esfera de los
fenómenos que ella genera, o hacemos depender nuestras pretensiones de verdad y
conocimiento de una referencia a intuiciones –Anschauungen, visiones– que sean
en sí mismas representativas de las cosas, que las den a ver y conocer, pasivamente,
por el mero hecho de que somos afectados por ellas.
Ante las ambigüedades de la Crítica se abrieron, en consecuencia, dos
posibilidades: la de absolutizar el carácter activo del conocimiento, como hicieron
los idealistas posteriores (Fichte o Hegel), y la de volver a destacar el papel de un
conocimiento inmediato, aprehensivo y perceptivo en la adquisición general de
conocimiento, como hicieron los primeros opositores del idealismo post-kantiano
(Jacobi, por ejemplo, así como a la postre Schelling y, desde el principio, Feuerbach
o Kierkegaard)16.
Los herederos de los primeros –que fueron pragmatistas, hermeneutas,
teóricos ‘críticos’ o alguna otra especie de ‘antirrealistas’– se vieron llevados a
abandonar los modelos epistemológicos tradicionales de procedencia aristotélica, e
incluso a romper con el compromiso recibido con la idea de un conocimiento
primero e inmediato. En cambio, los herederos de los segundos –positivistas,
16
Podría decirse que, en realidad, entre los idealistas alemanes, el único que no hizo
concesión alguna a la idea de un conocimiento inmediato fue Hegel. Más adelante, en el
capítulo 5, se hablará de este aspecto de su pensamiento, por su originalidad e influencia.
[45]
empiristas y fenomenólogos en su mayor parte– enfatizaron en una medida sin
precedentes la importancia de un conocimiento ‘dado’ como principio de todo otro
conocimiento.
Como consecuencia, lo que llamo el carácter perceptivo y en todo caso
inmediato, primero y fundamental del conocimiento de los principios –en el
sentido que tienen estos términos en la obra de Aristóteles– gozó de dos, si no
últimas, sí penúltimas apariciones históricas bajo la figura de los ‘datos de los
sentidos’ del empirismo del siglo XX, que Moore y Russell pusieron en circulación,
y de las ‘intuiciones’ y datos puros fundamentales –la Gegebenheit– de la
fenomenología de Husserl17.
En el próximo capítulo, antes de dar paso al estudio de la ruptura con el
modelo aristotélico por parte de los críticos contemporáneos de todo empirismo,
quisiera ofrecer algunas pruebas de ese eco relativamente reciente de la solución de
Aristóteles del problema del comienzo en esos dos proyectos epistemológicos
tardíos e importantes.
La idea de ‘vivencia’ de La construcción lógica del mundo (1928) de Carnap es otra
figuración del dato. La noción de quale (en plural: qualia) de algunos filósofos de la mente
del pasado siglo puede considerarse su última encarnación.
17
[46]
4. Datos de los sentidos y otras evidencias
1. Los datos de los sentidos
Una presentación completa y a la vez sucinta de los planteamientos
epistemológicos de partida de Russell, en la que se introduce la noción de ‘dato de
los sentidos’ y se afirma un conocimiento de cosas directo e inmediato, que Russell
denomina ‘por familiaridad’, la hallamos en Los problemas de la filosofía, de 1912.
En los datos de los sentidos, en el conocimiento, también por familiaridad, de
ciertos universales y en la intuición de ciertas verdades empíricas y ciertos
principios lógicos Russell cree encontrar el conocimiento primero, no
argumentativo y fundamental sobre el que se yergue todo otro conocimiento, tanto
en su opinión como en la de Aristóteles.
Russell entiende que podemos conocer cosas (como colores, peines y árboles)
y verdades (que el color es metálico, que el peine es de cobre, que hay un limonero
en el centro del huerto). Y que las cosas las podemos conocer ‘por familiaridad’ o
‘por descripción’. Pues yo puedo hablarle de algo a alguien que no ha visto (ni
oído, etc.) jamás y, si le informo con exactitud y detalle y me comprende, decimos
que viene a adquirir conocimiento de ello (así alguien puede reconocer un peine
que le he descrito cuando tropieza por primera vez con él: “¡El peine de Joan!”), un
conocimiento que Russell considera de cosas y adquirido por descripción. Pero,
claro, puede venir a conocerlas también de otro modo, sin testimonios de por
medio, simplemente porque las ve, palpa, escucha al moverse, etc. Se adquiriría así
un conocimiento de algo particular, piensa Russell, de lo que somos ‘directamente
conscientes’, directo él mismo, un conocimiento al que no llegamos por proceso de
inferencia alguno y que es ‘perfecto y completo’ inmediatamente, que además no
podemos ampliar (que ni siquiera podemos pensar que cabe ampliar), de cosas que
nos son conocidas tal y como son, más simple que el conocimiento de cualquier
verdad e independiente lógicamente de él, y que Russell considera conocimiento de
cosas adquirido por ‘familiaridad’ con ellas. Esta caracterización, por sí misma, da a
entender su importancia epistemológica. Así la introduce Russell:
[47]
En presencia de mi mesa estoy familiarizado con los datos de los sentidos
[sense-data] que componen la apariencia [appearance] de mi mesa –su color,
forma, dureza, suavidad, etc.; todas éstas son cosas de las que soy
inmediatamente consciente cuando veo y toco mi mesa. Se pueden decir
muchas cosas del matiz del color que veo –puedo decir que es marrón, que es
más bien oscuro, etc. Pero esas afirmaciones, aunque pueden hacerme
conocer verdades sobre el color, no me dan a conocer el color mismo mejor
de lo que lo conocía ya: por lo que hace al conocimiento del color en sí
mismo, como opuesto al conocimiento de verdades sobre él, conozco el color
perfecta y completamente cuando lo veo, y no es posible ningún
conocimiento ulterior de él, en sí mismo, siquiera sea teóricamente. Así pues,
los datos de los sentidos que componen la apariencia de mi mesa son cosas
con las que estoy familiarizado, cosas inmediatamente conocidas por mí tal y
como son (The Problems of Philosophy, p. 25).
Comúnmente, los ‘datos de los sentidos’ han sido considerados desde
entonces entidades (o sucesos) de las que tenemos un conocimiento directo, que
dependen para existir de que una mente las conozca (vea, etc. o, en general, perciba)
y que tienen las propiedades que a esa mente le parece que tienen, ni más ni menos.
En atención a estas características, la experiencia visual, etc. fue considerada por
Russell, en todo momento, una experiencia privada (cf. p. 79)1. El argumento de
1
Ha de señalarse que Russell podría haber vindicado ‘datos de los sentidos’ sin
comprometerse con que son ellos, estrictamente hablando, el objeto de nuestra percepción,
pues podría haber dicho que disponer de un dato de los sentidos es tener una experiencia
cuyo objeto es un ‘objeto físico’ (ésta parece haber sido la posición de Thomas Reid, con
respecto a las impresiones de los sentidos, en el siglo XVIII). De hecho, en el prefacio a la
edición alemana de Los problemas, de 1924, Russell cuenta entre los asuntos que
merecerían un tratamiento corregido el de la relación entre sensaciones y datos de los
sentidos: hay que abandonar la distinción entre unas y otros, dice entonces, y darles la
razón a los “realistas americanos”, como William James. Es significativo que, tan sólo una
década después de la publicación de Los problemas, Russell, tal vez por influjo de su amigo
Wittgenstein, se aproximara a posiciones pragmatistas (cf. p. 96; Russell abandonó
también, supuestamente por ese influjo, su confianza en que las verdades aritméticas fueran
otra cosa que tautologías). Sus opiniones corregidas se publicaron en El análisis de la
mente, en 1921, pero queda para otra ocasión su discusión. No obstante, no se puede decir
que su simpatía por James o Dewey lo alejara finalmente de los principios empiristas
básicos, como queda atestiguado en la polémica con este último en Investigación sobre la
verdad y el significado (1940).
[48]
Los problemas a favor de estos datos de los sentidos es, desde luego, clásico: puesto
que el color, la textura, la dureza, la forma, etc. de cualquier objeto físico que
puedo percibir no parecen ser los mismos desde todo punto de vista en el espacio o
para todo medio de percepción, he de concluir, razona Russell, que el aspecto que
me parece que tiene, en cada caso, no debe ser considerado propiamente una
cualidad de la cosa, sino un efecto de ella en mí, una experiencia o conciencia –o,
digamos, vivencia– que tengo de ello2. La forma que parece tener una moneda, por
ejemplo, no es, estrictamente hablando, la forma de la moneda. De lo que se sigue,
supuestamente, que nuestro conocimiento de la forma de la moneda no lo
proporciona la percepción3.
2. La extensión del conocimiento por familiaridad
Pues bien, nuestra íntima relación con los ‘datos de los sentidos’ que
‘componen’ (make up) la apariencia de una cosa u objeto físico (o, como también se
dice en Los problemas, que ‘asociamos’ a los objetos físicos) constituye a juicio de
Russell el ‘más obvio’ de los conocimientos que adquirimos por familiaridad (p.
26), si bien no el único. También conocemos de ese modo, piensa él, algunos
‘universales’ (o ideas): como cualidades sensibles genéricas (por ejemplo, lo rojo o
el rojo, entendido como el color genérico de muchas cosas de colores levemente
distintos), relaciones espaciales y temporales genéricas (como anterioridad, lejanía
2
Russell habla literalmente de una experiencia (experience) o conciencia (awareness) o,
incluso, de “la experiencia de ser inmediatamente consciente de estas cosas”, a saber,
colores, sonidos, olores, durezas, asperezas, etc. (p. 4). Nótese, por cierto, que el uso que se
hace ahí de ‘experiencia’ no es el de Aristóteles, pero tampoco exactamente el de Hume.
3
Hoy en día es más habitual un argumento que parte de la constatación de ilusiones,
alucinaciones, ‘visión doble’ y similares. ¿De qué objeto podría ser cualidad la mancha de
color que percibo después de ser deslumbrado por el sol? ¿Qué es borroso cuando veo
borroso? La ventaja de las versiones posteriores sobre la de Russell es evidente: alguien
podría replicar a Los problemas que las diferencias de perspectiva se pueden aclarar
diciendo que ‘la cosa tiene este color desde este ángulo, pero este otro color desde este otro
ángulo’. No parece haber contradicción ni misterio en que una cosa exhiba tal cualidad.
Aunque una réplica de este tenor se puede hacer valer en general contra la mayoría de los
argumentos conocidos a favor de los datos de los sentidos, es especialmente natural en este
caso.
[49]
o contigüidad), la idea general de semejanza y “ciertos universales lógicos
abstractos” (p. 63)4.
Es por esta defensa de un conocimiento inmediato de universales, en buena
medida, que el ‘empirismo’ de Russell no es considerado ‘clásico’ y se califica de
‘lógico’. De hecho, él argumenta expresamente en contra de la resistencia de los
empiristas modernos a aceptar un conocimiento genuino de universales. De
acuerdo con Hume, las ideas son impresiones desvaídas o, mejor dicho, copias
desvaídas de impresiones. Russell reconstruye esa posición en estos términos: se
supone que llegamos a captar qué es un triángulo cuando a la vista de algunos
triángulos procuramos razonar sobre ellos sin basarnos en las peculiaridades de
ninguno. En virtud de este análisis Hume habría concluido que cuando hablamos
del triángulo en general no pensamos sino vagamente en todos y cada uno de los
triángulos percibidos hasta la fecha, sin que haya un objeto específico y distinto de
esos triángulos en el que se detiene nuestra mente (el Triángulo, digamos). Según
Russell, el problema de esta comprensión es que tiene que explicar la pertenencia
de los distintos triángulos al conjunto relevante apelando a la similitud entre unos y
otros, pero, claro, la apelación a la similitud o parecido (resemblance) es la
apelación a un universal, cuyo conocimiento tenemos que dar por sentado. La
conclusión de Russell es que no podemos confundir los universales, al menos no
todos los universales, con ‘ideas vagas’ –desvaídas, poco vivaces, desdibujadas– de
particulares. Hume parece además presumir que una sandía muy desdibujada es
como un plátano muy desdibujado o, estrictamente, que una sandía muy
desdibujada es un plátano muy desdibujado. Pero es penoso aceptar que de la fruta
tenemos una percepción desdibujada, tan desdibujada que uno no sabe si lo es de
un plátano o una sandía5. Por cierto que Russell sugiere que fue la concentración de
4
Se entiende que otros universales no son conocidos de ese modo inmediato, esto es, por
familiaridad. Y, obviamente, parece tener sentido que se diga que no conocemos ‘por
familiaridad’ qué es calcular la derivada de una función o qué es una monarquía
parlamentaria. Aunque, para perplejidad del lector, la obra de Russell da a entender que
tampoco conocemos por familiaridad qué es dialogar o qué es un balón.
5
Con esto no quiero decir que la noción de familiaridad con universales que Russell
vindica esté asegurada o sea inesquivable. Aristóteles moviliza más de una potencia para
explicar tal ‘familiaridad’, como hemos visto. Russell, sin embargo, se contenta con negar
el origen que Hume le atribuye. De hecho, su argumento racionalista a favor de la
familiaridad con ‘similitud’ (o ‘semejanza’) parece ofrecer una explicación del origen de la
idea que creo que es deficiente: ya que no se quiere aceptar la existencia de ideas innatas,
[50]
la atención en universales que son cualidades o nombres comunes, dejando de lado
universales significados por verbos o relaciones en general (preposiciones o
adverbios, por ejemplo), lo que facilitó la a su juicio insostenible concepción del
empirismo clásico.
Sin embargo, de los objetos propiamente físicos Russell considera, de modo
expreso, que no cabe tener conocimiento por familiaridad. De ellos sólo podríamos
tener conocimiento por descripción: por ejemplo, podemos saber –supuestamente–
que ‘Esta mesa es el objeto físico que causa tales y cuales datos de los sentidos’ (p.
26), pero éste es, en todo caso, un conocimiento de verdades sobre objetos
particulares. El conocimiento de objetos físicos no es, pues, directo, como el de
datos de los sentidos y algunos universales. Es adquirido por medio del
pensamiento: se infiere que hay tales y cuales objetos con unas u otras propiedades.
3. Verdades evidentes por sí mismas
No obstante, Russell hace todo lo posible por aquilatar a continuación
nuestros juicios de percepción. Él llama juicios perceptivos a juicios como éste:
‘Hay ahí una mancha anaranjada’ (cf. p. 65). Verdades tales son para él, en las
circunstancias corrientes, “evidentes por sí mismas”, en la misma medida que los
principios generales del razonamiento (de la lógica) y las verdades a priori –lógicas–
de la matemática. Que hay manchas tales y que las manchas son de un color u otro
son verdades tan manifiestas, se supone, como las de sumas simples o principios
como el de no contradicción6. Haciendo suyo un término tradicional, de cuyo uso
histórico he proporcionado ejemplos en el capítulo anterior, Russell las trata como
objetos de intuición, como verdades que podemos conocer inmediatamente.
Sin embargo, dice también que son verdades “inmediatamente derivadas de la
sensación” (p. 65). Aunque es consciente de que un ‘dato de los sentidos’ no puede
sólo la de ideas adventicias, es decir, ideas suscitadas en el trato con particulares, parece que
hay que suponer que las ideas brotan espontáneamente en las circunstancias apropiadas
(visiones, topetazos, interacciones solitarias en el jardín primigenio). En esta obra
temprana, Russell pasa por alto –o al menos pone en sordina– el papel que a todas luces
tiene el intercambio lingüístico en la adquisición del ‘conocimiento’ de universales.
6
A decir verdad Russell piensa que también hay algunas verdades de la Ética que cabe
‘intuir’, pero no podemos ahora discutir esta controvertida opinión.
[51]
ser verdadero o falso (porque no es una de esas ‘cosas’ que es verdadera o falsa: un
área de cierto color la hay o no la hay, sin más, no es verdadera o falsa) y, por lo
tanto, no es una de esas cosas que cabe pensar o creer, asume que llegamos a
conocer las verdades de la percepción a través de la sensación. En la parte final de la
obra llega a hablar de “conocer un […] hecho por medio del conocimiento de cosas
[by the way of knowledge of things]” (p. 79), aunque haya que entender que no hay
relación lógica entre el conocimiento de un hecho y el hecho mismo (un conjunto
de cosas que se relacionan de cierto modo).
Hay en la obra, incluso, una ambigüedad en el uso de ‘evidencia’ a propósito
de los hechos mínimamente complejos sobre los que versan los juicios de
percepción (como el de que ‘Luce el sol’). Aunque lo evidente –o ‘evidente por sí
mismo (self-evident)’– se entiende comúnmente que es lo conocido por sí mismo
(en el latín filosófico medieval de Tomás de Aquino, lo per se notis), Russell
considera unas veces que son los juicios de percepción y los principios lógicos los
paradigmas de lo evidente, aunque otras veces sean los hechos mínimamente
complejos, ellos en sí mismos, los que son considerados evidentes por y en sí
mismos. Es más o menos obvio que Russell desea para los juicios de percepción la
pasividad y falta de mediación que celebra en los ‘datos de los sentidos’: uno quiere
pensar que hechos evidentes llevan, causal, ya que no lógicamente, a juicios
evidentes. Pero Russell no puede evitar reconocer que detrás del juicio más simple
ha de haber una operación de análisis –y luego, diríase, síntesis– que desemboca en
la predicación (cf. p. 80). Se supone que los datos de los sentidos son ellos mismos
complejos: sentimos, por ejemplo, áreas de color que tienen una forma
determinada. El juicio analiza y recompone ese complejo; el juicio de percepción,
lo mínimamente complejo. No hay, pues, después de todo, sólo pasividad en la
formación del juicio. Pero entonces, ¿se puede admitir que el conocimiento que los
juicios de percepción, en el mejor de los casos, expresan deriva de otro
conocimiento?
Lo más discutible de los planteamientos de Russell es, seguramente, que
resulte que el conocimiento inmediato de verdades es un conocimiento derivado de
otro conocimiento. Es quizá esta conclusión la que empuja a Russell en el
antepenúltimo capítulo de Los problemas a postular una ‘familiaridad con hechos
[52]
complejos’ (p. 79), pero esta noción resulta difícil de armonizar, en mi opinión, con
la presentación de la familiaridad con cosas del quinto capítulo (de ahí que Russell
hable entonces, en el decimotercero, de percepción en sentido lato). A última hora
en la obra se pretende que la familiaridad con hechos (mínimamente) complejos
goza del tipo absoluto de ‘evidencia por sí misma’: “en estos casos el juicio de que
los términos están relacionados así ha de ser verdadero” (p. 79). Pero, por otro
lado, Russell entiende, como digo, que a la formación de un juicio de percepción
conduce una operación que da cabida al error. Se sigue, no sin paradoja, que la
absoluta garantía de la verdad –an absolute guarantee of truth– que tendría que
proporcionar la familiaridad con hechos no es garantía absoluta de la verdad de
juicio alguno (“un juicio que se cree que corresponde al hecho no es absolutamente
infalible”, p. 80).
En mi opinión, salta a la vista que la extensión –o, tal vez mejor dicho,
perversión– de la noción de ‘familiaridad’ en Los problemas la suscita el deseo de
proporcionar una base firme para el conocimiento de verdades sobre las cosas
ordinarias que la familiaridad con los ‘datos de los sentidos’ está lejos de aportar.
Podemos seguir pensando, como hizo Kant, que el conocimiento empieza cuando
somos sensiblemente afectados por las cosas ordinarias que nos rodean. Pero que
esa afección haya de ser tomada por un tipo de conocimiento obviamente básico, y
además perfecto, es más controvertido. Ante la solución al problema del comienzo
que entraña la apelación a una familiaridad con hechos, como ante otras soluciones
filosóficas, valdría la pena preguntarse si el ansia que lleva a su proposición debería
ser sofocada antes de que nos empujara a embarcarnos en la búsqueda de una
satisfacción apropiada.
La consideración panorámica de las fuentes del conocimiento en la obra
temprana de Russell invita, por cierto, a una comparación general con la filosofía
del conocimiento aristotélica. Que algunos términos clave proceden de Aristóteles,
en particular el de ‘universal’, es más bien obvio. Es más, podría decirse que se
reconstituye en Los problemas el esquema general aristotélico, con muchos de sus
elementos: hallamos la idea de un conocimiento –básico– de particulares y
universales, la necesidad de contar con ese conocimiento para llegar a otro a través
del pensamiento, la presuposición del conocimiento de ciertas verdades
[53]
indemostrables (las ‘evidentes por sí mismas’) que funcionan como principios del
razonamiento, la atribución de este último conocimiento a una potencia o facultad
que puede denominarse ‘intuición’ y, en fin, la consideración de los principios del
conocimiento argumentativo como premisas del razonamiento –sean significados,
sean juicios de existencia– y principios de deducción.
No obstante, hay también diferencias entre un planteamiento y otro en las
que conviene meditar y que marcan una deriva y, finalmente, un extrañamiento de
la perspectiva moderna de Russell. Destaca sobre todo que las dificultades con las
que Aristóteles se debate –en varios intentos sucesivos de los Analíticos, a los que
se suman las indicaciones de los libros Acerca del alma y el argumento paralelo del
primer libro de la Metafísica– para aclarar la inmiscusión de lo universal en el
conocimiento de lo particular parezcan en la obra de Russell haberse,
silenciosamente, disipado. Queda dicho que para él tenemos familiaridad tanto con
particulares como con universales y ha de entenderse que son independientes la una
de la otra o, al menos, que la primera se da a menudo sin la segunda. Esto no
ensombrece, quede claro, su compromiso empirista con que incluso el
conocimiento de principios evidentes por sí mismos, no digamos el de universales,
sea “suscitado [elicited] y causado por la experiencia” (p. 41): los particulares
ejemplifican, en todo caso, los universales y los (demás) principios. Pero, a su vez,
esta relación causal no frustra la concepción de los datos de los sentidos que fue
presentada antes. Es esta concepción lo más característico de la modernidad de
Russell: la idea de que los datos de los sentidos, que son ‘cosas’ (no hechos),
aunque no ‘físicas’ (sic), son conocidos a la perfección (completamente) sin
operación especial alguna, por el simple hecho de que nos son, eso, dados, y que
sobre esa perfección bien puede cimentarse a continuación una creencia (como la
creencia ‘instintiva’ de que hay cosas, los datos precisamente, que ciertas cosas,
objetos físicos, causan, p. 11). Esos datos serían el punto de anclaje de nuestras
creencias en la misma medida en que los pensamientos –que tenemos
pensamientos– fueron el punto de anclaje de la ciencia cartesiana o las vívidas
impresiones, el de las creencias de Hume, y las representaciones directas (también
llamadas impresiones), el del conocimiento empírico de Kant. Tanto la concepción
de las datos como cosas y, a la vez, objetos de conocimiento como el énfasis en que
[54]
nuestra certidumbre al respecto es el caso paradigmático de saber no la
encontraremos –por muchas traducciones que emprendamos– en la epistemología
de Aristóteles.
Es de mucho interés también, por otro lado, lo que Russell dice casi al final de
Los problemas, en el capítulo decimotercero, sobre la definición del conocimiento
(knowledge). En líneas generales, reivindica los elementos de la explicación
platónico-aristotélica (la verdad y la justificación argumentativa), pero sin dejar de
señalar que no ha de cubrir ni la intuición de verdades por sí mismas evidentes ni la
familiaridad con cosas. Por otra parte, no cree necesario que sea un argumento lo
que lleve a la mente a adoptar una creencia para que pueda ser considerada
conocimiento ‘por el pensamiento’ (esto es, que haga falta una inferencia válida a
partir de premisas verdaderas). Anticipando posiciones que posteriormente se
harán comunes, Russell defiende que es conocimiento derivado todo el que
procede del intuitivo de algún modo (aunque sea por ‘asociación’), siempre y
cuando haya entre uno y otro la relación lógica –la implicación– adecuada. Por lo
que respecta al intuitivo, el dictamen de Russell es también magnánimo: cuando de
una percepción de ‘hechos evidentes’ deriva de hecho un juicio verdadero, él piensa
que debemos atribuir conocimiento. Lo que queda en entredicho, por razones
apuntadas arriba, es que esa percepción haya sido analizada en la obra como se
merece, siendo que en ocasiones parece ser tomada por un hecho ella misma, pero
otras veces, equívocamente, por un conocimiento.
4. El concepto fenomenológico de ‘dato’
Contemporánea a la obra de Russell es la defensa en gran medida equivalente
por parte de Husserl del papel epistemológico de ciertos datos fundamentales –
firmes y puros– en la constitución de la ciencia: modos diversos de presentarse
objetos y esencias a los que se refiere hablando genéricamente de die Gegebenheit,
esto es, lo dado en su darse, poniendo en juego la que Heidegger denomina la
‘palabra mágica’ de la fenomenología del siglo
XX7.
En ese darse, sostiene Husserl,
Cf. Problemas fundamentales de la Fenomenología (1919/1920), p. 19. Gegebenheit se ha
traducido a veces por ‘datitud’ o ‘dadidad’, pero prefiero con mucho la opción de Miguel
7
[55]
captamos objetos, particulares o universales, directa y adecuadamente. Es más,
captamos ‘lo que se da por sí mismo’, lo que es ‘comprensible por sí mismo’ (La
idea de la fenomenología, p. 62)8. Hay en los datos de Husserl, como en los datos
de Russell, una perfecta correspondencia entre ser y parecer. Ambos son, por el
papel fundamental que tienen tales datos en la generación de conocimiento,
empiristas sui generis: si no son empiristas en el sentido clásico de la denominación,
como ya aclaré a propósito del segundo, es porque aceptan que hay datos de los
sentidos tanto como universales –o ideas– que nos son dados9.
El darse, que, en coincidencia terminológica con Kant, Husserl considera un
intuir, pero, en coincidencia doctrinal con Russell, abarca como digo cosas (por
ejemplo, colores) y también esencias, es un conocimiento primero, no derivado, y
privilegiado, pues no podemos dudar ni que nos es dado ni qué nos es dado.
Podemos dudar, cómo no, de si existen las cosas que ‘vemos’, y de hecho es un
imperativo del método fenomenológico de Husserl la suspensión inicial del juicio
al respecto, esto es, lo que él llama una ‘reducción’, un estrechamiento del
significado, valor o trascendencia de lo que se presenta ante la conciencia. A
cambio, no podemos dudar, por ejemplo, de qué es rojo en general: “¿tendría aún
sentido que dudáramos de qué sea rojo en general, de qué es mentado con estas
palabras, de qué pueda ser ello por su esencia?”, se pregunta retóricamente en la
cuarta de las lecciones de 1907 (La idea, p. 70; traducción corregida). Así como
García-Baró por, unas veces, ‘dato’ y, otras, ‘darse’ (al fin y al cabo, la sustantivación de
adjetivos y participios no significa en alemán, en muchos casos, el carácter en sí mismo,
sino el conjunto de los que exhiben el carácter).
8
Baso las breves indicaciones que siguen sobre la fenomenología de Husserl, sobre todo,
en una lectura de las lecciones de 1907 conocidas como La idea de la Fenomenología.
Según Walter Biemel, su editor alemán, esas cinco lecciones determinan todo el
pensamiento posterior de Husserl.
9
La polémica de Husserl en Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía
fenomenológica (1913) contra el empirismo está dirigida específicamente contra la
afirmación de que toda certeza ha de tener un fundamento empírico. Para Husserl, toda
certeza ha de tener un fundamento en el modo de darse inmediatamente algo. Simplemente
ocurre que hay modos de darse que no son experiencias (cf. pp. 48 ss.). “La «visión»
directa, no meramente la visión sensible, empírica, sino la visión en general, como forma de
conciencia en que se da algo originariamente, cualquiera que sea esta forma, es el último
fundamento de derecho de todas las afirmaciones racionales” (p. 50).
[56]
tampoco podemos dudar en absoluto, supuestamente, de qué es semejante a qué y,
antes, de qué es, en general, ser semejante10.
Es más, no sólo este sernos dado lo individual –un matiz– y lo genérico –en lo
que Husserl bautiza ‘intuición esencial’– son un caso indubitable de conocimiento
para él, sino que, lo que es aún más importante, el sentido del conocimiento mismo,
del conocimiento en general, puede a su parecer ser tomado de este sernos dado:
… carece de sentido dudar aún, en lo que hace a la esencia del conocimiento y
a su configuración cardinal, de cuál es el sentido del conocimiento, cuando se
tienen dados ante los ojos, en una consideración puramente visual e ideadora
dentro de la esfera de la reducción fenomenológica, los correspondientes
fenómenos, como ejemplos, y su especie (p. 70 s.; mis énfasis)11.
En consonancia con esa determinación del saber, es tarea de la fenomenología
contemporánea –como la promueve Husserl– la muy aristotélica empresa de
“aclarar los conceptos y las proposiciones fundamentales que, como principios,
señorean la posibilidad de la ciencia objetivadora” (p. 71). La filosofía termina,
pues, donde empieza la ciencia. Y si es ella misma ciencia, como Husserl defiende a
la postre, lo es en un sentido “completamente diferente” al de las ciencias de la
naturaleza. No en balde el método de la filosofía, peculiar y distintivo, es la
intuición y la ideación o abstracción intuitiva, entendida como un extraer –aunque
sea un extraer que no separa ingredientes (cf. p. 80)– que se practica a partir de la
percepción, pero también de la fantasía, es decir, de diversos modos de darse
objetos.
10
La semejanza –y su extremo, la igualdad– es un ‘universal’ paradigmático tanto para
Platón como para Russell o Husserl. Este último la califica de “dato genérico absoluto”
(La idea, p. 70).
11
En Ideas para una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica (1913) se dirá que
“darse originariamente algo real, ‘intuirlo’ simplemente y ‘percibir’ son una sola cosa” (p.
17), en un párrafo, por cierto, perteneciente al primer epígrafe de la obra (el titulado
“Conocimiento natural y experiencia”), que comienza así: “A toda ciencia corresponde un
dominio de objetos como campo de sus investigaciones, y a todos sus conocimientos, es
decir, aquí proposiciones justas, corresponden como prístinas fuentes de fundamentación
justificativa ciertas intuiciones en las que se dan en sí mismos, y al menos parcialmente en
forma originaria, los objetos del dominio” (ibid.).
[57]
La ‘gran cuestión’ para esta filosofía epistemológica es obviamente, como
para el empirismo peculiar de Los problemas y, en general, para los planteamientos
epistemológicos modernos, cómo se pasa del juicio ‘evidente’ sobre lo que nos es
dado a un juicio que trasciende la esfera de la inmanencia, como Husserl la califica,
el ámbito en que las cogitationes se presentan. Esto le lleva a hablar de datos
auténticos o propios y de evidencias efectivas, pero Husserl no puede, creo yo,
retrotraer la inautenticidad, impropiedad o inefectividad a una evidencia superior
que despeje las tradicionales incertidumbres y los nubarrones del escepticismo. La
promesa de una dilucidación de esa autenticidad la liga Husserl, ciertamente, a un
examen kantiano de nexos, referencias y correspondencias entre actos
cognoscitivos en la ‘unidad del entendimiento’ (cf. p. 89). Se entiende que sólo el
entendimiento puede constituir, como un resultado, el objeto de la ciencia objetiva.
Y no es esto especialmente controvertido, desde luego, dado que cuesta imaginar
una prueba de objetividad que no consista en esas remisiones y comparaciones.
Pero la advertencia de la importancia de esa prueba no condujo a Husserl, como yo
creo que debería haberlo hecho, a una reconsideración del sentido en que las
evidencias de la visión, en sentido metafórico y no metafórico, constituyen la
‘configuración cardinal’ del conocimiento. La visión y la conexión funcional son,
de hecho, ideales heterogéneos 12 . Y además, en segundo lugar, debería haber
llevado igualmente a discutir que quepa separar la abstracción de universales, que
Husserl atribuye a la habilidad de la intuición de esencias, de los protocolos
12
La crítica de Adorno de este punto, en 1956, reza así: “Husserl se aferra tan
obstinadamente al concepto de lo dado que prefiere sacrificar la consecuencia gnoseológica
antes que a sí mismo, y aún en Lógica formal y lógica trascendental habla de la percepción
‘como modo originario de darse algo’ y otras cosas similares. No permite que se conmueva
la doctrina de que todo conocimiento está ya fundado. Una intención debe reposar en otra.
Pero entonces, el único fundamento seguro sería algo absolutamente primero. Mas esta
doctrina es incompatible con la concepción del proceso del conocimiento como una
conexión funcional, a la que era proclive el lógico trascendental Husserl. Conexión
funcional del conocimiento no puede significar sino que no sólo lo superior, lo
categorialmente formado, depende de lo inferior, sino también lo segundo de lo primero.
Husserl no vio esto, o no lo reconoció” (Sobre la metacrítica de la Teoría del
Conocimiento, p. 127). En esa página queda claro lo consciente que era Adorno de los
decisivos asuntos epistemológicos que constituyen el hilo argumental de mi exposición. En
la página siguiente Adorno habla del intento husserliano de unir la metafísica aristotélica al
criticismo y la ciencia modernos.
[58]
científicos por los que se establecen y eventualmente revisan los nexos teleológicos
entre nuestros pensamientos que determinan lo objetivo, cosa que tampoco hizo13.
Fue precisamente una negación de esa separación (entre las cosas y las leyes
que las gobiernan), ligada a una censura de la idea de dato o conocimiento
inmediato (o certeza inmediata), la que condujo en su día a Hegel a invalidar la
filosofía trascendental de Kant. Y fue una crítica análoga a la de Hegel de la
herencia kantiana en empiristas o positivistas lógicos y en fenomenólogos
trascendentales, que se generalizó en el siglo XX gracias a Dewey, Adorno, Sellars y
otros (fueran, como éstos, admiradores de Hegel o no), la que condujo al
abandono, común en la filosofía posterior, de todo empirismo y, en definitiva, de
todo sistema de carácter epistemológico, de todo sistema comprometido con la
noción de conocimiento primero, de carácter receptivo, y no mediado por el
pensamiento.
13
Adorno denuncia el carácter sin más pre-crítico y pre-científico de las nociones de
objeto y de dato en la fenomenología de Husserl (cf. Sobre la metacrítica, pp. 126 s.).
[59]
5. El mito de lo dado
1. La insignificancia de lo dado
Hemos de apreciar en las epistemologías de Russell y Husserl una encarnación de
la solución aristotélica del problema del comienzo. La solución pasa por abrir una
brecha entre la ciencia, propiamente hablando, y el conocimiento de los principios
de la ciencia, sean particulares, sean tipos de particulares, sean reglas de inferencia.
Como Aristóteles, estos empiristas del siglo
XX
–en el sentido que le dimos al
empirismo en el capítulo anterior– distinguen dos géneros principales de saber
acerca del qué y el porqué. Por un lado, los conocimientos que Aristóteles llama
sensación e intelección, que son modalidades del ser informado y revelan los
principios. Por otro, el conocimiento que expresa el juicio y proporciona el
razonamiento, esto es, la concatenación lógica de los enunciados con vistas a la
demostración de la que ha de disponer el que tiene ciencia, el que sabe que las cosas
son necesariamente de cierto modo. Para los primeros, para sensación e intelección,
valen las metáforas que indican pasividad, entrega, receptividad, impresiones o,
también, contemplación. En el otro caso, sin embargo, encontramos un activo
elaborar, reunir, comparar, establecer relaciones y, en definitiva, discurrir del que
se encarga el alma, la mente, el sujeto del saber. Son éstos géneros diversos de,
como diría Aristóteles, los modos de ser relativos a la verdad.
Estos herederos de la solución aristotélica hacen bascular el conocimiento
hacia el primero de los géneros. Sensaciones e intuiciones (en el sentido en que
Russell o Husserl usan estas palabras) constituyen para ellos el ejemplo perfecto o
‘cardinal’ de conocimiento. Diríase que convierten para la ciencia en un ideal
epistemológico el puro hacerse evidente de lo que es manifiesto, obvio, patente.
En contrapartida, con la crítica de todo empirismo que prefigura Hegel en el
siglo
XIX
y que se generaliza en los años 1940 del siglo pasado no ocurre que el
ideal bascule en otra dirección. No. Simplemente, deja de aceptarse la solución de la
brecha, la diferenciación de los dos géneros mayores, y la idea misma de un
conocimiento pasivo, sin mediaciones, de principios. Puede verse en ese
movimiento de Hegel y sus sucesores una venganza platónica. Como en el Teeteto,
[60]
la percepción se declara ahora un lugar inapropiado para la verdad. La tesis de
Hegel en su ‘ciencia de la experiencia de la conciencia’ –la ciencia que se expone en
su Fenomenología del Espíritu (1807)– fue que la verdad que buscamos en la
sensación sólo la encontraremos en otro sitio.
Históricamente la crítica a la que Hegel somete esa idea de conocimiento
inmediato va dirigida contra el empirismo remanente en la filosofía trascendental
de la Crítica de la razón pura1. Hablé hace dos capítulos de las ambigüedades de la
Crítica, que hacen difícil poner en claro la dependencia en que se halla la posición
de Kant de la epistemología aristotélica heredada. Pero incluso quien quiso ver más
bien una corrección del aristotelismo en la explicación kantiana del origen del
conocimiento, porque convierte las impresiones (o intuiciones empíricas) en mera
materia del conocimiento empírico, negándoles el título de conocimientos
mínimos, no pudo pasar por alto que la enmienda consistió en hacer de las
impresiones el contenido de ese conocimiento (ya no las cualidades de las entidades
por conocer). La doctrina de Russell sobre los datos y la de Husserl sobre las
cogitationes, más de cien años después, fueron fieles a ese giro introspectivo de
Kant. Un mundo de sensaciones y pensamientos fue elevado a la categoría de
objeto primero del conocimiento. El conocimiento de lo que Russell consideraba
objetos materiales o físicos se tornó mediato, cuando no conjetural. La crítica de
esa vuelta hacia el interior, tanto en Hegel como en los influidos por él, trató de
restaurar en su derecho el conocimiento de lo que Quine llamaría, en 1960, ‘cosas
medianas a media distancia’.
El medio principal de esa crítica, ya digo, fue la ‘destrucción’ de la noción de
conocimiento inmediato. Pero si la existencia de ese conocimiento se interpretó
entonces mítica, no fue directamente porque postulara poderes sobrehumanos o
dudosos de nuestras mentes. Ciertamente, el propósito de la crítica no fue humillar,
por algún tipo de desilusión, nuestras capacidades. Tampoco lo fue resaltar, en la
explicación del conocimiento a partir de lo dado, un carácter fabuloso, además de
No obstante, pienso que si la Fenomenología del Espíritu –la primera parte del sistema de
Hegel– está diseñada en general para ‘superar’ el punto de vista crítico kantiano (y la
versión de ese punto de vista, fiel en general al original, de Fichte), es porque Hegel lo
considera más importante que otros, pero en todo caso típico de su época, y ello no impide
que los argumentos de la obra hagan mella en las posiciones de muchos autores del
momento (Schulze, Reinhold, Jacobi, Schelling, etc.), además de en Kant.
1
[61]
una estrategia innecesaria o gratuita. No se abandonó la apelación a lo dado, pues,
para que la reemplazara la indicación de un principio más acorde con la nueva,
decimonónica, visión naturalista del mundo. Al fin y al cabo, ¿qué cosa podía haber
más natural que el efecto de un proceso causal que comienza en las cosas y termina
en nuestros órganos de conocimiento? Como vamos a comprobar, el abandono del
mito lo propició más bien que lo dado apareció un tanto repentinamente como un
falso conocimiento.
Los empiristas se habían deslizado de la contemplación del hecho obvio de
que nuestros juicios sobre lo que nos rodea, muy habitualmente, vienen
provocados porque vemos, oímos, etc., sin que se haga notar en su formación
proceso alguno de inferencia, a la suposición de que a la base de todo conocimiento
debía de haber conocimientos inmediatos, ‘directos’, esto es, conocimientos que
adquirimos sin que haga falta para adquirirlos contar con algún que otro
conocimiento, en virtud puramente de que somos receptivos, sensibles a ciertas
cosas. Fueron postulados como conocimientos atómicos, elementales, que podían,
sí, agregarse a otros, con el mismo objeto u objetos vecinos, pero que se podían
lograr o constituir sin contar con esos otros.
Así entendidos, era coherente considerarlos pasivos. Y también era
obligatorio pensar que no entrañaban ni verbalización ni aplicación de conceptos.
Si nuestros conceptos y nuestros nombres se inmiscuyeran en ellos, en su
constitución, sería difícil aceptar que llegamos a ellos sin contar con cierto
aprendizaje previo y algún saber. En la versión de Russell, la verbalización de esos
conocimientos nos conducía a expresiones más o menos seguras en que había en
todo caso una pérdida de contenido. El conocimiento de datos era considerado
perfecto, completo, incorregible. Su expresión lingüística, la transmisión lingüística
de ese conocimiento, sin embargo, presuponía el conocimiento del idioma, no
necesariamente perfecto, y tenía que soportar además una disminución de la
información, dado el valor general de los términos, en la comunicación. De un
cierto matiz del marrón, para el que no hay un nombre preciso dispuesto en
nuestro bagaje lingüístico, hemos de decir que es, en todo caso, una variedad del
marrón. Pero el conocimiento de la variedad era para Russell y Husserl un
conocimiento directo, no verbal, privado, que cada uno tiene o no tiene.
[62]
Los críticos del conocimiento inmediato no negaron la existencia de
conocimientos no inferenciales. Pero negaron que los conocimientos no
inferenciales fueran inmediatos o atómicos. Pensaron que el emplazamiento en un
entramado de conocimientos, su localización lógica en un espacio complejo de
juicios, era lo que podía convertir un juicio de percepción en una expresión de
saber. Sellars destaca que donde se presume conocimiento, si no hay un respaldo
lógico explícito, al menos debe poder haberlo. Wittgenstein adopta un criterio
todavía más excluyente, pues no considera conocimientos genuinos los juicios
simples sobre lo que vemos y oímos. En el próximo capítulo analizaremos con más
detenimiento su posición.
2. Hegel, la certeza sensible y la percepción
El primer movimiento de Hegel contra la idea misma de conocimiento
inmediato consistió no tanto en buscarle o exigirle un origen lógico al que pretende
serlo cuanto en enfatizar que todo lo que haya de contar como conocimiento debe
poder establecer relaciones lógicas con otros conocimientos y verdades. Hegel
desconfió de una pretensión de conocimiento que no puede expresarse y que no
puede, por así decir, quedar a disposición de la ciencia. Las certezas fugaces de la
sensación, en consecuencia, resultaban para él mal pertrechadas para ser principios
de la epistéme, al menos por sí mismas.
En el primer capítulo de la Fenomenología de 1807, dedicado a la ‘certeza
sensible’, al saber sobre el aquí y el ahora se lo somete a la prueba de su expresión
escrita, en un intento por atesorar la verdad que pueda contener. La intención de
Hegel no es poner bajo sospecha el carácter cierto de esas certezas. Que yo vea un
disco amarillo sobre un fondo azul al mirar hacia arriba, pero, dentro de unas
horas, al repetir la operación, vea uno blanco sobre un fondo negro, no convierte
en incierta o engañosa la sensación primera. Pero sí pone en cuestión que pueda
derivarse por completo una ciencia a partir de sensaciones.
La prueba de la expresión escrita nos enfrenta a la inesquivabilidad de una
exteriorización de esas certezas por medio del lenguaje. Una obligación en la que
Hegel no aprecia fatalidad alguna. Él no estima que el recurso al soporte verbal
[63]
conlleve una disminución de conocimiento o contenido. Entiende, más bien, que si
se mantiene la vista puesta en la aparición de la ciencia, entonces las palabras ya no
parecen pálidas imágenes de irrepetibles representaciones, sino expresiones
determinadas y por ello mismo atesorables de sensaciones inespecíficas. El objeto
verdadero de la certeza sensible no es para Hegel una singularísima cualidad, sino,
antes bien, un puro ‘esto’ o, visto de otro modo, el puro ser y, por tanto, “la verdad
más abstracta y más pobre”2. No, desde luego, para la propia certeza sensible, que
se toma a sí misma por el puro abrirse a o aprehender lo que está ahí tal y como es,
pero sí para el conocimiento que quisiéramos derivar de ella. Pues si no pudiera
darse una expresión proporcionada, adecuada, del objeto de la sensación, habría
que pensar que, desde el punto de vista del conocimiento, la sensación es
completamente indistinta. De una sensación indeterminable habría que decir que
existe, que la hay, que se da, pero que no se da como sensación diferenciada. De
hecho, las sensaciones de mi ejemplo quedan ya más allá de la certeza sensible,
tomada estrictamente, como la toma Hegel, en la medida en que las he descrito
como sensaciones de lo amarillo, lo azul, lo blanco o lo negro.
Hay que reconocer que Hegel caracteriza con mucha precisión el
‘conocimiento dado’ del mito. Se trata, explica, de la representación natural de un
conocimiento ubérrimo, pasivo e inmediato, con el que ningún otro puede
competir, supuestamente, en ninguno de esos sentidos. Pero la experiencia que
tenemos de la certeza sensible desde el punto de vista del saber es que esa riqueza,
pureza y originalidad pueden ser supuestas, pero no pueden convertirse en
principios. Quine expresa una conclusión enteramente coincidente cuando en
Palabra y objeto (1960) señala que “una huella mnemónica [es decir, en la memoria]
de un dato sensible es cosa demasiado negra como para hacer algo bueno con ella”
(§ 1).
Según Hegel, uno puede querer decir (meinen) lo inmediato, pero ese querer
decir o ese referirse no puede pasar de ser un mero querer decir, no puede resultar
más que una pretensión de decir que no se realiza. Incluso demostrativos o
adverbios como ‘esto’, ‘aquí’ y ‘ahora’ valen a la vez para cada cosa y su contraria.
Algo provocativamente, Hegel defiende en varios lugares de su obra que que es es lo
mínimo que se puede decir de cualquier cosa. El ‘ser’ es, en la terminología de Hegel, la
pura referencia inmediata a sí mismo (cf. Enciclopedia de las ciencias filosóficas, § 51).
2
[64]
En términos afirmativos y generalizando lo que Hegel observa sobre esos deícticos,
la tesis que defiende es que “como universal expresamos lo sensible” (p. 200)3. Los
límites de lo significado por los términos deícticos no quedan definidos por su pura
aplicación. ‘Esto’ es, a pesar de su función demostrativa, tanto un objeto como una
parte de un objeto como una situación compuesta de muchos objetos, y todo ello
indefinidamente. Análogamente, ‘ahora’ puede significar, por igual, el instante en
que pronuncio la palabra ‘ahora’, que ha dejado de poder ser significado por la
reiteración de la palabra inmediatamente, o, no ese instante, sino un periodo de
tiempo largo, incluso un periodo de tiempo muy largo, un tiempo que se dilata y
desborda el instante, que puedo señalar una y otra vez diciendo ‘ahora’: ‘Ahora que
me he divorciado...’ o ‘Ahora los españoles ya no pensamos que el divorcio es
inmoral’. En este sentido digo –dice Hegel– que incluso los términos deícticos
valen para cada cosa y su contraria.
Por otro lado, ha de advertirse que la naturaleza general de expresiones como
ésas no viene impuesta por su carácter estrictamente lingüístico, sino por su mero
carácter expresivo. Hegel se encarga de dejar bien claro al final del capítulo sobre la
‘certeza sensible’ que la hegemonía de lo universal en el conocimiento no la
garantizan las peculiaridades del lenguaje (y no digamos de una lengua), sino la
pura irrenunciable necesidad de que lo conocido pueda ser expresado, siquiera sea a
uno mismo. En efecto, incluso cuando renunciamos a encontrar palabras adecuadas
a nuestras sensaciones, lo que se descubre observando o palpando (etc.) ha de
poder ser puesto de manifiesto. Esto lleva a Hegel a considerar la posibilidad de,
simplemente, señalar lo inmediato, pero semejante expediente produce el mismo
resultado que desconsuela al empirista: cuando de señalar algo singular se trata, un
gesto, un movimiento cualquiera, viene a ser tan impotente e indeterminado como
un nombre4.
Esta fórmula recuerda inevitablemente la afirmación de Aristóteles en los Analíticos
posteriores: “la sensación lo es de lo universal” (100a18), si bien el universal aristotélico,
como se señaló en su momento, no es cualquier predicado de muchos y mucho menos un
pronombre o un adverbio.
4
Estas reflexiones de Hegel, que trato de reavivar, anticipan las de Wittgenstein en los
primeros compases de las Investigaciones sobre querer decir y mostrar (cf. 1953, §§ 33 ss.).
Como hiciera antes Hegel, Wittgenstein puso en evidencia el carácter imperfecto de todo
gesto natural con el que se quiere precisar qué queremos y, en general, qué queremos decir
o a qué nos referimos. Complementariamente, Hegel razona en su Ciencia de la Lógica
3
[65]
El segundo movimiento de Hegel contra el atomismo y el carácter inmediato
del conocimiento empírico se reserva para el capítulo segundo de su obra, que tiene
por título ‘La percepción; o la cosa y la equivocación’. La referencia al yerro en ese
rótulo trae a la memoria inmediatamente el tránsito en el Teeteto a la consideración
de la relación entre la formación de un juicio y la posibilidad del error, la
posibilidad, esto es, de tomar una cosa por otra. En este sentido, que el nuevo
capítulo hable de ‘percepción’ no debería extraviarnos, pues esa palabra traduce
Wahrnehmung, que literalmente significa ‘toma de la verdad’. Tiene, pues, la
percepción hegeliana la estructura del enunciado apofántico, del tomar algo por
algo o de algo, como bien delata que el objeto de la percepción sea la cosa que tiene
propiedades o es un centro de propiedades. Como en la obra de Platón, el paso de
la primera parte a la segunda nos conduce en la Fenomenología del Espíritu a
considerar la manifestación de algo como algo y a dejar atrás la reflexión sobre el
puro aparecer o presentarse.
El nuevo movimiento consiste en lo siguiente. Hegel presta atención al modo
en que las generalidades del juicio, el valor general de las palabras con las que
expresamos lo singular, queda siempre definido por lo que los predicados excluyen,
implican y no excluyen. El ser cúbico o el ser salado –son sus ejemplos– decimos
que nos son conocidos en la medida en que somos sabedores de qué modos de ser
son compatibles, incompatibles o necesarios en atención a ésos. Ser cúbico excluye
ser esférico, pero no, precisamente, ser salado. Por su parte, ser salado excluye ser
insípido, pero no, precisamente, ser cúbico. La identidad de las cosas queda
establecida así por una red de propiedades que encuentran en ella un medio
propicio de composición simultánea y por otras redes de propiedades para las que
hay que buscar aplicación en otros objetos. En el característico y torturante
vocabulario de la Fenomenología esto lo expresa Hegel diciendo que el objeto es
“lo contrario de sí mismo” (p. 226), pues sólo es en sí (uno determinado) en cuanto
que es (uno determinado) para otro, si bien a la inversa sólo es determinado (uno)
para otro en cuanto que es determinado en sí mismo, es decir, sólo tiene una
determinación propia –o, mejor dicho, ‘determinidad’ (Bestimmtheit) propia– en la
que el comienzo del conocimiento (Erkennen) se produce siempre a partir de elementos
abstractos, como son los tonos, los signos, las figuras geométricas elementales y las
propiedades naturales y materias físicas (cf. Wissenschaft der Logik, II, pp. 521 s.).
[66]
medida en que está referido a las de los demás: “lo blanco sólo lo es en
contraposición a lo negro” (p. 220)
5
. Esta observación, generalizada
convenientemente, establece que las múltiples y determinadas propiedades de cada
cosa sólo son determinadas “en cuanto se distinguen y quedan así referidas a las
otras como opuestas o contrapuestas a ellas” (p. 214)6.
Éste es un movimiento contrario al atomismo y a la idea de conocimiento
inmediato por cuanto da a entender que no puede aprenderse qué representa una
propiedad si no se aprende a la vez o se ha aprendido ya qué representan otras
muchas. Por ello, para Hegel no podría salvarse la doctrina sobre la familiaridad
con ‘cosas’ de Russell renunciando a los datos de los sentidos, pero conservando el
compromiso con la existencia de un conocimiento inmediato de universales
(‘semejanza’, ‘contigüidad’, ‘conjunción’, etc.). Tal vez la doctrina de Hegel
introduzca una dosis de misterio en el aprendizaje de las palabras, adquisición que,
obviamente, tiene un comienzo. Pero por de pronto el buen sentido de sus
observaciones iniciales, que diría que reencontramos en la obra de filósofos del
conocimiento decisivos del siglo XX, debería obligarnos a reconsiderar el valor que
como saberes queremos atribuir a los primeros balbuceos, tentativas de nombrar,
indicar y, finalmente, predicar y describir.
Pienso que los dos movimientos hegelianos que destaco justifican por sí
mismos que Sellars presente su ataque contra ‘el mito de lo dado’ en 1956 como
unas ‘meditaciones hegelianas’ 7 . Pues, como comprobaremos a continuación,
5
Hegel habla de ‘determinidad’ para evitar la ambigüedad de ‘determinación’
(Bestimmung), que vale tanto para el acto o proceso de determinar como para su resultado,
y también puede significar predisposición o vocación.
6
Cf. Ciencia de la lógica. I. La lógica objetiva, pp. 253 s., así como 545. Ciertamente, esta
observación dista de ser la conclusión del capítulo segundo de la Fenomenología, que
termina por desembocar en la hipótesis de que la determinación de las propiedades
procede de un poder oculto o ‘interior’. Pero el resto del argumento, por razones que no
puedo aquí resumir, no nos interesa ahora. Un análisis monográfico del capítulo se hallará
en el libro de Kenneth Westphal, Hegel, Hume und die Identität wahrnehmbarer Dinge
(1998).
7
Me refiero, cómo no, al largo artículo de Wilfrid Sellars, “El empirismo y la filosofía de la
mente”. Sellars califica sus reflexiones de ‘Meditations Hegeliènnes’ (sic) (§ 19). Acentos
aparte, la alusión a las conferencias de París de Husserl de 1929 conocidas por su
publicación en francés como Méditations cartésiennes es obvia. Aunque las críticas en el
artículo van dirigidas contra Ayer y, en general, contra los planteamientos epistemológicos
del empirismo lógico, Sellars era seguramente consciente de que se deberían extender –por
motivos apuntados en el capítulo anterior– a los de la fenomenología trascendental. El
[67]
Sellars se ve conducido por consideraciones análogas a las de Hegel sobre el valor
que nuestros conocimientos han de tener como razones para extraer conclusiones y
sobre la relación en que se hallan las aplicaciones de conceptos que expresan
conocimiento con otras aplicaciones semejantes a abandonar la idea de
conocimiento no inferencial inmediato.
3. La crítica del marco entero de lo dado
No pretendo aquí resumir el sinuoso argumento de “El empirismo y la
filosofía de la mente”. Como con respecto a la Fenomenología me conformaré con
destacar algunos pasos o razonamientos que deciden la discusión sobre el
empirismo en contra de, ni más ni menos, todo empirismo.
Uno de ellos, inicial, se puede reconstruir de la siguiente manera. Aprendimos
a decir ‘parece rojo’, en contextos como ‘parece rojo, pero no lo es’ o ‘parece rojo,
pero no sabría decir de qué color es’, después de habernos familiarizado con la
aplicación, sin recelos, de ‘rojo’, esto es, con ‘es rojo’ sin más. Esto es establecido
por Sellars después de haber aclarado que ‘rojo’ tiene el mismo significado en todas
esas oraciones. ‘Parece’, por tanto, debe ser tratado, al menos en un conjunto de
usos importante, como un verbo al que no se recurre para predicar o describir, sino
para expresar la resistencia del hablante a formar un juicio o predicar. Es de este
valor semántico de ‘parece’, a juicio de Sellars, del que surge la impresión engañosa
de incorregibilidad excepcional que muchos empiristas han atribuido a juicios
sobre lo que las cosas parecen ser. Que mi resistencia a afirmar no pueda ser
corregida no sería debido a una absoluta autoridad, de la que yo gozaría, para decir
qué aspecto tienen las cosas para mí. Esta autoridad se debería comparar, antes
bien, con la que exhiben mis declaraciones de intenciones. Si digo: “Preferiría no
hacerlo”, se entiende que expreso una resistencia a secundar una proposición u
orden y no, al menos no necesariamente, que intento ofrecer una descripción
ajustada de deseos o actitudes que encuentro dentro de mí, como un observador
privilegiado de estados o disposiciones interiores.
mismo año en que Sellars publicó su ensayo, Adorno dio a conocer su trabajo Sobre la
metacrítica de la Teoría del Conocimiento, escrito en buena medida contra el papel del
‘marco entero de lo dado’ en la filosofía de Husserl.
[68]
Por otro lado, Sellars admite, cómo no, que desde el punto de vista de lo que
se experimenta o siente hay una similitud inconfundible entre la situación en que
diríamos que algo es rojo y la situación en la que diríamos que algo, simplemente,
parece rojo, y, a decir verdad, atribuye a ‘parece’ la función de informar sobre esa
similitud 8 . Es más, Sellars piensa que el análisis de ‘es rojo’ en términos de
‘pareceres’ puede practicarse toda vez que se han identificado las circunstancias en
que está permitida la inferencia de ‘es rojo’ a partir de ‘parece rojo’, es decir, a
partir de la observación de la similitud de una experiencia. Y, en ese caso, ‘parece’
tiene fundamentalmente el papel de informar sobre la experiencia. Pero de este
análisis de ‘es rojo’ en términos de lo que parece ser y del hecho de que aprendimos
a decir ‘es rojo’ antes que a decir ‘parece rojo’ no se sigue que la anterioridad de ‘es
rojo’ con respecto a ‘parece rojo’ sea puramente cronológica. Sellars sostiene
justamente que la anterioridad es ‘lógica’: no podemos entender qué significa
‘parece rojo’ sin haber entendido ya qué significa ‘es rojo’. Porque, supuestamente,
entendemos lo primero por comparación de lo que sentimos o experimentamos
cuando algo ‘parece rojo’ con lo que sentimos o experimentamos en los casos
paradigmáticos en que aprendemos que debe decirse ‘es rojo’. La afirmación de esa
anterioridad lógica la tomo aquí por el primero de los movimientos de Sellars
contra el ‘marco entero de lo dado’.
Se sigue, además, de la constatación de esa relación entre ser y parecer que ‘es
rojo’, precisamente, lo que ‘parece rojo’ en ciertas circunstancias. Lo cual implica
que la aplicación de ‘es rojo’ a un objeto sólo puede ser expresiva de conocimiento
en la medida en que quien la realiza es conocedor de las circunstancias y,
concretamente, del carácter favorable de las circunstancias para la emisión del
juicio. Y, por tanto, que la aplicación apropiada de ‘es rojo’, con valor de expresión
de conocimiento, no está al alcance de quien es competente únicamente en la
detección de la similitud que existe entre las situaciones, todas, en que diríamos ‘es
rojo’ y las situaciones, todas, en que diríamos ‘parece rojo’. En general, no
podemos pensar que nuestro conocimiento sobre el mundo que nos circunda o, en
8
Su tesis es que ‘X parece ser verde’, por ejemplo, no es sólo un informe (report), sino
además la expresión de una resistencia a respaldar una afirmación (‘the withholding of an
endorsement’, cf. § 17). No niega, pues, que sea, entre otras cosas, un informe. Sobre usos
de ‘looks’ (etc.) que parecen ser refractarios al análisis fundamental de Sellars, cf. Robert
Brandom, “Study Guide”, pp. 143 s.
[69]
los términos de Sellars, la descripción del mundo sin recelos, la afirmación
deliberada de predicados, hace pie exclusivamente –y no digamos hace pie exclusiva
y firmemente– en nuestra capacidad para detectar o enunciar ‘pareceres’.
En estas reflexiones está contenido el segundo de los movimientos de Sellars
en contra del conocimiento inmediato. Se entiende que el conocimiento de las
circunstancias favorables de aplicación de un concepto es un requisito que debe
satisfacer el que atribuye propiedades a objetos de un modo que expresa
conocimiento. Y, por tanto, se entiende que cierto conocimiento de cómo son
ciertas cosas –esas circunstancias favorables– permite que nos atrevamos a respaldar
la afirmación de alguna que otra propiedad particular de algo9.
Dos suposiciones están a la base de este entendimiento, ciertamente. Por un
lado, que no hay conocimiento donde aún no hay predicación, por lo cual Sellars
asume que las situaciones en que nos encontramos, por sí mismas, han de imponer
en nosotros la formación de juicios, si es que ha de haber algún conocimiento no
inferencial. Y también que los sense-data del empirismo moderno o, mejor dicho,
los estados mentales que los empiristas catalogan de datos de esa especie han de ser
rebajados a antecedentes causales, no lógicos, de nuestros juicios empíricos más
simples 10 . Pero Sellars se propone discutir que, aunque esos estados no sean
conocimientos, ni siquiera de ‘cosas’ (ya que no de ‘verdades’), sino puros efectos y
causas, haya conocimientos, otros, que la situación en que nos hallamos suscita o,
incluso, ‘arranca’ (wrings) de nosotros, que puedan ostentar las propiedades del
conocimiento por familiaridad, inmediato, del que había hablado Russell.
La segunda suposición es que, cuando tratamos de las credenciales del
conocimiento, es preciso siempre que quien quiere ser reconocido como conocedor
“El punto que quisiera enfatizar en este momento (...) es que el concepto de parecer
verde, la habilidad para reconocer que algo parece verde, presupone el concepto de ser
verde, y que este último implica la habilidad para distinguir qué colores tienen los objetos
mirándolos – lo cual, a su vez, implica saber en qué circunstancias colocar un objeto
cuando uno desea averiguar, mirándolo, qué color tiene” (“El empirismo y la filosofía de la
mente”, § 18). En este pasaje se sintetizan los que destaco arriba como los dos primeros
movimientos de Sellars contra la idea de conocimiento inmediato.
10
Digo ‘rebajados’ porque hablo en general del valor de los datos de los sentidos para el
empirismo. En el caso concreto de Russell, como vimos, los datos son, como para Sellars,
antecedentes causales (y, por tanto, no hace falta ‘rebajarlos’). No obstante, hay una
ambigüedad sospechosa en el concepto de Russell, como hice notar, dado que los juicios de
percepción expresan para él ‘conocimientos derivados’ y los datos parecen ser unas veces
conocimientos y otras, cosas.
9
[70]
pueda aportar esas credenciales. La solución de “El empirismo y la filosofía de la
mente” al problema del comienzo, c0mo veremos en lo que sigue, afronta
abiertamente el reto de salvar esta suposición, diría que bien tradicional, sobre las
cualidades del conocimiento.
A decir verdad, la operación decisiva de Sellars contra la idea misma de
conocimiento inmediato viene exigida por esa segunda suposición. Se ejecuta en
una sección central del artículo, que tiene este prometedor título: “¿Tiene un
fundamento el conocimiento empírico?”, y ocupa los §§ 32-38. El objeto específico
de debate son ahí los que Sellars llama ‘informes de observación’, que vienen a ser
los juicios de percepción de Russell que tienen origen en lo que vemos (aunque, no
obstante, lo que Sellars dirá sobre ellos se puede extrapolar a cualesquiera informes
‘de percepción’). Sellars piensa en oraciones que pronunciamos espontáneamente,
sin segundas intenciones, cuando informamos cándidamente –a veces a nosotros
mismos– sobre lo que salta a la vista. La sección empieza planteando una
comparación entre la autoridad de esos informes y la de ‘enunciados analíticos’ (§
33), una comparación recomendada porque, según parece, todo lo que hace falta
para que los primeros sean verdaderos es que sean correctamente compuestos, esto
es, que las palabras se empleen en ellos de acuerdo con las reglas semánticas
relevantes. Tal y como Sellars interpreta el ‘marco entero de lo dado’, la concepción
empirista entonces corriente quería explicar esa autoridad apelando a ‘episodios no
verbales’ de conciencia (awareness) de que algo es el caso (de que, por ejemplo, esto
es rojo) que gozan, supuestamente, de una autoridad ‘intrínseca’ y que los informes
realizados a continuación, apropiadamente, simplemente expresan (§ 34). Según los
amigos de lo dado, en el sentido mítico, esos episodios acreditativos (como, por
ejemplo, las percepciones de hechos muy evidentes de las que hablara Russell) son
el fundamento de todo el conocimiento empírico. Y no por casualidad, a juicio de
Sellars, la “idea de que la conciencia de algunos tipos [sorts] […] es un rasgo
primordial y no problemático de la ‘experiencia inmediata’, de que, de hecho,
somos conscientes de ciertos tipos determinados simplemente porque tenemos
sensaciones e imágenes, es común a los empiristas modernos” (§ 28). En tal
habilidad de ser consciente de repetibles, congénita y, presuntamente, no
problemática, fundan los empiristas nuestra autoridad como perceptores. La idea
[71]
de que la observación, estrictamente hablando, está constituida por ciertos
episodios no verbales que se acreditan a sí mismos (self-authenticating), cuya
autoridad se transmite a los actos verbales cuando se realizan de conformidad con
las reglas semánticas del lenguaje es, ni más ni menos, siempre en opinión de
Sellars, “el núcleo [heart] del Mito de lo Dado” (§ 38).
Él, en contra de esa mentalidad empirista, encuentra paradójica la noción
misma de un ‘estrato de afirmaciones’ que se acreditan a sí mismas: que no resultan
de inferencias, que no presuponen otros conocimientos y que, sin embargo, gozan
de autoridad. Ahora bien, ¿qué alternativa cabe plantear, cuando de explicar el
crédito que merecen de hecho los informes de observaciones se trata, a ese
compromiso con autoridades o fundamentos inmediatos y que, notablemente, no
presuponen conocimientos?
Pues bien, Sellars imagina dos. La primera que contempla es que se diga que
‘Esto es verde’, por ejemplo, es una constatación, un informe de observación
acreditado o digno de crédito y que por tanto expresa conocimiento, si y sólo si es
la manifestación de una tendencia (propia de quien informa) a producir ejemplares,
audibles o para sus adentros, de ‘Esto es verde’ cuando y sólo cuando está mirando
un objeto verde en condiciones normales. Si tiende a decir eso ante cosas en efecto
verdes, cada vez que lo dice puede considerarse que expresa un conocimiento de
cosas verdes.
Pero esta primera alternativa, al menos a los ojos de Sellars, tiene una tara.
Parece que confunde una uniformidad en las reacciones con el seguimiento de una
regla. O, dicho de otro modo, que hace aparecer a los sujetos de conocimiento
como simples termómetros o células fotoeléctricas o hierros que se oxidan, es decir,
como cosas que, sin más, responden de modos diferenciados y regulares a entornos
o circunstancias diferenciados de modos específicos. La analogía que se asume
entre esos procesos naturales y los actos de conocimiento deja por captar, en
opinión de Sellars, el aspecto propiamente epistémico –el aspecto de conocimiento,
por así decir– de la conciencia que se supone que tenemos de lo que pasa a nuestro
alrededor: nadie pretende, desde luego, que un hierro que se oxida en un ambiente
húmedo es un hierro que es conocedor de esa humedad (se entiende que incluso ‘El
hierro nota la humedad’ es plenamente metafórico). Sellars rechaza lo que ha
[72]
venido a denominarse una concepción puramente ‘externista’ o ‘de tercera persona’
del conocimiento, para la cual el crédito del informe puede serle completamente
desconocido al informante y, sin embargo, no dejar por ello, el informe, de denotar
conocimiento.
En contra de esa concepción, Sellars reivindica una postura tradicional, dado
que estima que sólo hay conocimiento cuando el sujeto al que éste se atribuye está
en condiciones de dar razón de su creencia y, concretamente, por lo que respecta a
los informes de observaciones, cuando el sujeto puede apelar a la naturaleza fiable
de sus espontáneas reacciones, esto es, a su capacidad de discriminación, por
ejemplo, entre colores, para aquilatar su juicio.
4. Sellars y el problema del comienzo
Pero claro, esta postura tradicional nos devuelve, o eso parece, a la aporía del
Teeteto, es decir, a la pregunta por el origen de toda operación de explicación o
prueba: parece que Sellars, platónicamente, insiste en que el conocimiento del
hecho más simple presupone el conocimiento de las capacidades del conocedor, por
parte del conocedor mismo, para adquirir el conocimiento de ese hecho y que, por
tanto, en su ensayo tropezamos con una concreción de la vieja aporía. Que ahora
sabemos quizás, gracias a Sellars, qué conocimiento concreto es preciso tener para
que un juicio de percepción exprese conocimiento, a saber, el conocimiento de
nuestra autoridad como discriminadores de cosas, aunque sigamos todavía sin
entender cómo es posible comenzar en absoluto a conocer, adquirir por vez
primera el conocimiento de nuestras capacidades sobre el que, según Sellars, se
levanta necesariamente nuestro saber sobre lo que nos rodea en cada momento.
De hecho, vemos inmediatamente a Sellars, en las secciones §§ 35-37 de su
ensayo, haciendo frente al problema. Es más, la diferencia fundamental entre el
planteamiento de Sellars y otros autores a él contemporáneos –como Austin o
Wittgenstein– está en que Sellars cree que la autoridad de los informes de
observación puede y, cuando se cuestiona, debe ser justificada. En contra de esto,
Wittgenstein, como veremos en el próximo capítulo, defiende que ni puede ni debe
ser justificada, aunque, por ello precisamente, esos informes no expresan para él
[73]
conocimiento. Y Austin, por su parte, que no puede ni debe ser justificada, aunque
no por ello dejan de expresarlo11.
El modo en que en el texto de Sellars se replantea muy literalmente el
problema platónico es el siguiente. “Podría pensarse que hay un obvio regreso en la
concepción que estamos examinando”, señala el § 36, pues para que un informe
exprese conocimiento no sólo ha de gozar de autoridad (porque quien lo emite sea
un informante fiable en las circunstancias actuales), sino que esa autoridad debe ser
reconocida de algún modo por quien informa sobre su observación. Sellars acepta
que la autoridad provenga en parte de que uno tiende a emitir los informes
apropiados (o juicios apropiados) en circunstancias determinadas, de que, por
tanto, de la emisión se pueda inferir que las cosas son, en efecto, según el informe.
Pero exige que para atribuirle conocimiento el candidato a conocedor esté en
condiciones de –esto es, pueda– inferir por sí mismo que las cosas son en efecto así
–según su informe– a partir de lo que tiende a pensar. Ha de estar a su disposición,
por tanto, lo que cabe llamar una ‘inferencia de fiabilidad’: las cosas son como creo
que son, lo sé, puesto que, en circunstancias como éstas, creo –en el sentido de
‘pienso’, ‘digo’ o ‘tiendo a decir’– que son así cuando son en efecto así. Ahora bien,
¿cómo puede alguien saber que lo que dice (o le viene a la cabeza) es un síntoma de
algo, si no ha sido conocedor, previamente, de eso de lo que es síntoma o, al menos,
de cosas de su misma especie?
Por absurdo que pueda parecer, Sellars piensa que en algo “muy parecido a
eso” consiste la concepción correcta sobre la autoridad de los juicios de percepción.
Desde luego, reconoce que tal concepción implica que uno no puede tener
conocimiento por observación de hecho alguno a menos que sepa (a la vez) muchas
otras cosas. Concretamente, insisto, su solución supone que para conocer un hecho
visible particular es preciso saber que X es un síntoma fiable de Y, donde X es el
pensamiento o la proferencia sobrevenida de que ‘Tal es cual’ e Y es el hecho de
que tal es cual.
11
No me detendré en esta ocasión a examinar el detalle de la posición de Austin, porque,
en mi opinión, no representa, a pesar de sus intenciones, una cancelación genuina del
problema del comienzo y, concretamente, de la noción aristotélica de conocimiento
inmediato. De hecho, pienso que las polémicas de Wittgenstein y Sellars contra el
empirismo afectan también a los planteamientos de Austin.
[74]
Más detalladamente el regreso en que parece incurrir esta concepción se
desencadena así: parece que un conocimiento por observación actual presupone el
conocimiento de una correlación entre síntomas y hechos que, a su vez, presupone
conocimientos por observación previos de hechos análogos que, por su parte,
presuponen conocimientos previos de correlaciones similares y así sucesivamente.
Pero para Sellars esta cadena sólo se forma aparentemente. Con lo único con lo que
su análisis se compromete es con que para saber ahora que ‘Esto es verde’ uno
tenga que saber ahora de la fiabilidad de que goza como reconocedor de lo verde
en virtud de una experiencia o aprendizaje previos (durante los cuales, adviértase,
no hubo, no pudo haber, conocimiento de lo verde). Tiene que poder juzgar ahora,
no antes, que él es fiable en el sentido relevante y, por ello, digno de crédito,
aunque todos sus juicios anteriores no hayan venido respaldados, no hayan podido
estar en efecto respaldados, de este mismo modo. Hemos de pensar en un aprendiz
que se convence, de una vez por todas, sobre su buen criterio, pero que hasta ahora
no tenía razones para pensar que era un juez fidedigno de cierto tipo de hechos.
Esta acotación del respaldo inferencial no mengua la dependencia en que el
conocimiento por observación se halla de otros conocimientos (pues sé sobre lo
verde si sé sobre mi fiabilidad). Pero, y esto es decisivo, esa dependencia no
convierte el conocimiento por observación en un conocimiento inferencial (o por
inferencia): podemos seguir distinguiendo claramente que uno vea que algo es de
cierto modo –y que lo sepa gracias a que lo ve– de que uno lo infiera. Y, por otro
lado y sobre todo, esa dependencia no implica un tiempo infinito de aprendizaje en
que se satisface una infinitud de condiciones. Sólo exige, por usar la metáfora de
Wittgenstein, que el amanecer ilumine a la vez muchas cosas12. Es este argumento,
que nos libera de la necesidad de, sin fin, justificar las justificaciones de nuestras
afirmaciones más simples sobre hechos y propiedades, el que podemos considerar
12
Se observará que Sellars exagera un tanto en este punto al decir que “uno no tiene
concepto alguno de propiedades observables de objetos físicos en el espacio y el tiempo a
menos que los tenga todos” (§ 19; el segundo énfasis es mío), como si para juzgar una
propiedad tuvieran que conocerse todas. Ahora bien, en mi opinión exagera a sabiendas.
Con más precisión, Wittgenstein habla en estos contextos de una cantidad indefinida de
destrezas verbales (cf. Investigaciones filosóficas, § 145) o de una totalidad (cf. Sobre la
certeza, § 140).
[75]
el tercer y definitivo movimiento de Sellars contra la importancia epistemológica de
la noción de ‘lo dado’.
Aprendemos, en efecto, a hablar, pasamos de no saber hablar a hablar
‘perfectamente’, pero no de un día para otro y tampoco acumulando, uno detrás de
otro, conceptos, pensamientos, ideas. Hasta que uno no domina muchas palabras
nadie diría que cuando dice algo –imitando a sus educadores y a otras personas con
las que convive– sabe de qué está hablando. En este sentido, ‘¡Verde!’ o ‘¡Uno
verde!’ o ‘Esto es verde’ o ‘¡Aquí verde!’ o ‘Verdor aquí’ no expresan conocimiento
de que algo verde está ante nuestros ojos sino en la medida en que quien eso dice
está en condiciones de reconocer, es más, de defender, que sus ‘impresiones’ sobre
los colores que le rodean no son engañosas, sino signos fiables de cómo son las
cosas. O, al menos, así lo entiende Sellars.
[76]
6. El comienzo sin conocimiento
1. La solución de Sellars: la hegemonía de las inferencias
El proceso por el que nos convertimos en hablantes que muy habitualmente
manifiestan conocimiento cuando describen lo que les rodea no es para Sellars un
proceso por el que ciertos conocimientos primeros, inmediatos y eminentes nos
conducen a conocimientos derivados, y de ellos aún a otros, en una cadena de
evidencias transitivas o, lo que es peor, menguantes. Como tampoco es el paso,
aparentemente simple, de conocer cualidades y cosas, pero no cómo las denominan
los adultos, y, por tanto, de no poder expresar lo que sabemos a, además de
conocer esas cualidades y cosas, conocer cómo podemos referirnos verbalmente a
ellas, describirlas y comunicar su presencia a quien no las percibe en este momento
o a quien le son en la práctica inaccesibles.
Para Sellars es, por el contrario, el proceso por el que nos hacemos
competentes –sin haberlo sido nunca– en la práctica de saber y atribuir saber, de
reconocer lo que hay y señalarlo, el proceso por el que venimos a convertirnos en
discriminadores fiables de cosas, cualidades y hechos, y, al tiempo, conscientes de
que lo somos. Detrás, por tanto, de los informes de percepciones que cándidamente
emitimos, haciéndolos posibles y respaldándolos, hallamos en su opinión, para
empezar, un curso de adiestramiento en la identificación de diferencias relevantes
ante nosotros y en la formación de juicios apropiados y, asimismo, el
conocimiento, por un lado, de las circunstancias que habilitan tales juicios y, por
otro, de esos procesos preparatorios y, en virtud de ambos, de las relaciones lógicas
que acreditan nuestros informes como expresiones fiables de saber acerca de lo que
hay.
La conclusión del análisis de Sellars es, pues, doble. En primer lugar, que no
hay conocimientos estrictamente inmediatos (y sin antecedentes), es decir,
conocimientos que gocen como tales de crédito sin que otros conocimientos los
respalden permitiendo inferencias (pero donde ‘respaldar’, adviértase, no significa
‘ser premisa de la inferencia que ha conducido de hecho a aquéllos’). Y, en segundo
lugar, que el comienzo del conocimiento para cada ser sabedor no lo constituye un
[77]
conocimiento primero, ni con la forma de una sensación o vivencia o intuición
empírica, ni con la forma de una intuición intelectual de tipos, cualidades o
esencias, sino un proceso de adiestramiento, instrucción práctica y habituación.
Es en este punto principal, que marca tanto el abandono del empirismo, en
particular, como, en general, la ruptura con la tradición epistemológica en general,
en el que Dewey, Wittgenstein y Quine coinciden decisivamente con Sellars, según
quisiera demostrar. Diría incluso que antes que Sellars es Wittgenstein quien
corrige literalmente el punto de partida de los Analíticos posteriores, dado que es él
quien marca como ningún otro el contraste entre enseñar con explicaciones y
enseñar sometiendo a instrucción o por adiestramiento, un contraste que evoca los
términos del planteamiento clásico, aristotélico, del problema del comienzo del
saber, pero que justamente constituye una alternativa a su entendimiento en los
libros Analíticos. Y diría también que, antes que Sellars y Wittgenstein, es Dewey
probablemente el primero que toma conciencia de la medida en que el abandono de
la noción de conocimiento inmediato, en toda su extensión, significa una ruptura
con la vieja solución aristotélica y su éxito histórico sin par.
2. La solución de Wittgenstein: el comienzo por el adiestramiento
Por lo que respecta a Wittgenstein, podemos empezar considerando cómo al
inicio de sus Investigaciones filosóficas (1953) se advierte de que el aprendizaje de la
lengua materna (al menos entre seres humanos), lo que en el texto se presenta como
la introducción del niño a las primeras ‘formas primitivas’ de lenguaje, no se
produce recibiendo lecciones. “La enseñanza [Lehren] del lenguaje no es aquí una
explicación [Erklärung], sino un adiestramiento [Abrichtung]” (§ 5). Esto se aclara
a continuación hablando de cómo el enseñante –progenitor o tutor– llama la
atención del niño sobre un objeto, normalmente lo señala y pronuncia su nombre
con el debido énfasis. Wittgenstein no quiere llamar a esta operación fundamental
en la educación lingüística temprana ni ‘explicación ostensiva’ (o por indicación) ni
‘definición ostensiva’ de palabras, sino, característicamente, ‘enseñanza ostensiva de
palabras’ (§ 6). Diferencia de esta manera entre una explicación y una definición,
que presuponen conocimientos previos, como los presupone la enseñanza o
[78]
aprendizaje (didaskalía, máthesis) de los que se ocupa el arranque de los Analíticos
posteriores, y una enseñanza que no puede presuponerlos y valerse de ellos, al no
haberlos, que denomina adiestramiento (Abrichtung) o instrucción (Unterricht) (cf.
Investigaciones filosóficas, § 208)1.
De este modo, Wittgenstein acepta desde luego la necesidad de la separación
que establece Aristóteles entre una enseñanza y otra, pero a la vez da a entender
que la segunda de ellas no queda caracterizada por un acto de conocimiento por
parte de quien aprende. La cuestión trasciende con mucho, por tanto, la
recomendación –por razones de pura propiedad o precisión– de unos términos
sobre otros. Donde Aristóteles y la tradición subsiguiente buscaron descubrir la
adquisición originaria de conocimientos fundamentales, Wittgenstein, como
algunos de sus contemporáneos, tropezó con un proceso práctico de adopción de
conductas a la base, sí, del uso de palabras ciertamente sofisticadas como ‘saber’,
‘creer’ y ‘opinar’, pero sin consistir él mismo en la adquisición y exhibición de
conocimientos. Quien aprende a utilizar palabras como ‘rojo’, ‘cuadrado’ o ‘aquí’,
Wittgenstein piensa que no viene, hablando estrictamente, a saber que algo es,
paradigmáticamente, rojo o cuadrado o este aquí. Así se le proporcionan más bien
los medios que le permitirán, antes o después, pero sólo entonces, decir cómo son
las cosas, esto es, formar juicios empíricos y describir situaciones.
Es éste un asunto que, diría, siempre ha estado en el centro de los intereses de
la obra de Wittgenstein, pues hay una línea no discontinua, pienso, que lleva de la
oposición en el Tractatus logico-philosophicus (1921) entre lo que sólo se puede
mostrar y lo que se puede decir, exponer o ‘figurar’ (cf. 2.172; cf. 4.12 ss.) a la
distinción en las Investigaciones entre medios de representación y representaciones
(cf. § 50), a, finalmente, el contraste en Sobre la certeza (1969) entre el sistema
dentro del cual tiene lugar toda comprobación de suposiciones y, por otro lado, las
opiniones particulares, acreditadas, que superan esa prueba (cf. § 105).
Es muy interesante, por cierto, que en la versión muy elaborada de las
Investigaciones la distinción a la que me refiero se presente precisamente a
propósito de un comentario a un fragmento del Teeteto de Platón. Wittgenstein
1
También habla Wittgenstein de ‘educación’ en el sentido en que los hispanohablantes
hablamos de buena o mala educación (cf. Investigaciones filosóficas, § 27) y, en otra
ocasión, de ‘proveer’ de juicios (cf. Sobre la certeza, § 140).
[79]
cita en el § 46 y discute a continuación, durante varias páginas, un pasaje de la
tercera parte del diálogo: concretamente, el lugar en que Sócrates expone la
doctrina que ha llegado a sus oídos sobre los elementos (o protoelementos,
Urelemente) que componen todas las cosas y no pueden ser, se dice, explicados,
sino sólo designados con nombres. El lector recordará que Sócrates desecha esta
opinión, entre otras cosas, porque no admite que pueda pensarse que explicaciones
dadas en términos de elementos no conocidos constituyan conocimientos y, para
empezar, porque no acepta que se niegue que aprendemos y conocemos, cuando
aprendemos, por ejemplo, a escribir y leer o a tocar la cítara, en primer lugar y por
encima de todo, las letras en un caso y las notas en otro, esto es, los elementos
últimos (stoicheion) de la escritura y la música, y, por cierto, al verlos y oírlos (cf.
Teeteto, 206a-b).
Wittgenstein, que ciertamente abriga reservas parecidas a las de Sócrates hacia
una oposición general entre elementos y compuestos (¿pues cuáles son, al fin y al
cabo, los elementos de, por ejemplo, un árbol o un sillón?), estima sin embargo esa
doctrina sobre lo cognoscible y lo incognoscible que la tradición atribuye a
Antístenes precisamente por el aspecto que a Platón le resulta insufrible. Tal vez sí
tiene sentido decir, después de todo, que de los elementos de nuestras explicaciones
y descripciones que designamos con nombres no se puede decir que nos son
conocidos, ni siquiera que son cognoscibles, es más, usando los términos del texto
griego, ni que son ni que dejan de ser. Wittgenstein trata de ilustrar esto con un
ejemplo ‘análogo’ a los de Sócrates. ¿Cuánto mide –o medía antaño– el metro de
platino iridiado que albergaba la Oficina Internacional de Pesos y Medidas de París
y servía de término de comparación en toda medición continental europea de la
longitud? ¿Un metro precisamente? Es absurdo decir que el metro patrón mide o
medía un metro, dado que carece de sentido una comparación de una pieza de
metal, como de cualquier otra cosa, consigo misma. Así, puesto que medir
longitudes, al menos en ciertas regiones, consistía precisamente en comparar el
espacio ocupado por cada cosa con el que ocupaba ese objeto privilegiado, para
concluir, por ejemplo, que la longitud de un colchón estándar dobla
aproximadamente la de la barra de platino, la longitud de la barra no se podía
establecer en metros. En los términos platónicos, la barra ni es de un metro de
[80]
longitud ni deja de serlo (vale decir, ni es ni no es de un metro de longitud). Pero
no es ésta una propiedad fabulosa de un objeto, fabuloso él mismo a causa de ella.
Es la propiedad que muy naturalmente resulta del papel ciertamente especial que
concedemos convencionalmente a ese objeto en la práctica local de tomar medidas.
Un cuadro completo de las diferencias entre el movimiento primero y
definitivo por el que Aristóteles pretende resolver el problema platónico del
comienzo y la corrección de Wittgenstein debe contener, pues, bien mirado, al
menos cuatro componentes. En mi opinión debería subrayar en primer lugar que,
como digo, el adiestramiento no redunda directamente en conocimiento, por las
razones aducidas. Pero también, en segundo lugar, que la ‘educación’ original no es
adecuadamente descrita como una acumulación de sensaciones, ni siquiera si
añadimos que han de ser sensaciones de una misma clase y que no caen en el
olvido. El adiestramiento no es, por tanto, según se lo representa Wittgenstein, una
‘experiencia’ (empeiría) en el sentido aristotélico de la palabra (al menos en el que
se asume en el primer capítulo de los libros de Metafísica y en el último de los
Analíticos). Es, más bien, un proceso de adquisición de hábitos, esto es, modos
estables y regulares de conducirse en situaciones específicas o ante tareas
específicas. Por esto son particularmente atinadas las expresiones que emplea
Wittgenstein en la descripción de la primera enseñanza: hemos de pensar en
instrucción y adiestramiento por parte del tutor y en incorporar y adoptar
comportamientos por parte del niño. Donde Aristóteles y sus seguidores buscaron
conocimientos fundamentales, Wittgenstein (como, ciertamente, la mayoría de los
promotores de una ‘superación’ de la Epistemología el siglo pasado) percibió un
modo de actuar:
La fundamentación, la justificación de la evidencia, [...] llega a un fin. Pero el
fin no consiste en que algunas proposiciones saltan a la vista inmediatamente
como verdaderas [uns gewisse Sätze unmittelbar als wahr einleuchten] y, por
[81]
tanto, en un tipo de visión por nuestra parte, sino en nuestro actuar, que está
a la base del juego de lenguaje (Sobre la certeza, § 204; mi traducción)2.
En atención este contraste, se puede decir que Wittgenstein desanda el
camino de Aristóteles por el que epistéme pasó a ser un tipo privilegiado de saber.
Para Wittgenstein ha de decirse que epistéme, si dejamos de lado los ámbitos que
rigen la prudencia aristotélica por un lado y la técnica por otro, es el único tipo de
saber que conocemos, dado que no hay principios del saber, en el sentido en que
Aristóteles los imaginó, que puedan conocerse de otro modo3.
En tercer lugar, el cuadro de las diferencias entre estos autores ha de hacer
explícito que si esos hábitos no han de confundirse con conocimientos, tampoco
está claro que valgan como principios de todo conocimiento, es decir, que sirvan
como premisas de razonamientos demostrativos por medio de los cuales se afirman
y explican ciertos hechos o fenómenos a la vista de sus causas genuinas. Aristóteles
trata efectivamente los principios que busca, al menos en parte, como
conocimientos de los que derivan argumentativamente otros y, en última instancia,
en virtud de la operación de lo que denomina ‘intelección’, como causas –
enunciando causas– de esas cosas concluidas. Pero del establecimiento de ciertos
modos de hablar y conducirse no se sigue por inferencia cosa alguna, entre otras
cosas porque los hábitos lingüísticos no revelan ‘causas’. “El sistema no es tanto el
punto de partida [Anfangspunkt] de los argumentos cuanto su elemento vital
[Lebenselement]”, leemos en sus anotaciones (Sobre la certeza, § 105). El sistema es
un medio de descripción y explicación, no el principio de toda explicación o prueba
lógica.
Esta convicción debuta públicamente en el § 1 de las Investigaciones, lo cual es índice de
su importancia para el llamado ‘segundo’ Wittgenstein: “[...] yo asumo que actúa como he
descrito. Las explicaciones tienen en algún lugar un final”.
3
La última obra de Wittgenstein –esas notas de contenido fundamentalmente
epistemológico que conocemos como Sobre la certeza– viene a ser precisamente, en su
conjunto, un análisis del hiato que destacara Aristóteles en los libros Analíticos entre el
conocimiento por medio del pensamiento y los principios del conocimiento. Lo cual no
impide, ciertamente, que, histórica y literalmente, sea, antes que nada, una discusión de
ciertos trabajos de George E. Moore en contra del escepticismo, en particular “Defensa del
sentido común” (1925) y “Prueba del mundo exterior” (1939), ambos reunidos en Defensa
del sentido común y otros ensayos.
2
[82]
Recuérdese que entre los ‘principios’ de Aristóteles se contaron en los
Analíticos posteriores tanto definiciones o significados como reglas del
razonamiento y ciertos juicios de existencia. Que, de hecho, los conocimientos
previos a toda argumentación, que hacen posible toda argumentación, versan en su
expresa opinión sobre lo que hay, sobre qué es eso que hay o sobre qué axiomas
gobiernan la demostración. Análogamente, el ‘elemento’ (o, si se me permite la
expresión, caldo de cultivo) en que se produce (o prolifera) la argumentación, para
Wittgenstein, lo definen algunos hechos obvios que la sitúan, los significados de las
palabras que ella maneja (vale decir, usos paradigmáticos de las palabras) y las
reglas de verificación e inferencia que la gobiernan, esto es, un conjunto –eso sí,
abierto y, como veremos, cambiante– de trivialidades por un lado y de
estipulaciones sobre valores de las palabras, argumentos y pruebas por otro. Ahora
bien, contra lo que habría defendido George E. Moore, a saber, que esas
trivialidades y esos ‘conocimientos’ lingüísticos o lógicos se cuentan entre las cosas
más ciertas que podemos saber, es más, entre las cosas que sabemos perfectamente
(como pensaba Aristóteles), Wittgenstein aboga por que no aceptemos que las
proposiciones en que consisten esas trivialidades, definiciones y reglas sean
tomadas por cosas conocidas, es más, propone que sean consideradas pseudoverdades (y, en definitiva, ni verdaderas ni falsas; cf. Sobre la certeza, § 205)4. Es
éste un cuarto aspecto de su enmienda a la solución aristotélica.
El marco o ‘trasfondo heredado’ en que se realizan comprobaciones de lo
verdadero no puede, en efecto, ser considerado verdadero (cf. § 243). No, al menos,
en el sentido mundano en que esperamos que lo verdadero sea descubierto por la
práctica de una prueba empírica. Por supuesto, puedo revisar el funcionamiento de
algunos medios de representación, pero cualquier examen de ese tenor ha de dejar
intactas muchas opiniones sobre hechos y reglas, si es que ha de poder llevarse a
cabo. Wittgenstein habla por ello del marco de referencia de las pruebas empíricas
como de un eje en torno al cual éstas se practican. Es nuestro modo de conducirnos
a la hora de la comprobación lo que hace a ciertas proposiciones definitorias de ese
marco (de hecho, desde cierto punto de vista se puede decir que son ‘muros de
4
De ahora en adelante en esta sección, si no se indica lo contrario, todas las referencias a
parágrafos corresponden a esta obra, publicada póstumamente en 1969.
[83]
cimentación’ que el conjunto de la casa soporta, a la vez que ella es sostenida por
ellos; cf. 2485). Ninguna cualidad observable y compartida por esas proposiciones
las torna privilegiadas. Como ninguna cualidad formidable del metro patrón lo
convierte en el término paradigmático de toda medición del espacio. Es nuestra
conducta general la que hace de él una cosa singular y extraordinaria (es más, sin
igual). Por esta razón, los comentaristas de Wittgenstein hablan de las trivialidades,
estipulaciones y reglas que para Moore son inequívocamente conocidas como de
‘proposiciones-gozne’, hinge propositions (cf. §§ 152, 341, 655).
Wittgenstein las considera en Sobre la certeza, literalmente, proposiciones
‘lógicas’ (cf. §§ 56, 136, 501). Es una denominación que podría extraviarnos, dado
que las proposiciones que delimitan el campo de nuestras pruebas empíricas, en su
opinión, no son exclusivamente axiomas lógicos o reglas lógicas, en el sentido
ordinario de estas expresiones. Pero en su obra tardía ese sentido ordinario se
expande para abrazar todo aquello cuya certeza pudiera compararse con la que
exhiben los principios lógicos, todo lo que Russell llamaría ‘evidente por sí mismo’,
y, consiguientemente, también la lista de trivialidades del sentido común que
Moore ofrece en su ‘Defensa’ (en el presente hay un cuerpo humano que es mío,
etc.; cf. “Defensa del sentido común”, pp. 58 ss.). Así, Wittgenstein considera que
del marco lógico forman parte certezas como que se llama Ludwig Wittgenstein,
que el idioma en que escribe sus anotaciones es el alemán, que el mundo no empezó
a existir hace cinco minutos, que él nunca ha estado en la Luna, que ahora se
encuentra junto a una cama y un sinfín de obviedades similares a éstas6.
Una de las razones principales que llevan a Wittgenstein a resistirse a afirmar
que sabemos que esas proposiciones son ciertas, y por cierto superlativamente, es
que no parece tener sentido decir, por ejemplo, cuando me acabo de sentar, que sé
que estoy sentado7. Podemos, desde luego, imaginar situaciones en que cosas sobre
5
Claro que tales ‘muros de cimentación’ (Grundmauern) serían, desde luego, enteramente
anormales, dado que arquitectónicamente los muros de ese tipo se sostienen firmemente en
pie por su propio anclaje independiente.
6
La idea de que el lugar de los principios aristotélicos lo ocupa ahora un ‘sinfín’ de
convicciones es abiertamente contradictoria de las tesis de Aristóteles en los Analíticos
posteriores.
7
Esto contradice la opinión de Austin en Sense and Sensibilia (cf. p. 118), aunque ambos
están de acuerdo con Aristóteles en que no todo puede ser probado. También contradice la
opinión de Sellars, como se desprende de lo expuesto en el capítulo anterior.
[84]
las que no se han planteado dudas hasta entonces vienen a cuestionarse con motivo
(por ejemplo, cuando tras un accidente grave, al despertar inmovilizados, nos
preguntamos si conservamos nuestras extremidades). Pero eso no significa que
actualmente cabe ponerlas en duda. Ni que se han disipado unas dudas al respecto,
que alguna vez se han tenido. Ni siquiera que, en todo caso, suponemos que las
cosas son de determinada manera (cf. §§ 110, 153), pues uno no supone que se
llama Ludwig Wittgenstein8. Y no digamos que tenemos hipótesis al respecto,
hipótesis que no han sido jamás desechadas (cf. §§ 105, 167).
Wittgenstein hace valer todas estas consideraciones en contra del
escepticismo. Que nada es lo que parece, con lo que el escepticismo epistemológico
especula, no es algo que contradigan nuestras suposiciones, hipótesis o
conocimientos o, sin más, nuestras creencias confiadas. En este sentido, no hay
interlocución genuina entre los desafíos del escéptico y el suelo de prácticas,
paradigmas y métodos habituales sobre el que el conocimiento y la ciencia se
levantan. Y, claro, el intento del escéptico (o, como Wittgenstein lo llama, del
idealista) de entablar esa conversación parece de antemano minado por el trabajo
que en todo caso ese suelo de significados y un sentido de la verosimilitud
predeterminado que forma parte de él realiza en el planteamiento mismo del
desafío (cf. §§ 383, 456, 486, 507, 515). Se impone la opinión, en la obra de
Wittgenstein como en otras, de que es el escéptico el que ha de soportar no ya la
carga de la prueba, sino la apertura de la problemática. Pero la apertura no puede
practicarse si las especulaciones escépticas se toman por escenarios en principio
plausibles9.
El análisis de ‘lo lógico’ en Sobre la certeza –ese suelo o eje– lo presenta como
un conjunto abierto y cambiante. Ya lo he dicho. Al cuadro de diferencias entre la
solución aristotélica y la wittgensteiniana al problema del comienzo –el
adiestramiento no redunda en conocimiento, no consiste en la acumulación de
sensaciones, no proporciona premisas para demostraciones, las creencias que sí
8
Observaciones casi idénticas a éstas de Wittgenstein sobre el uso de ‘suposición’ y
‘presuposición’ se hallarán en la temprana lección de Heidegger, del año 1919, en torno a
La idea de la filosofía y el problema de la concepción del mundo (cf. pp. 112-114). Pero
Wittgenstein no pudo conocerlas, pues no se editaron hasta 1987.
9
Wittgenstein parece haber sido siempre de este parecer (cf. Tractatus logico-philosophicus,
6.51).
[85]
proporciona no son ni verdaderas ni falsas– hay que sumar por ello una quinta. Los
principios de la epistéme son para Aristóteles finitos, determinados y
necesariamente los que son. Para Wittgenstein, en cambio, la diferencia entre lo
lógico y lo empírico queda captada en la metáfora de una corriente de agua –lo
empírico– que discurre por un cauce –lo lógico (cf. §§ 96, 99). El agua que baja
erosiona las márgenes y el lecho, modificándolos e incorporando tierra, piedras,
vegetación y restos a la corriente. Recíprocamente, parte de lo que arrastra el agua
se deposita en el lecho y las orillas y pasa a formar parte, de ese modo, del cauce. La
división entre cauce y corriente es, por consiguiente, borrosa y variable. De modo
análogo, Witttgenstein piensa que las trivialidades, medios de comprobación,
condiciones del acuerdo entre hablantes, etc. se han establecido de hecho y no
pueden constantemente cambiar, pero sí pueden alterarse en un momento duda y
sobre todo paulatinamente. Principios lógicos y científicos que nos parecen
incontrovertibles pueden abandonarse y verse desplazados con el paso del tiempo.
Eso que Sellars llama ‘condiciones normales’ de comprobación y emisión de juicios
empíricos también está sujeto –en plazos amplios, ciertamente– a revisiones. “Esto
es cierto: la misma proposición puede ser tratada en un momento dado como algo a
comprobar por la experiencia y en otro momento como un regla de
comprobación” (§ 98).
Podemos comparar la imagen de la corriente y el cauce con otra, no menos
célebre, que debemos a Quine. Mientras Wittgenstein redactaba sus notas sobre la
certeza (1950-1951), Quine abogaba en su artículo “Dos dogmas del empirismo”
(1951) por que no negáramos a los principios lógicos un contenido empírico. El
primero de los ‘dogmas’ que allí discutió fue, precisamente, el de que hay
proposiciones que son verdaderas con independencia de cómo es el mundo y con
independencia de lo que en él pueda pasar y, en este sentido, sin contenido
empírico 10 . Pero Quine veía los enunciados lógicos como simplemente mejor
pertrechados que otros para resistir las pruebas empíricas. Su metáfora fue la de un
campo de fuerzas que es sometido a tensiones por esas pruebas y que, si se me
permite un símil pugilístico, diremos que las encaja de un modo u otro por medio
Hume suscribe el dogma en su Investigación sobre el entendimiento humano, p. 25. El
dogma impresiona todavía al Wittgenstein del Tractatus (véase Tractatus logicophilosophicus, 6.113).
10
[86]
de algunos ajustes. Pero los ajustes pueden afectar, en su opinión, tanto a
proposiciones que Wittgenstein llama empíricas como a proposiciones que
llamamos ‘lógicas’11. De hecho, Quine supuso que somos nosotros –soberanos de
nuestros conceptos, todos ellos artefactos humanos– quienes realizamos los ajustes
requeridos para acomodar nuevas experiencias, aunque el hecho de que en todo
caso algún ajuste haya de practicarse no sea algo que nosotros elijamos. Y defendió
que las razones que podemos tener para que los cambios en nuestra visión y
explicación de las cosas tengan alcance lógico, o no lo tengan, no pueden venir ellas
mismas ni impuestas sólo empíricamente ni impuestas sólo lógicamente.
Personalmente, en este punto prefiero la imagen del río que lentamente se
transforma a la imagen del campo de fuerzas en permanente reajuste, la imagen
geológica a la imagen mecánica. El mayor mérito de Quine en la discusión del
empirismo –y, como consecuencia, en la de la tradición epistemológica– lo veo a la
hora de hacer explícito que el germen de todo conocimiento que él, Wittgenstein,
Sellars y otros buscan en un adiestramiento lingüístico no podría prosperar si no
fuera porque hay en nosotros, congénito, un sentido determinado de la similitud
relativa. ¿Cómo llega a tener éxito en nuestro caso el condicionamiento lingüístico
al que nuestros tutores nos someten desde niños? Sólo porque nacemos con
tendencias determinadas a discriminar colores, sonidos y demás, que son
suficientemente parecidas a las que manifiestan esos maestros, es decir,
suficientemente específicas, en el sentido biológico de este adjetivo (cf. La
relatividad ontológica y otros ensayos, pp. 157 ss.). Pero a Quine también le parece
que esas tendencias no constituyen conocimientos ni reportan inmediatamente
conocimientos. Que separemos y reunamos cosas según determinadas pautas de
modos similares unos a otros, claro está, obedece a diferencias reales de las cosas.
Pero si las diferencias son relevantes o no, eso se establece por referencia a un
modo de vida y no por referencia a cómo las cosas son ‘en sí mismas consideradas’
(por decirlo con palabras de Kant).
La posibilidad de cambiar compromisos ‘doxásticos’ de distinta categoría para encajar
pruebas la encontramos también en Sobre la certeza. Podemos, dice Wittgenstein, mirar
nuestras manos para comprobar que las conservamos o mirar nuestras manos para
comprobar que vemos adecuadamente (cf. § 125).
11
[87]
Y, sin embargo, no podemos dejar de admirar cuánto se ajusta la presentación
de la aísthesis en el último capítulo de los libros Analíticos a la concepción que de
esas tendencias a tratar diferenciadamente cosas tiene Quine. Aristóteles introduce
ahí la sensación, en efecto, como una ‘capacidad innata de distinguir’ (como ‘a
connate discriminatory capacity’, en la traducción clásica de Barnes), pero creo que
hemos de entender esa capacidad, como se apuntó en el segundo capítulo, como
una tendencia operativa. El ‘error’ de consecuencias filosóficas incalculables que
habría cometido Aristóteles sería, simplemente, haber considerado la sensación una
forma –y por cierto eminente– de conocimiento de lo particular.
3. La solución de Dewey: la pauta de la investigación
Antes que en la obra de Sellars, Quine y Wittgenstein, antes que en la de
Austin y Adorno, encontramos una crítica abierta, directa y detallada de la noción
de conocimiento inmediato en la producción de Dewey. En este punto, si no fuera
por la Fenomenología del Espíritu, se podría decir que Dewey es un pionero –o
casi 12 . Es más, en ninguna de las polémicas posteriores la envergadura de la
tradición que se impugna se hace tan manifiesta y es tan acusada la simpatía por la
brecha abierta por Hegel como en la de Dewey. Por estas razones, quisiera concluir
esta parte exponiendo su posición sobre las limitaciones de la sensación –y
captaciones intelectuales análogas a la sensación– como fuente independiente de
conocimiento, tal y como la encontramos en una de sus obras más elaboradas: la
Lógica de 193813. Queda como tarea pendiente para otra ocasión una comparación
detallada –en la que coincidencias y diferencias se distingan como es debido– de los
planteamientos reactivos de Dewey, Wittgenstein y Sellars.
12
Se podría decir que impiden que lo tratemos como pionero, además del antecedente
hegeliano, la obra de Nietzsche, por un lado, y la de Peirce, por otro. Pero desde el punto
de vista histórico, dada la influencia filosófica diferida, retardada, que ejercieron Nietzsche
y Peirce sobre el pensamiento del siglo XX, gracias a figuras como, precisamente, Dewey,
apenas cabe restar originalidad y protagonismo al autor de Reconstrucción de la filosofía,
Experiencia y naturaleza y Arte como experiencia.
13
Lógica: la teoría de la investigación puede considerarse una obra no del todo acabada o
lograda, pero, por otro lado, Dewey mismo la juzgó el resultado de sus investigaciones
durante 40 años sobre temas epistemológicos. Sobre la epistemología de Dewey y, en
general, de los representantes del ‘pragmatismo americano’, véase Ángel Faerna, Una
introducción a la teoría del conocimiento del pragmatismo americano (2003).
[88]
Hay consagrado en ese libro de Dewey un capítulo entero –el octavo– a
combatir la idea misma de conocimiento inmediato y, por cierto, de un modo que
reanima la tesis platónica de Hegel de que la verdad de la certeza sensible hay que
buscarla fuera de ella. Y hay también en las pocas páginas de esa porción
argumentos dirigidos contra los razonamientos aristotélicos con los que desde
antiguo se ha querido probar la necesidad de que la ciencia derive del conocimiento
de unos principios más ciertos y evidentes que la ciencia misma.
Empezaré considerando la réplica dialéctica a la tradición en este último
punto. Al respecto la cuestión es, a los ojos de Dewey, si un conocimiento
inmediato es precondición indispensable de todo conocimiento mediato14. Como
he dicho en capítulos anteriores, los argumentos de Aristóteles que concluían la
existencia de ese conocimiento parecieron durante siglos inapelables. Dewey
estima, sin embargo, que la experiencia nos enseña que premisas inciertas y sólo en
parte verdaderas pueden conducirnos, felizmente, a conclusiones verdaderas. Y,
además, que esas conclusiones, unidas a otras igualmente satisfactorias, pueden
llevarnos a corregir nuestros juicios imperfectos iniciales sobre la situación de
partida, tal y como la concebimos en un principio.
La enseñanza general que extrae de esta experiencia del desarrollo de las
pesquisas humanas es que no es preciso que nuestras explicaciones y teorías sean
retrotraídas a algunas certezas absolutas y elementales para acreditarse. Que así sea
puede negarse en cuanto dejamos de tener la idea de que la acreditación y el
respaldo empírico han de garantizar la verdad de algunos enunciados, como
Dewey propone que hagamos. Para la tradición el resultado de la investigación,
cuando todo va bien, se denomina conocimiento o certeza. Dewey prefiere hablar,
en cambio, de ‘aseverabilidad garantizada’ (warranted assertibility), esto es, de lo
que en un momento dado puede aseverarse con una confianza prestada por buenas
razones, a la vista de que la investigación no pone a salvo de todo escrutinio futuro
una u otra convicción o creencia (cf. Logic, pp. 14 ss.). Lo que ella logra es, sobre la
base de un conjunto tanto de observaciones como de creencias estables, autorizar
14
Los términos de Dewey, en el planteamiento de la cuestión, recuerdan por sí mismos los
de Hegel, aunque no hay en la Lógica referencias ni a la Fenomenología ni a ninguna otra
de sus obras. La tesis de ambos es que todo conocimiento es mediato: toda determinación
de la opinión es para ellos Vermittlung. La importancia de Hegel en la formación del
pensamiento de Dewey es, por lo demás, de sobra conocida.
[89]
racionalmente, lo cual no es poco, una u otra afirmación15. Y, sin embargo, la
‘aseverabilidad garantizada’ no es para Dewey un sucedáneo del conocimiento,
sino la mejor definición que cabe imaginar de la naturaleza del conocimiento (cf.
“Proposiciones, asertabilidad garantizada y verdad”, p. 13416).
Él entiende que nuestros conceptos, descripciones y explicaciones tienen un
valor que no los exime, ni en el mejor de los casos, de los procesos de revisión
permanente característicos de la investigación sostenida. Esto no impide que
algunos hechos puedan ser considerados sobradamente establecidos y, de hecho, no
sean nunca objeto de contradicción. Y, por otra parte, permite que tenga sentido
pensar que nuestros razonamientos parten sin excepción de hipótesis, no de
verdades ‘necesarias’, y, sin embargo, amplían nuestro conocimiento. Para detener
el regressus ad infinitum platónico Dewey piensa que no son precisas verdades
cuya existencia es conocida inmediatamente:
Basta [para ello] con tener material (condicional) hipotético como para que
dirija la investigación por canales en que nuevo material, factual y conceptual,
se descubra, material que sea más relevante, esté más ponderado y confirmado
y sea más fructífero que los hechos y concepciones iniciales que sirvieron de
punto de partida (Logic, p. 145).
Esta réplica dialéctica resulta de una concepción de los ‘contenidos del juicio’
que Dewey denomina ‘funcional’. Puede afirmarse que una mentalidad empírica es
la que toma el sujeto de un juicio por una cosa particular concreta por describir y el
predicado del juicio por una determinación que expresa la naturaleza de esa cosa o
alguna cualidad suya. Así se da por sentado que hay un modo preciso y no
controvertido de delimitar desde el principio de qué estamos hablando. En la
concepción de Dewey, sin embargo, qué objetos se están juzgado es algo que sólo
15
Esto se podría expresar del siguiente modo. Cuando decimos que alguien tiene
conocimiento de algo, decimos que cree, como resultado de una investigación conducida
de manera razonable, que las cosas son como nosotros, después de una investigación
conducida de manera razonable, creemos que son.
16
Observará el lector que propongo corregir la traducción de Ángel Faerna de
‘assertibility’, que él vierte por ‘asertabilidad’ y yo por ‘aseverabilidad’, para evitar, ya que
no el palabro, al menos el anglicismo.
[90]
puede establecerse a partir de un entendimiento previo de la situación, que es
siempre selectivo o restrictivo. En este punto, su posición trae a la memoria la de
Hegel. Para ambos todo aquello que podemos llamar ‘esto’ –esto que vemos o esto
que tocamos– es, en las palabras de Quine ya citadas, ‘cosa demasiado negra para
hacer algo bueno con ella’. Sin manejar una caracterización provisional de lo que se
juzga, no es practicable juicio alguno. La actividad de enjuiciar es, a decir verdad,
una empresa no exenta de suposiciones, aunque funcionalmente dispuesta a la
revisión de su propio punto de partida. Las indicaciones y descripciones de las que
se parte se ven sometidas a examen en el curso de la investigación. Dewey expresa
esto diciendo que el juicio, como ‘asentamiento final’ (final settlement), depende de
una serie de asentamientos parciales. La investigación no es, en general, un proceso
para descubrir cualidades de objetos enteramente familiares. Pues trae consigo una
nueva determinación –una ‘reconstitución’– de la situación en la que nos
encontrábamos y, por tanto, de los objetos y hechos sobre los que se busca
esclarecimiento y explicación.
En el sentido en que la situación más simple merece una descripción revisable,
no se puede decir que haya datos, pruebas o ‘evidencias’ tendidas ante nosotros:
tenemos que interpretar la situación de algún modo para contar en absoluto con un
testimonio o prueba. Diríamos, en los términos de Russell, que no hay hechos
mínimamente complejos ‘evidentes por sí mismos’. Así pues, como ‘datos’,
cualesquiera hechos son provisionales. “Fuera de una situación incluyente que
determina el material que constituye el esto observado singular y el tipo de
predicado caracterizador aplicable a él en correspondencia recíproca a otro
[material], la predicación es completamente arbitraria e infundada” (p. 129)17.
¿Cuál es, pues, la postura de Dewey con respecto a la sensación como fuente
de conocimiento? Creo que es muy manifiesto que no se le ocurrió negar, como
tampoco a los demás críticos del empirismo, que tenemos sensaciones y que, si no
las tuviéramos, no sabríamos nada del mundo que nos circunda. Pero cuestión
distinta es si esas sensaciones sirven de anclaje para nuestras representaciones del
17
En este pasaje es perceptible una dependencia no sólo terminológica de los argumentos
de Hegel (aunque también terminológica): Dewey está ahí reinterpretando la dialéctica
hegeliana del demostrativo ‘esto’. Como argüirá años después Sellars, un dato, sea un
efecto o un estado de cosas, no está en condiciones de desempeñar un papel lógico, por lo
que es epistemológicamente inerte.
[91]
mundo y para las explicaciones que ofrecemos de lo que en él ocurre. Para la
concepción que tiene Dewey del saber, la idea misma de que algo –dato, hecho,
observación– podría proporcionar por sí mismo un ‘anclaje’ o un fulcro en la
justificación de nuestras opiniones y convicciones es irrisoria. Ni las sensaciones
más simples gozan de la incorregibilidad y firmeza que faculta para el
cumplimiento de esa función. Como juicio con pretensiones de verdad y exactitud,
con pretensiones incluso de cientificidad, el juicio ‘Esto es dulce’ no puede ser otra
cosa, piensa Dewey, que el resultado de una pesquisa (cf. p. 131; cf. “Proposiciones,
aseverabilidad garantizada y verdad”, p. 136).
En estos términos establece él que no hay conocimiento inmediato alguno
que sea precondición indispensable del conocimiento científico y, en general, del
conocimiento basado en pruebas argumentativas. Así anticipa la resistencia de
Wittgenstein y otros a aceptar que algún conocimiento es inmediato. Quisiera que
estas breves indicaciones sobre su posición dejaran claro que la interpretación que
él hace de eso que llama la ‘pauta de la investigación’ (the pattern of inquiry) aspira
a ser una enmienda a la totalidad de la solución aristotélica, análogamente a como
‘aseverabilidad garantizada’ quiere ser una aclaración general y sin resto del
‘conocimiento’.
Son esas ambiciones, no obstante, las que suscitan una objeción también
general contra el planteamiento de Dewey que parece inmediatamente autorizada.
Su idea de la investigación como un proceso socrático que, por así decir, se aúpa a
sí mismo parece condenar el esclarecimiento filosófico de la ciencia a un fracaso
general y estrepitoso: cuando llegamos a la conclusión de que creencias basadas en
hipótesis y revisiones sin fin de nuestras convicciones es todo lo que puede
sostenerse sobre un ‘conocimiento’ que no es inmediato, dejamos incólumes los
antiguos argumentos que exigían la existencia de principios indemostrables y
axiomas evidentes como sostén del conocimiento de las causas de lo que existe en
su (estricta) necesidad, esto es, del conocimiento científico en el sentido
aristotélico.
Pero esto se puede conceder, sin consecuencias particularmente graves: una
ciencia excepcional, de existir, necesitaría, desde luego, de un fundamento
excepcional. Ahora bien, dos advertencias son pertinentes. Si existe o no un
[92]
conocimiento de lo necesario en su necesidad, puede todavía disputarse, valgan o
no valgan los argumentos aristotélicos sobre los principios de la ciencia. El propio
Aristóteles reconoce que es difícil saber cuándo tenemos conocimiento de algo (cf.
Analíticos posteriores, 76a25). Y es claro que filósofos como Dewey se persuadieron
de que la historia enseña que no hay conocimientos de impar excelencia que sirvan
de principios imperecederos del conocimiento que llamamos, honoríficamente,
científico. Así que esa historia podría haber recomendado, precisamente, que
revisáramos las ideas preliminares que suscitan interrogantes acerca del saber. De
hecho, la historia de la filosofía del conocimiento es, antes que nada, una historia
del uso cambiante que hemos hecho de palabras como ‘conocimiento’ o ‘ciencia’.
Dewey propone, sin más, que dejemos de pensar que la ciencia y nuestras
certidumbres cotidianas pueden gozar de cimientos no hipotéticos y permanentes.
La segunda advertencia, más importante incluso, pero, por otro lado, tal vez
reductible a la primera, es la siguiente. En el Teeteto, Sócrates se propone indagar el
fundamento de la diferenciación –bien establecida culturalmente– entre el sabio y el
ignorante. Su polémica inicial contra Protágoras y sus póstumos portavoces va
dirigida, no en balde, contra un entendimiento del saber que parece hacer imposible
la distinción entre el docto o experto y el necio: ¿qué es eso que llamamos
geometría, qué es eso que llamamos carpintería?, ¿no son artes de unos cuantos?
Pienso, por ello, que no debería perderse de vista que el modo en que Platón algo
ambiguamente y Aristóteles ya sin ambigüedad estrecharon e interpretaron el
significado de epistéme, como un saber demostrativo de verdades incuestionables,
fue él mismo el resultado de cierta comprensión de procesos de reconocimiento y
pruebas lógicas o matemáticas que, desde que existe la filosofía, han generado
creencias sobre la infalibilidad de nuestras facultades que son, bien mirado,
controvertidas. Lo que las investigaciones de Dewey, Wittgenstein, Sellars y demás
desafiaron en el siglo
XX
fueron precisamente esas interpretaciones básicas de la
fuente de las más luminosas certidumbres.
[93]
Transición
¿Se resuelve en el siglo XX el que he llamado el problema del comienzo o sería más
justo decir que se abandona? ¿Sobrevive, si no la solución aristotélica al problema,
al menos el problema, o ni siquiera él?
La respuesta adecuada a estas preguntas, como por lo demás a cualquier otra
pregunta, la decide el modo en que se entiende inicialmente el asunto. Que la
pregunta por la esencia del saber –¿qué es el saber?, ¿qué parece al menos ser?– ha
atraído la atención de los filósofos desde el siglo
V
antes de nuestra era hasta hoy,
sin interrupción, y que muchas de las cosas escritas por éstos en todo ese tiempo se
han presentado y entendido como intentos más o menos originales de ofrecer una
aclaración al respecto es indiscutible. Y si la continuidad de la filosofía tuviera que
medirse por la supervivencia de asuntos generales como ésos, estaría ciertamente
garantizada de antemano, pues el saber, como el placer o el carácter moral, no son
productos de una determinada, peculiar, cultura: son productos de todas las
culturas humanas, hechos necesarios por algunas características generales de la
condición biológica que nos ha correspondido disfrutar y padecer como los
animales que actualmente –desde hace aproximadamente 200.000 años– somos.
Pero en cuanto precisamos el contenido de la pregunta por el saber y cedemos
a la tentación de explicar por anticipado qué nos interesa al respecto, los cambios
de opinión en ese tiempo sobre la naturaleza, la fuente, el alcance y la transmisión
del saber permiten e incluso dan pie a respuestas de diverso signo. Mi intención en
las páginas precedentes ha sido contar cómo, en el contexto de un interés genérico
por el saber, tomado éste también en el sentido muy amplio que tiene
originalmente lo que los griegos llamaron epistéme, se planteó un problema
particular que tuvo desde el principio una doble faz. ¿Cómo comienza a haber
saber y, en atención a ello, qué es el saber? Pues si el saber entraña un conocimiento
previo de los términos en que ofrecemos –a otros y a nosotros mismos– aclaración
de qué son y por qué son como son ciertas cosas, ¿cómo llega a constituirse algún
saber en absoluto? ¿Y cómo habrá que explicar qué sea saber sin hacer explícita esa
dependencia en que cada particular saber parece hallarse de un saber anterior, cuyo
origen cuesta representarse?
[94]
La pregunta que nos hacemos ahora, por tanto, no es si ha sobrevivido hasta
hoy el interés de Platón por el conocimiento. Entre otras cosas, porque no vengo
hablando aquí de ese interés general y su concreción como interrogante, sino de un
problema al que dio pie la investigación que suscitó esa pregunta. Que esa pregunta
forma parte de un presente que abraza a Platón y a sus sucesores contemporáneos
es, insisto, obvio1. Pero puede discutirse, sin embargo, si el problema –la aporía
estrictamente– con que el intento de darle respuesta de Platón tropieza en el
Teeteto sigue siendo un problema para nosotros. Y desde luego puede discutirse si
la primera respuesta histórica al problema, la que ofrece Aristóteles en sus libros
Analíticos, goza todavía hoy de crédito y abogados.
La primera cuestión, si el problema platónico nos concierne, ha de ser
respondida con un rotundo sí. No tan rotundo, sin embargo, es el no con que debe
ser contestada la segunda, sobre el éxito contemporáneo de la solución de
Aristóteles, pero ha de ser en todo caso un no.
La
solución
de
Aristóteles
la
componen
fundamentalmente
tres
posicionamientos y es esta multiplicidad lo que permite que su rechazo no sea
siempre completo. En primer lugar consiste en distinguir, por un lado, un modo de
ser apto para el conocimiento de, por otro, un saber o un modo de saber:
Aristóteles advierte el comienzo del saber en una disposición a distinguir a partir de
la cual se desarrolla todo conocimiento. En segundo lugar, en diferenciar lo que
merece ser llamado epistéme, esto es, según se decanta el asunto en los escritos de
Platón y Aristóteles, el saber del experto susceptible de ser comunicado y, en
particular, un saber sobre lo universal y por ello necesario (o sea, lo que sus
lectores medievales llamaron scientia, ciencia), de otros modos de saber: prudencia,
técnica y, sobre todo, sensación (aísthesis) de lo particular e intelección (nôus) de lo
universal. Y, en tercer lugar, en ofrecer una explicación sobre cómo la sensación de
lo particular conduce a la intelección de lo universal y ésta contiene en sí la
posibilidad de la demostración de lo que es o existe que llamamos epistéme.
Sin embargo, de la solución se ha destacado aquí un elemento por encima del
resto, implícito en el segundo de los posicionamientos, que a Aristóteles le pareció
1
En este sentido puede aceptarse el juicio de Heidegger: Platón pertenece a nuestro
‘presente histórico’ (“La doctrina platónica de la verdad”, p. 197).
[95]
completamente necesario para sortear la aporía platónica: la asunción de que la
ciencia se basa en un conocimiento de los principios de la demostración que ha de
ser concebido como un conocimiento inmediato y excelente.
Es en realidad la discusión de la existencia de un conocimiento de esas
características,
discusión
–no
siempre
afirmación–
que
reconocemos
inconfundiblemente en los escritos de filósofos modernos como Descartes, Hume,
Kant o Hegel y en los de filósofos considerados contemporáneos nuestros como
Russell, Husserl o Dewey, la mejor prueba de la pervivencia del problema
platónico. Quienes han defendido la existencia de ese conocimiento, sea bajo la
forma de sensaciones o impresiones de los sentidos, sea bajo la forma de intuiciones
empíricas o datos de los sentidos, sea bajo la forma de intuiciones intelectuales o de
intuiciones de esencias, lo han hecho para asegurarle un fundamento o principio de
legitimidad a todo nuestro saber y siempre después de haber aceptado –por razones
platónicas– que una mera opinión, aunque sea verdadero el juicio que contiene, no
supone conocimiento. Quienes, por el contrario, han negado la existencia de ese
conocimiento y, lo que es más importante aún, han combatido el buen sentido de la
noción misma de conocimiento inmediato lo han hecho habida cuenta de que se
estaban obligando a suscribir un concepto de saber que, de algún modo, se
desentiende de la presuposición de un fundamento o principio. Esto puede hacer
tentadora la idea de que la discusión sobre el lógos con la que se cierra el Teeteto
condujo a un extravío de quienes durante siglos se interesaron, como Platón, por la
esencia del conocimiento. Quienes negaron esos fundamentos declararon vana y
superflua su búsqueda y, por ello, puede pensarse que no aceptaron el problema
platónico en sus términos originales.
Pero espero haber sabido mostrar que, por un lado, sería tremendamente
injusto con Platón quien ignorara la atención que a su aporía se le ha prestado aún
en el siglo
XX
y que, por otro, los detractores del ‘conocimiento inmediato’ ni
niegan por regla general la importancia que el lógos tiene en la constitución del
conocimiento ni recaen en la identificación del saber con el mero tener un parecer o
tener una opinión en algún sentido acertada, como los casos representativos de
Dewey, Wittgenstein y Sellars demuestran.
[96]
Por todas estas razones creo que una buena respuesta a la pregunta por la
continuidad de la historia de la filosofía del conocimiento en este punto es la
siguiente. El viejo problema platónico ha merecido atención y respuestas
ininterrumpidamente desde su planteamiento hasta el siglo
XX.
Pero la exitosa
primera solución ofrecida por Aristóteles en su día y respaldada por un sinfín de
filósofos hasta la primera mitad del siglo pasado, al menos por lo que respecta al
elemento característico que he destacado sobre los demás, a saber, el compromiso
con un conocimiento inmediato, cayó en desgracia de tal modo para un buen
número de pensadores influyentes de los siglos
XIX
y
XX
–empezando por Hegel–
que se extendió como nunca antes la opinión de que del conocimiento ha de
ofrecerse una explicación a partir de aptitudes naturales cuya operación no entraña
inmediatamente conocimiento y que esas aptitudes y los hábitos a que pueden dar
lugar forman un suelo suficiente para que se establezca culturalmente la distinción
entre conocimiento, sabiduría y pericia, por un lado, y desconocimiento,
ignorancia e ineptitud por otro.
Un anticipo fascinante de esta historia puede descubrirse en el mismísimo
Menón, con cuyo comentario arrancó mi argumento. La cuestión que Sócrates
plantea al esclavo, como vimos entonces, se resuelve en el diálogo probando en qué
relación se halla con el cuadrado del enunciado el cuadrado de su diagonal. Pero a
decir verdad el problema que plantea Sócrates –¿cuánto ha de crecer el lado del
cuadrado para que su superficie se duplique?– no tiene solución2. Puesto que la
diagonal y el lado del cuadrado inicial tienen longitudes inconmensurables o, dicho
de otro modo, dado que la diagonal de un cuadrado cuyo lado es tomado como
unidad de medida tiene por longitud un número irracional (un número que no
puede expresarse con exactitud ni con enteros ni con fracciones de enteros) de esas
unidades (la raíz de 2, concretamente), el esclavo debería decir que para que se
duplique la superficie el lado ha de crecer en una medida que no se puede
determinar 3 . Que las longitudes del lado y la diagonal son inconmensurables
2
Platón es muy consciente de esto, cómo no. Por eso Sócrates le pide al esclavo que si no
puede decir con exactitud cuál es la solución, al menos la señale (cf. Menón, 84a).
3
El descubrimiento de los números irracionales en Grecia lo localizan los historiadores a
mediados del siglo V a. C. y, como muy tarde, en torno al año 430 a. C. Es, por cierto, el
Teeteto el texto más antiguo (compuesto aprox. en 368/367 a.C.) en que de modo preciso e
inequívoco se hace referencia a una tradición al respecto (cf. Kurt von Fritz, “The
[97]
significa de hecho que no existe una unidad –o elemento– que sea común a ambas.
Así que la solución geométrica al problema que se supone que, al ser interrogado,
el esclavo halla por sí mismo oculta hasta cierto punto el hecho de que la pregunta
de Sócrates no tiene respuesta. Y, lo que es más interesante si cabe, que hay
medidas inconmensurables significa en mi opinión que hay comparaciones
explicativas –la comparación entre la diagonal y el lado– incluso donde no todas las
medidas se pueden tomar por referencia a una unidad común o, dicho de otro
modo, donde, desde el punto de vista de cualquier unidad, no todas las longitudes
tienen medida. En estos casos se puede decir que hay ‘explicación’ de unas
longitudes por medio de otras a pesar de que no hay entre ellas proporción.
Pues bien, existe una analogía, a mi parecer, entre este resultado y la posición
generalizada sobre el saber en el siglo
XX
que venimos considerando, dado que
Dewey, Wittgenstein, Sellars y otros pretenden precisamente que expliquemos el
conocimiento como el efecto de un respaldo lógico –de una relación determinada
entre creencias– y sin referencia a una unidad elemental –por así decir, indivisible y,
en principio, carente de relaciones– de conocimiento.
Hay que admitir que la expresión lingüística de esta analogía es, salta a la
vista, problemática o, mejor dicho, desconcertante, puesto que lógos significó para
los griegos, entre otras cosas, ‘proporción’. Pero esta perplejidad puede aliviarla el
estudio de la historia de la palabra. A partir del descubrimiento de lo
inconmensurable y lo, en principio, carente de lógos, los griegos –el matemático
Discovery of Incommensurability by Hippasus of Metapontum”, p. 243; téngase en
cuenta, a propósito de la cronología, que la acción en el diálogo se sitúa en 399 a. C., el año
de la muerte de Sócrates). El pasaje relevante es aquel en que el geómetra Teodoro de
Cirene demuestra la irracionalidad de las raíces cuadradas de 3, 5, 6, etc. hasta 17 (cf. 147b).
Que Teodoro empiece por exponer la irracionalidad de la raíz cuadrada de 3 y no de 2 es
interpretado por von Fritz como indicativo de que la irracionalidad de la raíz cuadrada de
2 o, lo que viene a ser lo mismo, la inconmensurabilidad entre el lado y la diagonal del
cuadrado –vale decir sin más, como hace Aristóteles, la inconmensurabilidad de la
diagonal– fue descubierta por otro matemático con anterioridad (cf. p. 244). Sobre la
naturaleza exacta del descubrimiento de la inconmensurabilidad, no obstante, no podemos
hacer más que conjeturas. En el apéndice 27 al libro X de los Elementos de Euclides se
recoge una prueba aritmética tradicional de la inconmensurabilidad de la diagonal, por
reducción al absurdo, de la que Aristóteles era conocedor (cf. Analíticos primeros, 41a2631, 50a37 s.), pero von Fritz razona que esa prueba aritmética fue seguramente buscada y
desarrollada a partir de una prueba geométrica anterior, proporcionada, quizás, por el
estudio del pentágono regular (cf. p. 256). Ahora bien, otros han demostrado que pudo
aportarla asimismo, sin ir más lejos, el estudio de las figuras del Menón, 82b-85b (cf.
Wilbur R. Knorr, The Evolution of the Euclidean Elements, pp. 26 ss.).
[98]
Teeteto
entre
ellos–
desarrollaron
una
teoría
de
la
proporción
entre
inconmensurables (cf. Kurt von Fritz, “The Discover of Incomensurability by
Hippasus of Metapontum”, pp. 261 s.). Dado que originariamente donde no hay
conmensurabilidad, por definición, no hay proporción, el desarrollo de esa teoría
trajo consigo necesariamente una redefinición del término lógos en contextos
matemáticos, de la que, por cierto, Aristóteles no fue ignorante (cf. Tópicos, 158b32
ss.)4 . Tener el mismo lógos dejó de significar paulatinamente tener un común
divisor –una cifra que se determinaba entonces siguiendo el método tradicional de
la ‘sustracción mutua’– para pasar a significar, precisamente, sujetarse al método de
averiguación del común divisor de la misma manera 5 . Se podía mostrar
geométricamente que el proceso de ‘sustracción’ continuaba infinitamente en un
caso dado y, de este modo, la inexistencia de un divisor común, pero registrarse en
todo caso una continuación indefinida de la sustracción en la misma dirección o,
dicho de otro modo, se podía verificar, en lugar de la existencia de un máximo
4
Al respecto, véase Oskar Becker, “Eudoxus-Studien: I: Eine voreudoxische
Proportionenlehre und ihre Spuren bei Aristoteles und Euklid” (1933). Una revisión
crítica de las tesis de von Fritz y Becker sobre la teoría pre-euclideana de las magnitudes
inconmensurables, tesis que no pueden ser aquí discutidas como merecen, se encontrará en
el libro ya citado de Wilbur R. Knorr, The Evolution of the Euclidean Elements (1975).
5
Euclides formalizó ese método tradicional en sus Elementos (cf. VII, 1-2; X, 3), por lo que
hoy puede decirse que el fundamento del método de la sustracción mutua es el ‘algoritmo
(de la división) de Euclides’. Aplicando el algoritmo, calculamos el máximo común divisor
de dos números enteros o dos magnitudes conmensurables sustrayendo la cantidad menor
a la mayor tantas veces como sea posible y, luego, el resto de la sustracción –de haberlo– a
la menor tantas veces como sea posible. Si reiterando esta operación cuanto haga falta llega
un momento en que el resto de la sustracción es nulo, la cantidad sustraída en último
término es el común divisor buscado. Véase, a modo de ejemplo:
donde el común divisor (máximo) de las magnitudes AB y CD resulta ser CF, siendo AB
diez veces CF y CD siete veces CF.
[99]
común divisor, la existencia de ‘la misma sustracción mutua’ (en palabras de
Aristóteles)6.
Este cambio en el significado de lógos en el siglo
IV
a. C., por la extensión de
la teoría de las proporciones a las cantidades inconmensurables, se puede decir que
anticipa una transformación general en nuestro entendimiento del conocimiento,
una metamorfosis que se consolida propiamente en el siglo
XX.
Pues, insisto, los
numerosos críticos de la noción de principio indemostrable de la ciencia ese siglo
abrazaron una concepción del conocimiento basada en el respaldo que el lógos
proporciona aun cuando no haya una unidad de medida elemental del saber y la
evidencia a la que todo saber y evidencia, de consuno, se reduzcan de algún modo.
Esos críticos entendieron que la existencia de explicaciones satisfactorias no
conlleva la existencia de evidencias mínimas y excelentes, y que el carácter
La ilustración más simple de esa mismidad de la sustracción la proporciona tal vez
Aristóteles en el pasaje de los Tópicos arriba citado. Las áreas y las bases de las porciones
de un rectángulo dividido en dos rectángulos tienen, manifiestamente, ‘la misma
sustracción’, de modo que si no hay conmensurabilidad entre las porciones de la base,
tampoco la habrá entre las porciones del área, pero ambas inconmensurabilidades serán ‘las
mismas’.
Sea un rectángulo dividido en dos partes desiguales por una línea paralela al lado
menor:
6
Es manifiesto que si la longitud y pudiera ser sustraída dos veces de la longitud z, el
área Y podría ser sustraída dos veces del área Z:
Pero si, en otro caso, y y z fueran magnitudes inconmensurables, esto es, si el
método de la sustracción mutua aplicado a ellas generara indefinidamente un resto, no
produjera un resultado entero sin resto, las superficies Y y Z serían inconmensurables en la
misma medida o del mismo modo.
[100]
satisfactorio de aquéllas no resulta de una reunión de evidencias de este tipo de las
que las explicaciones estarían compuestas.
En la segunda parte de este libro voy a tratar de ofrecer un relato, que será
complementario al de la primera parte, en torno a la recepción de la que gozó la
noción aristotélica de conocimiento mediato, adquirido por argumentación o
explicación, esto es, por medio de lógos. La recepción de esa noción tiene interés
por sí misma, pero la someto aquí a la consideración del lector por el modo en que
la crítica general de la noción de conocimiento inmediato alteró, además de nuestra
visión de la solución adecuada del problema del comienzo, el sentido en que las
opiniones basadas en razones son conocimiento, esto es, el sentido en que el lógos
proporciona conocimiento. Creo que después de considerar el relato de la
recepción de la noción de conocimiento mediato junto al relato anterior podremos
valorar ecuánimemente los méritos de Aristóteles en el ámbito de la filosofía del
conocimiento y cómo su desprestigio reciente trastocó en general esta filosofía.
[101]
Segunda parte
7. El problema de la explicación
1. Dos problemas ligados
Aristóteles piensa que si de los principios no hay conocimiento, entonces no lo hay
de ninguna otra cosa: “si no es posible conocer las cosas primeras, tampoco es
posible saber sin más ni de manera fundamental las que [se desprenden] de éstas”
(Analíticos posteriores, 72b13-14). En contra de esto, Dewey, Wittgenstein, Quine,
Sellars y otros muchos autores del siglo pasado pensaron que no estaríamos en
condiciones de tener conocimiento en ningún sentido de no darse un previo
avituallamiento de palabras con las que decir cosas, es más, con las que de hecho
decimos cosas (espontánea o, como Sellars dice, cándidamente): el conocimiento se
levanta propiamente sobre algún tipo de habilidad que por sí misma no representa
ni aporta conocimiento, y no sobre un ‘conocimiento de principios’. Pero uno y
otros se tomaron muy en serio el problema que plantea el Teeteto. Si una opinión
cualquiera no constituye de suyo conocimiento, porque es preciso que para ello
cuente con una acreditación o justificación que la respalde, entonces la aclaración
general, filosófica, del saber hace urgente una indagación de la adquisición
originaria de conocimiento.
Ahora bien, ese interés y esa pesquisa, que suscitaron históricamente el
Menón y el Teeteto y que hemos examinado a lo largo de la primera parte de este
libro, pueden producir –como si de un efecto secundario se tratara– la impresión de
que la dificultad de la aclaración general del saber la plantea fundamentalmente el
comienzo de nuestras explicaciones, pero no las explicaciones mismas. De que
entendemos bien por qué hay explicación y en qué consiste. Incluso de que,
obviamente, si sabemos ciertas cosas podemos, por medio del pensamiento, probar
otras. Precisamente, según Aristóteles, un razonamiento (o, literalmente, un
silogismo) es un discurso por medio del cual “sentadas ciertas cosas,
necesariamente se da a la vez, a través de lo establecido, algo distinto de lo
establecido” (Tópicos, 100a25 ss.).
[102]
Ejerciendo la función de una garantía de esto, la satisfactoria exhibición
mayéutica de Sócrates en el Menón obedece al deseo de mostrar ante nuestra
mirada, de una vez por todas, que unos conocimientos llevan en efecto a otros.
Como vimos, el conocimiento que el esclavo tiene del número, el cuadrado
(incluyendo sus diagonales), la superficie, lo doble y la mitad le conducen con
relativa facilidad a reconocer la falsedad de algunas respuestas al problema que le
plantea Sócrates y la verdad de la solución exacta e imperecedera. Parece que hemos
de admitir, como Menón hizo, que el pensamiento puede ampliar nuestro
conocimiento, siempre y cuando contemos ya con algún saber. Platón compara ese
aprendizaje casi autodidacta del esclavo con la conocida experiencia de la
rememoración. Unos conocimientos llevan a otros, supuestamente, como unos
recuerdos llevan a otros. Una situación compleja que creíamos no recordar es
recuperada de nuestra memoria tirando de un hilo. En tales casos, algunos aspectos
o elementos de la situación que vienen a nuestra mente –porque alguien o algo los
evoca– se encargan de reanimar el resto88. Esta comparación con un fenómeno tan
familiar refuerza la suposición de que el pensamiento puede ampliar nuestro
conocimiento.
Ahora bien, en realidad no ocurre que Aristóteles dé por bien conocidos la
naturaleza y el carácter probatorio de la explicación o Erklärung (por usar el
término de Wittgenstein con el que propuse verter la aparición de lógos en la
tercera parte del Teeteto) o la demostración (por usar el que traduce comúnmente
al español el término del propio Aristóteles para el razonamiento científico, esto es,
apodeíksis). Y no lo digo simplemente porque los Analíticos primeros estén
consagrados al estudio de las figuras silogísticas ni porque buena parte de los
Analíticos posteriores esté dedicada a poner en relación esas figuras con la
investigación de las causas. Lo digo en este contexto porque Aristóteles piensa que
es su original solución al problema del comienzo, esa solución compleja de tres
elementos (aísthesis, epagôgê, nôus) que hemos estudiado, lo que da razón de la
88
El conocimiento en este sentido restringido –como aprendizaje de algo a partir de algo–
es rememoración, pero no, como a menudo se dice a propósito de Platón, propiamente
‘recuerdo’. Por lo demás, pienso que Platón expresa con esto, simplemente, una
comparación.
[103]
posibilidad de la demostración y, por tanto, que esta posibilidad también merece,
en un principio, una discusión.
En efecto, dado que para él el conocimiento de los principios es conocimiento
de causas, dado que “es lo mismo qué es y por qué es” (Analíticos posteriores,
90a15), quien conoce los principios, pero sólo quien conoce los principios, está en
condiciones de demostrar. Así se explicita en sus tratados: aunque sintamos cosas
determinadas en un lugar y momento, “no por ello [...], a base de contemplar
muchas veces [...], dejaremos, tras captar lo universal, de tener una demostración”
(Analíticos posteriores, 88a2-4). Quien capta lo universal que subyace a lo que ve,
puede por ello demostrar o dar razón de lo que ve. Esto explica que Aristóteles
incurra ocasionalmente en una identificación liberal de epistéme con el
conocimiento de las causas, en lugares en que podría parecer que epistéme y nôus
no se distinguen como es debido.
Se puede decir, pues, recurriendo a la imagen platónica, que Aristóteles –en
sus libros Analíticos– aprehende o abate dos pájaros de un tiro. Resuelve el
problema del comienzo por medio del descubrimiento de una aptitud para los
principios y, en particular, para lo universal (que no es simplemente un predicado,
sino un todo que se da en sí mismo en algo que es de una índole determinada), por
lo que, cuando cuenta con el principio de una demostración, no antes, se considera
capaz de la demostración.
Pero desde otro punto de vista se puede decir también que Aristóteles
simplifica la comprensión de la demostración sólo gracias a que complica la
comprensión de la adquisición de los principios. No cabe duda, después de todo,
de que la solución de Aristóteles al problema del comienzo dista de estar exenta ella
misma de dificultades. La principal, diría yo, la plantea precisamente el ‘proceso’
por el que la contemplación de muchos particulares de una índole común conduce
o debería conducir a captar lo universal, esto es, eso que Aristóteles denomina
‘constatación’ (epagôgê) de lo universal y trata de aclarar metafóricamente
hablando de una detención en el alma o un remansarse. Me refiero, pues, a lo que
los libros de Metafísica llaman el dar lugar al arte y la ciencia por parte de la
experiencia. Ciertamente, no puede decirse que Aristóteles presente ese proceso
como un automatismo de resultados garantizados. No se pase por alto, insisto, en
[104]
que para él no se trata simplemente de captar o aprehender algo ‘que se dice de
muchos’ sin más, como ‘rojo’ se dice de todo lo rojo. Lo universal de lo que habla
Aristóteles a propósito del nôus y la ciencia es “lo que se da en cada uno en sí y en
cuanto tal”, por lo que se da “por necesidad en las cosas” (Analíticos posteriores,
73b27-29). La demostración en que consiste la ciencia no ha de poner de manifiesto
una necesidad donde no la había: expone una necesidad que, supuestamente, cabe
advertir en las cosas y entre las cosas. Las demostraciones de Aristóteles muestran
que lo que es de cierta índole se comporta necesariamente de un modo
determinado, de un modo tal que le es característico.
Uno de sus ejemplos recurrentes en los Analíticos es el que explica la
producción de un eclipse por la interposición de la Tierra entre el Sol y la Luna.
Puesto que esa interposición no puede observarse desde la Tierra, en nuestro caso
el conocimiento de la naturaleza del eclipse depende del conocimiento por
inferencia de las posiciones relativas de esos cuerpos. Pero Aristóteles piensa que
incluso desde la Luna, desde la que durante el eclipse podríamos contemplar
simultáneamente los tres cuerpos, la primera observación del fenómeno no nos
llevaría directamente a comprender qué está pasando o en qué consiste el eclipse.
Ni siquiera sucedería esto si la Luna fuera lo suficientemente pequeña como para
que desde algún punto de su superficie pudiéramos contemplar su eclipse total,
dado que en el ejemplo la dificultad no depende de que ese eclipse no se percibiría
(“percibiríamos que se eclipsa, pero no por qué en general”, Analíticos posteriores,
88a1).
Saco de ahí la conclusión de que, puesto que se imaginan situaciones más o
menos favorables para la constatación del meollo del eclipse, no puede pensarse
que la elevación del alma a lo universal es automática y completamente fácil.
Después de hacer esas observaciones sobre la constatación del eclipse lunar,
Aristóteles considera cuán comprensible nos resultaría la transparencia del cristal
si, menguando lo suficiente, pudiéramos contemplar con nuestros propios ojos los
poros que lo atraviesan (cf. 88a14-17). Hay, pues, para Aristóteles, un estar en
mejores o peores condiciones de captar la naturaleza que se manifiesta en un
fenómeno. Y hay en general una dificultad reconocida en muchos lugares de su
obra a la hora de definir de manera apropiada esas naturalezas, esto es, los géneros
[105]
y las especies en que deben ser clasificadas (una dificultad que podríamos
denominar el problema de la definición, en el que en esta ocasión no quisiera
detenerme)89.
Pues bien, si no se acepta por entero la solución de Aristóteles al problema
del comienzo, una solución que, de hecho, él sólo declara después de haber a sus
ojos vencido esa dificultad a propósito de la definición, esto es, si se discute que,
aunque sea sin facilidad, conocemos o podemos conocer en todo caso los
principios de la demostración, entonces la explicación de algo en absoluto se torna
ella misma problemática. Si no hubiera un conocimiento no derivado de causas, en
el sentido en que, por las razones que aportan los Analíticos posteriores, lo hay en
efecto para Aristóteles, ¿cómo podríamos dar razón de alguna opinión?
2. El surgimiento del problema moderno
Encontramos en esta reflexión una explicación inmanente del surgimiento, en
la Modernidad,
del problema de toda explicación que amplía nuestro
conocimiento. Ese problema tenía que ponerse al descubierto –o, diría, generarse–
para quien nuestro conocimiento no es inmediatamente conocimiento de causas,
porque no es, por ejemplo, más que conocimiento de cualidades sensibles, es decir,
para quien buscó el comienzo del conocimiento no en la intelección de universales
que son causas, sino en el conocimiento de cosas particulares y, concretamente, de
cualidades perceptibles particulares. Quien aceptó que todo nuestro conocimiento
parte de nuestra experiencia de lo particular y, además, que todo él deriva de ella
(por parafrasear la primera línea de la Crítica de la razón pura, con la que Kant da a
entender contra qué epistemología moderna está escrita su obra) tuvo que convertir
en un problema capital la validez de las explicaciones.
Véase Analíticos posteriores, II, 1-14, así como las dificultades en torno a la definición y
en general la determinación de semejanzas de las que tratan los Tópicos (cf., por ejemplo, I,
17). La ‘dialéctica’, a la que se dedica esa última obra, es útil para “las cuestiones
primordiales propias de cada conocimiento”, pues “es necesario discurrir en torno a [los
principios] a través de las cosas plausibles concernientes a cada uno de ellos” (101a35 ss.).
A la vista de los Tópicos, la detención en el alma de lo universal parece ser todo menos un
proceso balístico, que se completa por sí mismo. Qué duda cabe de que es peliaguda, por
ejemplo, la aprehensión de la naturaleza de la epistéme. Sobre la definición según
Aristóteles, véase Marguerite Deslauriers, Aristotle on Definition (2007).
89
[106]
Hume efectivamente, el blanco de esa línea kantiana, fue de la opinión de que
nuestro único conocimiento inmediato lo proporciona la sensación (o, como él
prefiere decir, la impresión que las cosas sensibles producen en nosotros), así como
que tiene por objeto –única y exclusivamente– cualidades sensibles. Es más, de que
las ideas generales que formamos de las cosas no son más que copias desvaídas –
poco vivaces o pálidas– de esas cualidades (o de conjuntos de esas cualidades). Y,
además, aceptó que hay razonamientos correctos que derivan de ese conocimiento
por inspecciones de esas impresiones o ideas. Pero advirtió también que esos
razonamientos no nos informan acerca de estados del universo que no conocemos
todavía. Lamentablemente, sospechaba, los razonamientos que quisieran ampliar
nuestro conocimiento de esos estados del universo se ven impedidos porque no
conocemos del universo más que, precisamente, cualidades sensibles que hemos
percibido.
Hay, pues, en el problema de la explicación como lo plantea Hume una
concesión a Aristóteles. Si no conocemos sin mediación de razonamiento o de
alguna otra manera, esto es, si no conocemos ni demostrativamente ni sin
demostración, las causas de los objetos (hoy diríamos, de los sucesos), entonces no
podemos realizar inferencias que los pongan de manifiesto o, al menos, las que
realicemos estarán privadas ellas mismas de justificación o sostén.
Consiguientemente, resulta un contraste entre el que llamo problema del
comienzo y el que llamo problema de la explicación. Valga de él esta
representación:
(1) ¿X? → A → B
(2) A
··· ¿X? ··· → B
El problema del comienzo (1) es el de la consecución de un saber primero del
que derivar alguna que otra opinión. B se sigue de A, de modo que si A se da, B se
da. Pero, ¿se da verdaderamente A? ¿Es cierto en efecto que A? ¿Y en qué se basa
esa nuestra certidumbre? El problema de la explicación (2), sin embargo, es el del
fundamento de toda derivación que amplía nuestro conocimiento (una que no sea
un puro análisis y comparación de lo que ya sabemos). ¿Se sigue legítimamente B
[107]
de A, algo en absoluto de algo en absoluto? Parecen cuestiones diversas, aunque,
no obstante, no podemos pensar que suscitan problemas separables. Podemos
vernos tentados a decir que Aristóteles resuelve los dos problemas a la vez, eso sí.
Aunque yo personalmente considero preferible decir que en virtud del modo en
que resuelve el primero, no surge para él el segundo. Asimismo, podemos decir que
sólo porque Hume no acepta la solución que del primer problema propone
Aristóteles, o al menos no completamente, tiene que resolver un ‘problema de la
explicación’ que es independiente de ése90.
En todo caso, obvio es que esta comparación entre lo que ofrece Aristóteles y
lo que afronta Hume no da cuenta de la historia de la formación del problema
moderno. Esto es algo que ha de reconocerse aquí, para evitar que se genere en el
lector una expectativa equivocada sobre el relato que estoy presentando. Michel
Foucault habla en Las palabras y las cosas (1966), a propósito de los cambios en el
panorama de las nacientes ciencias modernas en los siglos
XVII
y
XVIII,
de lo que
‘hizo posible’ la obra de Hume (cf. p. 66). Inspirado por Foucault, el filósofo
canadiense Ian Hacking investigó la década siguiente qué transformaciones en el
saber del Renacimiento convirtieron los razonamientos que Hume llama probables
–acerca de hechos o cuestiones de hecho– en un objeto de interés científico. Sus
averiguaciones fueron reunidas en El surgimiento de la probabilidad (1975), libro
que sí cuenta esa historia. Los avatares relevantes de la historia del pensamiento
europeo para ese surgimiento resultaron, desde luego, varios, y en las páginas de
que disponemos aquí no pueden resumirse como merecen.
A la vista de los hallazgos de Hacking, me conformo, en beneficio de mi
argumento general, con destacar dos transformaciones catalizadoras de la gestación
de un ‘problema de Hume’, distinguibles una de otra, aunque conectadas entre sí.
Por un lado, ha de señalarse que hubo con posterioridad al Renacimiento, durante
el cual los conceptos epistemológicos aristotélicos fueron aún dominantes, una
ampliación de los intereses y las ambiciones del saber ligada a una reconsideración
90
Tan compleja como esta relación entre ‘problemas’ de Aristóteles y de Hume es la
relación entre cualquiera de ellos y el que considero el problema contemporáneo de la
explicación (infra, cap. 10 y siguientes). En los planteamientos contemporáneos, que
representa, como veremos, Nelson Goodman, el problema de la explicación es muy
específicamente el de una licencia para realizar inferencias, nunca el de premisas que
soportan inferencias.
[108]
del alcance de la ciencia (scientia) o, lo que viene a ser lo mismo, una revisión de la
línea que separaba –en los términos de Platón y Aristóteles– la ciencia (epistéme) de
la opinión (dóxa)91. Como vimos, Aristóteles restringió la ambición de la ciencia al
conocimiento de lo que es necesariamente como es. Sólo de lo que es
necesariamente de cierto modo, pensaba él, puede hallarse y proporcionarse
explicación. ¿Qué quedó, entonces, fuera del dominio de la ciencia? A juicio de
Aristóteles, dos tipos de cosas. Por una parte, lo que denominó ‘accidental’, en el
sentido en que decimos, también hoy en día, que una coincidencia fortuita es un
accidente (por ejemplo, un encuentro inesperado para quienes tropiezan en la
calle). Aristóteles llamó accidente, efectivamente, a los predicados de las entidades
que pueden darse en ellas, pero también pueden no darse en ellas: como la barba en
el hombre o el tener tres lados iguales en el triángulo (o, por usar algunos ejemplos
suyos, lo blanco en el hombre, la curación en el arquitecto o lo medicinal en el
alimento del cocinero). El accidente es, pues, “lo que no es ni siempre ni la mayoría
de las veces” (Metafísica, 1026b33) y se supone que, por consiguiente, “no hay
ciencia del accidente” (1027a20) 92 . Por otro lado, no es tampoco necesario y,
consiguientemente, objeto de demostración lo que los hombres producen y
emprenden (cf. Ética nicomaquea, 1140a1), que puede ser –evidentemente, dentro
de unos márgenes– tanto una cosa como su contraria. Puedo honrar a mi padre o
puedo no hacerlo, como puede fabricar lanzas o puedo fabricar flechas, y de que
alguien haga lo uno o lo otro no busca ni espera hallar Aristóteles explicación.
91
Hacking escoge a Francis Bacon (1561-1626) y Galileo Galilei (1564-1642) como
ejemplos de filósofos de la naturaleza renacentistas que todavía ansiaban en sus
investigaciones y programas de investigación el tipo de demostración con el que
Aristóteles había relacionado la ciencia (cf. The Emergence of Probability, p. 27). Se
supone que pretendían aún descubrir ‘axiomas verdaderos’ y ‘nociones reales’, como
Aristóteles ‘principios’ y ‘universales’, y que sólo más tarde, a lo largo del siglo XVII, se
desdibujó un tanto la línea que dividía el conocimiento de las causas de otros saberes. Por
cierto que en la presentación de la noción pre-moderna de ‘argumento probable’ Hacking
cita el Comentario de los Analíticos posteriores de Aristóteles de Tomás de Aquino como
representativo de la concepción heredada, medieval, de la ciencia y la mera opinión que
domina el pensamiento europeo hasta entonces.
92
De todos modos, que el accidente no obedezca a la naturaleza de las cosas a las que se
atribuye no significa para Aristóteles que carezca de causa: “de las cosas que son o se
producen accidentalmente, la causa lo es también accidentalmente” (Metafísica, 1027a8).
Ahora bien, Aristóteles entiende que la causa del accidente es, propiamente hablando, la
materia misma “en cuanto capaz de ser de otro modo que la mayoría de las veces”
(1027a14).
[109]
Los modernos y sus herederos, por el contrario, no reconocen esas
limitaciones genéricas. No hay para ellos una división de sustancia entre la
mecánica de los cuerpos celestes y terrestres, por un lado, y la medicina o la
alquimia por otro, y tal vez no la hay tampoco entre la eficacia de los remedios
médicos y la de la ingeniería social. Tan sólo hay más o menos facilidades de la
investigación en unos terrenos que en otros para relacionar signos con causas y una
trascendencia desigual, dados nuestros intereses, de los hechos que se esclarecen
por medio de esas ocupaciones. Desde el siglo
XVII
pensamos que las acciones de
los hombres, por ejemplo, pueden ser estudiadas con el propósito de darles
explicación. Y, asimismo, pensamos que lo accidental, en el sentido aristotélico, es
puramente relativo. Es accidental el color de mi piel, en el sentido de que la
inmensa mayoría de mis cualidades y desde luego las que me distinguen como ser
humano de otros animales, puede decirse que no se verían alteradas por un cambio
en ésa, así como porque es perfectamente compatible con muchas de ellas, desde
luego con las que saltan a la vista, que mi vida transcurra o haya transcurrido en
otro lugar. Pero el color de la piel, como cualquier otra cosa, es susceptible de
explicación para la mentalidad moderna. La explicación habrá que buscarla,
podemos asumir, en ciertas disposiciones genéticas, el clima en que me he
desenvuelto y la alimentación a la que me sujeto. Y, por supuesto, nadie la
acometerá en mi caso particular, pues muy probablemente nadie se interesará
nunca lo suficiente por esa pigmentación –ni siquiera yo mismo. Pero, investíguese
o no, no creemos que haya razones ni teóricas ni metodológicas que impidan hacer
averiguaciones decisivas sobre el matiz del color de una piel93.
La otra transformación que me parece destacable en la historia de la
formación del objeto ‘razonamiento sobre cuestiones de hecho’ es una orientación
de la ciencia en la Modernidad, como no ocurría antes, a la predicción de
acontecimientos. La ciencia aristotélica no pretendía anticipar el futuro, sino
explicar lo que se da o existe actualmente. Frente a las ‘explicaciones’ míticas
arcaicas, esto suponía abandonar la vieja costumbre de remitir, para proporcionar
93
Lo que digo no debería producir la falsa impresión de que la ciencia moderna ha
descubierto necesidad donde antes sólo observábamos contingencia. La relación entre
contingencia y necesidad en las explicaciones científicas contemporáneas es harto
compleja, como sabe cualquiera que conozca por encima la Biología a que dio pie la
síntesis del evolucionismo darwiniano y la teoría de la herencia mendeliana.
[110]
comprensión de lo que tenemos delante, de verdades manifiestas a sucesos
irrastreables, de los que no hay testigos vivos. En la ciencia aristotélica, por
consiguiente, lo pasado en todo caso podía explicarse, si podía, por lo pasado, y lo
futuro habría que explicarlo por lo futuro, dado que las causas que una inspección
inteligente de fenómenos desvela, supuestamente, son configuraciones actuales de
las entidades implicadas (como dice Aristóteles, se da a la vez la premisa y la
conclusión de la demostración) 94 . De hecho, como hemos visto, las causas
aristotélicas no son otra cosa que entidades o, por decirlo más precisamente, la
forma de las entidades correspondientes. En cambio, la ciencia de Hume no sólo
quisiera explicar lo que es pero no vemos todavía, sino, característicamente, lo que
pasará mañana. No por casualidad el primer ejemplo de Hume en la sección cuarta
de la Investigación sobre el entendimiento humano, la dedicada a las operaciones
del entendimiento, es la salida, mañana precisamente, del Sol. Por esta razón, se
dice que las causas ‘humeanas’, como en general las causas modernas, son
comúnmente causas eficientes (cuerpos que empujan a otros cuerpos o que tiran de
ellos; por ejemplo: bolas de billar que golpean y ponen en movimiento otras bolas,
o ruedas dentadas que engranan en ruedas dentadas y las hacen girar). En mi
opinión, esto es ciertamente así, aun cuando de hecho la causa formal aristotélica
no haya desaparecido completamente de nuestros hábitos lingüísticos: aún
ofrecemos explicaciones socialmente satisfactorias retrotrayendo los fenómenos
que observamos a la naturaleza de las cosas implicadas en ellos. Por ejemplo,
decimos que las madres chimpancé se resisten a separarse de sus crías muertas
‘porque las familias de chimpancés mantienen vínculos muy robustos’ y,
análogamente, decimos que alguien se quedó dormido enseguida ‘porque estaba
muy cansado’. De modo enteramente semejante, Aristóteles explica cuán saludable
94
“La causa de las cosas que se producen y de las que se han producido y de las que serán
es exactamente la misma que la de las cosas que son (pues la causa es el medio), con la
salvedad de que, para las cosas que son, es lo que es, para las que se producen, lo que se
produce, para las que se han producido, lo que se ha producido, y para las que serán, lo que
será” (Analíticos posteriores, 95a10-14). En el mismo capítulo de la obra, Aristóteles
defenderá que “a partir de lo anterior no hay [razonamiento]” (95a30), de un modo que
deja absolutamente claro cuán ajena es la predicción a la ciencia aristotélica. Hume en
cambio escribe: “La única utilidad inmediata de todas las ciencias es enseñarnos cómo
controlar y regular acontecimientos futuros por medio de sus causas” (Investigación sobre
el entendimiento humano, p. 76).
[111]
es un paseo después de comer en atención a que –piensa él– el paseo evita que
‘sobrenaden’ los alimentos y que los alimentos no hagan eso es ‘en sí mismo
saludable’.
Con estas breves indicaciones no pretendo haber añadido a la comprensión de
la relación inmanente entre el problema de Hume y la solución de Aristóteles una
explicación histórica del surgimiento del primero a partir de la segunda. No he
podido hacerlo en estas pocas páginas. Me contento con haber destacado dos
transformaciones en el entendimiento moderno de la ciencia que proporcionan un
contexto de emergencia o surgimiento para el problema de la explicación como
Hume lo plantea. Tampoco pretendo, evidentemente, haber contado la historia del
surgimiento, siquiera sea de modo muy esquemático. Me doy por satisfecho con
haber simplemente destacado dos mutaciones –de una ciencia de lo necesario a una
ciencia sin limitaciones objetivas, de una ciencia no predictiva a una ciencia
predictiva– que una historia de la epistéme ha de investigar, si es que quiere darnos
a entender el vocabulario de Hume, sin el cual no puede plantearse el problema
moderno de la explicación.
Ahora vamos a estudiar más de cerca ese vocabulario.
[112]
8. La inferencia de hechos
1. Fuentes de evidencia
En su Investigación sobre el entendimiento humano (1748), admite Hume dos
fuentes de evidencia al alcance del hombre: la experiencia actual de los sentidos
(unida a la memoria) y el pensamiento (cf. pp. 26 s., 341). Hume toma la experiencia
de vista, oído y demás en el sentido bien tradicional de un conocimiento inmediato,
pero interpreta la sensación concretamente, como era habitual en la época, como un
testimonio: los sentidos nos hablan del universo como los testigos nos hablan de lo
que han presenciado2. La evidencia de los sentidos, la prueba de los sentidos, tiene
la característica de no presuponer ninguna otra: los sentidos se bastan por sí
mismos para proporcionarla. Hume asume –como muchos antes y después de él– la
vieja idea aristotélica de que toda convicción y toda explicación se retrotraen a
conocimientos que no dependen de otros. La sensación procura supuestamente
percepciones sin ambigüedad, excelentes y enteramente diáfanas. Gracias a ella
aprehendemos las cualidades de las cosas: su figura, su posición, su movimiento, su
cohesión. De lo que Hume llama, técnicamente, ‘impresiones de los sentidos’
entiende que se deriva todo el conocimiento que podemos obtener del universo en
general y también de esa muy pequeña parte del universo que somos nosotros
mismos. Esta su idea de conocimiento inmediato, que existió antes y después de él,
fue discutida en la primera parte de este libro y no se añadirá ahora nada sobre ella.
Quisiera considerar en este capítulo, más bien, el servicio que presta el pensamiento
a la producción de evidencia.
1
Mientras no se indique lo contrario, en este capítulo las referencias son siempre a la
paginación de la clásica edición inglesa de L. A. Selby-Bigge de esa obra (que reimprime la
edición de 1777) y las traducciones, en ocasiones corregidas por mí, las tomo de la versión
de Jaime de Salas para Alianza Editorial (Madrid, 2007 [1980]), aunque tengo en cuenta
también la versión de Vicente Sanfélix y Carmen Ors para Istmo (Madrid, 2004). Me
atengo fundamentalmente a los argumentos de la Investigación en atención a que Hume
mismo deseó ser juzgado por ellos, y no por los argumentos antecesores del Tratado sobre
la naturaleza humana, diez años más temprano.
2
Sobre el ‘testimonio de nuestros sentidos [testimony of our senses]’ habla Hume de pasada
en la sección 4 de la obra (p. 26). Es esta consideración como testimonios la que permite
que hablemos de la experiencia como evidencia, pues etimológicamente la ‘evidencia’ es
una prueba o razón para creer.
[113]
La evidencia del pensamiento se presenta, de acuerdo con Hume, en tres
variedades que debemos diferenciar: encontramos en primer lugar una evidencia
que podemos llamar intuitiva, a saber, la del pensamiento que reconoce lo igual y
lo diferente en sus ideas claras; en segundo lugar, una evidencia demostrativa,
proporcionada por razonamientos a veces complejos, pero completamente ciertos,
que no dependen de experiencias sobre la realización de ideas, pero ligan unas ideas
a otras; y, finalmente, una evidencia –apenas investigada, según Hume– que
depende de experiencias pasadas de relaciones causales. Las dos primeras son
evidencias apreciadas por medio de la reflexión sobre percepciones de la mente. De
que ‘si esta muestra es roja, entonces no es verde’ tenemos una evidencia intuitiva:
el consecuente se sigue del antecedente de modo inmediato, sin necesidad de
movilizar un término medio a través del cual relacionarlos. Las evidencias
demostrativas las representan, más bien, las pruebas geométricas y aritméticas: el
primer ejemplo de Hume de una relación de ideas establecida por demostración es
el teorema de Pitágoras. La prueba del teorema –por ejemplo en la versión clásica
de Euclides– la proporciona una inspección de ideas luminosas: las de línea
paralela, doble y mitad, adición, cuadrado, paralelogramo, etc. Estas ideas son
completamente determinadas y claras, piensa Hume, porque puede señalarse con
toda facilidad y sin ambigüedad una ‘realización’ sensible de ellas: son ideas
‘sensibles’, llega a escribir, sus diferencias son inmediatamente perceptibles, son
siempre expresadas por los mismos términos y sus límites son más exactos que los
de cualquier otra idea. Por ejemplo, “jamás se confunde un óvalo con un círculo ni
una hipérbola con una elipse” (p. 60). Y una vez hemos adquirido tales ideas, la
reflexión, sin inspección añadida del universo, es decir, sin inspección de cómo son
las cosas al margen de cómo es nuestra mente y qué percepciones alberga, basta
para verificar algunas relaciones que mantienen ellas entre sí.
Pero reconocemos asimismo, piensa Hume, evidencia adquirida por medio de
razonamientos que no establece un puro examen de ideas de la mente. Cuando los
razonamientos tratan sobre “cuestiones de hecho” o, sin más, hechos, es decir,
sobre ‘objetos’ que podría pensarse sin contradicción que no fueran como son, que
no se dieran en absoluto o que no se dieran ahora o donde se dan o como se dan,
las relaciones entre las ideas que aparecen en esos razonamientos, que ellos
[114]
exponen e invocan, no las establece un examen de su interna constitución. Ocurre
que los objetos de esas ideas están relacionados entre sí como causas y efectos, unos
de otros. En efecto, todas las explicaciones que podemos pedir y ofrecer sobre
convicciones acerca de cómo son –de hecho– las cosas, acerca de, por ejemplo,
dónde se encuentra algo, ponen en juego certezas adquiridas anteriormente sobre
relaciones causales. Si se me pregunta –el ejemplo es también de Hume– por qué
pienso que un amigo mío está en Francia, tengo que referirme a conocimientos
previos que poseo de otros hechos –como que ha llegado una carta de su puño y
letra, sellada en París, informando de su viaje– y a relaciones de causalidad bien
conocidas por mí, o, mejor dicho, a relaciones de causalidad al menos supuestas,
entre el hecho por el que se me pregunta y esos otros. Porque creo esas otras cosas
y presumo esas relaciones, tengo razones para pensar que mi amigo está en Francia.
La explicación de esa creencia sobre el hecho la proporciono, por tanto, dando a
conocer esas otras. Así como explico en general unos hechos a partir de otros3.
2. La corrección de los razonamientos sobre cuestiones de hecho
En el ámbito de intereses de la Investigación el asunto que merece la máxima
atención filosófica para Hume es la a su juicio “poco cultivada” –ni por antiguos ni
por modernos– o poco investigada naturaleza de esa cuarta evidencia (cf. p. 26).
Por tanto, no la evidencia de las impresiones de los sentidos, ni la evidencia
intuitiva, ni la evidencia demostrativa, sino la evidencia de los razonamientos sobre
3
Nótese que Hume, al oponer los razonamientos sobre cuestiones de hecho a los
demostrativos, hace un uso de ‘demostración’ que no es aristotélico. Esta divergencia es
solidaria de la que afecta al significado de ‘causa’, que se pondrá de manifiesto más
adelante. Hume acepta que los razonamientos de la ciencia son, en su mayor parte,
explicaciones a partir de causas, pero ni comparte la visión que tiene Aristóteles de las
pruebas ni la que tiene de los principios de las pruebas. Por otro lado, distinguiendo la
evidencia demostrativa y la intuitiva de otra evidencia argumentativa, Hume se muestra
indispuesto a tomar la certeza matemática como modelo de toda certeza, como hicieron a
menudo los pioneros epistemólogos griegos, según puede argüirse, y sus herederos
medievales y modernos. Sobre la distinción entre las ciencias matemáticas y las morales,
véase Investigación sobre el entendimiento humano, pp. 60 ss. (pasaje que habría que
comparar con los que en el Tratado se dedican a la inexactitud de la geometría: II, IV, pp.
96 ss. y III, I, pp. 129-131, que parecen rectificados por la Investigación). Véase también
Investigación, pp. 163 s., donde, por cierto, la demostración es ligada a la ‘ciencia
abstracta’.
[115]
cuestiones de hecho, ésos que ligan ideas en virtud de relaciones aparentes de
causalidad. Esta atención que les ha de prestar una investigación general sobre el
‘entendimiento humano’ viene sobradamente justificada por su importancia en
nuestras vidas: casi todo nuestro conocimiento depende, en efecto, de
razonamientos de este tipo (cf. p. 41). Y el hilo conductor de la investigación de esa
naturaleza es para Hume la pregunta: ¿cómo llegamos al conocimiento de las
causas y los efectos?
De entrada se razona en las decisivas secciones 4 y 7 de la Investigación de
qué modo no llegamos a su conocimiento. La primera de ellas se dedica
fundamentalmente a convencer al lector de que ningún razonamiento puede
explicar la naturaleza de esa evidencia, pues la relación entre las premisas y
conclusiones no es en este caso ni intuitiva ni demostrativa y los razonamientos
basados en relaciones causales –en general– no pueden justificarse por
razonamientos basados en relaciones causales.
No es ni intuitiva ni demostrativa, para empezar, por hipótesis, puesto que
los razonamientos basados en relaciones causales se definen por sus diferencias con
los razonamientos basados puramente en relaciones de ideas 4 . Las relaciones
causales son, al menos a nuestros ojos, contingentes. Podemos, desde luego, pensar
sin contradicción que el presumido efecto no se produce. “Las dos proposiciones
siguientes distan mucho de ser las mismas: [I] He encontrado que a tal objeto ha
correspondido siempre tal efecto y [II] preveo que otros objetos, que en apariencia
son similares [al primero], serán acompañados por efectos similares” (p. 34; los
números son añadidos míos).
Pero, por otro lado, tampoco puede justificarse el tránsito entre
consideraciones de hecho por medio de un razonamiento que, basado en relaciones
de causalidad aparentes, anticipa o pretende explicar efectos, cuando de lo que se
trata es, precisamente, de entender qué hace legítima en absoluto la extrapolación
de una relación observada con anterioridad, esto es, de una conjunción constante
4
La distinción entre razonamientos basados en relaciones de ideas y razonamientos sobre
cuestiones de hecho (también llamados razonamientos morales) puede llevar a engaño,
dado que también los razonamientos sobre cuestiones de hecho relacionan ideas. Es más, la
relación de causa y efecto es, en el razonamiento, una relación de ideas. Hume quiere dar a
entender, simplemente, que una pura inspección de los objetos –o, mejor dicho, de las
ideas que nos formamos de ellos– no justifica la inferencia de efectos.
[116]
en el pasado, en la que presumimos una relación causal, sobre el futuro. No puedo
pensar, eso parece creer Hume, que la anticipación racional de un efecto queda
justificada ni por el simple hecho de que en el pasado ciertos objetos siguieron a
otros ni por el buen sentido que parecieron tener anticipaciones pasadas, siendo
que está en cuestión, precisamente, si el pasado es una guía racional, es decir,
intelectualmente legítima de la conducta futura. No puedo justificar, por tanto, la
inferencia de un hecho a partir de la constatación de otro en virtud de que las
conclusiones de inferencias semejantes en el pasado resultaron sin excepción
corroboradas.
En definitiva, ningún razonamiento a priori –el término es también de
Hume– nos conduce a concluir que el efecto se producirá (o que ya se ha
producido, cuando no lo hemos percibido todavía), lo cual concuerda con que, a
decir verdad, antes de tener experiencia de la conjunción el pensamiento no nos
fuerza nunca a atribuir causalidad a objeto alguno o cualidad alguna. Adán no
pudo, por ejemplo, al contemplar por vez primera una masa de agua, juzgar que un
cuerpo pesado se sumergiría en ella. Y el niño no espera, al ver chocar dos cuerpos
por primera vez, que se produzca una transmisión de movimiento y no, por caso,
que cese el movimiento de ambos o se fundan los dos o uno sea engullido por el
otro u ocurra, francamente, cualquier otra cosa. Es más, ni siquiera una primera
experiencia de la relación –incluso donde consideramos que se da una relación
efectiva de causalidad– puede producir la creencia de que la relación existe5.
Hume
parece
presentar
como
deseable
y
satisfactoria,
aunque
lamentablemente impracticable, una explicación de la evidencia implicada en los
razonamientos sobre cuestiones de hecho a partir de alguna que otra evidencia
familiar y, en particular, de la evidencia demostrativa. Quisiéramos, así se
interpreta, que los razonamientos sobre cuestiones de hecho proporcionaran la
evidencia y la certidumbre que produce, a veces al menos, la contemplación de
relaciones puras de ideas, pero Hume desespera de encontrar una explicación de la
evidencia de esos razonamientos sobre efectos y causas en las ideas de los objetos.
Se ha hablado, por ello, por haberla buscado y echado de menos, por haber
5
En este punto, por lo que expuse en el capítulo anterior, Aristóteles le hubiera dado la
razón a Hume.
[117]
insinuado que los razonamientos sobre cuestiones de hecho, de no estar bien
establecida la relación causal entre sus objetos, serían inferencias precarias (cf. p.
27), del ‘deductivismo’ de Hume6.
Ahora bien, es algo dudoso que Hume pensara que toda explicación
genuinamente satisfactoria ha de ser demostrativa (en el sentido que él le da a esta
palabra), si no intuitiva. Y no lo digo porque Hume parece admitir que son
correctos al menos algunos razonamientos no basados en relaciones de ideas,
algunos razonamientos causales. Aunque sea así, lo cual es en realidad cuestionable
(Hume parece haberlo admitido de mala gana), él se propone explicar la naturaleza
de esa corrección, dando a entender que piensa que la naturaleza de esa corrección
está por explicar o justificar7. Digo, más bien, que es dudoso que no admita la
validez de inferencias no demostrativas de hechos, porque contempla la posibilidad
de que ofrezcamos explicación de procesos naturales poniendo de manifiesto
mecanismos subyacentes, mecanismos que no están a la vista (un “mecanismo
intrincado [an intricate machinery]” o “una estructura de partes [anteriormente]
desconocidas [a secret structure of parts]”, p. 28). Ciertamente, no acepta que toda
explicación de cuestiones de hecho pueda ser de esta clase, dado que supone que
hay procesos naturales en que no intervienen mecanismos ocultos de ninguna
especie y, lo que es más importante aún, parece pensar que a la base de todo
mecanismo, sin excepción, hay procesos simples (sin mecanismos secretos). Pero
diríase que sí reconoce la existencia de explicaciones de ese tipo, que podemos
pensar que son, por lo menos en los contextos en que habitualmente se ofrecen,
6
En el panorama de la recepción que ofrece William E. Morris (“Hume’s Epistemological
Legacy”) se da a entender que el propio Russell de Los problemas habría dado por sentado
ese ‘deductivismo’, como por lo demás la mayor parte de los intérpretes del siglo XX (cf.
pp. 457 s.). No obstante, habría que discutir la conveniencia de describir este aspecto de la
epistemología de Hume con el término ‘deductivismo’, pues Hume no habla ni de
deducciones ni de inducciones, en los sentidos habituales de estas palabras, en toda la obra,
y no, claro está, porque no conozca o guste de tales denominaciones, sino, yo creo, porque
para él no está en cuestión la relación entre la generalidad (o falta de ella) de las premisas y
la generalidad (o falta de ella) de las conclusiones y, sin embargo, deducciones e
inducciones suelen distinguirse por la extensión de sus premisas y conclusiones. Algunos
razonamientos sobre cuestiones de hecho llevan de la constatación de relaciones regulares a
la predicción de casos particulares, pero otros parten de la existencia de efectos particulares
pasados y concluyen efectos particulares futuros. Si son evidentemente correctos o no, no
es porque las premisas sean más o menos generales que las conclusiones.
7
Creo que la ‘mala gana’ a la que me refiero se expresa en esta línea: “Aceptaré, si se desea,
que una proposición puede inferirse correctamente de otra” (p. 34).
[118]
muy satisfactorias. Por ejemplo, la transmisión de movimiento entre bolas de billar
que se golpean piensa Hume –hoy diríamos: erróneamente– que no responde a
ningún mecanismo invisible: es un hecho –una correlación de hecho– que tenemos
que, sin más, registrar. Pero del poder nutritivo del pan para el hombre –poder que
la precaria fisiología de la época no podía siquiera intentar explicar– parece pensar
que puede buscarse aclaración en el estudio del comportamiento del aparato
digestivo humano. Nada indica que Hume supuso que un estudio como ése llegaría
a revelar que no puede pensarse sin contradicción que el pan no es comestible o
nutritivo. Lo que el estudio podría proporcionar sería un análisis del proceso de la
digestión en términos de secretos procesos familiares de descomposición,
disolución y absorción, por ejemplo. Por estas razones, llego a la conclusión de que
la Investigación sugiere que, después de todo, sí hay evidencias del pensamiento
que no son ni intuitivas ni demostrativas, a saber, las que exhiben las explicaciones
que ponen de manifiesto mecanismos subyacentes, aunque esto no satisfaga el
interés que la obra alimenta por explicar la naturaleza de los procesos simples y las
expectativas que su conocimiento genera8.
Eso sí, exista o no una evidencia intelectual que no es demostrativa, lo que es
seguro es que, no habiendo ningún razonamiento a priori que nos dé a conocer los
efectos de cualesquiera objetos, sólo sabemos de causas y efectos –si es que algo
sabemos– en virtud de una experiencia tenida con ellos. Y, además, aprendemos en
cada caso cómo se comportan unos objetos con otros, incluyendo las partes de los
mecanismos, observando qué ocurre de facto cuando se presentan. Lo cual nos
aboca a preguntarnos cómo es posible que la evidencia empírica pueda respaldar los
razonamientos sobre cuestiones de hecho, si es cierto que los sentidos no nos
informan de poderes de las cosas o cualidades, sino únicamente de su darse o no
darse, antes o después, aquí o allá. Hume es de la convicción, ciertamente, de que ni
la vista ni el oído ni los demás sentidos ‘externos’ –el término es suyo– nos revelan
8
Por otro lado, con esta observación no pretendo restar importancia al hecho de que
Hume comparara la certidumbre y la evidencia de los razonamientos sobre cuestiones de
hecho con las de los razonamientos demostrativos en perjuicio de los primeros, de un
modo que resalta sobremanera el carácter moderno de su punto de vista epistemológico.
Lo que pretendo es, simplemente, llamar la atención sobre la conciencia que creo que tenía
Hume de que hay explicaciones contextualmente satisfactorias que no llegan a remontarse
a los procesos elementales que subyacen a los fenómenos a los que están referidas.
[119]
poderes. Supone que se limitan a manifestar cualidades como la extensión, el
movimiento, la solidez y similares, pero no dan a conocer relaciones de necesidad o
implicación entre unas y otras9. Sólo, si acaso, coincidencia de cualidades diversas
en un mismo objeto, sucesión en el tiempo de unas cualidades u objetos y otros y
contigüidad de los objetos y cualidades (objetos junto a objetos, cualidades junto a
cualidades).
Por consiguiente, nos encontramos con que, aparentemente, ni los sentidos ni
la razón dan a conocer el poder, la fuerza, la energía que produce cualidades, de
modo que la relación de causalidad se torna misteriosa (así la juzga literalmente
Hume: misteriosa, ininteligible, incomprensible). ¿La penetramos? ¿Penetramos su
secreto? Por las razones expuestas podemos pensar que no: que nos está totalmente
vedado (cf. p. 30). Pero entonces, si en efecto su ininteligibilidad es irreductible,
¿qué nos ha llevado a adquirir la idea de que, a pesar de todo, hay objetos
relacionados causalmente? Es la popularidad superlativa de esa idea lo que le hace a
Hume imposible un simple escepticismo con respecto a la evidencia presunta de las
inferencias de hechos y, a continuación, lo embarca en su investigación.
3. El origen de la idea de conexión necesaria
La sección 7 de la obra se dedica oportunamente a explorar la prometedora
posibilidad de que alguna experiencia interior sea la fuente de esa idea. De entrada
esto desemboca en una discusión sobre si los poderes presumibles de la mente nos
proporcionan una primera vez la idea general de poder, una idea que luego
podríamos extrapolar en algún sentido y medida a la naturaleza entera (incluso a
seres sobrenaturales imaginables, como a Dios mismo). Pero el veredicto de Hume
es negativo. Su misma desconfianza en que una experiencia de la naturaleza pueda
proporcionar tal idea se extiende a la experiencia interior. Experimentamos deseos,
intenciones, planes, y muchas veces somos testigos de su realización, en la mente, si
9
La solidez es un ejemplo de cualidad sensible –al tacto, supuestamente– aportado por
Hume. Pero si la tomamos por la cualidad de no ser penetrable por cuerpos ordinarios y
no deformarse ante presiones y por golpes de poca intensidad, entonces pienso que ha de
decirse más bien que es una disposición o, en general, un poder causal. Como veremos,
ésta será la opinión de Nelson Goodman en 1954, por la que ya Dewey se inclina en su
Lógica de 1938.
[120]
de lo que se trata es de producir nuevas operaciones del entendimiento, o en los
objetos circunstantes a través de nuestro cuerpo, si de lo que se trata es de
alterarlos, apropiarnos de ellos, emplearlos, etc. Pero vemos de hecho que el cuerpo
obedece los mandatos de la voluntad, como vemos sucederse las operaciones de la
mente de modos muchas veces previsibles, del mismo modo que vemos producirse
ciertos fenómenos naturales, regularmente, en ciertas situaciones típicas, ni más ni
menos10. Experimentamos en todos esos casos, tanto cuando atendemos al curso de
la naturaleza como cuando atendemos al curso de las ideas o a la aparente relación
entre uno y otro, una conjunción de objetos semejantes que puede ser constante,
bien porque se dan objetos de una determinada índole simultáneamente, bien
porque se dan sucesivamente, pero si no hay experiencia del poder de las fuerzas
naturales a pesar de ello, podemos pensar que tampoco hay experiencia del poder
de las fuerzas espirituales a pesar de ello.
Ahora bien, entonces, ¿cuál es el origen de la idea de conexión necesaria?
¿Qué la suscita? Y, concretamente, sentado el planteamiento inicial de la
Investigación sobre el origen y naturaleza de nuestras ideas, ¿cuál es el original de
esa idea, esto es, de qué impresión es ella copia? De alguna ha de serlo, se supone.
Pues bien, Hume cree que hemos de buscar el original de la idea de causa o poder
en aquello que diferencia la experiencia de la conjunción constante de la experiencia
de la conjunción singular. ¿Y qué es lo que las diferencia? Pues, según él, lo único
que las diferencia es la disposición de la mente, en el primer caso, a pensar en el
presumido efecto, a anticipar su ocurrencia, a creer, en definitiva, que ocurrirá. El
origen de la idea de causa, poder, fuerza, energía o conexión necesaria habría que
reconocerlo,
por
tanto,
en
un
sentimiento
interior
que
acompaña
característicamente la expectativa habitual del efecto. Esta génesis se presenta en la
obra, en su primera formulación, de la siguiente manera:
Parece entonces que esta idea de conexión necesaria entre sucesos surge del
acaecimiento de varios casos similares de constante conjunción de dichos
sucesos. Esta idea no puede ser sugerida por uno solo de estos casos [...]. Pero
Sobre lo que la Investigación denomina el “nexo animal” –de aplicación de fuerza contra
una resistencia– podría levantarse sin embargo, contempla Hume, una idea imprecisa de
poder (p. 67), pero esta posibilidad no es explorada por él ulteriormente.
10
[121]
en una serie de casos no hay nada distinto de lo que hay en cualquiera de los
casos individuales que se suponen exactamente iguales, salvo que, tras la
repetición de casos similares, la mente es conducida por hábito a tener la
expectativa, al aparecer un suceso, de su acompañante usual y a creer que
existirá. Por tanto, esta conexión que sentimos en la mente, esta acostumbrada
transición de la imaginación de un objeto a su acompañante usual, es el
sentimiento o impresión a partir del cual formamos la idea de poder o de
conexión necesaria (p. 75).
En ese origen, a partir de una experiencia interior, cree Hume encontrar
explicación de los razonamientos que de hecho basamos en el pensamiento de una
conexión necesaria. Como análisis preparatorio de esta solución se ofrece la
segunda parte de la sección 5 de la Investigación, donde se presenta la creencia,
toda creencia, como el sentimiento que acompaña al pensamiento de un objeto –al
juicio sobre el objeto– cuando no imaginamos, simplemente, su posibilidad,
cuando no pensamos sin más en él, sino que estimamos además que existe. El
objeto en cuya existencia creemos se impone a la imaginación de un modo
distintivo, “la creencia no es sino una imagen más vívida, intensa, vigorosa, firme y
segura de un objeto” que la que la imaginación puede proporcionar por sí misma
(p. 49). Puedo imaginar cosas nunca vistas, pero no tendrán el peso, la importancia
y el influjo en mi conducta que tienen las cosas en las que creo.
La solución al problema que plantea la explicación de los razonamientos
basados en relaciones causales se halla para Hume, por tanto, en el sentimiento
característico de la creencia en un objeto que no percibimos todavía provocado por
la costumbre de la mente de percibir conjuntamente ideas, costumbre que se
explica como la consecuencia de un curso regular de la naturaleza del que hemos
sido testigos. La experiencia de la conjunción constante da pie comúnmente a un
hábito, a una costumbre: la de esperar que un objeto se dé y, a partir de ella, a la de
concluir y explicar a partir de antecedentes objetivos. Así pues, la idea de causa o
conexión necesaria es copia de un sentimiento de creencia en un objeto al que la
percepción de otro nos conduce. En la recapitulación de la sección 7 el original se
describe así: “sentimos un nuevo sentimiento o impresión, a saber, una conexión
[122]
habitual [a customary connexion] en el pensamiento o en la imaginación entre un
objeto y su acompañante usual” (p. 78). Ese sentimiento “es el original de la idea
que buscamos” (ibid.).
Esta solución puede considerarse después de todo “escéptica” porque asume
que no conocemos los poderes de las cosas. Se les atribuye poder, eso sí, pero
somos conducidos a la atribución a partir puramente de una conjunción objetiva y
una expectativa psicológica. Un “instinto o tendencia mecánica” (p. 55) produce en
nosotros la anticipación. Ciertamente, la utilidad de ese instinto se ha probado
magnífica. Son expectativas sensatas que después se prueban acertadas, correctas, lo
que lleva a animales como nosotros a prosperar en este mundo.
Que no conocemos los poderes de las cosas, que permanecen “ocultos”,
significa que la relación de causalidad es bruta, fáctica, “incomprensible”. Podemos,
sí, reducir los principios productivos a unos pocos principios simples, a base de
establecer analogías y observar metódicamente los diversos géneros de procesos
causales, y tal es, según Hume, “el mayor esfuerzo de la razón humana”, su
principal afán y empresa, pero no podemos comprender la naturaleza de las causas
últimas o, dicho de otro modo, las causas de la causalidad (cf. pp. 30 s.). Podemos,
así, pensar que B se sigue de A como lo que es, como B, de cierta índole D se sigue
de lo que es, como A, de cierta índole C (dicho de otro modo, que B se sigue de A
porque [1] lo que es D se sigue de lo que es C y [2] B es D y [3] A es C). Pero no
podemos pensar que la relación entre C y D –y por tanto tampoco la relación entre
A y B– puede penetrarse completamente11.
4. ¿Qué es una causa?
Este carácter fáctico de la relación causal plantea para Hume una cuestión
ulterior: ¿cuál es exactamente la idea de causa? Según él, hemos de construirla
11
Esto es lo que, según lo interpreto, se afirma en la página mencionada: “Se reconoce que
el mayor esfuerzo [effort] de la razón humana consiste en reducir los principios
productivos de los fenómenos naturales a una mayor simplicidad, y los muchos efectos
particulares a unas pocas causas generales por medio de razonamientos apoyados en la
analogía, la experiencia y la observación. Pero, en lo que concierne a las causas de estas
causas generales, vanamente intentaríamos su descubrimiento, ni podremos satisfacernos
jamás con cualquier explicación de ellas. Estas fuentes y principios últimos están
totalmente vedados a la curiosidad e investigación humana”.
[123]
como la idea de un objeto seguido de otro cuyo pensamiento da lugar al
pensamiento de ese otro (cf. p. 77). Por lo que da a entender el texto, ésta es una
definición superior a las demás. Parece superior, concretamente, a una que
identifique la causa con un objeto al que sigue otro de tal suerte que siempre que se
ha dado el primero se ha dado el segundo, ya que si la relación que atribuimos
entraña alguna necesidad, no puede ser simplemente una conjunción de cualquier
especie. De modo alternativo, haciendo explícita la naturaleza de la conexión
atribuida, podríamos pensar que una causa es, más bien, un objeto al que sigue otro
de tal suerte que si no se hubiera dado el primero, no habría existido el segundo.
Pero esta definición ha de antojarse tautológica: causa sería el objeto que está
causalmente relacionado –necesariamente conectado– con su efecto. Si la definición
ha de evitar incurrir en los términos con los que el explanandum (lo que hay que
explicar) se introduce, entonces parece muy preferible que el análisis ofrecido en la
obra del origen de la idea constituya el explanans (la explicación). Por eso dice
Hume, entiendo, que la causa es el objeto cuyo pensamiento conduce al
pensamiento de otro12.
Por razones obvias, la definición favorecida le resultará insatisfactoria a quien
desee entender la relación objetiva entre dos sucesos. Pero Hume cree que la
opacidad que él considera característica de esa relación objetiva nos ha de llevar a
conformarnos con una comprensión de la idea a partir de los procesos psicológicos
que conducen a su gestación. Diríase que aconseja aceptar esa aclaración a falta de
otra mejor, que en todo caso se toma por inaccesible. Su discusión textual de la
Estas tres definiciones que comparo son barajadas sucesivamente en la Investigación (pp.
76 s.). Es de lamentar, por cierto, que en la versión de Jaime de Salas, por lo demás
servicial, la segunda definición se vierta así: “O en otras palabras, el segundo objeto nunca
ha existido sin que el primer objeto no se hubiera dado” (cuando el original reza: “where, if
the first object had not been, the second never had existed”, esto es, “donde si el primer
objeto no se hubiera dado, el según no habría existido jamás”). Esa traducción anonada lo
que añade esta definición, quiera o no Hume, a la anterior (a la que capta puramente la
constancia de una coincidencia o sucesión). No obstante, es un error del traductor quizá
perdonable, pues, según muchos lectores, Hume mismo pierde de vista el mérito de esta
definición a lo largo del capítulo y, a decir verdad, él la presenta como equivalente a la
anterior (“O en otras palabras...”). Es más, hay quien ha defendido que la segunda
definición puede entenderse de modo que la equivalencia entre ella y la primera quede a
salvo (cf. A. J. Jacobson, “From cognitive science to a Post-Cartesian text. What did Hume
really say?”, p. 157). Para ello hay que pensar que lo que expresa la segunda definición es
que no hallaremos en el pasado un ejemplo del segundo objeto si no hallamos también un
ejemplo, antecedente, del primero.
12
[124]
noción misma de causa tropieza con una dificultad que plantea un dilema: o
admitimos que no sabemos de qué estamos hablando (“no tenemos idea alguna de
esta conexión, ni siquiera una noción distinta de lo que deseamos conocer cuando
nos esforzamos por representarla”, p. 77) o aceptamos una definición que no
parece adecuada (“es imposible dar una definición justa de causa”, p. 76).
Dejemos esta cuestión, por el momento, sentada así, aunque sea para
retomarla inmediatamente, en el siguiente capítulo, a propósito de la recepción de
la obra de Hume por parte de Kant. Pero consideremos retrospectivamente con la
intención tanto de recapitular como de extraer una conclusión provisional sobre las
enseñanzas de Hume a qué podemos llamar el problema de la explicación en la
Investigación sobre el entendimiento humano.
Por lo que parece, Hume lo interpreta de la siguiente manera. La aclaración
de todo aprendizaje por medio del pensamiento no puede conformarse con una
indagación de conocimientos previos, pues la legitimidad de los razonamientos,
incluso cuando las premisas están fuera de toda duda, merece una novedosa
discusión filosófica. Ahora bien, la discusión de esa legitimidad –o, como él lo
expresa, la explicación de muchas inferencias y, concretamente, de las que tratan de
establecer cuestiones de hecho (que son, desde luego, del máximo interés práctico y
científico)– pone de manifiesto que ninguna sensación ni intuición intelectual
asegura sus conclusiones. En ellos somos más bien llevados por una costumbre y
por un instinto a las conclusiones que nos convienen (o, al menos, así ha sido hasta
ahora). La razón investiga mecanismos y semejanzas, pero toda explicación sobre
acontecimientos que cabría imaginar que no fueran como son (en el sentido de que
su contradicción no fuera en sí misma contradictoria), nos coloca ante
correlaciones regulares que ella se limita a registrar y aceptar. De este modo, la
certidumbre de las pruebas geométricas, antaño –tanto para Platón o Aristóteles
como para Descartes– patrón de toda certidumbre intelectual, es declarada una
meta inalcanzable para el filósofo de la naturaleza y del espíritu. Las explicaciones
sobre la naturaleza y el alma, parece, sustentan creencias razonables, pero éstas son
certezas sólo morales y bien cabe imaginar firmezas del juicio superiores.
[125]
9. El conocimiento a priori de la causalidad
1. La recepción de Hume en la Crítica de la razón pura
Kant escribe su Crítica de la razón pura (cuya primera edición es de 1781 y cuya
segunda edición revisada es de 1787) para corregir a la vez las epistemologías que
llamamos empiristas y las que llamamos racionalistas. No obstante, los términos en
que replantea los problemas centrales de la tradición demuestran qué impronta
dejó en él el descubrimiento de la obra de Hume. Así como en su descripción de la
experiencia que da origen al conocimiento entre los hombres tienen un papel
principal las ‘impresiones de los sentidos’, un término de Hume, en su discusión de
la facultad de pensar o entender lo que sentimos tiene un papel destacable la
aclaración del origen de la idea de ‘conexión necesaria’ de la que hablamos el
capítulo pasado1. En general puede decirse que la crítica de la razón se le antojó
necesaria para corregir los excesos racionalistas y las simplificaciones empiristas. La
razón, con independencia de toda experiencia, no proporciona conocimiento, pero,
por otro lado, no todas nuestras ideas –piensa Kant– tienen un origen empírico. El
reto específico que se planteó en la Crítica fue el de referir todo conocimiento a la
experiencia, pero sin dejar de reconocer a la vez el papel que el entendimiento tiene
en el establecimiento de normas vinculantes para esa experiencia.
Por lo que hace concretamente a las ideas de poder y conexión necesaria,
Kant reprochó a Hume haber asumido de entrada ese origen y como consecuencia
haber adulterado su contenido. Supuestamente, el concepto humeano de causa –un
objeto, seguido de otro, cuyo pensamiento da lugar al pensamiento de ese otro– se
aplica a una necesidad puramente subjetiva, una que liga unas percepciones a otras
o, más precisamente, a una que liga algunas percepciones actuales a ciertas
expectativas de percepciones concretas por venir. Y Kant entiende que si definimos
las causas por referencia a esas expectativas de la mente, exclusivamente, perdemos
de vista la suposición común a la ciencia de la objetividad de las relaciones que las
leyes de la naturaleza rigen. Por ello se ve llevado a echarle en cara a Hume no
1
Adviértase, no obstante, que para Kant la idea no cubre simplemente las relaciones que
Hume considera causales, sino también, entre otras cosas, las relaciones entre lo que la
tradición aristotélica llama una sustancia y sus accidentes.
[126]
haber respetado los conceptos de la ciencia tal y como la cultivamos: la ciencia
natural general contradice, llega a escribir, el análisis de Hume (cf. A 95/ B 118). En
lugar de explicar el origen de la idea de genuina necesidad de la producción de un
efecto, dominante en la visión científica de las cosas, Hume se habría conformado
con aclarar de dónde procede la representación de una necesidad aparente o una
apariencia de necesidad (Schein der Notwendigkeit, B 20).
Pero con vistas a entender las peculiaridades de la concepción alternativa de
Kant es muy importante precisar el sentido de la subjetividad de esa necesidad y la
naturaleza de la proyección de ésta sobre las secuencias de sucesos en la naturaleza.
Digamos que la necesidad de la idea humeana es subjetiva porque la establece el
hecho de que, cuando nos hemos acostumbrado a un efecto, no podemos evitar, en
determinadas circunstancias (semejantes a las de producciones pretéritas), pensar
que se va a producir (o se ha producido ya, aunque no lo hayamos todavía
comprobado). Pero que no podemos evitarlo significa puramente que de hecho se
forma la expectativa (o creencia en que algo se va a dar), nos guste o no, una y otra
vez. Aunque en este punto Hume incurre en fórmulas engañosas, el sentido general
de su discusión nos conduce a pensar que el origen de la idea de conexión necesaria
es buscado por él en una formación regular de creencias. Pues sería desconcertante
que lo que no hallamos ni podemos hallar en la experiencia de objetos ‘exteriores’
que se suceden unos a otros lo pudiéramos hallar y lo halláramos de hecho en la
experiencia de percepciones de la mente que se suceden análogamente.
Pienso que es una reflexión en este sentido lo que lleva a Kant a hablar de una
mera necesidad subjetiva y también de apariencia de necesidad a propósito de la
discusión de Hume. Kant toma de éste el contraste entre conjunción y conexión o
conexión necesaria (aunque Kant prefiere hablar de compositio y nexus como
variedades de conjuctio), y entiende que, a fin de cuentas, Hume se ha visto llevado,
por su compromiso de partida con el origen empírico de toda idea, a explicar el
origen de la idea de conexión a partir del hábito de una conjunción. Llamamos
causas a objetos de los que esperamos ciertos efectos. La concurrencia de las
efectos, muchas veces, afianza esa expectación. Cuanto más firme es ésta, más cierta
es la atribución de causalidad. Pero no observamos cualidades especiales en las
causas. Tales atribuciones se fundan en la certeza –interpretada como un
[127]
sentimiento que acompaña a un pensamiento– de que los efectos se van a seguir.
Pero que los efectos pensamos que se van a seguir no significa que no pueden dejar
de seguirse. Tampoco significa que no nos está permitido pensar que no se van a
seguir. Simplemente quiere decir que no logramos, de hecho, pensar que no se van
a seguir. Sin embargo, Kant entiende que hablamos de causalidad para referirnos a
reglas relativas a lo que puede suceder (o a lo que puede presentarse) y no a lo que
se presenta o ha presentado ni a lo que esperamos, sin más, que se presente.
Sin embargo, Kant no sólo acepta de Hume unos cuantos términos y el
contraste entre conjunción y conexión. También acepta que no podemos saber de
los efectos si no es porque hemos tenido experiencia de las relaciones relevantes.
Así, no podemos anticipar un efecto de cuya producción nunca hemos sido
testigos. Que nada hay en las causas, observable, que indique qué efectos podemos
llegar a constatar es para Kant tan cierto como para Hume. La existencia de
fenómenos particulares, en definitiva, no puede ser conocida a priori, ni para Kant
ni para Hume (cf. A 178/B 221). Ésa es la versión kantiana de la tesis de la
Investigación según la cuál no hay razonamiento a priori que nos lleve de la
experiencia de la causa al conocimiento del efecto. Asimismo, Kant le reconoce a
Hume que sólo tenemos experiencia de la sucesión en el tiempo y de la
coincidencia en el tiempo, pero no, nunca, de relaciones de determinación del
tiempo en que un objeto ha de darse. De este modo suscribe que cuando hablamos
de causalidad hablamos de un concepto “que no se halla en la percepción” (A
189/B 234).
Como consecuencia de estas admisiones, Kant no aspira a asegurar contra
toda incertidumbre los que Hume llama razonamientos sobre cuestiones de hecho.
Al igual que su predecesor, se conforma con asumir, por un lado, su corrección
corriente y no ignorar, por otro, su falibilidad. De ahí que los llame razonamientos
‘hipotéticos’. Según se dijo, la polémica entre ambos gira más bien en torno a la
discusión sobre el origen y la salvaguarda del sentido científico de la necesidad.
Kant rechaza la explicación de Hume y pretende poner a salvo nuestro
entendimiento de la necesidad objetiva de la conexión entre sucesos. Un blanco
principal de la Crítica es la idea de que tanto de objetos como de relaciones entre
objetos tenemos sólo creencias (cf. B XXXIX s.). Podemos pensar que Hume respeta
[128]
el carácter de conocimiento que atribuimos a nuestra experiencia de objetos
exteriores e interiores, pero se conforma con que creamos que los objetos están
relacionados como causas y efectos. Kant asume, sin embargo, que un correcto
entendimiento del origen de la idea de nexo (sustancial, causal, etc.) permite
justificar propiamente que digamos que sabemos que los sucesos tienen causas,
aunque pueda discutirse que conocemos, en un caso dado, cuáles son esas causas.
2. La prueba trascendental del principio de causalidad
Consecuentemente, Kant intenta ofrecer una prueba de que hay relaciones de
causalidad involucradas en todo fenómeno. Él no discute, a decir verdad, la
semejanza entre las causas (o los efectos) de ciertos efectos (o causas). El principio
general que le interesa reza, antes bien: ‘Todos los cambios tienen lugar de acuerdo
con la ley que enlaza causa y efecto’ (B 232). Podemos pensar que no por ello se
rechaza el principio de Hume, el de que causas semejantes tienen efectos
semejantes, puesto que la causalidad que Kant se propone discutir es la que
supuestamente queda codificada por ‘leyes de la naturaleza’, que la ciencia
investiga. Las leyes de la ciencia moderna ligan magnitudes, que son aspectos
repetibles de las cosas (volúmenes repetibles, temperaturas repetibles, distancias
repetibles, etc.). En este sentido, podemos asumir, creo yo, que cuando Kant
vindica directamente el principio ‘de la sucesión temporal según la ley de la
causalidad’ se compromete, aunque sea indirectamente, con el principio de la
similitud de las causas y los efectos. Pero él no pretende una prueba racional de una
medida concreta de la similitud, sino una prueba racional de que el concepto de
causa tiene siempre aplicación o, mejor dicho, de que ha de tener aplicación,
siempre, en nuestra experiencia.
Que tiene siempre aplicación en este sentido o, mejor dicho, que la aplicación
está garantizada de antemano (o es legítima a priori), resulta, supuestamente, de que
la naturaleza misma de nuestra experiencia la asegura. La prueba del vigor del
principio de causalidad que ofrece Kant, consiguientemente, es una prueba basada
en ciertas condiciones –que él considera formales– que esa experiencia debe
cumplir. La demostración de los principios (puros) del entendimiento se realiza
[129]
“partiendo de las fuentes subjetivas de la posibilidad de conocer el objeto en
general” (A 149/B 188). Se razona decisivamente en la Crítica que “la experiencia
sólo es posible mediante la representación de una necesaria conexión de las
percepciones” (A 176/B 218).
Este principio general desprende ciertamente un aroma aristotélico. Kant liga
la constitución de una experiencia que proporciona conocimiento a la
representación de conexiones necesarias, como las que ligan causas y efectos. En su
momento consideramos el retorno a un modelo aristotélico en la Crítica, dado que
sensación e inteligencia cooperan para Kant en la formación del conocimiento
empírico. En esa línea, la vinculación de la posibilidad de la experiencia a la
representación de una necesidad no puede dejar de recordar el modo en que
Aristóteles no considera separables los que yo llamo el problema del comienzo y el
problema de la explicación. Para éste, el conocimiento independiente del
razonamiento que proporciona principios para la ciencia es el conocimiento de la
entidad de aquello que tenemos delante y la entidad es siempre un modo de ser que
se manifiesta de unas maneras características. Aquello que hace que algo sea lo que
es –una entidad de cierta especie– determina un modo de conducirse y actuar. El
conocimiento de la entidad, por tanto, es el conocimiento de una causa: la causa de
que algo sea lo que es da pie a la explicación que se busca de que se comporte del
modo correspondiente. Kant, desde luego, no abraza la concepción de la entidad
aristotélica, pero parece sensible a la necesidad de ligar la representación de objetos
a la representación de conexiones necesarias cuando de esclarecer los principios de
la ciencia se trata. Y, por lo demás, abraza la concepción aristotélica de la ciencia,
puesto que toma la ciencia por un conocimiento que proporciona explicaciones en
términos de universalidad de los efectos y necesidad de los vínculos.
La prueba del principio de causalidad, en el caso de Kant, habla de una doble
necesidad. Es necesaria (1) a la experiencia –en el sentido en el que nosotros
tenemos experiencia– la aplicación de la representación –del concepto puro, esto es,
en absoluto empírico– de necesidad (2) de la conexión de las representaciones. Esta
última necesidad se interpreta tanto como la imposibilidad de que un objeto –el
efecto– deje de presentarse cuando su causa –otro objeto– se ha presentado como
en el sentido de la imposibilidad de que un objeto –el efecto– se presente sin
[130]
haberse dado algún otro que lo explique. Kant asume que esta necesidad es la que
pretenden expresar las averiguaciones de la ciencia sobre causas y efectos de los
cambios –estados nuevos– de las sustancias (o materias). De la primera necesidad,
sin embargo, Kant espera ofrecer un análisis completamente original. Ha de
remitirla, como se dijo antes de pasada, a las fuentes subjetivas del conocimiento,
pero no puede ser rebajada, como el análisis de Hume hace en su opinión, a una
necesidad subjetiva. La necesidad no será sólo subjetiva, piensa Kant, si la impone
un carácter de la experiencia consustancial a la idea misma de experiencia de
objetos, en lugar de una costumbre adquirida.
Pues bien, hallamos su prueba del principio en la sección de la Crítica
dedicada a la ‘Segunda analogía de la experiencia’. El rótulo hace uso de un
concepto matemático, extendiéndolo un tanto. La analogía se toma por una
proporción que respetan dos parejas de cantidades. Podemos calcular una cantidad
que ignoramos si sabemos que la proporción entre dos cantidades conocidas es la
misma que la que mantienen una cantidad también conocida y aquella desconocida.
Así, Kant entiende que damos por sentada la existencia de una causa por la
proyección de una relación conocida (de causalidad) sobre un nuevo cambio.
Su argumento procede por medio de una reflexión sobre la posibilidad de
distinguir la experiencia genuina de objetos, por un lado, de la mera imaginación de
objetos (una variedad de la cual sería la ensoñación, sea durante la vigilia, sea
mientras dormimos). ¿Qué distingue la experiencia del cambio en los objetos de la
percepción, por un lado, de, por otro, la imaginación de estados diversos u objetos
diversos? Pues una sola cosa: la obligación en la experiencia, pero no en la
imaginación, de representarnos el suceso del cambio –los sucesos en general– como
determinados (objetivamente) en el tiempo, es decir, como estándoles asignado un
tiempo determinado, como no pudiendo haber sido experimentados sino en un
momento dado.
La cuestión es, para Kant, cómo determinar las condiciones bajo las cuales
una sucesión de percepciones puede ser tomada por la percepción de una sucesión
[131]
de estados de un objeto2. Esto no ocurre, por usar un ejemplo al que él recurre, en
la representación de las partes de una casa. Esas partes, de las que podemos tener
una percepción sucesiva, no son estados diversos de una cosa que está cambiando.
Sin embargo, en la experiencia de, por ejemplo, una embarcación que desciende
corriente abajo por un río –y, por tanto, de un suceso genuino– nos representamos
las posiciones diversas del navío como dándose necesariamente antes o después en
una serie determinada. En este caso estoy obligado a considerar el orden de mis
percepciones como determinado e irreversible. Por supuesto, puedo observar la
embarcación navegando en dirección opuesta, pero el efecto entonces es que me
veo obligado, de nuevo y como en el caso anterior, a representarme las diversas
posiciones –interpretadas como estados diversos– como siendo alcanzadas en
momentos determinados según una secuencia fija.
Esa ‘obligación’ con respecto a la determinación en el tiempo es la (primera)
necesidad no subjetiva, a la que me referí más arriba, de la que habla Kant en ese
tramo de su obra. Quien distingue el orden de las percepciones, en general, que es
un orden subjetivo, del orden de los sucesos, que es un orden objetivo, ha de
reconocer que en la representación de un suceso objetivo está inmiscuida la
representación de una determinación del tiempo (de los objetos y su
representación). Kant interpreta esta obligación como la necesidad de sujetar a una
regla o subsumir bajo una regla –pensar aplicando ciertos conceptos que relacionan
objetos– las percepciones de la experiencia. Un suceso genuino es experimentado
como un estado o cambio que se presenta necesariamente por referencia a otros
estados o cambios. Si la barcaza desciende, no podemos representarnos que ha
llegado a donde está ahora sin haber estado antes un poco más arriba. “[E]l
fenómeno, a diferencia de las representaciones de la aprehensión, sólo puede ser
representado como objeto distinto de ellas si se halla sometido a una regla que lo
diferencia de toda otra aprehensión y que impone una forma de combinación de lo
diverso” (A 191/B 236)3. Pero aquello que contiene la condición de esta regla
necesaria de la aprehensión no es una necesidad subjetiva, una costumbre, sino el
2
Una reconstrucción del argumento de la Segunda Analogía, como un sólo argumento,
concordante en lo sustancial con mi interpretación, se hallará en Henry Allison, Kant’s
Transcendental Idealism, pp. 249 ss.
3
Las ‘representaciones de la aprehensión’ de las que habla Kant vienen a ser eso que antes
llamé ‘la mera imaginación de objetos’.
[132]
objeto (ibid.). Digamos que es la objetividad del objeto –esto es, su carácter
objetivo– lo que impone la regla4.
Podemos ser conscientes de que algo ha sucedido cuando tiene lugar una
percepción distinta a las percepciones precedentes (Kant añade: y no contenida en
éstas). Pero la novedad de la percepción no es suficiente para la percepción de un
suceso. Un suceso es un cambio de estado determinado causalmente. En atención a
que se admite, como he dicho, que ni la actualidad del nuevo estado ni la magnitud
del mismo puede conocerse de antemano, lo único que está garantizado en la
experiencia es un cierto esquema de presentación en el tiempo. La prueba
trascendental de la validez del principio de que los cambios son siempre efectos es
la prueba de una regla de determinación de la aparición de objetos en el tiempo. Se
supone que la prueba debería convencer al propio Hume, en la medida en que el
análisis de la Investigación da por sentado –como hace la ciencia y hacen de hecho
quienes razonan en general sobre cuestiones de hecho, es decir, todos nosotros–
que la distinción entre sucesiones de percepciones y sucesiones de objetos está bien
establecida.
3. El conocimiento de los principios del entendimiento
Para hacer avanzar nuestra discusión sobre el problema histórico general de la
explicación del conocimiento quisiera destacar en este punto el modo en que el
propio Kant valora su conclusión. Él habla, puntual pero significativamente, de una
‘extensión’ de nuestro conocimiento de la naturaleza gracias a la actividad del
entendimiento. Se supone que cuando contemplamos un suceso, se puede decir que
sabemos que algo ha sucedido con anterioridad (o que algo está sucediendo ahora
mismo), algo que debe ser relacionado con el suceso como una causa con su efecto.
Cuando veo una superficie calcinada, por ejemplo, y me pregunto cuál es la
explicación del estado del terreno, no puedo sino hacer conjeturas sobre qué
sucesos están relacionados con éste, pues no hay, según Kant, inferencia del efecto
a la causa, pero puedo estar seguro de que algún suceso antecedente puede ser
4
Esta doctrina ha de condicionar toda interpretación del llamado ‘giro copernicano’ que
Kant habría imprimido en la epistemología moderna.
[133]
relacionado con éste como la causa de la combustión. Se supone aquí, pues, que el
uso del entendimiento –y su correcto análisis– me proporciona cierto conocimiento
de la naturaleza, tal y como la experimentamos. Sabemos, de hecho, que vale la
pena indagar las causas de los sucesos, porque algún estado antecedente tiene que
poder ser relacionado con el presente del modo que está aquí en cuestión. El
análisis de la Crítica reafirma la convicción de que algo decisivo ha precedido al
cambio. Kant llega a decir que conocemos a priori la ley de la conexión entre los
fenómenos:
Si se derrite, pues, la cera que antes era sólida, puedo conocer a priori que
algo ha tenido que preceder (por ejemplo, calor solar), a lo que ha seguido ese
derretirse de acuerdo con una ley constante, aunque, prescindiendo de la
experiencia, no podría conocer a priori y de modo determinado ni la causa a
partir del efecto ni éste a partir de aquélla (A 766/B 794).
Por este motivo, puede decirse que la epistemología de Kant arroja la
conclusión de que nuestras facultades son, por sí mismas, fuentes de conocimiento.
Hay, en particular, un conocimiento que el entendimiento proporciona por sí
mismo. Conocemos que ciertas relaciones existen en virtud de las condiciones que
debe cumplir el pensamiento de unas representaciones cuando éstas son referidas,
por ese pensamiento, a un objeto. Así ha de entenderse que la Crítica garantice la
posibilidad de una metafísica –entre cuyos conceptos centrales, en la opinión digna
de crédito de Hume, hallamos el de causa o poder– bajo la forma de una Analítica
del Entendimiento.
Es más, Kant subraya que la certeza con la que la existencia de causas viene
justificada por el análisis de la noción de experiencia es una certeza plena o
completa (cf. A 162/B 201). Ciertamente no la considera “intuitiva”, como sí es
considerada la certeza de otros principios (los que denomina ‘matemáticos’), como
el principio según el cual los fenómenos no pueden sino ser percibidos como
ocupando un espacio o tiempo (o un espacio y un tiempo), esto es, como
extendiéndose en el espacio y el tiempo, o la certeza del principio según el cual la
magnitud de las cualidades percibidas ha de poder ser medida, se da en cierto grado
[134]
y cabe siempre imaginar un grado diverso (tienen, pues, además de extensión,
intensidad). Pero el contraste entre la certeza de esos principios y el principio de
causalidad en la Crítica, supuestamente, no resta en absoluto firmeza a este último.
Principios como éste no hablan de la posibilidad de fenómenos, sino de la
existencia de fenómenos. Son las concesiones que se hacen a Hume sobre la
contingencia de las relaciones causales particulares así como la posibilidad de que
no seamos afortunados en la búsqueda de explicaciones concretas las que dan razón
de la sutileza con la que unas evidencias del entendimiento y otras son distinguidas.
Podemos retener de este análisis, en todo caso, que la justificación de los
razonamientos sobre cuestiones de hecho no la puede proporcionar para Kant la
reconstrucción de una habituación psicológica. Si bien, por fortuna, tenemos
razones magníficas, entiende él, para afirmar que hay relaciones de necesidad
ligando fenómenos. Diríase que Kant presenta su prueba de que así es en efecto
como una respuesta a la cuestión humeana: ¿cuál es el fundamento de los
razonamientos que concluyen hechos a partir de hechos? Hume presenta su propia
solución como una solución escéptica. Kant la recibe, diría que congruentemente,
como una renuncia. Por razones expuestas ya, entiendo que Kant interpreta la
solución de Hume como ofreciendo una explicación de nuestra creencia en que
ciertos sucesos se han producido o se van a producir. Conocemos que existen
ciertos objetos y creemos que ciertos objetos existen también (o van a existir).
Kant, en cambio, pretende que así como conocemos ciertos objetos –algunos
objetos en absoluto– sabemos que otros objetos, que llamamos causas o efectos de
aquéllos, existen también –aunque una pesquisa empírica ulterior tenga que
establecer cuáles, determinadamente, son esos objetos. Es más, pretende que si se
puede decir que conocemos algunos objetos en absoluto es después de asumir que
existe una relación que liga unos a otros necesariamente.
Por consiguiente, podemos concluir este breve comentario de algunas
doctrinas de la Crítica de la razón pura alineando la concepción kantiana del
conocimiento a priori de la causalidad con el intento bien tradicional de explicar la
validez del razonamiento y la justificación del conocimiento que de él depende a
partir del conocimiento de la vigencia de ciertos principios. Como se recordará,
Aristóteles habla de algunos principios generales del razonamiento como de cosas
[135]
de las que es sabido previamente que existen. Por su parte, Russell habla de esos
principios como de verdades evidentes por sí mismas (una cualidad que la tradición
había entendido que Aristóteles había atribuido a principios como el de no
contradicción) de cuyo conocimiento depende el de toda verdad a la que damos
alcance por medio de pruebas lógicas. En este sentido, ha de reconocerse que Kant
continuó siendo un buen representante de la epistemología que trató
históricamente de retrotraer todo conocimiento y en particular el que
honoríficamente llamamos ciencia al conocimiento de algunas verdades elementales
y algunos principios generales.
[136]
10. Sobre la autoridad intelectual de los principios de inferencia
1. La dignidad contemporánea de las inducciones
El análisis de la Crítica de la razón pura de la legitimidad del ‘principio de
causalidad’ estuvo lejos de contentar a todos los que fueron impresionados por el
escepticismo de Hume. Hegel aprobó el esfuerzo de Kant por ligar la experiencia
de objetos a la constatación de relaciones causales legales, pero quiso reprocharle
que hubiera renunciado a establecer una relación determinada entre el principio
general y las múltiples leyes concretas de la naturaleza (como veremos el próximo
capítulo, también en esto se anunció un punto de vista que contó el siglo pasado
con representantes). De otro signo fue la recepción de John Stuart Mill. En su
importante A System of Logic Ratiocinative and Inductive (1843) volvió a ensayar,
en el espíritu de Hume, una justificación empírica del principio kantiano: una Ley
de la Causación Universal era en opinión de Mill descubierta como una pauta
general que se cumple en las interacciones físicas particulares que obedecen a leyes
particulares, es decir, como una ley de leyes (cf. vol.
VII,
pp. 323 ss.). Pero no
tenemos de su vigencia, eso defendió la obra, como tampoco de ninguna cuestión
de hecho particular, un conocimiento que no sea falible. Después de todo, Mill
aprobó la insistencia de Kant en que cuando hablamos de efectos, hablamos de
sucesos que se producen necesariamente cuando se cumplen ciertas condiciones, y
no puramente de lo que en el pasado ha seguido invariablemente a algo, como la
noche al día y el día a la noche. Una vez sentado esto, Mill pensó que tenía que
admitirse que el conocimiento empírico de la regularidad no puede penetrar la
eficiencia de las causas (cf. vol.
VII,
pp. 326 s.), cosa que, de todos modos, no
perjudicaría en absoluto a la ciencia1.
1
No menos interesante sería una comparación entre la doctrina de Kant y las opiniones de
Nietzsche de los años 1880. Nietzsche niega, por un lado, que el Principio de Causalidad
sea algo más que una ‘interpretación’ (cf. Más allá del bien y del mal, § 22), pero, por otro,
acepta que en la naturaleza hay necesidad o, más literalmente, que no hay “ausencia de
necesidad”, si bien pone en tela de juicio que alguna de las leyes particulares de las que
habla la ciencia de la naturaleza sea una ley genuinamente vigente (cf. La ciencia jovial, §
109). Explorar con detalle su recepción de la epistemología de Kant, no obstante, nos
llevaría muy lejos.
[137]
También en el siglo
XX
continuó siendo un tópico central de la discusión
acerca de los razonamientos sobre cuestiones de hecho y, en particular, sobre los
que conducen a generalizaciones empíricas –los que comúnmente, recobrando la
terminología medieval, han sido denominados inducciones o inferencias
inductivas– si dan a conocer algo en absoluto o sólo reflejan expectativas, y si eso
que algunos piensan que dan a conocer son precisamente relaciones que merecen
ser consideradas, estrictamente hablando, nexos causales.
Quisiera destacar de esa discusión, en la que me centraré en lo que sigue, dos
asuntos. Por una parte, el intento de muchos autores el siglo pasado de rebajar, por
diversos medios, la supuesta minusvalía de las inferencias inductivas por
comparación con las inferencias deductivas (o formalmente lógicas) por lo que hace
a la ampliación de nuestro conocimiento: por ejemplo, reconsiderando la
naturaleza de las reglas generales deductivas para terminar concluyendo que son
principios del razonamiento tan revisables como las reglas que gobiernan nuestras
inducciones (como hizo, por un lado, Quine y, por otro, Wittgenstein), o pasando
a concebir las reglas de las inferencias inductivas como de una naturaleza
enteramente distinta a las de las inferencias deductivas, por expresar, digamos,
máximas prácticas o ‘políticas de investigación’, antes que creencias sobre
implicaciones lógicas, de modo que deje de tener sentido la comparación entre unas
inferencias (las deductivas) se supone que enteramente válidas y otras inferencias
(las inductivas) se supone que condicionalmente válidas sobre los mismos hechos
(como hizo Sellars), o, también, negando que nuestro conocimiento se extienda
propiamente por medio de inferencias deductivas, en atención a que las
implicaciones deductivas no tienen por qué conducir a abrazar nuevas creencias,
pudiendo llevarnos más bien a rechazar algunas creencias actuales (como demostró
Harman)2. Intentos dispares éstos, puede que incluso en parte contradictorios, que
contribuyen conjuntamente a propagar la idea de que la racionalidad de nuestras
La idea de Harman (en Thought, 1973) es que de que creamos que p y que p implica q no
se sigue que creamos que q, como todo el mundo admite, pero tampoco que tengamos que
creer que q. Se sigue sólo que hemos de creer que q o hemos de dejar de creer bien que p,
bien que p implica q. Su conclusión es que las inferencias, en el sentido en que una
inferencia conduce a una creencia nueva o a un conocimiento nuevo, no son nunca
deductivas.
2
[138]
conclusiones inferenciales tiene una conexión no accidental pero con todo no
extremadamente robusta con su verdad.
En segundo lugar, quisiera llamar la atención, aunque no en éste, sino en los
próximos dos capítulos, sobre la revisión durante el siglo XX de uno de los dogmas
fundamentales del empirismo moderno, el que sienta la distinción entre el
conocimiento de objetos y el conocimiento de los poderes –y relaciones causales–
de esos objetos. Es, en efecto, un teorema básico de la epistemología de Hume –
representativa en éste como en otros puntos– que conocemos cualidades de los
objetos, que nos permiten identificarlos, como su color o su solidez, si bien las
relaciones entre esas cualidades y otros estados, sucesos y objetos es una que dan
por establecidas nuestras explicaciones de hechos, sin que, sin embargo, podamos
ni aclarar satisfactoriamente el significado general de esa relación ni ofrecer como
fundamento de su atribución otra cosa que una creencia establecida por una
costumbre. El dogma marca un contraste entre certidumbres intelectuales, en este
caso entre las que los sentidos directamente conllevan y las que una proyección de
la imaginación puede proporcionar. Son reflexiones en una línea que cabe
considerar kantiana –por razones expuestas en el capítulo anterior– sobre la
necesaria relación entre la experiencia de objetos y el pensamiento de poderes
causales, disposiciones causales y, en general, determinaciones modales de lo que
puede y no puede, debe y no debe ser las que condujeron el siglo pasado a
reconsiderar algunos supuestos de la epistemología empirista y, al hacerlo,
volvieron a prestarle atención a los viejos vínculos (aristotélicos) entre la
experiencia, el conocimiento de qué es cada cosa y las explicaciones que ese
conocimiento soporta.
Como representativo de ambas líneas de distanciamiento del empirismo
moderno puede tomarse el trabajo de Nelson Goodman, al que vamos a volvernos
ahora por ello, así como por la influencia que ha tenido sobre las investigaciones de
otros filósofos del conocimiento contemporáneos (como Sellars, Quine o
Davidson) y por la continuidad entre su preocupación personal por el problema de
la explicación y su recepción de la obra de Hume. Goodman es conocido, de
hecho, por haber reanimado la discusión de la versión humeana del problema de la
explicación, así como por haber vindicado el progreso que esa versión representa
[139]
sobre visiones tradicionales de la naturaleza de los principios del razonamiento.
Por todo ello quisiera someter a continuación a examen el modo en que él entendió
ese avance y la que él consideró una tarea pendiente, después de Hume, para la
filosofía del conocimiento.
2. Inferencia y predicción
La segunda sección de “El nuevo enigma de la inducción”, el célebre ensayo
de Goodman sobre estos temas, contiene una reflexión amén de una enseñanza
sobre la desesperación en que se han sumido los intentos racionalistas por
contrarrestar las meditaciones de Hume por la que puede valer la pena comenzar3.
¿Ha planteado Hume un problema que quizás él no ha resuelto, pero ante el que
sus críticos también han fracasado?
La primera observación de Goodman al respecto es que resolverlo no podía
ni debía significar que una verdad o un conocimiento quedaran asegurados, pues el
razonamiento no puede establecer que sabemos que una predicción resultará
correcta. Se supone que cuando –con reservas o sin ellas– Hume declara ‘correctos’
en general los razonamientos habituales sobre cuestiones de hecho no hay que
interpretar que se puede decir que sabemos que las cosas son –o serán– como
concluimos por medio de ellos. En estos casos no está en cuestión, entiende
Goodman, cómo un razonamiento puede llevarnos a conocer el futuro, dado que –
para bien o para mal– no podemos conocer el futuro. Es más, ni siquiera está en
cuestión, piensa Goodman, el conocimiento de la ‘probabilidad’ de un suceso
(cómo de probable es que algo ocurra), si es que interpretamos la probabilidad del
suceso como la frecuencia relativa de un predicado: no podemos comparar la
frecuencia del cumplimiento de la expectativa con la frecuencia del incumplimiento
como quien compara la proporción conocida de individuos de una población que
3
Me propongo comentar brevemente la versión publicada del ensayo como parte de
Hecho, ficción y pronóstico, el libro de 1954 que reúne varias conferencias de Goodman de
1946 y 1953.
[140]
tienen una cualidad con la de los que no la tienen, por tanto, no podemos conocer,
piensa Goodman, esa probabilidad4.
Esta reflexión tiene una consecuencia gravísima. Se diría que el entendimiento
tradicional del modo en que buenas explicaciones nos conducen de conocimientos
establecidos a nuevas creencias es una para la cual, cuando todo va bien, por ese
medio venimos a conocer cosas que desconocíamos sobre algunas cosas (venimos a
conocer hechos que ignorábamos o la necesidad de ciertos hechos). Y que si las
inferencias inductivas han estado en entredicho como consecuencia de las
meditaciones de Hume es porque el carácter incierto y a veces, según se termina
comprobando, erróneo de sus conclusiones pone en cuestión su validez o bondad.
Pero la observación de Goodman da a entender, precisamente, que la validez o
bondad de esas inferencias no reporta conocimiento sobre aquello de lo que se
habla en las conclusiones. Desde luego, podemos pensar que puedo formar
expectativas enteramente razonables sobre experiencias futuras que, llegado el
momento, no se cumplen por culpa de interferencias completamente extrañas y de
imposible anticipación. Cualquiera puede idear un buen ejemplo de esto.
Recuérdese que en la propia Investigación es Hume quien considera en primer
lugar que un razonamiento sobre cuestiones de hecho puede tener por conclusión
que ‘El sol saldrá mañana’. Alguien podría sentirse perplejo ante su ejemplo por
pensar que lo que pasará mañana no puede ser hoy objeto de conocimiento. Pero es
obvio que el ejemplo es para Hume conveniente porque asume que el
comportamiento de cualquier cosa presente puede explicarse por referencia al
comportamiento de otras cosas semejantes en virtud de una proyección en
principio tan incierta como la que realizamos sobre amaneceres futuros. A juicio de
Goodman deberíamos reconocer inmediatamente que una explicación puede ser
satisfactoria porque sea razonable una inferencia inductiva y que la satisfacción y el
carácter razonable no impiden que la conclusión del razonamiento no se verifique.
4
Goodman contempla otra interpretación de la probabilidad, para la que la probabilidad
de un acontecimiento futuro no resulta de la comparación de la frecuencia de ese
acontecimiento con la de otros acontecimientos futuros, sino de la comparación de la
frecuencia de un acontecimiento pasado con la de otros acontecimientos pasados. Pero
concluye muy en el espíritu de Hume que si la probabilidad de las conclusiones de
inferencias inductivas habla de frecuencias en el pasado, está por explicar qué relevancia
podría tener esa probabilidad para la predicción del futuro.
[141]
La importante consecuencia que extraigo es que un razonamiento formidable
a partir de premisas verdaderas como las que más, siempre en opinión de
Goodman, no puede proporcionar conocimiento del futuro, por lo que, si Hume
hace bien relacionando las proyecciones sobre el futuro con las proyecciones sobre
experiencias que podríamos haber tenido pero aún no hemos tenido y con la
proyección de experiencias pasadas sobre experiencias presentes, entonces, cuando
está en cuestión la explicación de lo actual, se podría decir que si de hecho las cosas
son como pensamos que son a causa de que se comportan como se han comportado
hasta ahora cosas semejantes en circunstancias semejantes, entonces la explicación
tampoco proporciona conocimiento. Dicho brevemente: si no podemos conocer el
futuro, tampoco podemos entender por qué ocurre lo que de hecho ocurre, y, por
consiguiente, puede pensarse que no existe conocimiento alguno ‘por medio del
pensamiento’.
Claro que si no queremos abrazar esta conclusión, aún podemos hacer algo.
Podemos, por ejemplo, tratar de defender aún, de algún modo, que las inferencias
inductivas razonables proporcionan conocimiento del futuro (de algún futuro al
menos). Aunque, alternativamente, podemos rechazar que lo que se ha de decir de
las expectativas sobre el futuro se tenga que decir también de las explicaciones de
casos ordinarios actuales. Tendré que volver sobre esto después de completar la
presentación de la concepción de Goodman de las inferencias inductivas.
3. El círculo de la acreditación
La primera observación de esa sección del ensayo –las inducciones no dan a
conocer el futuro– la liga Goodman a una reconsideración de la concepción
tradicional de la validez de las inferencias deductivas a la que procede a
continuación. Dado el orden en que se presentan estas cuestiones, puede asumirse
que una premisa de esta nueva observación es la observación anterior (si la verdad
de la conclusión no es distintiva de las inferencias, entonces otra conformidad ha de
caracterizar a las inferencias válidas). La nueva tesis es que la bondad de las
inferencias deductivas se justifica a partir de su seguimiento de reglas generales de
la deducción válida. A esto añade Goodman inmediatamente que la validez de esas
[142]
reglas no la proporciona ni que son evidentes por sí mismas (self-evident axioms,
según una larga tradición que continúa aún Russell) ni que la naturaleza de nuestra
facultad de razonar las impone sobre nuestros razonamientos (como pensaba,
supuestamente, Kant). Él cree que la validez de las reglas generales se acredita por
el modo en que inferencias deductivas particulares que tomamos por adecuadas se
puede considerar que realizan esas reglas. Su visión es la de un círculo de la
acreditación. La bondad de las inferencias particulares respalda la de las reglas
generales, así como la de éstas respalda la de aquéllas. Pero el círculo se estima
virtuoso, porque permite comprender ese crédito sin postular facultades especiales
de conocimiento (cf. Hecho, ficción y pronóstico, p. 100). Pues bien, Goodman
entiende que el crédito de las inferencias inductivas se puede alcanzar y de hecho se
alcanza también por medio de un círculo de esa naturaleza.
Esta estimación contradice de forma frontal el modo tradicional – aristotélico
para más señas– de entender la acreditación de los principios del razonamiento.
Aristóteles, como vimos en su momento, descarta la posibilidad de una
demostración circular de los principios, porque estima que podría proporcionarse
de cualquier cosa (y por tanto de cada una y su contradictoria) y porque juzga que
no pasaría de un compromiso condicional y diríase que poco informativo con que
algo se cumple si es cierto que se cumple en efecto (cf. Analíticos posteriores, I, 3,
72b33 ss.). Pero hay que tener en cuenta, ya de entrada, que los principios o reglas
de las que habla Goodman no son premisas de argumentos. Son, como he dicho,
reglas de acuerdo con las cuales se extraen conclusiones. En el tratamiento de
Aristóteles de los principios del razonamiento, sin embargo, los principios son
tanto reglas como premisas, pero sus argumentos en contra del círculo parecen
diseñados teniendo en mente principios que son premisas.
El círculo de Goodman se establece específicamente con respecto a reglas y,
por cierto, como se establece una práctica: modos específicos de actuar son
sancionados, de suerte que modos generales de conducirse que puede decirse que
aquéllos realizan se convierten en hábitos, y luego esos hábitos refuerzan los
modos específicos. No hay misterio alguno en esto. Es un esquema productivo que
encontramos ya en las especulaciones de Rousseau sobre el origen del lenguaje, la
razón y la sociedad del Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres,
[143]
y que se generalizó en el siglo
XIX
para explicar la gestación de costumbres y
formas de vida. Lo que podría discutirse del argumento de Goodman no es tanto la
vindicación de un ‘círculo virtuoso’ entre reglas de inferencia cuanto que no se
subraye, como pienso que sería preciso, que esas prácticas no se establecerían si no
hubiera fuentes relativamente independientes de sanción. En mi opinión, algún tipo
de éxito de las inferencias ha de explicar la existencia de sanciones en absoluto.
Por otro lado, la idea general de que las reglas que gobiernan las inferencias
inductivas tienen un origen práctico y en cierto sentido empírico no es original ni
distintiva de la filosofía de Goodman. Es más, puede decirse que es una idea
relativamente extendida en el siglo
XX.
La encontramos nítidamente, por ejemplo,
en la epistemología de Dewey, tal y como se compendia en su Lógica 5 . Las
referencias a un círculo de la justificación de las normas de la investigación son en
ese texto tan explícitas como numerosas. Ya en su primer capítulo es presentada la
investigación como un quehacer sujeto a formas lógicas que es, paradójicamente, la
fuente de esas formas (cf. p. 13). Y unas páginas después, de un modo que anticipa
plenamente la concepción de Goodman, la validez de los principios de la
investigación se declara “determinada por la coherencia de las consecuencias
producidas por los hábitos que ellos articulan” (p. 20). Los principios se ven surgir,
de hecho, como formulaciones que captan un hábito implicado en una multitud de
inferencias. Es más, algo más adelante, cuando Dewey desciende a describir con
mayor detalle cómo procede en general el investigador sistemático, encontramos
una descripción completa del círculo:
Estas concepciones formales surgen de las transacciones ordinarias; no se
imponen sobre ellas desde arriba o desde una fuente externa y a priori. Pero
una vez que se han formado, son también formativas; regulan la conducción
5
Dewey estima que el cambio en nuestra visión filosófica de la naturaleza de los principios
de inferencia viene impuesto por la evolución de las matemáticas a principios del siglo XX:
“Ahora los axiomas se toman por postulados, ni verdaderos ni falsos en sí mismos, y su
significado viene determinado por las consecuencias que se siguen de las relaciones de
implicación que mantienen entre sí” (Logic, p. 18). La exposición de la solución de Dewey
al problema del comienzo en el capítulo 6 puede ayudar a entender la unanimidad de
Dewey y Goodman en estas materias.
[144]
apropiada de las actividades a partir de las cuales ellas [mismas] se desarrollan
(p. 106)6.
También encontramos la idea de un círculo de la acreditación –aunque quizá
en este caso sea preferible hablar de reciprocidad de la acreditación– en la polémica
sobre el carácter analítico de algunas verdades que suscita Quine en 1951, a la que
nos referimos sucintamente en su momento. Quine defiende que hasta los
principios lógicos más simples pueden ser revisados para acomodar experiencias
que parecen contradecir muchas de nuestras creencias. Que no suela ocurrir
obedece únicamente a los vínculos sinnúmero entre esos principios y una gran
masa de creencias bien arraigadas. Éste es otro modo de decir, como hace
Goodman, que la justificación de las reglas más generales del razonamiento válido
se ha de buscar en nuestro compromiso con (muchas) inferencias particulares que
damos por buenas. E implica igualmente que los principios lógicos no son
propiamente verdaderos, no digamos evidentes o cognoscibles por sí mismos.
Otro respaldo de la convicción sobre las reglas de inferencia de Goodman lo
hallamos, en fin, en la obra de Wittgenstein, que contiene argumentos de éxito en
contra de la noción misma de axioma o regla cuyo contenido se explica o se
entiende por sí mismo. Para Wittgenstein, que el significado de una regla y las
acciones que impera nos parezcan inequívocos en casos dados ni conlleva que
poseemos una facultad infalible para interpretar reglas generales ni asegura que no
podrán ser puestas en cuestión, por nosotros mismos o por otros, las
interpretaciones espontáneas concretas que hacemos de ellas. Él juzga, más bien,
que es un desatino pensar que el seguimiento sin titubeos de reglas responde a una
‘visión’ (o vivencia) anticipadora y completa de lo que se espera de quienes están a
ellas sujetos. La tradicional postulación de facultades extraordinarias relativas a
principios obedece, según su análisis, a que la expresión de cualquier regla
involucra aparentemente la indicación de dos infinitudes: la infinitud de las
conductas que se demandan y la infinitud de las conductas que se proscriben. Se
supone que quien entiende un imperativo puede imaginar con toda facilidad en qué
6
Para ser justos con todos los antecedentes y con el propio Dewey habría que señalar que
él mismo reconoce que su concepción de la metodología de la investigación es deudora de
la de Charles S. Peirce (cf. Logic, pp. 17 ss.).
[145]
podría consistir su cumplimiento de infinitas maneras diversas y en qué su
incumplimiento de infinitas maneras diversas. Quien entiende, por ejemplo, cómo
continuar una serie de números se supone que sabe qué ha de hacer y qué no ha de
hacer en una infinidad de situaciones: quien entiende por una vez cómo ha de
continuar la serie ‘1, 2, 3, 4...’ entiende cómo continuarla cuando llega a ‘100’ o a
cualquier otro número. Pero en las Investigaciones filosóficas Wittgenstein pone en
cuestión que hasta en este caso simplicísimo quepa poner en claro de antemano (o,
como él escribe, ‘captar de golpe’), en previsión de toda circunstancia, quién sigue
la serie como es debido y quién no lo hace (cf. Investigaciones filosóficas, §§ 185 s).
Wittgenstein se explica que quien percibe la necesidad de ese entendimiento previo
se sienta naturalmente tentado a pensar que cierta familiaridad con algo intangible e
inexpresable soporta la posibilidad de lograr un entendimiento al respecto, aunque
sea a posteriori7. Pero piensa que una comprensión alternativa de esa posibilidad,
que él querría favorecer, la proporciona la idea de que el seguimiento de una regla
es en última instancia una praxis (o práctica) que no está acabadamente regida por
(otras) reglas que quepa enunciar (cf. § 202) o, dicho de otro modo, por razones (cf.
§ 211).
Yo, desde luego, pienso que la concepción de Goodman de un círculo de la
acreditación entre reglas de inferencia, asociada por él mismo a la defensa de un
origen práctico de las reglas más generales, se encuentra en sintonía con la idea de
Wittgenstein de que el sentido preciso de cualesquiera reglas lo fija un cierto modo
de conducirse en la práctica a la hora de darles cumplimiento.
4. El acierto de Hume y el problema en apariencia pendiente
Sólo ahora estamos en condiciones de entender por qué razón las
observaciones de Goodman le permiten defender que el viejo problema de la
inducción, el que trae a la luz Hume, queda disuelto por el análisis de su inventor o,
al menos, se disuelve en la dirección que éste recomienda. La clave de esta
7
Contra la confianza en que una ‘intelección’ (Einsicht) o una ‘intuición’ (Intuition)
podrían sacarnos del atolladero, cf. Investigaciones filosóficas, §§ 186, 213 s. Wittgenstein
escoge esas palabras para expresar su escepticismo con respecto al papel que históricamente
han desempeñado (como el lector, supongo, sabrá reconocer).
[146]
interpretación está en que, según lo interpreta Goodman, Hume habría vinculado
la pregunta por la justificación de los razonamientos sobre hechos a la cuestión de
su origen biográfico. La validez de los razonamientos no es para él un aspecto que
se decide sin tomar en consideración su gestación. Goodman entiende que la
atención que Hume prestó a la costumbre en sus explicaciones sobre esos
razonamientos sugiere que percibió que la justificación ha de desligarse de la
búsqueda de facultades de conocimiento especiales y garantías de las que carecemos
(cf. Hecho, ficción y pronóstico, pp. 101 s.) y que la validez fue por él interpretada
como prestada por algunas regularidades del pasado que produjeron un hábito. Las
explicaciones de Hume pudieron perder de vista algo, quizá incluso lo esencial,
pero ellas representan un paso en la dirección correcta, dado que tratan la bondad
de las inferencias inductivas como manando de una conducta anterior. En
consecuencia, Goodman ve su propia tesis de que la validez de las inferencias
resulta de un ajuste mutuo entre reglas más o menos generales que rigen nuestra
conducta lingüística y científica como una sucesora de la tesis de Hume de que las
inferencias que consideramos correctas las explica una costumbre8. Este paso en la
buena dirección habría disuelto un problema: el de justificar cierto tipo de
razonamientos en general sin justificar ninguno en particular, el problema, por
cierto, al que se habría consagrado Kant –como vimos el capítulo pasado– en la
discusión de los principios del entendimiento9.
Pero esto da pie a la definición de un problema nuevo que la inducción
plantearía o, quizás mejor dicho, destapa un problema remanente, que sería el de
cómo distinguir las buenas de las malas inferencias inductivas, a la vista de que,
supuestamente, no están tan establecidas las reglas generales de la buena práctica de
las inferencias inductivas como al parecer lo están las de las inferencias deductivas.
En otros términos, habría una tarea pendiente –en la que sólo se habría avanzado
un tanto en la época del trabajo de Goodman–, que sería la de desarrollar una
8
También Dewey entiende que hay semejanza entre la doctrina de Hume sobre los hábitos
y las inferencias y la de Peirce o la suya propia (cf. Logic, p. 20).
9
Aunque esto se debería matizar en un punto. También se puede decir que Kant trató de
explicar la validez de los razonamientos sobre causas y efectos analizando la génesis de
ciertos juicios, bien que, ciertamente, esa gestación corría a cargo, para él, de la llamada
facultad del entendimiento puro, luego no resultaba de una costumbre, ni individual ni
colectiva.
[147]
adecuada ‘teoría de la confirmación’: ¿qué generalizaciones e hipótesis sobre causas
respaldan nuestras experiencias? O, por usar el célebre ejemplo de Hempel: ¿todas
las cosas que no son negras ni cuervos respaldan la hipótesis de que ‘Todos los
cuervos son negros’? Y, tomando ahora los ejemplos del propio Goodman: si los
primeros invitados a una fiesta son primogénitos, ¿he de pensar que todos los
invitados lo son?; y si dos muestras de cobre conducen la electricidad, ¿he de
pensar que todo lo que es de cobre conduce la electricidad?
La obra de Goodman trata de ofrecer algunas piezas principales de esa teoría
de la confirmación en desarrollo, con la vocación de solventar el problema
pendiente y responder justificadamente a esos interrogantes. El banco principal de
pruebas es un caso imaginario, urdido por el propio Goodman, sobre el que ha
discutido la literatura filosófica posterior dedicada a las inferencias inductivas. Es el
de una predicción sobre el color de las esmeraldas, sobre el cual se plantea la
cuestión de si siempre será verde o, en algún momento, dejará de serlo. ¿Son las
esmeraldas, como clase natural, verdes, o son verdes durante un tiempo y azules
con posterioridad? ¿Son, pues verdes, o son, más bien, por ejemplo, “verdules”,
esto es, verdes un tiempo, ahora mismo, y azules a partir de cierto momento (o,
como dice Goodman, verdes antes de t y azules después de t)?10 La dificultad
proviene de que si el tiempo en que pasarán a ser azules no ha llegado todavía, las
pruebas que podemos reunir de que son verdes parecen valer también como
pruebas de que son ‘verdules’.
Goodman se abre paso por descarte hacia el descubrimiento de la razón de ser
de la bondad de algunas inferencias inductivas. Las posibilidades que se abandonan
en el camino son, concretamente, las siguientes. En primer lugar, que las buenas
inferencias las permita un grado superlativo de similitud, dado que, como el
ejemplo muestra, los mismos objetos pueden suscitar buenas y malas inferencias.
En segundo lugar, que lo haga la clase del predicado que se proyecta, porque de
igual manera los mismos predicados pueden participar en buenas y malas
inferencias (hay una buena inferencia sobre la conductividad del cobre tras el
10
Goodman acuña el predicado ‘grue’ (‘verdul’), un híbrido de ‘green’ (‘verde’) y ‘blue’
(‘azul’), para referirse sin paráfrasis a la segunda hipótesis. Este artificio no es tan
extravagante como parece, dado que hay clases naturales cuyos miembros se comportan un
tiempo de un modo y con posterioridad de otro (por ejemplo, los lepidópteros caminan
durante una fase de su vida y vuelan con posterioridad).
[148]
examen de la conductividad de ciertas muestras, pero no la hay sobre la
conductividad de los objetos sobre mi mesa tras el examen de algunos de ellos). En
tercer lugar, que lo haga cierta información auxiliar de la que disponemos. No
inferimos de la observación de varios objetos negros que todos los objetos son
negros en virtud de que observamos también, o hemos observado ya, que hay
objetos de otros colores. Pero información de este tipo, que inmediatamente
impide cierta proyección, no está siempre a nuestra disposición (en el ejemplo de
los primogénitos de la fiesta, como en el de las esmeraldas, no conocemos los casos
no examinados como para que una proyección injustificada del predicado en
cuestión no se produzca). En cuarto lugar, el carácter en apariencia ‘no cualitativo’,
esto es, compuesto y referido a un tiempo o espacio de un predicado como ‘verdul’
tampoco sirve de criterio, piensa Goodman, porque ha de verse como una
peculiaridad de nuestro lenguaje que en la definición de ‘verdul’ haya que hacer
referencia al tiempo. En un lenguaje en que ‘verdul’ y su complementario ‘acerde’
(en inglés: ‘bleen’, esto es, azul antes de t y verde después) fueran predicados
habituales, en efecto, nuestros predicados ‘verde’ y ‘azul’ podrían introducirse
diciendo que el primero significa ‘verdul’ antes de t y ‘acerde’ después, y el
segundo, ‘acerde’ antes de t y ‘verdul’ después11.
¿Qué alternativa se mantiene viva después de todas esas negativas? En
opinión de Goodman es cuestión de discriminar entre predicados que él califica de
‘atrincherados’ (entrenched) y predicados que no están ‘atrincherados’. Están
atrincherados los predicados que gozan de una biografía imponente de
proyecciones –extrapolaciones, generalizaciones– pasadas confirmadas, como
ocurre con ‘verde’ (cf. Hecho, ficción y pronóstico, pp. 129 ss.). Y, sí, efectivamente,
cosas similares que fueron verdes en cierto tiempo –unos pistachos, una extensión
de musgo, una lima– continuaron siendo verdes con posterioridad a ese tiempo, en
el sentido de que se seguía de la hipótesis que tuvieran luego cierto color y ése
precisamente tenían. Asimismo, clases naturales que se supusieron de pigmentación
11
Este argumento ha de recordarnos la discusión sobre la relatividad del carácter elemental
de los significados y objetos en las Investigaciones filosóficas (§§ 46 ss.) de Wittgenstein.
Pero no tenemos por qué pensar que la posibilidad que baraja Goodman, esto es, la de un
mundo y una forma de vida para los que ‘verdul’ y ‘acerde’ son predicados habituales
(mientras que ‘verde’ y ‘azul’ no lo son) es fácil de imaginar. Ni siquiera Goodman dice
que lo sea.
[149]
verde condujeron a expectativas sobre ejemplares nuevos que se vieron satisfechas.
El predicado ‘verdul’, sin embargo, carece por completo de una biografía pareja,
como no podía ser de otro modo, dado que fue concebido por vez primera por el
ingenio de Goodman en torno a 1954: la hipótesis de que las esmeraldas eran en
1955 verdules (si t fuera, en la definición del predicado, el año 3015, por caso)
puede pensarse que se hubiera visto confirmada en 1956 y muchas veces durante
años, si hubiera sido contemplada, pero, para bien o para mal, nadie la consideró ni
en 1955 ni en años sucesivos (nadie proyectó ‘verdul’ entonces, en la terminología
de Goodman; ni siquiera Goodman), es más, nadie la ha planteado todavía, con lo
cual nadie la pudo confirmar ni la ha confirmado hasta ahora, de modo que ese
predicado aún no ha podido ni siquiera empezar a ‘atrincherarse’.
La conclusión, concorde con la visión general que tiene Goodman de las
inferencias inductivas, no es sino que nuestras prácticas inductivas pretéritas
gobiernan y han de gobernar nuestras prácticas inductivas actuales. Con acierto
resume Quine su propuesta de este modo: “Nuestros patrones de similitud de
géneros naturales los revisamos arguyendo […] a partir de inducciones de segundo
orden. Nuevos agrupamientos, hipotéticamente adoptados a sugerencia de una
teoría en crecimiento, muestran ser favorables a inducciones y resultan así
‘atrincherados’.
Nuevamente
establecemos,
a
nuestra
satisfacción,
la
proyectabilidad de algún predicado, ensayando con éxito proyectarlo. En la
inducción nada es tan exitoso como el éxito” (La relatividad ontológica y otros
ensayos, pp. 164 s.).
Esta solución al problema remanente de la distinción entre razonamientos
inductivos que merecen ser escuchados y razonamientos que no lo merecen se
ofrece en el espíritu –o la dirección– de Hume, en efecto, porque la justificación de
la proyección apela a ciertas recurrencias pretéritas, pero corrige o completa la
propuesta de Hume al centrar nuestra atención en la recurrencia de proyecciones.
“Siguiendo a Hume, apelamos aquí a recurrencias pasadas, pero tanto a
recurrencias en el uso explícito de términos como a recurrencias de aspectos de lo
que se observa” (Hecho, ficción y pronóstico, p. 132; traducción revisada).
La idea principal subyacente, como ya hice notar, es que razonar como es
debido sobre cuestiones de hecho no tiene por qué significar que las conclusiones
[150]
que extraemos se cumplen o se han de cumplir. Esto se puede hacer verosímil
comparando las paradigmáticas inferencias inductivas –en las que a partir del
conocimiento de unos pocos casos se procede a una generalización sobre el tipo de
esos casos– con inferencias estadísticas e inferencias basadas en proporciones
conocidas12. Por ejemplo, si conozco la proporción de las cosas de un conjunto que
tienen una cualidad, que sólo, por caso, uno de los ciento cincuenta y tres leones de
una reserva natural es albino, hago bien en pensar que si se escoge al azar uno de
ellos (o tropiezo casualmente con uno de ellos), el color de su pelaje resultará ser
pardo. Incluso puede pensarse que haré bien en contar con que será pardo una y
otra vez, porque así me equivocaré aproximadamente sólo una de cada ciento
cincuenta y tres veces (una tasa de fracaso despreciable en contextos ordinarios). Si
la relación entre dos predicados –como ‘león’ y ‘pardo’– es fáctica (física, natural,
no estrictamente lógica), entonces la racionalidad de una conclusión gobernada por
lo que llegamos a averiguar sobre ella es del mismo tipo que la que caracteriza las
inferencias sobre casos aleatorios tomados de una población perfectamente
conocida en algún respecto.
Retomando la cuestión que quedó abierta al final de la segunda sección de
este capítulo, deseo subrayar especialmente que tal racionalidad no se debería
rebajar hablando de razones sólo morales o simplemente prácticas, como si se
tratara aquí de razones, en algún sentido, de baja estofa o, al menos, no óptimas.
Hay desde luego incertidumbre con respecto a la conclusión, como es sabido y
queda dicho, y los criterios de discriminación entre las buenas inferencias y las
inferencias menos buenas –que versan sobre el tamaño de las muestras, los modos
de tomar muestras, la interacción entre el trasfondo establecido de la contrastación
de hipótesis y el contenido de esas hipótesis, etc., etc.– no están a salvo de toda
crítica y revisión, pero todo esto no impide una diferenciación necesaria, no
arbitraria, entre inferencias legítimas e ilegítimas.
Es más, pienso que si se consideran como corresponde los méritos e
importancia de los que Hume llama razonamientos sobre cuestiones de hecho y,
concretamente, cómo –según él aprecia– la explicación de lo actual es de la misma
12
Véase la comparación entre ellas en el artículo de Sellars “Induction as Vindication”
(1964), §§ 40 ss.
[151]
naturaleza que la proyección sobre lo inactual, se llegará a la conclusión de que no
hay motivo para decir que ‘ignoramos las relaciones causales’ y, por tanto, que no
hay más evidencia que la de los sentidos, la memoria y las afirmaciones puramente
tautológicas (A es A, etc.). Pues si son genuinamente fácticas esas relaciones,
entonces decir que X es B porque es A en un caso dado es siempre explotar una
inducción –de una ley natural– a partir de la comprobación de ciertas correlaciones
(entre A y B) para dar explicación –o razón– de lo que tengo a la vista. Bien
mirado, no ‘ignorar las relaciones causales’ no es otra cosa que contar con
principios de inferencia sobre ‘cuestiones de hecho’. Y si, dejando de lado las
explicaciones que revelan un mecanismo subyacente, el único modo que
conocemos de proporcionar explicaciones de cuestiones de hecho es ése, por medio
de proyecciones ‘legítimas’, entonces no está nada claro que debamos reprobar que
al respecto hablemos de saber. Así es como, entiendo, lo juzga Wittgenstein:
A quien dijera que por medio de indicaciones [Angaben] sobre cosas pasadas
no se le puede convencer de que algo va a ocurrir en el futuro, – a ése yo no lo
entendería. Se le podría preguntar: ¿qué quieres oír? ¿Qué clase de
indicaciones serían para ti razones para creer eso? ¿A qué llamas tú
“convencer”? ¿Qué tipo de convencimiento te esperabas? – Si ésas no son
razones, entonces, ¿cuáles lo son? – Si dices que ésas no son razones, entonces
debes ser capaz de indicar qué cosa debería ser el caso para que pudiéramos
decir justificadamente que existen razones para nuestra suposición.
Pues nótese bien: las razones no son en este caso proposiciones de las que se
sigue lógicamente lo creído.
Pero no se trata de que se pueda decir: para el creer basta menos que para el
saber. – Pues aquí no se trata de una aproximación a la inferencia lógica
(Investigaciones filosóficas, § 481).
[152]
11. Objetos, cualidades perceptibles y propiedades causales
1. Las cualidades como disposiciones
La discusión los últimos siglos sobre el problema de Hume nos conduce a no
admitir –en contra de Aristóteles– que conocemos cosas de un modo tal que se
desprenden inmediatamente de ese conocimiento buenas explicaciones y que a la
vez vale como metáfora de ese conocimiento la de la visión (sea la de un color, sea
la de que algo se halla presente o está ocurriendo). En este sentido nos lleva a
abandonar la ilusión de que existe una evidencia inmediata que a la vez revela la
existencia de cosas y pone al descubierto óptimas explicaciones de algunas de sus
manifestaciones características.
Sin embargo, no hemos de creer que esa discusión ha puesto sobre la mesa
dificultades insuperables en el tránsito de la sensación al conocimiento de
universales en el sentido en que desde la Edad Media se ha hablado de universales.
En realidad, el modo en que Quine, Sellars o Wittgenstein entienden el
adiestramiento por el que somos introducidos en las prácticas discursivas nos
dispensa de la necesidad tradicional del tránsito. Todos ellos conciben el
conocimiento que alcanzamos sin mediación de inferencia como el resultado de
una discriminación que inmediatamente clasifica. Por consiguiente, esas
discriminaciones manifiestan desde el principio un agrupamiento de las cosas en
categorías. El modelo de toda discriminación orgánica de cualidades es para los tres
un mecanismo diferenciador. Así como una máquina puede reaccionar de forma
regular a cierto tipo de cambios, por ejemplo cuando la temperatura rebasa cierto
umbral o porque los objetos introducidos por una ranura tienen cierto peso, grosor
y forma, sin que esto involucre una comparación con una temperatura ideal o una
moneda ideal ni que una magnitud singularísima se pone de manifiesto, los órganos
de los sentidos desempeñan su cometido sin descubrir lo particular y sin comparar
lo particular con realizaciones ideales de predicados.
Por otro lado, y esto ahora nos importa aún más, tampoco hemos de pensar
que los buenos argumentos de Hume nos fuerzan a resignarnos a que sólo
conocemos objetos particulares o conjuntos de particulares o, si acaso, copias –más
[153]
o menos fieles– de esos particulares y a partir de ese conocimiento hacemos
conjeturas, de dudoso fundamento, sobre el futuro y lo que no estamos ahora
mismo observando. Por el contrario, como trataré a continuación de mostrar, los
mismos autores que representan la crítica del empirismo por lo que respecta a la
idea de conocimiento inmediato provisto por los sentidos y también la crítica de la
visión tradicional –empirista, pero no sólo empirista– de los principios del
razonamiento como verdades evidentes por sí mismas han puesto en cuestión que
haya diferencias de grado generales relevantes entre la certeza que tenemos de las
cualidades sensibles de las cosas y la certeza que tenemos de las relaciones causales
que existen supuestamente entre algunas de ellas. Su punto de vista representa, bien
mirado, una inesperada revitalización de la tesis aristotélica de que si no es tan
básico, no es mucho menos básico el conocimiento de poderes causales que el
conocimiento de objetos y cualidades sensibles.
Podemos aproximarnos a esa revitalización considerando lo que dice
Goodman sobre predicados como ‘rojo’, ‘duro’, ‘flexible’ y ‘cúbico’. Recordará el
lector que Hume coloca entre las cualidades que ‘comunican’ los sentidos, como
ejemplos, el color, el peso y la consistencia del pan (cf. Investigación sobre el
conocimiento humano, p. 33). Pues bien, Goodman juzga que predicados como
ésos representan en realidad disposiciones de las cosas y, por tanto, lo que Hume
hubiera tenido que llamar, muy precisamente, ‘poderes’: entiende que al atribuirlas
hablamos de cómo se han comportado y de cómo se comportarán las cosas en
determinadas circunstancias (siempre que se han dado y si en el futuro se vuelven a
dar). Goodman estima que ser duro o flexible, por ejemplo, significa reaccionar de
un modo característico a la presión, el rozamiento, los golpes y el calor:
Decir que una cosa es dura, tanto como decir que es flexible, es hacer cierta
afirmación acerca de la potencialidad [potentiality]. Si un objeto flexible es un
objeto susceptible de doblarse bajo la presión apropiada, un objeto duro es
uno capaz de resistir la abrasión de la mayoría de objetos. Y, en este sentido,
un objeto rojo es de modo semejante el capaz de ciertas apariencias
cromáticas bajo ciertas luces; y un objeto cúbico es uno capaz de encajar en
escuadras de comprobación e instrumentos de medida de determinadas
[154]
maneras. En realidad, casi todos los predicados que comúnmente se piensa
que describen una característica objetiva duradera de un objeto son
predicados de disposiciones como los que más (Hecho, ficción y pronóstico, p.
77; traducción revisada)1.
Claro que, si este análisis es correcto, resulta que la constatación de colores,
apariencias al tacto y formas, esto es, de los ‘objetos’ que en el esquema aristotélico
tradicional –que heredan autores como Hume o Russell– da a conocer
inmediatamente la sensación y con respecto a los cuales es difícil imaginar una
equivocación, involucra, por un lado, el conocimiento de comportamientos en el
pasado y, por otro, la proyección de ese conocimiento sobre el futuro. Y, sin
embargo, en el contexto de nuestro primer adiestramiento parece manifiesto que las
inaugurales reacciones verbales consideradas por los hablantes competentes como
apropiadas no son reacciones a poderes causales, de los que el niño tiene, si acaso,
una escasa y vaga experiencia, por lo que se hace siempre tentador pensar que el
significado fundamental de, por ejemplo, ‘es rojo’ lo constituyen ciertas
‘impresiones’ o aspectos actuales2.
No ignorante de esto, Goodman continúa hablando de predicados
manifiestos y predicados de disposiciones, asumiendo que no todas las
predicaciones atribuyen poderes causales. Pero advierte inmediatamente de que la
distinción entre unos predicados y otros podría ser puramente relativa, en el
sentido de que sólo desde cierto punto de vista algunos términos se aplicarían a lo
que actualmente les ocurre a las cosas sin referencia ni al pasado ni al futuro (ni a lo
posible o lo necesario en esas ocurrencias). De hecho, su opinión general sobre
predicados que no significan disposiciones es que describen sucesos: ‘se dobla’, ‘se
1
También en este punto la lógica de Dewey prefigura la de Goodman. Dewey defiende
que “[u]n objeto [...] es un conjunto de cualidades tratadas como potencialidades en
atención a consecuencias existenciales especificadas” (Logic, p. 132).
2
El lector recordará que Sellars aboga por que no se considere que ‘ser rojo’ ha de ser
analizado como si significara ‘parece rojo’. No obstante, en la concepción que de la
percepción tiene Sellars es muy importante distinguir entre las reacciones lingüísticas
espontáneas iniciales y el valor, digamos, epistémico que expresiones verbales idénticas a
esas reacciones pueden llegar a tener, precisamente, cuando ‘es rojo’ viene a significar,
entre otras cosas, que tiene o tendrá cierto aspecto en según qué circunstancias.
[155]
quema’, ‘se rompe’ o ‘parece anaranjado’ serían predicados de este tipo3. Pero desde
algún otro punto de vista incluso estos predicados podrían significar, después de
todo, disposiciones (“Un predicado como ‘se dobla’, por ejemplo, puede ser
disposicional en un sistema fenomenalista”, p. 77, nota 74; traducción revisada).
2. La predicación y la realización de inferencias
Ahora bien, también es manifiesto que en las fases tempranas de ese proceso
de instrucción práctica los actos verbales de quien aprende a hablar son poco más
que tentativos y que reaccionar como es debido y ganarse con ello una recompensa
–de algún tipo– no se puede pensar que expresa o representa conocimiento de lo
que significan los palabras. Se puede aplicar a esas fases la reserva que Sócrates
manifiesta contra quien deletrea algunas palabras bien y algunas mal 5 . Si la
proporción de aciertos no es notable, ni siquiera cuando el aprendiz dice lo que
corresponde se debe pensar que reconoce lo que lee u oye6.
Es más, es obvio que antes de que un hablante principiante se convierta en un
discriminador fiable de cualidades como ésas su percepción se liga a un enorme
número –creciente– de expectativas. Y, desde luego, si aceptamos un análisis como
el de Sellars de los que él llama informes de observaciones (y Quine llama
3
De ser correcto este juicio, se haría recomendable la discusión de si cabe una ontología de
sucesos puros o procesos puros, que no suponga la existencia de cosas con propiedades.
Pero este terreno no puede ser aquí explorado.
4
Ésta es una línea que merece un comentario. Imagino que Goodman pensó que un
sistema para el que los términos primitivos significan colores, posiciones y similares ha de
explicar el predicado ‘se dobla’ como indicando la posibilidad de ciertos patrones de
transformación de los ‘fenómenos’, dado que los sucesos mismos han de ser reducidos a
patrones de apariencias.
5
“Sócrates.– ¿Olvidas, entonces, que, al comenzar el aprendizaje de las letras, era
justamente eso lo que hacíamos, tanto tú como los demás?. Teeteto.– ¿Quieres decir que a
una misma sílaba le adjudicábamos unas veces una letra y otras veces, otra letra diferente y
que, también, colocábamos una misma letra tanto en la sílaba adecuada como en cualquier
otra? Sócrates.– Eso es lo que quiero decir. Teeteto.– Por Zeus, que no lo olvido, ni creo
que nadie que esté en una situación tal esté en posesión de conocimiento” (Teeteto, 208de).
6
Así lo entiende Wittgenstein (cf. Investigaciones filosóficas, § 157), pero muy
característicamente él no considera que tenga sentido la pregunta: ¿cuál fue la primera vez
que alguien reconoció unas letras y supo leerlas? Sellars, sin embargo, no sólo considera
que tiene sentido esa interrogación, sino que es una pregunta cuya contestación es de la
máxima importancias epistemológica.
[156]
enunciados de observación), tenemos que pensar que nuestra conversión en
conocedores de esas cualidades está unida a la adquisición de nuestra probada
capacidad de reconocer situaciones en que no podemos esperar formar un juicio
fidedigno y situaciones en que sí podemos hacerlo, así como a la de reconocer en
nosotros mismos capacidades como ésas.
De hecho, Sellars piensa que es característico del aprendizaje del significado
de los términos que empleamos en descripciones de cosas y propiedades un
enriquecimiento paulatino de su valor por la constatación de ‘implicaciones
materiales’ –o ‘invarianzas materiales’– en que están envueltos los predicados con
los que describimos esas cosas7. Éstas son implicaciones no formales que autorizan
la inferencia desde el conocimiento de una propiedad a la atribución de otra. Y son
también las que, en opinión de Sellars, nos llevan directamente de ‘Llueve’ a ‘Las
calles estarán mojadas’ o de ‘Dejo caer el trozo de tiza’ a ‘El trozo de tiza cae’ o de
‘Valencia está al este de Madrid’ a ‘Madrid está al oeste de Valencia’. La visión
tradicional de inferencias como éstas las considera entimemas: razonamientos
inválidos a falta de alguna premisa (como ‘Siempre que llueve, las calles se mojan’,
etc.). Pero Sellars piensa que no hay en ellas tal falta y que, de hecho, los
razonamientos formalmente válidos en que podríamos convertir éstos añadiendo la
premisa correspondiente no enmiendan un defecto de los anteriores, sino que, más
bien, hacen explícito nuestro compromiso con la corrección fundamental de
aquéllos8.
Pues bien, dado que Sellars defiende que no hay conocimiento de ningún
tipo, ni siquiera de cualidades sensibles, sin alguna comprensión de lo que significa
tener esas cualidades y que esta comprensión depende del conocimiento de algunas
–al menos algunas– implicaciones materiales, concluye que el dominio lingüístico
de un término y su aplicación con propiedad depende de un adiestramiento en la
realización de inferencias no formales.
7
El sentido de la expresión ‘implicación material’ se puede considerar aristotélico. Carnap
había utilizado el término antes que Sellars en La construcción lógica del mundo (1928). El
uso de Sellars debe distinguirse, eso sí, del que hacen del término otros autores, como C. I.
Lewis.
8
No es difícil apreciar que esta concepción de Sellars participa del espíritu de la
diferenciación entre implicaciones e inferencias, a la que me referí en el capítulo anterior,
que Gilbert Harman remarcó más tarde.
[157]
En su radical opinión, los predicados –universales, conceptos– se distinguen
unos de otros, precisamente, por el papel que pueden desempeñar y de hecho han
desempeñado y desempeñan en inferencias materiales o, dicho de otro modo, por
las relaciones que mantienen entre sí en el seno de argumentos. Llega a esta
conclusión descartando las alternativas históricas más importantes: rechaza, por un
lado, la suposición de que captamos ‘por familiaridad’ las diferencias entre
predicados –como Russell asume, según pudimos comprobar, al defender que hay
conocimiento por familiaridad de universales– y, por otro, la de que los universales
se
distinguen
simplemente
porque
los
realizan
particulares
diversos
–
caracterización que representa una posición empirista estricta, no la de Russell
(véase “Concepts as Involving Laws and Inconceivable without Them”, pp. 208 s.).
Sus argumentos son los siguientes. En primer lugar, cuando se dice que la
diferencia entre universales la da a conocer su directa aprehensión, o lo que viene a
ser lo mismo, nuestra ‘familiaridad’ con ellos, no se puede pensar que lo que se
quiere decir es que nuestra diferente aprehensión los diferencia, porque esto dejaría
por explicar enteramente qué suscita la aprehensión diferente. Por otro lado, si lo
que se quiere decir es que la diferencia es inefable, o sea, que no se puede ni
expresar ni exponer, es decir, que los universales más simples tienen ‘naturalezas
intrínsecas’ de las que no se puede ofrecer aclaración, entonces es que tales
universales vienen a ser aquellos elementos incognoscibles de los que hablara
Sócrates en la tercera parte del Teeteto 9. Son simples, ininteligibles y, parece,
carecen de relaciones (o las que mantienen les son inesenciales). Ahora bien, según
Sellars la idea misma de ‘simple sin relaciones’ raya de hecho la contradicción
consigo misma (self-contradiction) y, a decir verdad, no podemos pensar que los
universales carecen de relaciones. Podemos, sí, pensar que la ‘naturaleza intrínseca’
de los universales determina ciertas relaciones, pero entonces es difícil entender qué
recomienda que la ‘naturaleza intrínseca’ se intente perfilar con independencia de y
con anterioridad a la consideración de esas relaciones.
Una alternativa histórica, la posición empirista estricta, al intento de
distinguir universales por esa su ‘naturaleza intrínseca’ es, como ya he dicho,
9
La posibilidad de que las ideas platónicas mismas fueran los elementos ininteligibles del
Teeteto es contemplada por Sellars con ironía en “Concepts as Involving Laws...”, p. 208:
“¡Menudo fantástico final para el Reino Platónico del Ser Inteligible sería éste!”.
[158]
distinguirlos por los particulares que los realizan. Pero si los particulares en
cuestión son simplemente particulares actuales, su señalización tampoco aclara lo
más mínimo qué distingue a unos universales de otros. Decir que cierto universal es
el que realizan ciertos particulares no sirve para distinguirlo, puesto que nada
impide que ese universal sea sinónimo de otros universales. Decir que tales y cuales
particulares realizan un universal y otros realizan otro tampoco excluye la
sinonimia. Y si añadimos que el primer conjunto realiza el primer universal y el
segundo conjunto no lo realiza, sólo damos por sentado que ese segundo conjunto
realiza otro universal, sin esclarecer qué nos ha llevado a aceptar de entrada esto.
La solución al problema de la diferenciación de los universales la cree
encontrar Sellars en la toma en consideración no sólo de los particulares que
realizan actualmente un universal, sino también de los particulares que podrían
realizarlo. Pero la única manera de referirse a particulares potenciales, es decir, a los
que podrían eventualmente darse, es hablar de relaciones modales que ciertas leyes
especifican. Nos referimos en efecto a lo que puede darse y a lo que ha de darse en
virtud de que damos por establecidas ciertas relaciones materiales entre universales.
Esto significa, como Sellars piensa, que los universales pueden distinguirse gracias a
las relaciones que los conectan. Por ello concluye que esas relaciones no se añaden
o se siguen de la ‘naturaleza intrínseca’ de los universales. Más bien son
constitutivas de esa naturaleza.
De esta su tesis sobre la relación interna entre cada predicado y los vínculos
que mantiene con otros predicados se sigue que la habituación a las inferencias que
conducen de unos a otros no conlleva propiamente un añadido de conocimiento y
la asociación de unos conocimientos (aislados) a otros conocimientos, ni siquiera
una mejor comprensión y un, digamos, mayor conocimiento de las cualidades
mismas que los predicados significan, sino su conocimiento en absoluto (un
conocimiento que, sí, ciertamente, se puede decir que puede poseerse en medidas
diversas10). Quien entiende qué comportamientos son propios de las cosas que
tienen cierta cualidad se puede decir que sabe qué se dice cuando se atribuye esa
cualidad y en qué consiste exhibirla.
10
Es ciertamente claro que nuestro conocimiento de las cosas crece con el descubrimiento
progresivo de las relaciones que mantienen con otras.
[159]
Desde luego, Sellars, Quine y otros asumen que la formación de expectativas
es una habilidad natural, esto es, una habilidad que la maduración biológica trae
consigo. Pero eso no obsta para que la realización de inferencias sea objeto de la
misma instrucción por la que venimos a convertirnos en conocedores de algo en
absoluto. Hay en efecto, en mi opinión, una instrucción simultánea en la
predicación y en la realización de inferencias materiales. Los principiantes
aprenden a distinguir el agua de otros líquidos a la vez que descubren sus efectos
típicos y que son sus efectos y, simultáneamente, a dar buenas explicaciones de
ciertos fenómenos o sucesos. Quien retenga en la memoria cómo define Aristóteles
lo que los griegos llaman epistéme entenderá por qué dije antes que una revisión del
entendimiento empirista de la diferencia entre el conocimiento de cualidades
sensibles y el resultado de la realización de inferencias correctas sobre cuestiones de
hecho en esta línea revitaliza en cierta medida la concepción aristotélica de la
relación entre experiencia y explicación. Así como quien acepte la tesis de Sellars de
que el conocimiento de las relaciones materiales entre predicados forma parte de la
genuina comprensión de los predicados, porque, entre otras cosas, no puede
pensarse que ‘aprehendemos inmediatamente’ lo que distingue a unos predicados
de otros, entenderá por qué digo que la revitalización se constata sólo en cierta
medida o en cierto sentido.
3. La percepción de objetos con propiedades
Pienso que esta concepción del carácter básico –por no decir elemental– del
aprendizaje de ciertas prácticas de inferencia y sobre el carácter constitutivo que
tiene ese aprendizaje en la comprensión de las palabras más comunes puede
compararse con provecho con la opinión de otros autores contemporáneos de
Sellars sobre el carácter perceptible de objetos tanto ordinarios como científicos.
Austin, por ejemplo, defiende en Sentido y percepción (1947-1958) que
tenemos un conocimiento directo como el que más y no inferido –y, por tanto, no
reductible a otros ni dependiente de otros– de cosas cotidianas –en palabras de
Quine, de cosas de mediano tamaño a media distancia– como motores, columnas y
charcos de agua. Ciertamente, las razones que ofrece en ocasiones para decir que
[160]
sabemos perfectamente bien que ciertas cosas son de cierto modo, sin tener por qué
hacer depender ese saber del que la tradición nos atribuye por tener –al tener–
sensaciones de colores y formas, pueden resultar controvertidas: por ejemplo,
cuando dice que podemos saber que una columna está inclinada, simplemente,
porque la hemos construido nosotros mismos de ese modo o que un motor está
encendido porque lo hemos encendido hace un instante11. Pero pienso que tiene
razón en un punto importante, a saber, en que no podemos suponer en general que
nuestras
afirmaciones
sobre
cosas
involucran
más
suposiciones
y
más
incertidumbre que nuestras afirmaciones sobre sensaciones y, por tanto, que las
demandas de rigor, precisión y seguridad que otros pueden dirigirnos han en todo
caso de desembocar en el abandono sistemático de nuestras afirmaciones sobre
cosas en favor de afirmaciones sobre aspectos, pareceres, impresiones y similares.
Cuando se me pide que informe de lo que vi realmente (en sus términos: ‘what did
you actually see?’), no está claro que la respuesta apropiada tenga que hablar de
sensaciones o impresiones o pareceres en lugar de actos, sucesos, personas y cosas.
Por ejemplo, puede, en efecto, ser más seguro y sincero decir que vi una fila de
vehículos aparcados que decir que vi unas manchas en línea de tales y cuales colores
y contornos. Puedo, de hecho, no recordar en absoluto cuáles fueron esos colores y
formas, pero recordar perfectamente que lo que vi era un grupo de coches
dispuesto de una manera convencional junto a una acera. Parafraseando una vez
más a Quine, las manchas de colores pueden ser, en mi memoria, más negras que
los vehículos. Una vez más esto no debe sugerir ni por un instante que vemos
coches sin ver colores. Pero sí sugiere que nuestra visión de coches y hombres es
tan directa como puede serlo otra cualquiera12. Es más, ni siquiera parece muy
11
Y, de hecho, se puede pensar que los argumentos de Sellars contra la idea de
conocimiento inmediato y los de Wittgenstein contra la idea de conocimiento directo de
obviedades hacen mella en la defensa de las verdades de sentido común de Austin en Sense
and Sensibilia.
12
“Yo podría decir al testificar que vi a un hombre disparando una pistola, y decir luego
‘¡Realmente lo vi cometiendo el asesinato!’. Esto es (por decirlo mal y pronto), puedo
suponer que a veces veo, o asumo que veo, más de lo que veo realmente, pero a veces
menos” (Sense and Sensibilia, p. 134). También este ejemplo puede parecer controvertido,
por lo que arriba ofrezco uno que considero más irresistible.
[161]
apropiado decir que vi los colores y formas típicos de un grupo de coches, como si
viera unos colores que me llevaron a pensar que en la calle había coches13.
La concepción de Sellars se asocia también con naturalidad a la tesis de Quine
de que el carácter observable de una propiedad o un objeto es relativo a las
destrezas adquiridas del observador. Quine cree que nos hacemos observadores de
objetos ordinarios del mismo modo que nos hacemos observadores de
enfermedades, reacciones químicas, elementos de la tabla periódica, patógenos,
interferencias y cualquier otro objeto científico. Observamos, en su opinión, cosas
que tienen ciertas propiedades y disposiciones específicas, como electrones,
infecciones bacterianas, trazas de flúor y radiaciones de fondo. Esto significa que
algo que no era observable se convierte en observable por medio del adiestramiento
adecuado y el cultivo de ciertas habilidades.
Afirmo que se asocian bien estas tesis porque sólo quien entiende que las
relaciones materiales que existen entre predicados son definitorias de los
predicados mismos y que su descubrimiento creciente ‘enriquece’ el significado de
los predicados puede aceptar que se diga que términos cargados teóricamente como
los que aplicamos a los objetos científicos tienen usos directos apropiados en
informes o enunciados de observación.
Son usos ‘directos’ en la medida en que hay en nosotros una propensión a
asentir espontáneamente, irreflexivamente, en virtud sin más de nuestra percepción
de la situación, a enunciados que los contienen. En los términos de Quine: “Lo que
cualifica a los enunciados [...] como ‘de observación’, para un individuo dado, es
sólo su disposición a asentir inmediatamente a ellos de acuerdo con la fuerza de la
13
Esta opinión de Austin sobre el objeto propio de nuestras percepciones recuerda
también, por cierto, la que manifiesta Heidegger en La idea de la filosofía y el problema de
la concepción del mundo a propósito de su descripción de la ‘vivencia’ de la cátedra: “Esto
es, no es que yo vea primero superficies marrones que se entrecortan , y que luego se me
presentan como caja, después como pupitre, y más tarde como pupitre académico, como
cátedra, de tal manera que yo pegara en la caja las propiedades de la cátedra como si se
tratara de una etiqueta. Todo esto es una interpretación mala y tergiversada, un cambio de
dirección en la pura mirada al interior de la vivencia. Yo veo la cátedra de golpe, por así
decirlo; no la veo aislada, yo veo el pupitre como si fuera demasiado alto para mí. Yo veo
un libro sobre el pupitre, como algo que inmediatamente me molesta (un libro, y no un
número de hojas estratificadas y salpicadas de manchas negras); yo veo la cátedra en una
orientación, en una iluminación, en un trasfondo” (p. 86).
[162]
entrada neuronal apropiada, con independencia de lo que pueda estarle ocupando
en ese momento” (“Elogio de los enunciados de observación”, p. 115).
Ciertamente, no podemos pensar que son biográficamente fundamentales:
antes de hacer observaciones sobre elementos químicos hemos aprendido a hacer
observaciones sobre formas y colores. Pero así como admitimos que hay grados en
el conocimiento y en la comprensión de un predicado, podemos admitir que hay
grados en el carácter observable de una propiedad u ocurrencia. Para nuestra
argumentación lo importante es que admitamos que hay respuestas directas al
cambiante entorno cuyo valor como conocimientos sólo lo establece nuestra
capacidad complementaria de relacionar lógicamente –por medio de inferencias–
esas respuestas con otras predicaciones.
[163]
12. El progreso científico
1. Recapitulación: dos círculos
Quisiera hacer más explícita la relación de lo que he contado en los dos últimos
capítulos con el argumento general de este libro. Para lo cual diré que así como la
discusión multisecular en torno al problema del comienzo desemboca en el siglo
XX
en el abandono generalizado de las ideas de conocimiento inmediato de
cualidades sensibles y de fundamento empírico de todo saber, la discusión moderna
y contemporánea sobre el problema de la explicación de hechos como efectos
conduce finalmente a una revisión tanto de la concepción tradicional de la
naturaleza de las reglas de inferencia como principios evidentes por sí mismos
como de la independencia recíproca comúnmente supuesta entre la capacidad de
aprehender universales y la habilidad de realizar inferencias materialmente válidas.
Son éstas, en realidad, transformaciones vinculadas entre sí, que traen consigo
una reconsideración compleja de las posiciones aristotélicas pioneras sobre el
conocimiento y sus principios. Por un lado encontramos la tesis de que sentir no es
saber, de que el saber se alcanza sólo cuando una aptitud a la hora de discriminar o
distinguir –que podemos seguir llamando aísthesis o sensibilidad, desde luego– se
ejerce a sabiendas de que en las circunstancias actuales y con respecto a cierto
objeto determinado contamos con ella y, por consiguiente, de que nuestras
observaciones –lo que sinceramente decimos o pensamos– merecen crédito. Por
otro encontramos la tesis, igualmente contradictoria del legado aristotélico, de que
los principios que gobiernan las inferencias no son cognoscibles por sí mismos,
evidentes por sí mismos, de suyo existentes o verdaderos de forma manifiesta. Pero
no, por supuesto, porque sean incognoscibles, dudosos, inexistentes o falsos, sino
porque son, más bien, reglas efectivas que de hecho codifican una práctica humana
establecida, una práctica que recomienda ciertas inferencias por ser razonables, sin
que ello implique que las conclusiones de tales razonamientos son, necesariamente,
verdaderas.
Pues bien, el vínculo se cifra en que esta comprensión en términos
pragmáticos de los principios de inferencia niega que el conocimiento inmediato
[164]
que no encontramos en la sensación lo encontremos en cambio en algún tipo de
aprehensión intelectual. Por decirlo en términos platónicos: no ven los ojos ni oyen
los oídos que esto o aquello es igual o diferente a aquello o esto otro, pero tampoco
vemos nosotros o el alma o algún órgano del alma, pace Platón, qué es lo bueno, lo
adecuado o lo conveniente, qué razonamientos son válidos, qué reglas han de
observar nuestras conductas teóricas y prácticas, qué modo de proceder al sacar
conclusiones es razonable.
Así que, por una parte, encontramos en el siglo XX una extensión de la común
sospecha de que la idea de conocimiento inmediato de los sentidos es poco menos
que contradictoria en forma de reserva concordante contra la noción de evidencia
intelectual y, para empezar, contra la noción de evidencia lógica. Pero, por otro
lado, aunque la suposición de Aristóteles de un conocimiento inmediato o cuasiinmediato de universales –que reencontramos tanto en Russell como en Husserl–
despierta entonces una suspicacia análoga, la suposición empirista de que las
capacidades, disposiciones y demás poderes causales están fuera del alcance de
nuestra comprensión y nuestros descubrimientos resulta víctima de un recelo
dirigido contra el recelo humeano, moderno. Pues, como ya se dijo, no parece
haber actualmente un ideal realizado de conocimiento en la sensación o en una
intuición intelectual ante el cual palidezcan nuestras averiguaciones y creencias
sobre causas y efectos.
A estas transformaciones podemos aproximarnos de un modo alternativo que
deseo ahora presentar. Cabe decir que donde la tradición de origen aristotélico
había creído localizar un edificio de conocimientos mantenido firmemente en pie
por un número finito de cimientos, por una suerte de primeras premisas de todo
razonamiento y por unos axiomas de toda prueba argumentativa, la filosofía del
siglo XX tropezó con dos relaciones circulares.
En primer lugar, con el que podemos bautizar el círculo de WittgensteinSellars, uno que lleva de cada saber particular a muchos otros saberes y de cada uno
de esos otros al resto, incluyendo conocimientos como el primero. La metáfora de
la que se sirve Sellars, al presentar este círculo, es, como vimos, original de
Wittgenstein: cobramos conciencia simultáneamente, como al amanecer, de muchas
cosas. Si una percepción entraña conocimiento, si tiene el valor del saber, es en
[165]
virtud de que conocemos las circunstancias en que se produce y nuestra capacidad
en esas circunstancias para reconocer algo de lo que hay1. Pero si conocemos esas
circunstancias a nuestro alrededor y esas aptitudes en nosotros –por no decir en
nuestro interior– es a su vez en virtud de que percibimos muchas cosas, como por
ejemplo el asentimiento con el que los demás sancionan nuestras distinciones y
observaciones. Pues, como vimos, Sellars niega que su posición sobre los informes
de observaciones implique la suposición de una infinitud de inferencias y en
particular la de inferencias que tendrían por premisas conocimientos como el que
se discute desde el principio (por decirlo en términos aristotélicos: las
demostraciones ni son infinitas ni son a la postre circulares). Pero esa alegación
puede aceptarse sin vindicar una justificación lineal y por una vía de sentido único
desde el conocimiento de circunstancias y capacidades al conocimiento que
expresan informes ‘cándidos’. Es manifiesto que la concepción de Sellars de la
autoridad de la que gozan a menudo los informes empíricos que emitimos ha de ser
clasificada entre las posiciones que entienden que el conocimiento resulta de un
refuerzo recíproco múltiple entre nuestros juicios sobre lo que hay. También
Wittgenstein juzga que las justificaciones terminan en un punto que no se debe
decir que soporta por sí mismo nuestras creencias empíricas (como si tal punto
estuviera asegurado de algún otro modo o, por una peculiaridad sin par, se
asegurara a sí mismo). El ‘punto’ en el que se detienen nuestras explicaciones es
más bien un ‘muro’ de compromisos prácticos, en que las relaciones lógicas que
podemos descubrir no llevan de una certidumbre mayor a una menor, y, además, el
conjunto que forman el muro y lo que junto a él se levanta se afianza como un
todo2. La crítica de Sellars al ‘marco entero de lo dado’ es una crítica contra la idea
general de crédito intrínseco y evidencia de suyo. Y nos empuja al modelo de un
organismo de creencias y reglas, en el que el conjunto se sustenta a sí mismo
porque las diversas ‘partes’ se respaldan recíprocamente3.
Ésta no es posición sólo de Sellars. Cf. Ernest Sosa, Con pleno conocimiento, pp. 37 ss.
Reléase Sobre la certeza, § 152, así como § 185, y, sobre todo, § 248: “He llegado al suelo
de mis convicciones. / Y de ese muro de cimentación casi se podría decir que es soportado
por la casa entera”.
3
Por estas razones, puede decirse que las metáforas arquitectónicas de la filosofía moderna
del conocimiento cedieron su sitio a las metáforas biológicas de la filosofía contemporánea
(cosa que ocurrió, muy conscientemente, en la obra de Dewey).
1
2
[166]
En segundo lugar encontramos el que podemos bautizar el círculo de DeweyGoodman, un círculo que se describe muy precisamente en la obra de ambos y que,
como vimos hace dos capítulos, relaciona las reglas más generales de las inferencias
válidas con las inferencias válidas particulares. Según suponen estos autores, las
reglas generales ‘codifican’ las operaciones particulares de inferencia de forma
adecuada y, a su vez, las inferencias concretas se acreditan por conformidad con
esas reglas generales. La virtud del círculo estriba en que reglas e inferencias se
justifican recíprocamente, al conformarse recíprocamente: “Lo que ocurre es que
tanto las reglas como las inferencias particulares se justifican por el procedimiento
de llevarlas a concordar las unas con las otras” (Hecho, ficción y pronóstico, p. 100;
cf. J. Dewey, Logic, pp. 13, 20, 106).
La importancia de estos círculos se cifra en que, según parece, hacen
superfluos los ansiados fulcros arquimédicos en los que antaño debía apoyarse la
palanca llamada a elevar toda certidumbre, observación, inferencia y proyección de
predicados. Sellars, como Wittgenstein, cree descubrir en un adiestramiento que
gesta un ‘organismo’ de creencias y conocimientos –al desarrollar nuestra
capacidad de distinguir y habituarnos a cierto lenguaje– el sustituto adecuado de un
conocimiento anterior, primero de hecho, adquirido inmediatamente y mejor
conocido que ningún otro. Y, de modo análogo, Dewey y Goodman creen haber
ofrecido una explicación adecuada –por esquemática que sea– de nuestras prácticas
de inferencia (deductiva e inductiva) y de justificación de nuestros razonamientos
que no entraña ningún compromiso con axiomas inamovibles. Unos y otros
abandonan la suposición de un principio absoluto de derivación de nuestros
actuales conocimientos en favor de un modelo circular y, para más señas, orgánico
de la vitalidad y credibilidad de nuestras opiniones. Es más, si es cierto que el
modelo capta más adecuadamente las relaciones en que se hallan nuestras creencias
y el modo en que ellas se forman que las imágenes del fundamento del saber y el
edificio de la ciencia, entonces cabe pensar que deja propiamente de tener sentido
hablar de una sustitución de los principios aristotélicos por esas prácticas.
[167]
2. Sobre la esencia de la verdad
La cuestión que quisiera considerar finalmente es cuán ‘escépticos’ son estos
posicionamientos sobre el desplazamiento y la liquidación de hecho de los
principios aristotélicos del conocimiento. Se podría creer que el círculo de
Wittgenstein-Sellars, en que el asentimiento de los demás juega un papel decisivo,
junto a ciertas costumbres lingüísticas y no lingüísticas y, en su base, nuestro
sentido específico –de la especie– de la similitud relativa de las cosas, y el círculo de
Dewey-Goodman, en que todo parece depender de un acuerdo interno a una
práctica, abonan conjuntamente una representación de los que tomamos por
nuestros conocimientos como, por decirlo con McDowell, creencias girando sin
resistencia en un vacío o, lo que podría ser igual de funesto, ancladas puramente en
condiciones biológicas particulares (cf. Mind and World, p. 11). Si las
justificaciones de los razonamientos se asientan en definitiva sobre un acuerdo
entre hablantes y nuestras más elementales discriminaciones, por su parte, lo hacen
sobre un proceso de habituación a las clasificaciones de nuestros tutores, puede
pensarse que la vieja ciencia y el viejo saber, no habiendo hallado la filosofía para
ellos un fundamento adecuado, han de ceder su lugar a las corrientes populares de
opinión, el sobreentendido y el lugar común4.
Pero cerraré mi comentario con tres observaciones más o menos extensas que
deberían impedir esta conclusión. La primera está dirigida a reconsiderar qué visión
de la verdad y, consiguientemente, del juicio verdadero o la creencia verdadera se
compadece con la concepción de estos autores del origen y la justificación del
conocimiento. La segunda, a explicar de qué modo está garantizado que nuestras
opiniones no evolucionan ni ‘giran’ sin resistencia: existen en todo caso, como
Quine los llama, ‘puntos de control [check-points]’ de nuestras opiniones en
nuestra experiencia. Y, finalmente, quisiera indicar hasta qué punto esa empresa
colectiva que llamamos la ciencia moderna relativiza decisivamente la dependencia
en que se encuentran nuestras creencias de modos espontáneos específicos de
4
Retomo aquí, definitivamente, mi respuesta al escepticismo que suscita la filosofía
contemporánea del conocimiento, que empecé a ofrecer al final del capítulo 6.
[168]
discriminar lo similar. Con este último apunte, por añadidura, espero que quede
justificado el título de este capítulo.
Para
empezar
hemos
de
hacernos
cargo
de
que
estos
autores
‘contemporáneos’, sin excepción, rompieron con la presuposición de que un velo o
barrera propiamente impenetrable separa nuestras facultades de conocimiento de
un mundo por descubrir. Es ésta una representación ‘natural’ –y filosóficamente
‘moderna’– sobre la que Hegel expresa unos recelos en la introducción a su
revisionista Fenomenología del Espíritu que calaron en sus lectores del siglo
XX
como quizás ningunos otros. ¿Es el conocimiento un instrumento intermediario –
herramienta o medio de transmisión (Werkzeug o Medium)– que ha de poner en
conexión dos mundos separados: el mundo de las cosas consideradas en sí mismas
(por decirlo en los conmovedores términos humeanos de Kant) y el mundo
autárquico de las ideas?
Dewey, Wittgenstein, Quine, Goodman y Sellars –y otros muchos– se
representan más bien la búsqueda de conocimiento como un modo ‘bien natural’
de encontrar orientación en un mundo al que los conocedores mismos pertenecen.
Puesto que todos ellos desconfían de los argumentos por los que tradicionalmente
los hombres se han atribuido capacidades divinas, esto es, poderes sobrenaturales,
todos ellos nos invitan a reconsiderar nuestro concepto heredado del conocimiento
de forma que no aparezca como un anhelo inalcanzable a cuya realización sólo
facultades no naturales darían acceso. De hecho, si los hombres son descendientes
evolucionados de organismos simples que, por usar la metáfora corriente, han
‘luchado’ entre sí por sobrevivir, entonces el conocimiento ha de tener origen en
tendencias naturales a discriminar, hábitos adquiridos en largos períodos y
mecanismos de retroalimentación como los que los círculos de Sellars-Wittgenstein
y Dewey-Goodman postulan. Y si el resultado de esos procesos no puede ser una
imagen de infinito detalle del mundo y la comprensión del porqué de todas las
relaciones fácticas, entonces peor para quien supusiera que la atribución de
conocimiento era la atribución de una porción de esa imagen y de la compresión de
alguno de esos porqués5. Recordará el lector que ya insistí en que la intención
5
Es, por cierto, esta suposición lo que Nietzsche denominó en 1873 la ‘invención’ del
conocimiento (véase “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral”).
[169]
original de Platón y Aristóteles no era otra que la de comprender por qué estaba
culturalmente bien establecida la distinción entre conocedores o expertos por un
lado e ignorantes e inexpertos por otro, es decir, que la filosofía nace de la sofística
de Sócrates buscando esclarecimiento sobre esas distinciones habituales, sin
mayores pretensiones, y podría encontrar satisfacción en las iluminaciones que
proporciona una correcta estimación del papel que el adiestramiento y las prácticas
discursivas tienen en el afianzamiento de esas distinciones.
El error filosófico original de esos pioneros sería haber interpretado esa
clasificación cultural como la respuesta adecuada a, precisamente, poderes
sobrenaturales y exclusivos para descubrir causas y necesidades. La empresa
filosófica contemporánea en torno a la cual se concitan los esfuerzos intelectuales
de Wittgenstein y sus congeniales compañeros renovadores es, para contrarrestar
ese yerro, la de explicar el origen mundano de nuestras ideas de necesidad y
universalidad. Desde este punto de vista se puede entender el entusiasmo de
Goodman y otros por la nueva orientación que proporcionó Hume, con su
escepticismo ‘mitigado’, a la discusión sobre nuestras explicaciones de cuestiones
de hecho6.
En el marco de la conciliación de la filosofía con el origen plebeyo de nuestras
facultades se produce también una alteración profunda de las metáforas que tratan
de iluminar la naturaleza de la verdad de nuestras creencias. Correspondencia,
concordancia y adecuación se desestiman generalmente por vacías7. La concepción
aristotélica tradicional de la relación entre el conocimiento y lo conocido, en
realidad mucho más precisa, la tomaba por una identidad formal estricta entre el
sentido y el intelecto y lo, respectivamente, sentido y entendido. El escepticismo
post-renacentista nos acostumbró luego a rebajar esa identidad a semejanza, pero la
semejanza es una forma parcial o deprimida de identidad, después de todo. En el
siglo
XX
son también en este punto las ciencias de la vida las que intiman una
representación adecuada, bien distinta, de esa relación. Los órganos del
conocimiento se adaptan al medio y a los seres que lo habitan. La
6
Peter F. Strawon pone en relación, con mucha perspicacia, la semejante orientación
‘naturalista’ con la que Hume y Wittgenstein acometen estas cuestiones en Naturalismo y
escepticismo. Algunas variedades (1984).
7
Heidegger es representativo en este punto (cf. El ser y el tiempo, § 43).
[170]
‘correspondencia’ entre nuestra mente y el mundo en que mora ha de compararse,
consiguientemente, con la correspondencia que existe entre una pezuña y una
pradera, o entre un pico afilado y la fruta en la que penetra con facilidad. Los
órganos no son imágenes de su entorno. Tampoco se identifican formalmente con
su entorno y, desde luego, no se parecen a su entorno. Se concluye de estas
observaciones que la pericia del conocedor no involucra ni esa identidad ni ese
parecido ni, tampoco, el atesoramiento de una imagen de ese entorno en forma de
re-presentación o reflejo. El experto o conocedor, simplemente, sabe cómo tratar o
habérselas con algo efectiva y exitosamente. No tropieza con el mundo ni éste lo
aturde: al contrario, se maneja en él con facilidad, al menos en el terreno que le es
familiar, y lo pone constantemente a su servicio8.
3. Puntos de control empírico
En segundo lugar quisiera observar que la concepción del adiestramiento de
Sellars o Wittgenstein, la de las prácticas de inferencia de Goodman y la de la ‘pauta
de la investigación’ de Dewey no se compadecen bien con la metáfora del giro sin
resistencia (frictionless spinning) que McDowell aplica a la concepción del
conocimiento de Davidson (un sucesor de Dewey, Wittgenstein, Sellars, Quine y
Goodman en estas materias). Las discriminaciones relevantes que aprendemos a
hacer y el tipo de inferencias que aprendemos a aceptar están sometidas a un
control constante, a decir verdad. Por un lado, la proyección de predicados implica
una expectativa que puede cumplirse o no cumplirse. Si no se cumple, si las cosas
no se comportan como esperamos que lo hagan, revisamos esas proyecciones. Las
que hasta entonces eran buenas maneras de razonar con respecto a esos predicados
tal vez dejen de serlo, como consecuencia de ese examen. Se produce un ajuste en la
8
Para Rorty el conocedor ‘trata con la realidad felizmente’. Él habla de ‘copying with
reality’, logro que opone vehementemente al de representarse con exactitud esa realidad.
Su concepción es sucesora de la de Dewey, quien habla de la verdad del juicio como de un
‘ajuste práctico’ a la realidad (y la compara con la correspondencia entre un problema y su
solución, o una crítica y una réplica, o una llave y una cerradura; cf. “Proposiciones,
aseverabilidad garantizada y verdad”, p. 145). Es curioso que con el paso del tiempo esa
relación se haya descrito de un modo que parece hacer verdadera justicia al sentido original
de epistéme. Recuerde el lector cómo propone Heidegger, en sus lecciones sobre el Teeteto,
que se traduzca ese término.
[171]
práctica, antes o después. Invirtiendo las palabras de Quine, podemos decir que en
la inducción nada tiene tan poco éxito como el fracaso.
Así que por mucha importancia que tenga el asentimiento de los demás en el
aprendizaje de una lengua (sea la primera, la lengua materna, sea un vocabulario
técnico, científico o de cualquier otro tipo, que adoptamos con posterioridad) y la
que tiene la conducta de los demás hablantes en el establecimiento de reglas
generales de inferencia, no debe olvidarse que el acuerdo y la aceptación en el
interior de la comunidad lingüística está expuesto constantemente a la
contrastación de las expectativas que el comportamiento lingüístico involucra.
Cuando Goodman presenta su círculo virtuoso de la justificación de inferencias, no
oculta que las reglas generales codifican adecuadamente –se supone que
adecuadamente– inferencias particulares que se aceptan. Las inferencias en las que
él piensa se realizan muchas veces, como él se encarga de subrayar, porque parece
razonable proyectar ciertos predicados, no porque ‘sepamos’ que las cosas son
como se concluye que son. Pero aunque la proyección entraña inmediatamente, tan
sólo, una expectativa y no estamos siempre en condiciones de comprobar si se ha
cumplido o está cumpliéndose o no, es obvio que muchas veces sí sabemos que esa
expectativa se cumple en efecto o, por el contrario, se ve en realidad
inmediatamente frustrada. Puedo pensar, por ejemplo, que las esmeraldas son
verdes o que las esmeraldas son ‘verdules’, pero no puedo pensar que las
esmeraldas son negras, por lo que sabemos ya de las esmeraldas. Hay proyecciones
que me están vedadas actualmente, esto es manifiesto. Y puedo creer hoy, de
hecho, que las esmeraldas son verdes, pero esta creencia será rectificada el día –de
llegar– que hallemos piedras con la composición química y la estructura cristalina
de las esmeraldas, en líneas generales, que no reflejen la luz del modo característico
en que la reflejan las esmeraldas actualmente representativas de los cristales de su
clase.
Análogamente, las discriminaciones a las que nuestros educadores nos
acostumbran están expuestas a una contrastación. En la medida en que unos
predicados nos conducen a otros autorizados por ciertas implicaciones –ser de
color burdeos implica ser rojo y, por tanto, absorber la luz y el calor de un modo
específico, por ejemplo, así como ser macho implica no poder reproducirse por el
[172]
apareamiento con otros machos y tener un aparato genital característico– y que,
como Sellars invita a pensar, entender un predicado exige conocer las relaciones
inferenciales en que ese predicado se ve envuelto, las clasificaciones que una lengua
nos empuja a realizar se ven cotidianamente sometidas a prueba.
Puedo, por ejemplo, enseñar en un laboratorio de mineralogía a un estudiante
a distinguir esmeraldas de morganitas y berilios dorados o rosados llamando su
atención sobre su color verde característico. Pero no todos los cristales verdes son
esmeraldas: las aguamarinas son, al igual que las esmeraldas, berilios con impurezas
que los hacen verdes (aunque su verde es más bien turquesa). Además, hay
variedades de aguamarina que pueden perder su color característico cuando son
expuestas a la luz solar o a altas temperaturas y luego la irradiación con partículas
de alta energía –rayos X, por ejemplo– les hace recuperar su tonalidad habitual. En
general, las clases naturales –de piedras preciosas como de cualquier otra cosa– se
definen por muchas propiedades (por ejemplo, los tigres de Bengala, panthera tigris
tigris, no son, estrictamente, felinos de lomo anaranjado y rayas marrones y negras;
de hecho, hay tigres blancos y se ha registrado además algún caso de albinismo).
Así que cada vez que tropezamos con un objeto que tiene algunas de las
propiedades que asociamos a una clase natural, pero no todas, somos invitados a
reconsiderar si nuestras acostumbradas clasificaciones están bien hechas y a dejar
de inferir algunas propiedades que no tienen de las que vemos que tienen9.
Las observaciones que podemos llevar a cabo del comportamiento de nuevos
ejemplares de clases naturales se convierten, en palabras de Quine, en ‘puntos de
control empírico’. Como ya se ha dicho, cuando las cosas no resultan ser como
esperábamos, se producen ajustes en nuestro sistema de creencias. Podemos pensar
que no estamos ante un ejemplar de la clase natural en cuestión, pero también que
los miembros de la clase natural en cuestión no tienen las propiedades que
supusimos que tenían. En este segundo caso nos vemos llevados a revisar algunas
de las inferencias que consideramos aceptables y, en un momento dado, a
reconsiderar la existencia misma de la clase natural como tal. Por supuesto, también
9
Al tratar de esas revisiones, Brandom habla de someter a ‘crítica empírica’ la inferencia
desde circunstancias de aplicación no inferencial de conceptos a consecuencias de esa
aplicación (cf. Making it Explicit, p. 225). Cf. W. v. O. Quine, From Stimulus to Science,
pp. 44 ss.
[173]
puede ocurrir que las condiciones en que se llevó a cabo la comprobación u
observación no hayan sido adecuadas para formar juicio alguno sobre la
pertenencia del caso a la clase, pero no siempre es así de fácil encontrarle
explicación a una sorpresa.
Es necesario advertir, no obstante, que el control al que nuestras experiencias
someten nuestras creencias y teorías resulta relativamente embragado: las
experiencias que tenemos no dictan los ajustes que han de acometerse. En palabras
de Quine, la experiencia no llega a determinar completamente las explicaciones que
urdimos de las cosas: la teoría está, en este sentido, empíricamente ‘subdeterminada’. Es más, en la medida en que la ciencia postula entidades y
mecanismos no observables para dar cuenta de los fenómenos que saltan a la vista,
cabe imaginar explicaciones alternativas incompatibles entre sí que podrían dar
razón, de modos diversos, de un mismo conjunto de fenómenos.
4. ¿Qué significa ‘progreso científico’?
Estas someras indicaciones sobre el carácter relativamente extralingüístico de
nuestras prácticas clasificatorias y explicativas invitan a que se señale a
continuación en qué consiste, al menos en parte, eso que llamamos el ‘progreso
científico’. Ésta es la tercera de las observaciones con las que quería cerrar mi
argumento. Al respecto quisiera llamar la atención sobre el hecho de que nuestras
tendencias naturales a separar y agrupar objetos y propiedades, sin las cuales
ningún adiestramiento sería posible en absoluto, ninguna instrucción práctica
podría siquiera incoarse, se ven corregidas como consecuencia de experiencias
subsiguientes y experiencias de otros. Buena parte de esa revisión, ciertamente,
obedece hoy por hoy al descubrimiento de lo que, usando palabras de Hume,
podemos llamar mecanismos intrincados, y, por tanto, puede practicarse gracias a
que disponemos crecientemente de métodos adecuados de escrutinio de
mecanismos de ese tipo. Pero, a decir verdad, no toda revisión responde a una
averiguación sobre la micro-estructura de las cosas. Por ejemplo, las razones por las
que no decimos que los cetáceos son peces como los tiburones las proporciona
originalmente, antes de que descubramos su filiación evolutiva y la estructura
[174]
detallada de sus tejidos y aparatos, un mejor conocimiento del modo en que delante
de nuestros ojos se reproducen y respiran.
En general, un conocimiento más amplio de los comportamientos de las
cosas, aunque, sí, sobre todo de los mecanismos que subyacen a esos
comportamientos aparentes, se puede decir que de algún modo nos libera de
nuestras tendencias congénitas a discriminar, esto es, de ese ‘modo de ser’
naturalmente característico del ser humano por el que discierne unas cosas de otras
de determinada manera, de eso, pues, que Aristóteles llamo en su día aísthesis, de
eso que, quizás en exceso despectivamente, Quine denominó “la bruta
irracionalidad de nuestro sentido de la similitud” (La relatividad ontológica y otros
ensayos, p. 161).
Otra cuestión es si la revisión sistemática y colectiva de nuestras pautas
congénitas de discriminación cabe pensar que conducirá algún día a que la noción
misma –de, digamos, baja resolución– de semejanza o similitud desaparezca del
vocabulario de la ciencia. Mi opinión, contraria a la de Quine, es que esto ni es
previsible ni es deseable, pues no podemos asumir que todas las propiedades
interesantes de las cosas se podrán algún día explicar por la presencia de un número
finito de mecanismos realizados por individuos cualitativamente indistinguibles
(macromoléculas, por ejemplo). Parece ser que Quine tuvo una confianza que hoy
se nos antoja a muchos caduca en que el descubrimiento de la existencia y las
propiedades de unas cuantas partículas y elementos permitiría en un futuro más o
menos lejano que la ciencia deje de hablar de disposiciones, relaciones modales
expresadas por condicionales subjuntivos –como ‘si fuera sumergido en agua
caliente, se disolvería’– y clases naturales:
En general, podemos considerar como un indicio muy especial de la madurez
de una rama de la ciencia el que no necesite ya de una noción irreductible de
similitud y género. Es ese estadio final en que el vestigio animal es totalmente
absorbido en la teoría. En esta carrera de la noción de similitud, que comienza
por su fase innata, se desarrolla a lo largo de los años a la luz de la experiencia
acumulada, pasa después de la fase intuitiva a la similitud teórica y desaparece
[175]
por completo al final, tenemos un paradigma de la evolución que va de la
sinrazón a la ciencia (La relatividad ontológica y otros ensayos, p. 176).
Esta interpretación de la historia de nuestras experiencias y su explicación
científica pasa por alto, en mi opinión, varias ‘cuestiones de hecho’. Por un lado,
que las revisiones de nuestras clasificaciones y formas aceptables de razonar no
obedecen siempre a la necesidad de encajar una totalidad de experiencias. La
representación misma de una totalidad de experiencias recomendando una
clasificación o una teoría es una idealización excesiva de los cambios en nuestras
opiniones. Dicho brevemente: cuando se emprende un cambio de criterio, ni todas
las experiencias en el dominio correspondiente se consideran relevantes ni todas las
implicaciones del ajuste son forzosamente tenidas en cuenta. Los historiadores del
pensamiento se han cansado en el siglo
XX
de demostrar que las transformaciones
de la ciencia son harto menos algorítmicas.
Por otro lado, una excesiva atención a la estructura de la realidad a
determinado nivel de organización, no digamos una atención exclusiva a alguno de
los niveles distinguibles, no tiene por qué significar un crecimiento progresivo, sin
retrocesos ni costes, de nuestras capacidades predictivas. No es sólo una
contingencia ligada a las limitaciones de nuestro conocimiento actual de la
fisiología y la bioquímica de los sistemas nerviosos centrales, por ejemplo, lo que
hace en general más prometedoras las predicciones de la conducta humana basadas
en nuestra experiencia antropológica que las basadas en técnicas tomográficas y
similares. No quiero decir, no se me malentienda, que la conducta nunca podrá ser
prevista por medio de esas técnicas (desde el siglo
XIX
sabemos, por ejemplo, que
una lobotomía de la corteza frontal del encéfalo tiene repercusión en eso que
Aristóteles denomina phrónesis, una repercusión que trae como consecuencia
patrones de conducta irresponsable de fácil anticipación). Sólo quiero decir que las
predicciones basadas en esas técnicas no tienen por qué ser siempre más definidas y
seguras que las basadas en otras observaciones. La atención casi exclusiva a la
presencia o ausencia de unos elementos químicos o unas estructuras fisiológicas
particulares puede hacernos pasar por alto la existencia de patrones a otro nivel que
podrían permitir una predicción y una explicación más fiable, rica e interesante. Y
[176]
por ello, si tiene sentido esto que digo, debemos desconfiar de las esperanzas que
pone Quine en el progreso científico y, en fin, de la concepción general de la
ciencia que se asocia naturalmente a esas esperanzas.
En todo caso, quisiera definitivamente concluir mi relato retomando lo que se
dijo ya sobre la racionalidad de esas proyecciones. La racionalidad de nuestras
creencias, desde el punto de vista de autores como Dewey, Sellars, Goodman o
Quine, no resulta de su derivación a partir de principios o premisas evidentes –de
un estrato privilegiado de creencias– por medio de reglas de evidente validez
(contra lo que literalmente defiende Russell en Los problemas de la filosofía). Dicho
de otro modo, no requiere, cuando intentamos entender por qué ocurre lo que
ocurre, que partamos de un conocimiento perfecto e inmejorable de unas pocas
cosas elementales y procedamos a demostraciones rigurosas por la aplicación de
unas reglas seguras –un método o máthesis– para la conducción de la inteligencia.
La racionalidad de nuestras creencias, incluyendo ésas que consideramos
científicas, resulta de su conformidad con un gran número de nuestras creencias y
de su respaldo empírico o crédito experimental histórico, es decir, de que han
sobrevivido a muchas contrastaciones y han llevado a la satisfacción de muchas
expectativas. En palabras de Sellars, que podemos suscribir plenamente:
El conocimiento empírico, así como su sofisticada extensión, la ciencia, es
racional no porque tiene un fundamento, sino porque es una empresa que se
corrige a sí misma [self-correcting], que puede poner en peligro cualquier
afirmación, aunque no todas a la vez (“El empirismo y la filosofía de la
mente”, § 38)10.
Desde esta perspectiva la ciencia no aparece como un conocimiento perfecto
de lo necesario, como se la representó en su día Aristóteles. Antes bien, como un
saber imperfecto de lo relativamente necesario. Mas, insisto, no existe saber alguno
que satisfaga unas exigencias superiores, no digamos unas exigencias sin restricción.
10
Esta concepción de la racionalidad es la abanderada expresamente por Dewey, quien la
resume así: “Está implicado en lo que se ha dicho [...] que la racionalidad es una cuestión
de relación entre medios y consecuencias, no de primeros principios fijos como premisas
últimas o como contenidos de eso que los neo-escolásticos llaman criteriología” (Logic, p.
17).
[177]
Cuando podemos ofrecer una explicación de por qué fenómenos relativamente
necesarios se producen o han producido poniendo al descubierto ciertos
mecanismos y relacionando su caso con otros casos semejantes, como realizando
ciertos patrones, entonces podemos decir que sabemos por qué han acontecido y
qué es, al menos, algo de lo que ha acontecido.
Espero que este breve relato doble sobre el esclarecimiento filosófico del
saber en general y en particular de sus principios nos permita aceptar sin
demasiados titubeos o escrúpulos esta última afirmación como la conclusión que se
ha impuesto de hecho en la tradición que llamamos la filosofía del conocimiento.
[178]
Epílogo
La ‘superación’ de la teoría del conocimiento
Hubo un tiempo en que los filósofos consideraron ‘natural’ y, de hecho,
obligatorio que sus meditaciones arrancaran con una reflexión sobre la facultad de
conocer, sobre sus objetos, operaciones y límites, antes de embarcarse en la
investigación de las cosas y sus relaciones, en el sentido más general de estas
palabras. Esas meditaciones de filosofía primera estaban llamadas a posibilitar la
certeza de conclusiones posteriores sobre los asuntos que interesan a esa facultad o,
en su defecto, el buen sentido de nuestras especulaciones sobre lo desconocido.
Retrospectivamente, los historiadores suelen percibir ese compromiso
‘crítico’ con una reflexión preliminar sobre el conocimiento en muchas de las
mayores obras filosóficas de los siglos XVII y XVIII y trazan un arco de filosofía de
matriz epistemológica que va de las Reglas para la dirección del ingenio de
Descartes a la kantiana Crítica de la razón pura y las diversas versiones de la
Doctrina de la Ciencia de Fichte, pasando por el Ensayo de Locke sobre el
entendimiento humano, los Nuevos ensayos de Leibniz, escritos para contestar los
de Locke, y diversos tratados de filósofos como Berkeley, Condillac o Hume sobre
el origen de nuestras ideas. Fue la significación que para la Historia tuvieron todos
esos libros la que condujo a que el siglo
XIX
acuñara –por fin– el título
Erkenntnistheorie para referirse a la doctrina filosófica general del conocimiento y
fue la pervivencia de la actitud que ellos supuestamente representan lo que hizo que
aún el siglo
XX
amaneciera identificando los problemas filosóficos como
problemas, en primer lugar y por encima de todo, epistemológicos1.
Esa época, no obstante, pasó. Y no, ciertamente, porque se colmara en algún
momento el deseo de saber sobre las fuentes del conocimiento o porque se aplacara
de algún otro modo la preocupación por el alcance de la facultad humana de
conocer, sino porque la empresa de esclarecer primero y en general el significado
del conocimiento para después investigar cualquier otra cosa con paso seguro y con
la certeza de estar paulatinamente desvelando el orden mismo de las cosas vino a
Sobre el origen de la denominación de la materia, véase Richard Rorty, La filosofía y el
espejo de la naturaleza, pp. 130 ss. y Vicente Sanfélix, Mente y conocimiento, pp. 33 ss.
1
[179]
considerarse, a la luz precisamente de los resultados de esos ensayos e
investigaciones modernos, una aventura tan impracticable como innecesaria.
Uno de los primeros en desentenderse de ella, si no el primero, fue Hegel,
cuya Fenomenología del Espíritu (1807) fue anunciada de este modo:
La Fenomenología del Espíritu tiene la finalidad de sustituir a las explicaciones
psicológicas, y también a las discusiones abstractas acerca de la
fundamentación del saber2.
Como ya dije, Hegel supo mostrar que el diseño del proyecto epistemológico
crítico de Kant y sus partidarios obedecía a ciertas decisiones tomadas
inopinadamente sobre el conocimiento mismo, sin la prevención correspondiente,
que lo preconcebían como un medio por cuya intervención se ponían en contacto
entidades separadas: la mente y el mundo o, como Hegel prefería decir, el sujeto y
su objeto 3 . El planteamiento epistemológico, tan prudente y recomendable
aparentemente, había nacido en realidad de una concepción ontológica muy
determinada sobre la heterogeneidad de conocedores y conocidos, una concepción
que proyectaba una larga sombra de misterio sobre el intermediario que tenía que
ponerlos en relación. En este sentido, era el planteamiento mismo el que se dotaba
de un problema que investigar y sobre el que ensayar soluciones.
Quede claro, adviértase, que el criticismo no fue reemplazado por un nuevo
dogmatismo, por una nueva ciencia primera del ser, bajo la suposición de que las
determinaciones de la mente fueran, sin más, las determinaciones de las cosas.
2
El énfasis es mío. Una traducción completa del anuncio puede encontrarse en la edición
de Manuel Jiménez Redondo de la Fenomenología del Espíritu, pp. 924 s.
3
Sobre la ‘naturalidad’ de la crítica de la razón, Kant escribe en su Crítica de la razón pura:
“parece natural que, una vez abandonada la experiencia, no se levante inmediatamente un
edificio a base de conocimientos cuya procedencia ignoramos y a cuenta de principios de
origen desconocido, sin haberse cerciorado previamente de su fundamentación mediante
un análisis cuidadoso. Parece obvio, por tanto, que [más bien] debería suscitarse antes la
cuestión relativa a cómo puede el entendimiento adquirir todos esos conocimientos a priori
y a cuáles sean la extensión, la legitimidad y el valor de los mismos. De hecho, nada hay
más natural, si por la palabra natural se entiende lo que se podría razonablemente esperar
que sucediera” (A 3 s./B 7 s.). Recordando ese pasaje, la ‘Introducción’ a la Fenomenología
del Espíritu comienza así: “Es una idea bien natural la de que, antes de llegar en filosofía a
la cosa misma, es decir, al conocimiento real de aquello que es en verdad, es necesario
entenderse acerca del conocimiento (…)” (p. 179).
[180]
Hegel prometía dispensarnos de cierto examen de la facultad de conocer a cambio
de que lo acompañáramos a observar la ‘aparición del saber’ por un recorrido
dialéctico que lograría someter, él sí supuestamente, los problemas de partida de la
reflexión moderna. Vio la salvación de la filosofía en la naturaleza misma de la
conciencia, que se sujeta de suyo, que se ha, históricamente, sujetado por sí misma,
sin la intervención del filósofo, a un examen progresivo y radical. De hecho, Hegel
señaló en la introducción que el miedo al error había conducido a dar por supuestas
muchas cosas que “habrían de examinarse antes”. Así las cosas, tanto su
fenomenología como otros proyectos posteriores ya no epistemológicos
produjeron en realidad, en mi opinión, una elevación del listón de la crítica
moderna.
En esa línea, la genealogía nietzscheana denunció una fundamental candidez
de los ‘observadores de sí mismos’ de siglos pasados. Nietzsche urgió a responder
con una sonrisa y dos interrogantes a los creyentes en las ‘certezas inmediatas’,
como la de que ‘yo pienso’, a las que había abocado la filosofía moderna y en las
que el auténtico filósofo tenía que observar un proceso en todo caso complicado,
de cuyo análisis se obtendría “una serie de aseveraciones temerarias cuya
fundamentación resulta difícil, y tal vez imposible”, y un puñado de cuestiones de
metafísica (cf. Más allá del bien y del mal, § 16). Otro tanto ocurre con la crítica del
espíritu cartesiano que encontramos en los escritos de los años 1860 de Charles S.
Peirce. Al método de la duda que todo lo conmueve él opuso los diversos métodos
de la ciencia, y al principio cartesiano de la evidencia subjetiva, la elocuencia del
acuerdo racional de muchos investigadores manejando argumentos múltiples y
variados con premisas ‘tangibles’. Peirce condenó, como Nietzsche haría poco
después, la introspección como vía de descubrimiento y la intuición intelectual
como facultad de producir conocimientos no derivados. El progreso que la filosofía
moderna había supuestamente representado lo caracterizó con ironía escribiendo
que “la argumentación multiforme de la Edad Media fue reemplazada por un hilo
único de inferencia basado a menudo en premisas oscuras o no obvias
(inconspicuous)” (“Algunas consecuencias de cuatro incapacidades”, p. 140).
Fueron pensadores decimonónicos como Hegel, Peirce y Nietzsche quienes –
unas veces aisladamente y otras conjuntamente– inspiraron la ruptura de la filosofía
[181]
contemporánea con la filosofía epistemológica moderna. El fenómeno no se presta
a un breve análisis, como es lógico. En buena medida fue una reacción a proyectos
reanimadores de los planteamientos modernos, que querían combatir algunos
lugares comunes del pensamiento del siglo
XIX:
bien el historicismo, bien el
psicologismo, bien el idealismo absoluto, bien el positivismo materialista, bien una
combinación de estas tendencias.
Las tres renovaciones más importantes de la Epistemología moderna, con el
cambio de siglo, las representaron paralelamente el programa fenomenológicocientífico de Husserl, el empirismo lógico de Russell, Carnap y compañía y una
porción de ese conjunto difuso de pensamientos y producciones que suele reunirse
bajo la rúbrica ‘neo-kantismo’. Sus herejes más influyentes, los protagonistas de la
‘superación’ de la Epistemología y la consiguiente reconstrucción de la filosofía, en
parte sucesivamente y en parte simultáneamente, fueron a mi juicio la hermenéutica
heideggeriana de la vida fáctica y del ser-ahí (que nace de la recepción crítica del
pensamiento de Husserl y los neo-kantianos y de la que depende la
‘deconstrucción’ posterior), el pragmatismo americano (sobre todo el de Dewey),
la original obra del segundo Wittgenstein, la ‘teoría crítica’ de Adorno (también
marcada, como vimos, por las aporías de la fenomenología trascendental), la
naturalización de la Epistemología (la practicada en los trabajos de Lorenz, Popper
y otros evolucionistas y la teorizada por Quine y sus discípulos) y la arqueología
de Foucault (así como otros proyectos de espíritu similar al suyo en historia de las
ideas y de la ciencia)4.
La expresión ‘superación (overcoming) de la Epistemología’ la tomo de
Charles Taylor, ciertamente (véase “La superación de la Epistemología”, en su
libro Argumentos filosóficos, de 1985). Pero considero que él la toma de hecho de
Heidegger y, concretamente, de lo que escribe éste sobre la ‘superación
(Überwindung) de la metafísica occidental’ en escritos como “La época de la
4
Si no es fácil incorporar las voces de Heidegger y Foucault a mi relato es sólo porque el
primero fue un tanto más indulgente que el resto de los críticos de la Teoría del
Conocimiento con la noción de saber inmediato y, por lo que respecta al segundo, por el
carácter radicalmente escéptico de su programa de una ‘arqueología’ del saber. No
obstante, algunas sugerencias para esa incorporación pueden recabarse en los escritos de
Richard Rorty, en particular: “Superando la tradición: Heidegger y Dewey” y “Foucault y
la epistemología”.
[182]
imagen del mundo” (1932) o, precisamente, “Superación de la metafísica” (1936),
en los que, por cierto, se le hace a la interpretación cartesiana de lo ente la
responsable de la posibilidad de una Teoría del Conocimiento (y, en particular, del
origen de la obligación ‘realista’ de demostrar ‘la realidad del mundo exterior’ y
salvar ‘lo ente en sí’) (cf. “La época de la imagen del mundo”, p. 96). Ahora bien,
esos textos los elabora Heidegger casi explícitamente en respuesta a las
proclamaciones de Carnap y otros representantes del círculo de Viena, pocos años
antes, sobre una presunta ‘superación de la metafísica’ por medio del análisis lógico
del lenguaje, de tal modo que el origen del discurso sobre una superación se
desdibuja lo suficiente como para no ver en él sino el esfuerzo de toda una época5.
El relato de la ‘superación’ se ha presentado, de entrada, en dos versiones
principales. Según una de ellas, la Epistemología es una invención moderna, que
debemos a Descartes, esencialmente ligada a una interpretación, por un lado, de lo
ente como cosa extensa y representable y, por otro, de la mente como sustancia
separada creada por el Dios cristiano. Desde este punto de vista, la Epistemología
es una disciplina que surge en el siglo XVII y se desvanece, aproximadamente, en el
siglo XIX. Ocurre con ella algo parecido a lo que ocurre con la deducción kantiana
de un Imperativo Categórico: podemos entender por qué en un momento dado de
la historia del pensamiento europeo pareció que hacía falta proporcionar una
prueba racional pura de nuestros deberes morales, pero, por muchas razones que
sería largo desgranar, ya no pensamos que quepa ofrecer esa prueba y que, por
tanto, haga falta mejorar o refinar los argumentos de Kant en ese terreno.
Análogamente, podemos entender cómo el espíritu humanista del Renacimiento y
cierta proliferación posterior del escepticismo, unidos a la necesidad de una
explotación de la naturaleza sobre una nueva base de conocimiento y ciertos
avatares de la historia de la teología cristiana llevaron a una concepción de los seres
pensantes que provocó la conversión de la vieja metafísica en una ciencia de los
primeros principios del conocimiento, aunque ya no creamos ni en esos principios,
ni en su presunta necesidad, ni en la metafísica y la teología que conforman el
contexto de su invención. Esta versión del relato es, en buena medida, la que airea
Las proclamaciones de Carnap pueden encontrarse en La superación de la metafísica por
el análisis lógico del lenguaje (1931).
5
[183]
Rorty en La filosofía y el espejo de la naturaleza (1979), obra que colocó el debate
sobre la Epistemología en la agenda de la filosofía de los últimos treinta años y
trata la Epistemología como un extravío deplorable. A su favor suele argüirse que
la prueba del mundo exterior o contra el sueño sin comienzo ni fin –lo que de Kant
a Russell fue denominado ‘refutación del idealismo’– es típicamente moderna. Esta
narración invita a hacer girar el proceso de ‘superación’ en torno a la aniquilación
de lo que Davidson llamó el ‘mito de la subjetividad’, lo cual respeta el juicio de
Hegel de que todas las oposiciones modernas, de las que surge la necesidad de la
crítica cartesiana y kantiana, se resumen en una: la oposición de sujeto y objeto.
La otra versión del relato, a diferencia de ésa, se constituye sobre la base de
cierta notable continuidad entre las reflexiones griegas clásicas sobre el
conocimiento (empezando por el poema de Parménides y, definitivamente, por el
Teeteto) y la Epistemología contemporánea (la de, por ejemplo, La idea de la
Fenomenología de Husserl o La construcción lógica del mundo de Carnap). En
consecuencia, la salida a nuestra situación de perplejidad no cabría buscarla en lo
que tienen en común las posiciones precartesianas. Para esta narración es la idea
misma de un conocimiento sin supuestos que aparece en la obra de Platón –y todo
lo que depende de ella– lo que debe ser superado por encima de todo6. Diría que
son las investigaciones sobre Platón y Aristóteles que da a conocer Heidegger en
conferencias y lecciones de los años 1930 a 1950 las que más han favorecido esta
lectura unitaria de la tradición 7 . La superación de la Epistemología, según
Heidegger, viene a ser la ‘destrucción’ de la Historia entera de la Ontología (cf. El
ser y el tiempo, § 6). De ahí que él recomiende, para ejercer esa destrucción o
superación, recuperar un sentido del ser y de la verdad que toma por presocrático.
También en los años 1930 liga Adorno “la desesperación en que se desploma
la subjetividad”, de la que no habría escapatoria eficaz, a pretensiones de totalidad
del pensamiento –un pensamiento que él caracteriza como ‘idealismo’– que serían
distintivas de la filosofía en general, y por ello habla de una ‘liquidación’ o
‘supresión’ de la filosofía, sin calificativos, como precondición de una novedosa
función actual para ella, que no sería ya la de ir más allá de “lo interiormente
Una formulación célebre de la noción se hallará en Platón, República, 511b.
Pienso, por ejemplo, en Martin Heidegger, “De la esencia de la verdad” (1930), sus
lecciones sobre el mismo asunto de 1931-32 y “La doctrina platónica de la verdad” (1942).
6
7
[184]
insoluble en las ciencias” para fundarlo en certezas superiores, sino más bien la de
interpretarlo, aunque, por cierto, materialistamente (cf. “La actualidad de la
filosofía”, p. 87).
Ahora bien, la oposición de esas dos versiones de la superación es en realidad
superficial y artificiosa. Tanto los pioneros decimonónicos como los ejecutores
contemporáneos de la reconstrucción de la filosofía que queda definida por esa
superación son sensibles al vínculo conceptual que liga la ‘destrucción’ de la
metafísica del sujeto-sustancia a la cancelación de la idea de un conocimiento
primero, inmediato, fundamental, incondicionado y, por todo ello, supuestamente
infalible. La relación la advierte ya Hegel con claridad: los prejuicios sobre la
subjetividad que atribuye a sus predecesores empiezan a cancelarse en la
Fenomenología por medio de una crítica de la inmediatez de la certeza sensible, que
se acomete en cuanto acaba la presentación de la obra.
La explicación del vínculo es, ciertamente, sencilla: cuando damos por
sentado el punto de partida de la oposición de sujeto y objeto, una certeza
superlativa en la que la subjetividad fuera enteramente pasiva parece prometer un
remedio contra la frontera que los divide. Hegel define la certeza característica de la
sensibilidad, conceptualmente, como el resultado de una aprehensión inactiva, de
una recepción pura en que el efecto del objeto no está adulterado por nuestras
operaciones. Inversa pero complementariamente, Davidson señala que buena parte
de la motivación del concepto filosófico moderno de lo subjetivo es ella misma
epistemológica: tratamos de mantener la virtud –pureza y certeza– de lo subjetivo
protegiéndolo de la contaminación del mundo porque queremos garantizar la
autoridad de lo que nos parece evidente. El precio que pagamos, eso sí, es que “la
desconexión crea una brecha que ningún razonamiento o construcción puede salvar
de manera plausible” (“El mito de lo subjetivo”, p. 77). Nuestras creencias
quisieran representar algo objetivo, pero su carácter subjetivo arruina el intento
desde el principio.
Históricamente, las rupturas con la búsqueda de una certeza primera que
cimente y a la vez ponga en marcha el conocimiento se relacionan, tras los
esfuerzos pioneros de Hegel, con una alternativa a la metafísica moderna de la
subjetividad, aunque sea en términos ya no reconociblemente metafísicos.
[185]
Nietzsche, Dewey y Wittgenstein, por ejemplo, asocian explícitamente sus
particulares innovaciones filosóficas al proyecto de comprender al hombre como
animal8. En los tres casos esto evacúa del principio explicativo del conocimiento
poderes sobrenaturales como los que la tradición –y en particular la modernidad
cristiana– había atribuido al común ser humano (como el poder formalmente
infinito de afirmar o negar, a pesar de las pruebas, que Descartes cree descubrir en
nosotros).
En la narración de Taylor, todo el ‘conocimiento’ que sus particulares héroes
de la superación –Wittgenstein, Heidegger y Merleau-Ponty– admiten al principio,
para hacer posible la explicación de prácticas sofisticadas como describir, definir,
indicar y explicar, es lo que él denomina un ‘conocimiento de agente’, una
capacidad de desenvolverse entre lo que nos rodea, orientarnos en medio de las
cosas y (sólo si es menester) hacerles frente que no puede ser interpretada como la
aplicación de un conjunto de reglas que se pueden expresar verbalmente (cf. “La
superación de la Epistemología”, pp. 31 ss.). Lo que de este modo proponen esos
autores sería tanto una nueva concepción del ‘agente’ como del ‘conocimiento’ que
dirige su acción.
Si, a pesar de todo, deberíamos seguir llamando a ese conocimiento,
precisamente, conocimiento, aunque no, desde luego, ciencia, y si deberíamos
seguir considerando que los agentes son ‘sujetos’, es algo sobre lo que cada autor
ha desarrollado opiniones propias. En el caso de Heidegger, es bien sabido que la
8
“Retraducir [...] el hombre a la naturaleza; adueñarse de las numerosas, vanidosas e ilusas
interpretaciones y significaciones secundarias que han sido garabateadas y pintadas hasta
ahora sobre aquel eterno texto básico homo natura; hacer que en lo sucesivo el hombre se
enfrente al hombre de igual manera que hoy, endurecido en la disciplina de la ciencia, se
enfrenta ya a la otra naturaleza con impertérritos ojos de Edipo y con tapados oídos de
Ulises, sordo a las atrayentes melodías de todos los viejos cazapájaros metafísicos que
durante demasiado tiempo le han estado soplando con su flauta: ‘¡Tú eres más! ¡Tú eres
superior! ¡Tú eres de otra procedencia’ – quizá sea ésta una tarea rara y loca, pero es una
tarea – ¡quién lo negaría! ¿Por qué hemos elegido nosotros esa tarea loca? O hecha la
pregunta de otro modo: ‘¿Por qué, en absoluto, el conocimiento?’” (Friedrich Nietzsche,
Más allá del bien y del mal, § 230; cf. La ciencia jovial, § 109). “Quiero considerar al
hombre aquí como animal; como un ser primitivo al que se le reconoce instinto, pero no
raciocinio. Como un ser en un estado primitivo. Pues de una lógica que basta como medio
de entendimiento primitivo no tenemos por qué avergonzarnos. El lenguaje no emergió de
un raciocinio” (Ludwig Wittgenstein, Sobre la certeza, § 475; cf. § 359). De Dewey no
aporto un pasaje determinado, pues los principios naturalistas de su obra asoman por
doquier.
[186]
ruptura con la ciencia como medida de todas las cosas está esencialmente ligada a
una original ‘analítica del ser-ahí’ (el existente, el ser humano, el Dasein) y que la
comprensión del ser humano como ser-en-el-mundo implica y es implicada por
una situación o un encontrarse (fácticamente) entre cosas y seres que de entrada no
entraña una relación, propiamente, de conocimiento. Heidegger piensa que la
percepción de lo que está a la vista, la objetivación de lo que es, ha de entenderse
como un modo de ser relativo al mundo en que se suspenden, por alguna razón, los
modos de ser cotidianos –como el producir y el manipular– en que tenemos cura
del mundo ‘inmersos’ en el mundo mismo (cf. El ser y el tiempo, § 13).
Se desprende de lo anterior, pienso, que la reorientación que la filosofía sufre
por el influjo en sentido lato convergente de Heidegger, Wittgenstein y MerleauPonty –los héroes de Taylor– o Dewey, Heidegger y Wittgenstein –los héroes de
Rorty– no significa sin más el olvido a sabiendas de la filosofía moderna y, en
particular, de su Epistemología. Heidegger mismo aclara que la ‘superación’ no hay
que entenderla como “el arrumbamiento que saca a una disciplina del horizonte de
intereses de la «cultura» filosófica” (“Superación de la metafísica”, p. 51). Y
Adorno, de acuerdo por una vez con Heidegger, escribe: “sólo una filosofía por
principios adialéctica y orientada a una verdad sin historia podría figurarse que los
antiguos problemas se pueden dejar de lado olvidándolos y empezando como si
nada desde el principio” (“La actualidad de la filosofía”, p. 96).
Y, sin embargo, es generalmente observado en el siglo
XX
el consejo de sin
más no tomar en serio el desafío del escepticismo moderno, de no dar conversación
a sus portavoces, de hacer oídos sordos a sus imperiosos interrogantes y no
buscarles respuesta en una Epistemología9. Kant había tachado de ‘escándalo’ que
la filosofía tuviera que conformarse con creer en el mundo (cf. Crítica de la razón
pura, B
XXXIX).
Heidegger tachó en Ser y tiempo de escandaloso el escándalo de
Kant: que se esperen y se sigan intentando pruebas que aseguren esa creencia (cf. §
43, p. 225). La convicción contemporánea es que cuando uno está en situación de
necesitar ese tipo de argumentos como garantes de un ‘mundo exterior’, ya no tiene
remedio filosófico. Rorty escribe su libro sobre la superación de la Epistemología –
Wittgenstein ejemplifica la nueva reacción que despierta el escéptico. Véase Sobre la
certeza, § 498, y compárese con lo que escribe sobre el rechazo de preguntas en
Investigaciones filosóficas, § 47.
9
[187]
La filosofía y el espejo de la naturaleza– precisamente para conjurar la conservación
de los interrogantes modernos bajo nuevos ropajes. Claro que con ello no está
proscribiendo en absoluto alguna cándida pregunta platónica. Pues, ¿cómo no
vamos a poder indagar qué parece ser el saber? Es en este sentido significativo que
en sus lecciones de los años 1930 sobre la epistéme, Heidegger invite a sus alumnos,
sin embarazo, a introducirse imaginariamente en el círculo de los ociosos
interlocutores de Sócrates (cf. De la esencia de la verdad, p. 145).
Ahora bien, la posibilidad de conversar con Platón no está reñida con el
hecho de que las condiciones en que hoy cabe contestar las preguntas de Sócrates
no sean características de las circunstancias platónicas. Al fin y al cabo, algunos
suponen que las verdaderas respuestas al Teeteto las imagina Platón en términos de
‘ideas’, en un sentido en que la palabra no tiene aplicación para nosotros. Otra
cuestión es si un cambio muy profundo en las condiciones de contestación permite
que las preguntas se consideren las mismas. Rorty en particular insiste en que la
Epistemología moderna –de Locke y Kant– no es la empresa de buscarle nuevos
fundamentos a la vieja filosofía, nuevas soluciones a los problemas de antaño, sino
una reinvención de la filosofía como Epistemología10. Análogamente, piensa que la
superación de la Epistemología no pasa por el hallazgo de soluciones alternativas a
las modernas, sino por otra reinvención de la filosofía. Pero yo creo que haríamos
bien en tomar ese episodio de la historia de la filosofía que llamamos moderno o
epistemológico como un extravío instructivo11.
Una vez entendido así, la superación de la Epistemología no hace innecesario
el estudio de la historia de la Epistemología, ni en la acepción restringida de la
palabra –la disciplina moderna– ni en la amplia –la investigación filosófica sobre el
saber. Si escogí como uno de los problemas conductores de mi particular
introducción a la filosofía del conocimiento el que llamo el ‘problema del
comienzo’, fue precisamente porque las dificultades con las que han tropezado
históricamente quienes se han interesado por él han sido muy directamente
motivadoras de esa superación. Y, desde luego, espero que el lector haya percibido
Cf. Richard Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza, p. 242, así como Richard
Rorty et al., Philosophy in History, p. 12.
11
Hago mía, pues, la recomendación de Davidson: “La epistemología, desde Descartes a
Quine, a mí me parece exactamente un capítulo, que en absoluto resulta poco iluminador,
de la empresa filosófica” (“Reflexiones posteriores”, pp. 220 s.).
10
[188]
que la comprensión de esa transformación es imposible sin conocer esas vicisitudes
y sin entablar un diálogo con sus protagonistas. Es mi opinión que toda cuestión
general sobre el conocimiento y toda cuestión general sobre la historia de la
filosofía puede hallar respuesta, siquiera sea provisional, sólo por medio del estudio
del desarrollo histórico de la conversación que conecta la obra de Platón con la
obra de sus descendientes contemporáneos.
[189]
Lecturas recomendadas
El lector que quiera formarse una opinión propia sobre los asuntos tratados en este
libro deberá estudiar, por encima de todo, algunas obras determinantes de la
historia de la filosofía del conocimiento. Soy en esto del parecer de Russell (cf. Los
problemas de la filosofía, p. 97). Tendrá que empezar, pienso, por los dos diálogos
de Platón que más veces he citado: Menón y Teeteto, y también sería provechoso
que se familiarizara con la Doctrina platónica de las Formas o Ideas, a través, por
ejemplo, de la lectura del Fedón. Luego puede buscar la respuesta de Aristóteles a
los interrogantes que deja abierto el Teeteto, como en ningún otro sitio, en los
Analíticos posteriores, cuya lectura ha de recomendarse igualmente. El eco de las
posiciones de Platón y Aristóteles en el pensamiento medieval y moderno lo
corroborará si a continuación lee, por ejemplo, de San Agustín, El maestro, de
Tomás de Aquino, su Comentario a los Analíticos Posteriores y las secciones
relevantes de su Suma de Teología, de Descartes, las Meditaciones metafísicas, y de
Leibniz, el Discurso de metafísica. Otras dos obras insoslayables para quien quiera
introducirse en esa historia son, cómo no, la Investigación sobre el entendimiento
humano de David Hume y la Crítica de la razón pura de Immanuel Kant. La
importancia de Hume como continuador de planteamientos tradicionales y, sin
embargo, renovador de nuestro entendimiento de los poderes de la razón es difícil
de exagerar. Y la importancia de la obra de Kant para la filosofía posterior, en
todos los terrenos, es, simplemente, superlativa. Como ejemplos de deudores más
recientes de Platón y Aristóteles, en fin, he destacado en las páginas precedentes a
Bertrand Russell y Edmund Husserl, de quienes pueden recomendarse una vez
más, como lecturas iniciales y respectivamente, Los problemas de la filosofía y La
idea de la Fenomenología.
A ese estudio tendría que sumarse después el de los críticos de la tradición y,
en particular, la herencia griega. Los que han condicionado directamente mi
argumento son unos pocos. La Fenomenología del Espíritu de Hegel es una obra
pionera en muchos sentidos, pero abarca un sinnúmero de asuntos que rebasan los
intereses de mi relato. Algo parecido ha de decirse de las obras de Nietzsche que se
han citado. Los textos que han inspirado en mayor medida mis tesis sobre la
[190]
renovación de la filosofía del conocimiento en el siglo
XX
han sido los de
Wittgenstein y los de Sellars. Del primero debería leerse, para empezar, la primera
parte de las Investigaciones filosóficas (§§ 1-242), y también las notas que
conocemos como Sobre la certeza. De Sellars es forzoso recomendar “El
empirismo y la filosofía de la mente”, un artículo cuya versión española se hallará
en la traducción de su libro Ciencia, percepción y realidad. También quisiera invitar
a la lectura de la Lógica de Dewey, en cuyo capítulo octavo se encuentra un ataque
cargado de sentido histórico contra la idea misma de conocimiento inmediato. Y,
asimismo, para que el lector pueda hacerse cargo de la polifonía que se alzó el siglo
pasado contra los viejos compromisos platónicos y aristotélicos, quiero proponer
el estudio que de la epistemología de Husserl publicó Theodor W. Adorno en
1956: Sobre la metacrítica de la Teoría del Conocimiento.
Lecturas que ayudarán a comprender los temas y argumentos de la segunda
parte del libro, además de las ya sugeridas de Hume, Kant y Dewey, son la de
Hecho, ficción y pronóstico, de Nelson Goodman, y la de trabajos representativos
de la epistemología de Willard van Orman Quine como “Géneros naturales” y “La
naturalización de la epistemología” (en La relatividad ontológica y otros ensayos) y,
por supuesto, “Dos dogmas del empirismo” (en Desde un punto de vista lógico).
Finalmente, pienso que debo también sugerir a quien desee explorar
ulteriormente la historia de la Epistemología desde el punto de vista en que se ha
discutido en este libro, como una lectura complementaria, la del relato que Richard
Rorty publicó en 1979 con el título La filosofía y el espejo de la naturaleza, por
mucho que no esté de acuerdo con bastantes de sus posicionamientos principales.
Es la persuasiva y documentada narración, como ya se señaló, que convirtió la
‘superación’ de la Teoría del Conocimiento en un tópico recurrente del
pensamiento filosófico contemporáneo.
[191]
Referencias bibliográficas
Advertencias
– Se indica entre paréntesis el año de la primera edición original, siempre y cuando
no coincide con el de la edición citada.
– Cuando existe traducción española, pero, por alguna razón, no se ha citado, se
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