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EL PADRE PÍO
El capuchino de los estigmas
Ives Chiron
8ª edición
EL APÓSTOL DE LOS LEPROSOS
La vida del padre Damián
Wilhelm Hünermann
6ª edición
DON BOSCO Y SU TIEMPO
Educador nato, patrono
de la juventud trabajadora
Hugo Wast
7ª edición
NO OLVIDÉIS EL AMOR
La pasión de Maximiliano Kolbe
André Frossard
6ª edición
UN OBISPO CONTRA HITLER
El Beato von Galen y la resistencia
al nazismo
Stefania Falasca
2ª edición
SANTA GEMA GALGANI
Vida de la primera Santa del siglo XX
Germán de San Estanislao
y Basilio de San Pablo
5ª edición
LA MADRE TERESA
Su vida y su obra
«Lo hacemos por Jesús»
Edward Le Joly
14ª edición
a figura de san Josemaría Escrivá (1902-1975), fundador del
Opus Dei, suscita el interés de muchos. Para algunos se
trata de mera curiosidad; pero, para la mayoría, especialmente
después de su canonización en 2002 por Juan Pablo II, es el
deseo de conocer la vida y mensaje de una de las principales
figuras de la Iglesia del siglo XX.
NURIA TORRELL
SAN
JOSEMARIA
‘
NURIA TORRELL
L
NURIA TORRELL
Su cercanía en el tiempo, su presencia en medios de
comunicación, sus escritos y sus tertulias filmadas han
ofrecido al mundo una parte de su rica imagen. Pero… ¿quién
era realmente Josemaría Escrivá?, ¿dónde nació?, ¿quiénes
fueron sus padres?, ¿cómo recibió la llamada de Dios para
fundar el Opus Dei?, ¿en qué consiste esa llamada y a quiénes
se dirige?, ¿cómo vivió el Concilio Vaticano II?
La autora ha indagado durante años en la vida de san
Josemaría y se ha documentado con profundidad contando
con la ayuda de numerosos testigos que lo conocieron,
en particular, de don Benito Badrinas, postulador de la causa
de canonización en España. Y ha aplicado a esa investigación
sus dotes de novelista.
El resultado es una biografía ágil, amena y, al mismo
tiempo, detallada, que abarca toda la vida de san Josemaría
y muestra cómo llevó a cabo con ejemplar fidelidad la misión
que Dios le encomendó: abrir los caminos divinos de la tierra
proclamando la llamada de todos los cristianos a la santidad.
Nuria Torrell es licenciada en
Historia del Arte por la Universidad
de Zaragoza. Trabajó en la enseñanza
durante algunos años pero después
decidió dedicarse a la literatura
infantil y juvenil, donde ha alcanzado
un notable reconocimiento.
Forma parte del grupo literario
Aurora, obtuvo el premio Dulcinea,
es miembro del jurado de diferentes
certámenes literarios, imparte
conferencias y publica artículos sobre
literatura en diversos medios de
comunicación. Algunos de sus relatos
han alcanzado la 6ª edición.
Sus notables cualidades narrativas
las ha empleado en esta obra
biográfica dedicada a San Josemaría
Escrivá de Balaguer.
SAN JOSEMARIA
LA «AUTOBIOGRAFÍA» SECRETA
DEL PADRE PÍO
La investigación del Santo Oficio
Francesco Castelli
2ª edición
SAN
JOSEMARIA
‘
BIOGRAFÍAS SOBRE
SANTOS CONTEMPORÁNEOS
NURIA TORRELL
‘
EDICIONES PALABRA
Abriendo los caminos
divinos de la tierra
ISBN 978-84-9840-827-0
ARCADUZ
ARCADUZ 116
palabra
ARCADUZ
ARCADUZ
san josemaría
Abriendo los caminos divinos de la tierra
EDICIONES PALABRA
Madrid
Colección: Arcaduz
© Nuria Torrell, 2013
© Ediciones Palabra, S.A., 2013
Paseo de la Castellana, 210 - 28046 MADRID (España)
Telf.: (34) 91 350 77 20 - (34) 91 350 77 39
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Diseño de cubierta: Raúl Ostos
Óleo de portada: Armando Pareja
ISBN: 978-84-9840-827-0
Depósito Legal: M. 5.586-2013
Impresión: Gráficas Anzos
Printed in Spain - Impreso en España
Todos los derechos reservados.
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento
informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea
electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos,
sin el permiso previo y por escrito del editor.
NURIA TORRELL
SAN JOSEMARÍA
Abriendo los caminos divinos de la tierra
Presentación:
B
B
A
«Desde 1928 mi predicación ha sido
que la santidad no es cosa para privilegiados,
que pueden ser divinos todos los caminos de la tierra,
porque el quicio de la espiritualidad específica
del Opus Dei es la santificación del trabajo ordinario».
(San Josemaría)
PRESENTACIÓN
Se han cumplido unos ocho años. Predicaba en aquel
domingo un retiro en un centro de mujeres del Opus Dei y
se me presentó Nuria Torrell. La conversación fue muy
breve: me dijo que tenía la ilusión de escribir una biografía
o semblanza de san Josemaría Escrivá de Balaguer, el Fundador de la Obra. Me dijo también que su propósito era presentar su figura en el libro que a ella le hubiera gustado leer
cuando tuvo su primer encuentro (aunque no en persona)
con el santo y con lo que Dios le había hecho ver en la inolvidable fecha del 2 de octubre de 1928. Su propósito era escribir una obra de lectura fácil, accesible a un público amplio,
aunque bien documentada y que presentara toda su vida.
Me preguntó si yo estaría dispuesto a ayudarla en este
empeño.
Nuria sabía que yo acababa de llegar a Barcelona después de estar treinta años dedicado, en gran parte, a buscar documentos y testimonios sobre la vida de san Josemaría, pues, después de su muerte en 1975, había sido
nombrado Postulador de su causa de Canonización en España, motivo por el cual recorrí todo el país siguiendo las
huellas –algunas muy lejanas– del Fundador del Opus Dei
y estudié y analicé centenares de documentos.
Cualquiera entenderá que, después de tantos años dedicados a conocer y dar a conocer la vida del santo, no me
podía negar a ayudar en lo que se proponía Nuria Torrell.
Era muy consciente de que todo lo que había llegado a conocer con tanto detalle y amplitud era un acervo que debía
estar disponible para todos los que querían saber algo más
de esa gran figura. No podía negarme a asesorarla tal
9
PRESENTACIÓN
como había hecho con otros autores de semblanzas publicadas en España o versiones de algunas biografías hechas
en otros países. El proyecto, además, era interesante.
A partir de entonces, Nuria me fue enviando periódicamente lo que iba escribiendo y yo se lo devolvía con las
observaciones que veía oportunas: aportando informaciones, precisando matices, sugiriendo temas. La estructura y
forma literaria, por supuesto, corrían a cargo de la autora.
Nunca hice ninguna observación a sus modos de decir.
Y así, de modo lento y trabajoso, el libro fue avanzando
hasta su forma actual y definitiva, la que el lector tiene
entre sus manos.
El resultado me parece valioso. Se ha escrito mucho
sobre san Josemaría, pero no existía hasta el momento
una introducción a su vida de estas características: lo suficientemente extensa para que el lector entre en profundidad en la vida del santo y, al mismo tiempo, con la suficiente tensión narrativa para que ese mismo lector beba
las páginas con interés esperando nuevos acontecimientos. Se trata, en suma, de una buena introducción a la vida
de san Josemaría Escrivá.
Un nuevo libro sobre san Josemaría, ciertamente, no es
el final de una historia porque la historia no acaba nunca de
abrazar la vida entera. Y más una vida tan poliédrica como
fue la del Fundador del Opus Dei. En la historia palpita una
vida que siempre nos sobrepasa y que está abierta siempre
a nuevas investigaciones y nuevas lecturas. Por eso, si bien
San Josemaría. Abriendo los caminos divinos de la tierra, es
un relato cerrado en sí mismo, es también un proyecto
abierto y una invitación: a la lectura de los escritos del propio san Josemaría y al diálogo directo con el santo.
BENITO BADRINAS AMAT
Doctor en Teología
Postulador de la Causa de Canonización de
san Josemaría Escrivá en España
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I. INFANCIA
NACIÓ EN UN HOGAR CRISTIANO
Josemaría nació en Barbastro, una pequeña ciudad del
Alto Aragón (España), de 8000 habitantes, dedicada en su
mayor parte al comercio y a la agricultura, y en un hogar
cristiano, como solían ser los de aquella tierra, de padres
ejemplares que practicaban y vivían su fe.
Barbastro era un lugar alegre y bullicioso. Todas las
mañanas despertaba con el potente sonido de las campanas de la catedral y el lento crujido de los carros y caballerías que, cargados de alimentos, tejidos, quincallería y
otras mercancías, circulaban pesados por sus estrechas y
embarradas calles en dirección a la céntrica plaza del Mercado, cuajada de pequeños comercios bajo antiguos soportales de piedra.
Por aquella plaza concurrían diariamente vecinos y forasteros en busca de alimentos, tabaco o cualquier otro artículo; y la cruzaban banqueros, comerciantes y demás
profesionales que, con su trabajo diario, hacían posible la
marcha de la ciudad.
Uno de aquellos comerciantes era don José Escrivá y
Corzán, el padre de Josemaría. De él podrían decirse muchas cosas buenas y nos quedaríamos cortos. Baste por el
momento señalar que era copropietario de una de las tien11
NURIA TORRELL
das de tejidos más importantes de la ciudad, Sucesores de
Cirilo Latorre, conocida popularmente como «Casa Servando», y que en su corazón honrado de buen cristiano
guardaba un lugar muy especial para los más pobres y necesitados.
—A las personas que trabajan en el servicio de la casa
–solía decir a sus hijos– hay que respetarlas y tratarlas
como a uno más de la familia, porque eso son.
La madre, Dolores Albás y Blanc, era una gran señora,
discreta, cariñosa y muy emprendedora; tenía nueve años
menos que su marido y vivía completamente entregada al
cuidado de su familia y de su hogar.
—No se me caerán los anillos por hacer esto –contestaba serena y dulcemente a sus parientes y amigas cada
vez que la veían levantarse a cerrar las contraventanas de
la sala al anochecer, en vez de pedir a alguna de las muchachas que lo hiciera.
La familia Escrivá-Albás vivía en el centro de Barbastro, exactamente en el primer piso del número 26 de la calle Mayor, que hacía esquina con la plaza del Mercado, a
donde daban los balcones de las habitaciones principales;
estaba instalada con sobriedad, elegancia y buen gusto, al
estilo de la madre, y, gracias al trabajo del padre, pudo
acoger bajo su techo durante algún tiempo a algunas chicas venidas de las zonas más pobres del campo o de los
pueblos de la montaña que, en esos años de crisis en España, emigraban a las ciudades en busca de un hogar
donde formarse, vivir y comer a cambio de su trabajo. Era
casi una obra de caridad la que se hacía con aquellas muchachas, bastantes de las cuales eran casi niñas. Así se explica que los Escrivá tuvieran doncella, cocinera y niñera
mientras tuvieron niños pequeños que cuidar.
Pues bien, una fría noche de invierno, exactamente el
jueves 9 de enero de 1902, vino al mundo Josemaría. Su
padre, que se encontraba en la sala de estar fumando un
cigarrillo tras otro, al oír los llantos del recién nacido,
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SAN JOSEMARÍA
apagó el cigarrillo sonriendo, miró de reojo el reloj de la
pared: las agujas señalaban las diez, y fue enseguida a conocerlo. Era su primer hijo varón. Su única hermana, Carmen, que tenía entonces año y medio, lo conoció al día siguiente en brazos de la niñera.
Así dio comienzo la vida del pequeño en aquel hogar
luminoso y alegre, en el que reinaba el orden y el buen
trato para todos.
A los pocos días fue bautizado en la parroquia de la
Asunción, ubicada en la catedral; y a los pocos meses fue
confirmado, junto con su hermana y otras muchas personas, especialmente niños, en el mismo lugar.
«SI LO CURAS, TE LO LLEVO A TORRECIUDAD»
El niño iba creciendo sano, rollizo y algo charlatán
hasta que un día, cuando tenía unos dos años, amaneció
muy enfermo.
La madre mandó enseguida recado al doctor Camps,
médico de la familia y amigo de su marido, para que fuera
a visitarle. La mortalidad infantil era muy elevada en
aquellos años por diversas infecciones: la difteria, la viruela, el mal de alferecía y la meningitis, entre otras. En el
caso del pequeño Josemaría nunca llegó a saberse lo que
padeció porque los diagnósticos de entonces eran muy difusos. Lo cierto es que, pese a los continuos cuidados del
doctor Camps, siguió empeorando de aquel mal hasta quedar postrado en la cama.
—Pepe, la medicina ya no puede hacer nada más por el
niño –se lamentó un día el doctor Camps ante don José–.
Lo siento mucho.
Don José se inquietó al escuchar aquellas palabras.
Como tenía por costumbre consultar los asuntos importantes con algunos entendidos, pidió una segunda opinión
a otro médico y también amigo suyo: el homeópata don
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NURIA TORRELL
Santiago Gómez Lafarga. Y, cuando este le confirmó la
gravedad irreversible del pequeño, se dio por vencido.
No así la madre, mujer de fe recia en el poder intercesor de la Virgen, que empezó a rezar una novena a Nuestra
Señora del Sagrado Corazón pidiéndole la curación del
pequeño, al tiempo que le hacía una promesa: Si lo curas,
te lo llevo a Torreciudad.
Torreciudad era una antigua ermita mariana, ubicada
a 24 kilómetros de Barbastro, oculta entre las montañas y
de difícil acceso pues solo podía llegarse hasta allí haciendo el último tramo del camino a lomos de caballería
por una desdibujada y ascendente senda de montaña. Se
desconoce el motivo por el que la madre escogió ese remoto lugar de peregrinación cuando solo a unos 3 kilómetros de Barbastro se encontraba el santuario y monasterio benedictino de la Virgen del Pueyo, un lugar muy
apreciado por la familia Albás pues el padre de doña Dolores lo había comprado junto con otros particulares tras
la desamortización y había fallecido en una de sus celdas.
Es posible que pensase en Torreciudad porque aquella
advocación de la Virgen, como cantan sus gozos, se consideraba intercesora especial para la curación del mal de
Alferecía, una enfermedad grave, de difícil, variada y mal
definida etiología, que afectaba exclusivamente a los niños y que se consideraba la causa de una gran mortandad.
El niño siguió empeorando de aquel mal hasta una noche en que el doctor Camps dijo aparte a don José:
—Mira, Pepe, de esta noche, el niño no pasa.
Esa noche fue inolvidable para los Escrivá.
Al día siguiente, cuando el doctor Camps se presentó
en su hogar y preguntó a don José por la hora de la muerte
del chiquillo, se encontró con esta sorprendente respuesta:
—No solo no ha muerto, sino que ¡habla! Pasa y lo
verás.
14
SAN JOSEMARÍA
El doctor Camps se quedó completamente asombrado
en la puerta de la habitación al ver a su joven paciente de
pie en la cama, agarrado a los barrotes, sonriente, lleno de
vida y balbuceando torpes palabritas. En toda su trayectoria profesional no había visto nunca una curación tan rápida e inexplicable como aquella.
Poco después los padres cumplieron con la promesa de
llevarlo a Torreciudad. Muchas veces se habló en el hogar
de los Escrivá de aquel viaje, que hicieron como verdaderos peregrinos.
Una mañana se levantaron temprano y tomaron la diligencia que les llevó hasta El Grado, el pueblecito que hay
al pie de la ermita, desde donde continuaron el viaje a pie
con ayuda de una caballería. Doña Dolores montó al animal con el niño en brazos, mientras que don José, tomándolo por el ronzal, lo fue guiando por el viejo puente sobre
el río Cinca y, después, por los cortados y agrestes canchales de la ladera de la montaña en un difícil ascenso ya que,
en algunos momentos, el camino pasaba junto a barrancos hasta de 80 metros de profundidad, de modo que la
visión del río, allá en el fondo, se les empequeñecía. Doña
Dolores pasó miedo y vértigo en ese tramo del camino, según confesaría más adelante a su marido. Por fin llegaron
a un pozo de agua fresca en el que se reanimaban los peregrinos y, enseguida, a la pequeña ermita.
Entraron y, de rodillas ante la imagen de la Virgen,
dieron gracias a la Señora por la sorprendente curación
del niño y lo pusieron bajo su protección para que lo cuidara el resto de su vida.
De regreso a casa, doña Dolores dijo a su marido una
frase que resultaría profética y que repetiría en más ocasiones:
—Para algo grande ha dejado Dios al niño en la tierra,
porque estaba más muerto que vivo.
15
NURIA TORRELL
SUS PRIMEROS AÑOS
Por aquellos años Josemaría empezó a ir al parvulario
de las Hijas de la Caridad, situado en una bocacalle de la
calle Mayor, muy cerca de su casa. La familia Escrivá-Albás tenía una estrecha relación con esa congregación porque doña Dolores había estudiado en el colegio que estas
religiosas regentaban en Barbastro y una hermana suya,
Pascuala, acababa de profesar en esa orden.
El primer día de clase fue de la mano de su madre. Caminaba con gesto visiblemente contrariado, no por disponerse a comenzar una nueva etapa en su vida ni por tener
que luchar contra el frío e impetuoso viento del norte
–cierzo lo llaman en aquella tierra– que les zarandeaba
bruscamente de lado a lado, sino porque no le gustaba estrenar trajes ni llevar camiseta, y ese día le habían vestido
con todas esas prendas.
De los treinta y cinco niños y niñas que había en la
clase, él era de los pocos que sabía reconocer en la pizarra
las letras del alfabeto porque su madre se las había enseñado en casa. Todo lo que a doña Dolores le parecía importante, como rezar, dar las gracias, pedir perdón… se lo
inculcó ella. Labor del parvulario fue, sin embargo, iniciarle en la escritura, gracias a la paciencia de una de las
religiosas que lo llevó de la mano, así como a retener algunas nociones del catecismo.
El pequeño guardaría siempre en su memoria a una de
aquellas religiosas: sor Rosario Ciércoles, muy amiga de
su madre, de la que volvió a tener noticias sesenta años
después, cuando leyó en un libro histórico que había
muerto asesinada cerca de Valencia, a principios de la
Guerra Civil española. La pena le obligó a cerrar el libro y
no volvió a abrirlo. Rezó con lágrimas por aquella mujer
santa.
De aquellos años de parvulario, que transcurrieron
tranquilos y felices, recordaría también un pequeño y des16
SAN JOSEMARÍA
agradable incidente que le dejó una huella amarga: un día
fue acusado de haber pegado a una niña y no era cierto, él
nunca pegó a una niña. Cuando se defendió, ni las religiosas ni sus pequeños compañeros lo creyeron y experimentó por primera vez la injusticia. Desde entonces no
opinó nunca sobre una riña hasta no haber oído a ambas
partes.
Sin embargo, esa pequeña maledicencia no tuvo ninguna repercusión pues, el año que terminó el parvulario,
las religiosas le concedieron el premio a la aplicación y al
buen comportamiento.
De esos primeros años de infancia conservaba otros recuerdos.
Uno de ellos se remontaba a la víspera de Navidad. Era
la tarde del veinticuatro de diciembre y toda la familia se
encontraba reunida en la sala de estar poniendo el belén al
abrigo de un gran brasero de latón dorado cuyo ardiente
carbón templaba agradablemente la estancia. Fuera, en la
calle, el cierzo soplaba con tal ímpetu contra los balcones,
que hacía volar las cortinas.
Mientras el padre iba poniendo el belén bajo la atenta
mirada de su hija mayor, la madre, sentada en la mecedora con él en brazos, cantaba un villancico con voz sonora y agradable cuya letra decía que el Niño Jesús había
venido a la tierra para padecer.
Su canto se entrecortaba de vez en cuando con el timbre de la puerta. Era sábado y ese día de la semana los
pobres acostumbraban a pasar por las casas pidiendo limosna. Los Escrivá siempre les daban algo, nunca les decían que no tenían o que no podían. El padre se encargaba
de que así fuera separando previamente una cantidad que
la doncella les distribuía según iban llegando.
Una de las personas que llamó aquella tarde fue una
gitana que solía ir de vez en cuando a hablar con su madre, seguramente de algún asunto muy importante porque
17
NURIA TORRELL
doña Dolores la recibía en su alcoba para que nadie pudiera oírlas.
Como el pequeño Josemaría sentía curiosidad por saber quién era aquella mujer, acabó por preguntárselo a
doña Dolores; pero esta no satisfizo su inquietud porque
jamás habría revelado el estado de un alma a la que estuviera ayudando, discretamente, a conocer y amar la fe.
Tan solo le dijo:
—Hijo, es una mujer muy buena y está haciendo muchos sacrificios por su familia.
No ocurrieron más cosas ese día, a excepción del momento en que los padres bajaron a rezar la salve al vecino
oratorio de san Bartolomé, adosado a su casa, y él y su
hermana quedaron al cuidado de Paulina, una niñera muy
joven que tuvieron en aquellos años. Esta muchacha fue
testigo de cómo doña Dolores, y a veces también don José,
entraban cada noche y cada mañana en las habitaciones
de sus hijos a rezar con ellos unas oraciones cortitas y sencillas al Niño Jesús, a la Virgen y al Ángel de la Guarda.
Josemaría seguía el rezo de aquellas oraciones con la completa seguridad de que el Niño Jesús lo escuchaba.
De mayor, por las mañanas y por las tardes, no un día,
habitualmente, renovaba aquel mismo ofrecimiento que
aprendió de niño: «¡Oh Señora mía, oh Madre mía!, yo me
ofrezco enteramente a Vos...».
«JOSEMARÍA, VERGÜENZA SOLO PARA PECAR»
Después de Josemaría, nacieron tres niñas muy seguidas: Asunción, a la que llamaban familiarmente Chon, Lolita y Rosario.
La llegada de las pequeñas llenó el hogar de los Escrivá
de risas y llantos; obligó a doña Dolores a reorganizar las
habitaciones de la casa, a comprar camas y a multiplicar
su tiempo para atender a más hijos, y aumentó el número
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SAN JOSEMARÍA
de visitas para ver a las pequeñas. Iban a verlos especialmente los miembros de la familia de la madre, que eran
muchos.
Doña Dolores se esforzaba por enseñar a sus hijos a
recibir a todas las visitas con amabilidad, lo que quería
decir que debían recibirlos en el salón principal bien arreglados y darles un beso y las gracias por los dulces que solían llevarles. Carmen no tenía ningún inconveniente en
seguir este ceremonial, paso a paso, porque era una niña
muy simpática, sonriente, cariñosa y hasta les mostraba
una pequeña jaula con un pajarito que le había comprado
su padre. En cambio, Josemaría huía de las visitas y se escondía debajo de la cama para que no le vieran. Le resultaban molestas las señoras mayores porque entonces se
arreglaban la cara con unos polvos pastosos que le dejaban manchada la suya. Huía especialmente de una parienta de la madre que tenía –según decía él– ¡bigote! y
cada vez que le daba un beso le pinchaba. La niñera era la
única que lo defendía de tales asaltos.
—Señora, ¡que le sacan lustre con tanto beso! –se quejaba a la madre.
En cambio, doña Dolores, cada vez que esa parienta
suya les anunciaba su llegada, se le acercaba suspicazmente, como quien va a preparar un complot, y le decía:
—Josemaría, esta tarde vendrá a vernos aquella parienta mía. ¿Sabes de quién te hablo?
—Sí, madre –respondía el niño resignado.
—Pues recuerda que no podemos hacerla reír porque
se descascarilla.
Él se reía con ganas y aseguraba a su madre que saldría a saludarla. Pero, cuando oía el timbre de la puerta, la
vergüenza se apoderaba de tal manera de él, que corría a
esconderse bajo su cama; no le servía de nada porque
doña Dolores iba a buscarlo con un bastón de los de su
marido, daba unos golpecitos en el suelo y el pequeño sa19
NURIA TORRELL
lía de su escondite, más por miedo al bastón que por otra
cosa.
—Josemaría –le amonestaba esta–, vergüenza solo
para pecar.
Gracias a la tenacidad de su madre, el pequeño acababa sentado en el sofá del salón junto a ella, con la cara
salpicada de polvos blancos y escuchando los comentarios
de las visitas.
En esos años de crisis no se hablaba de otra cosa en los
corrillos familiares y en las tertulias de casinos y cafés que
de la cuestión social, que tanto estaba preocupando a la
Iglesia desde su origen y que había inspirado al papa León
XIII la encíclica Rerum novarum, en la que, entre otras cosas, apelaba a los católicos a socorrer a los más desfavorecidos. En Barbastro hubo quienes, haciéndose eco de este
llamamiento, habían abierto comedores de caridad, roperos y círculos benéficos. En esta línea, don José Escrivá
colaboraba con el Círculo Católico de Barbastro, promovido por Mauricio Albás, un hermano de doña Dolores,
destinado a socorrer a los obreros en caso de necesidad.
Otros asuntos que ocuparon la atención de aquellas visitas
fueron el atentado anarquista perpetrado contra el rey Alfonso XIII el día de su boda y la Semana Trágica de Barcelona.
Doña Dolores no mediaba mucho en esas reuniones;
más bien escuchaba y, cuando daba su opinión, solía resumirla en dichos y refranes más que en largas parrafadas o
pesadas amonestaciones.
De vez en cuando las visitas interrumpían la conversación para dirigir alabanzas a la señora de la casa.
—Lola, ¡qué casa tan bien puesta tienes! ¡Y qué niños
tan ricos!
—Dios nos los ha dado –respondía ella–. A nosotros
toca educarlos.
20
SAN JOSEMARÍA
SU MADRE LO TRATABA CON CARIÑO Y FORTALEZA
Doña Dolores Albás Blanc había nacido en Barbastro;
procedía de una de las familias de la nobleza altoaragonesa, oriunda de Aínsa y era la penúltima de once hermanos. Tal vez por este cúmulo de circunstancias o porque
Dios le había otorgado excelentes capacidades organizativas, sabía dirigir con inteligencia y eficacia el trabajo de
una casa de mucho jaleo y de muchos chicos.
Al igual que su madre, la abuela Florencia, se levantaba muy temprano, antes que las personas del servicio; se
aseaba y arreglaba al gusto de la época, con vestidos largos y el cabello recogido en un moño sobre la cabeza; y se
daba una vuelta por la casa antes de organizar el trabajo
con las chicas del servicio. Estas la querían como a una
madre ya que, además de enseñarles a realizar el trabajo
del hogar, les enseñaba a leer, a escribir y las nociones básicas del catecismo. Era especialmente habilidosa en las
labores de costura: bordados, vainicas, cadenetas… y en la
elaboración de dulces. El día de su santo, Viernes de Dolores, preparaba un postre típico de Barbastro, los crespillos,
que no era otra cosa que simples hojas de espinacas rebozadas con harina y huevo y espolvoreadas con azúcar.
A sus hijos los educó, más que con su palabra, con su
ejemplo; a través de él les infundió valores como el orden,
el trabajo, la generosidad, la honestidad… y, sobre todo, la
sinceridad. No les permitía que dijesen mentiras, que se
engañasen a sí mismos ni que hablasen mal de los demás.
Ella tampoco incurría en tales debilidades. Si no podía decir algo bueno de alguien, callaba. Por eso, cuando Carmen o Josemaría le contaban algún asuntillo del colegio
en el que algún profesor o compañero no quedaba bien
parado, les contestaba con frases como estas: «lo habrás
entendido mal» o «hay quien no termina de explicarse
bien»; de este modo iba acostumbrándolos a pasar por
21
NURIA TORRELL
alto los errores y limitaciones de los demás y a quedarse
solo con lo que tuvieran de bueno.
Tampoco les consentía el desorden. Cada vez que veía
algún abrigo abandonado en los sillones o sobre las camas, les indicaba serenamente y una sola vez: «Carmen,
Josemaría, llevad vuestros abrigos al perchero. Los demás
no están para ordenar lo que desordenamos nosotros».
Y menos aún les dejaba entrar en la cocina a picar las
deliciosas patatas fritas que hacía la cocinera, una mujer
muy buena llamada María. Pero es sabido que los dos hermanos se las ingeniaban para entrar en la cocina y tomar
las patatas mientras le decían a María:
—María, cuéntanos el cuento.
—No deberíais estar aquí, niños –les recordaba esta.
Pero, una vez que los veía sentados a la mesa frente a ella,
con los carrillos hinchados de las sabrosas patatas y los
ojos atentos a sus palabras, la buena mujer sonreía y empezaba a contar el único cuento que sabía y cuyo argumento hacía referencia a unos ladrones que huían con un
botín a cuestas. Aquella mujer lo contaba con tal viveza
que, más de una vez, habían tenido la impresión de que
los ladrones estaban cerca.
María hacía la misma comida para todos por indicación de doña Dolores. Un día hizo un plato que no era del
gusto del pequeño Josemaría. Cuando la doncella lo sacó a
la mesa en una fuente, lo miró muerto de hambre, apretó
los dientes de rabia y guardó silencio porque sabía que no
le harían otra cosa. Después de que doña Dolores hubiera
servido los platos a todos, él se mantuvo serio frente al
suyo, sin probarlo, oliendo con desagrado aquella comida
y sintiendo un hambre tremenda que le retorcía el estómago. Su madre le lanzaba miradas de reojo mientras hablaba con su marido de la posibilidad de que Carmen
aprendiera a tocar el piano.
—¿No quieres comer? –le preguntó por fin esta.
22
SAN JOSEMARÍA
—¡No! –respondió él arrojando el plato contra la pared, que se rompió en mil pedazos.
Sus padres, aunque lo reprendieron, permanecieron
sentados a la mesa siguiendo el orden de la comida hasta
el final, y, al levantarse, la madre indicó a la doncella:
—Recoja los trozos y limpie todo menos la mancha de
la pared. La dejaremos hasta el sábado.
El pequeño pasó tanta vergüenza hasta ese día que
nunca más se le ocurrió rebelarse con esa violencia.
«LOS BLANCOS AÑOS DE MI NIÑEZ»
A los seis años pasó a estudiar al colegio de los padres
escolapios, ubicado también muy cerca de su casa, exactamente en la plaza del Ayuntamiento esquina con la calle
Mayor.
Ese centro educativo fue el primero que los escolapios
levantaron al llegar a España porque su fundador, san
José de Calasanz, había nacido en Peralta de la Sal, un
pueblo cercano a Barbastro. Pese a la antigüedad del edificio –databa de 1677–, se conservaba en buen estado y era
amplio y espacioso. Constaba de numerosas aulas, biblioteca con más de 4000 volúmenes, observatorio meteorológico, salón de actos, zona para alumnos internos y una bella iglesia adosada del barroco clasicista.
Allí el pequeño Josemaría cursó la enseñanza primaria
y los primeros cursos del bachillerato, y adquirió tan
buena base humanística y científica que le permitió seguir
más adelante con estudios superiores.
Aquellos años fueron también muy felices. Cuando se
refería a ellos, los denominaba: «los blancos años de mi
niñez». No es difícil imaginar lo que quería decir con esta
expresión.
Todos los días, a la salida del colegio, corría a su casa
para llegar cuanto antes y esperar a sus amigos para jugar.
23
NURIA TORRELL
El jaleo que se organizaba en el hogar de los Escrivá era
considerable, pero no lo suficiente como para frenar la visita de la abuela Florencia, que, audaz y decidida como
sus once hijos, solía ir a verlos a esa misma hora.
Doña Dolores pasaba la tarde con ella y con la más pequeña de las niñas, Rosario, en la sala de estar, ocupada
siempre con alguna labor de costura en sus manos, lo que
no le impedía recibir cariñosamente a los amigos de sus
hijos, ocuparse de que les dieran a todos merienda –generalmente chocolate con naranjas– y mandarlos a jugar al
cuarto de los juguetes, al que familiarmente llamaban la
leonera porque era la única habitación de la casa en la que
consentía el desorden mientras jugaban. Allí los hermanos
Escrivá guardaban todos los juguetes, desde las muñecas
de porcelana de las niñas hasta los rompecabezas, bolos y
soldaditos de plomo del niño. Había también un caballito
de cartón con ruedas con el que jugaban todos los hermanos, y los ejemplares de Chiquitín, una revista infantil a la
que don José había suscrito a su hijo y este leía con gusto.
Algunas tardes los amigos de Josemaría, los hermanos
Esteban, los Cagigós, los Lacau, los Fantoba y Martín
Sambeat, entre otros, coincidían con las amigas de Carmen: Esperanza y Adriana Corrales, las de Cortés y otras.
No solían jugar juntos porque las niñas –algo mayores que
ellos– preferían disfrazarse con unos trajes antiguos que
doña Dolores guardaba en un baúl del pasillo, mientras
que los varones, con sobrante energía y faltos de espacio,
optaban por los juegos de acción: los bolos y las batallas.
Los avisos de la madre y de alguna de las chicas para que
no hiciesen ruido y molestasen a la abuela Florencia eran
frecuentes; y los intentos de estos por conquistarlas para
su causa, también.
Cuando los amigos de Josemaría se marchaban, este
entretenía a sus hermanas pequeñas dándoles vueltas en
el caballito alrededor de la leonera por turnos. Las niñas
disfrutaban muchísimo, pero eran tan pequeñas que no se
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SAN JOSEMARÍA
aclaraban con las tandas y terminaban discutiendo: «Me
toca a mí» –decía una–. «No, me toca a mí» –replicaba la
otra–. Josemaría resolvía la situación dándoles un suave
tirón de trenzas a las dos y diciéndoles:
—Basta de discusiones. Os daré una vuelta más a cada
una y en paz. ¿De acuerdo?
Las pequeñas aceptaban las condiciones de paz y volvían felices al juego. Pero si a su hermano se le ocurría la
feliz idea de alargarles el trayecto en caballito por todo el
pasillo y llegar a la sala de estar, lo más probable era que
su abuela Florencia, que solía tener dolor de cabeza a esas
horas de la tarde, gritase al verlos: «¡Idos a Pekín!». Josemaría sabía que, al oír esa consigna, debía dar rápidamente media vuelta al animal y regresar a la leonera.
Al final de la tarde, cuando las niñas ya estaban cansadas, Josemaría se sentaba en un sillón y les contaba historias de miedo que él mismo inventaba sobre la marcha.
Carmen y sus amigas se unían al pequeño grupo. Josemaría se divertía viendo las caras de temor que ponían sus
espectadoras.
Entre los recuerdos de aquel tiempo conservaba vagamente el de un compañero del colegio, al que algunos llamaban patas puercas, con el que se peleó un día a la hora
del recreo y salió tan desastrado que la niñera se asustó
cuando fue a buscarlo. A pesar de que su madre lo curó en
casa con un ungüento especial de farmacia, al anochecer y
acercarse la hora en que llegaba su padre del trabajo, los
golpes habían subido a un tono amarillo intenso y se habían inflamado.
—¿Qué ha pasado, hijo? –le preguntó al entrar en la
sala y verlo en aquel lamentable estado.
—Me he peleado con un compañero –contestó sin dar
más explicaciones.
—Ahora me lo cuentas –le indicó el padre.
Don José saludó a su mujer, se sentó en su sillón frente
a ella y encendió un cigarrillo. Con una mirada interro25
NURIA TORRELL
gante preguntó a doña Dolores qué había pasado y esta,
que estaba cosiendo, le dio a entender con un simple gesto
negativo de cabeza que no era nada importante.
—Así que te has peleado con un compañero –observó
por fin don José dirigiéndose a su hijo–. Cuéntame qué ha
pasado.
Tras relatarle lo sucedido, su padre le preguntó:
—¿Y te ha convencido? ¿Le has convencido tú a él con
tus golpes?
—No –contestó Josemaría después de haberlo pensado.
—Pues has aprendido una buena lección –resumió el
padre–. Las peleas no convencen al contrario, solo sirven
para crear distancias. Ahora estás más lejos de tu compañero que esta mañana. Si quieres recuperar su estima y su
respeto, haz las paces con él.
Cuando don José apagó el cigarrillo, tomó su rosario y
empezó a rezarlo en voz alta caminando lentamente por la
sala. Doña Dolores lo rezó con él y Carmen y Josemaría
los acompañaron en el primer misterio, tras el cual se fueron corriendo a jugar.
Don José no volvió a hablar a su hijo de esa pelea. Era
muy expeditivo y, una vez que había zanjado un asunto,
no le daba más vueltas.
SU PADRE ERA SU MEJOR AMIGO
Don José Escrivá y Corzán había nacido en Fonz, un
pueblo cercano a Barbastro, y fue el último hijo de seis
hermanos, de los que vivieron cuatro: Josefa, Teodoro,
Jorge y José.
Su familia, aunque había emparentado con la de doña
Dolores en generaciones anteriores –ambos eran primos
en tercer grado–, carecía de la alcurnia y posición económica de los Albás: las propiedades de los Escrivá en Fonz
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SAN JOSEMARÍA
se limitaban a una casa y a unas pocas tierras de cultivo
en los alrededores. Sin embargo, gozaban de fama de
gente honrada en la comarca, tal es así que el padre de
don José, además de administrar sus tierras, ejerció durante un tiempo de Juez de Paz de Fonz, cargo que le otorgaron los vecinos del lugar por su integridad.
Cuando don José llegó a la edad de labrarse un futuro,
su padre, que ya estaba costeando estudios de Teología al
mayor de sus hijos varones, Teodoro, y tenía previsto cubrir estudios de medicina al siguiente, Jorge, le propuso ir
a Barbastro para abrirse camino como comerciante, propuesta que aceptó de buen grado.
En Barbastro entró a trabajar en uno de los comercios
de tejidos más grandes e importantes de la ciudad, conocido popularmente como Casa Servando. Su propietario,
don Cirilo Latorre, un señor próximo a la jubilación, le enseñó todo lo referente al negocio y, cuando se jubiló, le
vendió el comercio, que don José adquirió en unión con
otros dos socios.
Don José no tardó en integrarse en la vida social de la
ciudad. Todos los miércoles por la tarde acudía al casino
La Amistad a jugar a las cartas y a entablar un rato de animosa tertulia con otros jóvenes de su edad, entre los que
se encontraba el doctor Camps; asistía a sus fiestas y bailes, y visitaba a sus escasos parientes, entre los que se encontraban los Albás Blanc.
Josemaría admiraba mucho a su padre, le gustaba llamarse como él e incluso pedía a su familia que lo llamaran
solo José; pero este capricho del nombre simple le duró
poco pues no tardó en unir sus dos primeros nombres,
José y María, en uno solo porque le gustaba más.
De niño lo esperaba sentado en uno de los balcones
que daban a la plaza del mercado con las piernas colgando
de los barrotes y saludando con la mano a los transeúntes;
y, cuando lo veía aparecer por el fondo de la plaza, estallaba en gritos de alegría. Su padre, que iba siempre bien
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NURIA TORRELL
vestido, al estilo burgués de la época, con traje, sombrero
y bastón, le correspondía con una discreta y amorosa sonrisa bajo su bigote de puntas engominadas, al tiempo que
se le acercaba con paso tardo y grave, acompañándose del
bastón. La prisa, la precipitación que caracterizaría a los
hombres de épocas posteriores, hubiera sido interpretada
en aquellos tiempos como señal de atolondramiento.
De más mayor le dejaban ir a buscarlo a la tienda a la
hora del cierre. Si iba corriendo, podía llegar en menos de
un minuto atravesando la plaza del Mercado y doblando
después por la esquina que daba a la calle General Ricardos, donde estaba la tienda.
Antes de entrar, inhalaba con agrado el delicioso olor a
chocolate que emanaba del pequeño obrador que había en
el semisótano del local y, al abrir la puerta, sonreía con
satisfacción al encontrar a su padre y a los tres jóvenes
dependientes en plena recogida. Su llegada era muy bien
acogida por estos, que solían ser chicos muy jóvenes venidos de las zonas más pobres del campo en calidad de
aprendices y en busca de techo y comida a cambio de su
trabajo. Don José se ganaba rápidamente su afecto porque
los trataba como un padre y se entretenía con ellos el
tiempo que necesitase para enseñarles todo lo que conllevaba aquel oficio: desde presentarse al público aseados y
con la bata limpia y abrochada, hasta hacer las cuentas;
también se ocupaba de darles alojamiento en un piso que
había sobre la tienda y de proporcionarles el traje, la comida y todo aquello que pudieran necesitar: dentista, peluquero, viajes a sus casas… y, además, les formaba para
que fueran hombres de bien y buenos cristianos. Como se
sabía responsable ante Dios de sus cuerpos y de sus almas,
todos los años les costeaba unos ejercicios espirituales, a
los que él no asistía para dejarlos en libertad.
En aquellos tiempos los dependientes ya formados solían marcharse a trabajar a las nuevas e incipientes fábricas textiles que se abrían en Madrid y Barcelona, donde
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SAN JOSEMARÍA
ganaban mejor sueldo y podían pensar en casarse y formar una familia. Todos los chicos que salieron del comercio de don José hacia esas ciudades siguieron manteniendo correspondencia con él.
—Hola, hijo –lo saludaba su padre con un beso–. ¿Me
ayudas a hacer la recaudación?
Eso era lo que más le gustaba. Sentado junto a él en
una banqueta alta que le acercaban los dependientes, observaba con ojos atentos cómo su padre apuntaba en un
libro cada asiento y cómo contaba las monedas y billetes
de la caja por separado enseñándole, de paso, a sumar y a
restar. A don José le gustaba la exactitud, que las cuentas
cuadrasen. Al terminar, don José daba unas monedas a
sus empleados para que se tomasen una cerveza, se despedía de su socio y salía de la tienda con su hijo.
No siempre regresaban a casa. En otoño daban un rodeo por el Coso, donde don José compraba un puñadito de
castañas calientes que se guardaba en el bolsillo del gabán
y, cuando Josemaría metía la mano para tomar una, solía
encontrarse con un fuerte apretón de la suya.
Los días de fiesta padre e hijo salían de paseo. Unas
veces iban a las orillas del río Vero, a un camino al que
llamaban los tapiados porque en sus laderas había unas
viñas que habían tenido que ser tapiadas por sus dueños
para protegerlas del viento y evitar el paso de la gente;
otras, caminaban hasta la estación para ver los trenes de
mercancías; otras, apretados entre la gente, paseaban por
las ferias anuales de ganado. Charlaban entonces de muchas cosas. Josemaría le abría su corazón de par en par y
aprovechaba esos ratos para preguntarle todo lo que un
chico se va cuestionando según crece. Don José le tomaba
siempre en serio y le respondía con claridad y sin tapujos.
Tenían gran confianza el uno en el otro. Josemaría no tuvo
que recurrir nunca a sus compañeros para saber cosas de
la vida. Su padre era su mejor amigo, su maestro, su modelo, su roca, su baluarte.
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NURIA TORRELL
LA PRIMERA CONFESIÓN
Los domingos, al ser días de descanso y de vida familiar más intensa, los Escrivá se levantaban un poco más
tarde que de costumbre e iban a oír misa a la catedral.
De camino hacia ella por la calle Mayor, solían encontrar a un pobre cojo sentado a la puerta del palacio episcopal pidiendo limosna con la mano extendida. Su padre se
conmovía al verlo, tomaba rápidamente unas monedas de
su bolsillo y se las entregaba para que se las diera al pobre.
Luego, el pequeño corría hasta la puerta de la catedral
(tan fea por fuera y tan hermosa por dentro, como el corazón de aquella tierra, bueno, cristiano y leal, oculto tras la
brusquedad del carácter baturro). Allí tomaba con los dedos agua bendita de la pila y se la ofrecía a los suyos, que
lo seguían por detrás, a paso de domingo, mezclados con
otras familias.
Un día su madre le preguntó:
—Josemaría, ¿quieres confesarte?
—Sí –afirmó sin dudarlo. Había cumplido los seis
años e imitaba todas las costumbres de su padre.
Días después doña Dolores lo llevó a su confesor, el padre Enrique Labrador (un escolapio muy bueno y muy
santo, ya mayor, que confesaba en la iglesia de su colegio)
y lo ayudó a hacer el examen de conciencia diciéndole en
voz baja posibles pecados de pensamiento, palabra, obra y
omisión que cualquiera puede cometer si no se acoge a la
ayuda de Dios. Josemaría la escuchó y se quedó asombrado al comprobar lo que su madre sabía de todas esas
batallas que él ya libraba secretamente en su alma de niño
y de las que procuraba salir victorioso para no ofender a
Dios, aunque no siempre lo conseguía.
Una vez preparado, se dirigió al confesonario por el
lado de los hombres, o sea, por delante; se arrodilló y desapareció de la vista del religioso, de lo pequeño que era. El
padre Labrador tuvo que abrir la portezuela y pedirle que
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SAN JOSEMARÍA
se pusiera de pie. Así lo hizo. Y en esa postura le manifestó
sus pecados, uno a uno, con la sospecha de que aquel sacerdote no lo estaba tomando en serio porque lo escuchaba
con una media sonrisa que no le gustó nada. Sin embargo
le dio unos consejos finales que, por primera vez, llenaron
su alma con la alegría y la paz del Espíritu Santo.
—¿Quieres que te ayude a rezar la penitencia? –se le
ofreció su madre al regresar con ella.
—¡No! –respondió él inmediatamente–. Me ha dicho el
confesor que me des un huevo frito y esa penitencia la
cumplo yo solo.
Su madre sonrió y, más adelante, cuando contaron al
padre la curiosa penitencia, soltó este tal carcajada que
acabó por contagiarlos a todos.
AL LLEGAR EL VERANO
Al llegar el verano los Escrivá se trasladaban con la
abuela Florencia a Olvena, un pueblo cercano a Barbastro,
para pasar unas semanas con el párroco de aquel lugar,
don Vicente Albás, uno de los dos hermanos sacerdotes de
doña Dolores.
Don Vicente era todo un personaje en aquel lugar. Sobrio, cultivado, de aspecto distinguido –como todos los Albás–, agradable de trato y muy entregado a su tarea sacerdotal, disfrutaba con la presencia en su casa de esta parte
de la familia y manifestaba el cariño que tenía a su sobrino llevándoselo a la catequesis que daba a los chicos
del pueblo.
Tras esas semanas de descanso, los Escrivá partían hacia Fonz solos, sin la abuela Florencia. Allí pasaban el
resto del verano en casa de la madre de don José, doña
Constancia, que había enviudado varios años antes y vivía
ahora con dos de sus hijos, Josefa y Teodoro. Los tres les
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NURIA TORRELL
aguardaban encantados porque Josemaría y sus hermanas
eran sus únicos nietos y sobrinos.
En Fonz les esperaban también los Barones de Valdeolivos, grandes amigos de don José y de doña Dolores desde
la infancia, y sus cuatro hijos, de edades parecidas a las de
Josemaría y sus hermanas. Ambas familias mantuvieron
una sólida amistad tanto en la prosperidad como en la adversidad.
Los pequeños aprovechaban ese tiempo de vacaciones
para jugar y hacer excursiones a los campos de los alrededores. Era la época de la siega y a Josemaría se le quedaron muy grabadas las imágenes de los segadores recogiendo el trigo de los campos y almacenándolo después en
gavillas, así como las de sus mujeres llevándoles la comida
y el vino al mediodía.
Los mayores, por su parte, se reunían al caer la tarde
para dar largos paseos o mantener animadas tertulias. La
crisis económica, la filoxera, los hijos... ocupaban la mayor parte de sus conversaciones. Es posible que alguna vez
hubieran hablado de un título nobiliario, el del Marquesado de Peralta, que correspondía heredar a la familia
tanto por parte de la rama Escrivá, que emparentaban con
los Corzán, como por la de Albás, que tenía el apellido
Blanc. Don José y el barón eran hombres instruidos, por
lo que también recordarían a sus paisanos ilustres, como
al obispo Pedro Cerbuna1 o a san José de Calasanz.
—San José de Calasanz es pariente lejano mío –declaraba don José muy orgulloso, aunque no aclaraba la línea
por la que le correspondía este parentesco: en cualquier
caso era por una de las dos abuelas maternas aragonesas:
Corzán o Zaidin...
A Josemaría le llamó la atención desde niño la figura
de san José de Calasanz por las sucesivas contradicciones
1 Natural de Fonz y fundador de la universidad de Zaragoza a fines del
siglo XVI, en la que estudiaría san Josemaría.
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SAN JOSEMARÍA
que el Señor fue permitiendo en su vida. En efecto, después de haber puesto en marcha las primeras escuelas gratuitas de Europa para niños pobres: las Escuelas Pías; de
haber iniciado con un grupo de hombres la que más adelante sería la orden religiosa de los escolapios; y de haber
llevado una vida ejemplar al servicio de la orden que se iba
extendiendo por Europa con muchos frutos apostólicos, el
santo tuvo que sufrir unas maniobras injustas dentro de la
misma orden que fueron asumidas incomprensiblemente
por la Inquisición, hasta el punto de ser destituido de su
cargo de superior general; más tarde, fue incluso suprimida la misma orden. Ocho años después de la muerte del
santo –murió con noventa años–, el papa Alejandro VII rehabilitó justamente la orden de las Escuelas Pías.
La abuela Constancia, que rondaba los ochenta años y
tenía la misma bondad y sonrisa que don José, pasaba la
mayor parte del tiempo sentada en un sillón junto a la chimenea rezando el rosario. Carmen solía preguntarle:
—Abuelita, ¿por quién está rezando hoy?
—Por muchas cosas, entre ellas por vosotros –respondía esta–. Pido a la Virgen que os proteja toda la vida y que
os conduzca hacia el cielo.
—Ayer rezó usted por lo mismo –intervenía el pequeño
Josemaría, mucho menos delicado en sus observaciones
que su hermana.
—Josemaría –le contestaba esta sin perder su sonrisa–, todo lo que pidas a Dios debes acompañarlo siempre
de mucha perseverancia. Así verá que tienes un interés
muy grande en que salga y también lo pondrá él.
La tía Josefa sonreía con estos comentarios. Era también una señora muy buena, no se había casado y cuidaba
de su madre y de sus hermanos. A Carmen y a Josemaría
les dejaba entrar en la cocina mientras el pan se iba cociendo en el horno. Al pequeño le impresionaba que un
insignificante trozo de levadura fuera capaz de hinchar
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NURIA TORRELL
toda la masa y de dar a aquel pan toda su calidad e importancia.
Como puede verse, en la familia Escrivá-Albás había
vocaciones de sacerdotes y de religiosos. Doña Dolores
también se había planteado de jovencita si Dios querría
que fuese religiosa pero, como se mareaba al poco tiempo
de estar arrodillada, dedujo que Dios no la llamaba por ese
camino de perfección. Josemaría, por el contrario, nunca
pensó que el sacerdocio fuese para él hasta que llegó el
momento señalado por Dios. Su modelo de vida era su padre: quería parecerse a él y ser como él.
DIOS FUE A SER EL DUEÑO DE SU CORAZÓN
En aquel tiempo, en Aragón, los niños solían hacer la
primera comunión el día de su patrón, san Jorge, veintitrés de abril, a partir de los doce años. Pero el Santo Padre
Pío X, en el Decreto Quam singular, dado el 8 de agosto de
1910, determinó que la edad de la discreción debía entenderse a partir de los siete años. Al aplicarse estas disposiciones en España tras el Congreso Eucarístico Internacional de Madrid de 1911, Carmen y Josemaría pudieron
adelantar su primera comunión: ambos la hicieron con
diez años. Ese fue uno de los motivos por los que guardó
una gran veneración a este Papa, canonizado más tarde
por Pío XII.
Josemaría quería hacer la primera comunión porque
un fuerte deseo de su alma le empujaba al encuentro de
Jesús sacramentado.
El padre Manuel Laborda, un escolapio piadoso, de
avanzada edad y muy jovial, al que los alumnos llamaban
padre Manolé, preparó a toda su clase para recibir este sacramento enseñándoles el catecismo y algunas oraciones
vocales que les fueron de gran provecho, como la Comunión Espiritual, que dice así: «Yo quisiera, Señor, recibiros
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SAN JOSEMARÍA
con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre, con el espíritu y fervor de
los santos».
Josemaría siguió rezando esta oración el resto de su
vida y la recomendó vivamente a sus hijos.
Al arrancar el mes de abril de 1912, Josemaría empezó
emocionado la cuenta atrás con ayuda de un calendario.
Ningún acontecimiento pudo perturbar su espera, ni siquiera una inesperada y trágica noticia, ocurrida a mediados de mes, que conmocionó al mundo entero: el transatlántico Titanic, el mejor barco inglés a vapor de cuantos
surcaban los mares, se había hundido en aguas del Atlántico tras haber chocado con un iceberg. Aquella nave tenía
el casco de acero, medía 269 metros de eslora y sus constructores habían asegurado que no se hundiría. Según reflejaban los periódicos, el lujoso barco navegaba a toda
máquina –se había impuesto el desafío de hacer el trayecto
de Inglaterra a Estados Unidos en cuatro días–, cuando al
tercer día chocó contra un gigantesco iceberg que le produjo una profunda hendidura en el casco, lo que provocó
su posterior hundimiento. De las dos mil personas que
iban a bordo solo pudieron salvarse setecientas porque no
había suficientes botes salvavidas. La tragedia fue ampliamente comentada en los casinos y cafés de Barbastro así
como en el colegio de los Padres Escolapios, donde el padre Manolé dijo a sus alumnos que rezaran por las almas
de las víctimas para que estas pudiesen presentarse ante el
Señor acompañados de sus oraciones.
Por fin llegó la víspera de su comunión. Doña Dolores,
que había mandado hacer un traje nuevo para su hijo, pidió también a un peluquero que fuera a casa a arreglarle el
pelo porque se estilaba que los niños llevaran bucles, como
reflejaron Renoir y otros pintores de esos años en sus cuadros.
—Madre, ¿cree que hace falta que venga un peluquero? –le preguntó durante la comida con la remota es35
NURIA TORRELL
peranza de que cambiara de opinión. No le hacía ninguna
gracia que le arreglaran el pelo.
—Sí, hijo –contestó esta a la vez que intentaba multiplicar los muslos de un gran pollo para sus hijos; era la
parte del animal que más les gustaba.
El peluquero llegó por la tarde con un maletín. Una de
las chicas le hizo pasar al cuarto de baño. Josemaría acudió enseguida y le saludó con un apretón de manos.
Mientras aquel hombre sacaba del maletín los utensilios para su trabajo, él, con una toalla sobre los hombros,
se sentó en una banqueta frente al espejo, por el que veía
los movimientos de aquel hombre. El peluquero le dio
conversación al tiempo que ponía a calentar unas tenacillas. Cuando estuvieron listas, comenzó su tarea; saltaba a
la vista que dominaba ese oficio por el artístico movimiento de sus manos. Todo estaba yendo bien hasta que,
en un descuido, el peluquero le acercó demasiado las tenacillas a la cabeza y le produjo una dolorosa quemadura:
—¡Ay! –se quejó.
—¡Lo siento mucho! –se disculpó el peluquero inmediatamente y bastante contristado–. Ha sido sin querer.
—No se preocupe –atajó él intentando sonreír y poniendo cara de que no había pasado nada para que no sufriera.
Pudo disimular y aguantar el dolor de la quemadura
hasta pasados un par de días, cuando su madre la descubrió.
—¿Por qué no has dicho nada? –le preguntó.
—Pero si no tiene importancia –contestó despreocupadamente.
Y llegó así el día de su primera comunión. Se levantó
con los nervios del principiante y el amor que cabe en el
corazón de un niño. Una vez arreglado y sin haber tomado
alimento alguno desde la noche anterior para vivir el
ayuno eucarístico que prescribía entonces la Santa Madre
Iglesia, se dirigió con su familia a la iglesia del colegio. Por
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SAN JOSEMARÍA
la calle Mayor se encontró a otros compañeros con sus familias. Era un día de fiesta para todos.
Durante la celebración de la santa misa se mantuvo
muy atento, y puso más cuidado en el momento en que,
arrodillado en el comulgatorio entre sus compañeros, recibió de manos del sacerdote la hostia santa en su boca. De
regreso a su sitio, transmitió al Señor unas peticiones que
guardaba en su corazón: Cuida de mi familia –le pidió–, en
especial de mi hermana Rosario, que ya está contigo en el
cielo. En cuanto a mí, dame la gracia de no abandonarte
nunca.
Más adelante descubriría que, desde aquel instante,
Dios, por deseo propio, sin mérito alguno por su parte,
vino a ser el dueño de su corazón.
«EL PRÓXIMO AÑO ME TOCA A MÍ»
Tres meses después de su primera comunión se fue al
cielo la penúltima de sus hermanas, Lolita, que tenía cinco
años.
Sus padres reaccionaron con la misma serenidad y fortaleza sobrenatural con que lo habían hecho un año antes
a la muerte de la más pequeña: sin lágrimas ni lamentos
por la casa. Todo lo contrario; se esforzaron por seguir la
vida normal en el hogar. Ninguno de ellos modificó sus
costumbres ni se ablandó ante los compasivos pésames de
sus parientes y amigos que fueron a visitarles para acompañarles en aquel dolor.
Josemaría vio muchas veces a su madre sentada en el
sillón del salón principal, vestida de luto, narrando serenamente la muerte de la niña a sus parientes con palabras
llenas de fe: «la vida es una dádiva divina –les decía– que
Dios nos da y nos retira cuando estima que ha llegado
nuestro mejor momento. Ahora las niñas nos ayudarán
desde el cielo».
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NURIA TORRELL
Sin embargo él se rebeló. La muerte de sus hermanas
pequeñas había dejado un vacío helador en la casa. No entendía por qué Dios se las había llevado con Él al cielo con
lo bien que estaban con ellos en la tierra, y mucho menos
comprendía la actitud cristiana de sus padres conformados siempre, sin aparente esfuerzo, con la voluntad de
Dios.
Uno de esos días, María, la hija mayor de los barones
de Valdeolivos, que se encontraba en Barbastro visitando
a su abuela, fue a su casa a jugar con ellos. Doña Dolores,
tras saludar cariñosamente a la pequeña, envió a toda la
chiquillería a la leonera, donde las niñas decidieron jugar
a levantar un castillo con las cartas de una baraja.
—¿Juegas con nosotras, Josemaría? –le preguntó Chon
desde un extremo de la mesa con tono de complicidad.
Tras la muerte de las dos pequeñas, los tres hermanos mayores habían quedado más unidos.
— No. No juego –respondió él desde el otro extremo–.
Levantad vosotras el castillo, que yo vigilaré desde aquí
para que no os moleste nadie.
Las niñas empezaron a colocar las cartas sobre la
mesa cuidadosamente. El primer piso les aguantó muy
bien pero se derrumbó al intentar levantar el segundo. No
se dieron por vencidas y comenzaron de nuevo. Carmen y
Chon eran muy tenaces. Por fin, después de tres intentos,
consiguieron levantar un gran castillo de cuatro pisos que
se aguantaba perfectamente sobre la mesa. Todas contenían la respiración y movían los brazos con júbilo.
—¡Lo hemos conseguido! –exclamó Carmen hablando
con un cuidado extremo.
Entonces Josemaría, agitado como estaba por la
muerte de sus hermanas, sin pensarlo, se levantó y les tiró
el castillo de un manotazo. Las niñas se quedaron desconcertadas. Chon le miró con los ojos vidriosos y María, que
era un poco más pequeña que Chon, comenzó a hacer pucheritos.
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SAN JOSEMARÍA
—¿Por qué has hecho eso, Josemaría? –le increpó Carmen enfadada.
—Eso mismo hace Dios con las personas –respondió–:
construyes un castillo y, cuando casi está terminado, te lo
tira.
Al año siguiente de la muerte de Lolita, Chon se puso
enferma y tuvo que guardar cama. Carmen y Josemaría
iban a su lado a hacerle compañía pero hay que considerar que Carmen tenía trece años y Josemaría once, por lo
que, cuando empeoró, les prohibieron visitarla para no
cansarla.
Un día Josemaría sintió el fuerte impulso de preguntar
por ella y, sin pensarlo, se levantó y se dirigió corriendo a
su habitación. Al llegar frente a la puerta, se encontró con
su madre, que salía respirando hondo, como si le costase
esfuerzo.
—Madre, ¿y Chon? –preguntó con el corazón encogido.
—Chon ya está bien. Está en el cielo –contestó esta mirándolo dulcemente.
Aquellas palabras llegaron con mucho dolor a su corazón. Intentó entrar a verla pero su madre, de pie en la
puerta, se lo impidió y acabó llorando recostado sobre
ella.
Por la noche los padres velaron a la niña junto con algunos parientes y amigos en la sala principal. A Carmen y
a Josemaría les prohibieron entrar a verla, pero como él
era muy tozudo y no estaba dispuesto a que la enterraran
sin despedirse, vigiló desde el pasillo la puerta de la sala y,
en un momento en que sus padres salieron de la estancia,
se introdujo sigiloso sin que nadie lo viera. Apurado por el
poco tiempo de que disponía, rezó brevemente ante el
cuerpo sin vida de su hermana y se despidió de ella hasta
que se reencontrasen en el Cielo.
Tras la muerte de Chon, un pensamiento siniestro empezó a flotar en su mente: si primero había muerto Rosa39
NURIA TORRELL
rio –analizaba a solas–, después Lolita y la última había
sido Chon, todas en este orden, de más pequeña a mayor…
y en años casi consecutivos… ¡el próximo año le tocaba a
él! Este descubrimiento lo inquietó sobremanera y fue a
refugiarse en su madre, quien le contestó sonriendo:
—No te preocupes, Josemaría, que yo te he ofrecido a
la Virgen y ella cuidará de ti.
Como aquel turbio pensamiento no se le iba de la cabeza, continuó acudiendo al lado de doña Dolores para
que lo consolase; hasta que un día, mientras la miraba, vio
nacer en sus ojos aquella misma preocupación que lo atenazaba a él y comprendió que debía callarse para no hacerla sufrir.
Así iba Dios construyendo la vida de Josemaría y la de
su familia, acercándolos a todos a su cruz.
«ESA PREGUNTA NO LA HA EXPLICADO»
En esos años Josemaría experimentó un gran cambio.
Por una parte, apareció en su alma una sed de Dios que
sació asistiendo a la santa misa que se celebraba en su colegio; y, por otra, comenzó a meterse de lleno en los estudios y a adquirir un conocimiento más amplio y profundo
del mundo y de la vida gracias a las conversaciones que
mantenía con su padre. Por él supo del problema social,
de los progresos técnicos y científicos que estaban revolucionando la vida desde comienzos de siglo (la aviación, la
maquinaria agrícola e industrial, la mecánica, los nuevos
coches) y de otras muchas cosas que le transmitía desde
su punto de vista humano y cristiano.
De las asignaturas que estudiaba le atraían especialmente las matemáticas. Su profesor, un religioso de avanzada edad, muy experimentado en la docencia, dedicaba
frases elogiosas de aprobación a los alumnos que respondían acertadamente a sus preguntas:
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—Así es, Escrivá –solía decirle–; usted lo ha dicho muy
bien, Escrivá.
En una ocasión este profesor planteó un problema en
la pizarra y les dio un tiempo prudencial para resolverlo. A
Josemaría le pareció que aquel problema era irresoluble
para cualquiera de ellos porque se trataba de algo que aún
no se había explicado.
Transcurrido el plazo de tiempo, el profesor lo eligió a
él para que resolviera el problema en la pizarra. Josemaría
se levantó del pupitre y caminó hacia el encerado con cuidado porque estaba creciendo demasiado deprisa y, si no
calculaba bien las distancias, sus piernas chocaban con todas las esquinas. Sus compañeros, que lo observaban en
silencio, confiaban en que sabría la solución porque era de
los que solían aclarar dudas en las horas de patio.
Al llegar a la pizarra tomó un trozo de tiza y comenzó a
resolver el problema hasta que no pudo seguir y se quedó
pensativo.
—¿Lo sabe usted, Escrivá? –le preguntó el religioso,
que permanecía sentado en su silla.
—No, señor –respondió mirándolo fijamente, muy seguro de sí mismo, y añadió marcando el punto negro del
problema con la tiza–: esto no lo ha explicado.
—Usted puede saberlo –insistió el religioso mientras se
arrellanaba en la silla con cierta tranquilidad cruzando los
brazos sobre el pecho–. Piense un poco. Piense…
Sin saber qué hacer, repasó atentamente las operaciones que había hecho en busca de una nueva pista, sin encontrarla. El tiempo corría, se aproximaba la hora de finalizar la clase y no se oía una mosca. El profesor suspiró
pesadamente como cansado de su ineptitud. Aquello le
molestó, se mordió los labios, estrujó el borrador con las
manos y…, en ese momento, se oyó la campana que indicaba el final de la clase.
—Siéntese, Escrivá. Mañana seguiremos –concluyó el
profesor pasando las hojas del libro para ponerles la tarea
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del día siguiente; sus compañeros también se distendieron
y él, al ver cómo sus esfuerzos quedaban infértiles en la
pizarra, arrojó el borrador y regresó a su sitio diciendo en
voz alta, para que todos lo oyeran bien:
—Eso no lo ha explicado.
Hubo un nuevo silencio. Ni el profesor ni los compañeros esperaban esa reacción de él.
El religioso acabó la clase y se fue.
Días después comprobaría la bondad de aquel profesor.
Iba con su padre por la calle hablando de los atentados
anarquistas que estaban perpetrándose en Madrid y Barcelona contra miembros del gobierno, del ejército y del
clero:
—Hay muchas personas en nuestro país que pasan
hambre –le explicaba su padre–, y de momento no están
llevándose a cabo políticas adecuadas para remediar esta
situación. Los anarquistas dicen que estos problemas se
solucionarían si nadie mandara y nadie obedeciera y, amparándose en este principio, justifican sus asesinatos.
Mira, hijo –añadió don José inclinando su rostro hacia él,
que ya le llegaba a la altura del hombro–, el hambre es
cosa mala y, cuando se está desesperado, uno haría lo que
fuera por dar de comer a los suyos, pero hay que tener en
cuenta que, en ese legítimo deseo, existe el peligro de ofuscarse y perderse por caminos tan erróneos para la propia
alma como el de la violencia y el odio. Así solo se ofende a
Dios, que es quien, con su amor, podría consolarnos y darnos la fuerza que se necesita para seguir trabajando y viviendo. ¿Comprendes?
En ese momento vieron cruzar uno de los dos o tres
automóviles que ya circulaban por Barbastro. Aquel
vehículo podía ir a unos veinte kilómetros por hora y hacía
un ruido tremendo. Emocionado ante la deslumbrante visión, preguntó a su padre si le gustaría tener un automóvil
como aquel.
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—¡Claro! –exclamó don José–. ¿Te he contado alguna
vez que de pequeño tuve una bicicleta con la que me recorría Fonz a toda velocidad? Pues sí –siguió hablando mientras caminaba tranquilo al son de su bastón–. Estaba feliz
con aquel trasto. Pero un día me caí con tan mala fortuna
que me rompí el brazo y mi padre me prohibió volver a
montar en la bicicleta, a la que calificó de «máquina infernal».
Josemaría se echó a reír cuando, de pronto, vio con estupor a su profesor de matemáticas que caminaba hacia
ellos. Pensó: ¡adiós!, ahora se lo cuenta. Pero el religioso,
que se detuvo a saludarlos, en vez de delatarlo ante su padre por el mal comportamiento de aquel día, le comentó
una cosa amable de él. Josemaría le quedó tan agradecido
por su discreción que rezó por aquel religioso el resto de
su vida.
QUIEBRA DEL NEGOCIO FAMILIAR
Una noche de recia tormenta en la que Josemaría se
encontraba en su habitación estudiando, oyó el timbre de
la puerta. Le extrañó que alguien fuera a verlos tan tarde y
prestó oído a ver quién era. La doncella fue a abrir.
—Pase, señor Barón –oyó que decía–. El señor lo está
esperando en el salón.
Era el barón de Valdeolivos, por lo que salió a saludarlo.
Nada más verlo, notó que estaba tenso y que se esforzaba en sonreírle y en darle unas cariñosas palmaditas en
la espalda. En ese mismo instante la doncella abrió la
puerta del salón para anunciar a don José la visita, y el
fuerte olor a tabaco que salió de la estancia le indicó que
su padre estaba fumando más de lo habitual. Algo pasaba.
Pero… ¿qué podía ser?
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Aunque la mayoría de los pequeños empresarios y comerciantes de Barbastro estaban soportando bastante
bien el pulso económico de esos difíciles años, había también quienes se habían visto obligados a cerrar.
El negocio de su padre, que había dado para alimentar
a tres familias completas y a los dependientes, había ido
bien hasta que uno de los tres socios iniciales decidió separarse y marcharse. Don José y el otro socio le dieron el
dinero que le correspondía en metálico, y el socio saliente
lo tomó y se marchó con el compromiso firmado de no
poner un negocio similar en Barbastro en los próximos
cinco años. El padre y el otro socio siguieron adelante con
el negocio hasta que se vieron sorprendidos por el incumplimiento de contrato del antiguo socio, que, tras fracasar
en otros campos, estableció por medio de fiduciario un negocio en Barbastro de venta de tejidos al por menor muy
semejante a la tienda que había dejado.
Don José y su socio se vieron obligados a entrar en un
pleito largo y costoso en el que hubo que apelar incluso al
Tribunal Supremo. Las tres instancias –la de Barbastro, la
de la Audiencia en Zaragoza y la de Madrid– los ahogaron
económicamente de tal forma al tener que pagar las minutas de los abogados y las costas de los tribunales, que el
pequeño negocio se encontró con muchas dificultades en
un momento muy crítico.
Don José llevaba soportando este problema desde el
nacimiento de su hijo, aunque ocultaba su preocupación
ante los demás. Solo doña Dolores y los amigos más cercanos al padre, como el barón de Valdeolivos, el doctor
Camps y otros conocían toda la verdad.
La situación empeoró de tal forma que tuvo que declararse la quiebra del negocio. Muchos pensaron que don
José se reservaría algo ocultando parte del patrimonio
para poder sobrevivir hasta encontrar una solución definitiva a la situación en que quedaba su familia. Sin embargo,
él, honrado hasta la médula, decidió hacer frente a los
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acreedores sin ocultar nada. Esta decisión, bien meditada
y tomada en conciencia, lo llevó a la ruina. La noche en
que el barón fue a verlo ya no podía hacerse nada. Lo había perdido todo, cierto, pero tenía paz.
Don José y doña Dolores no dijeron nada a sus hijos
hasta esa noche en que ya se había declarado formalmente
la quiebra.
—Carmen, Josemaría –los llamó la madre después de
haberse marchado el barón–, venid con nosotros a la sala.
Vuestro padre quiere deciros algo.
Cuando los dos hermanos entraron en la sala junto a
su madre, encontraron a don José sentado en su sillón sin
la más mínima señal de preocupación en sus ojos. Este, al
verlos, apagó el cigarrillo y les hizo sentarse frente a él:
—Hijos –empezó a hablar con voz clara y serena–, voy
a comunicaros una noticia que nos afecta a toda la familia. Ya sabéis que vivimos en momentos difíciles y que algunos comerciantes de la ciudad han tenido que cerrar.
Pues bien –prosiguió–, Juan y yo también tenemos que cerrar –dijo clavándoles firmes y alternativas miradas para
darles tiempo de asimilarlo–. Pero no debéis preocuparos
–continuó–. Vosotros seguiréis con vuestros estudios, yo
buscaré un nuevo trabajo y ya veréis qué bien salimos adelante. Ahora bien –añadió con el aplomo de quien ya ha
calibrado las consecuencias–, deberemos llevar esta situación con sentido de responsabilidad, sin estirar más el
brazo que la manga y comportándonos con normalidad,
sin manifestar a los demás nuestras dificultades y sin que
los demás las noten. ¿Entendéis lo que quiero decir?
Ellos no contestaron porque no se esperaban una noticia de tal calibre.
—Lo han comprendido perfectamente, Pepe –apuntó
doña Dolores que, sentada cerca de su marido, había estado escuchándolo sin inmutarse.
Carmen y Josemaría asintieron entonces con la cabeza;
la sorpresa les impedía hablar, pero sus sentimientos eran
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firmes y los empujaban a cerrar filas en torno a su padre y
a permanecer a su lado, pasara lo que pasara.
Tras la quiebra, el hogar de los Escrivá volvió a sufrir
un nuevo cambio. Poco a poco tuvieron que despedir a las
muchachas del servicio hasta quedarse sin ninguna y asumir doña Dolores el trabajo del hogar con ayuda de Carmen. Aunque era una mujer fuerte, el cansancio continuado de tanto esfuerzo físico acabó por reflejarse en su
rostro hasta el punto de que las amigas de Carmen, Esperanza y Adriana, le preguntaron si estaba enferma porque
le veían mala cara. No lo estaba, pero a su cansancio se
añadía el sufrimiento de su marido y, sobre todo, la actitud distante de algunos de sus parientes que, por no alcanzar a comprender la honestidad extrema de don José, se
quedaron con la idea de que había sido tonto por perderlo
todo, cuando hubiera podido haberse reservado un mínimo.
Carmen y Josemaría también soportaron en el colegio
los alfilerazos de algunos compañeros que, faltos de corazón o de cabeza, les hacían preguntas indiscretas o comentarios carentes de caridad, a los que doña Dolores restaba importancia para que no hicieran mella en sus almas.
Como don José ya no tenía ninguna posibilidad de
abrirse camino en Barbastro, fue a buscar trabajo a Logroño, una ciudad más grande, cabeza de provincia, en la
ribera del Ebro, que estaba en plena expansión comercial
y en la que tenía amigos que podían ayudarlo. Corría el
mes de enero de 1915. Si España estaba atravesando en
esas fechas por una situación económica y política difícil,
peor era la que asolaba Europa: el asesinato en Sarajevo
del archiduque Francisco-Fernando, heredero de la corona austro-húngara, había desencadenado hacía unos
meses la Primera Guerra Mundial, en la que cada vez iban
involucrándose más países con sus respectivas colonias,
por lo que muchos en España temían que el país fuera
también arrastrado al conflicto.
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La marcha del padre obligó a los Escrivá a permanecer
ocho meses separados, tiempo que se les hizo larguísimo,
a pesar de la frecuente correspondencia que mantuvieron.
Por fin, a finales del verano, don José les escribió una
carta en la que les decía que ya estaba trabajando de manera estable en un negocio que conocía bien, que había
alquilado un piso que les serviría, al menos, para pasar los
primeros meses y que podían ir a Logroño cuando quisieran. Los esperaba impaciente.
—¡Gracias a Dios! –exclamó doña Dolores levantando
la carta entre sus manos.
Capitaneados por ella, Carmen y Josemaría fueron
guardando en cajas la vajilla, los manteles, la ropa, los libros… y lo enviaron junto con los muebles, cuadros y demás enseres a la dirección de Logroño que iba a ser su
nuevo hogar. Doña Dolores, con su señorío habitual, fue a
despedirse de cada uno de sus parientes; lo mismo hicieron sus hijos. Estaban preparados. ¡Nadie sabe cuánto les
costó dejar la casa y la ciudad donde habían nacido! Fue
como dejar parte de sí mismos.
Llegó el día de la marcha. Esperanza y Adriana fueron
las únicas que salieron a la diligencia a despedirlos. Carmen lloró al decirles adiós y doña Dolores, tras abrazarlas
con todo su cariño, subió rápidamente al carruaje. No le
gustaban las despedidas largas; sus hijos la siguieron y,
cuando estuvieron acomodados en el interior, el cochero
cerró la puerta con fuerza para tomar después asiento en
el pescante, lo que hizo tambalear vivamente el vehículo.
—¡Vengaaa! –gritó aquel hombre a los caballos tirándoles de las riendas para que empezaran a moverse.
Cuando el coche arrancó definitivamente, Josemaría
notó que con aquel movimiento dejaba su ciudad, sus amigos, su colegio, su casa y los cuerpos de sus tres hermanas
en el cementerio. Dios cuidaba ahora de ellas.
Sí, ciertamente tenían motivos para estar tristes. Sin
embargo, las ganas de ver de nuevo al padre, de abrazarlo
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y de estar con él hicieron que las pocas lágrimas que sin
querer se escapaban de sus ojos, no fueran amargas. Al
contrario. Él los esperaba al final del camino y, solo por
eso, merecía la pena emprender aquel viaje
—¡Adelante! –gritó también Josemaría a los caballos.
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