Etnografías Contemporáneas 2 (2) 133-164 “Y ME GUSTAN LOS BAILES…” HACIENDO GÉNERO A TRAVÉS DE LA DANZA DE CUARTETO CORDOBÉS1 Gustavo Blázquez * “y me siento en el aire si tengo que cantar” RODRIGO. “Soy Cordobés”. Introducción En este trabajo se describen y analizan las figuras coreográficas que protagonizan los jóvenes y adolescentes de los sectores populares cordobeses cuando danzan “Cuarteto” en la pista de baile. A través de la observación etnográfica y del registro videográfico como de entrevistas y de la recreación de los movimientos coreográficos con algunos sujetos fuera del ámbito del baile, distinguimos diferentes figuras coreográficas. Según podrá observarse, las mismas organizan a los participantes y a sus movimientos en dos grupos genéricamente diferenciados por sus posiciones y complementarios en sus desplazamientos. Estas performances coreográficas, según nuestra hipótesis de lectura, pueden describirse como realizaciones performativas por medio de las cuales los agentes “hacen género”. Como sostienen West y Zimmerman (1990[1999]:127-8), “el hacer género es inevitable” y nuestro trabajo muestra algunas de las performances a través de las cuales éste se realiza de modo práctico. Sin embargo, y dado que no entendemos al género como una propiedad adquirida por los sujetos sino como una práctica social que produce, reproduce, legitima, hace perdurables o desestabiliza determinadas desigualdades, nuestra etnografía se preguntó ¿qué hacen los “bailarines” de Cuarteto cuando hacen género en el baile? Nuestras preocupaciones analíticas se enriquecieron a partir de la lectura de algunos de los trabajos que vienen desarrollándose en América Latina * Gustavo Blázquez es Doctor en Antropología Social por la Universidad Federal de Río de Janeiro. Actualmente se desempeña como Profesor Titular de Historia de la Cultura en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba. 133 en relación a la juventud, la sexualidad y masculinidades desde los años 1980. (Abramo, 1994; Auyero, 1992; Caiafa, 1985; Fachel Leal (ed), 1992; Margulis, 1997 y 2003; Novaes, 1996; Reguillo, 2000; Vianna, 1988; Zaluar, 1985). No obstante, nuestras respuestas no siempre se encaminaron en la dirección recorrida por estas investigaciones. Un número importante de estas exploraciones sobre sociabilidades juveniles están basadas en entrevistas y, si bien en algunas se presta atención a las danzas sociales, las coreografías no aparecen explícitamente consideradas. Nuestro trabajo además de prestar atención a lo que los sujetos dicen con palabras, también considera aquello que los agentes hacen con sus movimientos corporales cuando están supeditados a una coreografía. En este sentido, nuestro trabajo dialoga directamente con la Antropología de la Danza y, desde un punto de vista metodológico, se funda específicamente en una lectura “densa” (Geertz, 1987) de la coreografía. (Farnell, 1994; Hutchinson, 1977; Kaepler, 1972; Kurath, 1960; Laban, 1956; Reed, 1998; Sweet (ed), 1985, Williams, 1982). En términos teóricos nuestro trabajo procura escapar a lo que Judith Butler ha dado en llamar “las ruinas circulares de la discusión actual sobre género” en la cual se encuentran atrapadas varias investigaciones sobre género y sexualidad. Estas ruinas están formadas por las posturas esencialistas para las cuales “la naturaleza es el destino” y los constructivismos que consideran al género como una elaboración cultural del sexo y en consecuencia a la cultura como el destino. Ambas propuestas reservan para el sexo el lugar de lo prediscursivo y ahistórico pero, tal vez como sostiene Butler (2001[1990]:40): “el género no es a la cultura lo que el sexo a la naturaleza; el género también es el medio discursivo/cultural mediante el cual la ‘naturaleza sexuada’ o ‘un sexo natural’ se produce y establece como ‘prediscursivo’, previo a la cultura, una superficie políticamente neutral sobre la cual actúa la cultura”. Los constructivismos, tanto feministas como antropológicos, han colocado a “la Cultura”, “lo Social” o “el Discurso” en el lugar del sujeto y así continúan atrapados en la misma metafísica del sujeto que busca combatir. Al igual que el esencialismo, los diferentes constructivismos suponen que detrás de cada acto existe una voluntad. El género según la perspectiva metafísica del constructivismo y la teoría de los roles (Hochschild, 1973) pareciera tener un carácter voluntario y hasta opcional. En este sentido, por ejemplo, Goffman habla de “demostraciones de género” (gender display) a las que formula del siguiente modo: “Si se definiera al género como las correlaciones culturalmente establecidas del sexo (ya sea consecuencia de la 134 biología o del aprendizaje), entonces la demostración de género se refiere a las descripciones convencionalizadas de estas correlaciones” (Goffman, 1976:69). Para el autor, estas demostraciones dan cuenta del género que aparece como una mera representación dramática de un guión normativo anterior.2 Un poco de sexo Para salir de las paradojas formadas a partir de la oposición entre el esencialismo y el constructivismo, Butler plantea tomar en cuenta las borraduras, las exclusiones, los seres abyectos que aparecen presentes en el discurso como fantasmas amenazantes y erotizados. En el espacio de los bailes de Cuarteto podríamos decir que tanto la travesti como el homosexual masculino o la lesbiana ocupan estas posiciones fantasmáticas y abyectas (Blázquez, 2005). Un adolescente entrevistado señalaba: “El travesti y el gay son uno de los factores más impresionantes de la gente, caso que uno va por la primera vez y se da cuenta. Estos dos factores son uno de los más peligrosos en lo que se habla de baile y hacen dar miedo”. Estas presencias “queer”, que con sus actos y formas cuestionarían el sistema sexo/género y la oposición naturaleza/cultura, demuestran, especialmente en el caso de las travestis, cómo la materia corporal no es un mero sitio o superficie sino “un proceso de materialización que se estabiliza a través del tiempo para producir el efecto de frontera, de permanencia y de superficie que llamamos materia” (Butler, 2002[1993]:28). La materia aparece como el efecto de un poder regulatorio de modo tal que la materialidad del sexo es producida de modo forzado por medio de la repetición, es decir performativamente.3 En este sentido, es posible pensar cómo una actividad tan repetitiva como el baile coreografiado que describiremos más adelante labra los cuerpos exigiendo o inhibiendo la acción de determinados grupos musculares. También es posible pensar cómo la coreografía (pro)mueve determinados atributos corporales. Así, la danza no exige que quienes dicen ser mujeres exhiban sus pechos y muevan los contornos de sus cuerpos (curvas) mientras obliga a los que buscan ser varones a mantenerse firmes, con las caderas exageradamente adelantadas y con una bragueta abultada mediante determinados dispositivos como los pliegues exagerados de un pantalón de jean bastante holgado. En relación a la performatividad, Butler se distingue de Austin y sus seguidores al acentuar no tanto el acto de la enunciación como el carácter iterativo y citacional de las prácticas discursivas. “No hay ningún poder que actúe”, sostiene Butler, “sólo hay una actuación reiterada que se hace poder en virtud de su persistencia e inestabilidad” (Butler, 2002[1993]:28). 135 Esta repetición persistente e inestable a partir de la que se “hace género” teje una matriz heterosexual que se funda y a la vez hace posible el binarismo macho/hembra. De acuerdo con el análisis de Butler (2001[1990]) este sistema se sostiene a partir de la suposición ilusoria de una relación mimética entre sexo y género, donde el primero marca los caminos del segundo. Sin embargo, no tendría sentido definir al género como la interpretación cultural del sexo dado que éste ya es una categoría dotada de género. “¡Viva el papo (la vagina) sino (sic) seríamos todos putos”! sostiene un graffiti anónimo de una plaza de un barrio cordobés donde vive una población consumidora de bailes y música de “Cuartetos”. La diferenciación de dos sexos biológicos no es tan precisa como el marco legal que interpreta estas diferencias reclama. En términos biológicos puede sostenerse que no existe una única forma de determinación del sexo de los especímenes de modo tal que se reconocen una diversidad de sexos biológicos: “sexo cromosómico”, “sexo gonadal”, “sexo anatómico”, “sexo neurológico”, “sexo hormonal”. En sentido figurado podría afirmarse que mientras “la Cultura” construye dimorfismos y genera en consecuencia formas ambiguas generalmente definidas como anómalas o patológicas, “la Naturaleza” ofrece una continuidad entre las diferentes formas somáticas como un efecto de cambios genéticos, cromosómicos u hormonales de carácter estocástico4 (Ganong, 1982; Fausto-Sterling, 1993). Esta “Naturaleza”, capaz de engendrar cuerpos que escapan a las reglas de un sistema clasificatorio binario y que, en Occidente, son domesticados quirúrgica y hormonalmente por la cultura médica, ofrece también modelos “naturales” que apoyan la noción de ambigüedad genérica y cuestionan los sentidos convencionales otorgados a términos como macho y hembra. Las plantas “hermafroditas”, la reproducción partenogénica y la existencia de organismos que en su ciclo vital pasan de productores de huevos a productores de esperma ofrecen otros modelos tan basados en la Naturaleza como el diformismo sexual para entender la diversidad sexual. Sin embargo, y como experimentamos día a día, la sociedad ordena el control de los cuerpos intersexuales o hermafroditas con el objetivo de no confundir la gran división macho/hembra. En tanto los cuerpos hermafroditas estarían, según el punto de vista hegemónico, formados por una combinación variable de ambos sexos, estos sujetos cuestionarían las creencias tradicionales en relación a la diferencia sexual y al mismo tiempo la confirmarían. Esta situación contradictoria se realiza a través de diversas performances que representan a los cuerpos “anormales” como objeto de desprecio y/o deseo pero nunca como sujetos de deseo. 136 La construcción discursiva del sexo como oposición binaria macho/hembra no sólo se aplica a los humanos y otros mamíferos. Este modelo atraviesa todo el campo de las Ciencias Naturales y se impone aún como forma clasificatoria para los organismos unicelulares y las macromoléculas (Spanier, 1991; Haraway, 1995). Este binarismo, performativamente construido y a partir del cual se instituye una cierta forma de diferencia, requiere para su funcionamiento la consagración de una determinada forma de práctica erótico-genital: la heterosexualidad exclusiva y obligatoria. Para la teórica lesbo-feminista Adrianne Rich, la heterosexualidad –tanto como la maternidad– necesitan ser reconocidas y analizadas como instituciones políticas. La institución de la práctica y del deseo heterosexual como “normal” y “natural”, no construido históricamente, sostiene Rich, simplifica la tarea de la dominación masculina y hace aceptable, por medio del amor, la dominación doméstica. Por ello, no considerar a la heterosexualidad obligatoria como una forma de control social “es como no admitir que el sistema denominado capitalismo o el sistema de castas del racismo es mantenido por una variedad de fuerzas, incluidas la violencia física y la falsa conciencia”. La heterosexualidad, a partir de los años 1990, se convierte en el contexto de las teorías Queer en una cuestión a considerar y un problema a discutir.5 La heterosexualidad obligatoria ha perdido (en parte) su carácter de logro psicológico y cultural basado en el desarrollo normal de una naturaleza humana (y más que humana) culturalmente construida y biológicamente fundada. En el campo antropológico las cuestiones acerca de la heterosexualidad han aparecido tematizadas, aunque escasamente, en los estudios acerca de la masculinidad.6 (Guttman, 1997). Estos trabajos, en general no se beneficiaron de las lecturas críticas desarrolladas por el feminismo y la antropología feminista como muestra de modo ejemplar el texto de David Gilmore [1990(1999)] “Manhood in the Making” en el cual sintetiza los conceptos culturales de la masculinidad de acuerdo con “un punto de vista funcional” (Gilmore, 1999:16). El trabajo, publicado el mismo año que Gender Troubles de Judith Butler, busca exponer la ubicuidad de “la estructura profunda de la masculinidad” (Gilmore, 1999:16), y jamás considera en momento alguno el carácter social del deseo erótico y la (hetero)sexualidad. Una tradición diferente en cuanto a los estudios de las masculinidades puede reconocerse en los llamados Gay y Queer Studies (Weston, 1993) que incorporan a las discusiones sobre masculinidades, los debates feministas y post-feministas. Estos trabajos, según expone Morris (1995:574), demuestran los modos a través de los cuales los órdenes culturales construyen géneros e instituyen la ambigüedad. Sin embargo, la mayoría de los 137 mismos no indaga acerca de la producción práctica de la heterosexualidad y su fuerza performativa. A partir de estas lecturas, y de otras prácticas, nuestro trabajo piensa al género como una producción social capaz de crear y sostener una serie de diferencias que no son naturales, esenciales o biológicas entre seres que son nombrados como “mujeres” y “hombres”. Cuando estas diferencias son utilizadas como forma de regular el acceso a los recursos se transforman en desigualdades que, siguiendo a Tilly (1998), se hacen durables. Y, “una vez que las diferencias han sido construidas, se utilizan para reforzar la “esencialidad del género” (West y Zimmerman, 1990[1999]:128). En esta construcción, la noción de heterosexualidad es representada como fundante del vínculo social/sexual y de esta manera es esencializada como la manera legítima de “hacer género”. Sin embargo, como discuten las teorías queer, hacer género de un modo legítimo, inteligible, no cuestionable o “normal”, supone hacerlo según la norma heterosexual. Esta norma sostiene que el sexo, el género, el deseo y las prácticas amatorias se dicen miméticamente unos a otros. Contrariamente a esta suposición, nuestra etnografía muestra, en un espacio de divertimento y socialización heterosexualizante y a través del análisis de una performance altamente normalizada como son los movimientos coreográficos, cómo la relación entre esos términos es performativa. Así, nos preguntamos, cómo la danza, especialmente en casos coreografiados como los bailes de Cuarteto cordobés, participa en esta realización performativa del binarismo sexual y la heterosexualidad hegemónica. Al fin de cuentas, según podremos observar, algunos sujetos se hacen hombres (o al menos lo intentan con ahínco) cuando “se hacen una mina” en el baile. Para ello necesitan, entre otros muchos atributos, “güevos”. Otros sujetos, “las minas”, para ser mujeres “normales” deben “no dejarse hacer” o “hacerse las duras” pero también “dejarse hacer” o “ser putas” y así devenir, atrapadas en esta contradicción, unas “negras humientas”. Primeros pasos Durante los primeros años del presente siglo desarrollamos una etnografía de los bailes de Cuarteto en la ciudad de Córdoba. Durante un fin de semana suele haber en la ciudad entre cuatro y siete grandes bailes a cada uno de los cuales asisten entre mil y tres mil jóvenes pertenecientes a los sectores populares de la metrópolis mediterránea. La música con la cual se animan “en vivo” estas reuniones danzantes, el Cuarteto, fue declarada género folklórico de la provincia de Córdoba por el poder Legislativo local durante el 2000. Las orquestas de “Cuarteto” o “Cuartetos” están formadas por ocho a catorce miembros, todos ellos varones (supuestamente) heterosexuales. Estas sonoridades surgieron a mediados de la década de 1940 como una mo138 dificación de la música producida por las “orquestas características que interpretaban piezas musicales de carácter alegre. A lo largo de los años, estas sonoridades fueron perdiendo vigencia y otros ritmos, especialmente afro-caribeños, fueron incorporados. De este modo, actualmente, la música de “Cuarteto” se asemeja notablemente a otras especies musicales latinoamericanas como el merengue dominicano y la formación de las orquestas es comparable a la de las Sonoras caribeñas. Junto con este proceso de transformación sonora se produjo también una modificación en el público. Así, mientras a mediados del siglo XX se reunían en las pistas de baile abuelos, padres, hijos, nietos, tíos, primos y sobrinos, todos ellos integrantes de una clase obrera en formación al ritmo de una creciente industrialización cordobesa, durante los días del trabajo de campo, los bailes aparecían como espacios (casi) exclusivamente juveniles. Esta homogeneización etaria de los consumidores de bailes de Cuarteto fue acompañada de una creciente incorporación de jóvenes cuyos padres pertenecen a los sectores medios más empobrecidos de la sociedad cordobesa. Sin embargo, a pesar de esta mayor heterogeneidad en cuanto a la posición de clase de los “bailarines” , la práctica de asistir a los bailes de Cuarteto suele ser clasificada, tanto por muchos agentes que no asisten como por numerosos participantes, como propia de los sectores subalternos o en términos locales “una cosa de negros”.7 Esta transformación en la composición del público también contribuyó a transformar los bailes de Cuarteto de un mercado matrimonial en un mercado erótico. A diferencia de los tiempos idos, según afirman los entrevistados, cuando se iba al baile en búsqueda de una novia o novio actualmente sólo se procuran y encuentran relaciones pasajeras (“güesitos”), dado que sólo asisten a los bailes “putas” y “choros” (ladrones).8 Los conjuntos de movimientos y formas de relación que mantienen los jóvenes en el baile cuando animan deliberadamente sus cuerpos al ritmo de la música son específicamente planificados, diseñados, ensayados, ejercitados, una y otras vez, baile tras baile, en los hogares, en las escuelas, en los trabajos. Así, en términos analíticos podemos sostener que las coreografías se presentan como menos espontáneas y más dependientes de un proceso explícito de aprendizaje que otros tipos de performances. Según pudimos observar, en el espacio de los bailes, los movimientos son sometidos a un conjunto creciente de reglas y así se produce, junto con una estetización de determinados gestos a partir de los cuales se trazan figuras coreográficas fijas, una mayor conciencia del cuerpo propio y ajeno. Quienes ponen su cuerpo en movimiento ritmado con la música se dis139