Teodora, Emperatriz de Bizancio

Anuncio
Bizancio, a mediados del siglo VI.
Bajo el reinado del emperador
Justiniano I y su esposa Teodora, el
joven Juan, hijo de un magistrado
rural, se presenta en palacio y
solicita una audiencia con la
emperatriz. Para sorpresa de todos,
logra su objetivo, y a partir de ese
momento comienza una carrera
política que culminará en las más
altas esferas del poder imperial.
Gillian Bradshaw
Teodora,
Emperatriz de
Bizancio
Bizancio - 2
ePub r1.0
Titivillus 21.03.15
Título original: The Bearkeeper's
Daughter
Gillian Bradshaw, 1987
Traducción: María Jose Gassó
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
A JUDY,
en agradecimiento por sus
consejos
sobre equitación y otras
cosas más.
I - La emperatriz
Teodora
Constantinopla era más grande de lo
que él se había imaginado.
El barco se acercaba lentamente,
meciéndose sobre el suave oleaje bajo
el caluroso sol de septiembre,
impulsado por la suave brisa que
empujaba las remendadas velas. El
pequeño grupo de pasajeros, agarrado a
la barandilla en medio del buque,
gritaba con entusiasmo y señalaba unos
jardines, un pórtico de tiendas, el
puerto; la cruz dorada que brillaba
desde la alta cúpula de una iglesia; la
estatua del emperador encaramada a una
columna. «Es como un espejismo en el
desierto —susurró Juan, agarrándose
con fuerza a la barandilla como los
demás—.
Es
resplandeciente
y
demasiado extensa y hermosa para ser
real.»
—Forma parte del Gran Palacio —
dijo el capitán, acercándose a Juan al
tiempo que señalaba un edificio junto a
la orilla. Juan sintió que se le encogía el
estómago al contemplarlo.
Dos hileras de columnas de mármol
rodeaban un edificio central cubierto
por tejas de piedra pulida que brillaba
en medio de los jardines como una
piedra preciosa envuelta en papel de
seda. Las altas murallas de la ciudad lo
rodeaban, separándolo del resto de
casas comunes a la vez que creaban, con
aire protector, una ciudad propia. Juan
movió la cabeza y miró hacia abajo. Se
fijó en sus manos agarradas a la
barandilla del barco. Manos delgadas,
amarillentas por la enfermedad, las uñas
negras de suciedad. Intentó imaginarlas
acariciando los tesoros del palacio
enjoyado, pero no pudo.
—En realidad, casi toda esta parte
de la ciudad pertenece al complejo del
palacio —agregó el capitán, sonriente
—. La emperatriz donó ese sector a
algunos de sus monjes. Tiene un par de
casas más para ella sola, cada una del
tamaño de una catedral, y el emperador
cuatro o cinco más. Aparte están las
capillas y los cuarteles para los
guardias: es enorme el Gran Palacio.
¿Con quién dijiste que querías hablar?
—Con un funcionario del palacio de
la emperatriz —murmuró Juan. No había
dicho otra cosa en todo el viaje cada vez
que le preguntaban. Ahora deseaba que
fuera verdad.
—Bueno, tendrás que preguntar a los
guardias de la Puerta de Bronce. Es la
única entrada al palacio. Atracaremos
en el puerto Neorio en el Cuerno de
Oro. Para llegar a palacio, camina hacia
el mercado de Constantino, luego tuerce
a la izquierda por la Calle Media hasta
el mercado Augusteo; la Puerta de
Bronce del palacio está al otro extremo
del mercado. Sólo tienes que informar a
los guardias para qué vas y te dejarán
entrar. ¿Dispones de algún lugar donde
alojarte mientras estés en la ciudad?
Juan bajó la cabeza murmurando un
«sí».
«Supongo que para esta noche ya
tendré algún sitio donde quedarme —
pensó mientras el capitán iba a
supervisar el barco—. ¡Oh, Señor, cómo
desearía que fuera ya de noche! Dios
inmortal, ¿qué hacer con mis cosas? ¡No
puedo ir al Gran Palacio, a la corte de la
emperatriz, con un saco lleno de ropa
vieja!»
Después de que el barco virara
hacia el Cuerno de Oro y atracara,
preguntó al capitán si podía dejar sus
pertenencias a bordo por esa noche.
—¿Por qué no las llevas a tu
alojamiento? —preguntó el capitán con
sensatez.
—Yo... preferiría ir a palacio
primero —repuso Juan.
El capitán se encogió de hombros.
—En ese caso..., ¿pero tú crees que
te
admitirán,
presentándote
así,
directamente? A los funcionarios les
encanta hacer esperar a la gente.
—No lo sé —respondió Juan—.
Bien puede ser. De todos modos, por
ahora ¿puedo dejar las cosas aquí?
—Por supuesto; no hay ningún
problema. Pero se hará bastante tarde
antes de que llegues a palacio. Primero
tendrás que obtener del funcionario de
aduanas un permiso para entrar en la
ciudad.
—¿Por qué? No vengo a vender
nada.
El capitán se echó a reír
socarronamente.
—En esta ciudad, todos han de
conseguir un permiso. Hasta para
mendigar se necesita y no es nada fácil
conseguirlo. No se conceden a los que
no vivan en la ciudad, si no pagan una
buena cantidad por él. Todo el que llega
a Constantinopla debe demostrar que
tiene negocios en la ciudad o algún otro
medio de subsistencia. Si no, lo envían
al instante a su casa (a no ser que
necesiten obreros para alguna obra
pública, en cuyo caso te ofrecerán
trabajo y te inscribirán allí mismo en los
registros). Aunque seas un caballero y
no tengas que preocuparte por eso,
también tendrás que obtener un permiso.
—Ya veo —dijo Juan, mirándose
nuevamente las manos. Eran manos
suaves, sin los callos propios del
trabajo manual. Sólo una pequeña
protuberancia en el dedo medio de la
mano derecha delataba sus horas de
trabajo de oficina. «Soy una especie de
caballero —se dijo con amargura—. El
bastardo de un caballero. Bueno, espero
parecer lo suficientemente caballero
como para que el funcionario de aduanas
sea amable conmigo; sólo tengo dinero
para una semana y no quiero que acaben
reclutándome en una panadería o para
reparar cisternas.»
—Por supuesto, si tanta prisa tienes,
yo podría hacer que el funcionario te
viera a ti antes que la carga o que a los
demás... —agregó el capitán, mirando a
Juan con una sonrisa expectante.
Juan contuvo un suspiro, buscó
lentamente en su bolsa y entregó al
hombre una gran moneda de bronce;
después añadió otra más. El capitán
volvió a sonreír y se las guardó en la
propia bolsa.
—Veré lo que puedo hacer —dijo.
«Ahora ya no tengo ni siquiera lo
suficiente para vivir una semana —
pensó Juan con amargura—. ¡Qué
estupidez acabo de hacer! Podría haber
esperado hasta mañana. También fui
estúpido al pedir un camarote privado
en el barco, ¡claro que parecía ridículo
viajar a la corte de Sus Majestades en
una tienda de lona con otros seis
pasajeros, un tropel de niños, cuatro
cabras y no sé cuántos camellos! Si lo
hubiera soportado y hubiera mantenido
la boca cerrada, ahora tendría lo
suficiente para sobrevivir un mes,
tiempo suficiente para encontrar trabajo
si no me reciben en palacio.»
«Pero si no me reciben, tampoco
querré trabajo.»
El funcionario de aduanas apareció
al poco rato: era un hombre pequeño, de
piel oscura, canoso, con túnica corta y
manto rojo hasta la rodilla. El capitán
parecía conocerlo: se estrecharon las
manos y se dieron palmadas en la
espalda,
intercambiando
noticias
mientras Juan los observaba desde la
barandilla,
sin
exteriorizar
su
impaciencia. El capitán hizo una mueca
e indicó al funcionario:
—Éste es uno de mis pasajeros;
tiene prisa por despachar unos asuntos
en palacio; puedes hablar con él primero
—dijo. Retrocedió para observarlos con
sonrisa de dueño de la situación, como
el anfitrión que presenta a sus dos
invitados más interesantes en una cena.
El funcionario dirigió a Juan una
mirada escrutadora, de pocos amigos.
«Entre veinte y veinticinco años. —Lo
clasificó mentalmente, como si fuera a
redactar un certificado—. Bajo y
delgado; cabello negro, bien afeitado,
ojos oscuros; una débil cicatriz en el
rabillo del ojo izquierdo. Tez pálida,
algo amarillenta, por cierto. ¿Habrá
estado enfermo recientemente? La túnica
y el manto se supone que son negros,
aunque me parece que su color es
terroso, más que otra cosa: lleva luto.
Ya sé, procede de una de las zonas
azotadas por la peste. Su ropa es de
buena calidad, sin embargo, y el borde
de la túnica es de seda de verdad: no es
pobre. El turbante que porta con el
cordón trenzado alrededor es de estilo
sarraceno y el barco viene de Beirut.
Así que lo que tenemos aquí... supongo
que es algún tipo de árabe, venido para
solucionar algún asunto sobre alguna
herencia.» Sonrió secamente a Juan,
sacando el estilete y las tablillas de
cera.
—¿Tu nombre? —preguntó con
amabilidad.
—Juan, hijo de Diodoro —contestó
nerviosamente—. De la ciudad de
Bostra, en la provincia de Arabia.
El funcionario volvió a sonreír,
satisfecho.
—¿Qué te trae a Constantinopla?
—Vengo a ver a un funcionario de la
corte de la emperatriz, para... para unos
asuntos personales.
—¿De la corte de la emperatriz? —
preguntó el funcionario, bajando el
estilete y enarcando las cejas.
—Sí —replicó Juan tragando saliva
—. Esta... esta persona llegó a conocer a
mi padre; en su lecho de muerte, mi
padre me pidió que le hiciera llegar un
mensaje, un mensaje personal. —Volvió
a sentir que se le encogía el estómago
ante tal mentira y recordó la habitación
oscura y calurosa, el hedor a
enfermedad y a descomposición y la voz
cascada de su padre diciendo: «Jamás
se te ocurra ir allá. Prométeme que no
irás». Sintió un escalofrío.
El funcionario bajó las cejas.
—Ya veo. Se trata de un asunto
personal de tu padre con un viejo amigo.
«No iba muy desencaminado», pensó
el funcionario, satisfecho.
—¿Y cuándo murió tu padre?
—En junio —dijo Juan secamente
—. La peste se lo llevó.
Hubo una breve pausa bajo el cálido
sol del otoño, y una paralización
producida por la sola palabra: peste.
Aquella sonrisa de dueño de la situación
del capitán se desvaneció y la mirada
agria del funcionario se ensombreció.
«Nadie la menciona jamás. Yo tampoco
debería haberlo hecho. Demasiada gente
ha muerto a causa de ella; los turba hasta
oír su nombre», pensó Juan.
—Nosotros también la tuvimos aquí
en junio —replicó el funcionario con
suavidad. Miró hacia el norte, hacia el
puerto—. No había espacio para
enterrar a tanto muerto. Los apilaban en
las atalayas de las murallas. Cuando el
viento venía del norte se podía oler la
hediondez de la podredumbre. Era como
si el mundo entero se desintegrara.
Llegué a pensar que todos los seres de
la tierra estaban muriéndose aquí. Yo
perdí un hermano, y casi pierdo un hijo.
—Yo estuve a punto de morir —
agregó Juan. Y no se atrevió a decir:
«Fue mi padre quien me atendió durante
la enfermedad hasta el final. Me cuidó, y
después fue él quien se murió de la
peste».
—¡Entonces has sobrevivido a ella!
—El funcionario observó por un
momento a Juan con atención. «Y lo has
hecho bien», pensó con amargura,
evocando a su hijo de diez años, a quien
la peste había dejado medio lisiado y
con dificultades para hablar. «Pero el
niño se está reponiendo —se dijo
convencido—. Seguirá mejorando; ¡está
mejor ahora que hace un mes! Tal vez el
mes que viene ya lo vea como a éste,
algo amarillento, pero normal.»
Suspiró y miró a Juan con una
sonrisa cansada. No había motivos para
rechazarlo. Colocó un pedazo de
pergamino sobre las tablillas, deslizó el
estilete dentro del estuche que le
colgaba del cuello, tomó una pluma, la
mojó en el tintero que llevaba junto al
estuche y extendió un certificado.
—No hay razón para molestarte más,
entonces —le dijo, entregándoselo a
Juan—. Esto te sirve de salvoconducto
para permanecer en la ciudad hasta que
soluciones tus asuntos personales en la
corte. Llévalo constantemente; si lo
pierdes, informa a la oficina del cuestor
en el Augusteion. Eso es todo. Que
disfrutes de tu estancia en la ciudad.
Era mediodía cuando Juan abandonó
la nave; sus pasos sonaban huecos y
vacilantes en la plancha de madera.
Recorrió los muelles de piedra, enseñó
su permiso a los funcionarios que había
a la entrada del puerto y prosiguió su
camino a la ciudad. Las calles eran
estrechas, lo que impedía el paso de la
luz, las casas elevadas, y los balcones
casi se tocaban. Unas mujeres sentadas
en los balcones hilaban y miraban la
gente pasar entre la ropa tendida que se
agitaba al compás de la brisa. Por lo
demás, todo estaba quieto, adormecido
en la quietud del mediodía. Lentamente
fue subiendo la colina desde el puerto; a
medida que avanzaba hacia la cima las
casas se volvían más altas y lucían
imponentes fachadas.
Cuando llegó al mercado, tras haber
pasado por las callejuelas en sombra, la
luz del sol le resultó casi cegadora. Se
detuvo en la esquina para recuperar el
aliento. El mercado estaba casi desierto;
en el centro, el caño de la fuente se
percibía claramente a través del
silencio. Sobre una columna de pórfido,
una estatua de oro del emperador
Constantino contemplaba las columnas
de mármol, las sirenas e hipogrifos de
bronce dorado y las tiendas con postigos
que vendían objetos de plata, perfumes y
joyas.
A la izquierda, había dicho el
capitán. Juan miró hacia la izquierda a
través del mercado. Las columnas de
mármol blanco se abrían hacia una calle
ancha, como un campo de desfiles,
donde los pórticos aparecían coronados
de
estatuas:
emperadores
y
emperatrices, héroes, senadores y diosas
paganas, acomodados en medio de la
magnificencia. A lo lejos, una iglesia se
erguía como un monte, con su fachada de
mármol rosado y una altísima cúpula
dorada. Pese al fuerte sol, tuvo frío.
Respiró hondo y empezó a caminar.
Las tiendas acababan de abrir
cuando llegó al mercado Augusteo. La
cúpula impresionante de la iglesia se
asomaba a su izquierda; a su derecha se
elevaba la fachada de columnas
encumbradas del hipódromo y, cerca de
éste, al otro lado del mercado, un
edificio imponente enclavado entre
impresionantes murallas, con techumbre
de bronce bañado en oro y puertas
también de bronce: la Puerta de Bronce
del Gran Palacio. Juan se detuvo al otro
lado de la plaza para contemplarla. El
escalofrío que sintió le entumeció las
manos; le dio miedo seguir adelante.
«Debo de estar loco —pensó—.
Tenía que haber pedido a mis
hermanastros que me ayudaran a
encontrar trabajo: no se habrían negado;
no lo he hecho por orgullo y tozudez, por
no quedar en deuda con ellos. Sin duda
habría conseguido un puesto de escriba
en el concejo de la ciudad; el salario no
era tan malo; habría podido vivir de eso
y quizá, al cabo de dos años, me habrían
ascendido. Mi padre tenía razón: no
debí haber venido. Aunque sea verdad,
probablemente me matarán y ¿cómo
saber si es verdad? Ya deliraba cuando
me lo dijo. La carta podría ser falsa, o
quizás sea una broma. Oh, Dios mío,
debería volver, ahora mismo; volver a
casa...»
Pero se quedó donde estaba.
«Si no sigo, nunca lo sabré —se dijo
—. Pasaré el resto de mi vida
preguntándome quién soy en realidad,
demasiado cobarde para averiguarlo. Y
no tengo ninguna casa propia a donde
volver, ahora que mi padre ha muerto.»
Cruzó lentamente la amplia plaza
pública.
Las enormes puertas de bronce
estaban entornadas y un pelotón de
guardias, apoyados en sus lanzas,
miraban el mercado con expresión de
indecible aburrimiento. Por encima de
sus cabezas, un friso pintado
representaba al emperador Constantino,
con la corona imperial y la cruz
cristiana, aplastando a un dragón. Los
severos ojos del emperador parecían
fijarse en Juan de un modo acusador a
medida que éste se iba acercando, pero
casi se dio de narices contra la gran
puerta antes de que los guardias
repararan en él. Uno de ellos le cortó el
paso con su lanza, escupió y dijo
pausadamente:
—¿Algún asunto de palacio?
—Sí —susurró Juan.
—¿Tienes cita?
—No..., o sea...
—Bueno, ve al pórtico y di a los
guardias a dónde quieres ir.
La lanza volvió a alzarse y el
guardia retrocedió un paso. Juan
parpadeó, lo miró indeciso y finalmente
pasó junto a él por la puerta exterior.
Tras ésta había un pasadizo empinado en
cuyo fondo, muy a lo lejos, había otra
puerta de bronce, esta vez cerrada. A
mitad de camino, a la derecha, se
encontraba otra puerta igualmente
cerrada, toda ella de bronce pulido. Se
detuvo y miró atrás por la puerta
entreabierta al mercado. Nadie le
prestaba atención. Siguió adelante; giró
el pomo de la puerta y los goznes
chirriaron al abrirse lentamente.
Se encontró ante una sala rectangular
abovedada, magníficamente revestida de
mosaicos. Unos bárbaros cautivos
aparecían arrodillados en medio de una
tremenda confusión perteneciente a
ciudades exóticas: «Cartago», leyó Juan
en una pared y «Ravena», en otra. En el
centro de ambas un rey con manto de
púrpura ofrecía su corona al emperador,
triunfante, en la cúpula central. Cerca de
éste se erguía la figura de una mujer con
manto de púrpura y diadema, rodeada
por el aura sagrada de una emperatriz:
su rostro, máscara de dignidad y poder,
era el rostro de una mujer real. Era
hermoso, esbelto, pálido, de larga nariz,
mejillas
y
barbilla
ligeramente
redondeadas y labios firmes. Sus ojos
de párpados caídos, oscuros y
penetrantes, hacían caso omiso de los
reyes de los mosaicos y parecían
escrutar el interior de Juan. Se echó
hacia atrás, como hechizado.
—¿Qué asunto te trae aquí? —
preguntó una voz.
Juan desvió la mirada del mosaico y
vio cómo algunos guardias más
haraganeaban en el otro extremo de la
sala y cómo una multitud de hombres y
mujeres esperaban en un banco situado
bajo los cautivos bárbaros. La voz
provenía de uno de los guardias: llevaba
un collar de oro y parecía ser el capitán.
Ahora miraba a Juan, esperando su
respuesta.
—Yo... yo quiero una audiencia con
la emperatriz —respondió Juan—. Una
audiencia privada —y súbitamente se
sintió mal. ¡Lo había dicho!
—¿Con la emperatriz? —preguntó
el soldado, incrédulo.
Los otros soldados y los que
esperaban en la sala se volvieron para
mirarlo. Ellos esperaban al secretario
del prefecto pretoro para preguntar por
los impuestos que les correspondían; al
escriba del jefe de las oficinas por un
trabajo para un amigo; al chambelán del
emperador con un aviso de desalojo en
una de las propiedades imperiales; para
entrevistarse con alguno de los muchos
funcionarios y subordinados imperiales.
No quitaban ojo al joven con túnica de
color terroso que pedía audiencia con la
emperatriz.
—¿Quién eres? —preguntó el
capitán de la guardia—. ¿Te ha
concedido una cita?
—Tengo un mensaje para ella —
respondió Juan, pasando por alto la
primera pregunta y esforzándose por
mantener firme la voz— de parte de un
amigo suyo, un viejo amigo que ha
muerto. —Sin poder mantener quietas
sus manos entumecidas, se retorcía el
borde de seda de la túnica, consciente,
eso sí, de cuánto se había desteñido.
Había sido su mejor túnica, en otro
tiempo verde con bordes rojos y
blancos, e incluso después de haberla
teñido de negro por primera vez le había
quedado muy elegante. Pero ahora...
Quitó sus manos de ella.
«De todas maneras, la túnica no
hubiera impresionado a nadie aquí —se
dijo—. Si yo fuera un patricio vestido
de blanco y púrpura, majestuosamente
transportado en un carruaje hasta la
Puerta de Bronce con un grupo de
sirvientes, tal vez esperaría que los
guardias se impresionaran, pero esta
chusma difícilmente presta atención a
nada que sea inferior a eso, y menos
aquí, en una ciudad como ésta. Con que
tenga un aspecto presentable, eso
debería bastar. Y creo que lo tengo.» Se
irguió de hombros e intentó pasar por
alto los ojos que lo observaban.
«Es un monje —cortó tajante el jefe
de los guardias—. De negro, con ese
aspecto
de
fanático,
de
ojos
centelleantes y de aire tan voluntarioso,
¿qué, si no? Sí, es uno de esos malditos
monjes monofisitas de alguna provincia
oriental, algún preferido de la
emperatriz que trae noticias de uno de
sus «padres espirituales» de Egipto o
Siria. Y si le ponemos obstáculos,
tendremos problemas: ella protege a
esos herejes más que el emperador a sus
guardias. Bueno, tendré que hacerlo
entrar. Y si no es uno de sus monjes, los
sirvientes se encargarán de él.»
Se obligó a sonreír, aunque
detestaba a los herejes.
—Muy bien, mi buen señor.
¡Dionisio! —llamó a un guardia—. Haz
pasar a este... caballero... a la corte de
la serenísima Augusta, en el palacio
Dafne.
Sorprendido por tan fácil victoria,
Juan siguió al guardia hasta el primer
patio silencioso del Gran Palacio.
Después no pudo recordar por dónde
había pasado: cuarteles y jardines,
capillas y pórticos, cúpulas, columnas y
fuentes, todo despedía una sola
sensación de majestuosidad ante la cual
se sentía impotente, como un ratón
atravesando una iglesia. Por fin se
encontró ante una sala revestida con
cortinajes de púrpura e iluminada con
lámparas de oro puro. Un muchacho (no,
un hombre, pero delicadamente lampiño:
un eunuco), sentado ante un escritorio,
tomaba notas en un libro. El guardia
golpeó el extremo de su lanza en el
suelo de mosaicos y el eunuco levantó la
vista.
—¿Sí? —preguntó. El timbre agudo
de su voz pausada semejaba al de una
mujer.
—Este
caballero
desea
una
audiencia con la piadosísima y sagrada
soberana, nuestra Augusta Teodora —
dijo el guardia, guardando las formas—.
No se le ha concedido audiencia.
El eunuco apoyó la pluma en los
labios y examinó a Juan.
—¿Y quién eres tú?
—Mi nombre es Juan —respondió
con voz enronquecida; intentó aclararse
la garganta—. Yo... traigo una noticia
para la emperatriz. Una muerte..., un
viejo amigo de ella ha muerto.
—¿Qué «viejo amigo»? —preguntó
amablemente el eunuco.
—Diodoro de Bostra, mi padre.
Ella... lo conoció hace mucho tiempo.
Pensé...
—¿Pensaste que a ella le
interesaría? ¿Acaso ella lo conocía
bien?
Juan tragó saliva. Buscó dentro de su
bolsa y sacó la carta doblada que
llevaba consigo desde la muerte de su
padre. Con mano temblorosa se la
entregó al eunuco, que la leyó para sí.
Juan no necesitaba oír las palabras en
voz alta; se las sabía de memoria. «A
Diodoro de Bostra, de parte de Teodora,
emperatriz, Augusta, consorte de su
Sagrada Majestad el emperador
Justiniano. Sí, querido, soy yo. Pero si
alguna vez te atreves a venir a
Constantinopla, o siquiera a pretender
que me conoces allí en tu agujero de
Bostra, juro por Dios, que todo lo oye,
que será el último día o el último alarde
que hagas.» Eso era todo.
El eunuco frunció el ceño ante la
carta y verificó el sello. La leyó
nuevamente.
—No parece considerarlo un amigo
—dijo por fin, delicadamente—. Yo
creo, señor, que sería mejor que no la
molestaras. Si lo deseas, yo le informaré
a ella de su muerte en el momento
apropiado.
—Tengo que verla.
Juan cerraba y abría las entumecidas
manos. El eunuco lo observaba, rígido e
impasible. Juan tragó saliva de nuevo,
debilitado y mareado por el miedo, y
dijo con voz clara:
—Mi padre me aseguró que ella es
mi madre.
La cara delicada del eunuco cambió.
Echó un vistazo rápido a la carta y una
vez más examinó a Juan. Detrás de él
podía oír el murmullo de los guardias,
intentando ver nuevamente aquel rostro
para compararlo con el otro, el que lo
había contemplado a él desde el
mosaico.
—Espera aquí —dijo el eunuco. Con
la carta entre las manos, desapareció
tras las cortinas de púrpura.
Juan se quedó en la antesala por un
tiempo que le pareció eterno. Se
preguntó si debería sentarse; sentía que
las piernas se le volvían flojas y poco
firmes. Pero el único asiento era el del
eunuco frente al escritorio y no se
atrevía a sentarse allí. Miró otra vez a
su alrededor. El guardia de la Puerta de
Bronce estaba junto a la entrada, sin
apartar la mirada de Juan, como
fascinado. Juan respondió con una
sonrisa forzada y automáticamente el
guardia miró para otro lado.
Antes de que transcurrieran quince
minutos, el eunuco reapareció. Su rostro
aparecía ligeramente sonrojado y daba
la sensación de faltarle el aliento;
dirigió a Juan una sonrisa radiante y le
anunció:
—Ella te recibirá en seguida. —Juan
se preguntó si se desmayaría.
El guardia golpeó el suelo con la
punta de su lanza dispuesto a marcharse,
pero el eunuco lo retuvo con un gesto
rápido.
—Tú quédate aquí esperando
órdenes.
El guardia pareció alarmarse, pero
Juan no tuvo tiempo de preguntarse por
qué. El eunuco lo cogió del brazo y lo
condujo a paso ligero por el pasillo que
se extendía tras las cortinas.
—¿Te han concedido audiencia
alguna vez? —preguntó a Juan.
—¡No, claro que no! Ella... ¿va a
recibirme? ¿Ahora? —«Es demasiado
pronto —pensó—. No tengo tiempo...»
—Cuando se te haga pasar, da tres
pasos y arrodíllate —el eunuco le daba
las
instrucciones,
apremiándolo.
Pasaron por una antecámara con divanes
de cedro; varios hombres ricamente
vestidos, uno de ellos de blanco y
púrpura, miraron con odio a Juan
mientras era materialmente arrastrado
por la sala—. Échate al suelo, como el
sacerdote que se postra ante el altar
durante los misterios sagrados —
continuó el eunuco, sin prestarles
atención—. Mantén los brazos alrededor
de la cabeza. La señora extenderá su pie
hacia ti, momento que aprovecharás para
besar la suela de su sandalia; después,
puedes quedarte de pie o arrodillarte,
pero no te sientes. No le hables hasta
que ella no te dé permiso. Y otra cosa
más, no la llames «emperatriz», llámala
«señora», como un esclavo. Es la
costumbre.
—Sí, pero...
Estaban al final de otro pasillo y a
las puertas de otra habitación. Todo
parecía brillar: las pinturas en las
paredes, las baldosas doradas en el
suelo de mosaico, los tapices rutilantes
y, al fondo, la seda púrpura de las
cortinas. No tardó en rodearles un grupo
de eunucos, haciendo gestos con la
cabeza y cuchicheando con aquellas
extrañas voces agudas. Advirtió que
algunos llevaban espadas; uno vestía el
blanco y púrpura de los patricios. Olía a
incienso. El acompañante de Juan le
soltó el brazo, le hizo un gesto con la
cabeza y corrió la cortina que estaba al
otro extremo del salón. La luz entró
súbitamente en la habitación; era la luz
del sol, difusa pero brillante, de alguna
ventana escondida, acompañada del
aroma a mirra. Ante la vacilación de
Juan, el eunuco patricio le dio un suave
empujón. Al borde de las cortinas
titubeó y miró a los ojos de la
emperatriz Teodora.
«Tres pasos adelante —pensó, sin
ponerse nervioso—. Ya estoy casi.»
Dio los tres pasos y bajó la cabeza
hasta el mármol pulido del suelo. Se
quedó un instante con la mejilla apoyada
en la fría piedra, sintiendo cómo se le
aceleraba el ritmo cardíaco; luego una
sandalia púrpura, tachonada de oro y
joyas, apareció ante él. Rozó la suela
con los labios (el cuero era nuevo,
suave como la lana) y se incorporó de
rodillas, mirando nuevamente a los
oscuros ojos.
El retrato del mosaico era mejor de
lo que había apreciado: arrodillado
frente a ella, vio primero a la
emperatriz, luego a la mujer. La diadema
imperial, una banda de seda púrpura
bordada con oro y joyas, cubría por
completo su cabellera y dejaba caer
perlas que le llegaban hasta los
hombros. El manto púrpura, sujeto con
un broche de esmeraldas, llevaba un
grueso ribete de oro y joyas. Incluso la
mitad de la larga túnica que lucía bajo el
manto parecía estar hecha de oro. Estaba
medio sentada medio reclinada en un
elevado diván de púrpura y ébano, con
cierta gracia indolente. Se había
inclinado
hacia
adelante
para
observarlo, aferrada con tal fuerza al
diván, que las uñas se le habían vuelto
blancas. También los labios de la
emperatriz palidecieron al ver que el
joven lo había advertido; sus fulgurantes
ojos miraban alternativamente a Juan y a
los eunucos, que permanecían inmóviles
detrás de éste. La carta entregada al
eunuco se hallaba sobre un diván junto a
la augusta señora.
—¿Quién eres? —preguntó la
emperatriz. Su voz era suave y serena,
con
el
cortante
acento
de
Constantinopla.
—Mi nombre es Juan, señora —
respondió.
Ya no se estremecía de pánico y
sintió que su mente se aclaraba a medida
que transcurría el tiempo. Ahora que
había llegado el momento, real e
irreversible, de poder hablar, hasta
recordaba las instrucciones del eunuco.
Sólo una catástrofe podía detenerlo, no
todas aquellas fantasías.
—Soy el hijo de Diodoro de Bostra.
Me dijo mi padre que lo recordarías.
La emperatriz suspiró.
—¿Por qué has venido hasta aquí?
Permaneció un momento arrodillado
con la mirada puesta en la soberana. La
suave luz de la ventana oculta lo
invadió; desde algún lugar detrás de ella
llegaba el murmullo de una fuente.
—También me dijo que tú eras mi
madre —exclamó por fin.
—¿De verdad te dijo eso? —La voz
era áspera—. ¿Acaso contó esta historia
a mucha gente? Y tú, ¿a quién se la has
contado?
—Señora, él sólo me la contó a mí y
únicamente cuando estaba agonizando.
Si deliraba, no lo hagas responsable a
él, atribúyeselo a la peste. Por mi parte,
yo no se lo he contado a nadie. Temía
creerlo. Los únicos que lo han oído,
aparte de ti, son tus propios sirvientes.
Se sentó nuevamente en su diván y lo
observó con detenimiento. Tomó la carta
doblada y la arrojó a los pies de sus
sirvientes.
—Destruye esto —ordenó. Luego se
dirigió a Juan—: Y tú, ¿qué has dicho a
los guardias de la puerta?
—Que quería una audiencia contigo,
señora, por un asunto personal.
—¿Alguno de ellos te acompañó
hasta aquí? —Juan asintió y ella volvió
a mirar a los eunucos.
—Yo le indiqué que aguardara en la
antesala esperando órdenes —dijo un
sirviente al instante.
—Bien. —La emperatriz sonrió.
El eunuco patricio tosió, incómodo,
y agregó:
—Desgraciadamente, había mucha
gente esperando a tu sublime presencia
en la segunda antesala. Han visto que
hemos hecho pasar en seguida al joven y
casi con certeza deben de estar
averiguando por qué.
Teodora se encogió de hombros.
—Preguntarán sin duda al guardia
quién es el joven. Dile tú al guardia que
el joven mentía y que yo he ordenado
que lo expulsen y castiguen severamente
por su insolencia. Di que te he ordenado
azotarlo, expulsarlo de la ciudad por el
puerto privado y embarcarlo rumbo a
una mazmorra en Cherson. Di que estoy
muy descontenta con el guardia y con su
capitán por haber dejado pasar a un
joven aduciendo que es un insulto
inadmisible y que ambos serán
trasladados a otro lugar.
Juan sintió que la sangre se le iba
del rostro y de las manos.
«Pero la carta era real —pensó—,
es evidente que era real. Y parece ser
verdad que ha conocido a mi padre.
Debe de ser cierto...»
Los eunucos lo miraban, indecisos.
Juan oyó un ruido metálico cuando uno
de ellos aflojó la espada dentro de la
vaina. No tenía escapatoria. Pero eso lo
sabía desde que traspasó la Puerta de
Bronce.
Se clavó los dedos en las rodillas.
«Mi padre me advirtió que esta mujer
me mataría, que carecía de instinto
maternal; después de todo, me abandonó
cuando yo tenía apenas unos meses. Y
por otra parte, no puede presentar a un
bastardo de otro hombre ante los ojos
del emperador.»
«Pero —pensó, con dolor—, podría
al menos admitir que es verdad. Aunque
después me mande matar. Simplemente
me hará azotar por insolente y luego...
¡Oh, Dios mío!»
—¿Y bien? —prosiguió Teodora—.
¿A qué esperas? Ve y habla con el
guardia.
Uno de los eunucos se inclinó.
—¿Llevamos al joven fuera y lo
castigamos como has ordenado, señora?
Se le quedó mirando un instante y
acto seguido echó la cabeza atrás
prorrumpiendo en una sonora carcajada.
—¡Santo Dios, Santo Fuerte,
Sagrado Inmortal! ¿Qué creéis que soy,
una malvada? De ninguna manera.
Dejadlo aquí; dejadme a solas con él, y
no digáis una palabra sobre él. No lo
digáis a nadie, ni siquiera a vuestros
amigos en la corte del emperador.
¿Comprendéis lo que os digo? Ni una
palabra. Un joven se comportó con
insolencia. Desapareció y nadie lo
volverá a ver jamás. Y otro joven podrá
desenvolverse muy bien por el mundo
con mi ayuda, pero nadie ha de decir
que es hijo mío. Podéis iros.
Atónito, sin poder dar crédito a sus
ojos, Juan vio que los eunucos sonreían,
no con sonrisas forzadas, sino con
miradas de verdadera satisfacción y
afecto. Se prosternaron ante la
emperatriz y se fueron.
—¡Y decidles a esos pobres diablos
que esperan en la segunda antesala que
se vayan a sus casas! —gritó la
emperatriz mientras salían; se inclinaron
de nuevo, aún sonrientes, y se alejaron
en silencio. Alguien corrió la cortina
púrpura.
La emperatriz, recogiendo las
piernas, se incorporó y se quitó la
diadema. Su cabello era espeso y muy
negro. Era más joven de lo que él había
pensado (cuarenta y cinco como mucho).
—Bien, levántate. —Colocó la
diadema en su regazo, sosteniéndola con
sus delicadas manos, mientras lo
contemplaba—. ¿Cuándo murió tu
padre?
—En junio —dijo tragando saliva,
sin saber cómo dirigirse a ella ahora.
—Junio. Mi marido también tuvo la
peste en junio, pero sobrevivió a ella,
gracias al cielo. Es extraño que los dos
hombres que yo más he amado hayan
estado enfermos al mismo tiempo. —Lo
miró una vez más, ladeó ligeramente la
cabeza y ordenó—: Ven aquí.
Se acercó, pero se sentía inseguro.
Le parecía impropio estar de pie al lado
de la emperatriz, pero no se atrevía a
sentarse en el trono imperial. Sin saber
qué hacer, se dejó caer de rodillas.
Observó cómo la mano de Teodora
soltaba la diadema y rápidamente le
acariciaba el rostro, bajaba hasta el
hombro y volvía a caer sobre el oro que
brillaba en su regazo.
—Juan —dijo ella, sacudiendo la
cabeza.
—¿Quiere esto decir que es cierto?
—preguntó, deseando desesperadamente
oír una respuesta afirmativa.
—Sí, por supuesto. Si no lo fuera,
¿estarías aún aquí? Yo no tolero ni la
insolencia ni los insultos. Tú eres hijo
mío. ¡Mi hijo! —La mano veloz de
Teodora acarició el rostro y volvió a
alejarse bruscamente—. Tu padre, antes
de decirte la verdad, ¿qué te dijo acerca
de tu madre?
—Me dijo que era hijo de una
prostituta, una actriz cómica de un circo,
la hija de un cuidador de osos que
conoció cuando estudiaba leyes en
Beirut.
Ella sonrió, complacida.
—Eso es absolutamente cierto. ¡Oh,
Dios de todas las cosas, eso era típico
de él! ¡Cómo podía mentir, aun diciendo
la verdad! Pero para eso están los
jurisconsultos. —Soltó una risita y
añadió—: Pero es evidente que no pudo
haber sabido que yo había llegado a ser
quien soy, hasta que le envié la carta. —
Lo miró fijamente, casi ansiosa—. Y
supongo que te dijo que cuando me
quiso llevar a Bostra con él lo dejé a él
y a ti te abandoné, ¿no es cierto?
—Sí —balbuceó Juan.
Las comisuras de los labios
imperiales se fruncieron y su mirada
ansiosa se endureció.
—¿Qué más te contó?
Juan pensó en todo lo que sabía de
esa mujer por lo que le había oído a su
padre o a los amigos y conocidos de su
padre: conversaciones presenciadas por
él y otras oídas al pasar, las bromas
despiadadas sobre «la perra de
Diodoro, la madre de su bastardo».
«Ella se levantaba la túnica en fiestas de
mucho alcohol y caminaba sobre las
manos bajo la mesa, meneando sus
nalgas
desnudas.
Una
puta
desvergonzada, pero Dios mío, ¡cómo
envidiaba a Diodoro!» «No me habría
importado, lo que se dice nada, dar yo
mismo alguna vez en el blanco; después
de todo, ya dieron en él algunos
hombres.» «Rabelo, estando de visita en
Beirut, quiso seducirla; como a ella no
le gustó, se fue directa a él y a punto
estuvo de arrancarle las pelotas.
Después hacía bromas al respecto
delante de su amante. Diodoro se limitó
a reírse, pero le dijo a Rabelo que como
intentara repetir la hazaña, lo mataría.»
«Oí que cuando ella lo dejó, se llevó
cinco piezas de oro y tres vestidos de
seda auténtica que él le había regalado,
todas las alhajas y la mayor parte de los
muebles, pero dejó con él al niño.»
«Una vez me dijo —éste era el relato de
su padre, solo y amargado, en respuesta
a alguna pregunta lamentablemente
audaz de Juan— que en una ocasión
representó una parodia sobre Leda y el
cisne ante miles de espectadores en un
teatro público de Constantinopla. Se
esparció granos por todo el cuerpo y
también bajo la faja de cuero que cubría
sus partes íntimas, lo único que llevaba
puesto. Trajeron un ganso, y éste
comenzó a picotear todos los granos,
mientras ella se retorcía en el suelo
gritando que la violaban. Luego dio a luz
un huevo. Teodora aseguraba que
encantó a la multitud. "¡Rugían!", decía
con deleite. ¿Realmente te gustaría
tenerla aquí? ¿Para que todo el pueblo
de Bostra ruja ante ella? Yo estuve lo
suficientemente loco como para querer
traerla aquí. Alégrate de que nunca haya
venido.»
Pero ante la mujer sentada en medio
de su púrpura imperial, que lo miraba
con ojos feroces, estas descripciones,
que lo habían atormentado durante años,
le parecían fabulaciones locas y sin
sentido.
—Me contó que habías querido
renunciar a una loca carrera cuando os
conocisteis, que le fuiste fiel, que te
había prometido que no se casaría con
nadie mientras estuviera contigo y que lo
dejaste al descubrir que había cometido
perjurio y que se iba a desposar con la
hija de Elthemo —comunicó a la
emperatriz con cautela.
Ella enarcó las cejas.
—Debía de estar en un momento
inusualmente honesto para admitirlo.
Juan bajó la mirada. La confesión se
había producido tras la historia del
ganso, cuando Juan se había alejado con
ganas de vomitar y zumbándole los
oídos. Sentía el coro que le susurraba, el
coro que siempre le había perseguido:
«hijo de una puta, bastardo». Su padre
corrió tras él diciéndole: «¡No...,
espera!».
—Él intentaba ser justo —dijo—
pero te odiaba por haberlo abandonado.
Ella suspiró, entre sonriente y
disgustada.
—¡Apostaría mi vida a que me
odiaba por eso! Creía que estábamos
enamorados el uno del otro y que por
eso yo debía estar dispuesta a ir a vivir
a cualquier casucha sofocante de algún
callejón de Bostra, para criar a su hijo y
esperar a que me concediera los escasos
momentos que no pasara con su mujer.
Mi esposo —dijo alzando la cabeza—
vale mucho más que él, aun dejando de
lado el rango. Y no le avergonzó casarse
conmigo.
—Me dijo que te amaba —susurró
Juan, confuso y consciente de que
intentaba defender a su padre, el
funcionario de Bostra, honrado y
respetable—. Me dijo que tú eras la
única mujer que había amado de verdad,
que sólo se había casado con su mujer
por dinero y por la influencia de su
familia.
Ella sonrió, pero esta vez le duró
poco.
—También a mí me dijo eso. Y yo le
creí. Pero por qué supuso que el hecho
de que prefiriera el dinero y el poder al
amor me convencería de ir a Bostra con
él, no lo sé. —Se restregó los ojos—,
Bueno, así que está muerto ahora. ¡Pobre
Diodoro! —Dejó caer la mano,
acariciando las joyas de la diadema—.
Lo amé de verdad —agregó al cabo de
un rato—. Tanto como hubiera amado a
cualquiera. Pero al final no me dio pena
dejarlo y no fue difícil hacerlo. —
Sacudió la cabeza y volvió a mirar a
Juan. Acarició su rostro una vez más—.
¡Pero sí fue difícil dejarte a ti! Dios,
¡cómo lloré por ti!; creo que lloré
durante todo el trayecto entre Beirut y
Constantinopla. ¡Mi
pobre hijo,
abandonado! Pero ahora, aquí está,
veintitrés años han pasado, y aquí estás
tú. —Lo miró absorta—. Mi propio hijo.
—Entrecerró los ojos rápidamente y
preguntó—: ¿Por qué has venido aquí?
—Para... para verte.
—Sí, por supuesto, pero ¿qué
buscas? ¿Dinero? ¿Posición? ¿Vengarte
de alguien?
—¡Quería verte!
Ella le lanzó una mirada cínica.
—¿Y jamás se te cruzó por la mente
que yo podría hacer algo por ti? Sé
sincero conmigo si quieres que te ayude.
—Se me ocurrió —admitió Juan—.
Pero no podía pensar en eso. No lo
podía creer. No sabía si era verdad, si...
si te ibas a ofender por mi llegada.
—¿Pensaste que yo podía haber
mandado que te mataran? —preguntó,
divertida.
—Tú habías amenazado a mi padre.
Lo miró pensativa.
—Tal vez lo hubiera hecho si yo me
hubiera sentido amenazada... pero ni
siquiera lo has intentado. Entonces, si
creías que te podía matar y no pensabas
sacar provecho de mí, ¿por qué has
venido?
Juan se mordió los labios.
—Quería verte —repitió, después
de un largo silencio—. Con mi padre
muerto... —Tragó saliva, y volvió a
encontrarse con la fría mirada de
Teodora. Con pavor se dio cuenta de que
tendría que continuar y decir cosas que
sería doloroso sólo pensarlas y que no
había dicho a nadie por vergüenza.
Se detuvo, intentando reunir valor
para hablar. La emperatriz, con la
diadema en el regazo, esperaba,
recostada sobre el brazo del diván, con
la barbilla apoyada en una mano
aguardando su respuesta. «Me está
dando una soga para ahorcarme», pensó
Juan.
—Un bastardo vive por la tolerancia
de los demás —dijo por fin—. Yo sabía
que podrían haberme dejado morir al
nacer, o abandonado o vendido cuando
me dejaste. Muchos decían que era lo
que debían haber hecho. En cambio, mi
padre me consiguió una niñera, me crió
en su propia casa, me educó casi tan
bien como a sus hijos legítimos. Pero yo
era... no, no era odiado; ni la esposa de
mi padre me odia realmente. No me
aceptaban. El hijo de una prostituta no
debía ser tratado como los hijos
legítimos de una mujer respetable. Ni
como persona a su cargo, porque yo no
tenía ningún derecho en la casa. Nadie
puede tener derechos si está vivo
gracias a la caridad ajena. Yo trabajaba
para mi padre de secretario; siempre me
decía que me conseguiría un buen
trabajo en otro lado con un sueldo y con
posibilidades, pero nunca hubo nada.
Nunca tuvo el dinero preparado para
comprarme un puesto decente, o si lo
tuvo, no pudo prescindir de mí justo en
ese momento. Yo pensaba... bueno,
pensaba que no se le podía molestar y
que él creía que yo fracasaría si me
conseguía un trabajo bueno. Podía ser
generoso y amable conmigo, pero en
general era impaciente e irritable.
»Sin embargo, cuando la peste llegó
a Bostra y me contagié, mi padre lo
abandonó todo y me cuidó. Nadie más
quería hacerlo: mi vieja niñera también
estaba enferma; nadie en la casa pensó
que valía la pena correr el riesgo de
contagiarse por mi culpa, ni siquiera los
esclavos. Pero mi padre se quedó
conmigo durante toda mi convalecencia.
"Tú eres mi hijo favorito", me decía.
"Al diablo los otros hijos; ¡vive tú!" Y
eso hice. Apenas me estaba reponiendo
cuando él cayó enfermo. Lo cuidé lo
mejor que pude, a mi vez..., pero tú has
visto la enfermedad, sabes cuántos...
cuántos han muerto por ella.
»Cuando se estaba muriendo, me
habló de ti y me enseñó tu carta. ¡Dios
inmortal, la emperatriz, la sagrada
Augusta!
Siempre
me
habían...
despreciado, por culpa tuya. Pero si tú
eras... ¿Sabes?, eso también cambiaba lo
que yo era, me convertía en algo
totalmente diferente de lo que había
sido.
»Cuando
mi
padre
murió,
desapareció también la tolerancia con
que él me había tratado. Mis
hermanastros habrían respetado los
deseos de mi padre, al menos para
buscarme algún trabajo, pero su madre
no me quería en la casa. Sentí que yo
mismo había muerto por la peste. Era
como un fantasma en aquella casa. Ya no
sabía quién era o qué debía hacer.
Entonces decidí dejar Bostra y venir
aquí, a esta ciudad, a conocerte.
La emperatriz lo observó por un
momento; suspiró y levantó la cabeza.
—¡Pobre hijo mío! Así que tú
también sabes lo que es ser despreciado.
No importa. —Sus ojos se iluminaron
—. Ahora podremos repararlo. —Juan
advirtió un brillo en su sonrisa—.
Dentro de unos años podrás volver a
visitar a tus hermanastros y a la puta de
su madre llevando la banda púrpura en
tu manto, con mil sirvientes a tu
alrededor. Entonces harás que se
arrastren hasta ti. ¡Sólo espera un poco!
—Se apartó el cabello de los ojos, posó
la mano en el hombro de Juan y añadió
—: Yo me encargaré de que así suceda.
Confía en mí.
Juan no sabía qué decir. ¿Acaso ella
haría que sus hermanastros y su
madrastra se arrastraran hasta él? Intentó
imaginárselo, y su mente retrocedió con
horror al pensar en la esposa de su
padre, con el rostro amargado, rígido,
de eterna desaprobación contrayéndose
de terror mientras le manoseaban las
rodillas. No había vuelta atrás y no tenía
sentido humillar a los demás y ponerse a
sí mismo en tal situación. Pero se
encontró con la mirada brillante de la
emperatriz y asintió.
—Confiaba en que Diodoro cuidaría
de ti —dijo después de un instante—.
Conociéndolo, te debe de haber educado
en algo útil. Háblame de ti. ¿Qué sabes
hacer, qué te gustaría hacer?
Juan se sonrojó y bajó la mirada.
—Él no me..., o sea, no estudié
derecho, como él. Ni retórica, ni
filosofía. Fueron mis hermanastros los
que aprendieron ese tipo de cosas...
—Al diablo con esas cosas,
entonces. Si hay mucho de mí en ti,
tampoco te gustarían de todos modos.
Has dicho que eras secretario de tu
padre: debes de saber escribir, entonces,
y quizás un poco de contabilidad, ¿no es
cierto?
—Contabilidad y taquigrafía.
—¡Taquigrafía! ¡Madre de Dios,
puedo conseguirte un trabajo mañana
mismo! ¿Para qué diablos sirve el
derecho, comparado con la taquigrafía?
—Se echó a reír, saltando del diván;
Juan se quedó boquiabierto—. ¿Sabes
cuántas oficinas estatales hay en esta
ciudad? Y la mitad de los altos
funcionarios han perdido sus secretarios
privados por la peste y no pueden
encontrar a alguien lo suficientemente
«de confianza» para reemplazarlos.
Ahora, donde puede ser...
—No sé si quiero ser secretario —
dijo Juan poniéndose en pie, alarmado.
—No seas ridículo. Esto no será
como escribir para tu padre cartas sobre
impuestos por una acequia en las
provincias o cosas por el estilo. No, te
conseguiremos un puesto con alguien
importante y si tú destacas... Déjame
ver. —Descorrió a un lado la cortina,
abrió la puerta que daba a la galería y
batió las palmas. Al instante entró un
eunuco haciendo una reverencia. Era el
patricio: debía de ser el chambelán
principal, el jefe de los sirvientes—.
Eusebio —dijo con una sonrisa—, haz
preparar una de las habitaciones
secretas para este joven y búscale ropa
adecuada. He decidido que será
secretario de un alto funcionario.
Prepárame una lista de los cortesanos
más importantes que necesiten uno, qué
quiere cada uno que haga y en el caso de
que esperen algo a cambio por el puesto,
qué es lo que quieren. Tráemela mañana
por la mañana.
—Pero... —dijo Juan indeciso—.
No sé si...
—Confía
en
mí
—añadió
dirigiéndole una sonrisa radiante. Tomó
la diadema y se la volvió a colocar en la
cabeza, atusándose el cabello bajo su
brillante escudo—. Tengo que cenar con
mi esposo esta noche. Ahora no hay más
tiempo para hablar. Mañana desayunarás
conmigo y decidiremos a dónde irás.
Juan permanecía allí quieto,
mirándola, nuevamente atemorizado. Se
había puesto en sus manos y tenía que
confiar en ella, pero sentía como si
estuviera conduciendo un carro a toda
velocidad y se le hubieran soltado las
riendas. Ella se quedó de pie: una
imagen de púrpura y oro, con la sonrisa
bailándole en los labios. Era hermosa;
parecía contenta con la llegada de su
hijo. Ella, la Serenísima Augusta,
cogobernante del mundo. Debía seguir
complaciéndola. Se inclinó haciendo
una reverencia.
—Sí, señora. Pero no... no sé cuál es
mi posición aquí. Te lo ruego,
explícamelo. No quiero hacer nada que
no sea lo apropiado.
Teodora lo miró con desconfianza,
pero tranquilizada al ver la confusión de
Juan, se echó a reír.
—¡Ah, pobre niño mío! Por ahora no
gozas de ninguna posición aquí. Y si
llegara a saberse que eres hijo mío,
jamás la tendrías. Nadie podría matarte;
al menos, yo no creo que nadie quisiera
hacerlo. Pero yo tuve una hija, una
hermanastra tuya. La mantuve como
bastarda reconocida. Claro, es mucho
más fácil con una niña, porque se espera
que una niña respetable se quede en su
casa. Pero no sólo tuve que mantenerla
fuera de la vista de todos para evitar
ofender los delicados sentimientos de
los senadores, que creen que las putas
deben estar en los burdeles, sino que la
tuve que casar joven con un muchacho
de un rango inferior de lo que yo hubiera
deseado. Para que no nos pusiera en
aprietos, ¿comprendes? Pero era
realmente demasiado joven y murió al
dar a luz. Si yo te reconociera
públicamente... —Dio un paso hacia él.
Juan advirtió entonces que era una mujer
menuda—. Te enviarían a alguna finca
en el campo y estarías escondido allí en
medio de un lujo oscuro, y sería lo
último que se sabría de ti. Y eso porque
no está bien que un emperador tenga los
bastardos de su esposa en palacio, sobre
todo teniendo en cuenta que no tiene
hijos propios. No nos busques
problemas, te lo advierto —la voz
volvió a endurecerse.
Juan tragó saliva y se inclinó. La
emperatriz añadió:
—Si mantenemos en secreto quién
eres en realidad, podrás tener pronto una
buena posición. Disimularé mi interés
hacia ti diciendo que eres el primo de un
amigo y procuraré que tengas de todo
para que estés bien aquí. Puedes confiar
en mis sirvientes: saben guardar un
secreto. Y hasta que te consigamos un
trabajo, tú eres un secreto. Olvida todo
lo que pasó antes de atravesar la Puerta
de Bronce. Eres un hombre nuevo ahora.
—Yo... dejé mis cosas en el barco
—replicó, inseguro.
—No vuelvas por ellas. Recuerda a
Orfeo y nunca mires atrás. «Heu, noctis
propter terminos Orpheus Eurydicem
suam vidit, perdidit, occidit... quidquid
praecipuum trahit perdit, dum videt
inferes.» ¡Eusebio! —El eunuco hizo una
reverencia—. Ocúpate de este joven.
El eunuco volvió a hacer una
reverencia mientras la emperatriz salía
de la sala con paso majestuoso.
Cuando el eunuco le enseñó la
«habitación secreta», Juan se animó y
finalmente le preguntó:
—¿Qué es lo que dijo en latín? Era
latín, ¿verdad?
—Así es —respondió sonriente el
eunuco—. Lo aprendió para complacer
al Augusto. Decía: «En el límite de la
noche Orfeo vio, perdió, mató a su
Eurídice. Cualquiera que sea el honor
que se obtenga, él lo pierde al bajar la
mirada». Ésta es la habitación de Su
Señoría. Lamento que no esté preparada
para ti. En un momento vendrán los
esclavos.
Juan se sentó a esperar en la cama
aún sin hacer. «Una "habitación
secreta"», pensó. Iluminada con la luz
indirecta de una claraboya, era lo
bastante amplia como para poder
dividirla en dos mediante unas cortinas.
Una pared estaba cubierta de imágenes
de Cristo y de la Virgen. Una de las
habitaciones secretas, había dicho la
emperatriz. ¿Cuántas había y quiénes
más las utilizaban?
Se cogió la cabeza entre las manos,
se sentía débil a causa del agotamiento y
atónito por el desconcierto, además de
estar (tuvo que admitirlo) muy asustado.
Sin embargo, lo que él no se había
atrevido a creer era cierto y la
emperatriz estaba complacida, quería
ayudarlo, hasta lo incitaba a que
«destacara»; todo estaba saliendo mucho
mejor de lo que él se había imaginado.
Entonces, ¿por qué deseaba estar en
Bostra?
«No debo fracasar —se dijo,
intentando no pensar en Orfeo—.
Teodora es la hija de un hombre que
criaba osos para el circo, una actriz, una
prostituta que ahora ha llegado a
emperatriz. Y yo soy su hijo. Debo ser
capaz de lograr alguna clase de gloria.
Eso le gustaría y yo debo complacerla.»
Se aferró al recuerdo de su sonrisa y se
incorporó. Los esclavos entraron a
preparar la habitación.
II - El secretario del
chambelán
Juan no durmió bien aquella noche y
se despertó antes de que la luz grisácea
de la mañana entrara por la claraboya.
Sin poder conciliar el sueño encendió
una luz del portalámparas dorado y
deambuló por el aposento, sin atreverse
a salir. La noche anterior había visto un
estante de libros bajo los iconos y ahora
revisó el contenido: una colección de
evangelios, otra de epístolas, un libro de
los salmos; los escritos de Basilio de
Capadocia, los de Severo de Antioquía
y los de Juan Filoponos; solamente
obras de teología. Se quedó perplejo
por un momento, pero luego, al
comprender el propósito de la
habitación secreta, se sonrió. En Bostra
se sabía perfectamente que la emperatriz
simpatizaba con la teología monofisita;
según se decía en las provincias
orientales, como Arabia, era «amante de
la piedad y la ortodoxia». El emperador,
sin embargo, y la mayoría de la
población de Constantinopla eran
diofisitas y reconocían la verdadera
doctrina del concilio de Calcedonia («la
herejía atea, como la llamaba el obispo
de Bostra, por sostener dos naturalezas
en Cristo y negar a la madre de nuestro
Señor su honor de Madre de Dios»).
«La piedad y la ortodoxia están
proscritas en Constantinopla», gritaban
los monjes en las calles de Bostra.
«Monjes piadosos y santos, obispos
devotos, son encerrados y ejecutados
por orden del emperador ateo... a menos
que la venerada emperatriz los proteja.»
Y así era como la sagrada majestad de
la emperatriz los protegía: con
habitaciones secretas, puertos privados
y barcos para llevarlos a otro lugar y un
grupo de servidores de confianza que
sabía ser discreto. Y además (en ese
momento se dio cuenta), guardias que
sabían lo que ocurría pero que hacían la
vista gorda. «Por eso —pensó—, me
dejaron entrar ayer tan pronto.»
Sumamente contento por haberse
percatado de la situación, se sentó y se
puso a leer el libro de salmos hasta que
los esclavos entraron a anunciarle que el
baño estaba listo.
Cuando lo llamaron a desayunar con
la emperatriz, el sol estaba ya alto. Los
esclavos lo habían bañado y cortado el
cabello y le habían dado ropa limpia.
Eran ropas suntuosas: la corta túnica
roja llevaba medallones de seda
trabajados con figuras de oro y los
hombros del manto largo eran duros por
el brocado, y ambas telas estaban
cosidas con seda. Además, llevaba
pantalones. Nadie los usaba en Arabia y
se sentía torpe e incómodo con ellos.
Por otro lado, sentía la nuca como
desnuda sin el turbante al que estaba
acostumbrado. Pero por fin llegó el
anuncio y fue llevado a lo largo de otro
pasillo a una sala privada para los
desayunos. La emperatriz estaba
encantada.
—¡Déjame verte! —dijo, saltando
de su diván. Tenía el cabello suelto,
húmedo después de su baño, y la capa
de púrpura colgaba de su diván,
abandonada. En su túnica bordada
parecía delgada, joven y hasta más
pequeña que el día anterior. Le miraba,
risueña. El salón de desayunos daba a un
jardín donde el agua de una fuente corría
bajo una higuera y los pájaros trinaban
bajo el radiante sol—. ¡Dios
Todopoderoso! —dijo Teodora después
de caminar en torno a él con admiración
—. ¡No me salieron tan mal los hijos!
¡Eres mucho más refinado que el hijo de
Passara, esa mujerzuela! ¡Cómo me
gustaría presentarte a ella! Su hijo es
una bestia horrible, con un cráneo tan
tosco como una vasija, que, según cree
ella, será el próximo emperador. ¡Ya
veremos! Pero siéntate aquí, cerca de
mí, y desayuna.
Juan se sentó torpemente en el diván.
Ella se sentó en el otro extremo
recogiendo las piernas bajo su cuerpo.
Sobre la mesa dorada había pan blanco,
tortas de sésamo, leche de cabra e higos
frescos. Teodora se sirvió un higo y se
puso a masticarlo a pequeños mordiscos
y con evidente placer.
—¿Quién es Passara? —preguntó
Juan, nervioso.
A Teodora se le escapó una risita.
—La esposa de Germano, el primo
de mi marido. ¿Has oído hablar de él?
Es un perfecto pelmazo y su esposa es la
más presumida de Constantinopla.
¡Anicia Passara, descendiente de
emperadores! También se imaginaba a sí
misma esposa de un emperador, cuando
el viejo Justiniano fue investido con la
púrpura imperial. Pero mi esposo es el
emperador, mientras que Germano hace
lo que le dicen. Passara no me soporta y
yo tampoco a ella. Pero cambiemos de
tema. ¡Adelante, sírvete!
Juan se sirvió un higo y buscó una
taza. Una de las jóvenes esclavas se
precipitó a ofrecerle una taza a él; se la
llenó con leche de cabra y se la entregó
haciendo una reverencia. Juan la miraba,
desorientado. Estaba más acostumbrado
a llenarse él mismo las tazas a que los
demás se las sirvieran.
—He pensado qué decirle a la gente
acerca de ti —dijo Teodora, terminando
su higo y enjuagando sus dedos en una
palangana de agua de rosas. Un esclavo
le extendió una toalla para secarse—.
Diré que mi padre, Akakios, tenía un
hermanastro, persona respetable, que
vivía en Beirut, y que tú eres su nieto.
—Tomó una torta de sésamo y la
mordió.
—¿Cuál era el nombre de tu primo?
—preguntó Juan cautelosamente.
Teodora se encogió de hombros.
—¿Qué te parece Diodoro? Él no
existió, amor mío. Yo no tengo ninguna
relación respetable, excepto las que he
adquirido a partir de mi matrimonio.
Pero nadie, salvo mi hermana, sabrá que
eso es mentira, y Komito corroborará
esta historia si le explico la razón. —
Contuvo una risita burlona—. Komito te
podrá contar toda la historia de nuestro
respetable tío Diodoro cuando la
conozcas. —Empujó el resto de la torta
de sésamo dentro de su boca y se
sacudió las migas de los dedos.
Juan tomó un pedazo de pan blanco.
«Mi tía Komito —pensó—, mi abuelo,
Akakios. Él debió de ser el cuidador de
osos. ¡Qué raro es tener de repente
tantos parientes nuevos!»
—Me gustaría conocerla —le dijo a
Teodora.
La emperatriz sonrió, haciéndole un
gesto con el dedo en alto para que
esperara a que terminara de masticar.
—A su debido tiempo —dijo
después de tragar ruidosamente—.
Primero tenemos que conseguirte un
puesto. Pero le enviaré a Komito una
nota sobre ti hoy por la mañana. —
Chasqueó los dedos y los esclavos se
precipitaron para atenderla—. Ve
corriendo a buscar a Eusebio —ordenó
a uno—. Pídele que traiga la lista que le
encargué ayer.
En unos minutos el eunuco volvió
con un rollo de pergamino. Se prosternó
ante Teodora y le besó el pie. Juan se
sonrojó al darse cuenta de que se había
olvidado de hacer eso. ¡Pero ella se le
había acercado con tanta rapidez... !
Bueno, al menos no parecía estar
molesta por el descuido.
Teodora tomó el rollo y lo desplegó,
estudiando la lista de nombres.
—Teodatos, no, cielo santo, con él
sólo aprenderías a estafar. Addaio, no,
es curioso e instigador y responde
demasiado a mi marido. ¡Psst! —Se
interrumpió mientras miraba a Juan y
alzaba la cabeza hacia un lado—. ¿Para
qué clase de funcionario te gustaría
trabajar?
Juan se humedeció los labios.
—Me... me gustaría entrar en el
ejército, en la caballería. Sé montar y
también aprendí a tirar al arco, cuando
estaba en Bostra...
Teodora se rió.
—Una educación muy persa: montar,
tirar con arco y decir la verdad. ¿Acaso
todos los jóvenes desean ser vistosos
oficiales de caballería? Todos los
hombres de menos de treinta años con
los que he hablado últimamente parecen
tener una desmedida ambición por
montar a caballo y esgrimir la espada.
Bueno, supongo que impresiona. Y si
eres bueno, es un camino de ascenso
regio. Eusebio —dijo, volviéndose al
eunuco—. El secretario de Belisario
tuvo la peste, ¿verdad? ¿Ha muerto?
Juan se incorporó, con el rostro
encendido. ¡Belisario! ¡El general más
grande que haya podido existir, el
conquistador de los vándalos y de los
godos, el terror de los persas!
Pero el eunuco movió la cabeza.
—No, señora. Creo que el del
muchacho fue un caso particularmente
leve y se repuso.
—¡Qué pena! Ese adulador falso y
amargado estaría mejor muerto. No
entiendo cómo Belisario lo soporta.
Supongo que no sabe lo que ese hombre
dice de él a sus espaldas. Se deja
engañar fácilmente; al menos eso es lo
que piensa su esposa. —Soltó una risa
maliciosa—. Sin embargo, me imagino
que es para bien. Belisario dice que
puede conquistar Italia sólo con sus
colaboradores más cercanos y su propio
dinero, pero yo eso lo creeré cuando lo
vea hecho; además, asociarse a una
guerra perdida de antemano jamás ayudó
a nadie. Encontraremos algún otro. —
Examinó el papiro nuevamente.
Juan se hundió en el asiento,
profundamente desilusionado. Recordó
con punzante dolor el caballo que su
padre le había regalado: una hermosa
yegua árabe, un regalo de la tribu de
Ghassan en Jabiya. Se la regalaron
siendo una potranca y la entrenó y montó
siempre que pudo. Todavía era joven
cuando la llevó a Beirut y la vendió para
comprar su pasaje a Constantinopla.
Recordó los ejércitos del duque de
Arabia pasando por Bostra hacia el
norte, con la armadura brillante, con sus
lanzas
iluminadas
como
una
constelación de estrellas y con sus
caballos desfilando por las calles entre
la multitud que los miraba. Marchar para
combatir a los persas y sus aliados, para
defender el imperio. El resto del mundo
compraba y vendía y esperaba su
triunfo. Ellos batallaban, ponían a
prueba su coraje y tranquilizaban a sus
compatriotas con una victoria, o con la
muerte. Eso era la gloria y no quedarse
sentado
en
un
despacho
de
Constantinopla
tomando
notas
taquigráficas.
—¡Aquí está! —dijo bruscamente
Teodora. Empujó el rollo hacia él,
señalando un nombre.
—Prae. s. cub. Narsés —leyó Juan
—. Sólo pide eficiencia. —No tenía
idea de lo que significaba la
abreviatura. El nombre, Narsés, era
extranjero. Persa, o quizás armenio. No
le sonaba familiar.
—Yo pensaba que Narsés ya había
encontrado a alguien —dijo ella,
mirando a Eusebio.
Eusebio tosió.
—Encontró a un hombre que
demostró no valer para el cargo y se le
dio otro destino.
—Sí, supongo que es un trabajo muy
exigente. ¿Qué hace tu secretario,
Eusebio?
—Oh, no hay punto de comparación
entre mi trabajo y el de Narsés. Yo sirvo
a Tu Serenidad. Él sirve a todo el
imperio.
—Sería ideal —dijo Teodora. Tomó
nuevamente el rollo de las manos de
Juan y lo miró atentamente, entornando
los ojos—. Lo intentaremos —añadió al
cabo de un rato—. Si cree que tú no
puedes hacer el trabajo y no te acepta,
probaremos con otro. —Devolvió el
rollo a Eusebio.
—¿Quién es Narsés? —preguntó
Juan en vano.
La emperatriz y su asistente lo
miraron azorados.
—No entendí la abreviatura —
agregó, poniéndose a la defensiva.
—Praepositus sacri cubiculi —
indicó
Eusebio
rápidamente—.
Chambelán mayor. El mismo cargo que
ocupo yo en realidad, pero en la corte
del emperador y con responsabilidades
adicionales.
—Suponía que habrías oído hablar
de él —comentó Teodora—, pero me
imagino que en un lugar como Bostra
nadie sabe quién está a cargo del
imperio. Me encantaría que pudieras
tener un trabajo con Narsés. Estarías
bajo la atenta mirada de Pedro también,
y eso es importante. Te enviaré allí tan
pronto como tu estancia aquí sea oficial.
—Eh... —Juan se mordió la lengua
para no hablar. «¿Por qué me consulta
—se preguntaba—, si ya ha decidido
que debo redactar cartas para el jefe de
eunucos del emperador? No es trabajo
para un hombre. Supongo que dentro de
un año ya habré aprendido a sonreír
forzadamente a todo el mundo y a recibir
sobornos. Sienta el culo y hazte rico,
buen trabajo para un eunuco»—. ¿Quién
es Pedro? —preguntó, ya sin saber qué
hacer.
—Mi marido. —El chambelán
entregó a la emperatriz un libro de citas,
que ella hojeó.
—¿Tu marido? Pero, yo pensé...
Ella levantó la cabeza, sonriente.
—¿Pensabas que su nombre es
Justiniano Augusto? Augusto es un título;
él se llamó a sí mismo Justiniano cuando
su tío, el emperador Justino, lo adoptó
como heredero suyo. Su nombre es
Pedro Sabatio. Pero tú no intentes
llamarlo así. Nadie, excepto yo, lo llama
de ese modo.
Se quedó mirando a Teodora. Su
negro cabello caía sobre otro papel que
Eusebio le enseñaba. Pendientes de
perlas brillaban sobre el cuello. La
emperatriz sonrió al chambelán y le
preguntó algo, para asentir al final. El
eunuco le devolvió la sonrisa, sacó un
plumero y le pidió a un esclavo que
trajera pergamino: se iba a responder a
una petición o se había tomado una
decisión sobre algún asunto. Juan se
sintió
abrumado
de
repente,
avergonzado por el resentimiento. Aquí
estaba él, el hijo bastardo de Diodoro
de Bostra, desayunando con la
emperatriz, mirando cómo resolvía
asuntos de estado. Él era bastante
ignorante e inexperto: podía llegar a ser
una molestia para ella. Debía estar
agradecido de que quisiera ayudarlo.
Debía esforzarse para que le fuera bien
en cualquier trabajo que ella le
consiguiera y debía demostrar que era
merecedor de tal ayuda.
Terminó el desayuno, haciendo
esfuerzos por oír lo que la emperatriz
decía y saborear su nuevo trabajo. Pero
volvió a verse a sí mismo como un
auriga que pierde las riendas, asiéndose
desesperadamente a su frágil carro
mientras los caballos lo llevaban a su
antojo.
Una semana después lo llevaron ante
el chambelán mayor del emperador para
una entrevista. Había dedicado todo ese
tiempo a urdir una trama de mentiras
donde basar la razón de su presencia
allí.
Juan
se
vio
totalmente
transformado: había cambiado de
nacionalidad, origen, educación e
historia. La emperatriz llegó a pensar en
cambiarle el nombre, pero finalmente
decidió que el nombre de Juan era lo
suficientemente común como para no
preocuparse. Pero le pidieron que se
dejara la barba, para descartar la
posibilidad de que alguien lo
reconociera.
—Además —replicó Teodora—,
está de moda ahora. Ya ningún joven se
afeita en Constantinopla; todos intentan
parecerse a Belisario. —Ahora debía
ser hijo legítimo de un escriba municipal
en Beirut; había perdido a sus padres
por la peste y había acudido a su prima
segunda, a quien la familia había
desairado; Teodora lo había recibido en
su palacio de verano, en Herión; había
«llegado desde Herión» seis días
después de su verdadera llegada y se le
había dado diligentemente un cuarto de
huéspedes,
con menos
esclavos
confidenciales para atenderlo, en otra
parte del palacio. A la mañana siguiente,
Eusebio pasó a buscarle temprano y lo
acompañó a otro edificio dentro del
Gran Palacio.
—Le hemos explicado tu nueva
situación a Narsés —le dijo el eunuco
mientras bajaban por una escalinata de
mármol veteado a través de un jardín de
rosas marchitas y con suave aroma a
tomillo—, y la sagrada Augusta le ha
escrito una carta expresando su
complacencia si te considerara apto
para el trabajo. Pero me temo que eso no
nos asegura nada. Narsés controla
personalmente su propia oficina, de ahí
que insista en un alto nivel de eficiencia.
Desde la muerte de su secretario tomó
dos jóvenes a prueba, uno de ellos por
recomendación de la emperatriz, pero
ninguno demostró ser adecuado para la
tarea, de ahí que se les asignara un
trabajo en otro lugar. Es una pena que no
sepas latín, porque eso te ayudaría.
Juan asintió en silencio. Toda
aquella trama lo había dejado
desorientado y deprimido y, después de
una semana de observar a Teodora y a
sus colaboradores, se sentía perdido.
Aunque mantenía una apariencia de lujo,
Teodora no era solamente una dama
elegante: era también una gobernante
real y eficiente, subordinada solamente
al emperador. De todo el imperio le
escribían gobernadores para pedirle su
apoyo o para someter complejos
problemas administrativos a su sagrada
y augusta decisión. Sus respuestas eran
inmediatas, sagaces y decisivas. Recibía
embajadores, concedía audiencias e
impartía órdenes a las oficinas de
Estado. Controlaba grandes propiedades
en Asia y Capadocia y empleaba la renta
que obtenía en mantener un ejército de
espías y agentes. Sobre sus propios
sirvientes su autoridad era suprema; ni
el emperador podía entrar en su palacio
sin su permiso. «Habría sido mejor —
pensó Juan— que me hubiera
reconocido como su hijo y me hubiera
enviado al "oscuro lujo" de alguna finca
de provincia. Dios lo sabe, nunca pensé
en ser rico ni poderoso antes de venir
aquí. Vine porque quería saber quién era
yo realmente; y en vez de averiguarlo,
me estoy convirtiendo en una completa
ficción. Por cierto, que en este trabajo
no tengo la mínima oportunidad. ¿Qué sé
yo que me faculte para ser secretario
privado de un ministro de estado? Un
hombre tan poderoso como parece ser
este Narsés puede tener varios
secretarios expertos y elocuentes. No me
querrá y ella, la Augusta, se
desilusionará. Con todo, dudan de que
yo pueda conseguir el trabajo, así que no
se desilusionarán tanto.»
Mantuvo la cabeza erguida y trató de
aparentar seguridad mientras Eusebio lo
conducía al ala del Gran Palacio
denominada el Magnaura.
La oficina del chambelán mayor
estaba en el centro del palacio: del lado
que daba a la Puerta de Bronce estaban
las laberínticas oficinas de la
administración imperial; del otro lado,
hacia el interior, los salones de
audiencias y las viviendas privadas del
emperador y su corte. Todos los asuntos
del mundo exterior para el emperador
tenían que pasar por allí. Los palacios
de Teodora, sin embargo, quedaban
hacia el interior, por lo que Eusebio
enseñó a Juan la mitad de la casa del
emperador antes de llegar a la oficina
del chambelán. Tras la magnificencia
suntuosa de los departamentos privados
(las lámparas como árboles dorados con
pájaros
adornados
con
piedras
preciosas; las cortinas de seda púrpura;
las alfombras diseminadas por el suelo;
la inestimable colección de estatuas y
pinturas), el despacho del chambelán
parecía
desnudo.
Sus
paredes
presentaban escenas pintadas de la
Ilíada y el suelo aparecía recubierto por
un mosaico veteado en rojo y verde. En
un rincón se veía una imagen de la
Madre de Dios. Debajo, un hombre,
vestido con un manto blanco y púrpura a
rayas, escribía sentado ante un
escritorio. Dos escribas sentados a una
mesa cerca de la puerta, copiaban algo
en un libro.
Eusebio dejó caer la cortina púrpura
que ocultaba las habitaciones privadas
del emperador; ante el frufrú de la seda,
todos alzaron la mirada.
—¡Mi querido Eusebio! —exclamó
el hombre vestido con el manto patricio.
Se levantó de un salto, rodeó su
escritorio y tomó cálidamente la mano
de Eusebio. Era un eunuco pequeño, de
aspecto frágil, de voz aguda y dulce,
como la de un niño. Tenía el cabello
fino, con mechones blancos, y los ojos
oscuros. Podía tener entre treinta y
sesenta años; era imposible mirar su
rostro suave y precisar su edad. Su voz y
su aspecto tan poco naturales
incomodaron a Juan: nunca le había
gustado la gente rara—. Y tú debes de
ser Juan de Beirut —prosiguió Narsés,
sonriéndole—. Gracias por venir tan
temprano. Me temo que el resto de la
mañana ya está ocupada con diversos
asuntos. Si hay alguien que necesite otro
ayudante, ése soy yo.
Uno de los escribas asintió. Juan
notó aliviado que ni éste ni su
compañero eran eunucos, sólo jóvenes
de su misma edad, bien vestidos. Le
recordaban un poco a sus hermanastros.
—La Serenísima Augusta me
informó que tú eras su primo segundo —
le dijo Narsés—. Me aseguró que tenías
cierta experiencia como secretario y que
podías tomar notas taquigráficas, lo cual
es ciertamente algo muy útil y muy poco
común en quienes se presentan a este
puesto. ¿Qué idiomas sabes?
—No sé latín —dijo Juan incómodo.
Narsés sonrió cortésmente.
—Quizá sería de más ayuda que nos
dijeras lo que sí sabes hacer. Si eres de
Beirut, quizá sepas algo de sirio.
—Un poco —contestó Juan. Había
tenido que valerse de esa lengua en los
viajes de negocios de su padre a Beirut
—. Y un poco de arameo y de persa. Y
además árabe.
Narsés levantó las cejas.
—¿Has dicho persa?
—Sí, mi padre solía tener negocios
al otro lado de la frontera, antes de la
guerra, ¡por supuesto! Yo atendía la
correspondencia y por eso aprendí
también el arameo. —Comenzó a
sentirse nervioso. Bostra era una ciudad
de comercio, y su padre, como la
mayoría de sus convecinos, había
invertido en las caravanas. Hasta se
había permitido hacer contrabando con
seda y especias, pero eso sólo después
de iniciada la guerra con Persia. En
aquella
época
las
provisiones
autorizadas se habían acabado y con
ellas las caravanas de las que siempre
había vivido Bostra, de ahí que el
comercio ilegal fuera casi esencial para
la supervivencia de la ciudad. Pero era
peligroso admitir que conocía algo de
ese comercio, además de que no se
esperaba que él, el hijo de un escriba,
hubiera de tener alguna experiencia en
esos lances.
Narsés permaneció en silencio y
finalmente le preguntó en persa:
—¿Se trataba acaso de comercio de
seda, joven?
—Sí, excelencia —contestó Juan en
el mismo idioma, tras un instante de
perplejidad—. Sólo durante la guerra,
por supuesto. Nosotros enviamos seda
desde Beirut; las caravanas proceden de
Bostra y Damasco, por eso mi padre
quería incrementar sus ganancias con
una pequeña inversión en el comercio.
—Las frases en persa eran las que había
empleado muchas veces en la
correspondencia con los socios de su
padre, por lo que le salían con mucha
facilidad.
—Me sorprende, sin embargo, tu
conocimiento del árabe. —Narsés
continuaba hablando en persa. Su acento
era diferente del de los persas que Juan
había conocido en Bostra—. ¿También
responde eso a razones comerciales?
Juan se ruborizó.
—Sí, a veces teníamos que... tratar
con el rey de Jabiya, ¿comprendes? —El
árabe era su lengua vernácula, la que
había aprendido de su niñera y la que se
hablaba en su casa, más que el griego.
—¿Con el rey... ? —preguntó
Narsés, un poco perplejo.
—Al-Harith ibn-Jabalah de Ghassan
—aclaró Juan—. El rey de los
sarracenos en Jabiya.
—¡El filarca Aretas! —dijo Narsés,
volviendo al griego con un tono
divertido—. Yo no lo llamaría rey aquí.
Juan se inclinó en señal de disculpa.
—Allí hay que llamarlo rey.
—Estoy seguro de eso. Bueno, un
secretario que sabe persa y árabe nos
podría ser útil sin duda. Siempre se
puede aprender latín aquí; hay muchos
hombres que pueden enseñártelo, pero
es más difícil encontrar a alguien que
hable persa. ¿Y puedes escribirlo?
—No en taquigrafía —dijo Juan
apresuradamente—. Puedo tomar notas
taquigráficas sólo en griego.
Narsés sonrió.
—Creo que no hay un sistema de
taquigrafía para el persa. Yo no puedo
escribir nada en ese idioma, aunque
aprendí a hablarlo antes que el griego.
Es una molestia enviar al jefe de las
oficinas a buscar un traductor cada vez
que tengo que mandar una carta. Bien,
bien. ¿Qué más sabes hacer? ¿Quizás
aprendiste algo de retórica en la escuela
en Beirut?
Juan volvió a sonrojarse.
—No, Ilustrísima. Mi padre no tenía
tantas ambiciones para mí. Comencé a
trabajar cuando terminé la escuela
elemental a los quince años. Me dieron
algunas clases particulares sobre cartas,
pero aparte de eso... —Hizo un ademán
de rechazo y pensó: «Aparte de eso, he
sido apenas mejor educado que un
esclavo doméstico. Quizás debería
fingir que me han enseñado lo mismo
que a mis hermanos: dos o tres años de
retórica y luego derecho. Pero no sé ni
una cosa ni la otra y jamás podría
sostener esa mentira».
—¿Aparte de eso... ? —preguntó
Narsés, sonriendo.
—Aparte de eso, sólo aprendí lo que
sabe un secretario: taquigrafía, trabajo
de
archivo,
algunos
idiomas,
contabilidad...
Narsés enarcó las cejas y dio un
largo suspiro. Se volvió hacia Eusebio,
que estaba junto a la cortina púrpura,
sonriendo satisfecho.
—Llévale mis mayores saludos a la
sagrada Augusta y exprésale mi gratitud
por su interés en este asunto. Yo estaré
encantado de tomar a su pariente,
empezando por un período de prueba de
una semana; tengo la firme confianza de
que trabajaremos bien juntos. Y gracias
por venir tan temprano por la mañana.
Eusebio se inclinó.
—Siempre es un placer verte. La
señora, anticipándose a tu decisión, te
invita a ti y a su pariente a cenar con
ella esta noche. ¿Te veremos por allí
entonces?
—La invitación me honra y me
complace aceptarla.
Los dos eunucos se estrecharon
nuevamente las manos y Eusebio se
retiró detrás de la cortina púrpura, para
volver a la corte de la emperatriz.
«Un período de prueba de una
semana —pensó Juan—. ¿Qué significa
eso? ¿Qué objeto tiene un período de
prueba si la emperatriz le ha pedido que
me acepte?, ¡pero qué contento parecía
Eusebio! ¿Estaría impresionado sólo por
el persa? ¿Y qué pretende Narsés? Yo
no podría decir si está satisfecho o
irritado conmigo.»
Narsés le sonrió inspirándole
confianza y le dijo:
—Ahora te voy a enseñar dónde vas
a trabajar.
Del lado de la gran oficina que daba
a la calle había otra, más pequeña, con
una decoración similar, donde Juan y
Narsés encontraron un escriba saturado
de trabajo luchando con un abultado
libro de peticionarios de audiencias. De
más edad que los de la oficina interior,
Anastasio era un funcionario canoso con
mucha experiencia en palacio. En la
antesala contigua esperaba una ingente
multitud. Narsés tomó el libro, verificó
algo y llamó a dos personas. Dos
distinguidos caballeros se acercaron a
toda prisa, cada uno seguido por dos o
tres asistentes.
—Cuando mi puerta se abra, haz
pasar a los dos siguientes del libro —
dijo Narsés a Juan—. Anastasio te
explicará tus otras obligaciones.
El escriba saturado de trabajo miró
a Juan con desgana. «Otro joven tonto
—pensó, observando el brocado del
manto de Juan—. ¿Cuándo llegará el día
en que mi Ilustrísimo señor consiga un
secretario de verdad? Hemos estado
haciendo todo el trabajo dos hombres
solos sin saber nada de esto, pero ya
conozco yo el percal. El primero se
pasaba todo el tiempo componiendo
dísticos elegiacos; era bastante malo,
pero al menos no trataba de interferirse
en el trabajo. El último, ¡allá se pudra
cuanto antes!, estropeó un año de
archivos en una sola tarde con su
"racionalización". Me pregunto qué
intentará éste.»
—Supongo —preguntó a Juan, con
un deje de esperanza, porque pese a
todo no la había perdido completamente
— que no sabes manejar un archivo.
—Por supuesto que sí. —Juan hojeó
el abultado libro—. Pero no entiendo
ninguna de estas abreviaturas; me las
tendrás que explicar.
Hacia el mediodía Juan estaba
exhausto, lo que dio pie a que el escriba
Anastasio le sonriera.
En el libro de entrevistas figuraban
los nombres en dos columnas: los que
querían una audiencia con el emperador
y los que sólo solicitaban entrevistarse
con el chambelán. A algunas personas,
según su categoría se las recibía
directamente sin esta entrevista; a otras
se les permitía saltar la lista más o
menos turnos. Anastasio no se recató de
decirle: «Y, si es necesario, puedes
dejar que te sobornen y los pones en
primer lugar.» Al lado de cada nombre
había una abreviatura que remitía al
lector al archivo que contenía la
ocupación de esa persona. El sistema de
archivos era engorroso y complejo y se
extendía por todas las sagradas oficinas
que regían el imperio. «Nunca podré
entenderlo», pensó Juan asustado. Por su
parte, Anastasio pensaba de forma
diferente: «Dentro de una semana ya lo
sabrá manejar. Conoce los principios
del sistema, sabe para qué sirve; en
realidad, está realmente preparado para
el trabajo. ¡Gracias a Dios! Sólo ruego
que no tenga demasiados pájaros en la
cabeza; aunque parece bastante cauto
por ahora. Hasta con miedo, como si no
estuviera acostumbrado a estar cerca del
emperador, me da la sensación. ¡Gracias
a Dios! Ahora podré resolver el daño
ocasionado por su predecesor».
Juan volvió a mirar el libro de
solicitudes de audiencias y se
estremeció al ver los nombres:
patricios, obispos, senadores, cónsules,
enviados
de
grandes
ciudades,
gobernadores de provincias, ministros
de estado se agolpaban en la antesala
del chambelán.
—¿Es así todos los días? —preguntó
a Anastasio.
—Oh, la mayoría de los días es aun
peor —contestó el escriba—. Pero el
señor no ha recibido últimamente a tanta
gente como solía hacer, porque aún está
reponiéndose de su enfermedad. Cuando
haya que hacer las listas para nuevas
entrevistas, recuerda esto e intenta
interceptarles el camino.
El señor no era Narsés, sino el
emperador.
—¿Interceptarles el camino? —
preguntó Juan indeciso—. ¿Cómo? Si un
senador desea ver al Augusto, ¿de qué
manera el secretario del chambelán va a
detenerlo?
—Bueno, hay varias maneras —
respondió el escriba—. Ya aprenderás.
Fue casi un alivio cuando Narsés
pidió a Juan que le tomara unas cartas en
taquigrafía; una de esas cartas se refería
a una enorme suma de dinero prometida
a un rey bárbaro (el Tesoro no había
logrado entregarlo) y la otra a una
apelación contra una sentencia criminal
de un gobernador. Tomar cartas
taquigráficamente y transcribirlas a
escritura normal le era tarea familiar;
después los dos escribas de la oficina
interior hacían todas las copias.
Alrededor del mediodía se dieron
por
terminadas
las
audiencias.
Finalmente Narsés se asomó a la puerta
de su oficina y vio que no había nadie
esperando. Dirigió una de sus
enigmáticas sonrisas.
—Puedes ir a comer ya —-dijo a
Juan y se hizo a un lado cuando los dos
escribas pasaron delante de él entre
empellones.
—¡Qué mañanita! —exclamó uno
alegremente—. ¡Me duelen los pulgares!
El otro sonrió a Juan.
—Vamos a una taberna del mercado
—le dijo—. Preparan unas salchichas
maravillosas y el vino tampoco es malo.
¿Quieres venir con nosotros?
—¡Ummm... ! —respondió Juan,
mirando indeciso a Narsés y a
Anastasio. Ninguno parecía pensar que
el ofrecimiento fuera insólito y ninguno
le ofreció ir con ellos a ningún otro
sitio. Sin saber qué hacer, aceptó—. Sí,
gracias. —Puso en el estuche la pluma
que había utilizado, dejándolo a guisa de
pisapapeles sobre una carta a medio
transcribir, y se fue con los otros dos
jóvenes a la taberna.
Narsés regresó de nuevo a su
oficina. Anastasio estaba sentado en su
escritorio con un pedazo de pan y una
jarra de vino aguado. Posó su mirada en
la carta; la cogió y la miró. Bien hecha,
ordenada, letra clara, bien dispuesta y
con ortografía correcta. Las tablillas de
cera estaban cubiertas con los garabatos
ininteligibles
de
la
escritura
taquigráfica. Le pareció bien: un
hermoso y complejo sistema de
abreviaturas, sumamente erudito y útil.
Movió de un tirón las tablillas y vio que
al dorso el nuevo secretario había hecho
anotaciones sobre el sistema de archivo.
Con las tablillas en la mano, se levantó
y se fue.
El chambelán del emperador estaba
de rodillas ante el icono de la Madre de
Dios. Anastasio se esperaba esto y tosió
suavemente para llamar la atención de
su superior. La delicada figura vestida
de blanco y púrpura se puso de pie, se
frotó la frente y dirigió una mirada
inquisitiva
aunque
apacible
al
empleado. Anastasio levantó las
tablillas de cera.
—Ya entiende mi sistema de
archivo. Lo vas a conservar, ¿verdad?
Narsés sonrió.
—Me parece que sí. ¿Te parece
bien? —Cuando Anastasio asintió,
añadió—: Sabe persa.
—¿De veras? ¿Cómo lo has
encontrado?
—Parece ser un pariente de la
sagrada Augusta, que ha decidido
ayudarlo en su carrera.
—¡Un pariente de la emperatriz!
¡Bien! ¡Jamás lo hubiera imaginado!
—Un pariente lejano. —Narsés
sonrió con su sonrisa indescifrable—.
En mi opinión, hay un sorprendente
parecido entre ambos. Y pienso también
que tiene algo de la inteligencia de la
emperatriz, aunque él no se ha dado
cuenta todavía. —La sonrisa se
distendió y se tornó más humana—. Yo
en tu lugar estaría atento. El jovencito
podría tener algunas ideas sobre cómo
deben hacerse las cosas.
—Espero que no —dijo Anastasio
apasionadamente, pero le devolvió la
sonrisa. Se inclinó y cerró rápidamente
la puerta al salir para almorzar.
La taberna elegida por los
compañeros
de
Juan
era
un
establecimiento pulcro y servicial,
parecido a los que había conocido en
compañía de su padre cuando éste le
pedía que tomara nota de sus encuentros
de negocios. Nunca había tenido mucho
dinero, de ahí que sintiera la pesada
bolsa que Teodora le había entregado
como si se tratara de un objeto extraño.
Sin embargo, los dos escribas parecían
cómodos en su opulencia y pidieron al
tabernero «lo de siempre» con alegre
familiaridad. En seguida, Juan se
encontró sentado a una mesa de mármol
junto a una ventana con una copa de vino
en la mano. Sobre la mesa estaban
dispuestas una vasija con agua y una
jarra de vino para mezclar; una niña
trajo una fuente con salchichas, otra con
pan y un cuenco con verduras en
abundante salsa.
—Cómo te gusta el vino, ¿muy
fuerte? —le preguntó uno de los
escribas, levantando la jarra. Era un
joven alto, con aspecto atlético, de
cabellos castaños y ojos azules; muy
pagado de su belleza.
—No muy fuerte —respondió Juan
rápidamente—. No puedo trabajar bien
si lo tomo con más de la mitad.
El joven se encogió de hombros,
pero vertió diligentemente sólo la mitad
del vino en la vasija. Su compañero
sirvió la mezcla en los tres vasos con un
pequeño cazo y, sonriendo tímidamente,
llenó su propia copa con vino.
—No me gusta flojo —explicó. Era
de estatura media, rollizo y moreno—. A
propósito, el nombre de mi amigo es
Diomedes y yo soy Sergio, aunque todo
el mundo me llama Baco. Como los
mártires benditos, ¿sabes? —Se rió
alegremente.
Juan lo miró sin comprender.
—¡Sergio y Baco!, ¿entiendes? La
iglesia que está cerca del hipódromo.
—Lo... lo siento —dijo Juan,
incómodo—. Me temo que aún no
conozco bien Constantinopla. Llegué
ayer.
Los otros dos suspiraron.
—Bueno, ¿qué te parece? —
preguntó Diomedes parsimonioso—.
¡Llegar a Constantinopla un día y
conseguir un trabajo como el tuyo al día
siguiente!
¡Lo
que
es
tener
recomendaciones!
—Dicen que eres el primo segundo
de la emperatriz —acotó Sergio,
también llamado Baco—. ¿Sabes cuánto
pagó tu ilustrísima prima por el trabajo?
—Se sirvió un poco de pan y salchichas.
—No —respondió Juan, horrorizado
al pensar cuánto habría podido pagar—.
No lo sé.
—Apostaría a que por lo menos
quinientos —dijo Sergio en tono
autoritario—. Mi padre pagó doscientos
cincuenta por mi trabajo, por lo que el
tuyo debe de valer por lo menos el
doble.
—Por lo menos —coincidió
Diomedes, asintiendo.
«Quinientos, doscientos cincuenta
¿qué? ¿Solidi
de
oro?
¡Dios
Todopoderoso, eso es lo que ganan
todos los funcionarios de Bostra juntos!
No pueden ser solidi.
—¿Qué hace tu padre? —preguntó
cauteloso, sirviéndose un poco de pan.
—Es banquero. —Sergio se sirvió
con una cuchara un trozo de salchicha
sobre el pan y siguió hablando con la
boca llena—. Demetriano (a quien de
broma apodan Pulgar de Oro) se gana
honradamente su dinero. Me dijo en
cierto modo algo muy sensato sobre mi
trabajo: que doscientas cincuenta
monedas de oro no es tanto si lo ves
como una inversión que se recupera con
creces.
—El problema es que no paga
mucho —dijo Diomedes—. A Su
Ilustrísima no le importa ganar bajo
mano vendiendo puestos como los
nuestros, pero le disgusta que nosotros
recibamos sobornos.
—Se molesta mucho si intentamos
vender el acceso al señor o alterar un
documento al copiarlo —explicó Sergio
—, aunque se trate de una alteración
trivial, como algunos cientos de solidi
más para un amigo. Se vuelve distante y
formal y nos echa un sermón. Y si a
alguien se le ocurre hacerlo demasiadas
veces, lo despide. Pero todos los
eunucos son tacaños.
—Y debemos advertirte de algo:
siempre se da cuenta de todo. Tiene ojos
hasta en la nuca.
—Lo que ocurre es que trabaja como
un condenado —corrigió Sergio—.
Llega a la oficina antes de que se haga
de día y se queda hasta la noche, sin
interrupción apenas.
—¿Eso es lo que está haciendo
ahora? ¿Trabajar? —preguntó Juan.
—No, a la hora de la comida
primero reza un poco y luego trabaja —
respondió Diomedes.
—De que es devoto, no hay duda. —
Sergio pronunció estas palabras con
evidente desagrado.
—Y no totalmente ortodoxo, aunque
supongo que no debería decir esto
delante de ti, que vienes del este. Nadie
es muy ortodoxo al sur de Antioquía. A
mí no me importa en absoluto. ¿Quién se
preocupa por la naturaleza de Dios?
«Casi
todos»,
pensó
Juan
sorprendido, pero sólo preguntó:
—¿Y Anastasio?
—Oh, él sólo permanece en su
oficina rumiando pan seco y admirando
sus archivos —replicó Sergio con
desprecio—. Es un don nadie. Durante
años fue un empleado subalterno en las
oficinas del otro extremo del pasillo. Es
el bastardo de no sé quién; una vez le
compraron un puesto subalterno y lo
abandonó. Nunca pudo comprarse el
ascenso por su cuenta. Fue Su
Ilustrísima quien lo trajo a la corte
imperial. Él mismo pagó el precio, sólo
para tener a alguien que pudiera manejar
archivos. Está satisfecho contigo porque
no sabes retórica; él prefiere la
taquigrafía. —La voz había adquirido un
deje de malicia; Sergio se detuvo
súbitamente y tomó algo para comer.
Pensó: «No debería haber hablado de
eso. Tengo que llevarme bien con el
muchacho. Si quiero sacar algún
provecho de él, no puedo permitir que
se dé cuenta de que lo considero un
campesino ignorante».
Juan miró el plato con las verduras,
y aunque se percató de la malicia,
adivinó la razón y no se sorprendió. Se
preguntaba si se trataba de col o de
verduras silvestres. Mojó un poco de
pan en ella y la probó, pero todavía no
estaba seguro de lo que era.
—Su Ilustrísima es un loco del
trabajo —dijo Diomedes riéndose.
Sergio disimuló su risa.
—Bueno, ¿qué otra cosa puede hacer
de su vida? Y cambiando de
conversación, ¿qué es lo que hablasteis
en persa? ¡Espero que no tengamos que
copiar cartas en ese galimatías!
—Sólo me preguntó por el comercio
de sedas. ¿De dónde es él? ¿De
Armenia? —preguntó Juan.
—De la Armenia persa —respondió
en seguida Sergio—. Pero hace mucho
que está en la corte imperial. Fue
comprado como esclavo cuando era
niño, por eso sólo Dios sabe la edad que
tiene. Es mayor de lo que aparenta. El
señor confía su vida en él y dicen que
también la emperatriz lo aprecia.
—¿Cómo es ella? —preguntó
Diomedes—. Lo bueno de estar
trabajando para Su Ilustrísima es que se
conoce a todos los hombres importantes,
pero yo jamás he visto a la Augusta.
Dicen que es la mejor protectora del
mundo, pero eso sí, ¡que Dios ampare a
sus enemigos!
Juan no podía responderle de
inmediato, porque todo lo que se
relacionaba con la emperatriz lo sumía
en un mar de emociones confusas y
conflictivas. Probó un bocado de
salchicha, aunque tenía la boca seca, y
lo masticó para disimular su indecisión.
—Ha sido muy buena conmigo —
terminó por decir.
—¡Ya lo creo! —dijo Sergio—. Te
ha conseguido un trabajo excelente. «Y
te ha convertido en un caballero —
pensó para sus adentros—. Apostaría a
que tú no usabas un manto como ése
cuando eras el hijo de un empleado en
Beirut.»
—No sabía que la emperatriz tuviera
parientes
en
Beirut
—intervino
Diomedes.
—Dicen que su familia es de
Paflagonia, pero que ella nació aquí, en
la ciudad.
Sergio
se
echó
a
reír
disimuladamente.
—En..., eh..., digamos que en
circunstancias que es mejor no recordar.
Como toda su vida anterior a su
matrimonio. Ayer oí una historia... —Se
interrumpió, dirigiendo a Juan una
mirada escrutadora.
Juan sintió calor en el rostro.
—Ha sido muy buena conmigo —
repitió, irritado—. Mi familia estaba
contenta de no conocerla antes de su
matrimonio, pero tan pronto como se
convirtió en Augusta, buscaron sus
favores. Ella los rechazó sin más. Yo
estaba convencido de que haría lo
mismo conmigo, pero me ha tratado
mucho mejor de lo que me había
imaginado.
«Y yo, contando mentiras para
defenderla», pensó con tristeza. Se
estremeció al darse cuenta de que lo
miraban con recelo y como poniéndolo a
prueba. En el futuro, pondrían más
cuidado al opinar delante de él sobre la
emperatriz, por temor a que fuera a
contárselo.
—Quizá deberíamos volver al
trabajo —dijo con aire avergonzado—.
Vamos, permitidme pagar la comida.
Juan no recordó que había sido
invitado a cenar con la emperatriz esa
misma noche, hasta su regreso al palacio
de Teodora una hora antes del
crepúsculo. Las cenas con la Augusta,
eso ya lo sabía, eran algo diferentes de
los desayunos. Generalmente la
emperatriz cenaba con su esposo y al
menos seis comensales más; Juan no
había sido invitado aún a ninguna,
porque la emperatriz había querido
protegerlo de las miradas de los demás,
hasta que hubiera pasado la novedad.
Ahora parecía que el momento ya había
llegado y entró en la habitación que
tenía asignada. Allí encontró preparado
sobre la cama otro conjunto de ropas
magníficas y a un esclavo que le
esperaba para prepararlo para el
banquete. Juan emitió un quejido,
refrenando un irrefrenable deseo de salir
corriendo.
«Oh, Dios. ¿No ha sido suficiente
por un día? Debería bastar el solo hecho
de haber encontrado trabajo, intentar
entender qué hacer y qué pensar de
Narsés, Sergio y Diomedes... ¿Cómo se
supone que debo ver a toda esa gente
ahora? ¿Cuántos más estarán allí?
¿Acaso el emperador? ¡Oh, Dios mío,
espero que no! Teodora estará allí, por
supuesto. Pero ¿esperando qué?», pensó
resignadamente.
—¿Se acostumbra a llevar algo a la
emperatriz Augusta cuando se está
invitado a cenar con ella? —preguntó de
sopetón al esclavo.
Era éste un hombre de mediana
edad,
ya
acostumbrado
a
las
extravagancias de los invitados, que se
detuvo un instante, mientras afilaba su
navaja.
—No es habitual —dijo con
gazmoñería—. Aunque un regalo de
flores puede ser recibido como un gesto
de simpatía —dijo, mientras suavizaba
la hoja en un trozo de cuero.
—¿Puedes conseguirme flores,
entonces? —Juan tanteó en su bolsa y
extrajo un puñado de monedas—. Rosas,
si es posible.
El esclavo sonrió y juntó las
monedas. Notó que era una suma
considerable.
—Si Su Excelencia es tan amable,
¿podría sentarse sólo por un momento
mientras le arreglo el pelo? Así está
bien...
Quince minutos después, Juan,
cambiado, arreglado y con una corona
de rosas en la mano, fue acompañado a
la sala del banquete.
—¿Sabes quién más estará allí? —
preguntó al esclavo.
—Lo siento, señor, pero los demás
invitados de Su Serenidad no son asunto
mío —respondió amablemente el
esclavo—. Creo que el señor estará
presente, pero aparte de eso, nada puedo
decir.
Juan lanzó un gemido. Miró la
corona de flores cuyos frágiles pétalos
de tenue color rosa estaban bordeados
por estrías azules. «Flores del palacio
de la emperatriz y compradas con mi
dinero», pensó desalentado.
—¿Qué debo hacer? —preguntó al
esclavo—. ¿Me arrodillo y luego le doy
las flores o le doy las flores primero?
¿Tengo que inclinarme ante el señor en
primer lugar y luego ante la emperatriz o
al revés? ¡Dios mío, debiste haberme
dado un ramo, no una corona! No podrá
ponérsela.
—¿Por qué no? —contestó el
esclavo con aire impasible.
—Porque tendrá puesta la diadema.
El esclavo sonrió con desdén.
—No en una cena privada. Yo te
llevaré hasta la puerta del comedor,
donde el señor y la señora estarán de
pie recibiendo a los invitados. Cuando
yo me detenga, tú te pones de rodillas
ante el señor y la señora al mismo
tiempo. No beses sus pies, pues se trata
de una ocasión informal. Levántate
inmediatamente y entrégale a la señora
las flores, diciéndole algunas palabras
adecuadas, si quieres. Los esclavos del
comedor, entonces, te indicarán tu lugar.
¿Está bien?
—Gracias —dijo Juan dándole una
propina.
El personal de palacio lo había
dispuesto todo para que la pareja
imperial no tuviera que estar de pie
mucho tiempo saludando a los invitados
en la entrada. Juan llegó al patio
interior, donde encontró a otro par de
invitados en el momento en que se
incorporaban y a Narsés que esperaba
cortésmente, unos pasos más atrás para
hacer otro tanto. El eunuco le prodigó
una de sus ya familiares sonrisas
enigmáticas y lo saludó con la cabeza.
Cuando los que habían llegado primero
entraron en el comedor, se inclinó ante
la majestad imperial. Mientras se
levantaba, el emperador tomó su mano y
lo ayudó a incorporarse. Justiniano el
Augusto era un hombre de estatura
media, rechoncho, con un rostro muy
iluminado, cansado y de tez amarillenta
a causa de su reciente enfermedad.
Arrugas de preocupación le rodeaban la
boca y surcaban su frente, aunque
sonreía cálidamente a Narsés. Juan
intentó no quedarse ensimismado. «El
esposo de mi madre», se dijo, y el
pensamiento lo atravesó como un golpe
de hielo. Se imaginó a su padre de pie al
lado de la puerta del comedor en la casa
de Bostra, recibiendo a los invitados
con su esposa al lado (la amargada, la
sumamente respetable Ágata). Cada vez
que él iba a alguna de esas fiestas, ella
lo miraba como si acabara de comer
uvas agraces. «¿Por qué tenemos que
traer al bastardo a nuestras cenas? —le
preguntaría después a su marido—.
Procura que esté bien cuidado, pero no
es adecuado que él esté aquí mezclado
con nuestros propios hijos.»
Narsés ya había entrado en la sala.
Juan se inclinó hacia las baldosas
impecables de la entrada, cuidando de
no estropear las flores, y se incorporó.
El emperador lo miró un poco intrigado
y la emperatriz sonrió.
«Di unas palabras adecuadas»,
pensó, pero volvió a sentirse otra vez
mal por el miedo.
—Señora —atinó a decir—, por
favor acepta estas flores como una
muestra humilde de mi gratitud. —Y se
las ofreció.
Ella sonrió dulcemente, sorprendida
por el gesto, y tomó el regalo.
—Éste es el nuevo secretario de
Narsés —susurró a su marido—. Un
primo lejano mío, Juan de Beirut.
—¿Un primo tuyo? —preguntó el
emperador un tanto sorprendido—. No
sabía que tuvieras familia en Beirut.
—Oh, se trata de Diodoro, un
hermanastro de nuestro padre; estuvo
allí antes de que naciéramos nosotras —
dijo una voz detrás de Juan.
Juan miró rápidamente hacia atrás, y
vio a una dama observándole con alegre
curiosidad. Su manto dorado tenía el
borde negro característico de las viudas.
Era más alta que Teodora y de más edad,
pero el parecido era evidente. «Mi tía
Komito», pensó Juan.
—Nunca tuvimos mucha relación
con esta rama de la familia hasta que
éste acudió a Teodora —continuó
Komito—. Bueno, al menos tienes buena
presencia. —Y se vio obligada a
sonreírle divertida, pero se inclinó y se
incorporó haciendo una reverencia más
bien superficial, antes de dirigirse a
Teodora y besarla en la mejilla.
—¡Ah! ¿Y le has conseguido un
trabajo con Narsés? —preguntó el
emperador, mirando a su esposa con una
sombra de duda.
—Sabe taquigrafía —respondió
Teodora. Tomó el brazo de su marido y
se volvió hacia el comedor—. ¿No es
cierto, Narsés? —Komito miró a Juan
de reojo y le volvió a sonreír antes de
pasar por delante de él. Juan la siguió.
En medio del resplandor de oro y
cristal que los rodeaba, el eunuco
asentía.
—El joven tiene cierta experiencia
como secretario, lo que resulta muy útil.
El emperador sonrió, y fue a situarse
en el triclinio más alto, con su esposa al
lado. Juan fue acompañado al triclinio
de la izquierda, que compartió con
Narsés; Komito y los que llegaron
primero estaban a la derecha del
emperador. Éstos no eran más que un
hombre deprimido y nervioso, de unos
cuarenta
años,
y
una
mujer,
evidentemente su esposa, que parecía un
poco mayor.
—Entonces, ¿cuándo acudiste a mi
esposa, muchacho? —preguntó el
emperador en tono cordial.
Los esclavos se afanaban detrás en
servir vino blanco frío en copas de
cristal rojo y verde y en rociar el suelo
de mosaicos con pétalos de flores y
azafrán aromático. Los triclinios y la
mesa eran de marfil y oro y los cubiertos
llevaban perlas incrustadas.
—Este verano, señor —respondió
Juan. No se le quebró la voz como había
temido—. Me recibió en Herión el mes
pasado y me llamó a Constantinopla
cuando encontró este trabajo para mí. Y
hoy he comenzado.
Justiniano asintió y bebió un sorbo
de vino.
—¿Y te gusta?
—Parece un trabajo muy exigente,
señor. Aún no sé si podré desempeñarlo.
Esta franca contestación arrancó una
sonrisa al emperador.
—Espero que lo puedas desempeñar
a la satisfacción de todos. ¿Qué
experiencia de trabajo tienes?
—Era escriba municipal en Beirut,
como mi padre —contestó Juan
humildemente—. Desde luego, algo
mucho más insignificante que servir a un
ministro de estado, lo sé, pero algunos
de los métodos son los mismos.
—Creo que no tendrá problemas —
comentó Narsés.
—Bien, bien —asintió el emperador.
Volviéndose a su esposa, añadió—:
¡Con todo, me sorprende que encuentres
parientes tuyos en Beirut!
—Ellos no quisieron saber nada de
mí antes de que yo fuera Augusta y yo no
quise saber nada de ellos después —
respondió Teodora. Deslizó la corona de
rosas sobre su cabeza y cruzó las
piernas sobre el triclinio.
—Eran gente respetable —apuntó
Komito—. Espantosamente respetable.
—Hizo
una
mueca
agria,
de
desaprobación—. Cuando Teodora
estuvo en Beirut, intentó apelar a su
ayuda y pedirles un préstamo. Esto fue
después de que la abandonaran en
Alejandría, sin dinero para comprar el
pasaje de vuelta. Le dieron con la puerta
en las narices.
—Así que no quise saber nada más
de ellos —asintió Teodora— hasta que
Juan me escribió este verano,
comunicándome que sus padres habían
muerto por la peste el año pasado y que
estaba intentando pagar todas sus
deudas, con su sueldo de empleado
municipal. Yo pensé: «Pobre muchacho.
Él no tiene la culpa. Él ni siquiera había
nacido en esa época».
—Estoy agradecido a la emperatriz
Augusta —terció Juan, mirándola
intensamente
a
los
ojos—.
Profundamente agradecido.
—¿Por qué estaban endeudados tus
padres? —preguntó Justiniano con
interés. Los esclavos le acercaron un
plato lleno de huevas que pusieron sobre
la mesa.
—Mi padre había invertido en el
comercio de sedas —respondió Juan
inmediatamente—. Perdió muchísimo
dinero cuando estalló la guerra con
Persia.
El emperador suspiró con tristeza,
enarcando las cejas.
—Los últimos cinco años han sido
muy malos. Nefastos, diría yo. La guerra
con Persia, rebeliones en África y esa
indecible enfermedad que nos ha
sobrevenido para castigar nuestros
pecados. Creo que Dios está enojado
con nosotros.
El hombre que estaba frente a Juan
se animó y dijo:
—Conseguimos conquistar Italia.
Komito lo miró con desprecio.
—No parece estar muy conquistada
de momento. De lo contrario, ¿por qué
tienes tantas ganas de conquistarla otra
vez? Ayer oí que los godos habían
recuperado Nápoles.
El hombre se estremeció. Era enjuto
y barbudo y en él aún quedaba el
recuerdo de lo que otrora fue el aspecto
gallardo de un militar.
—Logré conquistar Italia —insistió
en tono quejumbroso—. Si hubiéramos
podido mantener las tropas allí sólo por
unos meses más...
—Las tropas estuvieron demasiado
tiempo —cortó bruscamente Justiniano
—. Me equivoqué en no hacer las paces
antes. Si os hubiera llamado a ti y a tus
hombres para que regresarais seis meses
antes de lo que lo hice, el gran rey no
habría tomado Antioquía. ¿O acaso
crees que Ravena es más importante?
El hombre bajó la mirada y guardó
silencio. «¿Será Belisario? "Logré
conquistar Italia", ha dicho. Debe de ser
él. ¡Madre de Dios! ¿Él? ¿Ese hombre
tan feo el conde Belisario, conquistador
de los vándalos y los godos?», se
preguntaba Juan sin salir de su asombro.
—Antioquía era más importante —
dijo Teodora, apoyándose en el hombro
de su marido.
Belisario empezó a ponerse
nervioso y dirigió a Teodora una mirada
ansiosa. Ella le sonrió, tomó una
cucharada de huevas y las mordisqueó
antes de continuar.
—¿Para qué queremos Ravena? El
imperio ha funcionado perfectamente sin
Italia durante cien años. Pero Asia, todo
el Oriente, Egipto, esos lugares nos
pertenecen. No debimos ordenar a todas
las tropas la reconquista de Occidente.
No con el gran rey Cosroes buscando
guerra en el este.
—Acepté la paz eterna con Cosroes
—dijo Justiniano con pesar—. ¿Cómo
podía saber que duraría sólo siete años?
Y Occidente también formaba parte de
nosotros.
—¡Occidente debería ser una parte
de
nosotros
—gritó
Belisario,
levantando la cabeza—. Nos llamamos
romanos, pero durante cincuenta años
dejamos Roma en manos de una tribu de
bárbaros, mientras otro grupo de
salvajes se repartía el Imperio de
Occidente.
Nosotros
estábamos
obligados a devolvérselo al pueblo
romano. Y los godos nos provocaban.
Ellos fueron quienes asesinaron a su
reina, tan respetuosa de las leyes, tu
aliada, con total desprecio de tus
deseos, Augusto. Y fueron castigados;
Dios nos concedió la victoria. Yo los
sometí, como sabes, y su rey es tu
prisionero en este momento.
—Su antiguo rey —dijo Komito con
un bufido—. Ese Totila que tomó
Nápoles con su ejército godo no tiene
derecho a otro título que el de
prisionero de Justiniano.
—No necesitamos Occidente —
insistió Teodora—. Sí, es cierto que
deberíamos reclamarlo. Yo sería la
primera en coincidir en eso. ¡Pero no al
precio de arriesgar todo el este!
Además, ahora no tenemos ni las tropas
ni el dinero para sostener a ambos.
Belisario
se
puso
nervioso
nuevamente. «Tiene miedo de Teodora»,
dedujo Juan con asombro.
En el triclinio contiguo al de su
marido, la esposa de Belisario
rechazaba el argumento:
—Esta guerra de ahora con Persia
está casi resuelta. Cosroes ha querido
negociar durante todo el verano.
El conde asintió, reconfortado por el
apoyo de su esposa.
—Si me dejas volver a Italia, la
tendré sometida a ti dentro de un año —
dijo al emperador.
—Cosroes pide negociaciones con
una mano y con la otra saquea las
ciudades —sentenció Justiniano con
amargura—. Creo que la guerra persa
terminará cuando yo tenga su sello en un
tratado de paz, no antes. No puedo
prescindir de ti en Oriente.
—No pienso mucho en Italia, como
sabes, pero podrías prescindir de él. Ya
lo hiciste una vez. En el frente persa no
le fue muy bien, por eso lo reemplazaste
por Martino —bufó Komito.
Belisario se estremeció otra vez.
—Eso fue sólo una medida
provisional —atajó Teodora, sonriendo
magnánima—. Exigida por unos...
problemas
domésticos
de
Constantinopla. Estoy segura de que en
el futuro el estimadísimo conde podrá
desenvolverse mejor en el frente persa.
—El mando ya había sido dividido
—agregó Belisario con impaciencia—.
Un mando dividido nunca triunfa. —
Dirigió una mirada cargada de veneno a
través de la mesa a Narsés.
El eunuco suspiró.
—Estoy de acuerdo, excelentísimo
conde. Y estoy seguro de que tus tropas
aliadas no eran dignas de confianza...
—¡Los sarracenos sólo piensan en el
botín!
—insistió
Belisario
con
vehemencia.
—Nadie
sale
absolutamente
victorioso de una guerra, nunca —le
dijo el emperador a Komito, reprobando
su actitud—. Yo no espero eso. Hasta tu
pobre esposo cometió errores. Confío en
tu capacidad, conde.
Belisario inclinó la cabeza.
—Déjame entonces volver a Italia
—rogó—. No puedo soportar ver cómo
deshacen todo lo que yo hice allí. Sé que
puedo reconquistarla, Augusto.
—Yo preferiría mucho más que
derrotaras a los persas —insistió
Justiniano, ya exasperado—. Eso haría
que Cosroes negociara en serio. ¿Por
qué siempre Italia, Italia? Mi esposa
tiene razón: nuestra mayor preocupación
debe ser no conquistar más territorios,
sino defender los nuestros.
—Italia es territorio nuestro. Lo
hemos
conquistado
y
somos
responsables de él —bufó Belisario—.
Los italianos nos apoyaron en nuestra
primera conquista ¡y ahora los hemos
traicionado, dejándolos en manos de los
godos! Los godos tomaron Nápoles y la
mayoría de las ciudades del sur e
intentarán tomar la misma Roma. Si
toleramos eso, no somos romanos. No
seremos otra cosa más que, como nos
llaman los godos, pérfidos griegos.
Justiniano movió la cabeza.
—Sí, sí, sí, lo sé, yo mismo solía
decir eso... pero dejamos que los persas
tomaran Antioquía. ¡Antioquía! Una
ciudad que era completamente mía
cuando reclamé la púrpura y era la
tercera del imperio. Y los persas la
destruyeron,
la
incendiaron,
la
arrasaron. Todos sus habitantes son
esclavos en tierra extranjera. ¡Y eso
jamás debió ocurrir!
—Eso no habría ocurrido si el conde
hubiera obedecido tus órdenes —dijo
Komito—. Tú le ordenaste hacer las
paces con los godos y volver
inmediatamente cuando estalló la guerra
con Persia. ¿Y qué fue lo que hizo?
—Venció a los godos y trajo a
Constantinopla a su rey con todo su
tesoro —dijo la esposa de Belisario,
mirando con odio a Komito.
—¡Venció a los godos! —exclamó
Komito con estruendo—. ¡No parecen
estar muy vencidos, en mi opinión!
—Nadie pudo suponer que se
repondrían y que elegirían un nuevo rey
con tanta rapidez —dijo Narsés
suavemente.
—Tú podrías haberlo previsto si el
conde se hubiera conformado con
mantenerte a su lado y seguir tus
consejos —replicó Komito secamente
—. Tú fuiste enviado allí para
aconsejarle.
Narsés suspiró nuevamente.
—El excelentísimo Belisario estuvo,
sin embargo, bastante acertado. Los
mandos divididos no son eficaces. Ese
en particular terminó en desastre, por
eso Su Sagrada Majestad me volvió a
llamar, muy sabiamente. —Los esclavos
se acercaban ofreciéndoles un plato con
caracoles en leche; el eunuco se sirvió
uno—. Y, afortunadamente, eso es
historia pasada.
Juan miró a Narsés, sorprendido.
¿Sería verdad que este frágil eunuco de
la corte había sido enviado a Italia para
compartir el mando con Belisario?
Parecía increíble.
—A diferencia de lo que ocurre con
la conquista de Italia —dijo Komito—.
¿Por qué el conde está tan ansioso por
volver allí? ¿Cuántas tierras posee allí?
¿O acaso tiene algo que ver con el hecho
de que los godos le ofrecieran
nombrarlo Augusto del oeste?
El invencible conde Belisario
palideció.
—¡Komito! —intervino Teodora,
con tono de duro reproche.
Justiniano sacudió la cabeza.
—Piensas menos que un chorlito —
dijo secamente la mujer de Belisario—,
de lo contrario te darías cuenta de que
mi marido es la única persona de la que
no se puede sospechar que quiera ese
título. Se lo ofrecieron en bandeja y él
lo rechazó. «Jamás, mientras viva
Justiniano Augusto, tomaré ese título»;
eso fue lo que dijo.
—Así es, así es. Yo no dudo de tu
lealtad, conde. Pero desearía que
estuvieras tan entusiasmado por
defender las tierras de Oriente como lo
estás por recobrar Italia —dijo el
emperador.
—He pasado años enteros de mi
vida en Italia —repuso el conde con
seriedad—. Hay otros que pueden ser
comandantes en el este: Teoktisto,
Germano, Marcelo, Isaac el Armenio,
todos ellos generales idóneos. Y
Martino, por supuesto. Pero yo soy el
más conocido en Italia; si yo voy, puedo
lograr lo que nadie ha podido conseguir.
Déjame ir, Augusto. Como te he dicho,
llevaré sólo mis propias tropas; a ti no
te costará nada y no será necesario
mover tropas desde el este. No podemos
dejar que los godos nos arrebaten Roma.
Justiniano se mordía el labio con
aire dubitativo; finalmente se encogió de
hombros.
—Tendremos que considerar esto en
otro momento. La cena de mi esposa no
es el mejor momento para resolver
asuntos de estado. —Se volvió hacia
Teodora y agregó—: Lamento esta
discusión, querida.
—No importa —respondió ella—.
Fue mi hermana quien la empezó.
Komito se encogió de hombros.
—Lamento si alguien se ha ofendido.
Pero todos me conocéis: siempre digo lo
que pienso.
—¡Y con las cosas que piensas... !
—dijo Teodora con malicia. Pero al
cabo de un instante sonrió a su hermana
y alzó la copa ante ella.
Belisario se dejó caer con aire
abatido en el triclinio, pero su esposa se
inclinó hacia adelante y empezó a
preguntar por una entrevista con cierto
gobernador africano.
Juan recordaría aquella cena toda su
vida. Después de la discusión no se
habló más de temas políticos, pero
incluso los chismes lo intimidaban: altos
funcionarios, de los que se había
descubierto que eran corruptos; alianzas
rotas o enmendadas; grandes fortunas
que se hacían y deshacían. Y en medio
de todo esto, los esclavos seguían
trayendo platos de comidas exóticas, la
mitad de las cuales no podía ni
reconocer, y llenaban su copa con un
vino excelente una y otra vez. No dijo
nada más. Su cabeza le daba vueltas a
causa del vino y de la confusión de
aquel largo día y sólo le apetecía irse a
dormir. Volver a casa a dormir. Casa.
Pero ¿cuál era su casa? ¿Acaso el cuarto
de huéspedes del palacio laberíntico, a
donde los esclavos se dignaban
llevarlo?
«Debe ser ése, porque la habitación
en que estás pensando, esa pequeña y
simple habitación de Bostra, no es tuya.
Y tú no eras lo que creías que eras. Esa
mujer en la cabecera de la mesa, a la
que el gran Belisario teme, es tu madre.
Por consiguiente tú debes ser de aquí.»
Pero, por fin, se sirvió la última
fuente, los esclavos sirvieron el vino
que quedaba y Teodora bostezó. En
seguida la esposa de Belisario,
Antonina, se levantó, sonriendo con
dulzura.
—Ha sido una velada encantadora
—dijo—. Gracias, mi querida Augusta,
por habernos invitado.
—Ha sido un placer. Espero que ese
pequeño desacuerdo del principio no
haya enturbiado la velada —replicó
Teodora.
No, no, por supuesto que no. Todo lo
contrario, había sido muy útil tener una
discusión tan franca sobre tales temas,
por lo que Antonina estaba agradecida.
Inició la marcha y su marido, después de
prosternarse ante el emperador, la
siguió. Narsés y Komito fueron detrás y
Juan, tras mirar a la emperatriz, se fue
con ellos. Uno de los esclavos lo
esperaba en la puerta y lo acompañó
hasta el cuarto de huéspedes, donde se
desplomó, exhausto, en la cama.
En el comedor el emperador se
arregló el manto de púrpura y se frotó la
cara.
—Desearía que influyeras en tu
hermana para que refrenara un poco su
lengua. Tengo razones muy, pero que
muy válidas para estar enojado con
Belisario, pero la deslealtad no está
entre ellas —dijo a Teodora.
—Komito está aún recelosa por la
reputación de su marido —dijo Teodora
en tono conciliador—. Siempre está
acechando al conde. Tú la conoces bien
y sabes que eso no significa nada.
—El conde está aún muy nervioso
por esa acusación. ¡Dios Todopoderoso,
cada vez que lo mirabas daba un
respingo! Sé por qué hiciste lo de este
verano, queridísima mía, y fue algo muy
prudente, pero lo asustaste muchísimo. Y
no quiero que crea que aún sospecho de
él, eso podría hacer que me traicionara
de verdad.
Teodora acarició el rostro de su
marido con un dedo.
—Es casi seguro que él dijera
aquello por lo cual se le acusó este
verano. Es decir, que si tú murieras por
la peste, él no se sometería a nadie que
yo u otro de la corte designara como tu
sucesor. Si sus ideas sobre la sucesión
llegaron aun más lejos, nunca lo he
podido averiguar.
—«Jamás mientras viva Justiniano
Augusto» él se proclamaría Augusto —
citó Justiniano sonriendo a Teodora—.
Claro que no dice nada acerca de lo que
haría si Justiniano muriera. ¡Oh, lo que
hiciste fue necesario y yo no lo
cuestiono! Tuviste que relevarlo de su
mando y asignar a sus partidarios a
diversas unidades de la guardia real. De
otro modo, se hubiera coronado
emperador, de haber muerto yo. Pero yo
no he muerto y él no intentará matarme
ni usurpar la púrpura. Nos ha servido
con lealtad en el pasado y no tenemos
otro general que se le pueda comparar.
Le hemos devuelto sus servidores y le
hemos ofrecido su mando. ¿Por qué no
lo acepta?
Teodora se echó a reír.
—Por Antonina. Ella no quiere
volver a la frontera persa, pero irá a
Italia. Él no confía en dejarla sola en
Constantinopla. Es simplemente un
marido celoso.
—Celoso —dijo el emperador, con
aire pensativo—. Y por eso desea
arriesgar nuestra confianza y no aceptar
el mando de una guerra. El amor, ¡qué
terrible es! Pero supongo que yo también
podría ser igualmente celoso, aunque tú
nunca me has dado ningún motivo para
serlo.
—Y jamás te lo daré.
El emperador la besó nuevamente,
se incorporó con un profundo suspiro y
se levantó.
—¡No irás ahora a trabajar! —
protestó Teodora, asiendo el borde de su
manto.
—Le prometí al obispo Menas que
lo vería esta noche para tratar algunas
declaraciones teológicas de Roma —
respondió Justiniano.
—¡Oh, amor mío, no tendrías que
trasnochar tanto hoy! Aún estás débil
por tu enfermedad. Deberías descansar.
Justiniano la miró con un cariño
profundo y le tomó las manos,
separándolas suavemente de su manto.
—Tú no pensabas precisamente en
el descanso.
Ella le miró a la cara, sonriente.
—No.
—Bueno, te prometo que iré a la
cama dentro de dos horas si es allí
donde quieres estar. Pero debo ver
primero al obispo. Hemos de decidir
esta cuestión, resolver esta espantosa
controversia. Buenas noches, mi vida.
Sola en el comedor, Teodora se
incorporó en el triclinio con las rodillas
dobladas bajo el manto de púrpura.
Tomó la corona de flores de su cabeza y
la puso delante. Las rosas se estaban
marchitando. «Como yo, como nuestro
imperio. Rosas marchitas, las últimas
rosas. La planta sabe que el verano ha
terminado. Belisario no debería haber
ido a Italia, en primer lugar. Nosotros
deberíamos haber guardado nuestras
fuerzas para el invierno, no haberlas
derrochado tratando de recobrar un
imperio que está perdido. Pero cuando
éramos jóvenes, todo parecía posible.
»Belisario, por cierto, no debería
volver allí ahora. Yo no confío en él si
va al este, pero mi esposo sí. Prometí a
Antonina ayudarlo. Después de todo, le
debo un favor.»
Acarició las rosas con un dedo,
recordando de repente que Juan se las
había regalado. No había esperado que
le trajera nada. ¡Qué tierno estuvo
cuando se las ofreció, como un amante
que teme ser rechazado! «Estoy
profundamente agradecido.»
Diodoro de Bostra era ahora un
rostro confuso, una pasión casi
olvidada, pero el niño que ella le había
dado era real. «Mi hijo, ¡ojalá lo fueras
también de mi esposo... !», pensó, con
una punzada de dolor.
III - Caballos
Juan notó que era el centro de
atención cuando a la mañana siguiente
llegó al trabajo con retraso y aturdido
por haber permanecido tanto tiempo en
el lecho.
—¡Cenaste con la Augusta anoche!
—exclamó Sergio cuando Juan entraba
—. ¿Cómo fue? Cuéntame.
Narsés, sentado en su escritorio
como si nunca se hubiese levantado de
allí, hizo un gesto con la mano, entre una
orden y una súplica, y dijo:
—Estimado Sergio, habrá tiempo
para tales conversaciones más tarde. Ten
la amabilidad de dejarnos continuar con
nuestro trabajo.
Sergio se calló. Juan, inclinándose
torpemente hacia el chambelán, dijo:
—Lamento haber llegado tarde. —
Estaba nervioso. Temía ser despedido
por llegar tarde el segundo día de
trabajo, por eso había ido corriendo
desde el palacio de Teodora.
Narsés le dirigió su amable sonrisa.
—No hay por qué disculparse. Ya lo
suponía. Recoge tus tablillas de la
oficina exterior, necesitaría que
escribieras una carta, por favor.
Juan se inclinó otra vez.
—Sí, Ilustre Señor.
La segunda mañana fue tan ajetreada
como la primera, pero nuevamente el
flujo de entrevistas se redujo alrededor
del mediodía, por lo cual los dos
escribas salieron de la oficina y
volvieron a invitar a Juan a comer con
ellos en su taberna favorita.
Juan dudó por un momento. Sergio le
disgustaba y Diomedes no le agradaba;
le parecía que ambos eran otro elemento
de confusión en un mundo que, ya sin
ellos, le dejaba bastante perplejo. «Por
otra parte, son colegas míos y debería
estar a bien con ellos. Y saben de la
corte mucho más que yo. Tal vez puedan
aclararme algunas cosas», se dijo. Así
que volvió a aceptar la invitación con
una sonrisa.
—¡De modo que cenaste anoche con
la señora y el señor! —insistió Sergio
cuando estuvieron sentados a la misma
mesa en la taberna—. ¿Puedes hablar
con simples mortales? ¿Cómo fue?
Juan apenas sonrió.
—Desorientador —musitó después
de un momento—. Y muy fastuoso.
—¿Quién más estaba allí? —
preguntó Diomedes.
—El Ilustrísimo, por supuesto. Y la
hermana de la Augusta, Komito, que
creo que tenía curiosidad por
conocerme: ¡el nieto de su respetable
tío! Y el conde Belisario y su esposa.
—¿Belisario estaba allí? —preguntó
Sergio encantado—. ¿De veras? Ya no
está en desgracia, entonces. Vaya, eso sí
que es una novedad.
—¿Acaso había caído en desgracia?
—preguntó Juan. Notó que la noticia no
le sorprendía. Era claro que algo así
tenía que haber ocurrido. Pero no había
tenido tiempo de pensar, de ordenar lo
que había oído.
—¿Acaso no se enteran de nada allá
en Beirut? —preguntó Diomedes—.
Cuando el señor estuvo enfermo, se
sospechaba que Belisario intentaba
sucederle. Tu protectora lo descubrió.
Lo relevaron del mando y le confiscaron
la mitad de las propiedades. Iba por la
ciudad como cualquier ciudadano,
volviendo la cabeza continuamente, por
si... bueno, tú me comprendes. Así que
ha recuperado el favor ahora. Eso será
gracias a su esposa que es amiga de tu
protectora.
—Hizo un favor a tu protectora —
agregó Sergio—. Le libró del
Capadocio.
Juan lo miró sorprendido, intentando
no mostrar la mezcla de desprecio y
fascinación que sentía.
—¿El Capadocio? ¿Te refieres al
prefecto pretorio?
—Exacto —dijo Sergio alegremente
—. Tu tocayo, Juan el Capadocio, el
más brillante y el peor hombre de
nuestra época. —«He aquí una historia
que puedo contar a nuestro pequeño
empleado de Beirut. Demuestra cuan
poderosa es su prima, y eso le gustará. Y
quizá
deje
escapar
algunas
indiscreciones acerca de lo que dijeron
Sus Sagradas Majestades anoche, si
tiene la capacidad de darse cuenta de lo
que conviene.»—. Tu sagrada prima lo
detestaba, según dicen, pero el señor
daba cualquier cosa por él porque
siempre era capaz de encontrar todo el
dinero que hiciera falta. Pero tu prima lo
atrapó al final. ¿No habías oído nada de
eso?
—En B... Beirut se comentaba que
fue depuesto de su cargo hace dos años,
por traición —dijo Juan con cautela.
Juan el Capadocio, antiguo prefecto
pretorio o magistrado, que había sido
odiado por todo el Oriente. Era
muchísimo más cruel que sus
predecesores, imponía ahorros feroces
en los cargos imperiales y dentro de la
burocracia y exprimía a los ciudadanos
con todos los impuestos habidos y por
haber.
—¡Con las manos en la masa! —dijo
Sergio con placer—. Tu protectora
sospechaba que no era todo lo honesto
que
debía,
pero
no
podía
desenmascararlo porque era tan
condenadamente astuto que nadie podía
culparlo de nada. Entonces la Augusta
acudió a su amiga Antonina, la esposa
de nuestro triunfador y glorioso general
Belisario. Y Antonina fue a visitar a la
hija del Capadocio. Era una joven
discreta y modesta, a quien su padre
amaba tiernamente —lo decía en tono
afectado y sarcástico—. Pero Antonina
con lisonjas y adulaciones se convirtió
en su querida amiga y consejera. Un día
Antonina le dice: «Oh, querida niña,
¡cuan desagradecido es el emperador
con mi esposo! ¡Cuan cruelmente nos
utiliza! ¡Cómo desearía que pudiéramos
hacer algo al respecto!». Y la niña le
pregunta preocupada: «Bueno, ¿y por
qué no haces algo tú?». «¿Qué podemos
hacer? Tenemos el apoyo del ejército, es
verdad, pero, ¡ay!, no tenemos dinero, ni
contactos en las sagradas oficinas. Sin
embargo, si tu padre quisiera ayudarnos,
podríamos hacer algo.» Conque, por
supuesto, la niña fue corriendo y le
contó todo esto a su padre. Y su padre
picó el anzuelo. De que era ambicioso,
no cabe la menor duda.
»Antonina y el Capadocio lo
prepararon todo, lo prepararon a través
de la joven. Antonina y el Capadocio
debían encontrarse en Rufinia para
decidir quién iba a ser emperador
cuando se deshicieran del señor. El
propio Belisario no supo nada de lo que
se urdía hasta que terminó. Cuando todo
estuvo preparado, Antonina tomó a la
señora y al Ilustrísimo y a uno o dos
más. La señora arregló que cuando se
encontraran Antonina y el Capadocio, el
Ilustrísimo estuviera escuchando detrás
de una pared junto con Marcelo, el
capitán de la guardia personal y una
tropa de soldados. El Capadocio
desveló sin rodeos el plan que había
tramado para hacerse con la púrpura y
lo arrestaron.
—Pero el señor aún le tenía aprecio
—agregó Diomedes con disgusto—.
Dijo que Juan le había servido bien,
pese a su traición, y que sería
desagradecido si le castigara con la
severidad que todos sabían que merecía.
Entonces, lo único que ocurrió fue que
lo hicieron sacerdote, muy en contra de
su voluntad, y lo despacharon a Cízico.
Ni siquiera le confiscaron los bienes.
Vivía como un tetrarca con su fortuna,
hasta el último verano. Entonces, cuando
el señor estuvo enfermo, tu prima la
emperatriz lo pilló.
—El obispo de Cízico, con el que el
Capadocio
había
discutido,
fue
asesinado
—continuó
Sergio—.
Enviaron
investigadores
de
Constantinopla, que arrestaron al
forzado sacerdote y lo interrogaron. Él,
que había sido prefecto pretorio, cónsul,
que había competido por la silla curul y
a quien se le habían dedicado juegos y
que aún vestía el manto blanco con la
banda púrpura, fue azotado hasta que
pidió clemencia a gritos. Pero no
confesó haber participado en el
asesinato, por lo que decidieron
encarcelarlo. Lo embarcaron como un
vulgar ladrón rumbo a Egipto. No le
dejaron llevarse el oro robado, de ahí
que tuviera que mendigar comida en
cada escala, como un criminal
cualquiera. «¡Un mendrugo de pan para
Juan, el prefecto pretorio, por la caridad
de Cristo!» Ahora está en una prisión en
Antinoe, aunque supongo que el señor lo
liberará dentro de poco. —Tomó un
largo trago de vino—. Algunos decían
que el Ilustrísimo iba a suceder al
Capadocio, pero se decidió que no era
lo bastante cruel.
Juan no abrió los labios. No dudaba
de que Juan el Capadocio merecía el
castigo, pero la historia entera le
asqueaba. Volvió a recordar el modo en
que Belisario miraba a Teodora. Pensó
en la descripción de Diomedes, de cómo
el conde iba como un ciudadano
cualquiera «volviendo continuamente la
cabeza por si...» Por si la emperatriz
decidía mandarlo matar, comprendió
Juan.
«Pero, ¿será verdad? Yo creía que
mi madre era una prostituta cualquiera, y
he descubierto que es una emperatriz.
¿Por qué voy a creer que es una tirana
corrupta? Estos dos hombres son falsos
y maliciosos y están mucho más lejos de
la corte que yo. Han oído cosas, pero no
saben nada. Yo sí estoy en posición de
saber. ¡Ojalá pudiera comprender lo que
veo! Debo aprender, debo entender lo
que ocurre a mi alrededor. De otro modo
no seré sino... un mueble, un mueble que
los demás colocan donde quieren. Sin
ningún poder, ni voluntad, ni... mi propio
yo», razonó para sus adentros.
Juan volvió a mirar a los dos
escribas, que tenían la boca llena.
Sergio le dirigió una sonrisa abierta, con
el pan entre los dientes. «Quiere que le
dé información. Bien, ¿por qué no? Yo
quiero lo mismo de él; es un trato justo.
Pero...», pensó Juan.
Y en su mente trazó un círculo
alrededor de sí, como lo hacía de niño
cuando jugaba, en el suelo polvoriento
de Bostra. «Aquí estoy yo, Juan el
Bastardo, y nadie puede tocarme.» Era
su autodefensa, y lo sabía, era un intento
de transformar su aislamiento odioso en
poder mágico. Pero le había dado
resultado, al menos en parte. No tenía
ningún poder sobre lo que era o lo que
hacía, pero dentro de su círculo
encantado podía controlar lo que
pensaba, evaluar con tranquilidad las
exigencias de un mundo hostil y, en
última instancia, negociar si aceptaba o
no tales exigencias.
Devolvió la sonrisa a sus
compañeros y decidió empezar a
comprender.
Pasaron meses antes de que
empezara a tener un mínimo de
confianza en su nueva vida. Los sucesos
a los que se enfrentaba eran incontables,
como las estrellas del cielo o los
archivos de las oficinas sagradas. Tenía
que aprenderse los nombres y rostros de
los ministros del emperador y de los
servidores de la emperatriz; la forma
correcta de dirigirse a un notario de la
corte, a un silenciario, a un escriba de la
prefectura pretoria; las calles de la
ciudad de Constantinopla y dónde tenían
sus casas los ministros; las iglesias y los
problemas de quien era ortodoxo y de
quien no; los entresijos de la política
imperial
y
las
circunstancias
particulares de los gobernadores de
África, Italia, Egipto; nombres y
príncipes de las variadas tribus bárbaras
a lo largo del Danubio y cuál de ellas
recibía dinero para ser hostil a cuál otra;
a quién dejar entrar a la oficina interior
sin cita previa y a quién hacer esperar;
qué clase de vino comprar para las
cenas de Sergio y dónde conseguirlo;
qué clase de conversación agradaría
más a la Serena Augusta Teodora. Cada
pequeña victoria de su entendimiento se
veía superada al instante por una serie
de elementos desconocidos; lo que
aprendía era casi insignificante en el
mar de lo que ignoraba.
El período de prueba de una semana
pasó sin comentario alguno y Juan no se
acordó hasta después de que finalizara
de que ya había pasado, y para entonces
ya no había razones para alegrarse. Se
mudó de la habitación de huéspedes en
el palacio de Teodora a un grupo de
habitaciones en la «Segunda Región» de
la ciudad. Descubrió, para su sorpresa,
que no tenía que pagar alquiler alguno.
Era costumbre pedir a los ciudadanos de
Constantinopla que alojaran a la gente
de palacio, por lo que muchos de ellos,
como el comerciante que tenía la casa
donde Juan vivía, mantenían unas
habitaciones especialmente preparadas
para el caso.
—Lo siento. Preferiría tenerte en
palacio —le dijo la emperatriz cuando
le comunicó esta decisión—. Pero lo
común es que los jóvenes funcionarios
vivan en la ciudad; hacer una excepción
contigo despertaría sospechas. —Al ver
que no entendía, Teodora se rió—. La
gente diría que tenemos un romance. No
importa, aún puedo invitarte a palacio.
Le concedió tres esclavos para que
se cuidaran de las habitaciones: una
pareja de mediana edad y su hijo de
catorce años, y se disculpó por no darle
más.
—Pero donde estás, no tendrías sitio
para ellos, y darte una casa más grande
también sería sospechoso por ahora.
Nunca había tenido tanto espacio
para él solo y no sabía cómo responder
a semejante lujo. No estaba muy seguro
de lo que pensaban los esclavos acerca
de la mudanza: tanto el hombre como la
mujer lo trataban con sumo respeto. Por
fin se convenció de que la mujer estaba
realmente complacida por tener la
independencia de una casa, fuera de
palacio, sin ser supervisada por nadie,
pero el hombre se sentía ofendido, pues
le parecía que había perdido categoría
con el cambio al pasar de esclavo de la
emperatriz a esclavo de Juan. Sobre el
hijo, Jacobo, no había ninguna duda:
disfrutaba de la libertad de la casa y de
las calles de la gran ciudad y admiraba
enormemente a su señor, lo que
incomodaba sobremanera a Juan.
También descubrió que por su
trabajo ganaba una libra de oro, o
setenta y dos solidi al año. Sergio,
Diomedes
y Anastasio
ganaban
cincuenta solidi. Era más dinero de lo
que él jamás había soñado ganar y no
parecía tener mucho en qué gastarlo. La
emperatriz era muy generosa. Además
de vestidos y esclavos, le regalaba
muebles para su casa, vino para sus
bodegas y vajilla para su mesa y, cada
vez que se veían, también le daba un
puñado de dinero, pidiéndole que se
«comprara algo». La emperatriz
disfrutaba haciendo y recibiendo
regalos. Incluso los más triviales, como
flores, un par de palomas blancas, un
frasco de perfume, hacían brillar sus
ojos y le arrancaban exclamaciones de
placer.
Lo invitaba a desayunar por lo
menos una vez a la semana y
ocasionalmente a otros acontecimientos.
Un día festivo salieron a navegar
alrededor de la ciudad para «disfrutar
del aire del mar». La nave imperial tenía
paneles de cedro, barandas de madera
de cidro y los remos dorados. En la
popa una banda de músicos tocaba la
flauta, la cítara y los címbalos. Teodora
estaba de pie en la proa, bajo un toldo
de seda púrpura, arrojando migas a las
gaviotas al tiempo que las veía girar
sobre sus alas brillantes. Las velas
estaban teñidas de púrpura. En medio de
la travesía, Juan soltó una carcajada.
—¿Qué pasa? —le preguntó
Teodora, tirándole un trozo de pan a él
en lugar de a las gaviotas.
—¡Velas
púrpura!
—replicó,
moviendo la cabeza. Le parecía absurdo
hacer teñir algo tan común y de todos
los días como las velas con la valiosa
púrpura imperial.
Ella comprendió en seguida y le
sonrió.
—Míralos. ¿De qué otro modo la
gente va a saber quién soy? —Hizo un
ademán hacia la ciudad, resplandeciente
en el monte sobre los destellos del agua
—. Así pueden mirar y decir: «¡Ahí va
la emperatriz Teodora en su navío!». Da
un poco de excitación a su vida. Y a mí
me gusta el color púrpura.
En otra ocasión la acompañó en el
carruaje dorado a un monasterio de las
afueras
de
la
ciudad,
donde
humildemente hizo ofrendas al santo
patrono. Su entorno no era ciertamente
humilde: dos escuadrones de guardias
de palacio y la mayoría de sus
sirvientes, los eunucos sobre mulas o
caballos blancos, las damas de honor y
las niñas que estaban a su servicio en
coches esmaltados. El pueblo de
Constantinopla la aclamaba a su paso:
«¡Tres veces Augusta!», «¡Dama
soberana!», «¡Por siempre reina!». Ella
se sentaba erguida con su manto de
púrpura y su diadema y los ojos le
brillaban de placer.
—Me encanta cuando me aclaman
—confesó—. Podría estar escuchando
este rumor eternamente.
Un día lo llevó a una celda bajo el
salón del trono del palacio Magnaura.
Sobre un estrado, en el centro, había un
diván de oro y marfil. Teodora se sentó,
apoyando sus piernas en el brazo
opuesto, de modo que sus sandalias se
agitaran en el aire.
—Ven aquí, junto a mí —le susurró a
Juan con la sonrisa en los labios y,
cuando se le acercó, hizo un gesto a su
asistente Eusebio. El eunuco sonrió y
tiró de una palanca que estaba en un
extremo del salón. Se oyó cómo alguien
mandaba guardar silencio, después un
estallido de música y finalmente el trono
empezó a elevarse en el aire. Juan dio
un respingo; la emperatriz le cogió del
brazo y le llevó al estrado conteniendo
la risa, disfrutando de la situación. El
techo se abrió y el diván entró en el
salón del trono situado en lo alto. Los
pájaros enjoyados de las lámparas
doradas cantaban con el sonido claro y
artificial de un órgano hidráulico, los
leones dorados que rodeaban el estrado
agitaban sus colas en los goznes
mientras rugían, pero el salón estaba
vacío.
Al cabo de un rato se hizo el
silencio; el trono, entonces, se sacudió
nuevamente y volvió a atravesar el techo
hasta su posición anterior en el estrado.
—¿No es maravilloso? —preguntó
Teodora, fascinada—. Lo hizo construir
el segundo Teodosio. Se conoce como el
«trono de Salomón». Por supuesto, para
tener el efecto completo has de esperar
en el salón del trono; se prenden todas
las luces y queman incienso, luego se
levantan las cortinas y Pedro y yo
surgimos de las profundidades como
Afrodita del mar ante el asombro de
todos. ¡Tendrías que ver el efecto que
produce en los embajadores bárbaros!
Me fascina.
En uno de sus momentos de
reflexión, Juan llegó a la conclusión de
que a ella le encantaba ser emperatriz.
El protocolo, las insignias, todo eso la
complacía y era muy reacia a omitir un
solo detalle del ceremonial que la
rodeaba. Era el placer de la actriz
cómica, en su papel más jugoso. Y más
que eso, era el placer de la niña pobre
que se había vuelto inmensamente rica,
la alegría de la prostituta insultada y
humillada, poderosa y honorable. Se
deleitaba en el contraste tanto como en
el hecho en sí y siempre fue muy
consciente del contraste. Le encantaba
que la adularan, pero nunca se engañaba.
Teodora, sin embargo, le contaba
muy pocas cosas de sí misma. Una
revelación inusual ocurrió cuando le
dijo a Juan, como por casualidad, que
era tío.
—Bien, una vez te dije que tuve una
hija que murió al dar a luz —le dijo con
impaciencia ante sus ojos asombrados
—. Su hijo no murió y ahora tiene
catorce años. Algún día lo conocerás,
pero pienso que es mejor que no le
digamos quién eres hasta que sea mayor.
Se llama Anastasio y se casará con la
hija del conde Belisario. —Ella se
sonrió ante lo que juzgaba una estupenda
idea—. Eso le convertirá a él en rico y
poderoso.
—¿Cuál era el nombre de mi
hermana? —preguntó Juan tras un
silencio.
La sonrisa se desvaneció y su rostro
súbitamente se volvió adusto y
envejecido.
—Erato —dijo sin más. El nombre
significa «encantadora» y Juan intentó
imaginarse a la niña, muerta hacía
catorce años. Hubo un momento de
silencio. Teodora agregó, por fin, con
voz dolorosamente amable—: Era
cuatro años mayor que tú. Su padre era
un auriga llamado Constantino. A la
sazón era campeón de carreras de
carros; ganó el cinturón dorado durante
cinco años. Yo estaba perdidamente
enamorada de él, aunque siempre supe
que no valía nada. Le gustaba la idea de
que yo tuviera un hijo, y así lo hice. Nos
abandonó un mes antes de que ella
naciera; seguramente, ya no le resultaba
tan divertido dormir conmigo. ¡Madre
de Dios, pensé que ambas moriríamos,
la niña y yo! Las jóvenes solteras no
deberían tener hijos. Destruyen su vida
por intentar cuidarlos. Yo juré que nunca
tendría otro hijo. Cuando supe que te
esperaba a ti, fui al mercado de Beirut y
busqué uno de mis remedios habituales.
Pero no me atreví a tomarlo.
—Mi padre nunca dijo nada acerca
de una hija tuya.
—Ni siquiera lo sabía. Yo la había
dejado en Constantinopla con Komito.
Por un tiempo estuve con un tipo
llamado Hekébolo de Tiro, un senador
rico que fue nombrado para gobernar la
Pentápolis libia y quiso llevarme con él.
Me prometió un arreglo conveniente y
me dio veinticinco solidi. Le di el
dinero a Komito para que cuidara de mi
hija y partimos. Pensé que sería por un
año o algo así, hasta que terminara el
período de Hekébolo. Pero cuando
llegamos a Cirene, conoció a una
muchacha que le gustó más. Nos ofreció
instalarnos en la misma casa y al
negarme yo, me expulsó sin un centavo.
Vendí casi toda mi ropa y llegué a duras
penas a Alejandría. Después... después
de eso, conocí al obispo, quien se
apiadó de mí y me dio algo de dinero
para pagar mi pasaje de vuelta. «Dinero
honrado», me dijo. Y yo quise tener una
conducta honrada pero el barco se
retrasó en Beirut, donde conocí a un
joven estudiante de derecho, tímido y
apuesto, y deseché la idea de volver a
casa y ganarme la vida honestamente, al
menos por un tiempo. —Acarició el
pelo a Juan, con mucha delicadeza. Él
contuvo el aliento—. Dije a tu padre que
tenía una hija en Constantinopla, pero
me parece que no se lo creyó. Estaba
demasiado lejos. ¡Pobrecita Erato!
¡Tenía sólo trece años cuando la obligué
a casarse!
En otra ocasión, era un día de fiesta,
Juan se sentó cerca del palco imperial
del hipódromo a ver las carreras. La
pareja imperial apoyaba al equipo Azul
y todos sus sirvientes gritaban también
por él. Teodora se asomó fuera del
palco y dio un grito de alegría cuando
ganaron los Azules. El emperador
aplaudía y asentía.
—Mi padrastro trabajaba para los
Azules —le explicó al día siguiente en
el desayuno—. Mi padre trabajaba para
los Verdes; murió cuando yo tenía cinco
años. Mi madre en seguida se casó con
el asistente de mi padre, para que
tuviéramos alguien que nos mantuviera.
Ella creía que él obtendría el empleo de
mi padre, pero los que controlaban la
facción se lo dieron a otro hombre, en
recompensa a un regalo. Mi madre
decidió apelar a los simpatizantes de la
facción, por encima de los dirigentes, y
nos llevó al hipódromo para suplicar a
la multitud entre carrera y carrera. Actos
como los de enseñar a los pobres niños
huérfanos, sin dinero, suelen tener éxito.
Nos dijo qué hacer y lo importante que
era, y allí salimos, Komito, Anastasia
(que ha muerto) y yo, con guirnaldas y
levantando los brazos en señal de
súplica. Los Verdes se rieron de
nosotras. Lo recuerdo perfectamente; yo
pensaba que había sido por mi culpa y
lloré como loca. Afortunadamente los
Azules se apiadaron de nosotras y, como
su cuidador de osos había muerto hacía
poco, nos aceptaron. Desde entonces los
he apoyado. ¿Existe ese tipo de carreras
en Bostra?
Juan notó que ella había abandonado
el tema rápidamente. Su recuerdo le
sería odioso.
—No como ésas —respondió—. No
pueden permitirse tantos carros. Y las
facciones... tampoco son así. —No
podía encontrar las palabras para definir
con más precisión lo que quería decir
«como ésas», pero sospechaba que era
mejor no intentarlo. En Bostra la gente
aclamaba a los Azules o a los Verdes
(en su mayoría a los Verdes), pero las
facciones eran rudimentarias. En
Constantinopla los Azules se sentaban
en las gradas a la derecha del palco
imperial y los Verdes a la izquierda. Los
simpatizantes de una y otra facción se
vestían con túnicas con mangas
ajustadas y hombros sueltos, que
ondulaban cuando levantaban los brazos
para incitar a los caballos de su equipo.
Se afeitaban por encima de la nuca y se
dejaban crecer la barba; parecían
fantásticos miembros de una tribu
bárbara perdidos en medio de la ciudad.
Gritaban si su equipo perdía, aullaban
de alegría si ganaba, atacaban a los
miembros de la otra facción con los que
se encontraban después en la calle y
aclamaban al emperador con heraldos
entrenados,
entonando
elaborados
cánticos. Sus obligaciones oficiales
incluían el mantenimiento de los parques
y fuentes de la ciudad, pero sus
funciones en el hipódromo habían
superado con creces sus otros deberes.
Juan ya sabía que eran peligrosos y que
había que evitar a cualquier precio
cruzarse con ellos por la noche, en
particular con los Azules, que se
amparaban en el favor oficial para
escapar al castigo—. Sólo había
carreras de carros en los grandes
festivales —dijo Juan a la emperatriz—.
Las demás carreras eran de caballos. No
estaban organizadas por las facciones
sino por ciudadanos particulares que
pensaban que sus caballos eran más
veloces que los del vecino. Yo corrí una
vez en una.
Teodora sonrió complacida.
—¿Y ganaste?
—Quedé segundo. Entre nueve, así
que no estuvo mal. Y el caballo aún no
estaba en sus mejores condiciones;
seguro que habría ganado si hubiera
tenido un año más. —Se interrumpió
para pensar, apenado, en su caballo.
Luego prosiguió—: Tienen una raza
diferente de caballos aquí, ¿verdad?
Más grandes y más pesados que los
caballos árabes, pero no son tan
veloces.
—¿No tan veloces? ¡Oh, los
caballos de aquí son los mejores del
mundo! ¿No viste el equipo de ayer, el
de Kaligono? ¡Iba como el viento!
—Supongo que los caballos árabes
no servirían para tirar de los carros —
admitió Juan—. No para la caballería
verdaderamente pesada, pues son
animales ligeros. Pero son más rápidos
que las razas tracia y asiáticas que se
prefieren aquí y más resistentes también.
Teodora lo miró, divertida, y siguió
menospreciando a los caballos que no
podían tirar de los carros. Sin embargo,
una semana después, Juan recibió una
invitación para verla esa misma noche
después del trabajo. Cuando llegó,
Teodora estaba en su salón de
audiencias, ceñida la diadema y rodeada
de sus servidores de confianza.
—Tengo una sorpresa para ti —le
espetó ella, sonriendo con placer. Saltó
de su diván y, arrastrando tras de sí a su
séquito, vestido de seda y enjoyado, lo
llevó por palacio a través de los
cuarteles hasta uno de los establos
reales. Las sirvientas levantaban sus
largas faldas y fruncían la nariz con
fastidio ante los montones de estiércol.
Enfrente mismo de los establos, llevada
por un palafrenero, piafaba una yegua de
la más pura raza árabe. Era torda, uno
de los más raros y más hermosos
colores de los caballos árabes, un gris
plata que era casi blanco, pero con
belfo, patas y cola negros. Tenía los
ollares hinchados por la excitación y
miraba a la multitud con profunda
desconfianza. La habían ensillado y
enjaezado con un arnés que hubiera
hecho pensar en un príncipe sarraceno.
Juan miraba atentamente a la emperatriz,
intuyendo pero sin atreverse aún a
creerlo.
—Es tuya, si la quieres —dijo
Teodora.
Juan miró y tocó al animal, lo hizo
andar alrededor de los cuarteles y lo
arregló todo para que lo cuidaran en un
establo; después, en fin, se separó de la
yegua con pesar, para volver con la
emperatriz a palacio. Teodora le dijo:
—Ahora veo que no te ha gustado
ninguna de las otras cosas que te he
dado.
Juan se ruborizó.
—Eso no es cierto. Te estoy muy
agradecido por todas las cosas que me
has regalado.
La emperatriz lo miró con una
sonrisa triste y desilusionada.
—No del mismo modo que lo estás
por ese caballo.
Juan guardó silencio un instante y
finalmente confesó:
—No estoy tan seguro de lo que
debo hacer con la riqueza, el rango o el
poder, pero sí sé lo que puedo hacer con
un caballo. Tengo que aprender a
apreciar tus otros regalos.
La sonrisa se le iluminó.
—Ah, me había olvidado de tu
educación persa. Espero oír que tu
nueva yegua es en realidad más veloz
que las yeguas tracias. ¿Cómo la
llamarás?
—Con el permiso de Tu Majestad, la
llamaré «Reina». Maleka, en árabe.
Haré honor al regalo dándole un nombre
tan inmensamente honrado por ti.
Se detuvo y lo miró atentamente; él
le sonrió. Teodora se reía.
—Oh, ¡cómo aprendes! Aprendes de
prisa... —replicó ella.
Después de todo esto fue cuando
comenzó a sentir que había aprendido
realmente algo acerca de cómo vivir en
Constantinopla. Era a principios de
febrero y el trabajo ya no le era una
pesada carga. Confiaba en sí mismo
para realizar el trabajo de rutina y sabía
a dónde acudir en busca de ayuda en
caso de emergencia. Había dejado que
Sergio le enseñara, pero los chismes del
escriba eran cada vez menos efectivos,
tanto para informarle como para
sorprenderlo. Juan se dio cuenta de que
muchas veces intuía la verdad acerca de
algún caso del que Sergio había oído
sólo un rumor ya distorsionado. Desde
que disponía de un caballo empezó, por
fin, a disfrutar.
La noche después de haber recibido
la yegua Juan fue al hipódromo para
probarla en la tierra suave y compacta
de las pistas donde habían corrido los
carros la semana anterior. La pista
oblonga estaba a reventar, aunque era
una tarde invernal muy fría y ya estaba
oscureciendo. Disponía de pocos
lugares donde galopar con un caballo en
la populosa ciudad y mucha era la gente
que deseaba hacerlo. Bien es verdad que
el hipódromo, ancho como para que seis
carros corrieran uno al lado de otro,
podía incluir a todos. Jóvenes
caballeros de la ciudad que practicaban
equitación trotaban entre los guardias
imperiales que entrenaban a sus
monturas. Los veloces cascos de los
caballos, las túnicas que ondeaban al
viento y las espadas y lanzas de muchos
de los jinetes le daban al campo un
aspecto brillante, aguerrido y guerrero.
El viento frío soplaba entre las gradas
vacías y los pocos espectadores que
esperaban por sus señores se
agazapaban bajo sus mantos. Era muy
diferente a la oficina del chambelán,
pensaba Juan con placer.
La yegua no se inquietaba ante la
multitud, sino que, antes bien, se
impacientaba por correr. Cuando divisó
la pista, proyectó las orejas hacia
adelante, relinchó y dio unos pasos
laterales, tensando las riendas. Juan se
sonrió y la llevó al trote a la pista.
Percibió que los jinetes que andaban
más lentamente eran los que caminaban
o trotaban cerca del interior del circuito.
Los que deseaban galopar utilizaban la
pista exterior. Recorrió el circuito de la
pista, la llevó suavemente hacia la parte
exterior y aflojó las riendas.
Después de recorrer varias veces el
trayecto alrededor de los puntos de
retorno, oyó que gritaban su nombre
desde la pista interior. Al cabo de un
rato Diomedes galopaba a su lado en un
caballo bayo alto de raza asiática.
—¡Juan! —gritó nuevamente el
escriba—. No sabía que tuvieras un
caballo.
Juan, en cambio, sí sabía que
Diomedes tenía uno, pues el escriba
había
pasado
bastante
tiempo
describiendo sus cualidades. Diomedes
se interesaba mucho más por los
caballos, las carreras y los espectáculos
de osos que por la interminable
chismografía política de Sergio. Por
primera vez inspiró a Juan un verdadero
sentimiento de camaradería. «Después
de todo, nunca me disgustó tanto como
Sergio.» Llevó a Maleka hacia la pista
interior y la hizo andar al paso
braceando. Diomedes fue caminando a
su lado.
—Es una yegua. Acabo de
conseguirla —confesó Juan a Diomedes
—. Es hermosa, ¿verdad?
Diomedes miró extrañado a la yegua
y pensó: «Pequeña. Igual que nuestro
empleado de Beirut. Un hermoso animal,
con todo».
—¿Qué tipo de yegua es? —
preguntó.
—Es
árabe
—replicó
Juan
alegremente—. Y de raza, una tanuj
pura, una verdadera joya. —Palmeó el
cuello lustroso de Maleka y la yegua
estiró hacia atrás las orejas.
—Pensé que era sarracena. —
Diomedes
estudiaba
la
yegua
nuevamente—.
¿Dónde
la
has
conseguido?
—Es un regalo de la emperatriz —
apuntó Juan—. Su Serenidad me invitó
amablemente a las carreras la semana
pasada y en la conversación que
mantuvimos después le dije que pensaba
que los caballos árabes eran más
veloces que las razas que se usan por
estas tierras. Entonces Su Sagrada
Generosidad me regaló éste.
—¿Qué quieres decir con que los
caballos árabes son más veloces? —
preguntó Diomedes con indignación.
—Que los caballos árabes corren
con mayor rapidez que los de cualquier
otra raza. De verdad.
—¿Tú crees que esa «belleza
exquisita» podría superar a mi
Conquistador?
—Te desafío —ofreció Juan—. El
circuito normal para las carrozas: siete
vueltas alrededor de la pista.
—De
acuerdo
—concedió
Diomedes.
Volvieron a la línea de salida, que
estaba en el centro del lado este de la
pista, directamente debajo del palco
imperial, e interrumpieron la corriente
constante de jinetes que galopaban para
preparar la carrera. Ya estaba cayendo
la noche y muchos de los jinetes volvían
a sus casas. Unos pocos, atraídos por
cualquier carrera y ansiosos por ver
ganar un caballo asiático, se quedaron a
presenciar la carrera. Alo largo de la
parte central de la pista habían colocado
antorchas y la brillante luna de invierno
se elevaba sobre el horizonte. El oscuro
bayo y la pálida yegua torda pisaron la
línea al lado de la salida. Uno de los
espectadores se ofreció a dar la señal.
Juan sonrió y sujetó las riendas
cerca de sí a la espera de la salida.
Maleka piafó y sacudió la cabeza,
moviéndose con nerviosismo. «¡Y se
llama Conquistador!», pensó Juan.
—¡Ya le enseñaremos a ése,
preciosa! —susurró a la yegua en árabe.
El espectador bajó su manto y gritó
«¡Ya!». Los caballos salieron a la pista
abierta bajo la pálida luz de la luna.
El conde Belisario llegó al
hipódromo cuando corrían la cuarta
vuelta. Había venido con cincuenta
servidores a ejercitar a su propio
caballo. Se detuvo sobre su montura
cerca de la línea de salida y vio cómo
los dos corceles pasaban como un rayo,
galopando cabeza con cabeza. El
caballo del conde, cuatralbo y con la
cabeza blanca, de raza tracia, piafaba
impaciente.
—¿A qué se debe esta carrera? —
preguntó finalmente el conde.
Uno de sus soldados había estado
averiguándolo.
—Dos jóvenes ciudadanos —le
informó—. Uno de ellos alardea de que
los caballos árabes son más veloces que
los asiáticos. Es el que va sobre el
caballo tordo.
—Gracias —dijo el conde con
sequedad—. Sé distinguir un caballo
árabe de uno asiático.
Los dos corceles volvieron a pasar a
galope tendido. El tordo ahora llevaba
la delantera por un palmo.
—¿El jinete es ciudadano árabe? —
preguntó Belisario confundido—. Monta
como un sarraceno, con los estribos
cortos.
Nadie respondió. Al final de la pista
se podía ver el brillante contorno de la
yegua árabe que se alejaba del caballo
bayo, más oscuro. Estaba medio cuerpo
adelantado en el punto de retorno, un
cuerpo por delante al volver por la
pista, dos cuerpos al cruzar la línea y a
la séptima vuelta todo había terminado.
Juan frenó la yegua a un paso tranquilo,
palmeándole el cuello y susurrándole en
árabe:
—¡Mi belleza, mi tesoro! —Se
sentía transportado de felicidad.
—¡Lo conozco! —dijo Belisario—.
Es el primo de la emperatriz, el
secretario de Narsés. Lo conocí en una
cena en palacio hace unos meses.
—¿Es árabe? —preguntó uno de sus
partidarios—. Realmente monta como si
lo fuera.
—Es de algún lugar de por allí —
respondió Belisario, sin mucho interés.
Llevó a su propia montura a la pista y
volvió a detenerse—. Ahora recuerdo,
es de Beirut. El emperador comentó que
desconocía que la emperatriz tuviera
parientes en Beirut. —Se quedó mirando
atentamente el brillante caballo tordo,
que ahora caminaba a paso rápido por la
pista interior, con el bayo a su lado. No
era consciente de lo que sospechaba, del
deseo
de
descubrir
algo
que
desacreditara a la terrible y omnisciente
emperatriz, pero se detuvo por un
instante, frunciendo el ceño ante ellos—.
Supongo que fue Su Sagrada Majestad la
que le regaló el caballo. He oído decir
que ella ha hecho mucho por él: le ha
dado un trabajo, una casa de las
mejores, y hasta creo haberlo visto
también en el palco real con ella en las
carreras.
—Protege a su propia familia —
comentó su servidor.
Belisario le fulminó con la mirada.
—Así es. —«Protege al hijo de su
bastarda en el lecho de mi hija —se dijo
con amargura—. Mi hija, casándose con
el nieto de una prostituta y de Dios sabe
quién... ¡y con un muchacho dos años
menor que ella, además! Pero ¿qué
puedo hacer yo al respecto?
»Y ahora protege a este primo
desconocido de Beirut. ¿Por qué monta
como un sarraceno? ¿Y por qué nadie
jamás ha oído hablar de ese respetable
primo suyo, ese Diodoro? ¿Podría la
emperatriz decir que ese hombre es su
primo y derrochar favores en él aunque
no sea nada de eso?»
Echó un vistazo hacia sus
seguidores. «Veré si puedo averiguar
algo sobre este joven, de todos modos»,
pensó, e hizo señas a sus hombres.
—Illahi —llamó—, si ese jinete
realiza nuevamente el trayecto por la
pista, corre detrás de él y llámalo en
árabe. Intenta averiguar si conoce la
lengua y dile que yo recuerdo haberlo
visto y que me gustaría conversar con él.
Invítale a dar unas vueltas con nosotros.
En el extremo norte de la pista, los
dos caballos habían alcanzado la meta.
El bayo empezó a marchar a galope
corto, mientras su jinete sacudía el brazo
a guisa de despedida. La yegua árabe
seguía al paso. «Daré una última
vuelta», pensó Juan con satisfacción. En
la salida incitó a la yegua una vez más al
trote, a lo que Maleka estaba más que
deseosa.
Mientras daba la vuelta a la meta
sur, alguien detrás de él lo llamó en
árabe:
—¡Ey! ¡Tú, el del caballo tordo! —
un jinete sobre un caballo castrado color
castaño aminoró la marcha detrás de él.
El caballo era también árabe y el jinete
le sonrió bajo su turbante—. ¡La paz sea
contigo! —dijo el jinete en el árabe de
los sarracenos gasánidas—. Tienes una
yegua hermosa, una verdadera hija del
viento. He visto cómo vencías al griego.
¡Bien hecho!
Juan se echó a reír.
—¡La paz sea contigo! Estos griegos
pensaban que los caballos árabes eran
sólo hermosos. Creo que han aprendido
—respondió. Era maravilloso cabalgar
en un caballo espléndido y hablar su
propia lengua—. El tuyo es un hermoso
caballo también. ¿Eres de la tribu de
Ghassan?
El hombre sonrió, manteniendo firme
su caballo al lado del de Juan.
—De la tribu de Ghassan, del clan
de Rabbel. Me llamo Illahi. ¿Y tú?
—Me llamo Juan de... de Beirut. —
En este preciso momento recordó no
dejar lugar a dudas. No podía ser un
ciudadano de Bostra y de Beirut a la
vez, ni siquiera para un árabe que se
encontraba por casualidad en el
hipódromo.
—¿Beirut? ¡Eh!, yo estaba seguro de
que eras árabe. ¿Cómo es que hablas tan
bien el árabe, si eres del Líbano?
¡Tienes acento nabateo!
Juan sonrió.
—Mi niñera era árabe.
—¡Ah, pues es eso! Mi señor
Belisario me ha enviado a decirte que
recordaba haber conocido a un Juan de
Beirut en palacio y a invitarte a dar unas
vueltas con él, si tú eres realmente aquel
Juan. Allí está él, cerca de las puertas.
¿Vendrás a saludarlo?
—¡Belisario! —exclamó Juan. Miró
hacia el grupo que estaba al lado de las
puertas: una masa de soldados armados
montados en sus altos caballos con la
luz de la luna reflejada sobre sus cascos
y frente a ellos un hombre con un manto
blanco bañado por la luz tenue. Juan,
sorprendido, se sentía honrado y a la vez
nerviosamente
incómodo—.
¡Por
supuesto! —dijo a Illahi.
El conde Belisario, jinete sobre su
corcel y rodeado de sus seguidores en el
hipódromo bajo la luz de la luna, era un
hombre absolutamente diferente del
conde Belisario abatido e inquieto en la
cena de la emperatriz. Estaba sentado
orgullosamente sobre su caballo en su
silla; la empuñadura de la espada y el
arnés del caballo lanzaban destellos de
luna blanca. Su dura y firme expresión
estalló en una sonrisa inquieta.
—Se trata de Juan de Beirut,
¿verdad? —dijo—. No estábamos
seguros, al ver a un jinete que montaba
tan parecido a un sarraceno.
—No hay tal sarraceno, Eminencia,
y me siento muy honrado de que me
recuerdes —contestó Juan inclinándose
en su montura.
Belisario respondió con un gesto de
cabeza. Volvió su brioso caballo hacia
la pista interior, comenzando un trote,
invitando a Juan a seguirlo con un gesto.
Maleka estiró las orejas hacia atrás,
cansada de dar vueltas y más vueltas en
el frío de la noche. «Sólo una o dos más
—le prometió Juan en silencio—.
¡Después de todo, se trata de Belisario!»
—Tú trabajas para Narsés, ¿no es
cierto? —preguntó el conde—. ¿Cómo
te van las cosas allí?
—Es un trabajo muy interesante,
honorable señor —respondió Juan con
cautela—. Y estoy muy contento de
desempeñarlo. Aunque es agradable
salir a caballo de vez en cuando.
—Es una hermosa yegua, sin duda
—respondió el conde con admiración—.
¿Qué es, de la línea tanuj?
—Sí, Excelencia —asintió Juan,
nerviosamente complacido de que el
famoso general supiera aquello.
—¿Te la dio la emperatriz? Eso es
lo que pensé; son difíciles de conseguir
para los ciudadanos corrientes. No hay
aquí la demanda que debería haber. Los
caballos más grandes son más
conocidos. Bien, tu prima Augusta
parece hacerte favores; eres afortunado.
—Ya lo creo, honorable señor. Le
estoy muy agradecido.
Belisario lo miró por un instante
para examinarlo y pensó: «Monta bien,
aunque muy parecido a un sarraceno,
con las rodillas arriba y sobre las
espaldas del caballo. No muy
conveniente si se intenta usar una lanza,
pero magnífico para un arquero. Sin
embargo, eso no tiene importancia ahora
para él. Es un joven apuesto, lo que
podría ser una imagen de la Augusta. O
no. No sojuzgar esas cosas. Y ¿qué le
puedo decir para averiguarlo? No se
está dejando ver demasiado».
—La Augusta es una mujer
excepcional —musitó, para pensar a
continuación: «Y eso es absolutamente
cierto. ¡Gracias a Dios! Si hubiera más
como ella, la raza humana quedaría
exterminada».
Juan sonrió.
—Todo el mundo es tan sensible a
eso como a tus logros, Eminencia.
«¡Oh, estupendo! —Belisario sonrió
atentamente—. Ya no eres el tímido y
reservado joven que eras en la cena.
Has aprendido que con tales adulaciones
conservarás el favor de la Augusta.» La
línea de salida se veía tenuemente en la
oscuridad y se acercaban nuevamente a
su turno. «¿Qué puedo decir ahora?»
—¿Añoras Beirut? —preguntó—.
¿Aún tienes familia allí?
—No, gracioso señor. Murieron por
la peste. No, es difícil añorar algo que
ya no se desea.
—Cierto. —El conde siguió
andando un poco más en silencio,
maldiciéndose internamente. «Antonina
ya se sabría de memoria la vida de este
tipo y yo ¿qué es lo que consigo? "Sí,
honorable señor", "No, gracioso
señor"», pensó.
—¿Vuestra Eminencia va a volver a
Italia? —preguntó Juan. Tuvo que
animarse para hacer una pregunta a un
hombre que había sido su modelo de
gloria militar desde niño. La pregunta
llegó como un respiro.
—Quizás en la primavera —admitió
Belisario—. Quizás no hasta el otoño.
Tengo que reclutar algunos hombres
más, pues he perdido a muchos de mis
lanceros por la peste y en...
levantamientos internos este último
verano.
—Lamento oírlo —se quejó Juan
con muestras de disgusto. El conde le
devolvió una mirada sutil y Juan se
detuvo, confundido. «No le gusto —
pensó—, a causa de mi madre. ¿O acaso
me lo estoy imaginando? Si no le gusto,
¿por qué me invita a cabalgar con él?»
—¿Te gustaría tal vez ir a Italia? —
preguntó Belisario, intentando forzar una
nota de humor—. ¡Necesito oficiales!
Juan le dirigió una sonrisa cauta.
«¿Por qué me dice esto? —se preguntó
—. No se imagina ni por un momento
cuánto me gustaría aceptar.»
—Un ofrecimiento así, de parte de
Vuestra Eminencia, es un gran honor.
Pero por supuesto tengo obligaciones
para con el ilustrísimo Narsés y para
con mi graciosa patrona.
—Por supuesto. —Belisario le
dirigió una sonrisa inescrutable y agregó
para su capote: «Está bien, por supuesto
los de tu clase nunca quieren ganar por
medio de una lucha honesta lo que
pueden obtener adulando a una
emperatriz».
Habían alcanzado la meta del norte,
cerca de la Puerta Grande, y Juan detuvo
la yegua. Belisario frenó su propio
caballo y todos sus servidores se
detuvieron inmediatamente, cincuenta
caballos súbitamente detenidos como
troncos. Juan se inclinó respetuosamente
hacia el conde.
—Ruego a Vuestra Eminencia que
me permita retirarme —dijo en tono
formal—. Mi yegua está cansada y la
noche está fría. Debo llevarla a su
establo.
—Por
supuesto
—concedió
Belisario—. ¡Salud!
Cuando el joven se hubo retirado,
Belisario espoleó a su montura y
cabalgó tres veces alrededor del
circuito tan rápido como pudo. Volvió a
frenar y llamó a Illahi con un gesto de
cabeza.
—¿Hablaba árabe? —le preguntó.
El sarraceno se encogió de hombros.
—Con fluidez. Pero como un
nabateo, no como un sarraceno: no es de
mi tribu. Dijo que había tenido una
niñera árabe.
Belisario maldecía en su interior.
—Probablemente eso no signifique
nada —sentenció en voz alta. Y además,
¿qué pasaría si hubiera algún engaño
aquí, alguna intriga por parte de la
emperatriz?
Antonina podría arreglárselas para
averiguarlo, su brillante, hermosa,
sensual, astuta, falsa y desleal Antonina.
Su esposa, mayor que él, que lo había
hecho quedar como un tonto a los ojos
de todo el mundo con un hombre más
joven, con la connivencia de la
emperatriz. Se imaginó la imagen de
Teodora, sentada en su trono cubierto de
púrpura y sonriendo con sus ojos
entreabiertos. «¡Esa prostituta, esa
mujerzuela, ese monstruo sucio y
antinatural!
—pensó,
mascullando
calladamente las palabras con un odio
ya hastiado del silencio y la frustración
—. ¡Oh, Dios, ojalá hubiera salido bien
lo de este verano! Pero no habría
ocurrido, aunque mi señor hubiera
muerto. Ella lo averiguó. Siempre lo
averigua todo.
»Bueno, veré lo que puedo averiguar
por mi cuenta. Pagaré a algunos hombres
para que vayan a Beirut e investiguen
sobre este Juan; pagaré para que
husmeen por las casas de fieras y los
teatros de Constantinopla, a ver si este
primo de la emperatriz ha existido
alguna vez. Y conseguiré que Antonina
me ayude. Teodora será su gran amiga,
pero ella no quiere que nuestra hija se
case con el hijo de la bastarda de la
emperatriz, al menos mientras el hijo de
Germano, Justino, esté aún soltero. A
ella le gustaría que nuestra hija se
casara con un emperador.
»¿Y por qué no? —se preguntó,
haciendo trotar al caballo por última vez
alrededor del hipódromo—. Yo soy el
que ganó las batallas de Justiniano para
él. Yo soy el que trajo dos reyes
cautivos, yo soy aquel a quien todo el
mundo respeta. Juré lealtad al
emperador y mantendré mi juramento,
pero nadie puede decir que mi hija no
merece llevar la púrpura.»
—¿Sabes,
Baco?
—musitó
Diomedes a su compañero a la mañana
siguiente—, el amigo Beirut no es tan
malo después de todo.
Los dos jóvenes estaban solos en la
oficina interior. El chambelán mantenía
una entrevista con el señor de las
oficinas para fijar las audiencias de la
semana y Juan, como siempre, tomaba
notas.
—¿Qué quieres decir con eso? —
preguntó Sergio ásperamente, mientras
removía su tintero.
—Me lo encontré anoche en el
hipódromo. Corrí una carrera con él.
Tiene un caballo nuevo, una verdadera
joya, rápido como un pájaro, y sabe
cómo montarlo. Me venció con mi
Conquistador y eso no es fácil.
—¡Tú crees que la habilidad para
montar a caballo otorga distinción
moral! —respondió Sergio—. Beirut es
el hijo de un empleado de una ciudad
que ha llegado más alto de lo que le
corresponde. Habría que cortarle las
alas.
—Bien, tú eres el hijo de un
cambista que no vuela tan alto como
quisiera —replicó Diomedes, molesto
—. Ten confianza en Beirut: aprende de
prisa.
Sergio pensó: «Demasiado de prisa.
Durante meses creí que podría
manipularlo, obtener algún beneficio de
sus contactos. Yo conocía el trabajo,
conocía a la gente y él lo ignoraba todo.
Ahora él sabe más que yo y no creo que
jamás me haya apreciado más de lo que
yo le aprecio. Siempre se las ha
arreglado para evitar presentarme a su
protectora. Ocurre lo mismo con
cualquiera que intenta aprovecharse de
él: se escurre el viejo evasivo Juan
Beirut. Sólo acepta los sobornos que
todos esperan que acepte y sólo da
precisamente lo que se espera a cambio.
Nadie se le puede acercar. Cuando uno
cree que le está haciendo un favor, falta
que se dé la vuelta para ver que ya se
las ha arreglado para devolver el favor
y así ya no debe nada, ningún servicio,
ninguna atadura. En un año ascenderá a
algún cargo importante y yo no obtendré
ni
siquiera
una
palabra
de
recomendación para el Ilustrísimo para
ocupar el puesto vacante. ¡Maldito sea!
Ojalá pudiera bajarle los humos».
Mordió amargado la punta de su
pluma.
—¡Tú y tus malditos caballos! —le
dijo con disgusto a Diomedes—. Es lo
único en que piensas.
IV - Los archivos de
la prefectura
Pocas semanas después, en la
oficina exterior, Juan se sentó a
transcribir las notas y se encontró
mirando perplejo las abreviaturas de sus
tabletas: m. off., m. scr. mem., c. s. larg.
Magister officiorum, magister scrinii
memoriae,
comes
sacrarum
largitionum, leyó.
—¡Anastasio! —llamó—, tú sabes
latín, ¿verdad?
—Es necesario saber latín en una
oficina —replicó el viejo escriba con
cierto remilgo, arrastrando un archivo y
etiquetándolo.
—Ya veo por qué —dijo Juan con
pesar.
Anastasio levantó la vista hacia su
amigo y sonrió. Juan le devolvió la
sonrisa. Sentía una considerable
simpatía por el viejo desde que se
enteró de que era bastardo. El hecho de
estar cerca había derivado a una
familiaridad jocosa, más cercana a la
amistad que cualquier otro contacto que
Juan tuviera en aquella peligrosa ciudad.
—¿Podrías enseñarme latín? —le
preguntó.
—¿Enseñarte latín? Hay mucha gente
que te podría enseñar.
—Sí, pero ¿podrías enseñarme tú? A
la hora de la comida, varias veces por
semana. Haré que tu tiempo valga la
pena.
Anastasio frunció los labios.
—Te aburrirás muchísimo cuando ya
no te quede nada por aprender, ¿verdad?
¿Cómo harás que mi tiempo valga la
pena?
—Convidándote a almorzar. Y
comprándote una túnica nueva; llevas
puesta esa vieja desde que te conozco.
Supongo que no te importa.
Anastasio sacudió la cabeza,
sonriente, y puso el archivo listo en el
estante.
Juan miró hacia la fila de estantes
que todavía esperaban, cada uno
etiquetado con un nombre o codicilos
que indicaban a quién correspondía y a
dónde debía ser devuelto.
—Ya sé, ¿qué te parece un nuevo
archivador?
—sugirió—.
¿Acaso
madera de cedro y oro serían
suficientemente buenos para los objetos
sagrados?
Anastasio suspiró.
—El almuerzo sí lo sería.
—¿Un archivador de comida? ¿Estás
seguro? El viejo dio el largo suspiro
típico de su risa habitual.
—¡Santo Dios! —comenzó, para
luego interrumpirse. Había llegado
alguien a la oficina. Se sentó en su
escritorio y comenzó a revisar una nota
sobre lo que debería contener el
siguiente
archivo.
Juan
miró
inquisitivamente al visitante.
Era una mujer, una joven que lucía
un manto negro. Un gorro también negro
ajustado a la cabeza le cubría el cabello
y un pliegue del manto le pasaba por
encima a guisa de capucha. De rostro
redondo, suave e infantil y el cutis,
pálido y con pecas, a excepción de la
pequeña mano que sostenía el manto, el
resto del cuerpo permanecía cubierto.
La seguían tres asistentes: una mujer
mayor y dos hombres armados. Juan
pensó: «Guardaespaldas y dueña. Debe
de ser una viuda rica. Es joven para
serlo; evidentemente tiene menos de
veinte años y no parece tener más de
diecisiete».
—¿Puedo ayudarte? —preguntó
cortésmente.
—Quiero ver a Narsés —respondió
con voz discordante y nasal—. Y al
emperador. Pero a Narsés primero.
Anastasio lanzó un bufido. Era
extremadamente inapropiado referirse al
chambelán del emperador por su
nombre.
—¿Tienes cita con él? —preguntó
Juan, sabiendo perfectamente que no la
tenía. Esa mañana no había ninguna
mujer registrada en el libro de citas.
—No —respondió mientras lo
observaba fríamente.
Sus ojos no concordaban con la cara
suave e infantil: ojos estrechos y
perspicaces, entornados y de un inusual
castaño claro con tintes anaranjados.
—Puedes ponerme en tu libro para
ahora mismo: Eufemia, hija del
ilustrísimo patricio Juan de Cesarea,
ciudad de Capadocia. He venido a tratar
sobre los archivos de mi padre.
A Anastasio se le cayó el archivo,
miró atentamente a la joven y se
apresuró a recoger los pedacitos de
pergamino del suelo. «¿Hija de Juan de
Cesarea de Capadocia? —pensó Juan;
luego comprendió—: Hija de Juan el
Capadocio. La que fue cómplice de la
caída de su padre.»
—Discúlpame un instante —
murmuró Juan al tiempo que miraba el
libro. Narsés tenía que ver esa mañana a
dos senadores, a un jefe bárbaro, a un
pretendiente al trono persa y a un
obispo. ¿Cómo podría intercalar a la
hija de un prefecto pretorio caído en
desgracia?—. No sé si podremos
arreglarlo para esta mañana. ¿Quizás
alguna mañana de la semana que viene?
—¡Lo veré ahora, o no lo veré
nunca! —exclamó Eufemia—. Dile que
es por los archivos y me recibirá.
Juan le sonrió cortésmente.
—Su Ilustrísima es un hombre
extremadamente ocupado. Es costumbre
que incluso los personajes de más alto
rango concierten una audiencia.
Anastasio se retorcía en su asiento,
intentando que Juan lo mirara.
—Olvídate de tanta palabrería —
replicó la muchacha, enfadada—. Ve a
decirle a tu señor que estoy aquí y que
no pretendo quedarme hablando con un
mequetrefe, un empleaducho en la
oficina de un ayudante de cámara
presuntuoso. Serás castigado si no me
dejas pasar. ¡Mira aquí! —Dejó caer
despectivamente sobre el escritorio una
bolsa repleta. Juan ya se había
enfrentado antes a abusos y sobornos,
aunque no al mismo tiempo, por lo que
le dirigió una sonrisa gélida sin tocar el
dinero.
Anastasio tosió forzadamente, se
inclinó hacia él y le susurró:
—¡Déjala pasar! —Juan lo miró
perplejo; el escriba por lo general
defendía muy cuidadosamente la
dignidad y las prerrogativas de Narsés y
no se sabía que hubiera dejado pasar
una referencia tan despreciativa hacia su
superior, aunque Juan era una presa fácil
—. ¡Es sobre los archivos! —explicó en
un susurro ronco y, cuando vio que esto
nada le decía a Juan, continuó—: Los
archivos que su padre tomó de la
prefectura, que se perdieron cuando él
fue arrestado y que desde entonces no se
encuentran. Las listas tributarias están en
un caos absoluto. ¡Quizás ella sepa
dónde se encuentran!
Juan titubeó, pero finalmente dirigió
otra sonrisa de compromiso a la joven.
—Le diré a Su Ilustrísima que estás
aquí —y fue presto a la puerta de la
oficina interior.
Narsés indicaba a uno de los
senadores dónde archivar una demanda,
recientemente
reescrita
por
el
emperador, de la resolución de un litigio
sobre la responsabilidad de algunos
campesinos de una de las fincas del
senador en las solicitudes de transporte.
Al ver entrar a Juan, interrumpió los
comentarios del senador con un gesto.
—¿Sí? —preguntó amablemente.
—Aquí hay una joven que afirma ser
la hija de Juan el Capadocio, y ha
venido para hablar acerca de unos
archivos; desea verte al instante.
—¡Ah, sí! —Narsés echó un vistazo
al montón de documentos que había
sobre la mesa y se dispuso a guardarlos
cuidadosamente en el archivo—.
Lamento
muchísimo
importunarte,
Excelencia —dijo al senador—, pero
estos archivos han sido para la
prefectura pretoria lo que fue la manzana
de la discordia para Troya, y me
reprocharían por todos lados que
perdiera cualquier oportunidad de
seguirles el rastro. Si llevas esto al
empleado de la oficina exterior,
registrará para ti los documentos con sus
respectivos favores. Estimado Juan,
¿podrías buscar tus tablillas? Quiero
que tomes nota de esto.
Juan juntó sus tablillas, sostuvo la
puerta para el senador, la sostuvo (con
cierta desgana) para la hija del
Capadocio y su dueña y las siguió hasta
dentro. Narsés se había levantado para
saludarla e hizo una reverencia precisa y
llena de gracia.
—Virtuosísima Eufemia —exclamó
Narsés con cortesía—, estoy a tu
servicio.
—Narsés —respondió la joven con
voz áspera y apagada—, no digas
tonterías. ¿Podemos ir a algún lugar más
tranquilo? No quiero hablar delante de
toda tu oficina.
Narsés enarcó las cejas y señaló la
cortina púrpura hacia el fondo del salón.
—¿Tienes alguna objeción acerca de
que mi secretario tome notas?
—No,
¡pero
que
sean
confidenciales! —replicó mientras se
abría paso entre las cortinas.
Había una pequeña antesala
inmediatamente después del corredor,
adonde Narsés acompañó a la joven y a
su asistente, les ofreció asientos en un
diván y se sentó él mismo en otro con
eterna expresión de cortés curiosidad.
Juan tomó asiento en el taburete del
rincón y preparó sus tablillas.
—He venido a hablar de los
archivos —dijo Eufemia.
Narsés asintió, esperando.
—Recibí una carta de mi padre,
desde Egipto. En ella me dice dónde
estarán probablemente. He destruido la
carta, pero te diré lo que decía si retiras
los cargos contra él, lo excarcelas y
permites que vuelva a Cízico.
Narsés suspiró y juntó los dedos en
forma de cúpula.
—¿Crees que puedo sacar a tu padre
de la cárcel de Egipto? —preguntó.
—Tú, no. El emperador, sí. Quiero
que me consigas una audiencia y que
recomiendes mi petición al emperador.
El te escuchará.
El chambelán volvió a suspirar.
—Mi querida niña, tu padre está
acusado de tramar el asesinato de un
obispo; el hecho de que también se haya
apropiado de unos archivos cuando
ocupaba su cargo difícilmente lo
ayudará a eludir las consecuencias de lo
que se le acusa.
—¡Es inocente! —interrumpió la
joven con vehemencia—. ¡Dios
inmortal, tú debes saber que es inocente!
Los cargos fueron urdidos por la
emperatriz maliciosamente. Siempre ha
odiado a mi padre.
Narsés hizo una mueca y echó una
rápida mirada a Juan.
—No escribas eso —ordenó.
—¡No tengo miedo de decir la
verdad! —declaró Eufemia aún con más
vehemencia—. Todo el mundo en Cízico
odiaba al arzobispo; ya habían
solicitado al emperador que lo
destituyera. Y los dos hombres que lo
asesinaron fueron declarados culpables;
no tienen nada que ver con mi padre.
Narsés levantó un dedo a modo de
advertencia.
—Eran conocidos de tu padre. Y uno
de ellos insiste en que tu padre les pagó
setenta solidi para que se encargaran del
asesinato.
—Dijo eso después de que los
hombres de Teodora lo torturaran.
Narsés movió la cabeza.
—Lo confesó cuando fue arrestado.
Su amigo lo negó. Ambos fueron
torturados; ambos persistieron en sus
relatos, acusando uno y negando otro.
Están ambos en prisión y sus carceleros
esperan que uno u otro cambie de idea.
Mientras que eso no ocurra, tu padre
está necesariamente bajo sospecha y no
puede ser repuesto en Cízico. —El
chambelán hizo una ligera pausa para
proseguir con mayor calma—. Su
posición en Egipto, por supuesto, se
podría mejorar. Creo que actualmente
está detenido en una fortaleza de
legionarios en Antinoe en una habitación
reservada al efecto. Se le podría dar una
casa privada en la ciudad y permitírsele
que se mueva libremente por el distrito.
Y tal vez sería posible permitirle el uso
de sus pertenencias mientras el asunto
no se decida. Tú ciertamente podrías
solicitarlo ante mi señor.
La joven se enfureció.
—He picado demasiado bajo,
¿verdad? —preguntó con amargura—. Si
hubiera empezado pidiendo que mi
padre fuera restituido, te habrías
contentado con negociar que se retiraran
los cargos contra él.
Narsés sacudió la cabeza.
—Mi querida niña, no es fácil
retirar tranquilamente los cargos de
haber asesinado a un obispo. Es
particularmente difícil cuando se sabe
que el obispo se inclinaba por una secta
teológica rival de la que sigue mi señor
Justiniano Augusto. Otorgar a tu padre
una amnistía dañaría la posición de mi
señor con las iglesias del este,
justamente cuando intenta llegar a un
acuerdo con ellas. Yo no podría, en
conciencia,
recomendar
eso
al
emperador.
Eufemia permaneció quieta un
instante
mientras
atravesaba
al
chambelán con la mirada.
—¡Maldito seas! —dijo por fin—.
Siempre has odiado a mi padre, ¿no es
cierto? Envidioso, como los demás. ¿O
quizás sólo esperas ocupar su puesto de
prefecto?
Narsés la miró, impasible, y la fría
mirada de la joven titubeó.
—No creo que tu discreción haya
creído la acusación que acabas de hacer
—dijo después de un rato—. Yo soy el
esclavo del Augusto. No tengo más
enemigos que los suyos y deseo que él
no tenga ninguno.
—¿Quieres los archivos o no? —le
espetó Eufemia dando una palmada al
brazo del diván.
—Eres absolutamente consciente de
que el personal de la prefectura pretoria
anhela esos archivos, pero yo no puedo
recomendar a mi señor que sean
retirados los cargos contra tu padre.
—¿Cuánto necesitas para cambiar de
idea?
Narsés sonrió.
—Yo no vendo mis consejos a mi
señor.
—¿Por cuánto te compró él si se
puede saber? —preguntó la joven llena
de malicia.
La sonrisa de Narsés desapareció.
—Fui comprado inicialmente por
sesenta y nueve solidi, pero eso fue hace
mucho tiempo y durante el reinado de
otro emperador.
Para sorpresa de Juan, la joven se
ruborizó y bajó la mirada.
—Lo... lo siento —balbuceó—. Yo
no quise decir...
—No estoy ofendido. Mi querida
niña, permíteme aconsejarte... gratis.
Justiniano Augusto aprecia a tu padre, y
se siente aún en deuda con él. Si
solicitas humildemente en nombre de tu
padre que se le permita hacer uso de su
dinero y una reclusión más llevadera, es
muy probable que el señor esté de
acuerdo. Yo no te aconsejo que hagas
ninguna mención de los archivos, ni que
intentes utilizarlos como parte de un
trato. Su desaparición causó una gran
consternación, y nombrarlos sólo
despertaría viejos resentimientos. Serían
mucho más efectivos si fueran devueltos
como
un
gesto
gracioso
de
agradecimiento por un favor ya
otorgado. Puedes decirle a tu padre que
yo te he dicho esto. ¿Deseas que te dé
una cita para una audiencia?
La joven bajó la mirada en tanto
abría y cerraba las manos en su regazo.
—No —musitó tras un momento de
vacilación—. No ahora. —Al levantar
la mirada, Juan vio que estaba llorando
—. Tengo que pensar primero en tu
consejo.
—De todos modos, si quieres que te
concierte una entrevista, simplemente
envía una nota y procuraré que se haga.
¿Es todo?
Juan acompañó a la joven de vuelta
a través de las oficinas. En la oficina
exterior vio que el dinero que ella le
había ofrecido estaba aún sobre su
escritorio. Él lo recogió y se lo
devolvió. Ella lo contempló por un
instante, sorprendida, parpadeando, y
volvió a ruborizarse.
—¡No quiero tu inmundo dinero! —
le espetó.
—Es tu inmundo dinero —replicó
Juan—. Y no se acostumbra a sobornar
cuando se intenta amenazar.
—Veo que eres un experto en estos
menesteres, ¿verdad? —le espetó
mientras le arrebataba la bolsa para
ocultarla bajo el manto; se encogió de
hombros y salió a grandes zancadas del
salón.
Juan se quedó mirándola.
—Verdadera hija de su padre —
señaló Anastasio—. Eufemia no es un
buen nombre para ella: «bien hablada»
no es, precisamente.
Juan asintió.
—¿Disfemia?
¿Blasfemia?
—
sugirió.
Anastasio suspiró.
—El último es un poco fuerte.
Juan sonrió y echó un vistazo a sus
tablillas. «No dirías eso si pudieras leer
esto», pensó. Volvió a la oficina interior.
Narsés, sentado a su escritorio, no
trabajaba sino que miraba pensativo
hacia el icono de la pared. Se oía el
rasgar de las plumas de Sergio y
Diomedes.
—Supongo que no debo transcribir
ninguna referencia similar a la que me
has hecho borrar —susurró Juan.
Narsés asintió sin mirar a su
subordinado.
—Arréglalo. Tú sabes cómo
hacerlo. —Juan se quedó de pie donde
estaba, observando al chambelán, y el
eunuco finalmente miró a su alrededor
cruzándose las miradas. Suspiró, unió
las yemas de los dedos en forma de
cúpula y apoyó la mejilla en ellos—. La
muchacha es aún muy joven —dijo
dulcemente—. Ella quiere a su padre,
que a su vez la idolatra. Ha sufrido
muchísimo desde su desgracia, y su
arresto este verano no fue manejado...
con el tacto que debiera haberse hecho.
Es comprensible que hable con tal
vehemencia.
«Eso es comprensible, quizá, pero
eso no la disculpa de haberme insultado
a mí y de haberte tratado a ti como a un
esclavo», pensó Juan. Al recordar
después la historia de Sergio sobre la
caída del Capadocio, se preguntó si eso
la disculpaba o no.
—Muy bien.
Miró a Narsés unos breves instantes:
la cara del chambelán permanecía
impasible, distante.
—¿Sí? ¿Algo más? —preguntó el
eunuco.
—Nada..., sólo que sesenta y nueve
solidi no parece ser mucho dinero.
El rostro se distendió en una sonrisa
melancólica.
—¡Ah!, pero lo era en su época.
Suficiente para comprar un clan entero
de armenios pobres, con ganado y todo.
Deberías hacer pasar al siguiente de la
lista o se ofenderá.
Una semana después, cuando el
emperador Justiniano revisaba las
audiencias del día con su chambelán,
vio que Eufemia, hija de Juan, estaba
entre los primeros de la lista. Colocó el
pergamino en la cama y frunció el ceño
al mirarlo. El emperador estaba con el
cabello mojado y sin afeitar, recién
salido del baño y cubierto sólo con una
toalla. Narsés estaba de pie detrás de él,
sosteniendo un libro de notas en una
mano y en la otra la túnica del
emperador. Una de las primeras tareas
de cualquier chambelán era ayudar a
vestir a su señor y seguía siendo
responsabilidad del jefe de personal de
la corte del emperador. El orden de las
tareas del día generalmente se fijaba en
esos encuentros.
—Ésa es la hija del Capadocio,
¿verdad? —preguntó el emperador a
Narsés—. ¿Qué quiere?
El eunuco dibujó su usual sonrisa
poco comprometedora.
—Pide a Tu Sagrada Caridad por su
padre. —El emperador asintió con
impaciencia y levantó los brazos para
ponerse la túnica; Narsés la deslizó
sobre su cabeza, mientras continuaba
con la información—. Desea que
ordenes que se le asigne una casa
particular dentro de la ciudad donde esté
encerrado y que se le permita usar
libremente su dinero mientras se
investigan los cargos. Es una hija muy
fiel y le apena que su padre esté
encarcelado.
—Bien, eso es razonable —dijo
Justiniano, aliviado, y se quedó quieto
para que el chambelán pudiera sujetar la
túnica—. Yo temía que quisiera que se
le retiraran los cargos. Estaré
complacido de hacer por el pobre
hombre lo que pueda: fue un excelente
prefecto pretorio. Pienso que, sea lo que
sea lo que haya hecho, ya ha expiado su
culpa... aunque no estén de acuerdo con
ello los obispos monofisitas que piden a
gritos su cabeza. Veré a la joven en
privado en la sala de recepción de
Triklinos y así se lo diré.
Narsés asintió e hizo una nota al
lado del nombre. Levantó la pesada
túnica con brocado de oro y enderezó
los pliegues con cuidado. El emperador
echó un vistazo a los otros nombres de
la lista y finalmente la apartó.
—Y hablando de Juan... —comenzó.
El eunuco se detuvo para prestar
atención.
—Ayer por la mañana me encontré
con tu secretario, el primo de mi esposa,
desayunando con ella —dijo Justiniano.
Su voz, con tono indiferente,
insinuaba
cierto
sentimiento.
«¿Sospecha?».
—¿Cómo se desenvuelve estos días?
—Es extremadamente eficiente,
señor —respondió Narsés—. Muy
competente, muy inteligente, muy
trabajador. A mi entera satisfacción.
Justiniano gruñó.
—Mi esposa parece invitarle a
desayunar con frecuencia.
«Sospechas y celos —pensó Narsés
—. Santa María, ¡alcanzan hasta a los
mejores!» Sonrió con cautela.
—Es su primo, señor. La sagrada
Augusta siempre ha ayudado a los
miembros de su propia familia, deseosa
de mejorar su situación.
—Sí, pero... —El emperador se
mordió el labio para no seguir. Echó una
ojeada por la habitación y vio que no
había nadie que pudiera oírlo, excepto
su chambelán, así que continuó—:
Ciertamente... puedo entender que
intente promover a un primo, que le
encuentre trabajo, que le dé dinero o que
incluso le concierte un casamiento con
una heredera poderosa, pero que
continúe invitándole a desayunar o a que
la acompañe con tanta frecuencia, eso
no. ¿Por qué desea pasar tanto tiempo
con él?
—Él es un joven bastante agradable,
señor. Está agradecido por los favores
que ella le ha otorgado y nunca pide
más. No vende presentaciones a la
emperatriz ni abusa de su posición de
ninguna otra manera. Sabe darle el tipo
de halagos que a ella le gustan, sin
ninguna intención y sin esperar nada a
cambio, y la respeta. Ella disfruta en su
compañía.
—Supongo que es apuesto —musitó
Justiniano. El tono indiferente había
desaparecido y su voz sonaba áspera y
ruda.
Narsés se encogió de hombros.
—No soy quién para juzgar eso, tres
veces Augusto. Creo, sin embargo, que
los hombres altos y blancos son
considerados más atractivos que los
bajos y morenos. Y dudo que a la
emperatriz le preocupe demasiado el
aspecto de su primo.
—¿No lo crees así? —El emperador
miró a su chambelán con desconfianza.
—Mi querido señor, no creerás que
la sagrada Augusta siente un... cariño
inapropiado por este joven, ¿verdad? —
La voz de Narsés denotaba una compleja
mezcla de cariño y reproche.
—No. No, por supuesto que no.
Sólo... sólo que ella parece estar muy
encariñada con él. Y yo nunca supe que
tuviera parientes en Beirut.
—Considera esto por un momento,
señor. Juan es hijo de los parientes que
la rechazaron por considerarla indigna
de ellos, de los que le dieron con la
puerta en las narices, de los que la
despreciaron. Tú mismo sabes cómo la
piadosísima emperatriz aún sufre en sus
recuerdos los abusos que soportó en el
pasado. Pero ella se ha tomado la
cristianísima venganza de ayudar a este
hombre a base de poder y riqueza. Él es
agradecido y respetuoso y, siempre que
él la vea, deberá postrarse y saludarla
como señora. Con ello, anula el
recuerdo de su humillación sin herir a
nadie; y eso a ella le encanta. Le invitó
para gozar más de ese placer y cuando
él demostró no ser indigno de su
atención, ella se encariñó con él. Pero,
¿hay algún punto de comparación entre
ese cariño y el profundo afecto que
siente por Vuestra Majestad?
—No —repuso Justiniano, aliviado
—. Estoy absolutamente seguro de que
tienes razón, Narsés. Generalmente la
tienes, ¿verdad? —Sonrió y se puso la
túnica—. Sería un estúpido si
sospechara de mi Teodora —se le oyó
en el momento en que sacaba la cabeza
por el cuello de la túnica.
Narsés asintió y ató los cordones.
Ayudó a su señor con las medias de
púrpura y las sandalias enjoyadas y
tomó nota de los lugares y horas para las
diferentes ocupaciones, en apariencia
tan tranquilo y eficiente como siempre.
Por dentro estaba perturbado. «¡Santo
Dios, gracias por haberme hecho
eunuco! ¡Cuántos problemas puede
causar el amor! Aquí está Pedro Sabatio
Justiniano, Augusto, emperador, señor
del mundo, gótico, vandálico y todo lo
demás, hecho un lío y preocupado
porque su esposa invita a mi secretario a
desayunar. Podría averiguar muy
fácilmente si sus sospechas son
fundadas: tiene autoridad ilimitada y
puede contratar todos los espías que
quiera. En cambio, mira a su alrededor
antes de pronunciar una palabra, incluso
a mí, por temor a herir los sentimientos
de su esposa. Y hace bien en ser
prudente, porque la emperatriz se
ofendería si él la acusara (sin mencionar
el daño que le haría a Juan una sospecha
declarada). Bien, por ahora he logrado
calmar su inquietud. Pero cualquier otro
podrá provocarla de nuevo. Y
cualquiera puede ver lo mismo que ve el
señor: la señora favorece a Juan mucho
más abiertamente de lo que la prudencia
aconseja. Y alguno habrá que no deje de
pensar lo mismo que el señor. Tengo que
recordar decirle a la señora que debería
encontrarle una esposa a ese joven.»
Eufemia no hizo más que llegar
cuando fue recibida en audiencia por el
emperador; se limitó a atravesar la
oficina exterior con paso rápido y gélida
mirada. Pero antes de abandonar el
palacio, tuvo que esperar a que se
escribieran las cartas y se encontrara la
forma de liberar a su padre y sus
propiedades.
Narsés
le
enseñó
amablemente el principio de la tarea y,
apremiado por sus muchas entrevistas,
la dejó en la oficina exterior con Juan y
Anastasio.
—Vosotros podríais explicarle qué
es cada uno de los documentos y darle
una relación de todos ellos. Estoy
seguro de que le será sumamente útil.
Excelente Eufemia, ¡salud!
Eufemia miró a Juan fríamente y se
sentó en el banco al lado del escritorio,
cruzando las manos en el regazo. Su
dueña, que no había pronunciado
palabra en presencia de Juan, se sentó
cerca de ella, sacó un huso y una rueca y
comenzó a hacerla girar. Juan dirigió a
la joven su sonrisa estereotipada y
examinó el montón de documentos que
ya había reunido.
—¿Entiendes estos documentos? —
le preguntó, esperando una negativa
insultante.
—Por supuesto —le espetó—. Aún
necesitáis las cuentas del tesoro sobre
las propiedades. El valor de lo que se
me permita disponer debería ser de
alrededor de tres mil quinientas
cincuenta libras en oro.
Descubrió que ella tenía una cabeza
excelente para las cifras. Se sintió
desconcertado, pues no lo esperaba en
una joven. Tenía la mente clara, aguda y
crítica y sabía captar lo esencial de un
documento complicado al echarle una
ojeada, y hacer preguntas difíciles de
responder.
También
sospechaba
continuamente lo peor y, al parecer,
echaba la culpa de eso a Juan. Pasó casi
una hora (sin incluir el tiempo de las
interrupciones de los nuevos visitantes)
antes de completar la serie de
documentos y de dejarlos en orden ante
una Eufemia satisfecha a pesar suyo. Su
dueña, al ver el archivo completo, dejó
el huso y la rueca y se sentó esperando
impasible el momento de irse. Juan
contuvo un suspiro de profundo alivio.
Anastasio tosió.
—Respetadísima dama —sugirió
con gentileza—. Supongo que esos
archivos no...
—¿Qué archivos? —preguntó la hija
del Capadocio.
—Los archivos de la prefectura —
replicó el escriba—. Dijiste la primera
vez que viniste que...
—No hice la petición que tenía
intención de hacer —respondió la joven.
Pero dudaba, mirando fijamente a
Anastasio. Dirigió una rápida mirada a
Juan y después a su archivo con el ceño
fruncido—. Sería muy útil —dijo al
cabo de un rato, sin levantar la vista—
tener algún contacto con esta oficina.
Entonces sabría cuándo podría volver a
hacer la petición. Necesito saber qué
ocurre en la corte y no tengo modo de
averiguarlo. —Levantó la mirada,
clavándola directamente en Juan—.
Puede que me interese intercambiar
información con alguien que tenga
acceso a Sus Majestades y que sepa lo
que ocurre realmente.
—Eres totalmente libre de venir y
concertar una entrevista con el
ilustrísimo Narsés cuando quieras —
intervino Juan fríamente.
—¡Narsés me dirá «pequeña niña» y
me dará consejos siempre correctos que
no conducirán a ninguna parte! —replicó
Eufemia con impaciencia—. No me dirá
lo que deseo saber.
—Su Ilustrísima te ha tratado mucho
más generosamente de lo que... su
función lo permite —respondió Juan. El
modo en que iba a terminar la frase,
«más de lo que tú te mereces», quedó en
el aire, tácito pero no expresado. Las
mejillas de Eufemia no tardaron en
encenderse de rubor.
—Narsés quiere la información de
esos archivos —dijo—. Le gustará si tú
la puedes obtener. Toda la prefectura
pretoria bailará de alegría. Sería una
verdadera ramita de laurel para ti y algo
que pesará cuando desees una
promoción. —Tomó su archivo del
escritorio de Juan—. Si tú quisieras...
venir a mi casa mañana por la noche
después de tu trabajo, podríamos llegar
a un acuerdo.
—Mañana por la noche después del
trabajo iré a montar a caballo —
respondió Juan con aire distante.
—¡Bien, entonces, pasado mañana
por la noche! —le espetó—. Es una
oportunidad para ti, ¡piénsalo! —Se
levantó, se arregló el manto, dirigió a
Juan otra mirada gélida y se fue.
—¡Tendrías que encargarte de eso!
—musitó Anastasio tan pronto como ella
se hubo ido—. Pienso que hasta el
Ilustrísimo te lo recomendaría.
—¿Qué son exactamente esos
archivos? —preguntó Juan, disgustado.
—Las listas tributarias del último
censo de Mesopotamia, Osroena, Siria,
Palestina y Arabia. Tenerlos perdidos
deja en una situación caótica a la
administración
entera
de
esas
provincias.
Nadie
sabe
cuánto
corresponde a cada una.
—¡Las indicaciones del este estarán
fuera de fecha, de cualquier modo! —
adujo Juan—. Entre la guerra y la peste,
toda la cara del país habrá cambiado.
—Pero cuando hagan la nueva lista,
necesitarán los registros viejos —se
quejaba Anastasio—. Deben tener los
registros
viejos.
La
prefectura
probablemente no podrá trabajar sin sus
archivos.
—¡Oh, malditos seáis tú y tus
archivos! No me gusta esa mujer y no
quiero ir a venderle información.
—No especificó ningún tipo de
información. Puede que sólo quiera
confirmar los chismes de la corte —
insistía Anastasio—. ¿Y si hablaras con
Su Ilustrísima acerca del ofrecimiento?
Tengo amigos en la prefectura y sé los
dolores de cabeza que esos archivos
ocasionan.
Juan lanzó un gruñido y, exasperado,
miró atentamente al viejo escriba.
Anastasio lo miraba con una
incertidumbre que casi se volvió tímida
frente a la irritación de Juan. Era
incómodo., al tiempo que conmovedor,
ver al anciano en una actitud tan
humilde.
—Muy bien —dijo Juan después de
un rato—. Lo consultaré con Su
Ilustrísima y veré si lo considera
sensato.
—Gracias —respondió Anastasio, y
se volvió a sentar para arreglar otro
archivo. Juan maldijo por lo bajo y se
puso a trabajar en la pila de documentos
que esperaba sobre su escritorio.
Narsés aprobó el plan.
—Yo preferiría, por supuesto, que la
joven, simplemente, devolviera los
archivos a la prefectura y puedes
informarle que creo que eso es lo más
sensato. Pero si está decidida a negociar
con ellos supongo que ésta es una
manera bastante inofensiva de hacerlo.
Confío en tu discreción para no darle
ninguna información de importancia.
De acuerdo con esta sugerencia, dos
días después Juan se encaminó al barrio
donde vivía Eufemia.
Había pretendido, deliberadamente,
montar a Maleka antes de ir, pero era
una tarde fría de viento y lluvia, así que
solamente se sirvió de su caballo para
no ir a pie. Su esclavo, Jacobo, lo
seguía en un caballo asiático castrado,
muy robusto. El muchacho había
quedado
tan
desmesuradamente
impresionado por la carrera de su señor
que Juan le había comprado de su
bolsillo un caballo y habían acordado
que le enseñaría a montarlo. Los
caballos llevaban las orejas tiesas y las
cabezas erguidas bajo la helada lluvia,
mientras que los jinetes se cubrían con
los mantos y se frotaban las manos
ásperas.
Narsés había dicho a Juan que
Eufemia vivía en la antigua casa de su
padre, cerca del mercado Tauro, del
lado del Bósforo. El gran mercado
estaba casi desierto en el crepúsculo
lluvioso y los cascos de los caballos
resonaban con estruendo, produciendo
un eco sordo al pasar bajo el arco de
triunfo.
Algunas
antorchas
que
chisporroteaban frente a una mansión
arrojaban reflejos rojizos sobre los
adoquines húmedos de las calles. Lo
demás estaba todo gris.
—¡Mira a ver si averiguas dónde
está la casa! —ordenó Juan a su
sirviente. El mozalbete asintió y
atravesó el mercado al trote, buscando a
quién preguntar mientras Juan lo
esperaba al lado del arco de triunfo.
Temía la entrevista.
«No me gusta esta mujer», se dijo
nuevamente; pero otra vez se dio cuenta
de que su poca disposición hacia el
encuentro no se limitaba a un mero
disgusto. «Odia a la emperatriz, mi
madre», continuó, probándose a sí
mismo. No lo convencía. «Ella se vio
perjudicada por la emperatriz», admitió;
lo inundó una ola de dolor como una
ráfaga de luz, revelándole su posición en
aquella oscura noche lluviosa.
«Quiero amar a Teodora —pensó—,
y casi lo logro. Pero temo saber lo que
ella ha podido hacer. Es capaz de ser
cruel y le gusta saborear la venganza.
Eso está bien, dentro de ciertos
límites..., pero no sé cuáles son los
suyos. Y no quiero saberlos. Yo soy su
criatura ahora. Ella me rehizo y si ella
es una tirana, ¿qué soy yo... ?»
Jacobo volvió a atravesar la plaza a
medio galope.
—Segunda entrada a la derecha en la
tercera calle que va hacia el sur —gritó
—. Casi toda la casa está amurallada y
se alquila a gente del palacio, pero las
puertas de hierro son las de ella.
Juan asintió e hizo girar la cabeza de
Maleka hacia el sur.
La casa en realidad estaba frente al
mercado, era muy grande y fácil ver que
la parte elegida especialmente hacía
poco que había sido separada de la
parte posterior. Las grandes puertas de
hierro eran inconfundibles; Juan las
golpeó sin desmontar. Un perro se puso
a ladrar; al cabo de un rato, un viejo
alzó el pestillo de un ventanuco que
había junto a la entrada y lo miró con
recelo.
—¿Qué quieres? —le preguntó.
—Vengo a ver a la hija de Juan de
Capadocia. Soy el secretario del
Ilustrísimo Narsés, chambelán de Su
Sagrada Majestad.
El ventanuco se cerró y se abrió la
puerta incrustada en el portalón.
—Ha hablado de ti —dijo el viejo
—. Entra.
La puerta era demasiado pequeña
para entrar a caballo.
—¿Qué hago con mi yegua? —
preguntó Juan.
El hombre escupió, y miró con aire
fastidiado a los caballos y la puerta.
—Abriré el portalón —dijo por fin.
Las puertas estaban herrumbrosas
por la falta de uso y tuvieron que valerse
de los caballos para abrirlas. Del otro
lado había un patio de columnas
bordeado por un jardín con una fuente en
medio. El jardín se había convertido en
un amasijo de malas hierbas y abrojos y
la fuente tenía sólo unos centímetros de
agua verde. Juan hizo atar los caballos
al abrigo de la columnata y los cubrió
con unas mantas. Acompañado por el
viejo y seguido por su esclavo, entró en
la casa.
Era una casa magnífica, con escenas
urbanas o paisajes marinos pintados en
las paredes y con los suelos recubiertos
de mosaicos. Pero parecía tener muy
pocos muebles y olía a cerrado, aunque
todo estaba limpio. Hacía mucho frío.
Se la había dotado evidentemente de un
sistema de calefacción, pero no estaba
encendido así como tampoco ninguna de
las luces de las muchas lámparas de pie
junto a las que Juan pasó. No había
esclavos a la vista; los corredores se
hallaban vacíos y en silencio. Con una
vela de junco, el viejo condujo a Juan
por la planta baja, subieron unos
escalones y atravesaron otro corredor.
Al fondo, de una puerta lejana llegaba el
resplandor de una luz dorada. El viejo
golpeó la puerta dos veces.
—¿Quién es? —contestó la voz
familiar.
—-El caballero de palacio ha
llegado, señora —dijo el viejo—. De la
oficina del chambelán.
Hubo un momento de silencio y la
dueña de Eufemia abrió la puerta.
Saludó a Juan con un movimiento de
cabeza y se apartó. Juan entró.
Para su alivio, en esta habitación
hacía calor. Dos braseros de carbón, uno
a cada lado de la habitación, daban
calor y cuatro brazos de luz brillante
salían de una lámpara de pie totalmente
de madera. En un rincón se distinguía un
telar doble y una niña sentada en un
banco frente a él; otra mujer cerca de
ella hilaba y una tercera cardaba lana.
Un crío de meses dormía en una cuna a
sus pies.
«Están aquí todas las esclavas de la
casa —comprendió Juan—, porque aquí
hace calor. Los hombres probablemente
estén sentados en otra habitación de la
planta baja. No les alcanza para hacer
funcionar la calefacción, por lo que han
tenido que vender a los otros esclavos y
la mayor parte de los muebles para
pagar el mantenimiento de la casa
después de serle confiscado el dinero al
Capadocio.»
Eufemia estaba sentada en un diván
al lado del brasero, con un libro en el
regazo. Tenía el cabello castaño y lo
llevaba tirante y recogido. Le dirigió
una sonrisa maliciosa.
—Tú eres el experto en sobornos.
¡Bienvenido!
—Mi nombre es Juan —dijo con
total sequedad—. De Beirut.
Ella se encogió de hombros y
replicó:
—Tu esclavo puede volver abajo.
Caparán, llévalo a la cocina y dale algo
de beber.
Juan le hizo un gesto a Jacobo, para
que volviera con el viejo. La dueña de
Eufemia cerró la puerta. Sin decir
palabra, volvió a sentarse frente al telar
y se puso a tejer. No había otro diván en
la habitación, por lo que Juan se sentó
de mala gana en el extremo del de
Eufemia. «Le dan algo de beber a mi
esclavo, pero no a mí», pensó.
—¿Qué tipo de información te
interesaba negociar? —le preguntó.
—Vayamos al grano —agregó ella
dirigiéndole una sonrisa desagradable
—. Tengo los archivos que la prefectura
quiere, de modo que te dejaré copiarlos
a razón de varias páginas cada vez.
Pienso que podemos fijar la tarifa por
página en la entrega de un turno de la
lista de audiencias y más por otro tipo
de información útil
que daré
oportunamente.
—¿Qué más darás y por qué tipo de
información?
—Eso dependerá del tipo de
información. Sólo deseo los chismes
comunes: quién está dentro y quién no,
qué peticiones han sido otorgadas y las
de quiénes no, quién fue detenido por
corrupción y esas cosas. Y si tú puedes
contarme algo que yo necesite saber,
agregaré todo lo que yo piense que la
información vale. Seré justa.
—¿De verdad lo serás? —preguntó
Juan—. Tendré que confiar en eso,
¿verdad? El ilustrísimo Narsés te
recomienda que devuelvas los archivos
a la prefectura; dijo que sería lo más
sensato.
Eufemia se encogió de hombros.
—No los voy a entregar sin nada a
cambio. Además, voy a necesitar
información por un período de tiempo,
así que no puedo darte todos los
archivos a la vez. Pero seré justa.
—¿Qué pasa si la prefectura exige
que entregues los archivos? Después de
todo, tu padre se los robó.
Sus ojos se encendieron.
—¡No es cierto! Simplemente se los
había llevado a su casa para trabajar
cuando cayó en desgracia. Cuando
estábamos en Cízico la prefectura
escribió muchas veces preguntando qué
había ocurrido con los archivos, pero no
los teníamos allí y mi padre estaba tan
angustiado, tan afligido que no
recordada dónde los había puesto. Me
escribió para decirme que hacía sólo
algunos meses que lo recordaba.
—Pero él no sugirió devolverlos a
la prefectura.
Eufemia torció el gesto.
—Está encerrado en una celda de
una fortaleza de legionarios de Antinoe.
No tiene amigos en la ciudad y apenas
dispone de dinero suficiente para
conseguir comida con que mantenerse
vivo. —Hablaba como fuera de sí—.
Las cadenas que lo sujetan le producen
tales llagas en las muñecas, que su letra
es a duras penas legible. No, claro que
no sugirió devolver los archivos sin
nada a cambio. Pero tampoco sugirió
destruirlos. ¡Quiere salir! —suspiró
profundamente y prosiguió con más
calma—. Si la prefectura exige los
archivos, los archivos desaparecerán.
Eso es definitivo.
Juan suspiró.
—Muy bien. Primero necesitas la
lista de audiencias.
Sacó el estuche con la pluma y un
pergamino estrecho y escribió la lista
que figuraba en el libro esa mañana.
Eufemia la cogió con avidez, la leyó y
finalmente preguntó:
—¿Y qué hay de las novedades de la
corte? ¿Belisario ha regresado a Italia?
—No directamente. Viajará por
Tracia, intentando reunir algunos
hombres más. Se espera que llegue a
Italia hacia finales de verano.
—¿Es cierto que hay otra revuelta en
África?
Le hizo un interrogatorio exhaustivo
durante media hora. Aliviado, Juan se
dio cuenta de que no le pedía ninguna
información importante. Como Sergio,
sólo quería oír los comentarios a los que
él podía decir qué era verdad o no.
Finalmente, el torrente de preguntas
se detuvo y ella suspiró, satisfecha, y
guiñó el ojo a Juan. A la luz de la
lámpara sus ojos eran más oscuros, sin
el color naranja que tenían al sol.
—Ahora los archivos —propuso
Juan.
Ella asintió y cogió el gran libro
rojo encuadernado en cuero que tenía
apoyado en el otro brazo del diván.
«Debía de estar muy segura de que yo
vendría, para tenerlo preparado», pensó
Juan amargamente. Sin decir una
palabra, lo colocó abierto entre ambos
en el diván. Juan vio que se trataba del
censo de la provincia de Siria. Levantó
las tablillas y sacó la pluma del estuche
y rápidamente tomó nota de la
información en signos taquigráficos.
Cuando terminó la primera página miró
a Eufemia. Ella dio vuelta a la página y,
no bien hubo copiado toda la
información, volvió a darle la vuelta.
—Y eso será todo por ahora —
sentenció.
—¿Eso? ¿Cinco páginas? Parte de la
información no sirve para nada. Resulta
que ya sabía que el ayuntamiento de
Emesa cambió la tasación a causa de
una sequía.
Ella lo miró sorprendida.
—¿Cómo lo sabes?
—Yo era escriba municipal en
Beirut y conocía a algunos que habían
tenido tratos con gente de Emesa. —Las
noticias habían llegado a Bostra por la
ruta de las caravanas.
—¿De verdad? Pero... —Ella
dudaba; sospechaba algo—. ¿Cómo
puede haber alguien que pase de escriba
municipal en Beirut a secretario del
chambelán del emperador en dos años?
—Soy primo lejano de la Augusta —
dijo Juan—. Solicité ayuda a Su Sagrada
Majestad después de que mis padres
murieran de peste.
—¡Primo de la emperatriz! —Su
rostro se descompuso—. ¡Madre de
Dios! —Cerró el libro de un golpe y se
levantó de un salto. Sus esclavas
dejaron de trabajar y miraron
atentamente a Juan con miedo—. ¡Nunca
debí haberte invitado aquí! Has venido a
espiarme, ¿verdad? —exclamó con
rabia.
—Yo no espío a nadie —replicó
Juan exasperado—-. Tú me has invitado
aquí... y no creo que puedas decir que
estaba ansioso por venir. Vine sólo para
hacerles un favor a mis colegas. Nada
me importan los archivos de la
prefectura. Respecto a todas las
calumnias que has proferido contra la
Augusta —se puso de pie—, no las
denunciaré, si es eso lo que temes. Pero
estoy enormemente agradecido a Su
Serenidad y te agradecería que
mantuvieras la boca cerrada sobre ella.
Eufemia lo miró con asombro un
momento, muy pálida. Bajó la mirada y
se sonrojó.
—Tú no querías venir —admitió—,
de donde deduzco que no eres un espía.
—Se derrumbó en el diván—. Te iba a
pedir que volvieras la semana que viene
y me dieras más información —dijo la
muchacha, mirándolo—. Ahora...
Juan se encogió de hombros. Tomó
su cuaderno de notas.
—Invita a otro. A alguien de la
prefectura.
—No tienen acceso al emperador.
—Eufemia se frotó el rostro con
cansancio—. Supongo que en realidad
no importa quiénes sean tus parientes.
No hay nada que tú puedas contarle a la
emperatriz que ella aún no sepa. Y yo
necesito la información para mi padre...
Vuelve, pues, dentro de una semana.
—Quedo agradecido a tu graciosa
bondad —dijo Juan—. ¡Qué invitación
tan cortés! ¡Qué elegante gesto de
hospitalidad! Si el tiempo está un poco
mejor la semana que viene, creo que
preferiría entrenar a mi caballo, gracias.
—¡Por favor! —dijo Eufemia,
mirándolo con desesperación—. Siento
haber sido descortés, siento no haber
sido más hospitalaria. ¡Vuelve la semana
próxima, te lo ruego! —Le temblaba el
labio inferior y durante un terrible
instante él pensó que se echaría a llorar.
«Teme fallarle a su padre —comprendió
Juan—. Se lo imagina en la prisión,
confiando en que ella consiga
información que pueda ayudarlo. Y no
duda en humillarse ante mí para
conseguirla.» Se sintió incómodo y
asqueado.
—Muy bien, muy bien —dijo
apresuradamente—. Hasta la semana
que viene. ¡Salud!
Salió precipitadamente del salón y
volvió por los largos y fríos pasillos,
hasta que finalmente encontró a Jacobo
que se entretenía alegremente en la
cocina junto a la lumbre. Empujó al
muchacho bruscamente hacia los
caballos. El viejo abrió el chirriante
portalón. Volvieron cabalgando a través
de las oscuras calles bajo la fría e
intensa lluvia.
V - Revelaciones
Pocas semanas después, la tarde en
que Juan llevó a entrenar a Maleka al
hipódromo, notó a Jacobo inquieto y
preocupado. El muchacho era por lo
general un modelo de buen carácter,
alegre, charlatán, que se entusiasmaba
casi con cualquier cosa, pero en aquella
ocasión, aunque la tarde era clara y
luminosa y los caballos estaban
preparados para galopar, Jacobo se
quedó cabizbajo, apoyado en el cuello
de su corcel. Estaba abatido.
—¿Ocurre algo? —preguntó Juan
cuando salían de los establos—. ¿Estás
bien?
—Estoy bien —dijo Jacobo
secamente.
Juan se encogió de hombros y
siguieron adelante, saliendo de los
establos de palacio y atravesando la
Puerta de Bronce, el mercado Augusteo
y la Gran Puerta del hipódromo. La pista
de carreras estaba más abarrotada que
de costumbre.
—¿Listo para galopar? —preguntó
Juan.
Jacobo se animó, aunque no podía
controlar a su bayo si iba un poco más
ligero que al trote y tendía a perder los
estribos a medio galope, pero le
encantaba la velocidad y asintió
entusiasmado. Juan tocó los flancos de
Maleka y ésta se lanzó inmediatamente a
la carrera, deseosa de alcanzar a todo lo
que se le pusiera por delante. Juan la
retuvo, intentando vigilar a su esclavo.
Jacobo iba detrás dando tumbos, con los
ojos brillantes y sonriendo alegremente:
ya había perdido un estribo y las riendas
aleteaban locamente en el aire. Juan
sofrenó aún más a Maleka.
—¡Talones y manos abajo! —gritó;
Jacobo obediente bajó las manos y
metió las piernas para adentro. Asió las
crines del bayo y sonrió a Juan.
—¿Cómo he estado, señor?
—Mejor —dijo Juan generosamente,
recordando sus primeros meses a
caballo.
Dieron tres vueltas al circuito a
medio galope y al galope, luego dieron
cinco más al trote, antes de volver a los
establos. Una vez que el entusiasmo del
galope quedó atrás, Jacobo recobró su
aspecto intranquilo y lanzaba miradas
nerviosas a Juan. Al llegar a los
establos, el muchacho dijo de repente:
—Señor, hay algo que tengo que
decirte, pero mi padre dice que no
debería hacerlo.
—Deberías obedecer a tu padre —le
dijo Juan, repitiendo automáticamente
las palabras en las que había sido
educado.
—Sí, pero tú eres mi señor y
también el de él, ¿verdad? Entonces,
deberíamos obedecerte a ti primero.
Además, tú has sido maravillosamente
bueno al comprarme este caballo y
dejarme montarlo como un caballero.
Creo que no está bien no decírtelo.
Juan suspiró y desmontó. Tomó a la
yegua de la brida y le acarició el cuello.
—Dime, entonces, si piensas que
está mal no hacerlo.
Jacobo bajó con dificultad de su
cabalgadura.
—Es así, señor: un hombre me
ofreció ayer un solidus entero por
espiarte.
—¿Por espiarme? —Juan lo miró
fijamente, confundido y alarmado—.
¿Por qué? ¿Qué quería saber?
—Dijo que quería saberlo todo: a
dónde ibas, a quiénes veías, qué les
decías. Dijo que me daría el solidus
entero allí mismo y más después si yo
hacía las cosas bien. Le dije que se
fuera antes de que llamara a mi padre, y
se fue. Mi padre dijo que hice lo
correcto, pero que no te lo debería
contar porque tú te preocuparías y eso
traería problemas a toda la casa.
—¿Qué clase de hombre era? ¿Te
dijo su nombre?
—No. Era un hombre corriente. Ni
joven ni viejo, ni pobre ni rico. Vestía
buenas ropas, pero creo que eran de
segunda mano. Hablaba como un
constantinopolitano y tenía el cabello
claro, casi rubio. Creo que es esclavo
de alguien.
Juan se quedó quieto un instante con
el ceño fruncido. «¿Quién querrá
espiarme? —se preguntó—. ¿Quién me
estará espiando? Si intenta sobornar a
mis esclavos, puede haber logrado
sobornar a alguien más.»
—Jacobo, tu padre... Tú no crees
que se le haya acercado a tu padre, ¿o
sí?
Jacobo se sobresaltó.
—¡Oh, no, señor! Es decir, si se le
hubiera acercado, habría hecho lo
mismo que yo. Él siempre dice que
nunca puede esperarse nada bueno de un
esclavo que traiciona a su amo: es como
arrancar el techo de la propia casa. No,
sencillamente, no le gustan los
problemas, ni que los señores se
preocupen e intenten resolver los líos.
Por eso me dijo que no te lo contara.
—Bien, gracias por desobedecerle
—dijo Juan—. Si tengo un enemigo,
preferiría saberlo.
—Sí, señor. ¿Vas a decirle que te lo
conté?
Juan sonrió.
—No, si tú prefieres que no lo haga.
Juan se preguntaba mientras salía de
palacio, seguido por un Jacobo
reconfortado: «Pero, ¿quién querrá
espiarme, y por qué? ¿Acaso alguien
sospecha de mis orígenes? ¿O sólo me
he labrado un enemigo común?
¡Eufemia! ¿Espera saber algo de mi vida
para así conseguir chantajearme y
obtener más información de mí? ¿O
acaso... (y este pensamiento lo atravesó
como una puñalada) la emperatriz no
confía en mí? ¿Acaso teme que yo la
traicione o le traiga problemas? Pero
ella no necesita sobornar a nadie. Todos
mis esclavos son suyos; probablemente
aún obedecerían sus órdenes más que
las mías. ¿Quién, entonces? ¡Dios
Todopoderoso, odio esta ciudad!».
Se detuvo de pronto y alzó la mirada
a las titilantes estrellas de primavera
que brillaban sobre la gran masa de la
Puerta de Bronce. «Casi desearía estar
en Bostra. Yo era allí un bastardo, el
hijo de una prostituta allí, pero al menos
sabía cuál era mi sitio. No hay vuelta
atrás. "En el límite de la noche Orfeo
vio, perdió y mató a su Eurídice. "
Quizás Anastasio pueda decirme cómo
es en latín.» Suspiró y continuó su
camino a casa.
Unas semanas después Anastasio
llegó al trabajo todo colorado y tosiendo
y no paró en toda la mañana de revolver
los archivos con torpeza y dejarlos caer.
—¿Por qué no te vas a casa a
descansar? —preguntó Juan, exasperado
—. No estás bien.
—No me gusta quedarme en casa —
replicó Anastasio—. Lo único que hay
que hacer con un resfriado es no
prestarle atención. —Estornudó con
fuerza y se limpió la cara.
Se suponía que tenía que darle una
clase de latín ese mediodía y Juan llevó
puntualmente al viejo a una taberna (no a
la preferida de Sergio) y pidió algo de
comer. Pero Anastasio no tenía hambre.
—Sólo daremos la clase —anticipó
—. ¿De qué hablamos la última vez?
«Envío mis cuadernos al ministerio.»
Eso sería Mitto libellos officiae...
—Oh. Yo pensé que sería officio u
officiis —dijo Juan.
Anastasio parpadeó con sus ojos
inyectados en sangre.
—Sí —dijo después de un momento
—, así debería ser.
—¡Madre de Dios! —Juan pasó del
otro lado de la mesa y puso una mano
sobre la frente del escriba; ardía—.
¡Mira que eres testarudo! —dijo
enojado,
levantándose—.
Estás
demasiado enfermo para declinar
«ministerio» correctamente ¡y te sientas
aquí a hablar en latín! Vamos, vete a tu
casa. Anastasio no opuso resistencia
mientras Juan lo sacaba de la taberna,
pero se tropezó en el umbral y se quedó
mirando, confundido, la calle atestada
de gente. «Está demasiado enfermo para
llegar a su casa», pensó Juan.
—¿Queda lejos tu casa? —le
preguntó, tomándolo del brazo.
Quedaba aproximadamente a tres
kilómetros. El domicilio del escriba
resultó estar en el segundo piso de un
pequeño edificio cerca del Mercado del
Buey. Un esclavo tan viejo y canoso
como el propio Anastasio abrió la
puerta cuando Juan llamó. No pareció
sorprenderse al ver a su señor.
—Te dije que no estabas bien —dijo
el esclavo, retirando el brazo de
Anastasio del hombro de Juan—.
Gracias, señor. Lo llevaré a la cama.
—¿No debería llamar al médico? —
preguntó Juan desde la puerta, con
actitud vacilante.
—Es sólo fiebre —apostilló
Anastasio, intentando sosegarse con un
esfuerzo evidentemente doloroso—.
Estaré mejor dentro de un par de días.
Tú vuelve a la oficina, por favor..., y ten
cuidado con ese archivo de Prisco.
Juan volvió al palacio Magnaura y
encontró a Sergio sentado en la oficina
exterior, ante su propio escritorio. El
escriba revisaba algunos papeles, pero
los dejó inmediatamente cuando entró
Juan.
—¡Por fin has llegado! —comentó
—. ¿Dónde está Anastasio?
—Enfermo, en cama —respondió
Juan lacónicamente. La visión del rostro
oscuro y mofletudo de Sergio sobre sus
propios cuadernos le provocó una fuerte
cólera—. He tenido que llevarlo a su
casa. —Dio la vuelta al escritorio.
Sergio se levantó lentamente.
—Bien, le diré al ilustre Narsés que
has vuelto.
—Gracias.
—Juan
se
sentó
rápidamente y miró los documentos. Era
evidente que Sergio había estado
revisando no sólo los asuntos del día,
sino también los de hacía varias
semanas. Juan levantó la vista. Sergio se
limitó a sonreírle con aire displicente y
se fue muy despacio a la oficina interior.
Unos minutos después salió Narsés.
—¿Anastasio está enfermo? —
preguntó. Había una nota de genuina
preocupación en su aguda voz.
—Tiene fiebre. He tenido que
llevarlo a su casa.
—No será nada grave, supongo...
—Él dice que no. Sin embargo, yo
pienso volver por allí esta noche para
ver cómo sigue.
—Me parece bien. Gracias —dijo
Narsés con el ceño fruncido.
Permaneció
quieto
un
instante,
tamborileando con los dedos sobre el
escritorio de Juan, y finalmente le
dirigió su enigmática sonrisa y volvió a
la oficina interior.
Esa tarde Juan tenía uno de sus ya
regulares encuentros semanales con
Eufemia y llegó tarde a casa de
Anastasio. La muchacha lo trataba con
una formalidad fría y precisa, que a Juan
le parecía casi tan irritante como su
anterior desprecio. Antes de abordar
cualquier asunto le ofrecía comida y
bebida al tiempo que lo obsequiaba con
comentarios halagadores cargados de
títulos. Aunque Juan se había apresurado
para ir a casa de Eufemia directamente
desde Magnaura, ya casi había
oscurecido cuando se dispuso a salir.
Cuando las puertas de hierro se cerraron
tras él, Juan exhaló el suspiro de alivio,
ya tan característico en él después de los
encuentros, y dirigió a Maleka a medio
galope hacia el Mercado del Buey.
Fuera de la casa de Anastasio había
seis hombres armados, siete caballos y
una mula blanca. La noche era clara y
cálida. Cuatro de los hombres estaban
sentados en semicírculo en la acera
jugando a los dados, en tanto otros dos
se apoyaban en las lanzas junto a la
entrada. Juan sofrenó a Maleka y
permaneció
montado,
mirándolos
sorprendido. Luego comprendió que
aquellos hombres eran servidores de
Narsés. Tenía una vaga idea de que el
eunuco poseía una pequeña guardia
personal, aunque los soldados no
acostumbraban a estar cerca de la
oficina, pero él se había encontrado con
alguno de ellos en una o dos ocasiones.
Juan desmontó y llevó su yegua por las
bridas, con Jacobo siguiéndole los
talones.
—¡Hola! —saludó; los cuatro
jugadores de dados se pusieron en pie.
Eran todos hombres altos, delgados,
fuertes, con barba, vestidos con cota de
malla y armados hasta los dientes. De
los seis, cuatro eran morenos y dos eran
bárbaros de cabellos claros y ojos
azules.
—¡Hola! —dijo uno de los morenos
con un fuerte acento armenio—. Tú eres
el secretario del ilustrísimo Narsés,
¿verdad? Su Ilustrísima está arriba.
Cuidaremos de tu caballo, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. —El armenio se
inclinó y tomó a Maleka de las bridas.
Juan tragó saliva y le hizo un gesto a
Jacobo—. Tú quédate aquí esperando
—a cuya orden el muchacho sonrió,
nervioso. Juan entró en la casa.
En el segundo piso encontró una
vieja que entraba en las habitaciones de
Anastasio con una pesada jarra de agua
en las manos. Lo miró con desconfianza,
pero no dijo nada cuando vio que Juan
entraba detrás de ella. El viejo esclavo
que se había encontrado abajo estaba
atizando la carbonilla del brasero y le
hizo un gesto a Juan con la cabeza, se
limpió la cara y señaló con la mano
hacia un pasillo.
—Por allí —dijo—. Diles que
pronto tendremos lista el agua.
Juan siguió la dirección indicada y
encontró el camino hacia el dormitorio
del viejo escriba. Era una habitación
muy sencilla, bien iluminada por buenas
ventanas de vidrio pero casi sin decorar,
con paredes de yeso desnudo y un suelo
barato de Singidunum. Anastasio yacía
sobre el cobertor raído de una cama
estrecha. Parecía febril y exhausto. Otro
hombre, evidentemente un médico,
estaba junto a él, tomándole el pulso y
sosteniendo una taza con un horrible
líquido negro. Narsés estaba de pie al
lado de la ventana con los brazos
cruzados, mirando. Sonrió al aparecer
Juan en la entrada.
—¡Salud! —saludó Narsés—. Como
ves, decidí venir a controlar a nuestro
paciente por mi cuenta. Este caballero
es el distinguidísimo Aecio, mi médico.
Doctor, mi secretario, Juan de Beirut.
—¡Salud! —saludó a su vez
Anastasio a Juan con una débil sonrisa.
Fastidiado, el médico suspiró, sin
molestarse en mirar a su alrededor.
—Debéis salir todos —aconsejó—.
El paciente necesita descansar. ¿Qué
están haciendo esos esclavos con el
agua?
—Han dicho que pronto estará lista
—señaló Juan.
El doctor suspiró nuevamente y soltó
la muñeca de Anastasio.
—Mal —le advirtió al viejo,
lanzándole una mirada acusadora—.
Aquí, toma esto. Te bajará la fiebre y te
ayudará a dormir —ofreció la taza a
Anastasio. El escriba giró la cara y le
dirigió a Narsés una mirada suplicante.
—Ilustrísima, realmente no era
necesario...
Narsés separó los brazos, se acercó
rápidamente y tomó la taza del médico.
—Probablemente no —susurró con
calma—. Pero me tranquiliza saber que
tú estás bien cuidado. Tómala, amigo.
Acercó la taza a los labios del
escriba. Anastasio la tomó e hizo un
gesto de desagrado.
—Ya que el buen doctor sugiere que
te dejemos descansar, nos vamos ahora
—replicó Narsés—. Si deseas algo,
simplemente díselo a mi esclavo.
Enviaré a alguien mañana por la
mañana. ¡Salud! Doctor, si me hicieras
el favor... — Llevó al médico fuera de
la habitación, al pasillo.
Anastasio lanzó un quejido y Juan se
le acercó. Los ojos del viejo, legañosos
y enrojecidos, destacaban sobre la cara
contraída y colorada.
—¿Cómo te sientes? —preguntó
Juan.
—Es sólo fiebre —respondió
Anastasio—. Dile a Su Ilustrísima que
no se preocupe. —Los ojos se le
cerraron y volvió a abrirlos con
esfuerzo—. No necesitaba ir a buscar un
médico caro.
—No te preocupes por eso —cortó
Juan—. Sólo descansa y recupérate. Te
prometo no tocar tus archivos mientras
estés enfermo.
Anastasio insinuó una risa ahogada y
cerró los ojos otra vez.
—¡Salud! —se despidió Juan y salió
de la habitación.
Narsés estaba en el vestíbulo de
entrada, hablando con el médico.
—Dejaré a algunos de mis hombres
para que cuiden tu caballo y te alumbren
el camino a casa —le estaba diciendo
cuando llegó Juan—. Pero, ¿procurarás
que sea atendido si corre algún peligro?
El doctor asintió.
—Dejaré a uno de mis ayudantes
para que vele por él. Pero al asistente se
le pagará por separado.
—Por supuesto. Pero dile que no
preocupe al anciano con eso: él piensa
que los médicos son una extravagancia.
El pago es asunto sólo mío. Gracias,
distinguidísimo Aecio, por haberte
molestado por un amigo mío.
El médico se inclinó.
—Siempre es un placer estar al
servicio de Su Ilustrísima.
Narsés empezó a bajar las escaleras
y Juan lo siguió.
En la calle Jacobo estaba jugando a
los dados con la guardia personal y
recibió a su señor con una mirada de
desilusión.
Todos
los
soldados
inmediatamente prestaron atención.
Narsés habló rápidamente a uno de ellos
en armenio y el hombre se inclinó. Otro
hombre desató una magnífica yegua
persa del lado de la casa y la llevó hasta
allí. Juan se sorprendió, pues creyó que
era el eunuco quien había montado la
mula. Narsés montó y cogió las riendas:
no montaba como si se hubiera criado a
caballo toda su vida, pero sí como si
hubiera vivido algún tiempo a lomos de
una cabalgadura. Sonrió a Juan.
—¿Podrías concederme el placer de
tu compañía de vuelta a palacio?
—Por supuesto, Ilustrísima. —Juan
iba a buscar su caballo cuando vio que
uno de los guardias ya lo traía.
Jacobo corrió por su bayo castrado y
lo montó con dificultad; todos los
guardias, excepto el que había sido
designado para esperar al médico,
subieron a sus cabalgaduras y esperaron
a su comandante. Juan acercó a Maleka
a la yegua blanca persa y Narsés
condujo al grupo calle abajo.
—Anastasio está muy enfermo,
¿verdad? —preguntó Juan.
Narsés se encogió de hombros.
—Sí. Aunque Aecio cree que se
recuperará. —Suspiró—. Llevo un año
temiendo que esto ocurra. Anastasio no
quiere vivir realmente desde que murió
su esposa. Puede engañar al doctor.
—¿Su esposa? No sabía que hubiera
estado casado.
—¡Oh, sí! Se casó con una muchacha
de buena familia, pese a su pobre
fortuna, y eran muy felices. Tuvieron tres
hijos: dos murieron durante la infancia,
y el tercero, una muchacha, vive en
Esmirna, casada con un mercader. La
esposa de Anastasio murió la primavera
pasada. Fue una de las primeras
víctimas de la peste. No me sorprende
que nunca le hayas oído hablar de ella:
no puede hablar de ella sin derramar un
mar de lágrimas, por eso no la menciona
en absoluto. Quizá no debería siquiera
animarlo a vivir, ya que la vida sin ella
le parece dolorosa. Pero le tengo cariño
y le echaría de menos.
—Nunca creí que le importara nada
salvo sus archivos.
Narsés sonrió.
—Siempre ha amado su trabajo.
Desde la muerte de su esposa, no ha
amado otra cosa. —Avanzaron por un
momento en silencio y el eunuco
exclamó con aire pensativo—: Pero
parecía que había superado lo peor de la
depresión. Tú le has alegrado mucho la
vida.
—¿Que yo le he alegrado la vida?
—preguntó Juan sorprendido.
—Le has hecho reír. A él le gusta
trabajar contigo. Bueno, ruego a Dios
que se recupere. —Se santiguó—. Santo
Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal. —
Dirigió a Juan otra sonrisa inescrutable
—. ¡Tú, que fuiste crucificado por
nosotros, ten piedad!
Había usado la fórmula monofisita
de la plegaria.
—¿Conoces a Anastasio hace mucho
tiempo? —preguntó Juan, ligeramente
sorprendido por la confianza que le
demostraba el insondable jefe de
chambelanes.
—Años. Lo conocí cuando yo era
tesorero de los gastos personales del
monarca y él era un empleado del
ministerio de finanzas. Durante la
sedición de Nika se me encargó
sobornar a los Azules para que le
quitaran el apoyo al emperador rival. La
mayoría de mis hombres rehusaron de
plano acompañarme, pues era aterrador
salir con una bolsa llena de oro entre
aquella multitud vociferante. Todos
pensamos que simplemente nos matarían
y se llevarían el dinero. Ya habían
matado a todos los funcionarios
imperiales que habían podido agarrar.
Yo iba por las oficinas y la corte
reuniendo voluntarios; Anastasio fue uno
de los pocos hombres a quienes pude
persuadir para que nos acompañara. Era
un empleado subalterno, que ganaba
veinte solidi al año, que no podía
costearse un matrimonio, y le puse
doscientos solidi en la mano y le dije
que arriesgara su vida para entregarlos
en nombre de Justiniano Augusto, y eso
es lo que hizo. Es un hombre
inusualmente valiente y virtuoso.
Juan guardó silencio por un instante,
tratando de digerir aquello.
—Yo pensaba que la rebelión había
sido sofocada por Belisario —dijo con
aire dubitativo.
—Belisario y Mundo fueron por el
hipódromo con sus propias fuerzas de
servidores, arrestaron al emperador
rival y sofocaron la sedición matando a
treinta mil de sus partidarios. Yo había
sido enviado antes para provocar
retraso y confusión..., la tarea usual de
un burócrata. No, el verdadero honor de
haber sofocado la rebelión debe
atribuírsele a la Augusta. Si no hubiera
sido por ella, el resto de nosotros habría
abandonado la ciudad. Los guardias de
palacio eran neutrales y el populacho
nos era hostil: temíamos por nuestras
vidas todos nosotros. Incluso Belisario.
Su Serenidad sabía los riesgos tan bien
como nosotros, pero estaba preparada
para asumirlos. Es una mujer de
extraordinario coraje e inteligencia.
Juan sintió que su cara ardía; la
alabanza a Teodora le resultó
embriagadoramente
dulce,
particularmente después de las dudas
sembradas por Eufemia.
—Ya lo creo —declaró con
entusiasmo; luego, como el chambelán
estaba comunicativo, agregó, algo
inseguro—: Sobre el Capadocio...
Narsés lo miró sin aparentar
expresión alguna en el rostro.
—Escuché una historia sobre el
Capadocio que me inquietó —replicó
Juan, jugándose el todo por el todo—. Y
nunca se sabe en esta ciudad si lo que
uno escucha es cierto o no.
—Nunca se sabe en esta ciudad y en
ninguna otra —respondió Narsés—.
¿Cuál era la historia?
—Que la Augusta maquinó su caída
y que ella es la que lo hizo arrestar el
último verano y quien lo mandó torturar
también, violando la ley.
Narsés suspiró.
—Juan el Capadocio —susurró tras
una pausa— es un hombre fuera de lo
común. Probablemente tú sepas unas
cuantas historias sobre él, pues hay una
en cada provincia sobre los... métodos
expeditivos y los objetivos de su
recolección de fondos. Parte de lo que
puedes haber oído es cierto, y parte no
lo es. Una cosa es segura: que proviene
de una familia pobre y humilde.
Comenzó su carrera como empleado en
la oficina del jefe de armas para el este
y el Augusto lo promovió a causa de su
absoluta habilidad e inteligencia. Es
muy valiente, muy arrojado, lúcido,
capaz y franco. Era extremadamente
eficiente como prefecto pretorio y no
excepcionalmente corrupto.
—¿No? Tiene un gran patrimonio.
Casi cuatro mil libras en oro y eso es
sólo lo que quedó después de su
desgracia. Y oí...
Narsés sonrió y bajó la mirada.
—He dicho «no excepcionalmente
corrupto». Es cierto que aceptaba
sobornos, que robó del erario público y
era ciertamente culpable de haberse
lucrado con la guerra. Pero eso, me
temo, es bastante común en estos días. Y
tú conoces el dicho: «Todos los
capadocios son malos, peores con el
dinero, pésimos como funcionarios y
peor que pésimos en la silla curul». Sin
embargo, tres mil quinientas libras en
oro (y gran parte ganada honestamente)
no es realmente demasiado si se tiene en
cuenta los cientos de miles que ha
manejado.
—¡Su salario no hubiera llegado
nunca a una décima parte! —dijo Juan
ofuscado.
Narsés sonrió e hizo un elegante
gesto de concesión.
—Mi salario no alcanza a una
décima parte de mis ingresos tampoco.
Pero hay, como tú sabes, extras.
Juan no despegó los labios durante
un rato. No podía evitar conocer los
extras de un chambelán imperial.
—A veces renuncias a tus
honorarios —sentenció finalmente.
—A veces lo hago. Y aún tengo lo
suficiente para mantener unas mansiones
que están demasiado lejos del palacio,
una finca en Armenia que jamás he visto,
con un montón de esclavos y
administradores
para
mantenerlos.
También un monasterio, un hospital y
una residencia de ancianos aquí en la
ciudad. Por supuesto, mi posición tiene
más privilegios que la de un prefecto
pretorio.
Mis
predecesores
lo
dispusieron muy competentemente. Los
del Capadocio, en cambio, eran en su
mayoría caballeros de fortuna, que no
habían preparado las cosas con tanta
delicadeza para enriquecerse. También
tenía una familia y el deseo común de
dejarles una fortuna. E incluso, si se
compara su fortuna con la que Belisario
ha amasado durante sus años de
servicio,
parecerá
sin
duda
insignificante.
—¿Belisario? Pero yo pensaba..., es
decir, ¡todo el mundo dice que es tan
honrado!
—Es tan honrado como cualquier
otro general en el servicio del imperio.
Ciertamente no es culpable de ningún
delito, pero se ha beneficiado con su
posición tanto como ha podido. Piensa
un momento. Puede mantener un ejército
de siete mil hombres de su propio
peculio. Tiene un patrimonio pequeño
por herencia, pero una fortuna digna de
un rey por sus servicios, y dado que es
un soldado y el estado le debe mucho, a
nadie le parece mal esto. Los servicios
de Juan no estaban tan cotizados; pero
sin ellos, las guerras de Belisario jamás
se habrían llevado a cabo.
—Estás asegurando que no merecía
ni merece su desgracia —insinuó Juan
con severidad.
El chambelán movió la cabeza.
—No. Pero tú querías la verdad de
la historia. Y parte de esa verdad es el
hecho de que el Capadocio no era el
monstruo que frecuentemente se dice que
era. Yo no he conocido más que una o
dos personas verdaderamente malvadas
en mi vida, y más o menos la misma
cantidad de santos, los extremos no son
frecuentes. La mayoría de nosotros
somos una mezcla, y Juan de Cesarea no
era una excepción. Pero verdaderamente
merecía su desgracia. Su eficiencia era
cruel y causó gran sufrimiento entre la
gente; y dejando eso totalmente de lado,
puso gran empeño en traicionar a la
Sagrada Majestad de nuestro señor
Augusto, al cual le debe todo. Y súmale,
además, que era un hombre de carácter
impetuoso, frecuentemente violento y
despótico, y que tenía una debilidad por
los placeres de Afrodita e iba detrás de
amantes más rápidamente de lo que la
mayoría de los hombres cambian de
zapatos, aunque tenía accesos de
arrepentimiento por ello. Él y la Augusta
se odiaron mutuamente desde el primer
día. Hay varias teorías absurdas que se
cuentan para explicar esto. En mi
opinión, la verdad es que él sentía un
profundo desprecio por las mujeres
mantenidas y que ella experimentaba un
sentimiento similar por aquellos que las
mantienen. Por otra parte, él pensaba
que las mujeres no tenían lugar en la
vida política, de ahí que le incomodara
el poder que ostenta la emperatriz.
Nunca admitió a ninguna mujer en sus
esquemas, ni siquiera a su hija (a pesar
del afecto que le tiene). De cualquier
modo, la Augusta y el prefecto pretorio
estaban enfrentados, se espiaban
mutuamente y se quejaban el uno del
otro al Augusto siempre que podían. Su
Sagrada Majestad, sin embargo, aunque
adora a su esposa, valoraba demasiado
al Capadocio como para destituirlo.
»Finalmente, la esposa de Belisario,
a fin de congratularse con la emperatriz,
embaucó al Capadocio para que
terminara
haciendo
una
clara
declaración de traición. Es totalmente
cierto. Y también es cierto que el verano
pasado, cuando el obispo de Cízico fue
asesinado, la Augusta sospechó del
Capadocio inmediatamente y mandó que
lo arrestaran. Estaba totalmente
convencida de que era capaz de
cualquier maldad. Y hay razones
perfectamente válidas para sospechar de
él y razones de peso para no retirar los
cargos. Es verdad que el arresto en sí no
fue... manejado como debía haberse
hecho. Pero debes recordar que el
verano pasado era una época en que el
mundo se regía por la muerte y el caos.
El emperador estaba desesperadamente
enfermo y la mitad de la ciudad, la mitad
del mundo, se estaba muriendo. No
había lugar ni tiempo para enterrar a
todos los muertos. Se hacían cosas que
nadie hubiera pensado hacer en época
de normalidad... y no estoy seguro si se
hicieron obedeciendo órdenes o por
terror u odio personal.
—¿Y ésa es la verdad? —preguntó
Juan, frunciendo el ceño.
Narsés sonrió.
—Ésa es la verdad tal como yo la
veo. Tú estabas preocupado por el
honor de tu protectora, ¿verdad?
Juan bajó la mirada hacia la figura
oscura de Maleka.
—Así es —admitió—. Y tengo más
que ver con la hija del Capadocio de lo
que quisiera. —Levantó la vista para
mirar a Narsés; advirtió entonces que el
rostro
del
eunuco
expresaba...
compasión—. Gracias. Necesitaba
saberlo; es reconfortante.
Narsés
inclinó
su
cabeza
cortésmente.
—La Serenísima Augusta te
favorece. Eres muy afortunado, pero yo
que tú tendría cuidado. Semejante favor
hacia un desconocido tiende a engendrar
celos. Si quieres mi consejo, actúa con
cautela. —Y antes de que Juan pudiera
preguntarle qué quería decir, continuó
rápidamente—: ¿Es ésta la famosa
Maleka? Si tienes tiempo, me gustaría
comprobar si es tan veloz como dicen.
«Se terminaron las revelaciones —
advirtió Juan—; ¿y me está ofreciendo
realmente
una
carrera?»
Miró
detenidamente al rostro sereno de
Narsés y a la yegua persa.
—Ya estamos casi en el hipódromo
—dijo por fin—. Si ese jamelgo tuyo
puede correr...
Narsés sonrió más abiertamente que
de costumbre y espoleó a su yegua persa
para que fuera al trote.
Maleka ganó la carrera por un
cuerpo y Narsés sonrió a Juan casi
bonachonamente.
—¡Dios Todopoderoso! —dijo,
sofrenando su montura—. ¡Mal presagio
si un árabe puede vencer a los romanos
y a los persas a la vez! Ah, pero qué
placer estar lejos de la oficina. Debería
hacerlo más a menudo.
—Así es. Te sienta bien.
Narsés le dirigió una mirada rápida
y triste y movió la cabeza.
—Los eunucos están para eso: para
sentarse en oficinas y ocuparse de la
corte. Aunque quizá... no importa.
Estimado Juan, debo atender al señor.
¡Salud! Te veré por la mañana.
—¡Salud! —respondió Juan. El
chambelán principal espoleó su jaca y
cruzó a medio galope el duro terreno del
hipódromo, con la guardia personal que
lo seguía de cerca. Juan intentó
imaginárselo tomando una bolsa llena de
oro en medio de una multitud aullante
proclamando a un emperador rival,
pasando a cuchillo a los partidarios de
Justiniano en las calles y quemando la
mitad de la ciudad. Para su sorpresa, no
le fue difícil. El eunuco tenía una
especie de coraje impasible, de energía
sin límites, que le permitía a Juan
imaginárselo enfrentándose a los
rebeldes con una sonrisa en los labios.
Jacobo, que había observado la
carrera con los guardias desde la línea
de partida, se acercó trotando y siguió la
mirada de su señor.
—Los guardias dicen que Su
Ilustrísima es todo un hombre de verdad;
no importa que sea un eunuco —comentó
Jacobo.
—Puede que tengan razón —
coincidió Juan y dirigió a Maleka hacia
palacio.
Anastasio, gravemente enfermo,
miró por el umbral de la muerte durante
un día antes de cerrar la puerta de mala
gana para acabar recuperándose. Juan
llamó a su casa una mañana temprano
días después de verse allí con Narsés y
encontró al escriba sentado en la cama y
bebiendo una infusión de cebada. La
imagen era como un amanecer; hasta
entonces no se había percatado de lo
mucho que estimaba al viejo.
—Has venido muy temprano —dijo
Anastasio—. ¡Quédate a desayunar!
Con pesar, Juan hizo un gesto con la
cabeza.
—He sido invitado a desayunar con
la Augusta y... —explicó.
—No deberías haber venido —le
replicó Anastasio, alarmado—. Llegarás
tarde.
—Lo dudo. Ella se levanta tarde.
Además, ha valido la pena venir.
¡Ánimo!
—Anastasio
le
sonrió
sorprendido y Juan le devolvió la
sonrisa para después precipitarse
escaleras abajo y cruzar velozmente las
calles (había ido a pie), sonriente,
maravillado del sincero afecto que el
viejo le inspiraba.
La emperatriz estaba aún bañándose
cuando llegó, pero sus sirvientes lo
dejaron pasar al salón de desayuno y
Teodora no tardó en aparecer. Era una
mañana cálida y brillante de primavera.
En el jardín, las plantas de azafrán y los
jacintos estaban en flor y en las vides de
la terraza habían brotado verdes
pámpanos pegajosos. La emperatriz hizo
mover el diván al triclinio antes de
sentarse y se tumbó sensualmente al
tibio calor de la mañana, comiendo pan
azafranado y uvas en miel.
—¿Has estado enamorado alguna
vez? —preguntó a Juan con una sonrisa.
—¿Por qué? —le preguntó Juan,
sonriéndole a su vez. Era difícil no
sonreír a Teodora, tan abierto y
contagioso era su placer en esta estación
del año.
Se encogió de hombros, sonriente,
con los ojos entornados.
—Es primavera.
»Los membrillos cidonios beben en
primavera
las corrientes puras de los ríos,
y la nueva sombra de las vides se
hunde
donde crecen espesos los pámpanos
en flor.
Pero a mí el amor no me da tregua,
y avanza como el gélido cierzo de
Tracia
a impulsos de la locura que me
consume...
»Debes saber a qué me refiero. Yo
solía enamorarme todas las primaveras,
siempre. Juan se echó a reír.
—A mí no me quita el sueño el
amor, sólo porque haga calor, claro que
no.
Ella le alargó un racimo de uvas.
—¿Has estado enamorado alguna
vez? Vamos, ya eres un hombre. No
puedes ser virgen.
Juan dejó de sonreír, profundamente
turbado.
Teodora se llevó la mano a la boca.
—¡No lo puedo creer! —exclamó—.
¡No puede ser verdad! —Lanzó una
carcajada sacudiendo la cabeza—. ¡Un
hombre, mi hijo, y aún virgen a los
veinticuatro años!
—Nadie tiene que ser más
respetable —sentenció Juan con aguda
precisión— que quien pertenece a una
familia respetable.
Su madre dejó de reír.
—Es cierto. No se permiten
prostitutas, muchachas respetables ni
hablar, y afrontar los gastos de una
concubina es casi imposible. No había
pensado en ello. ¡Pobre hijo mío!
Bueno, la castidad agrada a Dios y la
prostitución es un comercio perverso, en
el que las muchachas pobres sufren y los
chulos se hacen ricos. He estado
intentando extirparla de Constantinopla
durante años. Me alegro de que no
tengas nada que ver con eso. —Lo miró
seria por un instante, pero la sonrisa no
tardó en regresar a su rostro. Se estiró y
movió los dedos de los pies a los rayos
del sol—. Pero, ¿has estado enamorado
alguna vez?
Juan se sorprendió devolviéndole
una sonrisa tímida.
—Sí.
—¡Ah! —giró sobre su vientre y
apoyó la barbilla entre las manos—.
Cuéntamelo.
Él se encogió de hombros.
—No hay mucho que contar. Uno de
los magistrados de Bostra tomó una
concubina un par de años después de
que muriera su esposa. Era una
muchacha respetable, hija de un hombre
libre, le dio una vivienda digna y vivía
con ella abiertamente. Me enamoré en el
momento en que la vi..., tenía dieciocho
años en esa época y era muy hermosa.
—¿Cómo era?
—Como una estatua de marfil y oro.
Tenía sangre goda y era hermosa como
los dioses. Se llamaba Criseida. Yo
solía fantasear que su patrón se cansaría
de ella y que cuando la abandonara, yo
me podría acercar y proponerle
matrimonio.
Teodora volvió a sonreír, como un
gato a la luz del sol.
—Pero el que la mantenía no lo hizo,
y tú sufriste durante años en silencio.
¡Pobre hijo mío! ¿Alguna vez pudiste
conocerla?
Juan se rió con tristeza.
—Eso es lo peor de todo.
Aproximadamente un año después de
que su patrón la instalara en su casa, mi
padre tuvo que tratar algunos asuntos
con él sobre una finca y lo visitó con
frecuencia. Yo iba con mi padre para
tomar notas y una tarde me colocaron en
el mismo triclinio con Criseida durante
la cena mientras los mayores hablaban
de negocios.
—¿Y no sabías qué decirle?
—No lo necesitaba. Ella comenzó
preguntándome qué había visto que
llevaran las mujeres en Beirut en mis
viajes de negocios ese invierno, y
continuó hablando de que había estado
tejiendo una túnica nueva para su
querido patrón pero que se le había
acabado la lana azul y no podía comprar
más del mismo color por todo el dinero
del mundo. Y me contó sobre los
resfriados de los hijos de su hermana y
cómo su hermano había conseguido una
verdadera ganga en una alfombra de
pelo de camello. Yo la había adorado
como a un icono, y no sabía qué decir.
Había estado tan desesperado por hablar
con ella, que no podía admitir que hacia
el final de la cena deseaba
desesperadamente apartarme y oír una
conversación de adultos. Pocos días
después, ocurrió lo mismo en otra cena,
y tuve que admitirlo: Criseida era
hermosa y una muchacha encantadora,
pero muy aburrida y nada inteligente.
Tanto me decepcionó, que juré no
volverme a enamorar.
Teodora sonrió.
—¡Pobre Juan! ¿Y nunca volviste a
hacerlo?
—No he tenido muchas ocasiones.
Intenta no enamorarte si sabes que nada
puede resultar de ello si lo haces.
Ella le dirigió una mirada brillante y
juguetona.
—Así que, como Hipólito, has dicho
un largo adiós a Afrodita. ¿Y qué hay
del matrimonio?
Se la quedó mirando un instante con
la boca abierta; después la cerró.
—¿Matrimonio? No habrás... —
Tuvo una súbita y terrorífica idea de que
Teodora ya había dispuesto algo, que
una muchacha lo esperaba en una
antecámara con su rica o importante
familia detrás, lista para inspeccionar al
novio y que lo casarían con la
desconocida al instante. Era posible.
Todos los viejos amigos de Teodora
relacionados con el teatro y el
hipódromo habían tenido matrimonios
espléndidos arreglados para ellos por la
emperatriz, a veces para sorpresa de sus
parejas. A ella le gustaba ser
casamentera y desempeñaba el papel
con alegría. Pero el pensar que ella
podría haber hecho eso por él, sacó de
quicio a Juan, le trastornó todos sus
esquemas, y se sintió terriblemente
desnudo y desamparado. No podía
existir ninguna distancia emocional
prudente, ninguna invulnerabilidad en la
consumación de un matrimonio. «Odio
esta ciudad —pensó, con una oleada de
pasión casi aterradora—. Es una trampa
en un laberinto suspendida sobre un
abismo: justamente cuando uno se cree a
salvo, en realidad está atrapado. Han
rehecho mi vida y me han cambiado. Me
espían; ahora me ayuntarán con alguna
muchacha elegida por mi madre y seré
llevado Dios sabe dónde. ¡Oh, Madre de
Dios, quiero salir!»
Pero Teodora se echó a reír.
—¡Vamos, no es para ponerse así!
No, querido, no he dispuesto nada. En
verdad me gustaría dejarte en paz un par
de años, darte la oportunidad de
concentrarte en tu carrera y arreglar algo
para ti cuando las circunstancias sean
más convenientes. Pero si el amor te
tuviera impaciente, bien, te podría
encontrar a alguien ahora. Ya que no lo
estás, dejémoslo, ¿de acuerdo?
Aliviado, Juan asintió. Teodora se
rió nuevamente y movió la cabeza.
—Deduzco que la carrera va bien —
susurró con satisfacción—. He oído que
estás sacando los archivos del
Capadocio de las garras de la hija.
Juan le habló de Eufemia. Teodora
escuchó, mascando uvas y moviendo el
pie dentro de una sandalia, en el aire.
—¡Conque ella conocía dónde
estaban los archivos! —comentó cuando
Juan terminó—. ¡La inmunda hipócrita!
Ten cuidado con esa muchacha, querido.
Su padre era un bruto vicioso y perverso
como el rey de los diablos y parece
como si se lo hubiera transmitido. Si no
estás en guardia con ella, te meterá
arteramente en algo y te extorsionará. Si
por mí fuera, mandaría arrestar a la zafia
esa y buscar los archivos en la casa...
pero supongo que los habrá escondido.
Juan bajó la mirada y se contempló
las manos un instante. «¿Será Eufemia la
que me está espiando? —se preguntó—.
Podría averiguarlo. Podría mencionarlo
ahora... pero ¿qué haría la emperatriz?»
Levantó la vista, vio la ferocidad
reflejada en los ojos oscuros y en el feo
gesto de la boca de la emperatriz y
recordó lo que le había ocurrido al
padre de Eufemia. «No le puedo desear
a ella que la vuelvan a castigar, y menos
por culpa de su padre. Ella no me gusta,
pero es inocente. ¿Teodora realmente la
pondría en la cárcel? ¿Y qué más le
ocurriría? ¡Ojalá yo supiera cuáles son
los límites; ojalá supiera a dónde
quieres que yo vaya, Augusta!», pensó
con un deje de tristeza.
—Los habrá escondido —coincidió
Juan—. Y no creo que realmente
merezca que la arresten. Es una arpía,
pero supongo que tiene que tratar de
ayudar a su padre. Y de todo lo que
puedo deducir, me parece a mí que
nunca supo mucho de lo que él hacía, de
todos modos. Él pensaba que las
mujeres no debían meterse en asuntos de
gobierno.
—¡Era un bruto astuto, codicioso y
sin
principios!
—dijo
Teodora
apasionadamente—. Solía contarle
mentiras sobre mí a Pedro. Yo le odiaba.
Pero tienes razón, supongo que él no le
contó nada a ella. —Permaneció un rato
con el rostro ceñudo, la cabeza entre las
manos,
para
después
sonreír
maliciosamente—. Bien, si intenta
seducirte, déjala. En realidad, podrías
incitarla a que lo hiciera. No creo que la
experiencia te haga daño, y le haría bien
a su padre volver y encontrar que ha
convertido a su hija en una prostituta.
Juan se sintió un poco asqueado.
¿Seducir y abandonar a una muchacha
que a uno no le gusta, para vengarse de
su padre?
—No,
gracias
—dijo
tranquilamente.
Teodora le dirigió una mirada
severa. Primero la malicia desapareció
de su sonrisa, luego la sonrisa misma se
desvaneció.
—Tienes razón —dijo suavemente
—. Es un plan cruel. No creo que yo lo
deseara, en tu lugar. No sería muy buena
introducción al amor...; si no recuerdo
mal, es una muchacha gorda y con
granos.
—No es ninguna belleza —coincidió
Juan. Por segunda vez en esa mañana se
sintió ligeramente aliviado. Pensó:
«Tiene algunos límites. Ella piensa en
traspasarlos, pero no lo hace».
Teodora se echó a reír y le ofreció
uvas.
La emperatriz había invitado al
emperador a cenar en su palacio y a
pasar la noche juntos. Cenaron ostras y
jabalí rociado con una salsa brillante de
higos, regado por una jarra de un vino
de Lemnos inmejorable, e hicieron el
amor en la gran cama cubierta de
púrpura de Teodora. Una lámpara sola
brillaba en el lampadario dorado.
Cuando era joven, Teodora se había
visto obligada a ahorrar el aceite de las
lámparas, y ahora, en cambio, le gustaba
dejar que las lámparas se consumieran.
Justiniano yacía al lado de su esposa
en un estado de absoluta felicidad física.
Examinó tiernamente a Teodora. La
colcha púrpura, trabajada con imágenes
de ninfas y de pastoras, se enredaba en
su cintura. Su torso desnudo brillaba con
el baño de luz dorada. «Hermosa como
siempre», pensó mientras la acariciaba.
Ella sonrió.
—Cuando nos casamos, dijiste que
pasaríamos todas las noches juntos —
murmuró ella.
—Bien, lo hicimos durante unos
años. Pero una emperatriz debe tener su
propia casa. Y a ti te gusta dormir más
que a mí, perezosa.
Teodora sonrió con una sonrisa
adecuadamente indolente, le tomó la
mano y se la llevó a los labios para
mordisquearle los dedos.
—Deberías pasar todas las noches
conmigo, aunque yo tenga mi propia
casa.
—No dirías eso si yo viniera a la
cama tres horas después de la
medianoche después de deliberar con
los obispos.
Ella contuvo una risita cantarina.
—Pasa toda la noche con los
obispos y luego ve a la cama con una
prostituta.
—Ahora, querida... —La besó—.
Sabes que no me gusta que hables así de
ti misma... aunque sea en broma.
—Lo sé... y tú sabes que no quiero
hablar de obispos. En cuanto alguien
dice «monofisita» o «calcedonio» te
pones serio como un monje. Hablemos
de otra cosa.
—Muy bien. ¿Sobre qué?
Teodora se dio la vuelta y se apoyó
sobre un codo.
—¿Debo conseguirle a mi primo
Juan una esposa ahora o dentro de un par
de años? No acabo de decidirme. —Sin
aparentarlo, observó detenidamente a su
esposo. Narsés le había hecho su
advertencia con mucho tacto, pero ella
había captado su significado con
claridad.
—Estás pensando en casarlo,
¿verdad? —dijo el emperador, a quien
se le esfumó parte de su satisfacción. El
tema era como un dolor de muelas,
continuamente avivado por una lengua
débil. Por otra parte, un matrimonio
siempre era tranquilizador.
—¡Mm!
—murmuró
Teodora,
percibiendo internamente que Narsés
tenía razón, como era frecuente.
«¡El muy tonto ya tenía que saber
esas cosas! Por lo menos sabía más de
lo que admitía saber. He aquí un desafío,
pues: ¿podré tranquilizar a Pedro sin
casar a Juan ahora mismo?», pensó
refiriéndose a su marido.
—Si le encuentro una muchacha
ahora —dijo seriamente— ella le
ayudaría a establecerse, a avanzar en su
carrera y a proporcionarle un hogar
decente. Pero si espero un par de años,
podría hacer un matrimonio mejor para
él. Creo que dentro de un par de años
tendrá un rango del que ahora carece.
—¿Cuan alto ha de ser el rango que
piensas para él?
—Tan alto como sea posible —
replicó con firmeza—. Por lo menos
patricio. Pero tendrá que pasar por
algunas oficinas más antes de
conseguirlo.
—Me alegra que pienses así.
—¿Por qué hablas con ese aire
reprobatorio? No quiero que tenga
trabajos que no pueda realizar. Pero ya
que es tan competente o más que la
mayoría de los candidatos, ¿por qué no
él en vez de ellos? Al fin y al cabo, es
mi primo.
—Una recomendación formidable —
coincidió Justiniano, con solemnidad—.
¿Con quién lo casarías si tuvieras que
casarlo hoy?
—Ése es el problema. Puedo pensar
en media docena de muchachas, todas
ricas, todas hermosas, y un par de ellas
también inteligentes. Está la hija de mi
amigo Crisómalo, o la sobrina de Pedro
Barsimes el banquero; sería fácil hacer
que Juan se casara con alguna de ellas.
Pero ninguna tiene ascendencia imperial.
Y él necesita respetabilidad más que
dinero. Si esperáramos un par de años,
podría arreglárselas para casarse con el
poder tanto como con la riqueza.
Luego Teodora agregó para sí
misma: «Y yo quiero que se case con el
poder. La riqueza está muy bien, pero es
el poder lo que cuenta; si se tiene poder,
también se tiene riqueza».
Justiniano se rió.
—¡Casamentera incorregible! Ya has
hecho que tu nieto esté comprometido
con la hija de Belisario y tu sobrina a mi
sobrino. ¿A quién imaginas para tu
sobrino Juan, entonces? ¿Justina, la hija
de Germano?
—Ya está comprometida con el
sobrino de Vitaliano —terció Teodora
—. Y Passara nunca aprobaría el
matrimonio... aunque no es que su hija
granulienta valga mucho, de todos
modos.
—¿Qué piensa tu sobrino de todo
esto?
—¡Oh, no le he dicho nada! Sólo le
crearía preocupaciones.
—Ten cuidado, o se casará con
alguna muchacha del teatro que no le
convenga.
Teodora se echó a reír.
—Puedo
arreglármelas
con
cualquier mujerzuela que elija y si ella
fuera capaz de hacerme frente, quizá no
me importaría. Pero mejor que no
conozca a ninguna cándida, boba,
virtuosa y de clase media, o me
desentenderé de él. No creo que se case
con nadie sin consultarme, querido. Ha
sido muy correcto y respetuoso: sabe lo
que se le debe a una protectora.
El emperador sonrió. Sus propios
celos le parecieron de repente
improbables y casi irreales. Se
preguntaba si realmente se había sentido
así y por qué.
—Si
quieres
organizarle
un
matrimonio suntuoso, tendrá que tener
alguna experiencia militar —dijo a
Teodora—. La corte y las oficinas están
muy bien, pero son caminos lentos para
el progreso. Para cuando tu primo llegue
a ser patricio a través del trabajo de
secretario, estará más preparado para
retirarse que para casarse.
—¡Mm! Si no se casa ahora, podría
ser asignado a algún general en
campaña. —«Dejemos que Pedro vea
que no me importa nada si Juan está
lejos... y una temporada de servicio
militar sólo será una ventaja», pensó
Teodora—. Yo me preguntaba si
podríamos enviarlo como asesor de
Martino en el este. Habla árabe, arameo
y persa.
—Allá sería útil, sin duda. Es una
posibilidad. Lo tendré en cuenta cuando
haga los nombramientos. Pero para serte
sincero, mi vida, creo que para entonces
la guerra ya habrá terminado. ¡Dios no
lo permita! Tendremos que ver qué
ocurre este verano. Pero Cosroes no
logró nada de qué hablar en sus
invasiones de los últimos tres años y
perdió muchísimo tiempo y dinero
sitiando Edesa.
—¡Ruego a Dios que la guerra
termine! —suplicó Teodora con
vehemencia—. Ese conflicto estúpido,
insensato, lamentable, detestable, nos ha
costado tanto... aunque supongo que si
termina, mi primo tendrá que ir con
Belisario a Italia o con Areobindo a
África. Yo preferiría tenerlo en el este;
tendrá más éxito allí.
—Hay otra posibilidad —sugirió
remarcando las palabras el emperador
—. Narsés lo tiene en muy alta estima,
tú lo sabes. Dijo que estaba
«completamente satisfecho». Viniendo
de Narsés, es un gran elogio.
Teodora desplegó una amplia
sonrisa.
—Lo es, ciertamente. Narsés mismo
no tiene parangón. —Teodora había
comprendido dos cosas de la
advertencia del eunuco, aparte de la
observación principal: que Narsés sabía
que las sospechas eran infundadas y que
sentía aprecio por Juan. Ella siempre
había apreciado a Narsés y sintió ahora
una oleada de afecto hacia él. «Debo
hacer algo por él», pensó.
El emperador enarcó las cejas y
asintió.
—Estaba pensando que ya que
Narsés tiene por fin un secretario con el
que está satisfecho, no le gustaría
perderlo. Necesitamos crear otra fuerza
de mercenarios, por lo que pueda pasar
en Persia, ya que la peste nos dejó
debilitados. Estaba considerando enviar
a Narsés a Tracia para reclutar algunos
de los hérulos. Es casi el único hombre
que puede lograr algo de esos salvajes.
Tu primo podría ayudar en el
reclutamiento y luego, si demuestra ser
competente, a dirigir el ejército. Si la
guerra persa no ha terminado, podemos
enviarlos al este. En caso contrario, los
podemos pasar a Belisario.
—Está pidiendo ya más tropas,
¿verdad? —indicó Teodora—. ¡Y ni
siquiera está en Italia! Eso parece una
buena idea, sin embargo. A Narsés
ciertamente le gustará.
—¿De verdad?
Teodora se rió y deslizó un dedo por
la nariz del emperador.
—¡Vida mía, a él sencillamente le
encanta salir de la ciudad y jugar a los
soldados! ¡Debes saber eso! Si no
hubiera sido vendido como esclavo,
creo que habría terminado de bandido en
Armenia. ¡Capitán Narsés, el terror de
los comerciantes persas! Es mejor en
eso de lo que jamás le has dado la
oportunidad de demostrar. Ese desastre
en Italia realmente no fue culpa suya.
Justiniano sonrió.
—Eso es lo importante. Muy bien.
Lo enviaré a Tracia y le daré algún título
militar.
—Es una buena idea también para
mi primo —asintió Teodora, sonriéndole
a su vez—. Juan puede ir a cubrirse de
gloria entre los hérulos, volver dentro
de unos años y casarse con una dama... y
eso será haberme ocupado de él.
Gracias, queridísimo.
Se reclinó sobre las almohadas de
seda y sonrió a su esposo, con los ojos
entornados. El la besó.
—Espero por tu propio bien que
haga exactamente eso —le dijo
Justiniano—. Pero prefiero que mi niña
del teatro sea la dama más orgullosa del
imperio.
VI - Los hérulos
Dos días después, cuando Juan se
presentó al trabajo en la oficina interior,
Narsés lo recibió sonriente, pero tenso y
con los ojos inusualmente brillantes.
—Tenemos que hablar —le anunció
y lo llamó hacia la antesala privada de
la parte de la oficina que daba a la
corte. Juan reunió apresuradamente las
tablillas y lo siguió.
El salón privado estaba oscuro:
llovía copiosamente y las lámparas
estaban apagadas. Narsés estaba de pie
en el centro y, sonriente, miró hacia la
ventana semioculta. No bien hubo
cerrado Juan la puerta, le sonrió.
—¿Qué sabes acerca de los hérulos?
—le preguntó.
De todas las tribus bárbaras cuyas
cartas y representantes navegaban por
las oficinas, los hérulos cubrían el
mayor espacio en los archivos. Juan
titubeó un instante, intentando ordenar el
material acumulado en su mente; luego
dijo con cautela:
—Son una tribu de bárbaros,
emparentados con los godos, que habitan
en la Alta Mesia cerca de la ciudad de
Singidunum. Nos suministran grandes
cantidades de mercenarios, bajo la
dirección de Faras en África, bajo
Filemut en el este.
—Sí, sí, sí —dijo Narsés con
impaciencia—. ¿Qué más?
Juan
titubeó
nuevamente,
desorientado por la atmósfera de
entusiasmo contenido. «Narsés sabe
sobre los hérulos más que nadie en
Constantinopla. Se encarga de todas las
delegaciones y es amigo de la mayoría
de sus líderes. ¿Por qué estará
interesado en saber lo que sé yo?
¿Habrá una crisis? ¿Alguien ha dejado
escapar información importante?»,
pensó.
—Hace dos años los hérulos
mataron a su rey en Mesia —dijo
lentamente, tanteando el terreno—. Se
llamaba
Ocos.
Había
intentado
fortalecer su poder a expensas de los
nobles, por eso no lo querían. El año
pasado los nobles decidieron que,
después de todo, ambicionaban tener un
rey y nos pidieron que les enviáramos
uno.
—No exactamente —dijo Narsés,
volviendo a sonreír—. Primero enviaron
una embajada a Tule. Querían un rey de
sangre real y creían que aún existían
miembros de la familia entre los hérulos
del extremo norte. Luego, bajo presión
de Constantinopla, aceptaron como rey a
uno de nuestros comandantes aliados,
Souartouas. La embajada de Tule no ha
regresado aún. Podría haber problemas
si vuelve con éxito. Pero por el
momento los hérulos son cordiales con
nosotros. —El chambelán hizo una
pausa, sonriendo a Juan con una mirada
radiante pero reservada—. Y nosotros
les vamos a hacer una visita.
Juan se le quedó mirando, sin
expresar su sorpresa.
—¿A quiénes te refieres al decir
nosotros? —preguntó.
Narsés sonrió.
—Tú, yo, mis servidores, doscientos
guardias escogidos y, si la guerra persa
ya se ha terminado, Filemut y quinientos
caballeros aliados. Hemos de reclutar
tropas, bien porque las necesitemos en
el este o para facilitárselas a Belisario
para su campaña italiana: tantos
hombres como sea posible, diez mil al
menos. Partimos este verano, las
reclutamos en el otoño y pasamos el
invierno en la región. Si realmente
vamos a Italia, tendremos que llevar las
tropas a Dyrrachium y embarcarlas allí
la próxima primavera. Si no,
regresaremos por Constantinopla. Yo
tendré el mando provisional y autoridad
para recaudar fondos, gastarlos y
requisar vituallas según mi criterio. Tú
tendrás un cargo en la guardia imperial
(tanto en la guardia personal como en la
de palacio) y posiblemente el rango de
comandante después.
—¡Oh! —exclamó Juan, todavía
mirándolo inexpresivo.
«Partimos este verano —se repetía
en silencio—. Reuniremos tropas... Dios
Todopoderoso, ¡vamos a la guerra!
Lejos de esta ciudad tramposa y de los
espías y del frío y de las preguntas, lejos
para defender el imperio»
—¡Oh! —dijo nuevamente y su
callada incredulidad comenzó a caer
como la piel de una víbora—. ¿Es
verdad? —preguntó, temiendo que
resultara ser un rumor.
Narsés asintió alegremente, aún
desplegando una amplia sonrisa.
—Su Sacra Majestad me lo dijo esta
mañana. Yo sabía que había estado
considerando un movimiento así, pero
pensé que se decidiría por enviar a otro.
Tampoco me esperaba el rango militar.
Pero aún no se lo digas a nadie.
Tendremos que reorganizar la oficina
antes de partir; quiero reducir las
recomendaciones y los sobornos a un
mínimo.
—No, no... —Juan no sabía qué
decir, se detuvo. Se encontró con los
ojos de Narsés. Los dos se miraron
fijamente un instante. «Está tan
entusiasmado como yo», pensó Juan.
—Por supuesto —apuntó Narsés—,
será un trabajo terriblemente duro.
Movilizar diez mil hombres de un lado a
otro es difícil en cualquier momento, y
mucho peor cuando se trata de bárbaros
de una tribu particularmente salvaje.
Además existe el peligro real de que la
embajada a Tule se presente con un rey
rival de los hérulos y nuestras tropas se
amotinen. Y Tracia y Mesia son regiones
muy pobres, salvajes e inhóspitas, donde
la dureza es condición de vida.
Juan hizo un gesto con la cabeza.
—Es de una belleza maravillosa,
indescriptible.
Narsés se echó a reír.
—Sí,
¿verdad?
¡Adiós,
Constantinopla! Pero recuerda, aún no
debes decírselo a nadie.
La prohibición de contarlo duró un
mes y sólo fue levantada cuando hubo
finalizado la reordenación de la oficina
entre Narsés y sus escribientes en la
corte imperial. Las tareas del chambelán
serían divididas entre otros dos
funcionarios: uno de los eunucos de
palacio se encargaría de las audiencias
y de atender al emperador y un agente
del jefe de las oficinas se ocuparía de
los asuntos financieros, legales y
diplomáticos.
Los
tres
escribas
permanecerían en la oficina y se nombró
a Sergio para que actuara como
secretario ocupando el lugar de Juan.
—¿Sergio?
—preguntó
Juan
sorprendido cuando Narsés le puso al
corriente.
—Es inteligente y competente —
respondió Narsés con frialdad—. Estoy
seguro de que se las arreglará muy bien.
—Sí, pero Anastasio es honrado.
Narsés suspiró y dirigió a Juan una
mirada de afectuosa ironía.
—La responsabilidad podría matar a
Anastasio. Nunca le ha gustado ejercer
la autoridad y se preocuparía demasiado
por lo que hiciera, hasta enfermar de
nuevo. Tiene que ser Sergio, que se
mantendrá dentro de los límites
sabiendo que volveré.
—Muy bien —dijo lentamente Juan.
La necesidad de asegurar una
transferencia de poder ordenada
significaba que tendría que pasar las
próximas semanas trabajando muy cerca
de Sergio. «Exactamente la oportunidad
que busca Sergio para meter las narices
en mis asuntos —pensó Juan preocupado
—. Ojalá supiera si lo hace por su
cuenta o si alguien le paga.»
Para cuando se divulgaron las
noticias, Anastasio ya se había
recuperado, pero no dijo nada cuando
Narsés hizo su discurso en la oficina
bosquejando la reorganización llevada a
cabo. Estuvo con el ceño fruncido
durante el resto del día, pero a la
mañana siguiente se levantó bruscamente
mientras preparaba un archivo.
—Necesito hablar con el ilustrísimo
Narsés —le dijo a Juan y salió dando
una patada a la puerta en dirección a la
oficina interior. Juan oyó que levantaba
la voz pidiendo hablar con Narsés en
privado, pero no oyó nada durante
media hora. Un obispo y un senador
quedaron esperando hasta que el viejo
escriba salió dando otro portazo y se
hundió nuevamente en su asiento. El
chambelán del emperador se acercó a la
puerta de la oficina y se quedó allí un
momento, mirando a Anastasio, que le
daba la espalda, con una mezcla de ira y
remordimiento; se encogió de hombros e
hizo a Juan un gesto para que hiciera
pasar al siguiente—. ¡Maldito sea! —
maldijo Anastasio en voz baja,
arrastrando su archivo todavía sin
terminar. Miró a Juan con odio—. Y
maldito seas tú también. Bonita jugada
me hacéis, dejándome a las órdenes de
ese rastrero de Sergio. ¡Qué encanto
volver a trabajar así!
—Lo siento —dijo Juan con pesar.
Anastasio dio un bufido.
—A ti te puedo entender. Eres joven
y cualquiera de tu edad con un mínimo
de ambición preferiría estar en el campo
de batalla que esgrimir plumas en una
oficina. Pero un hombre del rango del
ilustrísimo Narsés... ¡y a su edad,
también!... debería saberlo.
—¿Qué quieres decir con «a su
edad»? ¿Qué edad tiene?
—¿Cuántos años crees que tiene?
—¿Cuarenta y cinco?
—Yo le eché cuarenta cuando lo
conocí hace veinte años. Es por lo
menos tan viejo como yo. No tiene
ningún sentido que intente ser general
otra vez. Sobre todo después del
desastre de Italia. Pero no, él tiene que
probar al mundo que no le quitaron el
valor al quitarle los testículos... ¡como
si cualquiera con un mínimo de sentido
común creyera que lo guardaba ahí!
Bien, le he dicho lo que pensaba, aunque
a él le da igual, ¡maldito sea! —
Anastasio apretó el archivo sobre el
escritorio y colocó los clasificadores—.
¡Y de ahora en adelante podéis guardar
silencio al respecto!
—Sí, Anastasio —dijo Juan
sumisamente y se inclinó en silencio
sobre su trabajo.
Sergio estaba encantado, como era
de esperar, con la novedad de la partida
de su superior y la de su propio ascenso,
de ahí que anduviera toda la semana
sonriendo afectadamente.
—Un puesto en la guardia personal
es algo importante —aseguró a Juan
mientras recorrían el archivo—. Debes
pagar mil solidi o más si intentas
comprar tu ingreso. Aun así, no te
envidio el que tengas que ir a tratar con
los hérulos. Son el pueblo más
repugnante del mundo. Aunque supongo
que para ti ese honor corresponde a los
sarracenos.
«¡Ya está otra vez a ver si saca algo!
—pensó Juan fatigado—. Alguien
sospecha algo, para que Sergio insista
sobre Beirut y Arabia del modo en que
lo hace.»
—No sé mucho sobre los sarracenos
—replicó—. Por lo general no suelen
llegar hasta Beirut. Sólo les compramos
los caballos.
Sergio sonrió y fingió estudiar las
notas del sistema de archivos.
«Evasivo como siempre. Todo el
dinero que he gastado siguiendo sus
pasos, y no me ha llevado a ningún lado.
Y ahora tendré que dejarlo hasta que
vuelva de Mesia. Bien, al menos he
conseguido ascender», pensó con ira.
Fue a finales de mayo cuando Juan
informó a Eufemia de que partía.
La enorme y vacía casa de la
muchacha estaba menos desnuda ahora.
Algo de la fortuna restituida había ido a
la casa, aunque Juan sospechaba que la
mayor parte del dinero la tendría el
Capadocio en Egipto. Habían terminado
el
intercambio
de
información
vespertino, por lo que la hija del
Capadocio estaba tranquila y contenta.
Eufemia se sentó con las piernas
recogidas sobre el diván, una copa con
vino aguado en la mano, sonriendo ante
una lista que Juan le había dado. Se le
habían soltado algunos mechones, por lo
general tan bien sujetos, y le caían
haciendo una suave onda sobre la
mejilla. «Una muchacha con granos —
pensó Juan, recordando la descripción
de Teodora—. Pudo haber sido cierto
cuando era más joven, pero ahora no es
gorda. Hasta sería hermosa si no se
envolviera en esos vestidos negros y no
se sujetara el cabello con sombreros y
redecillas. Pero no quiere ser bonita; lo
que todas las mujeres quieren, casarse y
tener hijos, no parece interesarle en
absoluto. Supongo, no obstante, que no
se puede casar de todos modos. Nadie
tomaría por esposa a la hija de un
funcionario caído en desgracia y odiado
por la gran mayoría. ¿Qué quiere, aparte
de sacar a su padre de la cárcel?
¿Vengarse de la emperatriz? ¿Poder? ¿Es
ella quien me está espiando? ¿Y por
qué?»
Eufemia levantó la vista; le
sorprendió observándola y frunció el
ceño.
—¿Qué miras? —le preguntó. El
tratamiento formal no había durado
mucho.
—Tengo que decirte que partiré a
Mesia el mes que viene —anunció Juan
sencillamente.
Ella
se
quedó
mirándolo
boquiabierta un instante.
—¿A Mesia? ¿Por qué?
—El ilustrísimo Narsés ha sido
elegido para reunir una fuerza de
mercenarios hérulos. Yo iré con él.
Estaremos un año fuera.
Ella se puso colorada.
—¿Un año? Pero... pero ¿qué pasará
con la información que necesito? Tengo
una carta de mi padre de la semana
pasada; estaba satisfecho con la
información, dijo que era inapreciable y
que debía continuar; si te vas... —Se
interrumpió y se mordió el labio,
enojada consigo misma por haberse ido
tanto de la lengua.
—Probablemente puedas llegar a un
acuerdo con mi sustituto temporal —dijo
Juan. Intentó no dejar ver con cuánto
cuidado observaba la reacción de
Eufemia ante la mención de Sergio—.
Estará sin duda encantado de ayudar a la
prefectura pretoria.
Eufemia no dijo nada. Bajó la
mirada, con el labio aún mordido,
levantó el denso volumen de las listas
retributivas, aún abierto en Siria, y lo
dejó sobre el regazo.
—¿Quién te sustituye? —preguntó
ásperamente, cuando el silencio se hizo
molesto.
—Un hombre llamado Sergio, el hijo
de Demetriano el banquero.
Ella suspiró.
—He oído hablar de Demetriano
Pulgar de Oro. ¿Qué tal es ese Sergio?
¿Puedo confiar en él?
—¿Confías en mí? —preguntó Juan
sarcásticamente.
—Sí —le espetó ella, rápida y
decidida—. Claro que sí. Confío en que
tú no mientes ni me engañas con
rumores, y confío en que sabes de qué
hablas. A ti ya te conozco. A ese Sergio
no. ¿Confiarías tú en él?
—No —respondió Juan, lo bastante
desconcertado como para decir la
verdad—. Es codicioso y ladino; no
confío nada en él. Pero él hará mi
trabajo en la oficina y tendrá acceso a la
misma información que yo. Supongo que
puedes llegar a un acuerdo con él si
quieres que sea de fiar.
—Supongo que sí —convino ella,
aún sin levantar la vista.
Juan titubeó, con la mirada puesta en
un punto por encima de la oscura
cabeza.
—También hay allí un anciano
llamado Anastasio —dijo por fin—. Tú
ya lo conoces, creo. No tiene el mismo
grado de acceso al emperador, pero es
honrado y escrupuloso. Y está
profundamente contrariado ante la idea
de que la prefectura se las tenga que
arreglar sin sus archivos. Estará
contento de atenderte si no te arreglas
con Sergio.
—Puedo arreglármelas con él —
dijo, irguiéndose en su asiento y
mirándolo desafiante—. Puedes traer a
ese Sergio la semana que viene y llegaré
a algún acuerdo con él. ¡Buenas noches!
Juan se levantó, sintiéndose de
pronto incómodo, como si hubiera
perdido algo, como si hubiera dicho
algo que no debiera. Y sin embargo, allí
no se había dicho nada extraordinario.
—Señora Eufemia, ¡salud! —
respondió y bajó lentamente las
escaleras, en busca de su caballo. «No
creo que conozca a Sergio. Quizás no
haya sido ella la que intentó sobornar a
Jacobo. Pero si no, ¿quién ha sido
entonces?», pensó.
Suspiró y se encogió de hombros;
sus pensamientos se volvieron ansiosos
camino del norte.
•••
Juan abandonó la ciudad una cálida
y ventosa mañana de principios de junio,
montando tímidamente al lado de Narsés
a la cabeza de más de setecientos
jinetes. Se había puesto fin a la guerra
persa con una tregua de cinco años, por
eso los cuatrocientos caballeros hérulos
marchaban por las calles de la ciudad
detrás de los veinte servidores de
Narsés y de un centenar de miembros de
la guardia personal del emperador.
Otros cien de la guardia de palacio
cerraban la marcha. El emperador y la
emperatriz, con otros doscientos
guardias, acompañaban a las tropas
hasta la Puerta Dorada. Allí la
procesión se detuvo en la amplia
explanada entre las dos murallas de la
ciudad, primero la pareja imperial y su
guardia y, después, en línea opuesta, las
tropas destinadas a Mesia: setecientos
hombres armados, setecientos caballos
dispuestos en amplios semicírculos de
luz y movimiento. Detrás de ellos, aún
en la ciudad, una larga hilera de carros
tirados por bestias de carga y
conducidos por esclavos esperaba en la
ancha calle. La gente se agolpaba contra
las murallas para mirar. Juan pensó con
alegría que era una imagen magnífica
que valía la pena ver. La luz que
brillaba en los cascos y en la armadura
de los guerreros, resplandecía en las
puntas de sus lanzas y en los arneses de
los caballos. Los escudos esmaltados de
los guardias imperiales, con el
monograma de Cristo, destacaban por su
color dorado. El emperador montaba un
caballo castrado blanco con arnés de
púrpura y oro. La emperatriz iba
tranquilamente sentada en su carro
púrpura. El estandarte del dragón de
seda bordado en oro ondeaba al viento
como si quisiera soltarse del mástil y
alejarse volando hacia el norte. Detrás
de ellos se elevaba la inexpugnable
muralla interior de la ciudad y las torres
invencibles de la puerta; antes, el
camino cruzaba la triple arcada de la
muralla exterior hacia el noroeste, hacia
Tracia.
Juan ajustó sobre su brazo el peso de
su propio escudo esmaltado y miró a uno
y otro lado con atención. La emperatriz
le había aconsejado que contratara un
par de servidores privados, para dar a
entender que era oficial, y le había
encentrado dos robustos guerreros
vándalos, Hilderico y Erarico, que
ahora iban en las bestias de carga a
derecha e izquierda, mirando como si lo
hubieran visto todo antes. Juan suspiró e
intentó
aparentar
la
misma
impasibilidad. La compañía de los dos
vándalos se le hacía asfixiante y su
habilidad para la esgrima, deprimente.
Había aprendido a montar y a tirar con
arco en Bostra porque se consideraban
habilidades esenciales incluso para un
caballero bastardo: eran necesarias para
guardar fincas y para ocupaciones tan
nobles como la caza y las carreras. Pero
saber blandir una espada o arrojar una
lanza, ponerse y quitarse la armadura,
era demasiado para él. Pensó tristemente
en Jacobo, que venía como su esclavo
personal; el muchacho estaba con el
equipaje, e indudablemente lamentaba
perderse el espectáculo.
Narsés, que se sentía extraño en su
cota de malla y casco con cresta roja,
desmontó de su blanca yegua persa.
Entregó el casco a uno de sus
servidores, dio tres pasos hacia adelante
y se inclinó graciosamente para
postrarse ante el emperador; se
incorporó y volvió a postrarse ante el
carro dorado de la emperatriz; se
levantó, dio un paso atrás y nuevamente
adoró a la sagrada majestad de los
soberanos. Juan ya se había dado cuenta
de cuan difícil era inclinarse
correctamente con la armadura puesta y
se volvía a preguntar si el eunuco sería
tan viejo como Anastasio le había dicho.
El emperador inclinó la cabeza en
señal de respuesta.
—Estimadísimo
y
justamente
valorado Narsés —dijo Justiniano, lenta
y claramente para que su voz se oyera
—, que la buena fortuna te acompañe.
Narsés se irguió y puso una mano en
el arzón alto de la silla de montar.
—¡Que Dios proteja a Tu Sacra
Majestad hasta nuestro regreso! —
exclamó y acto seguido se montó en la
yegua. Las trompetas resonaron; los
guardias de la corte levantaron todos sus
lanzas y gritaron y, en las murallas de la
ciudad, el pueblo entonó el grito del
hipódromo:
—¡Victoria a los tres veces
soberanos augustos, Justiniano y
Teodora! ¡Victoria! ¡Victoria!
—No me gusta este grito desde que
se usó en la revuelta de Nika —murmuró
Narsés, juntando las riendas. Hizo un
gesto con la cabeza hacia la derecha y se
dirigió al trote en esa dirección, por
delante del emperador que observaba la
escena.
Juan miró hacia el carro dorado:
Teodora estaba sentada como una
estatua, con su traje púrpura y con la
diadema, una mano levantada en gesto
de bendición. Cuando los ojos de Juan
se cruzaron con los de ella, ésta le
dirigió una fugaz sonrisa y un casi
imperceptible aunque inequívoco guiño.
Juan ocultó su propia sonrisa
inclinándose suavemente y tocándose el
casco... y pasó delante de ella; la ciudad
quedaba
tras
él.
«¡Adiós,
Constantinopla!», pensó y dio unas
palmadas a Maleka en el cuello. La
yegua estaba nerviosa e incómoda por el
peso y el tintinear de la armadura y se
limitó a estirar las orejas hacia atrás.
Entre Constantinopla y Singidunum
había una distancia de más de
setecientos kilómetros. Durante los
primeros cuatro días cabalgaron a través
de las verdes y fértiles praderas de
aquella provincia de Europa. Los
campos, de trigales verdes, se volvían
dorados con el calor del sol del verano.
Los viñedos estaban cargados de
pesados racimos. La ruta estaba en
excelentes condiciones y nada impedía
que a lo largo del camino se
abastecieran en los prósperos pueblos.
Era una cabalgata placentera que
suponía un reposo muy necesitado
después del último mes en la ciudad. El
trabajo en la oficina había ahogado
todos sus preparativos personales. La
adquisición de armas y armadura, su
presentación ante la guardia personal, el
hacer el equipaje..., todo había
transcurrido como en sueños. La
realidad de su partida le había parecido
confinada a órdenes de requisamiento y
a innumerables diplomas y cartas. Ahora
podía recuperar el aliento y mirar a las
tropas.
Los servidores de Narsés, en su
mayoría armenios, eran, junto con los
vándalos de Juan, los soldados más
profesionales
de
la
compañía,
entrenados,
experimentados
y
perfectamente disciplinados. Estaban
bien equipados como caballería pesada
y la mayoría de ellos eran también
arqueros competentes. Los hérulos
también eran todos veteranos, pero por
lo demás eran muy diferentes de los
armenios. Eran hombres altos y
apuestos, que montaban en caballos de
raza tracia o persa; llevaban armas y
armaduras extrañas y eran feroces en el
combate, pero rudos, desordenados,
bebedores y pendencieros. Estaban
comandados por Filemut, un hombre
valiente que se vanagloriaba de sus
victorias y que, por suerte, admiraba
mucho a Narsés e intentaba mantener
algo de disciplina en nombre de su
comandante.
Los
guardias
imperiales
(la
personal,
conocidos
como
los
protectores, y la de palacio, a cuyos
miembros se les llamaba escolarios)
contrastaban a ojos vistas con ellos.
Eran en su mayoría hombres jóvenes de
ricas familias de Asia, ávidos de
destacarse en la guerra. Estaban
hermosamente equipados con armas con
estandartes y armadura (cota de malla,
peto, escudo ovalado, casco redondo,
espada larga de caballería y lanza) y
usaban uniformes de colores llamativos:
verde y rojo los escolarios, escarlata y
morado para los protectores. No
esperaban estropear equipo tan vistoso;
todos habían traído por lo menos un
esclavo que se ocuparía del trabajo
sucio del soldado. Se veían espléndidos
cabalgando a campo traviesa, pero la
mayoría no estaban mejor entrenados
que el mismo Juan. Los protectores en
particular eran todos oficiales: en teoría,
podían servir en la tropa de cualquier
comandante del imperio, aunque en la
práctica la mayoría de ellos sólo habían
servido en la capital unos pocos años
para ver cómo era la cosa. Los
escolarios, la guardia de palacio, que
conformaban el grueso de la guardia
imperial, eran un poco menos exaltados
y apenas mejor entrenados, pero ninguno
de ellos había visto una batalla de cerca.
Los escolarios tenían su propio
comandante, un hombre hosco llamado
Flavio Artemidoro, que no deseaba
abandonar sus cómodos cuarteles para ir
a reclutar bárbaros en las tierras
salvajes de Mesia, pero que tampoco
podía gastar en un soborno el dinero con
que quedarse.
El propio Juan estaba al frente de
los protectores. Se lo había temido, pero
en realidad era un cargo que requería
muy poca atención. La disciplina
siempre había sido bastante laxa para
las tropas de palacio, pero de todos
modos miraban con respeto a un
funcionario imperial y obedecían con
gusto, aunque Juan sabía que lo
consideraban como un empleado
protegido. La verdadera tarea de
conseguirles las vituallas necesarias y
distribuir las obligaciones (o, con mayor
frecuencia, las de sus esclavos) era ya
parte de su trabajo como secretario. La
única orden inusual que dio a lo largo de
la jornada fue iniciar unos ejercicios de
instrucción por las tardes, iniciativa muy
bien acogida por los protectores, ya que
la mayoría se sentían tan poco
preparados como Juan. Los hérulos
observaban a los jóvenes caballeros
galopando
desmañados
por
los
improvisados campos de instrucción,
entre quejidos y sudores, mientras
erraban los tiros de lanza. De vez en
cuando, algún bárbaro saltaba a su
propio caballo y hacía un despliegue de
su sorprendente habilidad mientras los
otros lo aclamaban al tiempo que
insultaban a la guardia personal.
En la mañana del quinto día llegaron
a Adrianópolis. Era una ciudad horrible,
varias veces fortificada, con murallas,
fosos y puertas de hierro. Narsés dio la
orden de pernoctar allí, aunque sólo
habían hecho nueve kilómetros ese día.
—Dejaremos que descansen los
caballos —dijo a Juan—. A partir de
ahora serán más duras las jornadas y
después de Filipópolis, será peor.
Al día siguiente continuaron. El
terreno era más abrupto y los campos
más pobres; poca gente trabajaba en
ellos. Los aldeanos desaparecían al ver
a los soldados, lo que dificultaba el
aprovisionamiento de vituallas. En parte
para practicar, Juan sacó su nuevo arco
y disparó a los faisanes y conejos que la
vanguardia había levantado a su paso.
Aunque nunca excepcional, siempre
había sido un buen arquero, y cobró las
suficientes piezas para convidar a los
oficiales de su rango a cenar. Para su
sorpresa, tanto los guardias como los
hérulos estaban impresionados por su
habilidad.
—¿Cuándo aprendiste a tirar con
arco? —le preguntaban los protectores,
por lo que Juan dedujo que el arco no
era considerado esencial para los
caballeros al norte de los montes
Tauros. Filemut quiso ver el arco. Era un
arma cara, compuesta de capas de
cuerno y de madera. Pequeña, ligera y
muy sólida.
—¿Es persa? —preguntó en su
griego mal pronunciado.
—La compré en Constantinopla, en
el barrio de Constantiniana, muy cerca
de la iglesia de los Apóstoles —
respondió Juan—. Supongo que fue
hecha en la ciudad.
Filemut suspiró y llamó a uno de sus
hérulos, a quien Juan había visto cazar
también con arco, y le dio una orden. El
hombre sonrió, se inclinó y entregó su
arma a Juan. Era más larga que la de
Juan, pero enteramente de madera y
mucho menos rígida.
—Éste es el tipo de arco que usamos
—dijo Filemut—. Es bueno para la caza
menor, pero para nada más. Somos
hombres valientes, guerreros. Nos
gustan las armas fuertes que maten
hombres, por eso nunca hemos
practicado mucho con el arco. Pero los
persas... ¡Madre de Dios, cómo tiran! Y
también los sarracenos. En el este,
vimos muchos sarracenos; algunos de
ellos tenían arcos como el tuyo. Tu
caballo también es sarraceno, ¿verdad?
En el este, la mayoría de las tropas
sirias y árabes copiaron las tácticas de
los persas y los sarracenos; veo que lo
mismo ocurrió en Beirut.
Narsés desplegó una de sus
enigmáticas sonrisas.
—Respecto a eso, nosotros lo hemos
copiado
todo
de
los
persas.
Antiguamente, la fuerza del estado
romano residía en sus legiones de
infantería; los comandantes de hoy día
consideran a la infantería como algo
casi inservible. Los dejans persas
fueron los primeros en utilizar la
caballería con armadura pesada,
imitados después por los romanos.
Ahora todos intentan tener el caballo lo
más grande y lo más pesado posible y
amontonar todo el armamento que
puedan reunir. Me pregunto si no se
estará subestimando a la infantería. Si
tuviéramos algunos buenos piqueros y
algunos arqueros...
Filemut resopló.
—La caballería pesada puede
aplastar todo lo que se le ponga por
delante.
Narsés volvió a sonreír y no dijo
nada.
Desde Filipópolis, adonde llegaron
once días después de abandonar
Constantinopla, la carretera empezó a
subir por los montes Ródopes y, como
Narsés había advertido, la marcha se
hizo más dura. Algunas partes de la
carretera estaban inundadas por el río
Hebro y otras se desprendían por los
precipicios, lo que obligaba a las tropas
a detenerse para apuntalarla antes de
que pasaran hombres y pertrechos. Las
aldeas eran amontonamientos ralos de
chozas, fortificadas y encaramadas en
cumbres inaccesibles. Las ciudades
estaban amuralladas y protegidas,
agarrándose desesperadamente a la
miserable pobreza, que era todo lo que
tenían. Las ciudades más grandes
estaban fortificadas con doble muralla y
se negaban a abrir las puertas a hombres
armados, aunque fueran del emperador.
Eran muchos los campos que se veían
devastados y desolados.
—Esta región lleva ciento cuarenta
años sufriendo invasiones casi continuas
—comentó Narsés una noche que no
pudieron hallar hospedaje—. Los godos,
los alanos y los hunos, los vándalos y
los longobardos, los gépidos, los
búlgaros y los eslovenos, todos han
pasado por aquí. Y los hérulos, por
supuesto. Y nosotros, para los
campesinos, somos todavía tan malos
como los demás. Es increíble que quede
algo. Toma nota de que debo hablar a
los hombres mañana y recordarles que
estamos pasando por tierras romanas y
que no deben saquear.
Era necesario recordarlo. La
caballería de los hérulos tenía tendencia
a recorrer los campos cercanos al
camino en busca de botín y no eran de
fiar en misiones de reconocimiento.
Hasta los guardias imperiales estaban
ansiosos por «sacudir a uno de aquellos
campesinos acaparadores para ver qué
pasaba», según lo planteó uno de los
protectores.
—Inténtalo y te sacudirán a ti
también —replicó Juan secamente—.
Son campesinos romanos; queremos
estar en paz con ellos. Tenemos muchas
vituallas y podemos conseguir más en
Sérdica. Pero si pasa esto con
setecientos hombres, no sé qué pasará
con diez mil —musitó.
Narsés ya estaba disponiéndolo todo
para los diez mil. Al llegar a Sérdica
cayó sobre el gobernador como un rayo
de luz, dispuso una oficina separada
para manejar las vituallas, la proveyó de
órdenes de requisamiento, la aseguró
con codicilos y reorganizó el sistema de
retribuciones para toda la provincia de
Dacia en el mismo acuerdo. Se
almacenarían víveres, se recaudarían
impuestos; con uno se compraría ropa de
recambio y con otro, caballos. Las
tropas permanecieron cuatro días en la
ciudad; durante los cuales Juan escribió
cartas y tomó notas hasta que le dolieron
las manos. Se puso contento cuando
reanudaron la marcha.
De Sérdica a Remesiana, de
Remesiana a Naissus, lejos de las
montañas y hasta las planicies de Mesia.
La tierra aquí era más fértil, aunque
poco más poblada. Los campesinos eran
igualmente
desconfiados
pero
considerablemente más prósperos. La
región había sido protegida en parte de
las invasiones por el asentamiento de
los hérulos en el límite norte.
—El emperador proviene de aquel
poblado —indicó Narsés una mañana
cuando estaban a unos tres kilómetros de
Naissus. Juan miró hacia la aldea con
sorpresa: era un lugar pequeño y sucio.
En los campos verdes había una vieja
campesina que trabajaba con una azada
en un campo sembrado de cebollas. Les
daba la espalda, gris y encorvada, y su
azada brillaba a cada movimiento bajo
el sol cálido y pesado.
—¿Quieres decir que su familia era
dueña de esa aldea? —preguntó.
Narsés sonrió.
—No. Su familia vivía allí. Su
madre probablemente también trabajara
con la azada en un campo de cebollas
como ésa. —Le dirigió a Juan una
mirada irónica—. ¿Acaso no lo sabías?
—No. Suponía simplemente que...,
es decir, su tío fue emperador; suponía
que toda la familia era poderosa.
—Justino Augusto comenzó como
soldado raso, fue ascendiendo en el
ejército, hasta llegar a capitán de la
guardia de palacio, conde de los vigías,
no de los protectores, me temo. Cuando
fue conde, hizo traer a sus sobrinos a
Constantinopla y les dio educación. Él
mismo era casi analfabeto: no tenía hijos
y sentía la necesidad de que algún
miembro de su familia fuera una persona
instruida. Uno de los sobrinos era un
general capaz y popular entre sus
hombres, y el otro era un administrador
excepcionalmente
brillante,
un
organizador inteligente y original, que
logró que su tío fuera aclamado como
Augusto a la muerte del emperador
Anastasio. Justino lo adoptó en señal de
agradecimiento.
—Germano y Justiniano. ¡Dios mío!
—exclamó Juan.
Narsés volvió a sonreír.
—No es una corte muy noble,
¿verdad? El senado la odia. Bueno,
tampoco
nosotros
somos
muy
distinguidos. Filemut es un capitán de
los hérulos y de buena familia, pero tú y
yo... un antiguo empleado de oficina y un
antiguo
esclavo
y
campesino
transformado en eunuco de palacio. Con
todo, nuestro ejército no es mucho más
tampoco.
—¡Tú no eras campesino! —
exclamó Juan, desplegando una amplia
sonrisa y aprovechando la confesión del
chambelán.
—Ah, sí que lo era. Tercer hijo de
un pobre campesino de Armenia, justo
en el límite con Teodosiópolis. Nuestro
buey para el arado murió un invierno,
por lo que mi padre se enfrentó a la
posibilidad de ver morir de hambre a
toda su familia o vender a uno de sus
hijos. Me eligió a mí porque era el
menor y el menos útil para trabajar la
tierra. El traficante de esclavos me hizo
castrar por la misma razón. Yo era aún
muy pequeño en esa época y no valía
mucho. No creo que el traficante le diera
a mi padre ni siquiera el dinero
necesario para comprarse otro buey. —
Narsés siguió cabalgando y guardó
silencio por un instante. Ya no sonreía
—. Aún tengo conocidos allí —añadió
tras una breve pausa—. Cuando me
manumitieron y vi que era rico, les envié
algo de dinero. Sesenta y nueve sueldos.
Pensé que debía darles al menos lo que
el emperador pagó por mí.
—¿Alguna vez quisiste volver? —
preguntó Juan.
Narsés movió la cabeza.
—No hay nada por lo cual volver y
nada que decir si volviera. Juan se miró
las manos, asiendo el cuero ennegrecido
de las riendas de Maleka.
—No —dijo—. Nunca se puede
volver atrás, ¿verdad?
Tras dos días de cabalgada hacia el
norte desde Naissus y casi un mes
después de haber dejado Constantinopla,
llegaron al territorio de los hérulos.
Los hérulos eran oficialmente los
huéspedes de la población nativa
romana, pero en la práctica esta
población estaba dispersa y establecida
en Singidunum y en una o dos ciudades
más de la región. Todas las aldeas de
campesinos eran de los hérulos, quienes
no se escondían al ver a los soldados,
como hacían los campesinos romanos,
sino que, por el contrario, antes de que
las tropas alcanzaran la primera aldea
les salieron al encuentro amontonándose
en la carretera, hoscos y desconfiados al
ver a los guardias con el estandarte del
dragón, pero estallando en gritos de
júbilo cuando notaron que el grueso del
ejército estaba compuesto de sus
propios compatriotas. La caballería
formada por hérulos gritaba, golpeaba
las espadas contra los escudos, las
blandía en el aire y hacía galopar a sus
caballos de un lado a otro. Narsés dio la
señal de alto y Filemut tuvo una larga
conversación con los ancianos de la
aldea en su propia lengua. Narsés
permanecía sentado en su yegua blanca,
con expresión impasible, atento. Juan
sabía que el eunuco comprendía el
idioma, aunque prefería no hablarlo.
Finalmente uno de los hombres de
Filemut salió al galope a hablar con
algún noble del lugar para anunciarle la
llegada del ejército.
—Ahora comienza la parte tediosa
—dijo Narsés a Juan en persa, para no
ofender a los hérulos—. Pasaremos los
próximos tres o cuatro meses bebiendo,
escuchando discursos y dirimiendo
conflictos de los hérulos y, con suerte,
podremos bañarnos una vez en todo ese
tiempo.
—¿Tres o cuatro meses? ¿Tanto
tiempo nos llevará? —preguntó Juan.
—¡Ya lo creo! —dijo Narsés con
una sonrisa.
Los hérulos, según notó Juan, daban
mucha importancia a la hospitalidad y
muy poca a la autoridad imperial. Era
imposible dirigirse directamente a su
rey en Singidunum y solicitar el
reclutamiento para el emperador. Era
una lástima, pensaba Juan, puesto que
Singidunum era el único lugar de la
región donde se podía hallar algún tipo
de vida civilizada. El rey, Souartouas,
había dirigido tropas para Justiniano y
quiso recrear en la capital fronteriza un
pálido reflejo de Constantinopla. Tenía
la corte en el viejo palacio de la
prefectura y cuando llegó el ejército, les
dio la bienvenida a todos e invitó a los
oficiales a una elegante cena, donde
sirvió vino traído de lejos; también
ofreció a sus huéspedes romanos el uso
de los baños del palacio (pues los baños
públicos estaban abandonados desde
hacía treinta años). El rey anhelaba
ayudar en los preparativos para las
vituallas y el viaje, y sus secretarios
escribieron cartas a los jefes nobles
explicando por qué venía Narsés e
instándolos a cooperar, pero tales cartas
no significaban nada para los nobles que
pretendían ser visitados uno a uno.
Narsés era muy conocido entre ellos:
había tratado con sus delegaciones y
había decidido puestos para sus jefes
mercenarios, por lo cual lo respetaban.
Querían el honor de agasajar ellos
mismos a un ministro imperial, pues
delegar eso en su rey era impensable.
Entonces, mientras la mayoría de los
guardias permanecían en Singidunum
(trabajando, según la orden de Narsés,
en la reparación del acueducto y los
baños públicos), Narsés y Juan junto
con una tropa selecta recorrieron el
campo, asistiendo a banquetes.
Los nobles hérulos tenían la
costumbre de construir salones para los
banquetes. Éstos eran por lo general
grandes establos de paja, a veces con
suelo de madera en un extremo, con un
agujero para el fuego en el medio y
bancos donde los compañeros del jefe, o
los guerreros, dormían y comían.
Constituían un gran avance con respecto
a la típica casa de los hérulos, que
consistía en una choza de carrizos y
barro de una sola pieza con el suelo de
tierra y una pocilga fuera. Nadie sabía
lo que era bañarse y el lavado de ropas
era poco frecuente; las letrinas se
cavaban sin drenaje en medio del
pueblo, los niños y los animales
defecaban en las calles y el hedor era
espantoso.
Los banquetes de los hérulos solían
empezar una hora antes de la puesta del
sol y acababan cuando los hombres,
borrachos, iban vomitando y cayéndose.
No se permitía a las mujeres asistir a los
banquetes. Los hombres bebían una
cerveza amarga e insípida y un
hidromiel amarillo muy fuerte, comían
grandes trozos de carne hervida o asada
en espetones, con tortas de pan ácimo
hecho con harina de cebada y mijo, de
acompañamiento; el vino era casi tan
desconocido como la moderación. Para
un romano, acostumbrado a platos con
muchas especias, poca carne y buen pan
de trigo, aquella comida era casi
incomible. Como diversión los hérulos
tenían bardos que cantaban las proezas
de los héroes patrios con voz aguda y
con el monótono acompañamiento de un
arpa de tres cuerdas.
—Algunos de sus poemas son
realmente estupendos —decía Narsés—,
aunque muy sanguinarios, me temo. —
Para Juan eran simplemente un quejido
incomprensible.
Al llegar a la aldea de un jefe,
Narsés asistía al banquete de
bienvenida, sonreía amablemente, se
sentaba con expresión imperturbable y
rehusaba con mucha habilidad que le
volvieran a servir hidromiel. Al día
siguiente comenzaba el trabajo. A cada
jefe local tenía que explicarle
individualmente
la
razón
del
reclutamiento; cada jefe tenía que
jactarse de sus hazañas militares y del
coraje de sus seguidores; había que
explicar entonces los términos de un
contrato mercenario a estos mismos
soldados, algunos de los cuales siempre
estaban de acuerdo con incorporarse al
ejército. Juan redactaba los documentos
y tomaba nota taquigráfica de las
conversaciones. Luego el capitán y sus
compañeros invitarían a Narsés a cazar
con ellos (ya que la caza era otra de sus
diversiones). En la primera cacería Juan
hirió a la presa, un lobo, con una flecha,
cuando descubrió que los hérulos lo
miraban como sorprendidos por
considerar el arma cobarde y poco
deportiva. En salidas posteriores llevó
una lanza y cabalgó lo más lejos posible
de la presa.
A la noche siguiente de tan divertido
entretenimiento siempre había otro
banquete para honrar a los guerreros que
habían decidido incorporarse al
ejército. Pero al día siguiente había que
repetir todo el proceso, porque la
mayoría de los camaradas que habían
decidido ir habían cambiado de idea y
algunos de los que no se habían alistado,
ahora sí querían, por lo que el jefe
exigía cambiar los términos del acuerdo
y hacía caso omiso del documento
escrito al no poder leerlo. El mejor
reclamo era siempre que un ejército en
Italia sería comandado por Belisario.
Todos los hérulos detestaban al gran
general, por eso contaban una y otra vez
las ofensas que les había hecho: azotar a
algunos por beber; no respetar sus
costumbres, particularmente en lo
tocante a los castigos; una vez había
mandado empalar a dos jóvenes
guerreros por asesinato, después de que
mataran a dos camaradas en una pelea
de borrachos, aun cuando las familias de
las víctimas estaban conformes en
olvidar el incidente mediante el pago
compensatorio. Narsés tenía una
paciencia infinita. Les decía que los
hérulos tenían su propio comandante en
Italia y que no estarían directamente
bajo las órdenes de Belisario.
—¿Quién será el comandante? —
preguntaba el jefe hérulo—. Nos
gustaría obedecer al ilustrísimo Narsés,
pero él no va.
—El
sagrado
Augusto
os
proporcionará un comandante en el que
podréis confiar —insistía Narsés—. Eso
se decidirá antes de partir para Italia, os
lo prometo. —Y señalaba a Juan para
que releyera las notas de las
conversaciones del día anterior, ante lo
cual el jefe se quedaba perplejo y
miraba con desconfianza, pensando que
se trataba de una prodigiosa memoria
por parte de Juan o alguna clase de
magia maligna. El acuerdo se volvía a
revisar, con lo que más guerreros
cambiaban de opinión sobre él y
finalmente había juramentos y otro largo
banquete. Cuando no asistían a
banquetes, ni cazaban ni negociaban, los
guardias se veían rodeados por una
muchedumbre de hombres, mujeres y
niños que no habían visto nunca romanos
y querían ver si eran humanos. Todos los
hérulos (y, como no tardó Juan en
advertir, todos los que sufrían su
hospitalidad también) tenían pulgas,
piojos y ladillas. «Aburrido» era un
modo sumamente suave de describirlo.
Después de casi tres semanas de
reclutamiento, Juan se las arregló para
excusarse de ir de cacerías, pretextando
que Maleka tenía una pata lastimada.
Dejó plantados a todos los que querían
ir de excursión y encontró un poco de
tranquilidad en el establo; estaba mucho
más limpio que la casa que se le había
asignado a él y no olía tan mal. Había
prometido escribir una carta a la
emperatriz, y para eso llevaba el
plumero, pero se pasó un buen rato en
silencio, contemplando el pergamino.
Constantinopla parecía un mundo tan
remoto que era difícil encontrar
palabras, sobre todo si la carta iba
dirigida a Teodora. Se la imaginó
desperezándose sobre el triclinio
durante el desayuno, recién bañada,
vestida en seda púrpura, comiendo... ya
serían manzanas para esta época, y
escuchando a Eusebio que le leía las
cartas del día. Casi podía ver el brillo
divertido en sus ojos de párpados
caídos. Debía escribirle una carta que la
halagara y la divirtiera. Una carta que
ella aprobara. «¿Pero qué es lo que ella
quiere de mí?», se preguntó en silencio y
el placer del recuerdo se mezcló
súbitamente con un terror intenso aunque
difuso. Era el miedo de ser descubierto,
una especie de vergüenza ante su
supuesta importancia y sobre todo el
miedo de ser arrastrado locamente y sin
control hacia algún destino desconocido.
«Por eso quería irme de Constantinopla
—reconoció—. Y aun así añoro la
ciudad.»
Esta verdad le sorprendió, lo que le
hizo recapacitar. «Supongo que lo que
más añoro son las comodidades de la
civilización. Pero es cierto que añoro la
oficina y a Teodora; e incluso a Eufemia.
Me pregunto cómo le irá con Sergio...»
Súbitamente se oyó un ruido de
pasos que entraban en los establos y
luego una cara asomó por la puerta de la
cuadra. Era el rostro de una muchacha,
de ojos azules, bonita, que se mostraba
curiosa y decidida.
—¡Oh, estás aquí, muy noble señor!
—dijo en un griego hermosamente
entrecortado—. ¿Puedo hablar contigo?
Juan permaneció callado un
momento, preguntándose cómo decirle
que se fuera. Pero el solo hecho de que
hablara griego indicaba que era la
esposa o la hija de algún personaje, y el
éxito de su misión dependía de no
ofender a nadie importante.
—Por
supuesto
—dijo
incorporándose.
La muchacha abrió la puerta de la
cuadra y entró con una sonrisa. Era más
o menos de su misma edad, y también de
su misma estatura; claro que los hérulos
eran altos. Llevaba una túnica de lino
azul y un manto rojo sobre los hombros
y lucía un collar de oro y aros romanos
importados: evidentemente, era una
mujer de rango.
—Soy Dacia, la hija de Rodulfo —
dijo tímidamente—. Tenía muchas ganas
de hablar contigo.
Rodulfo era el jefe local. Juan
contuvo un suspiro y se inclinó
levemente.
—Me honras con tu presencia,
señora Dacia.
—Por favor, ¿podemos sentarnos?
—dijo la muchacha, señalando el fardo
de paja donde Juan se había sentado
antes.
Ella levantó las tablillas y la hoja de
pergamino y las sostuvo mientras Juan
se sentaba; después se sentó a su lado.
Contempló atentamente el plumero de
Juan, que era de bronce con
incrustaciones de plata.
—¿Siempre llevas esto? —preguntó,
tocando el estuche—. ¡Qué cosa tan
ingeniosa, escribir! Los hombres dicen
que escribes tan de prisa como ellos
hablan.
—Soy el secretario de Narsés,
señora. —Juan tomó el estuche y las
tablillas—. Los secretarios deben ser
capaces de tomar notas.
—Es muy ingenioso —dijo Dacia,
doblando compungida las manos vacías
sobre el regazo—. Ojalá yo supiera
escribir.
—¿No hay nadie aquí que te pueda
enseñar?
Se encogió de hombros.
—Mi padre conoce a un hombre, un
sacerdote, que sabe escribir. Pero no
quiere que yo aprenda... Estoy diciendo
cosas tristes y... quería preguntarte sobre
la gran ciudad, Constantinopla. Nunca he
hablado con nadie que haya estado allí.
¿Es más grande que Singidunum?
Juan no pudo reprimir una sonrisa.
—Podrías poner varias Singidunum
dentro de Constantinopla y aún te
sobraría espacio.
—¡Oh, estás bromeando!
—No.
—¡Qué hermosa debe de ser! ¿Y tú
eres de allí? ¿Tu familia es de allí?
—No, yo soy de Bostra, en Arabia.
—Las palabras se le escaparon sin
pensar, y se mordió la lengua. No había
nadie más que pudiera oír y esta mujer
bárbara probablemente no sabría
distinguir la diferencia entre Bostra y
Beirut, pero se maldijo por haber
olvidado la mentira.
—Bos-tra. ¿Es una gran ciudad,
como Constantinopla?
—No
tan
grande
como
Constantinopla —dijo, resignado—.
Pero también es una hermosa ciudad. —
Y de repente la vio en su imaginación,
como la había visto tantas veces al
volver de un viaje de negocios con su
padre: el verde de las tierras cultivadas,
que resaltaba sobre las vastedades color
ocre del desierto sirio; los intrincados e
ingeniosos sistemas de riego que cubrían
toda la región con el preciado sonido
del agua escondida; las palmeras de
dátiles junto a las murallas y los acantos
florecidos; las casas blanqueadas, las
paredes de piedra rosada, los camellos
bebiendo en la fuente del mercado. Con
una súbita repugnancia por la larga
mentira, agregó—: Era la capital de los
nabateos, de un gran reino, antes de
formar parte del imperio. Las caravanas
pasaban por ella desde el noreste, desde
más allá de las tierras de los persas,
trayendo especias y seda fina del
Oriente. —«Y yo no debería decir esto
porque puede repetirlo. El nombre de
una ciudad no significa nada, puedo
decir fácilmente que se confundió, pero
nadie puede confundir esta descripción
de Bostra con Beirut», pensó, ahogando
desesperadamente el elogio de Bostra
que le brotaba desafiante a sus labios.
Ella lo miraba atentamente, con los
ojos como platos.
—Sé lo que es la seda —dijo
humildemente. Titubeando, ella extendió
la mano hasta el manto de Juan y tocó el
borde rojo y púrpura—. Esto es seda. El
rey la usa en Singidunum y también
algunos guerreros que han estado entre
romanos, y a veces sus mujeres. —La
acarició durante largo rato—. Nunca la
había tocado; ¡es tan suave! ¡Cómo
brilla! Y Bostra, tu ciudad, ¿queda muy
lejos de Constantinopla?
—Tan lejos como Constantinopla de
Singidunum, tal vez más. Pero puedes ir
por mar, así que no importa. —Se tragó
las palabras para su seguridad ahora,
recordando que Beirut era un puerto.
—¡El mar! Pienso que el mar debe
de ser como un enorme campo de trigo,
todo lleno de agua. Pero vives en
Constantinopla, ¿no? ¿Tu familia está
allí?
Juan hizo un gesto negativo con la
cabeza.
—Toda mi familia ha muerto. Pero
soy primo lejano de la Serenísima
Augusta, Teodora; ella fue quien me dio
un puesto con el ilustrísimo Narsés.
Le dirigió una sonrisa radiante.
—¿Eres primo de la emperatriz?
¡Oh, yo sabía que eras noble! Las otras
mujeres dicen que eres un pobre
hombre, aunque mandas soldados,
porque sigues al ilustrísimo Narsés y
tomas notas y usas arco en lugar de
lanza. Cuando les diga: «Es primo de la
gran reina», se avergonzarán. Entonces,
has conocido a la emperatriz Teodora, y
has hablado con ella, y con el
emperador, ¿verdad? ¿Cómo son? —La
muchacha aún sostenía el borde sedoso
del manto y sus dedos se crispaban de
entusiasmo tocando la seda.
Juan se encontró sonriéndole y
describiendo el trono de Salomón en el
palacio Magnaura, con sus lámparas
doradas; describió cómo el emperador y
la emperatriz se elevaban juntos en el
diván, vestidos de seda púrpura,
coronados con diademas, y cómo sus
sirvientes se postraban ante la sagrada
majestad del poder imperial.
Dacia escuchaba boquiabierta y los
ojos le brillaban de placer.
—¡Oh,
es
maravilloso!
¡Maravilloso! —exclamó—. ¡Ojalá
pudiera verlo! —Avergonzada, bajó la
mirada y notó que le había arrugado el
manto. Rápidamente empezó a alisar la
seda con las manos—. Los romanos no
son como los hérulos —dijo seriamente,
mientras
sus
manos
delicadas
acariciaban la seda—. Saben muchas
más cosas, saben escribir y hacer cosas
hermosas. Tan bonitas, tan... —Volvió a
levantar la mirada. Sus ojos eran de un
azul pálido, enmarcados por pestañas de
un dorado oscuro. Juan sintió que le
faltaba el aire y se quedó sentado sin
moverse. La mano de Dacia dejó la seda
y le acarició el rostro—. ¡Sois tan
diferentes de nosotros! —dijo con pesar
—. Vosotros llegasteis a mi aldea ayer y
mañana os iréis de nuevo. Pronto
volverás a Constantinopla. ¿Tienes
esposa allí?
—No. —Juan tomó la mano y la
apartó nerviosamente de su cara. Su
corazón le martilleaba en el pecho. «No
estoy casado, pero ella debe de estarlo
—se recordó a sí mismo—. Hermosa,
más de veinte años e hija de un jefe:
debe de tener un marido noble que ha
salido de cacería. Y no sería mucho
mejor que fuera virgen: eso ofendería a
su padre en vez de a su marido. De
todos modos, sólo siente curiosidad.»
Sujetó la mano que había cogido la
suya y la examinó.
—Esa marca es de la pluma,
¿verdad? —dijo ella, señalando el
brillante trozo de piel muerta del dedo
medio de la mano derecha—. Enséñame
a escribir, por favor.
Juan se relamió los labios, cogió el
plumero y el pergamino y escribió el
alfabeto. Mientras tanto, ella observaba
con la cabeza inclinada sobre él. Juan
era dolorosamente consciente de la
proximidad del cuerpo de ella, de su
piel blanca, de los senos redondos que
se oprimían contra la túnica cuando se
inclinaba sobre él, del calor de su
respiración sobre su brazo. «Soy
huésped aquí —se recordó a sí mismo
ya desesperado—. No debo hacer nada
que los pueda ofender.»
—¡Escribe mi nombre! —rogó ella,
y él lo escribió. Ella lo contempló
atentamente y señaló cada una de las
letras a su vez, comparándolas con el
alfabeto—. ¿Ahora escribo yo? —
preguntó con impaciencia, intentando
tomar la pluma.
—Es más fácil con éstas —le dijo
entregándole las tablillas de cera y un
estilete. Ella las tomó con avidez y
copió las letras del alfabeto, torpe y
cuidadosamente,
preguntando
nuevamente los nombres de las letras y
pronunciándolas. Cometió un error en la
zeta y protestó enojada; Juan tomó el
estilete y le enseñó cómo darle la vuelta
y corregir el error; guió su mano sobre
el resto del alfabeto. Se sorprendió de
que su propia mano no temblara al final.
—¡Qué hermoso es! —exclamó otra
vez cuando terminó. Tomó el pedazo de
pergamino—. ¿Me puedo quedar con
esto? Estudiaré las letras.
—Por supuesto. Las tablillas
también, si quieres. Tengo más.
—¡Muchas
gracias!
¡Muchas
gracias! Yo... yo quería... —Se
interrumpió mirándolo; su hermosa piel
se oscureció y adquirió un hermoso rosa
oscuro—. Yo pensaba..., es decir, si te
gusto...
«¡Si me gusta!», pensó Juan
confundido.
—¿Qué quieres decir, señora?
—Si quieres acostarte conmigo —
dijo ella, haciendo un gesto desesperado
—. Si tú lo quieres, yo también.
Juan sintió que su cara se encendía.
Bajó la mirada, miró las manos de la
joven asidas fuertemente y respiró
hondo para recobrar la calma. Recordó
cómo Teodora se había reído de él.
Recordó cuando tenía diecisiete años,
loco de amor, acostado en su oscura y
caliente habitación de Bostra y soñando
con el hermoso cabello y los ojos azules
de Criseida, a quien jamás se había
atrevido a tocar. Y también otras
muchachas: admiradas y deseadas, a las
que nunca había hablado. Nunca había
soñado que algo así pudiera ocurrirle a
él, y le parecía mentira.
—Señora
Dacia
—le
dijo,
ceremonioso—,
me
siento
profundamente honrado y te estoy muy
agradecido por tu invitación, pero soy
huésped de tu padre y mi comandante
está aquí en misión diplomática. No me
atrevo a hacer nada que pueda ofender a
tu padre, o si lo tienes, a tu marido... por
mucho que yo lo desee.
—Mi marido ha muerto —dijo, y se
mordió el labio—. No tengo marido. —
Inmediatamente se alejó y se quedó
sonrojada y avergonzada.
—Pero... señora... Dacia —le tomó
la mano, y se dio cuenta de que no tenía
nada que decirle. Sintió un súbito terror.
«No conozco sus costumbres. ¡Dios
Todopoderoso,
no
conozco
sus
costumbres en este terreno!» Pero no
podía hablar ni dejarla irse.
—¿Quieres, pues? —preguntó ella,
el rostro nuevamente iluminado.
—¡Sí, sí, claro que sí!
Ella sonrió, se sentó a su lado y lo
besó.
—Nos quedamos aquí —dijo—.
Será más discreto que en las casas.
Hacer el amor no fue lo que
esperaba. Fue un alivio, no el éxtasis; un
intenso placer, pero al mismo tiempo
aterrador. Su propio cuerpo le pareció
algo fuera de su propio control, animal y
ajeno, y su mente lo observaba con
estupor. Después, sin fuerzas y
temblando, se quedó recostado junto a
ella en la paja y vio un piojo que se
arrastraba por su hermoso cabello,
produciéndole una oleada de asco. Se
incorporó rápidamente y empezó a
ponerse la túnica. «No tiene marido,
pero su padre volverá más o menos
dentro de una hora. ¡Dios mío, esto
podría traer problemas! Y es un
pecado... ¡pero qué encantadora es!»,
pensó con amargura.
Dacia se había incorporado y se
estaba poniendo la túnica; sus hombros
eran blancos como el mármol, sus
pechos redondos y rosáceos. «Como la
estatua de Afrodita de Fidias, en la
Calle Media de Constantinopla», pensó
Juan. Ella percibió su mirada y le
sonrió.
—¡Qué hermosa eres! —dijo él,
devolviéndole la sonrisa, y ella contuvo
una risita. Dacia estiró la túnica hacia
abajo y se puso de pie, levantando el
manto.
—¿No lo digo bien? —preguntó
ella.
—Lo dices maravillosamente. —La
mezcla de asco y ternura era dolorosa,
pero ante ella sólo podía sonreír
tontamente.
Ella volvió a reírse; iba a decir algo
más cuando se oyó el piafar de unos
caballos fuera. Rápidamente se echó el
manto por los hombros, se lo sujetó y
salió velozmente de la cuadra justo
cuando la partida de caza entraba en los
establos. No bien se hubo ido ella, Juan
deseó que jamás hubiera venido.
Aquella noche, durante todo el
banquete, estuvo preocupado acerca de
las posibles consecuencias de acostarse
con la hija de un jefe y decidió
finalmente que debía consultar a Narsés.
Al eunuco le habían asignado la mejor
casa de la aldea y a Juan la segunda
mejor; ambas estaban cerca la una de la
otra y, según los parámetros de los
hérulos, eran muy amplias. Cada una
tenía dos habitaciones: una para el señor
y la otra para los esclavos y para
cocinar. Mientras regresaban del
banquete, Juan planteó a Narsés una
charla privada, por lo que éste lo invitó
a pasar a la oscura habitación del fondo.
Narsés encendió la única lámpara
colgante y ordenó a sus sirvientes que se
retiraran. Se sentó en la cama, con
expresión cansada pero tranquila.
—¿Cuál es el problema que me
planteas? —preguntó amablemente.
Juan se sonrojó y, tartamudeando por
lo avergonzado que estaba, explicó lo
que había ocurrido en los establos.
Narsés escuchaba pacientemente sin
decir nada; un momento en que Juan se
detuvo, suspiró.
—Está bien que me cuentes esto. Los
hérulos no dan a la castidad la misma
importancia que los godos, pero esto
podría igual traer problemas. ¿La
muchacha era virgen?
—No, dijo que era viuda.
Narsés dio muestras de alivio.
—¡Una
viuda!
Eso
está
perfectamente bien. Yo te sugeriría que
le hicieras algunos regalos, la trataras
con respeto y le ofrecieras recibir a su
hijo, si tiene alguno. Indudablemente, lo
que quiere es reconocimiento público.
—¿Lo que ella quiere? Yo pensaba...
—Lo que quiere aparte de ti, por
supuesto. —Narsés le dirigió su sonrisa
cortés—. Fue una delicadeza por su
parte en dejar el reconocimiento en tus
manos. Antes de que este pueblo
adoptara la fe cristiana (que fue hace
quince años) era costumbre que las
viudas se colgaran junto a las tumbas de
sus maridos. Una viuda que eligiera
vivir era tratada con tanto desprecio
como nosotros los romanos trataríamos
a una prostituta. La costumbre del
suicidio tiende a desaparecer por la
influencia de la Iglesia, pero el
sentimiento popular aún considera a una
viuda como menos que respetable. Para
esta muchacha tuya, tener un romance a
la vista de todos con un embajador
romano, comandante de la guardia
personal y primo de la sagrada Augusta,
sólo
puede
favorecerla
y
en
consecuencia
aumentar
su
respetabilidad. Espero que le hayas
dicho que eres primo de la emperatriz.
Estupendo. Tal vez hasta pueda volver a
casarse ahora, aunque sea con un
hombre de rango inferior.
—¡Santo Dios! Pobre Dacia. —Juan
se quedó en silencio por un instante,
para después decir—: Así que ella vino
al establo pensando en eso.
—Probablemente.
¿Te
sientes
ofendido?
—No. Pero me confunde. —Recordó
cómo se había sonrojado y sintió que las
mejillas le ardían. El acto sexual en sí
ya carecía de importancia ante la
confusión y lo insólito de los resultados.
—Claro que sí. Si no es
inapropiado, por ser yo quien te lo
aconseja, sería mejor que evitaras tener
este tipo de aventuras en el futuro.
Probablemente no pasará nada en este
caso, pero otra joven podría estar en
circunstancias diferentes y te podría
traer problemas a ti y avergonzarnos a
nosotros.
—No
pretendo
repetir
el
experimento —dijo Juan. «No valió la
pena, como tampoco valió la pena todo
lo que he pensado en ello. Y es un
pecado. Aunque no tanto para ella, no
con su familia pensando que estaría
mejor muerta como su marido. Entonces
por eso se levantó tan rápidamente
cuando me dijo que era viuda», pensó
—.
¡Pobre
muchacha!
—dijo
nuevamente—. ¡Qué pueblo tan salvaje
son estos hérulos! Sergio tenía razón:
son el pueblo más repugnante del
mundo.
Narsés se encogió de hombros.
—Me recuerdan a los héroes de
Hornero.
Muy
valientes,
muy
independientes y muy dados a
vanagloriarse. «Sacrificando a las
cabras que balan y a los bueyes de
torcidos cuernos que se arrastran.»
—Los héroes de Hornero se
bañaban —dijo Juan con amargura—. Y
no obligaban a las viudas a colgarse.
—Probablemente sea más fácil
bañarse en Grecia, donde hace calor,
que en Mesia. Y los hérulos vienen de
Tule, donde hace aún más frío... Dicen
que en el invierno, el sol no sale en
cuarenta días. Pero los hérulos ya no son
lo salvajes que eran antes. Abandonaron
lo peor de sus viejas costumbres cuando
adoptaron la fe cristiana.
—¿Acostumbraban hacer cosas
horribles también?
Narsés no sonrió.
—Practicaban el sacrificio humano.
Y si había alguien demasiado viejo o
demasiado enfermo como para no poder
cuidar de sí, lo mataban.
—¡Santo Dios!
—Era una costumbre cruel, pero
había cierta dignidad en ella. Cuando un
hombre estaba demasiado enfermo como
para levantarse, su familia hacía una
pira funeraria y lo llevaba y lo colocaba
allí con sus mejores pertenencias. Todos
lo besaban y se lamentaban y elogiaban
su coraje y generosidad. Luego, dado
que estaba prohibido derramar sangre de
la familia, un amigo de la familia mataba
al inválido con un cuchillo y quemaban
el cuerpo. Aún hacen esas cosas a
veces, en aldeas que están lejos de las
iglesias..., pero no está bien visto.
—¿Y no piensas que son el pueblo
más repugnante del mundo?
—No —dijo secamente Narsés—.
Le daría ese título a los romanos, que
hacen cosas similares, o peores, por
dinero. Y diría que los romanos son
también el pueblo más noble de todos
los pueblos del mundo, que sobrepasa a
todos por sus leyes, su arte y su fe.
Nuestra ciudad es la gran prostituta de
Babilonia, ebria de la sangre de los
santos, y es la ciudad colocada en la
cima, cuya luz no se puede ocultar. Al
menos, eso es lo que yo creo.
—Crees en las contradicciones.
Narsés desplegó una sonrisa
absolutamente enigmática.
—Así es.
Juan guardó silencio, considerando
las contradicciones de la civilización y
la simplicidad del salvajismo; como se
hacía tarde, dejó tales consideraciones,
desesperado.
—Bien, las camas romanas tienen
menos contradicciones que las de los
hérulos —dijo alegremente—. Las
camas romanas están hechas para que la
gente duerma, pero las de los hérulos
son para las chinches. De todos modos,
haré frente a tal contradicción. Buenas
noches, Ilustrísima.
A la mañana siguiente Juan fue al
salón del banquete, seguido por sus dos
servidores, y preguntó abiertamente por
Dacia; eso causó una conmoción
bastante grande entre los guerreros, pero
finalmente un hombre le indicó la casa
de Rodulfo. Dacia estaba sentada en el
salón posterior, trabajando en un telar
con otras mujeres. Parecía cansada y
tenía los ojos rojos, pero su cara se
encendió cuando vio a Juan.
—Deseo agradecerte, señora, tu
bondad —le dijo Juan formalmente—.
Por favor, acepta estos regalos. —Le
ofreció un manto de los usados por la
guardia personal que tenía de más y el
plumero.
Ella se levantó de un salto,
sonrojándose y sonriendo alegremente, y
sus amigas o primas se pusieron a
comentar entre sí. Ella tomó el manto,
acarició los bordes de seda y se lo echó
sobre los hombros. Tomó el estuche y
lanzó una exclamación de sorpresa,
luego arrojó los brazos al cuello de Juan
y lo besó.
—Esperaba que no te avergonzaras
de mí —dijo con alegría—. Pensé que
estabas enojado porque yo era viuda y
que por eso no dijiste nada. ¡Qué
equivocada estaba!
—Sí, muy equivocada... —dijo. En
presencia de ella, la cuestión del amor
le seguía pareciendo confusa, pero
menos estúpida y desagradable que la
noche anterior. Y la extraña mezcla de
repulsión y ternura lo volvió a
confundir. De repente deseó con todas
sus fuerzas largarse de allí. Pero sonrió,
le tomó las manos y agregó—: Creo que
debo decirte también que si tienes un
niño,
puedes
enviármelo
a
Constantinopla.
Ante esto, Dacia le dedicó una más
amplia sonrisa y lo volvió a besar.
—Y debo atender a tu padre —
añadió Juan enseguida—. El ilustrísimo
Narsés me está esperando; hay una o dos
cuestiones que debemos resolver antes
de partir.
La noticia corrió rápidamente por la
aldea. Una vez que hubieron resuelto las
cuestiones pendientes, hecho el equipaje
y, cuando los visitantes estaban
saludando a su anfitrión, el jefe,
Rodulfo, se volvió súbitamente hacia
Juan con una amplia sonrisa y le dijo:
—Me han dicho que mi hija te ha
dado una gran bienvenida.
Juan asintió amablemente e intentó
disfrazar su vergüenza mirando por
encima del hombro de su interlocutor.
—Sí. Tu hija es una dama
sumamente encantadora —le dijo—. Y
también una mujer muy inteligente: me
dijo que estaba muy interesada en
aprender a escribir.
Rodulfo lanzó una risotada.
—¿Te dijo eso? ¡Por lo que he oído,
no era eso por lo que se interesaba
precisamente! No importa, es una buena
chica. Pero ¿para qué enseñarle a
escribir a una mujer?
Juan olvidó su vergüenza y miró
directamente a Rodulfo.
—Es tan útil como enseñarle a un
hombre —respondió, sorprendido—.
Puede escribir cartas, leer las
Escrituras...
—Rodulfo
miraba
condescendiente y poco convencido.
Juan recordó la avidez con que Dacia
había mirado el plumero y continuó,
enojado—: Sé de una joven en
Constantinopla, a la que conocí cuando
yo trabajaba allí. Su padre está en
Egipto; ella administra las propiedades
en su ausencia y además envía a su
padre todas las novedades de la capital,
y así, aunque está del otro lado del
Mediterráneo, está tan informado de lo
que ocurre en su casa como si viviera en
la calle de al lado.
El jefe parecía impresionado por las
palabras de Juan.
—¿Acaso todas las mujeres romanas
aprenden a escribir? —preguntó.
—Todas las mujeres de rango —dijo
Juan firmemente.
—¡Bien! ¡Bien! —dijo Rodulfo,
sorprendido.
Narsés le dirigió una sonrisa
particularmente misteriosa y se encargó
de despedirse correctamente, alabando
la hospitalidad de Rodulfo, el coraje de
sus guerreros y la fertilidad de sus
tierras;
Rodulfo
respondió
con
expresiones de lealtad y admiración y
las tropas al final pudieron salir de la
mugrienta y hedionda aldea y dirigirse a
la siguiente.
Cuando estuvieron tranquilos en el
camino, Narsés aminoró la marcha de su
caballo hasta ponerse a la altura de Juan
y le dirigió otra de sus sonrisas.
—Hará que su hija aprenda a leer y
escribir —dijo solemnemente.
—Así lo espero —respondió Juan,
algo sorprendido del interés del
chambelán.
—El ejemplo de la virtuosísima
Eufemia sirvió para convencerlo; él
querrá que su propia hija le escriba
informes sobre su casa mientras esté en
campaña. Y la joven lo hará muy bien, si
se le encarga una tarea de tanta
importancia. Le has hecho un gran favor.
Ha estado bien que hayas prestado
atención a sus ambiciones... literarias.
—Narsés se sonrió nuevamente.
«Está
contento
conmigo.
Se
sorprendió de que yo hubiera cometido
el error de acostarme con una mujer
bárbara al principio, pero ahora está
contento porque he hecho algo que la ha
ayudado. ¿Y por qué le importará
tanto?» Al contemplar más tarde
tranquilo y satisfecho al eunuco, se dio
cuenta: «Está contento porque me
aprecia; le importa lo que yo haga;
desea que haga las cosas bien y le
complace que así lo haya hecho».
Era sorprendente: Narsés, el
sirviente de la sacra majestad del
emperador, el que no tenía edad ni sexo,
lejano e impersonal, siempre le había
parecido por encima de cosas tales
como la mera amistad humana, pese a su
evidente cariño por Anastasio. «Y sin
embargo, yo sabía que había algo más en
él; es como si me lo hubiera dicho.
"Tercer hijo de un pobre campesino
armenio", y todo eso. Es exactamente
como yo: traza una línea a su alrededor
y mira a la gente del otro lado de ella...
aunque de un modo u otro ha dejado que
la cruzara. ¿Qué he hecho, en nombre de
Dios, para merecer su amistad?» Y una
parte objetiva de sí observaba, con
sorpresa, que se sentía honrado. «Podrá
ser un eunuco de baja cuna y un liberto,
pero no creo que exista en el mundo otro
hombre al que yo respete más.»
—¿Fueron los hérulos quienes te
enseñaron a sonreír así? —le preguntó
alegremente.
Narsés se quedó perplejo.
—¿Así cómo?
—Así. —Juan imitó la inescrutable
y familiar expresión tan bien como pudo.
Narsés lanzó una carcajada.
—Yo no sonrío así, ¿o sí? No,
aprendí a sonreír para ocultar lo que
pensaba cuando aún era un esclavo.
«Porque la prueba de nuestra fe nos
exige paciencia», y la paciencia de un
esclavo siempre está puesta a prueba.
Pero es muy práctico también con los
hérulos.
VII - Bárbaros y
romanos
Narsés puso a prueba su paciencia y
la de su secretario durante los cuatro
meses calculados por el chambelán,
pero a finales del mes de octubre, reunió
un ejército de cuatro mil hérulos en
Singidunum, la mitad formada por la
caballería ligera por la cual era famosa
la nación. Se la distribuyó en
compañías, se la avitualló y se la
preparó para partir.
—Muchos menos de los que hubiera
deseado —se quejó Narsés—. Es la
inseguridad del rey lo que ha
contribuido a conseguir tan bajos
números. Siguen esperando el regreso
de la embajada de Tule.
Las
demás
disposiciones
relacionadas con las tropas se
efectuaron por escrito. Belisario estaba
en Italia con sólo cuatro mil hombres,
sin poder hacer nada contra los godos
que sitiaban la guarnición de Roma. En
cambio la tregua con Persia se mantenía
y Justiniano había logrado desplazar
seis mil hombres más desde el este y
enviarlos a Dyrrachium, pero para
distribuir la carga de alimentos con
mayor equidad debían pasar el invierno
en Sérdica, donde Narsés tenía
preparado el avituallamiento.
En conformidad con estos planes,
mientras en los campos ya sumidos en
sombra se terminaba de recolectar la
cosecha, el ejército partió de
Singidunum, retrocediendo por la
carretera seguida antes por las fuerzas
menos numerosas. Juan lamentaba
abandonar la capital. Habían contado
con una semana para la preparación de
las tropas antes de emprender la marcha,
y con dos baños diarios y la aplicación
de
varias
pociones
repugnantes
suministradas por el médico había
conseguido por fin despiojarse, aunque
sospechaba que volvería a cogerlos en
el viaje a Sérdica.
También Jacobo dejó escapar un
suspiro cuando dejaron atrás las
murallas de la ciudad. El muchacho
cabalgaba ahora al frente de la comitiva
entre los dos servidores vándalos.
Había logrado persuadir a uno de ellos
que le enseñara a manejar la lanza y
Juan había accedido a que pasase a ser
el tercero de los servidores, siempre
que realizara su trabajo como antes.
—¿Lamentas
regresar
a
Constantinopla? —le preguntó Juan.
—¡De ningún modo, señor! —
replicó Jacobo—. Sólo desearía poder
dejar a los hérulos.
—¡Hemos venido para llevarlos! —
señaló Juan—. Pero te comprendo muy
bien.
Había unos trescientos kilómetros de
Singidunum a Sérdica y el viaje de once
días era una pesadilla. Se registraron
cuatro casos de robo de ovejas, tres
robos de otro ganado, cuatro robos
menores y dos casos de violación. El
comandante de la guardia de palacio,
Artemidoro, consideró desde el
principio que cualquier intento de
controlar a aquel ejército primitivo
estaba condenado al fracaso y,
acompañado por sus hombres, se
limitaba a observar, como quien dice
«¿Qué otra cosa cabría esperar?», a la
compañía de caballería hérula que
robaba ovejas delante de sus propias
narices. Era difícil castigar a los
responsables de estos ultrajes sin
provocar la deserción del resto. Lo
único que podía hacer Narsés eran
promesas y amenazas hasta obtener una
restitución parcial, recurriendo a Juan y
a la guardia personal para que vigilaran
tanto a los hérulos como a la propia
guardia de palacio.
Sin embargo, en Sérdica la
delegación de Narsés registró un éxito al
recibirlos con todo perfectamente
preparado. Había cuarteles para los
hérulos, establos para los caballos,
ropas y armas suplementarias y
abundantes vituallas. Se había elaborado
un programa de marchas, torneos, caza y
competiciones con objeto de evitar
tropelías entre los bárbaros, de modo
que a finales de noviembre y con las
primeras nieves, Juan empezó a abrigar
esperanzas de tener un invierno
tranquilo.
A principios de enero un
superviviente todo harapiento llegaba a
galope tendido desde la guarnición de
Oescus, en el Danubio, hasta Sérdica, e
informaba que una descomunal fuerza de
bárbaros eslovenos había invadido
Tracia.
Narsés se había instalado con su
séquito en el palacio de la prefectura y
convocó al concejo para transmitirle la
noticia. Era un día triste y frío, de modo
que en la inmensa sala del concejo,
calentada sólo por unos pocos braseros,
hacía un frío glacial. Los gruesos
postigos ajustados los protegían del
viento y las escasas lámparas del recinto
proyectaban sombras vacilantes sobre
las manchas de humedad de las paredes
pintadas. Narsés ocupaba la cabecera de
la mesa del concejo, envuelto en su
manto blanco y púrpura, y escuchaba al
mensajero con las manos entrecruzadas.
Su rostro quedaba oculto por las
sombras. El gobernador de Dacia, un
incompetente al que le ofendía la
intrusión del eunuco en su provincia,
estaba sentado a su derecha con
expresión
ansiosa.
Los
otros
comandantes del ejército y los
funcionarios con altos cargos de la
provincia estaban diseminados en torno
a la mesa sin disimular su malestar. Juan
estaba algo apartado de ellos, bajo una
lámpara de pie, tomando notas. Ya tenía
los dedos entumecidos de frío cuando
apenas había escrito media página.
—El río tiene una gruesa capa de
hielo —informó el mensajero—. Este
año ha hecho mucho frío, impropio de
esta época. La cosa es que los bárbaros
arrastraron unos botes hasta el centro
del río y esperaron a que se congelase el
agua alrededor y apilaron troncos sobre
ellos hasta levantar un puente de
suficiente solidez como para soportar el
paso de las carretas. Al atravesarlo,
hallaron a algunas personas de Oescus
recogiendo leña. Las mataron y,
ocupando su lugar, se metieron en la
ciudad tras derribar las puertas.
—Deberíais haber destruido el
puente antes de que lo terminaran —
sentenció bruscamente el gobernador.
—¡Hay miles de bárbaros! —replicó
el mensajero—. ¿Cómo podríamos
detenerlos?
¡Teníamos
tan
sólo
doscientos hombres en Oescus, algunos
centenares de aliados y la milicia, que
resultan inútiles en invierno! Pues bien,
se llevaron todas las provisiones de la
ciudad, mataron a todos los hombres y
se llevaron a las mujeres y a los niños
como esclavos. Después se alejaron río
abajo, en dirección a Novas.
—¿Cuántos miles calculas? —
preguntó Narsés con voz tranquila.
—Calculo treinta mil o cuarenta mil
—respondió el hombre sin titubear—.
No puedo ser más preciso, pero lo
cierto es que invadieron la ciudad.
—¿Los viste?
—Sí, Ilustrísimo señor. Estaba de
guardia en la torre lateral que da a la
costa. Al ver que se apoderaban de la
ciudad, salí por la puerta trasera para
ocultarme. Esperé a que se fueran; y
para eludirlos, robé un caballo y vine
hasta aquí.
—¿Cómo iban equipados?
—Demasiado bien —explicó el
mensajero con amargura—. En general
los eslovenos suelen pelear con lanza y
escudo, o tal vez con arco de madera y
algunas flechas. Aproximadamente la
mitad eran de caballería y la mayoría
llevaba armadura.
—Han imitado a los romanos —
sentenció Narsés—. ¿Tenían muchos
arqueros?
—¿Arqueros? No lo sé. No vi que la
caballería disparara flechas. ¿Podrá
ayudarnos, señor? He oído decir que
Vuestra Ilustrísima estaría allí con
numerosas tropas, y yo esperaba que
acudierais de inmediato a detener a los
bárbaros antes de que hagan mayores
daños.
—Tenemos menos de ocho mil
hombres —repuso el comandante de la
guardia de palacio, Artemidoro— y casi
todos son bárbaros salvajes. Tendremos
que pedir refuerzos.
—Para
cuando
lleguen,
los
eslovenos habrán saqueado la mitad de
Tracia y regresado a su casa —se
lamentó el gobernador—. ¿Qué ocurrirá
si vienen hacia aquí?
—¿Cuánto tiempo has tardado tú en
llegar hasta aquí? —preguntó Narsés al
mensajero, que contemplaba atónito a
Artemidoro. Evidentemente le habían
dicho que el ejército de hérulos era
mucho más numeroso.
—Tres días, Ilustrísima. —El
mensajero volvió a mirar al comandante,
hosco de desesperación—. No me atreví
a robar otro caballo y los caminos están
muy malos.
—Los eslovenos avanzarán despacio
y cuentan con saquear —comentó
Narsés, pensativo—. Con todo, será
demasiado tarde para salvar Novas, a
menos que pueda resistir un asedio. Pero
es posible que se vuelvan hacia el sur, a
Nicópolis.
—Llevará un mes traer a las tropas
desde Dyrrachium con este tiempo —
dijo Artemidoro moviendo la cabeza
con aire de duda—. No hay nada que
podamos hacer.
—Me permito disentir, comandante
—observó Narsés con cortesía—.
Podríamos derrotarlos.
Artemidoro lo miró escandalizado y
el mensajero palideció.
«No se atreve a creer que Narsés
sea capaz de hacer algo», pensó Juan y a
su vez sintió que le latía el corazón.
—Esto es lo que sugiero hacer. —
Narsés separó los dedos con los que
formaba una especie de cúpula y se
inclinó sobre la mesa. La luz iluminó su
cara serena y plácida—. Llevaremos al
ejército con la mayor rapidez posible a
Nicópolis, por la carretera que atraviesa
Melta. Yo mismo encabezaré el grupo de
arqueros y de todos los hombres de
Sérdica, Melta y Nicópolis capaces de
tirar con honda. En Nicópolis trataremos
de ver dónde están los bárbaros. Si
están sitiando Novas, avanzaremos y los
atacaremos por la retaguardia. Si se
desplazan hacia algún otro punto,
ocuparemos ese terreno antes que ellos y
los obligaremos a atacarnos como más
nos convenga.
—¡Señor! —exclamó Artemidoro
horrorizado—,
no
puedes
estar
pensando en atacar... ¡Tenemos sólo
ocho mil hombres!
—Belisario ocupó África con veinte
mil e Italia con quince mil. Yo diría que
podremos arreglarnos frente a los
eslovenos.
—¡Belisario
tenía
tropas
profesionales y además su propio
ejército
privado!
¡Nosotros
no
disponemos más que de ocho mil
hérulos, de los que no podemos estar
seguros de que no se unan al enemigo!
—Los eslovenos son una nación
enteramente distinta de los hérulos —
señaló Narsés con calma—. Su idioma y
sus costumbres están bien definidos y en
el pasado han librado guerras entre sí.
Creo que nuestras fuerzas estarán
contentas de luchar ahora contra ellos.
Mi respetado Artemidoro, no podemos
aceptar quedarnos mano sobre mano y
entregar una provincia romana al saqueo
de los bárbaros. Si los eslovenos no
encuentran resistencia este año,
volverán a atacarnos el próximo... y el
año próximo ya no contaremos con
fuerzas armadas en la región. Debemos
mantener tropas en el este y cumplir
grandes compromisos con Italia y
África. Será, pues, imposible organizar
otro ejército para defender Tracia. A
menos que actuemos ahora, dejaremos
abandonada la región en los próximos
diez años. Sospecho que aventajamos al
enemigo en cuanto a organización y
pertrechos. Si nuestros oficiales
conducen debidamente a la tropa, no hay
razón para suponer que la victoria no
sea nuestra.
—Tú no eres Belisario —intervino
Artemidoro.
—Eso no es motivo para que no
hagamos nada. Juan, ¿con cuánta
celeridad podemos ponernos en marcha?
—¿Mañana por la mañana va bien,
señor? —propuso Juan, con fingida
serenidad.
—Mañana por la mañana —asintió
firmemente Narsés—. Empecemos a
movernos ya.
Ya había transcurrido buena parte de
la mañana, si bien aún faltaba para el
mediodía, cuando el ejército abandonó
Sérdica. No llevaban carretas con carga
pesada ni a la mayoría de los esclavos,
sólo un número suficiente para manejar
los pocos caballos de tiro con
provisiones de pan, cecina y forraje
para dos semanas. Era una mañana fría y
luminosa y el sol dibujaba las sombras
azuladas de los hombres sobre la espesa
capa de nieve. El aliento de hombres y
animales era una nube blanca en aquel
aire cortante. Armaduras y arneses
resplandecían como espejos. Los
hérulos, llenos de regocijo frente a la
perspectiva de luchar contra los
eslovenos, comenzaron su marcha con
gran estrépito de lanzas y escudos y gran
griterío.
Juan, desde la retaguardia con veinte
soldados de la guardia personal, era el
encargado de mantener la unidad del
ejército. Tenía distribuido al resto de
sus hombres entre las compañías de
reclutas para mantener el orden. Había
permanecido en vela casi toda la noche
disponiendo las vituallas y las
cabalgaduras para el viaje y escribiendo
cartas que debían enviarse por
adelantado a Melta y Nicópolis. En esta
mañana diáfana tenía un aspecto casi
febril y pensaba, repasando mentalmente
los
cálculos
de
provisiones:
«Necesitaremos un día para atravesar
las montañas, dos para llegar a Melta,
con suerte, y luego dos o tres a
Nicópolis;
allí
podemos
aprovisionarnos nuevamente, si hace
falta... ¿Y después, si estuviesen allí los
bárbaros? ¡Tal vez estemos frente a
frente dentro de una semana!».
Tenía la garganta contraída por una
mezcla de exaltación y terror y el brillo
del sol le parecía casi doloroso,
reflejado desde la nieve como si
partiese de pedazos de vidrio. Pensó:
«Todo se quiebra ante la inminencia de
la muerte». Tiró del barboquejo de su
casco y palpó la bolsa que contenía las
cuerdas para su arco, que le colgaba del
pecho bajo la túnica para mantenerlas
calientes y flexibles. «Ojalá supiese
manejar la lanza. Debería haber
practicado más estas últimas semanas...
pero he estado ocupado, tratando de
mantener el orden entre los hérulos.»
Artemidoro apareció súbitamente, su
caballo llevaba un lento trote a lo largo
del camino. Al ver a Juan se detuvo
antes de ponerse a su lado, con su
caballo inquieto por el frío y tascando el
freno.
—Mis saludos, honorable Juan —
dijo, mirándolo con recelo.
—Mis saludos —replicó Juan y
esperó a oír lo que deseaba comunicar
el jefe de la guardia de palacio.
Artemidoro no tenía prisa. Por un
momento guardó silencio, sus manos
recogidas debajo de la capa, miró a la
guardia personal y seguidamente hacia
el frente del ejército.
—No tenemos suficientes hombres
—dijo por fin.
Juan se encogió de hombros y
replicó:
—En el pasado los ejércitos
romanos derrotaron a los bárbaros en
circunstancias más adversas.
—Los ejércitos romanos, sí —
concedió Artemidoro—. Pero es
ridículo calificar a esta banda de
salvajes harapientos de ejército romano.
Si yo tuviese la totalidad de la guardia
imperial aquí no me importaría lanzarme
contra los bárbaros... ¡Pero estos
hérulos! Huirán como ratas tan pronto
como vean el número de enemigos. No
están en juego sus tierras y no se dejarán
matar en un ataque a cuarenta mil
eslovenos.
—Por cierto, que cuarenta mil no es
un número del todo correcto —replicó
Juan cortésmente—. El cálculo se
realizó por arriba, y los cálculos casi
siempre
sobrestiman las
cifras.
Probablemente
haya
treinta
mil
eslovenos, si los hay.
—¡Tampoco se dejarán matar por
atacar a treinta mil eslovenos! —arguyó
Artemidoro con vehemencia—. Huirán y
esto nos dejará con... cien de la guardia
personal, cien de la guardia de palacio y
un viejo servidor de palacio con veinte
servidores, luchando solos contra una
horda de bárbaros. Será suicida. Tú
tienes cierta influencia sobre el
ilustrísimo Narsés. Úsala, por favor;
hazle ver que tiene que ser un poco más
cauteloso. Muy bien, tendremos que
marchar a caballo y observar al
enemigo, pero una vez que lo hayamos
hecho, sería una gran locura atacar.
Hazle ver esto.
—No creo que los hérulos
retrocedan ni tampoco que huyan —
manifestó Juan—. Si hay algo que no son
es cobardes. Tienen confianza en
nosotros y en el ilustrísimo Narsés y
están dispuestos a luchar. Tendremos
ciertas ventajas sobre los eslovenos.
Vamos a elegir el momento y el lugar de
la batalla, podemos conseguir guías que
conocen el terreno y, si lo consideramos
oportuno, retirarnos a las ciudades
fortificadas. Las probabilidades no son
tan escasas como das a entender. Este
ataque implica un riesgo, pero no una
locura..., estimado Artemidoro. —El
tono empleado era desenfadado y le hizo
sonreír—. Además, como ha dicho el
ilustrísimo Narsés, no podemos entregar
una provincia romana al saqueo.
Estamos aquí y debemos prestarles
ayuda.
Artemidoro frunció el ceño. Movía
los labios al maldecir entre dientes.
—¡Muchacho necio! —exclamó—.
El ilustrísimo Narsés es un... un
funcionario, criado en palacio... ¿Qué
sabe de guerra? La única vez que tuvo
mando fue un desastre y lo retiraron.
Tampoco tú has ido a la guerra antes e
imaginas que no es más que una gran
carrera de caballos, donde ganas
renombre si triunfas, pero cuando
pierdes, es una lástima; pero llegarán
días peores. Podrían matarte. No tienes
una dispensa especial del destino por
ser primo de la Augusta. Y cuando te
metan una lanza en las tripas te quedarás
tan muerto como cualquier hérulo
bastardo. Las heridas serán tan
dolorosas como las de cualquiera y ser
lisiado será igualmente humillante.
Nadie te culpará a ti ni a Narsés porque
volvamos para pedir refuerzos. No
sufrirá tu carrera ni tu reputación.
Juan se echó a reír y citó:
«Si desertando de la guerra
nos libráramos de los años y la
muerte,
ni lucharía yo entre los valientes
ni te empujaría a la batalla
portadora de gloria.
Mas como diez mil formas de
muerte nos rodean
y no hay mortal que las eluda o
escape a ellas
dejemos que los dioses canten la
victoria,
sea nuestra o del enemigo».
Artemidoro parecía un perro
rabioso.
—¡Espléndido! —ladró—. ¿Alguna
vez pensaste en cuántos oficiales debió
de matar esa cita de Hornero?
—¿Alguna vez pensaste en el
número de campesinos que podrían
matar los eslovenos si no los
detenemos?
—¡Eres un presuntuoso, un imbécil!
—replicó Artemidoro—. ¡Y espero,
para bien de todos, que tengas razón! —
Apartando su caballo, picó las espuelas
y se alejó al galope por un flanco del
ejército hacia el sector de vanguardia.
Juan se quedó mirándolo al tiempo
que volvía a palpar la cuerda de su arco.
Uno de la guardia personal que había
oído el diálogo se adelantó en su
cabalgadura.
—No creerás que habla con
sensatez,
¿verdad?
—preguntó,
preocupado.
—No me parece que sepa de guerra
más que nosotros —respondió Juan sin
inmutarse—. Nunca he oído comentar a
nadie que hubiese participado de verdad
en ninguna batalla.
—Es verdad —admitió el de la
guardia
personal,
pero
seguía
intranquilo; Juan le dirigió una sonrisa.
Sonreír era sorprendentemente fácil.
—Tampoco creo que sea una locura
—insistió—. Es un riesgo calculado y,
en cuanto a que nos maten, también es
igualmente fácil perder la vida en una
batalla que demos por ganada, y no por
eso nadie nos aconsejaría evitarla.
Como también es posible sobrevivir a
las batallas perdidas. Vamos, no
dejemos que los hérulos nos vean
preocupados. Si consiguen que nos
preocupemos, entonces será cuando
hayamos perdido la batalla.
Sin embargo, aquella misma noche,
cuando estaba con Narsés tratando de
imponer cierto orden en las disputas de
los hérulos por la ubicación de las
tiendas, Juan preguntó en voz baja:
—¿Qué sucedió cuando te enviaron
a Italia?
Narsés levantó la vista y respondió
sin dejar de guardar sus plumas de
escribir.
—¿Era esto de lo que hablaba
Artemidoro esta mañana?
Juan se encogió de hombros.
—Aludió al tema, pero lo que
deseaba especialmente era que yo
intentase disuadirte de hacer esta
expedición.
—¿Y piensas intentarlo? —Narsés
cerró su estuche de plumas y miró a Juan
divertido y en actitud expectante.
—No. —Juan miró fijamente a su
comandante.
Artemidoro
había
comenzado la frase para cambiarla
luego: «Es un... un funcionario». ¿Qué
había querido decir? ¿Un eunuco? ¿Un
esclavo? «No un cobarde. Ni siquiera
Artemidoro podría nunca tildar de eso a
Narsés. Ni cobarde ni tonto», pensó
Juan. Con mucha cautela, prosiguió—:
Sé que nos arriesgamos, pero estoy
seguro de que sabes lo que haces. Tengo
total confianza en tu criterio.
Las palabras de Juan provocaron la
sonrisa de Narsés.
—Gracias —asintió el eunuco—.
Supongo que la merezco. Mi propia
experiencia militar es casi tan mala
como la de Artemidoro. Me mandaron a
Italia hace siete años, en buena parte
como asesor financiero y administrativo
de Belisario. El conde es sin duda un
general
incomparable,
pero
la
administración de los territorios que
conquista tiende a ser desastrosa.
Comprende la necesidad de impedir que
sus soldados y oficiales se dediquen al
saqueo, pero cuando ellos están fuera de
su alcance, no consigue hacerse
obedecer. Estuve además a cargo de
unos refuerzos que habíamos reclutado,
en su mayoría hérulos. Ya conoces la
opinión de los hérulos sobre nuestro
distinguidísimo conde. Antes de
terminar nuestra misión nos puso muchas
trabas.
»Bien, llegamos a Italia y
comprobamos que Belisario se llevaba
mal con la mitad de sus generales. Es un
acérrimo partidario de la disciplina,
pero carece de tacto y tiende a tener
discrepancias con sus subordinados. Por
otra parte, un amigo mío con tu mismo
nombre, Juan, sobrino de Vitaliano,
había conseguido que le dieran un
puesto de responsabilidad en Auximo
cuando he aquí que desobedeció unas
órdenes. Había distintas opiniones sobre
la conveniencia de relevarlo o no. El
prudentísimo conde se inclinaba por
retenerlo, puesto que era esencial un
avance masivo sobre el territorio en
manos del enemigo; yo también creía
que valía la pena a pesar de los riesgos
que suponía. Nos faltaban hombres y no
podíamos permitirnos el lujo de perder
los que estaban sitiados. Además una
victoria total en este punto podría tener
un gran efecto sobre el apoyo que
estábamos recibiendo de los italianos,
mientras que una victoria de los godos
elevaría enormemente la moral del
enemigo. Me pronuncié en estos
términos y tuvieron mis consejos unos
resultados mucho mejores aún de lo que
cabía esperar.
»No obstante, al ver esto, los
generales, insatisfechos con el mando de
Belisario, recurrieron a mí y expresaron
que me preferían a mí como general
antes que al conde. Claro, dado que me
habían enviado como consejero suyo, al
principio traté de mantenerme en dicho
papel. El conde no siguió mis consejos.
Disentíamos en cuanto a prioridades y
métodos. Mi deseo era que las tropas
ocupasen un territorio mayor de lo que
él consideraba prudente. Todo mi interés
estribaba en salvaguardar a la
población, él, a los hombres, y cosas
por el estilo. Y yo estaba, por último,
encantado con mi éxito en Auximo y la
proposición de los generales me llenaba
de alegría. Soy un hombre ambicioso,
amigo mío, especialmente cuando se
trata de la gloria militar. —En este punto
el eunuco vaciló, contempló su estuche
de plumas y añadió en voz baja—: Por
ridículo que parezca en el caso de un
hombre como yo. Y aunque cabe
avergonzarse de desear algo tan inútil y
pasajero, que se adquiere matando a
nuestros semejantes y considerado por
la Iglesia como moralmente cuestionable
en el mejor de los casos. Pero aun hoy,
si me diesen a elegir entre ser un santo o
un héroe, yo optaría sin vacilar por lo
segundo. —Narsés suspiró y se encogió
de hombros—. Para descrédito mío,
permití a los oficiales insubordinados
que se unieran a mí y los dirigí según lo
que consideraba mejor, iniciando una
campaña muy diferente a la del conde.
El resultado fue, claro está, el caos. El
comando se dividió, pero nadie sabía lo
que hacían los otros y las órdenes no
llegaban a destino. Pero yo estaba
satisfecho porque mi política parecía
eficaz. Entonces Belisario ordenó a mi
amigo Juan, el sobrino de Vitaliano,
liberar la guarnición que defendía
Mediolano contra el asedio de los
godos. Juan se negó a aceptar órdenes
de nadie que no fuera yo. Belisario me
escribió y yo transmití la orden a Juan.
Pero cuando aceptaron obedecer, los
godos ya se habían apoderado de
Mediolano.
Narsés calló, con expresión adusta y
la mirada perdida.
—Mataron a todos los hombres
adultos de la ciudad —dijo por fin—. A
miles... Dios sabe cuántos murieron, ya
que nadie tiene certeza de lo que
sucedió con las mujeres y los niños. Los
godos los tomaron como esclavos y los
vendieron a los burgundios. No pudimos
prestarles la menor ayuda, ni siquiera
pudimos rescatar a los sobrevivientes.
Fue una catástrofe que nos dejó
anonadados y a la vez nos devolvió el
sentido común... aunque demasiado
tarde.
»Entregué mi mando a Belisario y
ordené a la junta de generales obedecer.
En la primavera el Augusto me mandó
regresar a Constantinopla. Los hérulos
que traía conmigo se negaron a
permanecer bajo el mando de Belisario
y se marcharon a casa después de
vender casi todos sus pertrechos al
enemigo. El conde me acusó también de
este hecho, aunque yo juré haber
insistido tanto como me fue posible en
que se quedasen. —Narsés hizo un gesto
—. Y esto fue lo que sucedió en Italia.
—Por Dios —declaró Juan y, tras
una breve pausa, añadió—: No dice
nada en favor de tu capacidad como
general.
—No, sólo sobre los peligros del
pecado de soberbia. —El eunuco
suspiró—. Todas las noches pienso en
Mediolano. ¡Bien, Dios quiera que
podamos salvar Nicópolis de parecida
suerte!
Tardaron seis días de dura marcha a
caballo con un tiempo inclemente en
llegar a Nicópolis. El ejército se
encontró ante una ciudad cerrada a cal y
canto, y llena de campesinos de los
campos vecinos. Narsés necesitó algún
tiempo para convencer a la suspicaz
guarnición de que les abriesen las
puertas.
Al parecer, los eslovenos habían
sitiado Novas pero, al no obtener ningún
resultado, se pensaba que se volverían
al sur en cualquier momento. En verdad
quizás estuviesen ya en camino hacia
Nicópolis.
—Son miles y miles —alegó el
comandante de la guarnición a Narsés
con voz melancólica, cuando se
comprobó la identidad de las tropas
antes de admitirlas y alojarlas—. Son
peores que los búlgaros hace cinco
años. Son más y están hambrientos como
lobos.
—¿Qué
cantidad?
—preguntó
Narsés.
—Unos treinta mil —respondió el
segundo comandante sin titubear— si
hacemos caso a los informes de mis
espías.
—Gracias. —El eunuco le sonrió—.
¿Cómo están equipados? ¿Tienen
muchos arqueros?
—Cuentan
con
un
número
sorprendente de tropas de caballería —
repuso el oficial—. Tal vez un tercio del
total y entre la cuarta y la tercera parte
disponen de armaduras. Pero mis espías
no están seguros y la mayoría de los
informes que he recibido puede que
exageren. El resto de los caballeros
parecen haber reemplazado sus arcos
por lanzas, al estilo de los godos. La
infantería tiene sólo el equipo
tradicional: arcos ligeros, lanzas cortas
y armaduras poco consistentes.
Narsés
hizo
un
gesto
de
asentimiento.
—Gracias por esos datos tan
precisos. Me gustaría hablar con tus
espías. Quiero determinar cuál es el
mejor lugar para entablar la batalla si
los eslovenos vienen hacia Nicópolis.
Juan, ocúpate de que los hombres tengan
raciones suplementarias y de que no
beban. Quiero partir mañana por la
mañana.
El segundo en el mando y Juan
salieron juntos del despacho del
comandante.
—¿Realmente hay voluntad de
luchar con ellos? —le preguntó el
segundo en el mando—. Tenéis menos
de ocho mil hombres.
Juan hizo una buena imitación de la
sonrisa de Narsés.
—Oh, sí. Realmente lo vamos a
intentar. Por eso tenemos que conocer el
terreno que pisamos.
El segundo en el mando en
Nicópolis se quedó mirándolo y Juan le
aguantó la mirada.
—Bueno —exclamó el otro hombre
—, ¡y yo que pensaba que todos los
eunucos eran cobardes! ¡Buena suerte!
En el momento preciso en que
abandonaban Nicópolis a la mañana
siguiente, otro espía se acercó
galopando en un jamelgo, portando la
noticia de que los eslovenos habían
abandonado el asedio de Novas y habían
partido hacia el sur la tarde anterior.
—Entonces podríamos cruzarnos
con ellos hoy mismo —aconsejó Narsés
con tranquilidad—. Comandante de
guarnición, vigila bien esta parte.
Espero que no tengamos que volver en
retirada, pero siempre es una
posibilidad. —Hizo un gesto al
trompetista para que diera la señal de
salida y una vez más el ejército salvaje
se puso en marcha hacia el norte por la
carretera.
Esta vez enviaron pequeños grupos
de jinetes hérulos como avanzadilla,
seguidos por un grupo mayor bajo las
órdenes de Filemut, para reconocer el
lugar. El grueso del ejército los seguía
más lentamente, inspeccionando el
terreno mientras avanzaban, revisando
los diferentes lugares que los espías de
Nicópolis habían sugerido como
convenientes para la batalla. Alrededor
del mediodía, Narsés encontró un sitio
que era satisfactorio. La carretera que
descendía desde Nicópolis hacia el
Danubio caía hacia el noroeste en una
larga curva antes de seguir el curso del
río; hacia el noroeste corría una cadena
de montañas cubiertas de árboles.
Narsés dio orden a las tropas de montar
el campamento detrás de una colina.
—Pero dejad que los esclavos
monten las tiendas y decid a los hombres
que vengan aquí. Quiero que se abran
dos trincheras que corran en ángulo
recto hacia la carretera y que hagan una
curva hacia el norte y luego se alejen de
ella. Y quiero que taléis todos esos
árboles. Los fijaremos en el suelo a
modo de estacas ante las trincheras, en
dirección al frente enemigo.
—El suelo está helado —señaló
Filemut—. Las azadas no podrán cavar
las trincheras.
—Entonces tendremos que usar
picos —dijo Narsés con serenidad—.
Pero cavaremos las trincheras.
Acababan de
delinearse
las
trincheras cuando volvieron las partidas
de avanzada para anunciar que los
eslovenos estaban a menos de veintitrés
kilómetros, yendo por la carretera.
—Son muy numerosos —informó el
capitán hérulo—. Tienen mucha carga
por los saqueos que hicieron, muchos
carros. También vacas, ovejas, mujeres
y niños. Avanzan lentamente, sin mirar a
dónde van. Creo que no nos han visto.
—Gracias —le dijo Narsés—. Alvit
y Faniteo, llevad vuestros hombres hacia
el norte y vigilad a los eslovenos;
enviadme a alguien cada hora para
informarme. El resto de vosotros
quedaos aquí y empezad a cavar.
Cuando comenzaron la labor, la
guardia personal y la de palacio se
quedaron a un lado mirando,
considerando que sin duda una tarea tan
digna de un esclavo no era para ellos.
Narsés recorrió las largas filas de
hérulos que cavaban, confirmando la
línea de la trinchera, y se detuvo al
frente de las dos unidades de guardias
imperiales, que estaban juntas al lado de
la carretera. Los miró largamente, sin
abrir la boca siquiera; desmontó de su
yegua blanca, se quitó el manto de
púrpura de los hombros, tomó una
azada, ya que no quedaban más picos, y
empezó a cavar. La guardia personal y la
de palacio se miraron, para finalmente
acercarse a la línea de la trinchera y
unirse al trabajo.
Cuando terminaron las trincheras y
los hombres se disponían a calentarse en
las fogatas sus manos llenas de
ampollas, los eslovenos estaban a la
vista abajo en el valle. Ya estaba
cayendo la tarde y el temprano
crepúsculo invernal daba un color
pizarra a los bosques y a los campos
desiertos. Los eslovenos parecían no
haber visto a los romanos hasta que
divisaron la luz de las fogatas que
despedían su tenue luz dorada sobre
ellos.
Entonces
se
detuvieron,
empezaron a moverse por todas partes y
a instalar su propio campamento,
manteniendo cuidadosamente el grueso
del ejército de pie en la línea de fuego.
Unos pocos grupos de jinetes eslovenos
subían a medio galope el cerro,
avistaron a las tropas hérulas de
avanzada, que ahora montaban guardia, y
se retiraron.
Al oscurecer, un grupo de eslovenos
apareció trepando la colina, con ramas
de abedul y estandartes blancos
pidiendo una tregua. Narsés convocó a
toda la guardia imperial, a Filemut y a
otros hérulos seleccionados y montó otra
vez a caballo. El grupo seleccionado se
dirigió al centro de la carretera, llegaron
a las trincheras y allí esperaron a los
eslovenos. Los miembros del séquito de
Narsés llevaban antorchas atadas a sus
lanzas, que proyectaban una luz rojiza y
vacilante sobre la reluciente masa de los
hombres armados y los caballos. El
mismo viento que hacía parpadear las
antorchas y agitaba los estandartes con
sus dragones hacía refulgir el lábaro
cristiano sobre los escudos de los
miembros de la guardia.
Al trepar la colina y ver a los
romanos, los eslovenos se detuvieron un
instante, pero mantuvieron levantados
sus símbolos de tregua y avanzaron sin
detener sus cabalgaduras hasta estar a
unos metros de distancia. Eran hombres
altos, en su mayoría rubios, pero más
morenos que los hérulos. Los largos
bigotes se mezclaban con las barbas y
vestían largas túnicas forradas con piel.
No eran más limpios que los hérulos y
Juan observó con interés que los más
apuestos llevaban armaduras y joyas de
manufactura romana.
—Soy el emisario de Zabergán, rey
de los eslovenos y los búlgaros —dijo
su jefe, expresándose en un griego
fluido, aunque con un marcado acento
extranjero—. El gran rey desea saber
quién es el que osa impedirle el paso.
—¿El gran rey? —repitió Narsés
con su voz aguda y amable, propia de un
niño—. ¿Sirve tu rey al rey de Persia?
Los romanos se echaron a reír y el
emisario de Zabergán se mostró irritado.
—¡Mi señor no sirve a ningún
hombre vivo! —exclamó—. Lo llamo
grande por su propio derecho a serlo.
No he venido a hablar con eunucos, sino
con el comandante de este ejército.
¿Dónde está tu señor?
—Mi señor es el emperador
Justiniano, vándalo, gótico, piadoso,
afortunado, glorioso, triunfante, siempre
victorioso, siempre Augusto, dueño del
mundo. Y yo soy Narsés, chambelán de
Su Sacra Majestad, oficial de sus
ejércitos en Tracia e Iliria y comandante
de éste. ¿Qué desea Zabergán en mi
territorio?
El enviado de Zabergán miró
despectivamente a Narsés.
—El emperador de los romanos
debe de estar escaso de generales para
enviarte a ti.
—¿Hay algo más que quisieras
decirme? —preguntó Narsés en tono
cortante.
—Tenía algo que decirle a un
hombre, no a ningún esclavo del
gineceo.
Uno de los armenios de Narsés
avanzó unos pasos montado en su
caballo y bajó su lanza, con antorcha y
todo, hasta quedar su punta dirigida a la
garganta del emisario. Sin mirar al
hombre, Narsés hizo chasquear sus
dedos y señaló las filas. La lanza se
levantó y el armenio retrocedió
silenciosamente hasta volver a la fila. El
emisario esbozó una sonrisa de desdén.
—Nos veremos otra vez, eunuco —
declaró, tirando de las riendas—.
Mañana, cuando haya luz para luchar.
Tal vez mi señor Zabergán vuelva a
venderte a Justiniano Augusto. O tal vez
se quede contigo. Necesita un esclavo
para ordenar las ropas de la reina.
Dicho esto, el emisario volvió
grupas y se alejó colina abajo, seguido
por sus subordinados.
Narsés sonrió.
—Bien, caballeros, creo que
tenemos una batalla lista para mañana.
Venid a reuniros conmigo en la tienda,
para discutir la forma de dar a Zabergán
y sus emisarios una lección de buenos
modales.
Los armenios le dispensaron una
gran ovación y los hérulos los imitaron.
Pasados unos segundos los romanos lo
vitorearon a su vez. Con otra sonrisa
Narsés los despidió y regresó al
campamento.
En realidad no hubo mucho que
discutir en la reunión que los oficiales
mantuvieron en la tienda de Narsés. En
cambio, sí hubo una serie de
instrucciones emitidas rápidamente por
el comandante.
—El plan es el siguiente —expuso
Narsés, trazando un mapa con un dedo
mojado en vino sobre la mesa—:
replegaremos nuestra caballería detrás
de las dos trincheras, tú en el oeste,
Filemut, y tú, Alvit, en el este. En los
extremos más alejados de las trincheras
necesito a todos los hombres capaces de
luchar a pie y a todos los que estén
armados con lanzas largas y con escudos
pesados. Cubriendo las trincheras hacia
el centro, estarán todos los hombres
diestros en el manejo de hondas y todos
los arqueros de que podamos disponer,
no sólo los que provengan de las
fortalezas. Si un hérulo sabe disparar un
arco, prefiero que lo haga en lugar de
combatir a caballo. Tú mandarás los del
este, Faniteo, y tú, Artemidoro, los del
oeste, con la mayor parte de la guardia
personal y la totalidad de la guardia de
palacio. Yo, seguido por mis hombres y
por algunos más de infantería, caballería
y arqueros elegidos por mí, ocuparé un
lugar en el centro. Dejaremos que los
eslovenos
realicen
el
primer
movimiento. Estoy seguro de que
atacarán nuestro centro con su caballería
pesada y me propongo rechazarlos con
las lanzas, las hondas y los arcos. Es
casi seguro que intentarán atravesar el
extremo de la trinchera, por lo que
nosotros nos veremos en la necesidad de
disparar sobre ellos y mantenerlos con
ayuda de nuestros hombres con lanzas
cortas hasta provocarles una confusión
total. Cuando su caballería retroceda en
desorden, yo daré la orden a nuestra
caballería de avanzar rodeando las
trincheras para intentar llegar al
enemigo por el flanco. Mi señal será de
dos toques de trompeta. No se moverá
nadie antes de dar esta señal y
personalmente
dispararé
contra
cualquier hombre que ataque al enemigo
antes de que yo lo ordene. ¿Alguna
pregunta?
—¿Dónde estaré yo? —preguntó
Juan.
Narsés respiró profundamente sin
apartar los ojos del mapa.
—Esta noche te envío de regreso a
Nicópolis. Quiero que alguien lleve un
informe confidencial al emperador, por
si la batalla no resulta tal como deseo.
Instintivamente Juan experimentó un
escalofrío, seguido por una sensación de
incredulidad y por último lo asaltó una
furia implacable, enfermiza. Tenía las
manos frías y pálidas y se las frotó en
los muslos, sin osar despegar los labios.
«¡Pero yo creía que me apreciaba!»,
protestó con cierta angustia en su fuero
interno. Sentía que todos lo miraban, a
pesar de tener él los ojos fijos en
Narsés.
—¿Crees —dijo por fin— que mi
conducta en la batalla será un deshonor,
ilustrísimo señor?
Los hombros de Narsés se
encorvaron ante la intensa mirada de
Juan, pero no se volvió.
—No tengo ninguna duda de tu valor.
Pero necesito a alguien que lleve un
informe confidencial y confío en ti. Mi
informe señalará con la mayor claridad
que éste es mi motivo.
—¿Quieres decir que no confías en
estos excelentes comandantes aquí
presentes? Artemidoro tiene mayor
rango que yo y es un emisario mucho
más indicado para el Augusto.
¡Seguramente podrías enviarlo!
—Podrías hacerlo, sí. Soy su
superior —señaló Artemidoro.
—Deseo enviar a Juan —insistió
Narsés, posando sobre el comandante de
la guardia de palacio una mirada más
sombría que la de un jefe de bandidos
—. El asunto está zanjado.
—¡No está zanjado! —protestó Juan
con vehemencia—. Nadie, salvo tú,
ilustrísimo señor, ha trabajado en este
ejército más duramente que yo. No
puedes mandarme a casa ahora, cuando
estamos ya ante el grito de guerra. ¡No
tienes derecho a alejarme de esta
batalla!
—Soy tu comandante y tengo
derecho a ordenarte lo que se me antoje
—bramó Narsés, los ojos fijos ahora en
todos los oficiales—. Y yo te ordeno
que partas.
—No iré —replicó Juan—. ¡Por
Dios! No soy un cobarde, no me volveré
para huir y puedo mantener mi puesto en
la línea de combate tan bien como
cualquiera de los demás hombres, no
importa lo que tú pienses. Y me niego a
dejar que me señalen como un cobarde a
pesar mío, ni tú, ni ningún otro ser en la
tierra. Me quedaré y combatiré como
soldado raso.
Con un hondo suspiro Narsés habló:
—Esperad aquí, caballeros. Juan,
ven conmigo.
Una vez fuera de la tienda se dirigió
al campamento principal. Sus hombres,
sentados en torno a la gran hoguera, se
pusieron de pie al verlo aproximarse.
Narsés pronunció unas palabras breves
en armenio y los hombres se retiraron
tras hacer una reverencia. El eunuco
permaneció inmóvil un instante,
contemplando fijamente las brasas, y se
sentó pesadamente sobre un tronco de
leña. Juan se apostó detrás de él. Tenía
las piernas temblorosas de furia, pero
esta furia misma le hacía permanecer
erguido.
—Juan —dijo Narsés y, en un rápido
susurro, prosiguió—: Piensa en lo que
puede suceder mañana. Contémplalo
desde mi punto de vista. Libramos una
batalla, y tanto la podemos ganar como
la podemos perder. Supongamos que
muero luchando por mi emperador, o
que logro una gran victoria y la ofrezco
a Sus Sagradas Majestades, ellos me
saludan y lo celebran con gratitud y
honores. Tú compartes el éxito de la
victoria o escapas a la derrota. Bien,
considera que te doy el lugar que te
corresponde, luchando a mi lado, y te
matan. Yo muero, o alcanzo la victoria.
Vuelvo a Sus Sagradas Majestades y
digo: «He vencido en tu nombre a los
eslovenos, Justiniano Augusto, pero
lamento mucho decirte, Teodora
Augusta, que el joven Juan, de quien te
satisfizo decir que provenía de Beirut,
aunque no era verdad, tu único hijo, al
que amabas y por el que abrigabas
ambiciones... Lamento decir que ha
muerto». ¿Crees que a tu madre le hará
feliz mi victoria?
—Dios mío —se sonrojó Juan y
cayó de rodillas frente a Narsés. El
eunuco lo miró por fin con una expresión
firme y sincera—. ¿Cuánto hace que lo
sabes? —preguntó en voz baja.
—Desde el principio, desde luego.
Yo oigo cosas. Lo oigo todo. Un joven
llamado Juan, árabe, se ganó la
benevolencia de la Augusta y lo recibió
cuando afirmó que era su hijo. Se
comentó que ella dio orden de azotarlo y
encarcelarlo.
Hay
aquí
algo
desconcertante. Ella podría haber
castigado a un mentiroso que la hubiese
insultado, pero no enviarlo a prisión. Y
yo no creía, como otros, que lo
encarcelase si no mentía. ¿Y por qué se
tomó el trabajo de destinar a Calcedonia
a los guardias que lo admitieron? Pocos
días después la Augusta me presenta a
otro joven, también llamado Juan,
nacido en Beirut, vástago de respetables
padres de clase media que está, según
me aseguran, desde hace semanas en
Herión. El supuesto sirio habla con
fluidez el árabe y el persa y cuando se le
solicita que escriba en sirio, lo hace
evidentemente mediante la trasliteración
del arameo. No fue muy difícil para mí
adivinar que en realidad es un árabe e
idéntico al primer joven. Pero ¿quién
soy yo para revelar los secretos de mi
señora? Si te preocupa que otros lo
hayan adivinado, puedo decirte que yo
no lo creo. Están más dispuestos que yo
a creer peores cosas de la Augusta.
—Sergio y Diomedes me dijeron
que siempre lo descubres todo —repuso
Juan—. Estaban en lo cierto. —Por un
momento
permaneció
silencioso,
mirando fijamente a su comandante, y
exclamó luego en voz baja—: Debes
permitir que me quede.
—No deseo tener a tu madre como
enemiga.
—¡Ella lo comprenderá!
—¿Sí? Entiendo poco de amor y
menos de lo que significa tener hijos.
Pero sé que los que sufren estas
experiencias no son racionales frente a
ellas. Hasta los mejores enloquecen con
estas pasiones. Cada vez que la Augusta
me viese, pensaría: «Mi hijo murió bajo
su mando», y me detestaría. Y quizás
con razón. Es mi deber defender a mi
señor, a mi señora y a sus hijos. No
actuaría como fiel servidor si te
condujese a esta batalla.
—Debes dejar que me quede aquí.
No tengo mayores probabilidades de
morir que el resto —insinuó Juan—. ¡Te
lo ruego, señor!
Narsés movió la cabeza con la
mirada fija en el fuego.
—Escúchame un instante —insistió
Juan—. ¿Sabes lo que significa crecer
como el bastardo de un hombre
respetable en una pequeña ciudad
respetable, entre gente enterada de que
tu madre era una ramera mantenida por
tu padre cuando era un estudiante? ¿Que
todos te señalen, te consideren,
convencidos de que lo eres, venal,
débil, tímido y desvergonzado, aun antes
de que digas una palabra? Creo que lo
sabes. Me imagino que debe parecerse
mucho a ser eunuco.
Con un estremecimiento Narsés
levantó la vista y la fijó en Juan, sin
mediar palabra.
Juan prosiguió, en un murmullo:
—Y te dices: «¡Si sólo pudiese
probarles que soy un hombre tan digno
como cualquiera de ellos!». Y sabes
muy bien que la única prueba capaz de
convencerlos, la única prueba que te
convencerá a ti mismo, puesto que
necesitas convencer, es demostrarles
que tienes valor en la guerra. La prueba
de la vida y la muerte. Ahora tienes esa
prueba en tus manos, ahora estás
preparado, con los nervios templados y
consagrados a este fin. Yo también lo
estoy. Y que me priven de esta prueba
porque la misma ramera que me
abandonó cuando tenía tres meses quiere
reconquistarme ahora... ¡Te lo ruego,
ilustrísimo señor! Sé que no debería
hablar así de ella, pero toda mi vida fui
propiedad de alguien; antes esclavo de
mi padre y ahora de ella. El hecho es
que existo, que soy yo, no ella. ¡Mi vida
me pertenece y quiero arriesgarla! ¡No
me quites la oportunidad!
Narsés se cubrió los ojos con una
mano y por un instante no se movió. En
el silencio, el fuego chisporroteaba
ruidosamente.
—Muy bien —dijo por fin—.
Aunque debo advertirte que la guerra no
prueba lo que vales. El mundo seguirá
llamándote como le parezca y a veces tu
espíritu se humillará y estará de
acuerdo.
—Gracias. Nunca lo olvidaré.
—Mientras
vivas
—añadió
lacónicamente Narsés—. Muy bien.
Hecho ya el discurso relativo a este
informe, creo que deberé despacharlo y
enviar a Artemidoro. Bien, al menos no
perdemos mucho con su partida.
El día de la batalla amaneció
nublado y amenazando lluvia. Soplaba
un viento helado del este por la ladera
de la colina, que derribaba los
estandartes y cortaba el aliento de
hombres y caballos, en la dirección de
los eslovenos, donde ondeaban las
banderas de la tregua. Los hérulos
palmeaban a los caballos y lanzaban
miradas de ansiedad al valle, donde la
luz dejaba ver al enemigo ocupando
todo el llano con sus lanzas.
Narsés se levantó temprano para
inspeccionar una vez más las trincheras
y controlar el despliegue de sus tropas.
Al
advertir
un
ambiente
de
incertidumbre, hizo fijar en el lábaro la
imagen de la Virgen que había traído de
Constantinopla y de Sérdica.
—Los eslovenos son paganos —dijo
a sus oficiales—. Dios está de nuestra
parte.
Los hérulos recobraron el ánimo al
contemplar la tierna sonrisa de la Madre
de Dios. Las tropas romanas eran más
suspicaces. Pero a pesar de su
suspicacia se dispusieron a esperar.
Juan ocupaba el lugar inicialmente
asignado a Artemidoro, en el extremo
occidental de la trinchera. A su
izquierda, en una larga columna de a tres
que se prolongaba partiendo en ángulo
recto desde el extremo de la trinchera,
curvándose en una medialuna hacia el
centro, estaba la fuerza de seiscientos
lanceros, la mayor parte de la guardia
personal y la de palacio y dos
compañías de hérulos. A su derecha, en
una fila desplegada detrás de la
trinchera misma, había otros ciento
cincuenta, un grupo heterogéneo de
arqueros de las guarniciones de Sérdica,
Melta y Nicópolis, junto con otros
miembros del ejército capaces de
manejar hondas y unos pocos arqueros
hérulos con sus rústicos arcos de
madera. En el ángulo entre los dos
grupos alguien había encendido una
hoguera, en la que unos esclavos
calentaban agua para mezclar el vino
endulzado con miel y reparaban los
arcos que sobraban.
Juan había distribuido a los hombres
que debían transmitir las órdenes y no
quedaba otra cosa que hacer, salvo
esperar. Revisaba sus propias flechas y
miraba las cabalgaduras inmóviles a sus
espaldas. Maleka estaba ya ensillada,
por si acaso. Jacobo esperaba junto a
ella, espada en mano, con expresión
ansiosa. «Quiere salvarme la vida en la
batalla y después emanciparse y ser
oficial. Tal vez le dé la manumisión.
Ofrenda de gratitud a Dios por la
victoria», pensó Juan con afecto.
Miró nuevamente a su derecha.
Sobrepasando la posición de sus
propios hombres detrás de la trinchera,
estaba la gran masa de caballería
comandada por Filemut y lejos en la
distancia, en el centro de la carretera,
divisó el resplandor dorado del sagrado
lábaro. Distinguía claramente la
diminuta figura de Narsés con su capa
blanca sobre la blanca cabalgadura. Sus
veinte oficiales y algunos arqueros más
de la guarnición esperaban delante de él
con sus arcos desplegados pero sin
armar y le rodeaba lo más selecto de la
infantería. A pesar de este séquito, su
persona era muy visible y vulnerable.
Con un suspiro Juan se sopló los dedos
antes de palpar nuevamente las cuerdas
del arco.
Los eslovenos se habían concentrado
en una extendida serie de rectángulos,
con la caballería pesada al frente, la
infantería en el centro y en la
retaguardia. Se movían sin cesar,
gritando, galopando de un lado a otro,
corriendo en la dirección de las fuerzas
romanas para retroceder otra vez. Una
figura con una armadura dorada y
montada en un magnífico potro bayo se
abrió paso lentamente entre la horda de
vanguardia
y
los
eslovenos
entrechocaron sus escudos entre aullidos
ensordecedores. La figura se detuvo
frente a su ejército, observando la
carretera donde el sol mostraba
claramente la debilidad de las fuerzas
contrarias. Se volvió y levantó el brazo
varias veces, golpeando el aire,
dirigiendo a su gente palabras
inaudibles. Luego se volvió nuevamente
y algo atenuada por la distancia, pero
terrible siempre, se elevó una orden
espantosa, acogida con vociferante
entusiasmo. La caballería eslovena rugió
y comenzó a avanzar, primero al trote,
en dirección a la colina por los campos
blanquecinos, moviéndose ahora con
mayor rapidez, a medio galope, en
medio del entrechocar de los cascos
como una marejada bajo los alaridos y
los gritos de guerra.
Rápidamente Juan colocó la cuerda
en su arco y levantó una flecha. Tenía las
manos entumecidas y pálidas pero
firmes.
Los eslovenos atacaban el centro y
cayeron bajo una repentina lluvia de
flechas y proyectiles de las hondas.
Algunos jinetes, al chocar con sus
camaradas caídos, encontraron una
cortina de flechas y cayeron, algunos en
la trinchera, ensartados por los árboles
o por las lanzas de las huestes de la
caballería. La carretera se transformó en
una masa infranqueable de jinetes caídos
y caballos encabritados. La caballería
entonces cambió de rumbo, desviándose
a derecha e izquierda, galopando en
medio de gritos de furia a lo largo de la
trinchera y desplegándose en abanico al
aproximarse. Unos pocos disparaban
flechas al estilo de los hunos, pero la
mayoría sólo contaba con lanzas,
inútiles a esa distancia. Juan tomó la
flecha y tensó la cuerda. Sentía la
tensión de los músculos de sus brazos
contra la rigidez de la cuerda ya tensa y
trató de respirar pausada y regularmente.
«Están ahora casi en línea con mis
arqueros —pensó—. ¿Por qué no
dispara alguien?» Estaba pensando en
esto cuando cayó el primer jinete,
derribado de su caballo por el impacto
de un proyectil de honda invisible. El
espacio se oscureció de flechas. El
chirrido continuo de las hondas y el
silbido de las flechas al saltar del arco
se mezclaban con los gritos de dolor. La
caballería seguía avanzando. Un
esloveno montado en un tordillo careto
galopaba a la cabeza del resto. Su casco
brillaba con sus adornos de oro. Juan
apretó los dientes y esperó, la cuerda
del arco contra la mejilla, los oídos
zumbando por la presión de la sangre. El
esloveno se volvió con una ancha
sonrisa al ver el final de la trinchera. El
mundo entero pareció reducirse a la
cabeza y al torso del jinete y Juan
disparó la flecha. Cayó el hombre
herido en la garganta y fue derribado del
caballo. De inmediato Juan extrajo otra
flecha y volvió a disparar. Más soldados
saltaban o se desviaban del obstáculo de
los primeros caídos. «Corresponde a los
lanceros
rematarlos»,
pensó,
escudriñando la trinchera en busca de
otros blancos, hasta que encontró uno.
—¡Seguid disparando! —gritó a sus
otros arqueros, mientras soltaba su
propia flecha.
La caballería se lanzó sobre los
lanceros como piedras caídas desde un
brocal: primero, unas piedras aisladas,
luego el ruido seco de la roca. Hubo
otro ruido de espadas eslovenas sobre
los escudos de los lanceros. Un gemido
horroroso de dolor, seguido de gritos,
lamentos y entrechocar de cascos.
Ya no galopaba la caballería desde
la trinchera. Juan se volvió para mirar
con ojos muy abiertos, sin poder
moverse, y la larga columna de lanceros
vacilaba ante la fuerza masiva de la
caballería. Un caballo atravesado por
una lanza sangraba copiosamente sobre
el hombre que había atravesado al
animal. Jacobo corrió esgrimiendo su
espada y atacó al jinete caído. «Voy a
vomitar —pensó Juan horrorizado—.
¡Dios mío, no permitas que me vean!
¿Dónde están mis flechas?»
De repente volvió a reinar el
silencio, sólo roto por gemidos aislados.
Juan miró a su alrededor, algo aturdido.
Ya no se aproximaban jinetes. Corrió
para observar la trinchera en toda su
longitud. El enemigo había retrocedido y
una masa enorme de más de un millar se
reagrupaba al pie de la colina. Al borde
de la trinchera el suelo estaba cubierto
de cadáveres y de jinetes heridos.
Algunos de los hérulos avanzaban con
sigilo, sonrientes, impacientes por
iniciar el saqueo.
—¡Todavía no! —gritó Juan,
obedeciendo a un instinto aguzado
durante la marcha desde Singidunum—.
¡Volverán enseguida! Desplazad a los
arqueros hacia este extremo de la
trinchera. ¡Hacedlos trepar! ¡Dios
eterno! ¡Que alguien me dé más flechas!
Jacobo se acercó corriendo con más
flechas y siguió corriendo para ayudar a
los otros esclavos a auxiliar a los
heridos. Con suma celeridad dispuso a
los arqueros de manera que contasen con
más campo libre para disparar y
seguidamente fijó su atención en los
eslovenos. Además de los jinetes que se
reagrupaban al pie de la colina, una
fuerza más numerosa se arremolinaba en
la carretera frente al centro romano. La
figura con armadura dorada parecía
estar pronunciando una nueva arenga y
varias veces señaló la carretera en la
dirección de Narsés. Juan no tuvo
tiempo para preocuparse, los jinetes ya
se lanzaban entre gritos por la colma
para hacer otra carga.
—¡Espera! —gritó dirigiéndose a un
soldado que en su entusiasmo
malgastaba sus proyectiles de plomo
estando los eslovenos todavía lejos del
alcance de la honda—. ¡Espera hasta
que puedas matarlos!
La segunda carga de los eslovenos
fue más fácil de contener que la primera.
El
enemigo
veía
su
avance
obstaculizado por montones de sus
propios muertos y hubo tiempo de
disparar a discreción antes de sufrir un
violento impacto sobre los lanceros. El
choque en sí terminó pronto y el
enemigo se replegó casi tan rápido como
había llegado. Estaba Juan tomando
nuevamente aliento cuando oyó el
estruendo de cascos a sus espaldas y al
volverse vio que Filemut y sus hérulos
se aproximaban al galope tendido a
atacar al enemigo.
—¡Pero si no se ha dado orden
alguna! —gritó, y en ese instante alguien
lanzó un grito de horror.
—¡El comandante!
Al mirar, Juan vio que la figura
sobre el caballo blanco no estaba allí.
—¡Madre de Dios! —exclamó, y
apartando con esfuerzo los ojos del
lugar vacío antes ocupado por Narsés,
los dirigió hacia los hérulos que corrían
al extremo de la trinchera. En la parte
baja de la colina los eslovenos volvían
a reagruparse y más lejos la carretera
hervía de hombres. Pensó: «Es
demasiado pronto. Filemut se dirige al
centro para atrapar al rey esloveno, pero
debemos quitar primero del camino a la
caballería o nos harán pedazos. Estos
malditos hérulos sólo están locos por
vengarse. ¡Son salvajes, desenfrenados,
poco fiables! Debo detenerlos». Seguía
pensando en ello cuando corrió a montar
su caballo.
De inmediato sus hombres corrieron
también a sus cabalgaduras y debió
detenerse para gritarles que volviesen a
sus lugares y matasen eslovenos como se
les había ordenado. Al ver a Hilderico
el Vándalo, le indicó velar por el
cumplimiento de la orden.
—¡Voy a detener a esos idiotas de
los hérulos! —gritó—. ¡Quédate aquí si
no quieres que los mate a todos!
¡Jacobo, dame más flechas! —Había
montado ya sobre Maleka y Jacobo le
entregó otro haz de flechas, que metió en
el carcaj junto al arzón antes de lanzar la
yegua al galope—. ¡Vuela! —le dijo en
árabe y el animal obedeció, corriendo
detrás de los hérulos como un ser alado.
Al pasar junto al borde de la
trinchera, oyó el trotar de más caballos.
Volviendo la cabeza, vio la masa
confusa de eslovenos trepando por la
colina hacia él y se inclinó sobre el
pescuezo de la yegua. Las lanzas se
hundían con un ruido sordo a su derecha
y tuvo la visión horripilante de morir
con el cuerpo destrozado por varias
heridas. Pensó: «Es la próxima carga, ha
comenzado ya y estoy atrapado». Por un
instante sintió un terror tan intenso que
estuvo a punto de desmayarse.
«¡Cobarde!», observó con disgusto una
parte de él y como un eco oyó la voz de
Bostra: «¿Qué puedes esperar del hijo
de una prostituta?».
—¡No soy un cobarde! —replicó a
gritos y palpando encontró una flecha y
la colocó en el arco. «El tiro de los
partos. Es fácil.» Se volvió a la vez que
distendía el arco y vio que el primer
esloveno le seguía a tan sólo cien pasos
de distancia. Disparó y cogió otra
flecha. Maleka galopaba a toda
velocidad, resoplando aterrada por el
olor a sangre y por el miedo. Juan
volvió a disparar. Los eslovenos le
gritaban en su idioma. Algunos arrojaron
lanzas que no dieron en el blanco,
desviadas por el galope enloquecido.
Juan encontró otra flecha, la disparó,
luego otra, y otra, y otra, hasta no hallar
ninguna al volverse para mirar, pues el
carcaj estaba vacío. Al levantar la vista
vio más jinetes frente a él, y apretó la
cabeza contra el pescuezo de la yegua.
«Volamos, volamos hacia la muerte.» La
certeza de la muerte no lo aterraba, pero
la posibilidad de que ocurriera sí.
Los jinetes que estaban frente a él se
desplegaron, gritando su nombre. Al
erguirse sobre la silla de montar vio que
eran hérulos. A sus espaldas comprobó
que los eslovenos que lo habían
perseguido se alejaban al galope. Tiró
de las riendas y Maleka se detuvo, con
las patas temblorosas y echando espuma
por la boca. Los hérulos se habían
detenido también y se amontonaban en
torno, gritando y riendo. Filemut
apareció desde el centro, desplegando
una amplia sonrisa.
—¡Nunca vi nada semejante! —dijo
—. Vemos que nos siguen, luego te
vemos a ti. Nos detenemos y esperamos.
¡Qué espectáculo! ¡Esa yegua sabe
correr, y tú sí que sabes disparar!
—¡En nombre de todos los santos
del cielo! ¿Qué estás haciendo aquí? —
preguntó Juan, furioso.
Filemut dejó de sonreír.
—¡Se te dijo que esperases la señal!
—gritó Juan, temblando de furia y alivio
—. El comandante te dijo que te mataría
si no esperabas. Te mataría yo mismo si
me quedara una flecha. ¡Vuelve
inmediatamente a tu puesto!
—¡Ha muerto el comandante! —dijo
Filemut indignado, señalando la
carretera—. Nosotros no nos quedamos
quietos esperando mientras matan a
nuestros jefes. ¡Somos guerreros!
—¡Sois soldados romanos y los
soldados romanos obedecen las
órdenes! ¿Cómo sabes que está muerto?
¡Vamos, volved! —Al tirar de la rienda
la cabeza de Maleka se movió—.
¡Volved! —gritó a los hérulos en su
propio idioma. Tomó entonces la rienda
del caballo más próximo y la movió de
un lado a otro. Con aire sorprendido el
jinete miró hacia la colina. Juan llevó a
Maleka al trote y regresó a la trinchera
sin mirar atrás, furioso contra Filemut.
Pensó, lleno de incredulidad: «Casi me
mato, y todo por culpa de ese imbécil
que no obedeció las órdenes... ¡Bárbaro
bruto y mugriento! ¡En toda esta nación
no hay un mínimo de disciplina!».
La caballería de los hérulos lo
siguió como un rebaño de ovejas.
Cuando volvieron a la trinchera, los
hérulos comenzaron a gritar de alegría al
señalar la carretera. La figura envuelta
en un manto blanco estaba nuevamente
allí, inmóvil como siempre, montada en
un caballo castaño. Filemut se acercó y
tomó a Juan del brazo, radiante de
alegría. Olvidado ya su enojo, Juan
sonrió a su vez.
—Fue sólo el caballo —dijo
Filemut sonriente—. Bien. Voy a esperar
ahora la señal.
Juan asintió.
—Y yo seguiré en mi puesto —
respondió.
En el extremo de la trinchera, bajó
de la yegua y con piernas inseguras se
sentó en el suelo, tiritando de frío, entre
sus hombres.
—¿Volvieron a atacar? —Su
pregunta fue hecha al azar. A su lado,
Jacobo lo cubría con una capa.
—No,
amo.
Estaban
todos
persiguiéndote a ti.
Juan hizo un gesto, aunque en
realidad no había comprendido del todo.
Con un esfuerzo se levantó y se acercó a
la trinchera, donde vomitó. Sobre su
cabeza dorada como el trigo, resonó la
trompeta con dos fuertes toques.
Por lo que a Juan concernía, aquél
era el fin de la batalla. En el este, donde
el abrupto borde de la colina había
detenido a los atacantes, el combate
nunca había sido tan duro ni había
durado tan poco tiempo. En el oeste,
según comprobó Juan, la caballería
eslovena había caído en una confusión
fatal con la inútil persecución del propio
Juan.
—Al principio eran unos pocos los
que te perseguían —le dijo más tarde
Hilderico el Vándalo, con una gran
sonrisa—. Pero al alcanzar a su jefe con
tu flecha, toda la tropa se alejó para
vengarse en vez de atacarnos; tu yegua
corría tanto que se dispersaron todos
por la colina hasta que se encontraron
con los hérulos encima. Los hérulos se
habían detenido para ver el espectáculo.
Estaban, pues, todos en la línea de
batalla. El enemigo sabía que no estaban
en condiciones de luchar contra los
hérulos por encontrarse desorganizados
y no tenían un jefe que les diese órdenes,
de modo que los que se salvaron dieron
media vuelta y huyeron. Entonces todo
lo que le tocó hacer a nuestro ilustre
general fue esperar a que los hérulos
estuviesen otra vez en sus puestos y dar
la señal de entrar a la carga.
—Estaba esperándolos, ni más ni
menos. No era necesario decirles que
volviesen.
—No... En verdad, no —dijo
Jacobo, que estaba junto a Hilderico—.
Pero lo habrías hecho si no te hubieses
ido.
Una vez efectuada la carga, la
caballería hérula había avanzado
velozmente sobre el flanco esloveno e
irrumpido en medio de la infantería, que
carecía de la protección, como los
romanos, de las trincheras, los
proyectiles y las lanzas.
Al ver esto, el rey de los eslovenos
renunció a atacar a Narsés y galopó para
prestar
ayuda,
para
acabar
encontrándose rodeado. La carnicería
fue terrible. Cuando en la tarde del
mismo día Juan recorrió el valle a
caballo, encontró la carretera teñida de
sangre y llena de cadáveres a lo largo de
un kilómetro. Con todo, el rey había
logrado escapar finalmente, con muchos
de sus propios hombres, pero fue
necesario abandonar todo el botín.
Mientras los hérulos seguían
matando eslovenos, llegó un mensajero
de Narsés instando a Juan y a sus
hombres a dirigirse al centro. En la
carretera Juan halló al comandante
tendido en la nieve. Un médico extraía
del muslo astillas ensangrentadas. El
eunuco estaba muy pálido, destacándose
tan sólo los labios y las sombras de los
ojos azulados. Su férrea impasibilidad
no había desaparecido.
—Juan —dijo Narsés al ver a su
subordinado—, me alegro mucho de no
haber presenciado tu travesura. Bien.
¿Te has convencido?
Juan lo miró un instante, sin
comprender.
—Creo que sí —dijo por fin—. Pero
no quiero volver a hacer lo mismo otra
vez.
—No —convino Narsés. Su sonrisa
era forzada—. Alinea a tus hombres y
hazlos prepararse para apoyar a la
caballería si fuese necesario. ¿Tienes
muchas bajas?
El recuerdo de las pocas horas que
siguieron hizo pensar a Juan en un
sueño, aunque entonces parecía natural
enviar a Jacobo nuevamente a su tienda
en busca de las tablillas, las plumas y el
estilete. El trabajo de detallar las bajas,
de asignar a algunos hombres el cuidado
de los heridos y a otros el entierro de
los muertos y el nombramiento de
mensajeros que llevasen la noticia a
Nicópolis y solicitasen más provisiones
y alojamiento era en conjunto muy
similar a la rutina de cómo dirigir un
ejército. En un santiamén, Juan se
encontró registrando un mensaje en
taquigrafía, con el carcaj colgando aún a
la espalda y el casco puesto, mientras
Narsés dictaba desde unas angarillas,
interrumpiéndose una o dos veces para
contener los gritos de dolor cuando le
cauterizaban la herida; mientras tanto, en
el valle los eslovenos huían de los
hérulos victoriosos. Narsés tenía una
herida de flecha por encima de la
rodilla, que había atravesado la parte
más musculosa del muslo antes de
clavarse en el caballo. La yegua blanca
persa había tratado de aliviar su dolor
revolcándose sobre la herida, pero al
quebrarse, la flecha se había hundido
aún más en el cuerpo. El escudero mató
al animal, pero llevó algún tiempo
desmontar a su jinete, que había perdido
gran cantidad de sangre cuando pudieron
socorrerlo. El jinete había insistido en
montar nuevamente para tranquilizar a
los hérulos, pero el médico mostró su
profundo desagrado.
—¡Si te hubieses quedado sentado y
quieto, podríamos haberte extraído la
flecha entera! —dijo a su comandante en
tono de reproche una vez que terminó de
sacar fragmentos de madera de la herida
que había cauterizado—. ¡Mira esta
herida! ¡Pasarán meses antes de que
vuelvas a caminar, si tenemos la suerte
de que no se infecte!
Narsés se limitó a hacer un gesto
impaciente y pidió noticias de lo que
hacían los hérulos en aquel momento.
—Se apoderan del botín reunido por
los eslovenos —le informó uno de los
miembros de su guardia personal.
—¿Y los eslovenos?
—Se fueron hacia el norte, señor.
—Manda a Alvit y a Faniteo a
perseguirlos. Diles que mantengan las
distancias y que eviten tomar contacto,
pero deben observar a dónde se dirigen.
Juan, ve con ellos y asegúrate del botín
en mi nombre. Promete a los hérulos una
buena recompensa, elógialos hasta las
nubes, señala que las cosas deben
repartirse con equidad y asegúrate de
quitárselo todo. Esas mujeres y niños
son romanos de Oescus y del campo.
Han sido violados y maltratados por los
eslovenos y no es justo entregarlos a los
hérulos. Mándalos a Nicópolis. ¿Qué
hora es?
—Unas dos horas antes de
anochecer, señor.
—Entonces
Nicópolis
queda
demasiado lejos. Bien, instálalos en el
campamento, pues. —Inesperadamente
Narsés se interrumpió y contuvo el
aliento en un gemido ahogado. El
médico acababa de limpiar la herida con
una solución de hierbas y vinagre.
—Los mantendré vigilados por la
guardia de palacio —dijo Juan,
cerrando las tablillas—. ¿Hay algo más
que sea urgente?
Narsés negó con la cabeza,
parpadeando para contener las lágrimas
de dolor.
—Bien, ilustrísimo señor. ¿Por qué
no descansas ahora? El médico te dará
algo para aliviar el dolor y no hay
motivo para no probarlo. Después de
una victoria tienes derecho a dormir.
Narsés sonrió débilmente pero sin la
menor ambigüedad.
—¿En qué código legal has leído
eso? Vete, entonces. Y si encuentras a
ese emisario... —Narsés calló un
instante—... aconséjale que su reina
busque a otra persona que cuide de su
guardarropa.
VIII - Cruel como la
tumba
El resto del invierno fue una larga
serie de desengaños. Tan pronto como
los eslovenos volvieron a cruzar el
Danubio y quemaron el puente tras de sí,
Narsés intentó negociar con ellos. Sus
mensajeros fueron bien recibidos y
tratados con cortesía, pero volvieron
con las manos vacías. No se hicieron
promesas de paz. Las otras tribus de la
región mostraron gran regocijo ante la
visita de un ministro imperial de tan
elevado rango y la victoria los
impresionó
profundamente.
Todas
enviaron embajadas a su vez y
presentaron varias disputas para
someterlas al arbitraje de Narsés, pero
no tenían la menor disposición en
aceptar tratados que las convirtiesen en
parapetos de los enfrentamientos con los
eslovenos, aun cuando las acompañasen
tentadoras ofertas de tierras y subsidios.
Las defensas de Tracia, destruidas en
Oescus, se desmoronaban por todas
partes. Narsés luchaba con infinitas
dificultades para volver a levantarlas
sin ayuda de los bárbaros, pero las
provincias
estaban
demasiado
castigadas y exhaustas para contribuir a
su propia defensa y el resto del imperio
no contaba con ningún medio para
socorrerlas.
La peor de las frustraciones, no
obstante, se produjo antes del momento
fijado para la marcha del ejército hacia
Dyrrachium para emprender viaje a
Italia. Las tropas habían retornado a
Sérdica tan pronto como resultó
evidente que la invasión eslovena había
terminado por el momento. Narsés
recorrió la frontera durante los meses de
febrero y marzo transportado en una
litera tirada por caballos, por no poder
todavía caminar ni cabalgar, pero los
hérulos permanecieron en sus cuarteles.
En abril, poco después de su regreso,
Filemut y los otros comandantes hérulos
llegaron juntos al cuartel general de
Narsés y solicitaron formalmente una
entrevista.
Cuando llegaron los hérulos, Narsés
y Juan estaban revisando las
disposiciones para la marcha en el
despacho del comandante. El eunuco
estaba sentado en un diván con una
pierna levantada, estudiando una pila de
documentos a su lado. El sol primaveral
entraba tibio por las ventanas abiertas
con el grato aroma de las flores del
patio. Juan estaba sentado ante el
escritorio intentando escribir una carta a
un funcionario de trato difícil en
Dyrrachium y le costaba mucho
concentrarse. «En primavera, los
membrillos de Cydonia beben... —no se
apartaba de su mente y sus pensamientos
lo llevaban de continuo a Constantinopla
—. Me pregunto cómo habrá
interpretado Teodora el informe de
Narsés. Estará satisfecha, pero ¿qué
sucederá? ¿Tendrá que volver Narsés,
dejando a otro para conducir el ejército
a Italia? ¿Y qué rango tendré yo?
»Me pregunto cómo se llevará
Eufemia con Sergio. —Con una sonrisa
dejó su pluma y contempló las sombras
de las hojas que se agitaban suavemente
sobre la pared soleada—. ¡Cuánto me
gustaría verlos! Yo apostaría por
Eufemia. Sergio es tortuoso, pero no
tiene la mitad del seso de ella.
Seguramente la habrá ofendido y ahora
ella tratará con Anastasio.»
Cerrando los ojos, imaginó a
Anastasio y Eufemia en el cuarto de
ésta,
inclinados
y
cambiando
impresiones sobre las audiencias
habidas mientras la acompañante de
Eufemia trabajaba silenciosa en su telar.
Seguramente florecía la vida en las
enmarañadas enredaderas del patio y el
poco caudal de agua en la fuente rota
sería verdoso. Pensó: «Se entenderán.
Se parecen. Ambos van directamente a
lo que quieren y son eficientes. Querría
saber por qué...».
El escriba del despacho golpeó la
puerta con los nudillos y anunció a los
comandantes hérulos.
Juan se levantó sonriendo y se les
acercó para estrecharles la mano. Había
quedado como gobernador de Sérdica
cuando Narsés tuvo que viajar y creía
conocer bien a los comandantes. Sin
embargo, antes de cruzar la sala hacia
ellos, Filemut, seguido de los otros, le
hizo una profunda reverencia con
muestras de impaciencia. Juan se detuvo
y se inclinó a su vez. Pensó: «Algo anda
mal. ¿Habrá habido otro asesinato en la
tropa?».
—Estimadísimo
e
ilustrísimo
general —exclamó Filemut, con una
reverencia mayor aún ante Narsés.
Narsés se irguió, moviendo con gran
cuidado su pierna, e inclinó la cabeza.
Juan tuvo la impresión de que había
envejecido algo después de los
acontecimientos invernales. La herida le
había hecho adelgazar aún más y en el
pelo sedoso se advertían más canas que
cabello oscuro. Su energía, en cambio,
no había disminuido.
—Estimadísimo
Filemut...
y
vosotros, muy honorables comandantes
—respondió—, ¿en qué puedo serviros?
Filemut carraspeó y los otros dieron
unos pasos, nerviosos.
—Como sabe mi distinguido
comandante, fui enviado según tu
encargo a reclutar a algunos hombres de
mi país para luchar por la Sacra
Majestad del emperador Justiniano
Augusto —comenzó diciendo en tono
formal y luego calló.
Narsés hizo un gesto cortés y esperó.
—Y como ya sabes, ilustrísimo
señor, hemos combatido por el
emperador, hemos sufrido un cruento
conflicto en pleno invierno y hemos
logrado una gran victoria, imperecedera.
—Filemut volvió a callar, como si
hubiese olvidado el renglón siguiente de
su discurso—. A pesar de eso, Vuestra
Solicitud desea ahora que vayamos a
Italia a luchar por Belisario, mientras tú
vuelves a Constantinopla. Belisario
nunca fue amigo de mi pueblo. A los que
luchamos por él en el pasado nos trató
con mucha crueldad y de manera
radicalmente opuesta a nuestras
costumbres. No aceptaremos estar bajo
su mando.
Narsés suspiró.
—Comprendo tu preocupación por
tu pueblo, nobilísimo Filemut. Con todo,
aunque debo dejarte en Dyrrachium, no
estarás directamente bajo la autoridad
del distinguido conde Belisario. He
recibido la confirmación de que estarás
bajo el mando de nuestro común amigo
Juan, en quien sé que confías tanto como
yo mismo.
Narsés dirigió su sonrisa a Juan,
quien sólo atinó a mirarlo boquiabierto.
Atónito,
pensó:
«¿Yo
solo?
¿Comandante
supremo,
no
el
subordinado de nadie? ¡Santo Dios!».
Filemut le sonrió, nervioso, pero se
limitó a decir:
—Realmente estimamos a Juan, pero
no deseamos luchar en una guerra
conducida por Belisario.
—Aceptaste eso, ni más ni menos,
en Singidunum —señaló con suma
paciencia Narsés—. ¿Qué garantías
pretendes, entonces?
Uno de los otros comandantes se
aclaró la garganta antes de hablar.
—Ilustrísimo señor, hemos cumplido
ya nuestros contratos luchando por ti
contra los eslovenos. Deseamos volver
a nuestra patria.
La sonrisa cortés de Narsés se
esfumó. Después de mirar a otro de los
comandantes, apartó el montón de
documentos.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó.
Los comandantes tenían la vista fija
en el suelo.
—Estamos cansados de luchar
contra extranjeros —dijo con voz
insegura—.
Deseamos
volver
a
Singidunum, a nuestro hogar, con
nuestras esposas.
—Se trata de la embajada de Tule
—corrigió Narsés duramente—. Ha
vuelto, ¿no? Ha encontrado un rey del
linaje real de los hérulos. Es por eso por
lo que queréis regresar.
Hubo un momento de absoluto
silencio. Desde el patio llegaba el canto
de un pájaro.
—¿Estoy en lo cierto? —preguntó
Narsés.
Lentamente Filemut asintió.
—Nos han encontrado un rey —dijo
—. Ilustrísimo señor, te ruego que
comprendas. La embajada ha encontrado
un hombre, Dacio, hijo de Aordo, hijo
de Oco, hijo de los hijos de los dioses,
de línea agnada real de los hérulos. Pero
Justiniano Augusto defenderá al rey
Souartouas porque él lo nombró y está
seguro de su lealtad. Souartouas ha sido
mi amigo, pero no tiene más derecho a
ser rey que yo mismo, y ni yo ni el
pueblo podemos apoyarlo contra el rey
Dacio. Habrá pues hostilidad. entre
nosotros y los romanos y de ningún
modo iremos a Italia, ni siquiera por ti,
ni siquiera bajo el mando de Juan.
—Has hecho un juramento —afirmó
Narsés.
—Juramos luchar por ti. Lo hemos
cumplido.
—¡Juraste obedecerme! Cristo, que
todo lo ve, sabe que yo he cumplido con
mi parte del acuerdo y no te he
defraudado en nada. Aceptasteis dinero
de mí.
—Devolveremos
el
dinero,
Ilustrísimo señor. Pero no podemos ir a
Italia ahora.
Narsés lo miró fijamente durante un
minuto y luego hizo lo mismo con cada
uno de los demás comandantes.
—¿Sabéis lo que dicen los romanos
de vuestra nación? —preguntó furioso
—. Que sois una raza de embusteros,
traidores, perjuros e inconstantes. Que
os dais a la violencia, a la bebida y a la
fornicación. Que sois los peores
hombres de toda la tierra. —Los
oficiales lo miraron a su vez, al
principio perplejos, luego furiosos. Uno
de ellos, Alvit, se llevó la mano a la
espada.
—Ni siquiera los romanos —
vociferó Alvit— dicen que somos
cobardes. ¡Han sido testigos de mucho
de nuestro valor en el pasado!
Narsés lo miró furioso.
—Siempre defendí el nombre hérulo
—dijo amargamente-—. ¿Qué diré ahora
en Constantinopla? ¿Que mis fieles
hérulos no sólo se negaron a combatir
por mí, sino que además desean huir y
saquear tierras romanas como sus
antepasados? Me daría vergüenza decir
semejante cosa, Alvit..., como debería
avergonzarte a ti.
Con una expresión de desconcierto
Alvit apartó la mano de su espada.
—Diles que somos leales a nosotros
mismos —dijo Filemut.
El suspiro de Narsés fue de desdén.
—¡Replicarán
que
eso
es
enteramente obvio! Os ponéis en una
situación vergonzosa y me avergonzáis a
mí.
—Ilustrísimo
señor
—suspiró
Filemut en un tono de verdadera
preocupación—, no deseamos ocasionar
tu vergüenza ante el Sacro Augusto.
Siempre fuiste nuestro amigo y
benefactor. Pero debemos tener un
verdadero rey. Haremos verdaderos
esfuerzos por mantener la paz con los
romanos y por respetar sus tierras. Yo
mismo, cuando me dirija al rey Dacio, le
pediré que me permita volver con mis
hombres a servir a los romanos. Más no
podemos
hacer.
Tienes
que
comprenderlo. No podemos ir a Italia.
Narsés volvió a mirarlos con una
furia concentrada, rayana casi en odio
personal. Luego cerró los ojos y se llevó
las manos al rostro.
—No, no podéis ir —convino.
Cuando se apartó las manos de la cara
su expresión era otra vez tranquila. Y
añadió—: Bien, te dispenso de tus
promesas. No necesitas devolver el
dinero que hayas recibido. Me
conformaré con tu juramento de
abstenerte de invadir territorios
romanos. Puedes volver a Singidunum
dentro de dos días y dispondré que te
acompañe una escolta de regreso a tu
región.
Con profundas reverencias, los
hérulos se retiraron. Una vez cerrada la
puerta, Narsés extendió una mano hacia
el montón de documentos y con un
rápido movimiento los tiró al suelo.
Hundió la cabeza entre las manos, que
se movían crispadas por el pelo.
—En realidad no son... —protestó
Juan tímidamente.
—Son lo que piensas —respondió
Narsés—. Y debemos permitírselo. De
lo contrario también se irán y estarán
resentidos contra nosotros. ¡Madre
Santísima! ¡Paciencia! —exclamó al
hundir un puño en el lateral del diván.
Juan se sentó a la mesa de escribir
junto a su carta por terminar. Pensó
deprimido: «No hay necesidad de
terminarla ahora. Todo ese trabajo,
traerlos aquí, pagarles, alimentarlos,
preocuparnos por ellos, solucionar sus
disputas, tratar de controlarlos... y todo
eso ha terminado después de una
entrevista de cinco minutos. ¡Cielos!».
Le dolía la garganta, así que
permaneció silencioso, mordiéndose el
labio y, como un niño desilusionado,
tratando de no llorar.
—Bien —dijo Narsés después de
una larga pausa. Su voz era nuevamente
serena—. Desde el principio era una
posibilidad y todo ha ido muchísimo
mejor de lo que podría haber sido.
Podría haber surgido un motín, podrían
haber saqueado Sérdica. Y es verdad
que nuestros esfuerzos nos han valido
una victoria. Debemos volver a
Constantinopla. Tal vez pueda lograr que
hagamos un convenio pacífico con los
hérulos o consiga más dinero o tropas
destinadas a la defensa de Tracia.
—¿Hay alguna esperanza? —
preguntó Juan con amargura.
—No mucha —admitió Narsés—.
En su momento aconsejé no nombrar a
Souartouas,
pero
el
jefe
de
nombramientos estaba empeñado en esa
alternativa y el emperador la encontró
interesante. Igual que no siguió mis
consejos entonces, ahora no apartará a
Souartouas. Siempre apoya a los
hombres nombrados por él.
»Y sabes tan bien como yo que no
tenemos ninguna posibilidad de
conseguir más tropas o más dinero para
Tracia, mientras Belisario clame por
más ayuda para Italia y otra rebelión dé
comienzo en África. Todo lo que hemos
hecho aquí ha sido en vano.
Narsés se levantó muy despacio, se
acercó a Juan renqueando y, apoyando
una mano en su hombro, lo reconfortó.
—Hay
que
soportar
estos
inconvenientes
—declaró
con
delicadeza—. De todos modos todo es
vanidad: el mando de los ejércitos, las
victorias, los triunfos, la púrpura y los
adornos de oro... son sólo obsequios del
azar, de la tierra donde todas las cosas
mueren. Está mal que las deseemos con
tanta vehemencia.
Juan se frotó los ojos.
—Ha sido el trabajo de un año —
murmuró.
—Y no ha sido perdido. Salvamos a
Nicópolis, por lo menos, y a esas pobres
mujeres de Oescus. Hemos demostrado
lo que queríamos demostrar.
—¿Qué?
Narsés se encogió de hombros.
—Que la caballería no es
invencible. Que el origen de un hombre
no influye en su coraje y que un buey es
tan bueno como un toro.
Juan lo miró.
—¿Por eso decidiste ser tú el blanco
de los disparos, para que los eslovenos
probasen su puntería en la batalla?
El eunuco sonrió.
—Desde luego. Ven, debemos
disponer la escolta de regreso de los
hérulos a Singidunum.
Las disposiciones para los hérulos
no eran complicadas, y las tomadas para
su propio regreso a Constantinopla,
fueron de una simplicidad poco menos
que absurda. Regresaron a la ciudad una
tarde radiante y ventosa de principios de
mayo. Habían enviado emisarios
anticipadamente para anunciar su
llegada y los acogieron al son de las
trompetas en la Puerta de Oro. Entraron
por ella a caballo Narsés y Juan con sus
servidores, luego los miembros de su
guardia personal, seguidos por un
pequeño carro con los equipajes, y por
último la guardia de palacio, bajo el
mando de un oficial de rango inferior, ya
que Artemidoro había conseguido que
no lo enviasen de regreso después de
entregar la carta de Narsés. «Hemos
pasado un año reclutando hombres, y
ahora volvemos con menos de la mitad
de los que partieron con nosotros y con
la misión que motivó su reclutamiento
no cumplida. ¡Qué desastre de
expedición!», pensó Juan con tristeza.
Al aproximarse al Gran Palacio, sin
embargo, la gente comenzó a salir a la
calle y a darles la bienvenida con
ovaciones, como si la expedición
hubiese sido un éxito total.
Por doquier se oían sus gritos de
«¡Narsés! ¡El justo, el piadoso!
¡Conquistador de los eslovenos,
salvador de Tracia!». Narsés estaba
sorprendido.
La Puerta de Bronce del Gran
Palacio aparecía abierta de par en par y
frente a ella, en formación, los
regimientos de la guardia de palacio y
de la guardia personal, dando la
bienvenida a sus camaradas. Resonaron
las trompetas y todos los guardias
imperiales gritaron a coro. Narsés
detuvo su caballo ante la puerta y los
comandantes de ambos cuerpos, el
conde de la guardia personal y el conde
de la guardia de palacio, avanzaron
juntos, vestidos con los mantos blanco y
púrpura de los patricios y sus armaduras
bañadas en oro.
—Ilustrísimo Narsés, te saludamos
en nombre de Su Sacra Majestad,
nuestro amo Justiniano Augusto —dijo
ceremoniosamente el conde de la
guardia de palacio.
—Su Sacra Majestad desea darte la
bienvenida personalmente en el salón de
los Diecinueve Divanes y felicitarte por
tu victoria —dijo el conde de la guardia
personal.
Narsés inclinó la cabeza.
—Excelentísimos condes, estoy
profundamente honrado.
Cada uno de ellos tomó una rienda
del caballo de Narsés y encabezaron la
procesión atravesando la puerta. Narsés
dirigió a Juan una mirada divertida e
irónica.
En la gran plaza que se abría tras la
Puerta de Bronce desmontó y entregó las
riendas de su cabalgadura a uno de los
caballerizos que aguardaban y, seguido
de sus oficiales, de su séquito personal,
de los dos condes y de un grupo
numeroso de funcionarios del palacio,
entró cojeando en palacio.
El salón de los Diecinueve Divanes
era un anexo del palacio Dafne
considerado como el mayor de los
salones de recepción imperiales y se
utilizaba cuando se quería recibir a una
gran multitud, o celebrar banquetes de
estado, en los que en cada diván podía
tomar asiento una docena de personas.
Era un salón inmenso de techo
abovedado, profusamente decorado con
frescos y mosaicos y dividido en dos
por cortinajes de seda bordados en oro.
La luz de las ventanas de la bóveda se
filtraba entre nubes de incienso que
saturaban la atmósfera. A lo largo de las
paredes se habían colocado los
cortesanos y los altos funcionarios, con
sus vestidos de seda y sus joyas. Juan
había perdido la costumbre de
encontrarse
en
medio
de
la
magnificencia de palacio y se sintió
abrumado. En el extremo más alejado
del salón las cortinas estaban corridas.
Narsés recorrió muy gentil el salón,
subió los tres escalones hasta el estrado
y se detuvo. Juan le esperaba con los
demás oficiales junto a las gradas. Las
cortinas se abrieron y allí estaban Sus
Sacras Majestades, Justiniano y
Teodora, imágenes de púrpura y oro.
Los ojos de Teodora se apartaron de
Narsés para detenerse un momento en
Juan y luego volvieron a posarse en el
comandante del ejército. Juan se
prosternó y oyó el rumor de la seda y
del aliento contenido al imitarlo todos
los presentes en el salón.
Narsés intentó prosternarse a su vez,
pero su pierna herida le hacía moverse
con torpeza. Justiniano se levantó del
trono y lo tomó de las manos para
impedírselo, tras lo cual lo abrazó y lo
besó en la frente.
—Bienvenido —le dijo con una
sonrisa— y muchas felicitaciones por tu
victoria.
Las tropas de Tracia eran objeto de
grandes elogios y llovían sobre ellas las
loas y el dinero, participando en una
magnífica fiesta en el salón de los
Diecinueve Divanes, hasta que por fin se
les permitió arrastrarse exhaustas a
descansar en sus camas. Para Juan fue
motivo de alegría que el festín
terminase. El elogio exagerado por el
triunfo le sonaba a artificial y la
necesidad de inclinarse y murmurar las
frases cortesanas correctas suponía un
esfuerzo excesivo después de la dura
lucha, la desilusión y el largo viaje.
Aparte de la mirada sombría que le
había dirigido al principio, Teodora no
lo trató de un modo diferente al
dispensado a los otros oficiales y
tampoco le hablaba. «¿Está enojada
conmigo? ¿O ya se ha cansado de mí?
No, qué tonto soy. Ella no diría nunca
nada en una ocasión formal como ésta»,
pensó Juan.
Sin embargo, cuando volvió a
encontrarse en su casa, volvió a sentirse
preocupado por el silencio de la
emperatriz, por los espías desconocidos
y por la incertidumbre de su propio
futuro. «Te recomendaré para otra
misión militar», le había dicho Narsés
durante el viaje de regreso desde
Sérdica. También le había dicho aquella
mañana: «No vuelvas a la oficina
mañana. Tómate unos días de
descanso». «Necesito descansar. No
creo haber descansado nunca desde que
llegué por primera vez a esta ciudad.
Pero ahora tampoco puedo descansar»,
pensó Juan.
Exhausto, con los ojos hinchados,
yacía en la cama escuchando los ruidos
de la ciudad. En la cocina, Jacobo
recitaba sus aventuras ante sus
admirados padres y exhibía su
certificado de manumisión a un desfile
ininterrumpido de visitantes y amigos.
Afuera, los carros cuya presencia en las
calles estaba prohibida durante el día
pasaban rechinando por las calles
empedradas. La ciudad era como un gran
peso que impulsase la península hacia el
palacio, aplastándolo a su paso.
Mentalmente midió la distancia entre
ella y Sérdica, entre ella y Dyrrachium,
calculando raciones para doscientos
hombres, para mil, determinando la
distancia y las paradas durante el viaje.
Era como si lo viese todo desde una
gran distancia, los ejércitos avanzando
lentamente, como hormigas, por las
tierras agrestes de Tracia. Con un
lamento ahogado se volvió en la cama y
trató de olvidar esa pesadilla.
Narsés no esperó siquiera ni al día
siguiente para reanudar su trabajo. Se
alejó de la fiesta con el emperador y
juntos se dirigieron a los aposentos
privados, asumiendo así Narsés su
antiguo puesto de gran chambelán sin
decir una sola palabra.
Justiniano sonrió y despidió a sus
otros servidores, pero cuando Narsés
estuvo a la distancia propia de un ayuda
de cámara, es decir, junto a la cabecera
del emperador, éste hizo un gesto con la
cabeza.
—Siéntate —le ordenó—. No estás
de servicio y sé desvestirme solo,
¿sabes? Antes de ser emperador me
desnudaba
yo
solo
—y para
demostrárselo, se sentó en la cama y se
quitó el calzado de color púrpura.
Narsés se sentó frente a él en un diván y
frotó con cuidado su pierna tiesa—.
¿Qué te pasó ahí? —preguntó Justiniano
señalando la pierna—. Tu carta decía
que estabas levemente herido, pero a
juzgar por lo que veo la herida no fue
leve ni mucho menos.
Narsés sonrió.
—Una flecha me atravesó la pierna.
—¿Te la atravesó del todo? ¡Santo
Dios! ¿Qué estabas haciendo para sufrir
una herida como ésa? ¿Luchabas en
primera línea?
—No fue exactamente así, señor.
Nunca aprendí a manejar un arma, pero
cedí a un ataque de vanidad y me
coloqué en un lugar muy visible al
sentarme cerca del frente sin quitarme el
manto de patricio. Lo pagué caro.
—¡Qué insensatez! —exclamó el
emperador irritado—. Te prohíbo que
vuelvas a correr esos riesgos.
—No disfruté de la experiencia, de
modo que trataré de evitarla en el futuro
—prometió Narsés con una sonrisa.
Justiniano rió a su vez.
—Has
demostrado
ser
más
indispensable que nunca —musitó sin
dejar de quitarse las medias de color
púrpura—. Fue una victoria magnífica,
amigo mío. La verdad es que te
subestimé. Debí haber retirado a
Belisario de Italia en aquella ocasión,
no a ti. Déjame recompensarte... Vamos,
pídeme algo.
Narsés hizo una reverencia.
—Mi recompensa estriba en agradar
a Tu Sacra Majestad.
Justiniano levantó la cabeza y volvió
a reír.
—Pensé que dirías eso. El cortesano
de siempre. Bien, todo depende de mí,
¿no?
—Como prefieras, señor. Sin
embargo, tengo algunas sugerencias que
desearía que escucharas.
—¡Lo
sospechaba!
Primera
sugerencia, que abandone a Souartouas y
reconozca al nuevo rey que los hérulos
trajeron de Tule. Segunda sugerencia,
que retire tropas de otro punto del
imperio y las envíe a reforzar las
defensas de Tracia y de Iliria. ¿Me
equivoco?
—En absoluto, señor.
Justiniano suspiró.
—No creo que podamos hacer
ninguna de las dos cosas, pero podemos
discutirlo mañana. He convocado al
consistorio a una reunión para
considerar ambas cuestiones. ¿Más
sugerencias?
Narsés sonrió.
—Una sola, señor. Mi secretario,
Juan, ha demostrado tanta habilidad para
conducir tropas como para organizar mi
gabinete. Como sabes, yo quería ponerlo
al mando de los hérulos en Italia. Ahora,
en vez de eso, te recomiendo que lo
nombres duque de Siria, o de Arabia,
para no malgastar sus aptitudes.
La expresión de buen humor del
emperador desapareció al instante.
—No pensaba tratar el tema de tu
secretario esta noche, sino agasajarte a
ti por tu victoria —dijo con voz cortante
—. Ahora, en cambio, tengo que hacerte
unas preguntas sobre él.
Narsés estaba sin moverse, con el
rostro impasible. Recorrió mentalmente
las cartas que había escrito a
Constantinopla y las que había recibido.
«Algo ha ocurrido. No sé qué, pero debe
de haber sido reciente. Antes no había el
menor indicio de dificultades», pensó.
—Si tienes alguna pregunta, señor,
estoy aquí para contestarla —dijo con
voz pausada—. Soy tu esclavo hoy, tanto
como lo fui antes de que me dieses la
libertad.
Justiniano gruñó algo y se frotó la
cara. Se desprendió su túnica púrpura y
la dejó caer sobre la cama; se levantó y
se acercó a su escritorio.
—Intentaste mandarlo aquí poco
antes del combate —manifestó, apoyado
en la mesa y de espaldas a Narsés—.
Artemidoro dijo que según escribías en
una carta necesitabas que Juan me
trajese información confidencial, pero la
que mandaste carecía de importancia y
cualquiera podría haberla traído.
Querías mantenerlo alejado del peligro,
¿no? ¿Por qué?
Narsés siguió inmóvil unos instantes
más, consciente de la sangre que latía
febrilmente en su pierna herida.
—En parte porque quería dejar el
ejército en manos de alguien en cuyo
mando pudiese confiar si me mataban —
dijo por fin—, y en parte para
complacer a la Augusta.
—¿Te lo pidió?
—No, señor. No me dijo nada sobre
él. Pero yo había notado, como tú, que
parecía quererlo y tenía interés en
favorecer su carrera y que se enojaría
mucho conmigo si Juan moría estando
bajo mi mando.
Justiniano se volvió y miró a su
chambelán.
—Tú pensabas así. —El emperador
dirigió la mirada nuevamente a su
escritorio, levantó una carta y se la
arrojó a Narsés—. ¡Ahora dime qué
piensas de esto!
A la Sacra Majestad del
glorioso emperador Justiniano
Augusto. Muchísimos saludos.
Tal vez interese a Tu Sabia
Majestad saber que nadie en las
oficinas municipales de la
ciudad de Beirut tiene ningún
recuerdo de un escriba llamado
Juan que haya abandonado esta
ciudad hace año y medio para
dirigirse a Constantinopla.
Tampoco ha oído a nadie hablar
en esta ciudad de un tal
Diodoro que fuese hermano del
cuidador de osos llamado
Akakios. Además, aquellos que
en Constantinopla conocían
bien a Akakios aseguran
unánimemente que no tenía
hermanos, que solamente tuvo
una hermana que murió antes
que él. Por lo tanto parecería
que el joven Juan, que afirma
ser el primo de la Serenísima
Augusta, no puede serlo, por lo
que deseamos alertar a Tu
Sacra Majestad ante esta
peligrosa impostura.
Narsés leyó la carta y volvió a
leerla por segunda vez y pudo
comprobar después que estaba escrita
con la mano izquierda, seguramente para
disimular la caligrafía. Quien la hubiera
escrito temía que reconociesen su propia
letra. ¿Letra masculina o... femenina?
Parecía una letra de mujer, aunque era
difícil determinarlo con certeza en
circunstancias normales, y mucho más
con la caligrafía distorsionada.
Con mucho cuidado Narsés dobló la
carta y recorrió la superficie con los
dedos.
—Tu Majestad no debería haber
recibido esta carta —susurró en voz
baja—. Si hubiese llegado a mi oficina
nunca la habrías visto.
—¿Hubieras osado ocultármela? —
preguntó Justiniano con indignación.
—Habitualmente no presento ante
tus ojos acusaciones anónimas y sin
pruebas. Si el Augusto, señor del
mundo, escucha tales acusaciones, nadie
estará seguro y la justicia misma se verá
desvirtuada. Si las afirmaciones de esta
carta son verdaderas, ¿por qué no las
firmó su autor?
—Tenía miedo de Teodora —
respondió de inmediato Justiniano—. Y
tal vez tenga razón de temerla. Si las
afirmaciones son ciertas, no es sólo tu
secretario el que miente, sino mi esposa
también.
—Sin embargo, ¿no es mucho más
probable que quien miente sea el autor
de la carta? Tú sabes que Su Serenísima
tiene enemigos que murmuran historias
llenas de maliciosas mentiras sobre ella
y buscan la suciedad para enlodarla. Y
Juan fue pasado por delante de otros, lo
cual siempre genera odio. ¿Cuándo la
has recibido?
—Hace dos semanas —respondió
Justiniano. Su enojo había desaparecido
y estaba sentado en la cama con
expresión ansiosa y preocupada—.
Llegó con las otras cartas desde tu
despacho, pero quien te reemplazó,
Agapio, niega haberla visto.
—¡Interrogaré sobre ella a los
escribas! —afirmó Narsés. Luego se
dijo a sí mismo: «Y sé a quién debo
interrogar. ¿Imagina Sergio que no lo he
visto hurgar entre los papeles de
Juan?»—.
¿Has
investigado
las
acusaciones?
Justiniano hizo un gesto displicente.
—Es, como dijiste, una monstruosa
calumnia sin fundamento alguno. Si
ordeno investigarla deberé recurrir a los
organismos del estado, lo cual
equivaldría a acusar públicamente a mi
mujer, o bien contratar investigadores
privados que ella descubriría y le
provocarían resentimiento y quizá la
llevarían a intervenir. Ella sospecha ya
que yo desconfío, aunque no sabe de
qué. Está enojada, pero a veces parece
que además esté alarmada. ¿Crees,
Narsés, que podría ser verdad? ¿Que mi
mujer me engaña con ése... ?
—Mi querido señor, ¿dudas de la
fidelidad de tu esposa, o de su fuerza de
carácter?
—De ninguna de las dos —
respondió Justiniano muy afligido—,
pero es una mujer apasionada y muy
ardiente. Yo le llevo más de veinte años
y... a veces la abandono. Si conoció a
este hombre cuando yo estaba enfermo,
si era aceptable y ella deseaba
compañía...
—Lo que imaginas no es verdad,
señor —murmuró Narsés en voz baja,
pero en tono convincente—. Teodora
Augusta te ama... Recuerda cómo se
comportó cuando estuviste enfermo,
cómo permaneció junto a tu lecho todo
el tiempo del que disponía cuando no
estaba guardando tu imperio. Es leal por
naturaleza, una amiga firme, una esposa
fiel y un enemigo inflexible. Estoy
seguro de que sus sentimientos hacia
Juan no son más que los que resultan
naturales y apropiados. En cuanto a sus
sentimientos
hacia
ella,
estoy
absolutamente seguro de que los que tú
sospechas nunca se cruzaron por la
mente de Juan. Él ve en ella una especie
de tía rica y poderosa, y le exaspera que
ella gobierne su vida, aunque desea
sinceramente complacerla.
Justiniano miró a su chambelán por
un
instante
y
luego
suspiró
profundamente.
—Sí. Muy bien. Es posible que
tengas razón. Es difícil creer que mi
Teodora pueda serme infiel. A pesar de
todo, hay algo que no está claro en este
asunto. Lo intuyo. No me gusta y querría
aclararlo. Lo pongo en tus manos,
Narsés. Teodora siempre te tuvo
simpatía y no se ofenderá si eres el
encargado de investigarlo. Además
confío en que no me mientas.
—Habla con la Augusta, señor —
insistió Narsés—. Muéstrale la carta. Es
justo que se entere de qué la acusan y
darle la oportunidad de defenderse.
El emperador permaneció indeciso
un momento y movió lentamente la
cabeza.
—Si se lo digo, no escatimará
ningún esfuerzo para descubrir al autor
de esta carta y lo castigará. Tú lo sabes
muy bien. Tú mismo dijiste que es un
enemigo inflexible. Y ambos sabemos
que tiene sus espías, sus escondites
secretos, sus barcos y sus soldados.
Puede muy bien localizar al autor de la
carta antes que nosotros y vengarse
personalmente. Y si es culpable, también
puede ocultar las pruebas que la acusan
para que nunca lo descubramos. No
debe saber nada de esto hasta que
hayamos establecido cuál es la verdad.
Narsés miraba atentamente la carta
que tenía en las manos. «¡Cuál es la
verdad! Si se lo preguntases sin rodeos,
podría decírtelo, pero yo no puedo
hablar en nombre de ella. Soy como el
esclavo en una tragicomedia, atrapado
entre los deseos de mi ama y las órdenes
de mi amo, tratando de servir a ambos»,
pensó con amargura.
—Pero, ¿puedo consultar a la
Augusta? —preguntó—. Dices que sabe
ya que sospechas de ella. Tal vez haya
identificado a un enemigo al cual culpa.
El emperador vaciló antes de hablar.
—Muy bien, pero haz las cosas con
delicadeza y cuida de que no se entere
de la carta. Tampoco debes decir nada a
tu secretario. Manténlo en tu despacho
hasta que todo haya terminado.
—Como desees —concluyó Narsés
con aire melancólico—. Aunque es un
joven de excepcional capacidad y
honradez y es una lástima retenerlo en un
puesto donde no se aprovechan sus
aptitudes y donde será vulnerable a las
calumnias. Yo propondría mandarlo a la
frontera cuanto antes en vista de la
situación.
—Tiene un rango honorario entre la
guardia
personal,
¿no?
Puede
conservarlo y ganar así un doble salario.
Dile que debe descansar algún tiempo.
Quiero vigilarlo. Si es inocente, velaré
para que no sufra por las calumnias de
sus enemigos y lo ascenderé con tanta
rapidez como pueda hacerlo. ¿Te parece
bien?
Narsés se levantó, guardó la carta
doblada en su cartera y con cuidado se
prosternó a los pies de su señor.
—Debe satisfacerme. Haré todo lo
que pueda por descubrir quién envió la
carta y por qué.
•••
Juan despertó al día siguiente con la
sensación de tener saburra en la lengua,
los ojos hinchados y dolor de cabeza.
Alguien estaba de pie junto a él.
—¿Qué
sucede?
—preguntó
volviéndose en la cama. Era Jacobo.
—Ha venido Anastasio el de la
oficina, señor —dijo en tono animado.
No parecía acusar la resaca por las
celebraciones de la víspera—. Confía y
espera que no te moleste su visita a una
hora tan temprana, pero ha supuesto que
querrías tomarte un día de descanso y
quería saludarte antes de ir a su trabajo.
—¡Ah! —se sorprendió Juan,
olvidando su dolor de cabeza—. Dile
que se siente y desayune. Lo veré en
seguida.
Después de lavarse y ponerse una
túnica y unos pantalones fue al comedor,
donde halló al viejo escriba comiendo
pan blanco y admirando el casco de
Jacobo.
—Se lo quité a un jinete esloveno —
se jactaba Jacobo—. Lo maté yo mismo.
Me queda perfectamente. ¿Ves? —dijo
al ponérselo y ajustarlo con el
barboquejo—. Maté a tres eslovenos al
derribarlos de sus caballos. Nada
comparado con los que mató el señor,
pero Hilderico dice que no estuvo mal
para una primera batalla. Ahora soy un
verdadero escudero con un salario y
todo.
—¡Mis saludos, Anastasio! —
exclamó Juan, adelantándose.
El escriba se levantó de un salto, se
acercó y le cogió la mano, sonriendo.
—¡Conque estás aquí! —dijo—.
Lamento haberte despertado.
—Si no hubieses venido, yo habría
ido a la oficina a verte. Hoy no sé qué
hacer en todo el día.
Anastasio seguía con su ancha
sonrisa y estrechaba aún la mano de
Juan.
—Estamos encantados de verte otra
vez aquí. Sergio era un amo exigente, lo
que hacía duro trabajar con él. ¡Pero
supongo que no seguirás trabajando con
nosotros mucho tiempo más!
—Creo que piensan recomendarme
para un puesto militar en el este, aunque
no sé cuándo será ni tampoco si llegará
a ser una realidad.
—Por lo que he oído, es seguro que
lo obtendrás. En el informe del combate
te describen «tan glorioso como
Aquiles».
Juan se echó a reír.
—Cierto que mis pies corrían que se
las pillaban. Me perseguían mil
eslovenos y huí de ellos con toda la
velocidad que pude sacar del galope de
Maleka. Después me sentí enfermo.
Pero Narsés no me recomienda por
motivos como éstos, sino porque sé
organizar movimientos de tropas y de
abastecimientos, además de no perder la
paciencia con los bárbaros. Pero he de
confesar que nuestra campaña fue un
desastre, de modo que no sé hasta qué
punto podrá prestarle atención la gente.
Jacobo se mostró contrariado y
Anastasio no supo qué contestar.
—¡Pero tu campaña ha sido
señalada como una gran victoria, un
triunfo, a pesar de una serie de factores
desfavorables!
—Fue así —comentó Jacobo.
—Es lo que dicen aquí ahora —
aseguró Juan amargamente. Se sentó y
tomó un poco de pan—. Sin embargo, no
conseguimos alcanzar ninguno de los
objetivos que nos habíamos fijado y
alguien no podrá menos que advertirlo.
Hablemos de otro tema. ¿Qué se ha
estado
cociendo
aquí,
en
Constantinopla? —Sonreía otra vez—.
¿Cuál ha sido el resultado final de la
batalla entre Sergio y la virtuosísima
Eufemia?
Anastasio lo miró con aire
sorprendido y dejó oír su risa ronca.
—Lo has descrito muy bien —
aseguró—. Primero intentó venderle a
Eufemia información falsa y después
trató de seducirla.
Juan sintió una inesperada sorpresa,
que manifestó en forma inexplicable:
con su enojo.
—¿Qué sucedió? —preguntó.
Anastasio se encogió de hombros.
—Ordenó que se le despidiese sin
contemplaciones. Luego escribió una
carta de queja a los antiguos
compañeros de su padre en la prefectura
y
les
entregó
medio
archivo
gratuitamente para que prestasen su
atención a él. Todos están molestos y lo
creen incompetente
por
haberla
manejado con tan poco tacto. No es
bueno para la carrera de un hombre
tener enemigos en la prefectura, y Sergio
se sigue lamiendo las heridas.
Juan se echó a reír.
—Pensé que ella triunfaría. ¿Y tú le
das ahora la información?
—Sí. Me mandó... ¡mm!... una carta
una semana después de haber despedido
a Sergio, en la que aseguraba que me
habías recomendado por mi honradez,
aunque no estoy tan informado. —
Guardó silencio un instante y prosiguió
—: No quería aceptar, pero ahora
espero nuestras reuniones con gran
expectación. Es una muchacha lista, no
teme a nada ni a nadie, es rápida y es un
placer trabajar con ella. ¡Ojalá mi hija
escribiese cartas con tanta constancia!
Pero si piensas permanecer en el
despacho durante el tiempo que sea,
estoy seguro de que preferirá verte a ti.
Desea saber más de lo que yo puedo
decirle.
—No pueden quedarnos tantos
informes sin examinar.
—Hemos cubierto la mitad de
Arabia y todavía tenemos Osroena
intacta. Habitualmente no tengo tanta
información que pueda serle útil, aparte
de la lista de audiencias. Sergio trata de
impedirme que vea nada por simple
rencor hacia ella. —El viejo escriba
suspiró y añadió—: Y ahora debo irme a
trabajar. Llegaré tarde y Sergio creará
dificultades.
—Te acompañaré —le dijo Juan
sonriendo aún—. Eso lo calmará.
Cuando Narsés volvió a su despacho
después de reunirse con el consistorio
imperial, encontró a Juan nuevamente
instalado en la oficina exterior, absorto
en la tarea de ordenar los archivos con
material de los dos reemplazos en un
único montón. Anastasio se había ido,
feliz de ir a la caza de otros archivos.
—Creí
haberte
dicho
que
descansases hoy —alegó el chambelán.
—Esto es un mayor descanso que
andar por la ciudad preguntándome qué
estará pasando aquí.
Con la sonrisa de siempre Narsés
suspiró y permaneció inmóvil un instante
con los dedos apoyados en la mesa de
trabajo de Juan, mientras observaba
atentamente a su secretario: el rostro
delgado de barba cuidadosamente
recortada, la expresión nerviosa y
vigilante, las sombras debajo de los
ojos. «Sigue preocupado por los hérulos
y por Tracia. Es amargo para los
jóvenes descubrir que su trabajo ha sido
inútil. Además, permití que trabajase en
exceso creyendo que recibiría algún
premio. El reconocimiento no habría
anulado la desilusión (es demasiado
inteligente), pero por lo menos le habría
quitado la amargura, pensó.
»Tiene los ojos de su madre, y
también las manos, largas y finas, con
uñas ovaladas. Si el señor se fijase en
él, si lo mirase bien, tendría alguna idea
de la verdad. Pero "los celos son
crueles como la tumba", son brasas de
fuego con su vehemente llama. El amo
no puede sospechar la verdad cuando
sospecha algo tan falso. Si ha dicho que
confía en mí es que confía en mí, aunque
no obstante tiene algunas dudas por
haber tratado yo de proteger a Juan en
Nicópolis. Lo que debo hacer es lograr
pruebas rápidamente que revelen su
culpabilidad o su inocencia. Si no puedo
demostrar lo uno o lo otro y dado que
todo lo que puedo señalar supondría
culpabilidad, también sospecharía de
mí. ¡Que Dios me coja confesado!»
—El consistorio ha decidido que no
habrá más tropas para Tracia —dijo al
cabo de unos instantes—. Se limita a
elogiar mis disposiciones, y debemos
apoyar a Souartouas como rey de los
hérulos.
—¡Ah! Bien, eso era todo lo que
esperábamos oír —fue todo el
comentario de Juan, y antes de añadir
algo más calló.
—Es verdad. Debo decirte además
que Su Sacra Majestad piensa que debes
descansar algún tiempo antes de que se
te encomiende otra misión militar.
Conservarás tu puesto aquí y tendrás dos
mañanas libres por semana para dar
instrucción militar a los guardias
personales que condujiste en Tracia. Te
pagarán dos salarios. Lo siento.
«¿Estoy desilusionado o siento
alivio? Estoy cansado, tan cansado que
apenas puedo sentir. Es verdad que
necesito un descanso. El solo esfuerzo
de los preparativos para partir al este y
aprender nuevas cosas hacen que deteste
la idea de moverme. Sin embargo..., sí,
me habría gustado volver a mi país y
recibir honores. Podría hacerlo, por otra
parte. Sería un puesto administrativo de
rutina, ahora que esto acabó.
Simplemente la vigilancia habitual
contra las incursiones de los sarracenos
y los isaurios. Si alguien me pidiese que
organizara movimientos de tropas en
Arabia, podría hacerlo con los ojos
cerrados. Sería infinitamente más fácil
que en Tracia, por ser la provincia
mucho más rica. Pero el emperador
"desea que descanse". No le impresionó,
a pesar de haber hablado tanto ayer.»
—¡Maldito Filemut y todos los
hérulos! ¡Los hérulos y sus reyes! —se
lamentó.
—Así
es
—dijo
Narsés.
Tamborileaba la mesa con los dedos
deseando haber dicho algo más. No se le
ocurrió nada y, con otro suspiro, se
dirigió a su despacho privado.
Sergio estaba sentado en su lugar de
siempre junto a Diomedes, con aire
enfadado, clasificando material en la
sala de recepción. Trató, con todo, de
ocultar su enojo al ver entrar a su
superior.
—¡Bienvenido,
señor!
—dijo,
levantándose y con una sonrisa forzada.
Diomedes también se levantó y
sonrió de oreja a oreja.
—Felicitaciones por la magnífica
victoria de Vuestra Eminencia —dijo
Sergio—. Durante días no hemos
hablado de otra cosa aquí.
Narsés sonrió cortésmente e inclinó
la cabeza. «¿Lo interrogo ahora? —se
preguntó—. No, dejémoslo por el
momento. Debo consultar primero a la
Augusta. Además sería útil saber lo
suficiente de esa carta como para
especular acerca de su autor antes de
agarrar a Sergio.»
—Gracias, estimado Sergio —
masculló—, y gracias por tus servicios
aquí durante mi ausencia. Tendremos
que hacer algo a propósito dentro de
unas
semanas,
cuando
estemos
nuevamente instalados cada cual en su
puesto.
Sergio se sentó mostrando una
sonrisa hipócrita. Narsés ocupó su lugar
ante su mesa de trabajo y echó una
mirada al material acumulado en ella y
luego levantó la vista hacia la pared.
Héctor luchaba con Patroclo en el lugar
normalmente ocupado por el icono.
«Tengo que acordarme de desembalarlo
esta tarde», pensó y se puso a trabajar.
—El ilustrísimo Narsés, chambelán
principal de su Sacra Majestad —
anunció Eusebio, el chambelán de
Teodora. Narsés había solicitado una
audiencia privada y la emperatriz iba a
recibirlo en su cuarto de vestir después
de su baño. Estaba descalza y vestía
sólo una túnica de seda fina ribeteada en
oro. Estaba sentada en una silla baja,
contemplando su imagen en el espejo,
mientras una de sus servidoras le
cepillaba el cabello. El vestido y el
manto púrpura estaban extendidos sobre
el baúl de la ropa, listos para usar—. Al
parecer vas a heredar mi puesto —
susurró Eusebio a Narsés—. Aunque yo
no pienso tomar el tuyo, gracias. —
Después de hacer una profunda
reverencia a Teodora se retiró.
La emperatriz levantó la vista del
espejo y dijo a Narsés: —No te
molestes en saludarme. Me enteré de lo
de tu pierna. Ven y siéntate. No tardaré
mucho más. —Cuando Narsés ocupó un
taburete bajo, Teodora volvió a mirarse
en el espejo, girando la cabeza a uno y
otro lado, y, después de hacer una
mueca, lo dejó—. Me siento como esa
vieja cortesana: «A Afrodita está
dedicado este espejo. No veo lo que era
y lo que soy no deseo verlo». ¡Dios,
estoy convirtiéndome en una vieja fea!
En verdad había envejecido desde que
Narsés la viera por última vez. Tenía la
piel del rostro caída y floja, sin tersura
sobre los finos huesos, y los ojos
hundidos. Los párpados eran más
gruesos que nunca. En su pelo negro
había algunas canas más. Nada de esto
se había notado durante la fiesta, algo
que sorprendió a Narsés.
—¿No se encuentra bien Vuestra
Serenísima? —preguntó.
—No, no me encuentro ni bien ni
tranquila —dijo ella agriamente. Con un
chasquido de los dedos indicó a la
mujer que la atendía que se retirase—.
He tenido muchos problemas de
estómago —continuó una vez que la
mujer, después de prosternarse, se alejó
—. Y a Pedro le preocupa que le sea
infiel. —Miraba a Narsés con atención,
los párpados entornados, la expresión
inescrutable—. ¿Sabes algo sobre eso?
—preguntó con voz pausada—. Si se lo
contase a alguien, sería a ti.
Narsés hizo un gesto negativo muy
lento.
—Lo siento mucho —respondió—.
Tu esposo está perturbado por unas
historias malintencionadas que ha oído.
Me lo ha dicho y, por lo que puedo
juzgar, no lo ha confiado a nadie más.
—¡Gracias a Dios! Por fin puedo
enterarme. Pedro se limita a hacerme
preguntas capciosas y luego niega
sospechar nada. ¿Con quién cree que lo
engaño y por qué motivo?
Narsés titubeó.
—No cree realmente que lo hayas
engañado. Conoce demasiado bien a
Vuestra Majestad. Pero le preocupa lo
que le han dicho. No conozco el origen
de las historias y esperaba que tú
pudieses decirme algo.
Teodora lo miró con aire
interrogante.
—¿Desea que tú las investigues?
Narsés sonrió y apartó las manos en
un gesto de impotencia.
—Señora, yo estoy enteramente
seguro de tu inocencia y profundamente
interesado en hacer todo lo posible por
zanjar esta brecha entre mi señor y tú.
—Te creo —dijo Teodora, pero
tenía los dientes apretados y la mirada
brillante bajo el entrecejo fruncido—.
¡Dios Eterno! ¿Por qué ha comenzado de
pronto a prestar atención a habladurías?
¿Qué le han contado?
Narsés contempló durante un instante
los pies descalzos, arqueados en torno a
las patas de marfil de la silla.
—Creo que sería insensato por mi
parte decírtelo, señora.
Teodora golpeó el brazo de su
asiento.
—¿Qué significa eso? ¿No te está
permitido decírmelo? —Narsés la miró.
Su respiración era jadeante y los ojos le
echaban chispas—. ¿Cómo puedo
defenderme si no sé de qué se me acusa?
—Lo lamento, señora. Pensé que
quizá tú sabrías de algún enemigo
empeñado en difamarte.
—¡Sé de muchos enemigos y
también de amigos que podrían haberme
difamado! Sin saber de qué me acusan,
¿cómo puedo adivinar quién es? En la
última semana he vivido como una
monja. ¡No le he dirigido la palabra a
ningún hombre por temor a las malditas
sospechas de Pedro! ¿No puedes
decirme más?
Narsés suspiró.
—Tal vez, señora, debiera volver
cuando haya logrado hacerme una
conjetura más fundada en cuanto a la
fuente de la historia.
—¡Maldición! —exclamó Teodora
dando otro puñetazo a su silla—. ¡Si
encuentro a la persona responsable de
esto, lo haré azotar, haré que le llenen la
boca con plomo derretido para que deje
de mentir! Debería hacer lo que se me
antoje y dejar a Pedro hundirse en sus
ridículos celos. ¿Por qué no me dice lo
que teme?
—Porque teme que hagas asesinar a
la fuente de la historia, y de ese modo
nunca pueda conocer la verdad —
susurró Narsés.
Lo miraba furiosa, pero contuvo el
aliento y terminó por reír a pesar suyo.
Al mover la cabeza advirtió unos
mechones sueltos entre sus dedos y los
arregló retorciéndoselos en la mano.
—¡Qué situación... ! Ni siquiera me
he atrevido a ver a solas a mi primo
Juan. Hace dos días que llegó y ansiaba
verlo: ¡Me siento tan orgullosa de él!
Supongo que partirá para el este sin
haber podido saludarlo siquiera.
Narsés movió la cabeza muy
despacio. «¡Gracias a Dios que ha
surgido el tema!», pensó.
—Juan permanecerá conmigo por el
momento. El señor ha pensado que no le
vendrá mal un descanso.
Teodora lo miró con sorpresa. Tenía
la expresión de quien inesperadamente
comprende algo.
—¡Dios del cielo, conque se trata de
Juan otra vez! —exclamó.
Narsés la miraba sin decir nada.
«Obedeciendo mis órdenes al pie de la
letra, violando totalmente el espíritu con
que las di. El truco del antiguo esclavo
que se resiste a morir», pensó.
Al cabo de un rato de silencio, la
emperatriz dijo con aire pensativo:
—Creí haber reventado esa ampolla
en particular. Bien. ¿Quién difunde
mentiras acerca de Juan?
Narsés bajó la mirada, confundido.
«Esa ampolla en particular... Es una
buena imagen: una llaga en el pie de tu
esposo, un lugar donde el calzado le
molesta. Sabe que has mentido y el
calzado le molestará hasta que sepa la
verdad. ¡Sin duda debe saberla! Los
resultados
serían
mucho
menos
lamentables que si la mentira continuara.
Para ti, para mí y especialmente para
Juan. Pero ¿cómo convencerte de que
admitas lo que hiciste?»
—No creo que la historia haya sido
una mentira en su totalidad —aventuró
con voz tranquila, mirando de frente a
Teodora.
El rostro se le contrajo por la
sorpresa y la alarma. Y detrás de esa
alarma
había
algo
más,
una
determinación
férrea,
inflexible,
implacable.
—¿Qué quieres decir? —preguntó
con determinación.
—El señor no es un hombre tonto,
señora. Si tiene sospechas ahora no
habiéndolas tenido antes, tal vez se debe
a que advierte que le ocultas algo.
—¿Ah, sí? —preguntó en un susurro
—. ¿Como qué?
Le había oído utilizar esa voz con
los hombres, antes de destruirlos, pero
siguió hablando sin dar su brazo a
torcer.
—Como el hecho de que Juan no es
tu primo, sino tu hijo.
La mirada con que le fulminó
Teodora fue prolongada, sombría, pero
inesperadamente comenzó a reír con
fuerza.
—¡Ay,
Narsés!
—exclamó,
enjugándose la cara—. Pensé que tú
posiblemente lo adivinaras, pero... ¡Sé
que eres una tumba! Ni una mirada, ni
una palabra, ni una insinuación antes de
soltarlo todo. Querido Narsés, tendrías
que haberte dedicado al teatro. ¡Jesús
bendito, tú que has sido crucificado por
nosotros, ten piedad!
—Tu esposo halla la situación
bastante menos cómica.
Teodora dejó de reír.
—Quieres que se lo diga, ¿eh? ¿Para
que se tranquilice?
—Es lo que yo aconsejaría, en vista
de la historia que le ha llegado.
—Calmaré a Pedro de algún modo.
Sé manejarlo, ahora que conozco lo que
sospecha. Buscaré una mujer para Juan.
—Señora, tu marido es un hombre
empecinado. Se da cuenta de que algo
no anda bien, y seguirá buscando la
respuesta hasta que la encuentre. Si se lo
dices, estoy seguro de que te perdonará
por habérselo ocultado. Es probable que
decida guardar el secreto contigo y que
conceda a tu hijo el ascenso que merece
y que yo promoví. Ni te culpa ni te
condena por tu pasado, y no es un
hombre vengativo.
—Sí... Estaría dispuesto a permitir
que Juan fuera duque y aun a hacerlo
jefe de armas del este. Pero esto
significaría el fin. Mantendría a mi hijo
confinado en esa frontera el resto de su
vida. Y Germano y sus hijos
permanecerían aquí, en Constantinopla,
y los puestos más apetecibles serían
para ellos.
—¿En qué alto puesto estabas
pensando para Juan? —preguntó Narsés.
De pronto tuvo miedo de la
respuesta.
Teodora no respondió, sino que se
acercó al baúl y acarició el manto de
púrpura extendido sobre él con una
sonrisa astuta.
—No, no —replicó él moviendo la
cabeza con aire incrédulo—. No, no
tendrá éxito.
—¿Por qué no? —preguntó Teodora
volviéndose hacia él—. Es más
inteligente que el hijo de Germano, es
competente..., tú mismo lo admitiste, y
eres el experto, el prototipo de la
eficiencia. Y él es valiente y un
magnífico estratega. Aprende con
rapidez, es objetivo, prudente y justo.
¡Actuaría muy bien!
—No lo aceptaría —replicó Narsés
—. No le has dicho esto. No puedes
habérselo dicho, pues ignoras que la
sola idea lo sorprendería muchísimo.
—La culpa es de su padre —insistió
Teodora—. Lo crió para conservar su
puesto, hacer lo que le mandasen,
comportarse bien. Ser cauteloso y
respetable. ¡Veinticuatro años y todavía
virgen! Sin embargo, es capaz de
desenvolverse bien. Tiene mucho de mí.
Yo quiero que mi hijo tenga esto —
Teodora se volvió hacia el manto de
púrpura— cuando Pedro y yo hayamos
desaparecido.
—¡No lo aceptará, señora! Si guardo
alguna certeza en cuanto al poder
supremo es que quien no lo desea nunca
lo obtiene, y él no lo desea lo suficiente
como para pagar cualquier precio por
él. A Juan le daría pánico, simplemente.
Es cauteloso y exige mucho de sí mismo.
Preferiría trabajar en algo que él pueda
realizar bien, a aceptar un ascenso y
correr el riesgo de cometer errores.
Jamás aceptará un puesto en el que son
inevitables los errores que cuesten
vidas, ciudades y reinos. No puedes
hacerlo ambicioso sólo porque tú lo
desees.
—¡Puedo hacer de él lo que yo
quiera! —cortó tajante Teodora—. Él
hará lo que le mande. Desea
complacerme y nunca protesta antes de
hacer lo que le indico, aunque él no lo
desee realmente. Al principio no quería
ni hablar de trabajar para ti, pero fue a
donde yo lo mandé y pronto cambió de
opinión. Lo que necesita es alejarse del
recuerdo de su padre.
—Señora, no lo lograrás. Ni él lo
desea, ni el emperador lo permitirá.
Tienes que verlo así.
—¡No veo nada por el estilo! Haré
todo lo que pueda por Juan y si hago
bien las cosas, tendré grandes
probabilidades de éxito. Tú nunca lo
comprenderás, pues no sabes nada de
amor ni de lo que significa tener hijos.
¿Por qué eres tan contrario a mi idea?
Creí que te gustaba.
—Me gusta, señora. Y es verdad que
no sé nada de amor ni de tener hijos,
pero eso me lleva a prestar mayor
atención a la amistad. No puedo
permanecer callado mientras hablas de
un plan que mi amigo detestará y que
muy probablemente fracase de tal
manera que pueda perjudicarlo.
La emperatriz lo miró furiosa.
Narsés la miró a su vez sin apartar de
ella la vista. Poco a poco la mirada de
indignación desapareció y Teodora
inclinó la cabeza hacia un lado para
contemplarlo. Se encogió de hombros
recobrando la sonrisa y se alejó del
baúl.
—De modo que crees que fracasará
—insinuó—. Puedo prometerte que si
descubres el origen de la historia, yo
puedo manejar a Pedro. No fracasaré. Y
Juan no se perjudicará. ¿Te parece bien?
—Señora, te recomendaría que...
—¡No quiero saber lo que me
recomiendas!
Ocúpate
de
tus
investigaciones y no le digas a Juan lo
que te he confiado. Se lo diré yo misma
cuando esté lista. Pero dale mis saludos
y comunícale que lamento no haber
podido verlo. Dile el motivo... si te lo
permiten.
—No me lo permiten.
Teodora lo miró con desdén.
—Entonces, cuéntale lo que puedas.
—Bien, señora.
Con aire fatigado Narsés se levantó
y se inclinó para hacer la reverencia
completa. Con aparente distracción
Teodora extendió su pie descalzo y él lo
besó antes de retirarse caminando hacia
atrás.
El chambelán Eusebio lo esperaba
en una sala contigua, revisando
documentos de estado mientras esperaba
para vestir a su señora. Al pasar Narsés,
lo saludó con un gesto.
—Puedes quedarte con tu puesto —
le espetó con malicia—. No me interesa
para nada.
IX -¡Victoria!
Un par de semanas después,
Anastasio preguntó a Juan con aire
despreocupado:
—¿Le agrada a tu prima que estés
aquí?
Juan no respondió inmediatamente
pero fingió concentrarse en la carta que
estaba redactando.
—¿Qué quieres decir con eso? —le
preguntó al terminar de escribirla,
poniendo cuidadosamente la tapa al
tintero.
—Tu prima, la emperatriz, ¿está
contenta de que estés en Constantinopla?
Juan se encogió de hombros,
limpiando su pluma.
—No la he visto todavía. No lo sé.
Narsés me ha dado saludos de ella.
Parece que últimamente no ha estado
bien y no ve a mucha gente. —Esparció
arena sobre la tinta fresca de la carta y
la sacudió arrojándola nuevamente
sobre la caja que estaba en la esquina de
la mesa.
—¡Oh! —dijo Anastasio, algo
confundido—. Bueno, rezaré por su
salud.
Juan sonrió guardando las formas y
plegó la carta en dos.
«Es cierto que no ve a mucha gente,
pero podría verme a mí. ¿Debería pedir
audiencia? Pero ella siempre me ha
invitado antes... y si está enojada
conmigo por alguna razón o ha perdido
interés en mí, o por algún otro motivo no
quiere verme, eso quiere decir que no
debería forzar las cosas. ¡Dios, ojalá
supiera lo que ha estado ocurriendo!»,
pensó Juan.
Volvió a plegar la carta, alisó los
bordes con piedra pómez, revisó los
sellos en sus estuches hasta que encontró
el que buscaba, dejó caer un poco de
cera en el pliegue y selló la carta. Era el
sello de Narsés, un círculo dividido en
cuartos con un tintero en una esquina y
una espada en la otra. Se quedó con la
mirada clavada en las líneas nítidas
mientras la cera se endurecía con el
aire. «Y no sé qué le pasa a él tampoco.
Mientras estuvimos en Tracia después
de Nicópolis podría haber jurado que
sabía lo que le pasaba por la cabeza,
que estaba más cerca de él de lo que
jamás he estado de nadie. No hemos
hecho más que volver a esta ciudad y en
seguida se vuelve distante como la
esfinge y empieza a hablarme con
enigmas. "Tu prima te manda saludos. "
Aun cuando logre acercarme en privado
a él, sólo sonreirá y no me dirá nada.
¡Es como hablar con el oráculo de
Belfos! ¿Qué he hecho mal? No puedo
haberme equivocado respecto a ambos.»
Puso la carta sobre el montón que
tenía para despachar, abrió el tintero
nuevamente e hizo una anotación en el
libro de registros.
—¿Vas a entrenar otra vez a la
guardia personal mañana? —le preguntó
Anastasio, intentando entablar una
conversación. Había notado la tensión
detrás de la sonrisa.
Juan suspiró, contento de hablar de
otra cosa.
—No los entrené la vez anterior.
Tuvimos que ir a sofocar unos disturbios
en el hipódromo. Los Azules y los
Verdes entablaron una reyerta en un
espectáculo de osos y se pusieron a
romper las puertas de partida... y a
atacarse unos a otros. El prefecto de la
ciudad nos llamó para restablecer la
calma. Afortunadamente, las facciones
huyeron tan pronto como nos vieron
llegar.
—Mientras se ataquen entre ellos no
me preocupa —dijo Anastasio—.
Cuando fijan su atención en nosotros, o
en la política, entonces sí me preocupo.
Ha
habido
muchos
disturbios
recientemente. —Dejó de hablar,
frunciendo el ceño, y agregó—: Es
posible que haya problemas esta noche
también. Hoy es el aniversario de la
reconquista de África, ¿no? Habrá
habido carreras durante todo el día. Las
facciones estarán buscando líos,
particularmente si ya han probado el
gusto de la sangre esta semana.
—Entonces quédate esta noche. Ibas
a ver a Eufemia, ¿verdad? ¿Quieres que
vaya yo?
—¡Oh, no tienes que acompañarme
por eso! Soy constantinopolitano, y sé
cómo evitar cruzarme con las facciones.
Pero ella preferirá verte a ti antes que a
mí. Cuando la vi la semana pasada me
preguntó por ti y estaba impaciente por
verte otra vez. Tú sabes tanto como yo.
—No tanto, acabo de volver de
Tracia. Pero iré. ¿Nos vemos en tu casa?
—No,
generalmente
yo
voy
directamente desde aquí y luego voy a
casa.
—Muy bien; dame tiempo para ir a
buscar a Jacobo y a mi caballo. Nos
veremos en la Puerta de Bronce.
Anastasio le sonrió y volvió a su
trabajo.
—¿Tienes que traer a tu sirviente y a
tu caballo? —dijo maliciosamente.
—¡Por supuesto! A Jacobo le
encantaría asustar a las facciones. A la
yegua le conviene ejercicio y podría
necesitar a Jacobo.
Cuando fue a buscar a Maleka a los
establos, no obstante, oyó gritos en las
calles, que se confundían tras los altos
muros de palacio; las palabras eran
incomprensibles,
pero
el
ritmo
martilleante
era
inconfundible:
¡Victoria!
¡Victoria!
Se
detuvo,
frunciendo el ceño, y se preguntó si él y
Anastasio estaban en lo cierto al andar
tan despreocupados. Los amotinados de
la rebelión de Nika habían derribado a
ministros imperiales, quemado la mitad
de la ciudad y casi habían elegido a un
nuevo emperador. No había habido
disturbios serios desde que los pasaron
a cuchillo, pero de eso hacía casi una
generación.
«Bien —se dijo—, tengo mi caballo
y mi servidor para asustarlos, aunque mi
servidor sea un liberto de dieciséis
años. Hasta podría traer a Hilderico y
Erarico, pero estarán cada cual con su
novia a estas horas; ¿para qué
molestarlos? El populacho no tendría
ninguna razón para atacarme, aunque
haya problemas. Yo pondré cara de
revoltoso y gritaré "¡Victoria!" y me
dejarán pasar.»
Siguió hasta los establos.
El rango de tribuno lo autorizaba a
tener a Maleka, el caballo castrado de
Jacobo y los caballos de los dos
vándalos en los establos de la guardia
personal. Jacobo lo estaba esperando;
ambos caballos estaban ensillados y a
punto para ser montados.
—Nos quedaremos en el campo de
prácticas, ¿verdad? —dijo—. Ha habido
disturbios en el hipódromo.
—Vamos a ver a Eufemia —le
replicó Juan.
El entusiasmo desapareció de la
cara de Jacobo. En el campo de
prácticas al lado de los establos podía
usar su lanza y oír hazañas bélicas a
otros hombres.
—Ahí fuera la cosa parece seria —
insistió.
—Bien, entonces trae tus armas
contigo. Yo llevaré mi arco. No
tendremos problemas si ven que vamos
armados.
Jacobo se alegró. No había nada que
le hiciera disfrutar más que ir a caballo
por las calles de su propia ciudad
vestido con armadura y llevando una
lanza.
—¿Quieres que Hilderico y Erarico
vengan también? —le sugirió con
ansiedad. Cuanto mayor y más ostentoso
fuera el desfile, más le gustaba.
Juan dijo que no con la cabeza.
—No hay necesidad de molestarlos.
Tú trae las armas.
Jacobo fue a buscar rápidamente las
armas y el casco esloveno al almacén
del cuartel, se subió de un salto a su
caballo (Hilderico le había enseñado a
montar) y los dos partieron.
Aún no era de noche cuando llegaron
a la Puerta de Bronce, pero las tiendas
en el mercado Augusteo ya estaban
cerradas y una hoja de la maciza puerta
estaba cerrada, y la otra entornada y a
punto de cerrarse. Anastasio estaba
dentro, hablando con los guardias que
vigilaban; levantó la vista y saludó a
Juan.
—Parece que los disturbios van en
serio —dijo—. Han asesinado a algunos
Azules y los demás buscan venganza.
Pienso que iré directamente a casa.
—Te veré a la vuelta —le ofreció
Juan, reticente a abandonar su excursión
ahora que había comenzado. Se dio
cuenta, sorprendido, de que estaba
impaciente por ver a Eufemia. ¿Para
felicitarla por su victoria sobre Sergio,
tal vez?—. Haremos una parada en la
casa del Capadocio, para acordar otra
cita.
Anastasio miró a Juan, que
resplandecía de gozo a lomos de su
caballo. Parecía hallarse perfectamente
a sus anchas, con una mano en las
riendas y la otra en el arco, aún no
preparado para disparar junto a la
aljaba repleta de flechas. Nadie hubiera
dicho que había pasado el día sentado
en un escritorio. El griterío era más
claro junto a la puerta y al viejo escriba
le pareció de repente inmensamente
atractiva la idea de llevar compañía,
sobre todo compañía armada.
—Gracias —le dijo.
A medida que bajaban por la Calle
Media hacia el mercado de Constantino,
el griterío iba en aumento. La gran
avenida estaba desierta, salvo por unos
cuantos ciudadanos asustados a los
cuales los había sorprendido el tumulto
y que se precipitaban hacia sus casas lo
más deprisa que podían. En el mercado
mismo, los joyeros y orfebres cerraban
las ventanas de sus tiendas, temerosos
del alboroto. Aparte de ellos, en la gran
plaza no había nadie más. La mayor
parte del ruido parecía provenir de
algún lugar más lejano.
—Es un motín en toda regla —dijo
Anastasio, asiendo los estribos de Juan
—. Hace años que no ha habido ninguno
así. Tal vez tengan que llamar a las
tropas.
—¿Por qué no las han llamado ya?
—Evitan provocar a las facciones.
Una riña se maneja con una simple
patrulla, pero con los grandes disturbios
tiene que ser con toda la guardia
imperial o con nada. También puede
calmarse sin intervenir.
Cruzaron el mercado y pasaron bajo
el doble arco de mármol, por detrás de
la Calle Media, hacia el mercado Tauro.
Los gritos se oían más cercanos:
«¡Victoria! ¡Azules!», de un lado, y
luego el gran bramido: «¡Victoria!
¡Victoria!». Una ráfaga de viento trajo el
inconfundible olor a fuego. Juan frenó a
Maleka.
—Han prendido fuego al mercado
—susurró Anastasio—. ¡Dios mío!
Ruego que no se extienda por la ciudad.
Juan asintió. Su corazón latía a ritmo
acelerado ahora y se le enfriaban las
manos. «No pasará nada —se dijo—.
No nos buscan a nosotros, sino a los
Verdes.»
Pero levantó su arco y lo preparó.
Jacobo le sonrió. El joven estaba pálido
bajo el casco y asió la lanza con fuerza.
—¡Victoria! ¡Azules! —gritó Juan y
siguieron andando.
El mercado Tauro también estaba
cerrado, con todas las puertas
atrancadas y las ventanas bien cerradas,
pero la plaza no estaba vacía. Sobre el
lado izquierdo bullía un gentío
vociferante: los Azules con sus
vestimentas bárbaras. La turba destruía
los puestos del mercado y apilaba
madera contra una de las casas; el resto
aullaba y entonaba cánticos, agitando los
brazos de tal modo que los mantos
azules que ondeaban al viento
semejaban sombras negras entre el
resplandor rojo del fuego. Por un
momento Juan no veía nada más. Luego
se dio cuenta de que la casa que ardía
era la del Capadocio.
En el momento justo en que lo
advertía, se abrió una ventana en la
parte delantera de la casa y apareció un
hombre. La multitud lo recibió con un
bramido de furia.
—¡Capadocio! ¡Matad a la bestia!
¡Matad al opresor de los pobres!
¡Victoria! ¡Victoria!
El hombre agitaba los brazos,
intentando apartar desesperadamente el
humo, y gritaba algo a las masas, algo
ininteligible. Señalaba hacia la calle
lateral, la parte trasera de la casa. Juan
comprendió que les estaba diciendo que
la parte delantera había sido alquilada y
que sólo la parte trasera aún pertenecía
al Capadocio y a su hija.
Juan sintió frío y náuseas. La escena
que veía le parecía propia de un sueño,
con colores más vívidos que la realidad
y con movimientos de una lentitud
aterradora. Asió fuertemente las riendas,
sin poder moverse, mientras miraba
fascinado y asustado. La multitud,
demasiado ocupada con sus cánticos,
era muy lenta para comprender.
Apilaron más madera contra la casa.
—¡Dios misericordioso! —susurró
Anastasio—. La van a matar. Querían
matar a su padre en la rebelión de Nika,
y ahora la van a matar a ella.
Juan volvió en sí con un espasmo. Se
arrancó el sello de la guardia personal
del dedo y se lo entregó a Anastasio.
—Apresúrate. Lleva esto a palacio y
trae mis tropas aquí enseguida —dijo.
—¡Llévalo tú! —replicó Anastasio,
intentando devolverle el anillo—. ¡Tú
tienes un caballo veloz!
—Podría ser demasiado tarde para
cuando pueda traerlos aquí. Vamos,
corre. Veré si puedo sacar a Eufemia.
Cruzó la plaza al galope y Jacobo lo
miraba atentamente, gritándole.
—¡Señor! ¡Espera! —Juan no le hizo
caso—. ¡Ve por la calle lateral! —
bramaba Jacobo y Juan detuvo su
caballo—. Hay una callejuela que
conecta la primera calle que sale de la
plaza con su casa. Sale casi frente a la
puerta. Podemos ir por allí; no creo que
la hayan encontrado ya.
—Gracias —gritó Juan, y dirigió la
yegua hacia la primera callejuela.
Ya estaba oscuro y las formas
salvajes de la luz del fuego oscilaban
entre los balcones de las callejuelas.
Las casas cerradas devolvían el eco de
los cánticos que parecían venir de todos
lados a la vez. La callejuela estaba casi
totalmente oscura y los caballos se
sobresaltaron y temblaron ante los
ruidos y las sombras. El resplandor del
fuego al final de la callejuela era
cegador. Las puertas de hierro de la casa
de Eufemia estaban abiertas de par en
par y la masa entraba en ese momento en
busca del botín.
—¡Dios inmortal! —dijo Juan.
—¡Mira! —gritó Jacobo, señalando
la calle que salía de la plaza.
Había una silla de manos cubierta a
dos manzanas de allí. Algunos de los
revoltosos la habían visto y corrían
detrás de ella; el resto estaba demasiado
ocupado en el saqueo.
Mientras miraban, los revoltosos
alcanzaron la silla. Los que la llevaban
la bajaron y se destacaron unas chispas
de fuego cuando uno de ellos sacó una
espada...,
luego
dos
hombres
desaparecieron bajo una lluvia de
golpes y la silla volcó. Juan espoleó a
su caballo otra vez.
Tardó sólo unos segundos en
alcanzar la silla de manos, pero cuando
llegó, los revoltosos estaban arrastrando
fuera de ella a una mujer y los
portadores yacían como dos masas
sangrantes en la calzada. La mujer era
vieja, vestida de negro; dio una patada,
gritando, y la arrojaron fuera. Otra
mujer, más joven, era arrastrada.
Luchaba con denuedo y uno de los
hombres la agarró de los cabellos y la
arrastró mientras otro le sostenía los
brazos y empezaba a quitarle el manto.
Juan detuvo a Maleka, a quince pasos
del grupo. «Son como treinta», pensó
fríamente. Su caballo, asustado por el
fuego y los gritos, se paró y relinchó
ruidosamente. La multitud quedó
petrificada y miró alrededor. Juan vio
que la muchacha era Eufemia.
—Dejadla —dijo, fuerte y claro.
Mantuvo el arco a la altura de la
montura, detrás de la aljaba.
Los revoltosos lo miraron a él y
detrás de él y vieron sólo a Jacobo. Se
le rieron en la cara, mientras Juan
intentaba respirar hondo y buscaba una
flecha.
—¡Verde!
—le
increparon—.
¡Amante de los impuestos! ¡Es la hija
del Capadocio, la mujerzuela! ¡Va a
pagar por lo que hizo su padre!
—Soy un tribuno de la guardia
personal de la Sacra Majestad del
emperador Justiniano Augusto, y os
ordeno que la dejéis. —Sentía la suave
flecha entre sus dedos, deslizándose
fácilmente hacia la cuerda.
—¡Ea! —gritó el hombre que estaba
agarrando a Eufemia, un hombre
delgado, con ojos encendidos y rostro
de sifilítico—. ¡Vuelve al palacio, hijo
de puta, mientras puedas andar todavía!
Eufemia contemplaba a Juan, ni
confiada ni temerosa, sino furiosa.
Detrás de ella el de la cara de sifilítico
sonreía. Juan levantó el arco y disparó
con un solo movimiento rápido, y el ojo
izquierdo del revoltoso lanzó primero
plumas, luego sangre. «Otra flecha»,
pensó Juan, buscándola mientras los
revoltosos aún contemplaban la primera.
Volvió a disparar; otro Azul se agarró su
hombro y cayó, aullando. Otro agitó una
espada un poco indeciso y corrió hacia
él; Juan disparó de nuevo, y el hombre
cayó.
—¡Jacobo! —bramó Juan, y el
muchacho dio un aullido de terror y
excitación y cargó contra los revoltosos.
Los Azules giraron sobre sus talones
y huyeron; Juan sacó otra flecha y
alcanzó a uno más, logrando que
siguieran corriendo. Jacobo había
clavado la lanza a uno y estaba
persiguiendo a los demás.
—¡Jacobo! —volvió a gritar Juan—.
¡Vuelve, pedazo de alcornoque! —Hizo
trotar a Maleka y la detuvo al lado de
Eufemia. Jacobo ya venía de regreso.
Juan descabalgó y fue a tomar la
mano de Eufemia.
—¡Rápido! —le dijo—. ¡Antes de
que nos vean!
Eufemia
tenía
las
mejillas
encendidas e intentaba recuperar el
aliento.
—¡Tía Eudoxia! —llamó, mirando a
su alrededor. Juan se giró y vio a la
vieja dama de compañía levantarse del
suelo en medio de la calle donde la
turba la había dejado.
—¡Jacobo, atiende a la anciana! —
gritó Juan—. ¡Deprisa!
Jacobo asintió y saltó de su montura.
—¡Vamos, abuelita!
La anciana se arrojó a él, gritándole
exabruptos:
—¡Bestia asquerosa! —Le arañó la
cara con las uñas y continuó—: Mantén
tus manos lejos de la muchacha, ¿me
oyes? Yo te enseñaré...
Eufemia fue corriendo a coger a la
anciana.
—¡Tía! ¡Tía, son amigos, han venido
a rescatarnos! Es Juan del palacio y su
esclavo, ¿no ves?
La anciana rompió a llorar y se
abrazó a Eufemia.
—¡Oh, pobre corderito! —decía
gimoteando—.
¡Animales!
—La
muchacha la llevó hacia el caballo de
Jacobo e intentó montarla sobre el
animal; el caballo dio un bufido y se
apartó. Jacobo, con la cara sangrando,
miraba atónito.
—¡Deprisa! —gritó Juan—. ¡Los
otros se darán cuenta en un santiamén!
—Puso a Maleka junto al caballo de
Jacobo, tomó las riendas del caballo de
su liberto y lo sostuvo; entre Jacobo y
Eufemia pusieron a la anciana sobre el
caballo y Jacobo saltó detrás de ella—.
¡Vamos! —instó Juan a Eufemia.
Eufemia puso el pie en el estribo y
Juan la alzó de modo que quedó sentada
a mujeriegas delante de él.
—Mis esclavos... —intercedió ella,
mirando a los porteadores de la silla.
Contuvo el aliento y miró hacia otro
lado.
—Nada podemos hacer —se
lamentó Juan, ya espoleando a Maleka
hacia adelante—. ¡Agárrate!
Se agarró a los hombros de Juan.
Detrás oyó unos gritos.
—¡Los otros nos han visto! —dijo
Eufemia sofocando un grito.
Juan soltó una carcajada.
—¡Ya no importa! —exclamó—.
Este caballo es el más veloz de la
ciudad. ¡Vamos, mi pequeña! —le dijo a
Maleka en árabe, y el caballo estiró las
orejas y comenzó a galopar como si
volara.
Eufemia lanzó un débil gemido, asió
fuerte a Juan y cerró los ojos.
Dejaron atrás a las turbas
enfurecidas y siguieron a toda marcha a
través del laberinto de callejuelas. A su
derecha la mole negra del hipódromo se
perfilaba en el horizonte; la ciudad olía
a fuego.
Juan dobló a la izquierda en cuanto
se topó con una calle conocida.
—Volvemos a palacio —dijo a
Jacobo, aminorando para que el
muchacho pudiera seguirle.
Jacobo asintió. Con tanto galope, la
anciana se había quedado cruzada
transversalmente sobre la montura como
un costal de harina y sollozaba en
silencio. Eufemia abrió los ojos al oírla.
—Ya ha pasado, tía —dijo
amablemente—. Dentro de un momento
estaremos a salvo en el palacio.
Del hipódromo llegaba el rugido de
más disturbios, pero consiguieron
esquivarlos, sin que los hombres que se
cruzaban se percataran de ellos, hasta
que por fin salieron al mercado
Augusteo. Una media luna iluminaba la
gran cúpula de la basílica de Santa Sofía
y resaltaba el dorado de la estatua de
Justiniano, que destacaba sobre su
broncíneo corcel; la Puerta de Bronce
estaba abierta de par en par,
resplandeciente por las antorchas, y a
través de ella llegaba el fragor de las
armas. Maleka empezó a trotar,
impaciente por llegar a casa.
Cuando Juan se aproximaba a la
puerta, alguien gritó «quién vive» y oyó
otra vez su nombre; era Anastasio que le
salía al paso.
—¡Gracias a Dios! —Asió el pie de
Juan mientras la yegua se detenía—.
¡Gracias a Dios! Y Eufemia, ¡gracias a
Dios! ¿No estáis heridos? Tus tropas
iban a ir, Juan, pero el conde de la
guardia personal lo ha impedido;
opinaba que era una locura salir
únicamente con cien hombres en medio
de tanto tumulto. Él no creía que
pudieras volver. Y los hizo formar al
lado de la puerta, no sólo a tus tropas,
sino a la guardia personal en pleno... Y
la mitad de la guardia de palacio está
ahí también; no deja salir de palacio a
nadie.
—¡Oh! —dijo débilmente Juan,
mirando la luz de la antorcha en la
puerta. Hizo avanzar a Maleka,
satisfecho de estar a salvo.
El conde de la guardia personal, un
hombre de aspecto distinguido, de
cabello plateado, perteneciente a una
ilustre familia senatorial, apareció en el
centro de la puerta montado en un brioso
corcel cuando Juan entraba. Miró con
aire de sorprendido desdén al
impertinente oficial de media jornada.
«Sin uniforme, como siempre, y ¡Dios
mío!, con una muchacha semidesnuda y
el esclavo cubierto de sangre; es una
desgracia para el decoro. Pero tenemos
que soportarlo todo de los favoritos de
la Augusta.»
—Bien, tribuno —dijo lentamente,
torciendo el gesto al pronunciar el título
honorífico—, veo que has tenido suerte
de escapar ileso y sin arriesgar la
pérdida de tus hombres en una empresa
no autorizada. ¿Qué te crees que estabas
haciendo al ordenarles salir?
—Señor —se justificó Juan—, la
turba estaba incendiando y saqueando el
mercado y casi asesinan a esta
ciudadana. Yo pensé...
El conde bajó su aristocrática nariz.
—¿Tú pretendías arriesgar las vidas
de cien de mis guardias para rescatar a
tu novia?
Eufemia se incorporó, intentó
acomodarse el manto, y al darse cuenta
de que lo había perdido, frunció el ceño.
—Yo no soy su novia —sentenció, y
se bajó del caballo.
Su cabello negro cayó sobre sus
suaves hombros y sus ojos, orgullosos y
llenos de determinación, parecían
enormes a la luz de las antorchas. Juan
pensó, sonriendo con admiración a pesar
suyo: «Es magnífica. Su casa está
incendiada, sus esclavos muertos en la
calle, ella misma ha estado a punto de
ser violada y asesinada, y todavía tiene
ánimos para discutir con el conde. ¡Dios
del cielo, cómo me alegro de haberla
salvado! Sólo por esto ha valido la
pena».
—Yo soy Eufemia, la hija del
patricio Juan de Cesarea de Capadocia
—anunció, sonriendo—. Esos inmundos
salvajes han quemado mi casa y
asesinado a mis esclavos mientras yo
trataba de escapar. ¡Me hubieran matado
a mí también si no hubiera sido por
Juan, quien, sin ser amigo mío, por lo
menos tiene el alma de un hombre y no
la de una rata!
Sus palabras fueron recibidas con un
rugido de entusiasmo por las tropas del
otro lado de la puerta. Juan vio ahora
que se formaban por rangos y sus
propios hombres iban al frente.
—¡Chusma inmunda! —gritaban
algunos hombres—. Corren como ratas
si los atacan. ¡Déjanos salir, cantaremos
«victoria» sobre ellos!
—¡No busquéis pendencia! —
gritaban otros—. ¡Dejad a las bestias
tranquilas hasta mañana! —Luego, entre
gritos y aullidos, se oyó otro ruido, la
súbita explosión de una aclamación.
—¡Tres veces Augusto! ¡Por siempre
soberano! —Las voces gritaban ahora al
unísono—: ¡Justiniano Augusto, tu
vincas! —Y todo el ejército se dividió y
asomaban sus caras cuando el
emperador, seguido de sus guardias de
élite, caminaba entre los soldados hacia
la puerta.
Juan bajó del caballo y se prosternó
sobre la calzada; el conde de la guardia
personal era más lento, y apenas tuvo
tiempo de desmontar cuando Justiniano
se dirigió a él:
—Marciano Apolinar, ¿qué está
ocurriendo aquí? —dijo con fastidio.
El conde se apresuró a inclinarse
antes de responder.
—Este joven intentó sacar a las
tropas a la ciudad, señor, para rescatar a
esa mujer.
Justiniano miró fríamente a Juan, y
enseguida se percató de Eufemia. La
joven, a su vez, hizo una profunda
reverencia y volvió a incorporarse.
—¡Ah, es Eufemia, la hija del
Capadocio! —dijo sorprendido el
emperador—. ¿Qué quieres decir con
«rescatarla»? ¿Qué ha ocurrido?
—Sacra Majestad —cortó Eufemia
al instante—, los partidarios de la
facción de los Azules han venido esta
noche a mi casa, cerca del mercado
Tauro. Prendieron fuego a la parte
delantera del edificio, que había
alquilado al notario imperial Alejandro.
Ante el peligro que corría, ordené a mis
esclavos abandonar de inmediato la casa
y que me llevaran en mi silla, dejando
las puertas abiertas. Alejandro clamó a
la multitud que él no tenía nada que ver
conmigo ni con mi padre, y muchos
vinieron a mi puerta a buscarme a mí,
dejando que Alejandro ardiera en su
casa... Por lo que sé, ya debe de estar
muerto, él y toda su familia. La mayoría
de los Azules irrumpieron en mi casa
para destruir todo lo mío, pero algunos
siguieron mi silla, la derribaron, la
tomaron y mataron a los porteadores.
Estaban a punto de matarme de un modo
espantoso cuando llegó Juan con su
sirviente. Aunque no es amigo mío, nos
conocemos, ya que nos hemos
encontrado con frecuencia para pactar
acerca de algunos archivos que mi
ilustre padre perdió cuando dejó la
prefectura. Ahuyentó a mis atacantes,
mató a varios de ellos, y me trajo aquí al
instante. Aquí me entero de que él había
mandado que acudieran algunos
pelotones de la guardia personal para
ayudar a sofocar los disturbios, pero que
este noble conde se negó a dejarles
traspasar la puerta.
Justiniano miró al conde, cuya cara
redonda se iba sonrojando por
momentos.
—¿Es cierto?
—¡Ummm!, señor, yo pensé que
sería mejor mantener a salvo a las
tropas...
—¿Para qué te crees que están las
tropas? —preguntó el emperador—.
Están para mantenernos a salvo a
nosotros. Esa turba inmunda está
quemando vivo a un notario imperial en
su casa y asaltando a la hija de un
prefecto pretorio en la calle... ¿No se te
ocurre nada mejor que obstaculizar el
paso a los que intentan evitar tales
desmanes? ¡Dios de todas las cosas, mi
propia hermana vive cerca del mercado
Tauro! —Se volvió hacia Eufemia—. El
palacio de mi hermana...
—No estaban atacando el palacio de
tu nobilísima hermana, tres veces
Augusto —dijo Eufemia con sequedad
—. Saben que está bien custodiado.
—¿Para qué sirven los guardias
contra un incendio? —preguntó el
emperador con rabia, volviéndose hacia
Apolinar—. Deberían haber mandado
las tropas hace horas; ahora todas deben
salir. Que sólo los centinelas
permanezcan custodiando el palacio.
Quiero las calles vacías dentro de una
hora, y quiero que se sofoquen los
incendios. —Hizo una pausa para tomar
aliento y dijo a Eufemia, en un tono
amable—: Haré reconstruir tu casa,
querida, pero hasta que esté lista te
invito a quedarte en palacio como mi
invitada. Mis chambelanes pueden
ocuparse de ti... y de tu... compañera. —
La dueña había logrado por fin bajar del
caballo y asía la mano de Eufemia
mientras hablaba el emperador—. ¿Tú
quién
eres,
amigo?
—agregó
dirigiéndose a Anastasio, que venía a
ayudar a la vieja dama de compañía—.
Yo te tengo visto antes.
—Anastasio, señor —dijo el
anciano y se inclinó hasta el suelo—.
Soy escriba en la oficina de tu servidor,
el ilustrísimo Narsés.
—Bien. Acompaña a la señora
Eufemia al apartamento de tu superior y
dile que cuide de que se ocupen de ella.
Anastasio se inclinó; Eufemia volvió
a hacer una reverencia.
—Gracias, señor.
El emperador asintió y volvió a
mirar a Juan y al conde de la guardia
personal. Los miró atentamente durante
un instante, sin expresión alguna, y
exclamó con voz serena:
—Juan de Beirut, te encomiendo la
tarea de sofocar estos disturbios.
Marciano Apolinar, ya que deseas
permanecer a salvo en palacio, puedes
hacerlo. Reconsideraremos tu cargo
mañana.
—¡Señor! —exclamó horrorizado el
ex conde de la guardia personal.
—Sí,
señor
—dijo
Juan,
inclinándose nuevamente.
Justiniano asintió fríamente y volvió
a buen paso a palacio. Anastasio dirigió
a Juan una mirada mezcla de felicitación
y de simpatía y cogió del brazo a la
dueña de Eufemia.
—Necesitas descansar, mi buena
señora —murmuró—. Estimadísima
Eufemia, es por aquí...
Partieron detrás del emperador.
Eufemia caminaba sola, con la cabeza
alta y los hombros derechos, con aire
orgulloso y mirada desafiante, pese a
sus brazos desnudos y el cabello suelto.
Juan observó a la joven con la sonrisa
en los labios. La imagen de la casa en
llamas, la silla volcada en la calle, su
flecha clavándose en el ojo del Azul...,
todo eso se borraba en su mente ante la
espalda derecha que se retiraba. «Es
hermosa. Viva e ilesa; preparada para
escupir en el ojo de todo el mundo.
Absolutamente Eufemia, única, viva. Yo
la salvé. Y es hermosa», dijo para sus
adentros.
Uno de los tribunos de la guardia
personal se acercó a Juan y carraspeó.
—¿Salimos a patrullar la ciudad,
Excelencia? —preguntó.
Juan se sobresaltó, mirando a su
alrededor. Se dio cuenta de que había
sido profundamente afectado por los
acontecimientos de aquella noche, de
que tenía las manos entumecidas y de
que era difícil pensar en salir a la
ciudad otra vez. «Tengo que organizarlo.
Tengo que dar las órdenes por escrito.
Cuántos soldados, cuántos distritos de la
ciudad. Dejar una reserva para las áreas
problemáticas; empezar ya.»
—Por supuesto —respondió al
tribuno—. ¿Podemos tener formados a
todos los hombres en la plaza del
mercado? Yo asignaré los distritos.
Narsés tenía un conjunto de
habitaciones en el palacio de los
Hormisdas, la sección del Gran Palacio
más alejada de la puerta que daba a las
aguas del Bósforo. Allí, tan lejos de la
ciudad, los disturbios eran sólo un ruido
confuso, semiahogado por los grillos de
los jardines. Eudoxia había dejado de
llorar y estaba simplemente apoyada en
Anastasio, sorbiéndose la nariz a cada
momento, cuando el escriba llamó a la
puerta de Narsés.
El chambelán se sorprendió al
verlos, pero no lo demostró por mucho
tiempo, pues a los pocos minutos de oír
la historia, ya había reorganizado sus
aposentos para acomodarlas.
—Mañana,
por
supuesto,
procuraremos
encontrar
otras
habitaciones un poco más privadas para
vosotras —dijo amablemente a Eufemia,
mientras sus esclavos transformaban su
estudio en una habitación para ella y su
dueña.
—Y habitaciones para mis esclavos
—agregó la muchacha—. Los hice salir
de casa antes de salir yo misma; creo
que están ilesos. Necesitarán un sitio
donde hospedarse. —Se sentó en la
cama que los esclavos acababan de
traer. Estaba muy pálida y de vez en
cuando se estremecía nerviosa, pero aún
hablaba claramente.
—Y para ellos, por supuesto —
coincidió Narsés—. Para mí será un
placer ofrecerte mi casa en la ciudad.
Excelentísima
Eufemia,
estimada
Eudoxia, ¿querríais algo para comer?
¿Una cena? ¿Un poco de vino caliente y
tortas de miel? Los baños están al fondo
del pasillo, si deseáis bañaros. Y
seguramente querréis otras ropas.
Chasqueó los dedos y una de las
esclavas se encargó de arreglar un baúl
con ropa.
—Azaretes, busca ropa para las
damas. Ve por ella a la casa de los
embajadores, donde hay un buen
muchacho; no molestes a la corte de la
emperatriz.
—Deberíamos ser invitadas a la
corte de la emperatriz —suplicó la
dueña, con una débil imitación de
gazmoñería impertinente—. Sería más
apropiado para una joven como
Eufemia.
Sonrió al ver que su dueña se sentía
mejor, pero le espetó:
—¡No seas ridícula! La emperatriz
preferiría que estuviéramos muertas. —
Eudoxia se le acercó y le pasó un brazo
por los hombros, pero la joven no le
prestó atención.
Narsés suspiró sin hacer comentario
alguno. Eufemia levantó la vista de
pronto y, con una expresión de total
desamparo,
tímida,
temerosa
y
esperanzada a un tiempo, dijo—: Lo
siento. Soy tu invitada y no debería
decir cosas así. A Juan no le pasará
nada en la ciudad, ¿verdad?
—¿Juan va a regresar a la ciudad?
—preguntó Narsés, sorprendido.
Anastasio sonrió.
—El emperador le ha dado el mando
de la guardia personal para que sofoque
los disturbios; a Apolinar le ha
ordenado que se quede. Sí, a Juan no le
pasará nada, por cierto. Creo que,
después de todo, será ascendido.
—Eso sería muy oportuno —dijo
Narsés reflexivo—. Anastasio, tú
querrás quedarte también, ya que con los
disturbios de las facciones y la guardia
en
las
calles,
éstas
estarán
intransitables. ¿Has comido? Haré que
los esclavos te traigan algo y quizá
puedas echarle una ojeada a un escrito
que quería enseñarte. Está sin firma y no
sé dónde archivarlo. Estoy seguro de
que las señoras desean estar tranquilas
para reponerse. Estimadas señoras,
buenas noches. Mis esclavos estarán a
vuestra disposición para cuanto deseéis.
Habían trasladado al pasillo fuera
de la habitación recién dispuesta el
escritorio de Narsés y un cofre cerrado
con documentos. El chambelán abrió el
cofre, sacó una hoja de pergamino sin
doblar
y
volvió
a
cerrarlo
cuidadosamente antes de hacer pasar a
Anastasio al comedor.
Anastasio miraba el departamento
con curiosidad. Una o dos veces había
visitado la mansión de Narsés en el
Cuerno de Oro, que el eunuco tenía para
sus ratos de ocio, pero nunca había
estado en aquellos aposentos tan
privados. Las habitaciones estaban
escrupulosamente limpias y decoradas
con sencillez; como parte del palacio,
poseían grandes ventanales y suelos
decorados con magníficos mosaicos de
figuración geométrica, a las que el
dueño no había agregado ningún
elemento de lujo. El comedor era
pequeño, con una biblioteca que cubría
completamente una de las paredes; las
puertas de la otra pared se abrían a una
terraza que daba al mar. Anastasio se
sentó a la mesa de palisandro; uno de
los esclavos trajo la cena, consistente en
huevos, queso de cabra, pan de comino y
tortas de miel, regado todo con un
exquisito vino blanco.
Narsés mezcló el vino con agua y lo
sirvió en dos tazas, entregando una a
Anastasio con una sonrisa mientras el
trozo de pergamino seguía en la otra
mano. Contempló al viejo escriba que
masticaba
despacio
la
comida.
Anastasio comía lentamente y con manos
temblorosas. Narsés pensó: «El anciano
está cansado. Demasiada violencia,
demasiado peligro para una noche. Es
una pena tener que implicarle ahora, una
pena tener que implicarle. Pero si el
emperador está considerando promover
a Juan, querrá un informe mañana, y con
mis investigaciones no he logrado nada
hasta el momento. Si alguien puede
identificar al autor de este anónimo, ése
es Anastasio: conoce la escritura de
todos en las oficinas sagradas y puede
decirme el origen de un trozo de
pergamino con echarle un vistazo.
Además se puede confiar en él, porque
aprecia a Juan. Aun así, ojalá pudiera
mantenerle ajeno a todo esto».
Se percató de que las mujeres iban
por el pasillo hacia el baño, hablando en
voz baja. «Bien. Están lejos», pensó.
—Gracias, ilustre señor —dijo
Anastasio, terminando su cena y
apartando el plato—. Es muy amable de
parte de tu bondad invitarme a
quedarme. ¿Es éste el escrito al que
querías que echara un vistazo?
Narsés sostuvo la carta aún doblada
con ambas manos y asintió.
—Esta es una carta sin firma que
entregaron a Su Sacra Majestad dos
semanas antes de que yo volviera de
Tracia. El señor me ha encargado
determinar
la
verdad
de
las
afirmaciones que contiene, y necesito
saber quién la envió. ¿Deseas verla o
prefieres no hacerlo? Si eliges verla, te
advierto que nada de lo que contiene o
de lo que yo te pueda decir debe ser
mencionado jamás fuera de esta
habitación.
Anastasio parpadeó, alarmado,
luego se encogió de hombros con
disgusto.
—Pienso que prefiero no verla.
—Se trata de nuestro amigo Juan.
Anastasio miró aún más sorprendido
y disgustado; el rostro se le
ensombreció.
—¿Ésa es la razón de que no lo
asciendan? ¿Alguien ha enviado una
acusación anónima contra él?
Narsés asintió, todavía con la carta
en la mano.
—La miraré —dijo Anastasio.
El chambelán puso la carta en las
manos del escriba. Anastasio la leyó en
voz baja.
—¡Dios misericordioso! —exclamó,
levantando la vista hacia su superior,
horrorizado—. Pero... es una mentira,
una pura invención. Debe serlo.
Apostaría mi vida a que lo es.
Seguramente, todo lo que tienes que
hacer es verificar las afirmaciones y
probar que son falsas.
Narsés movió la cabeza.
—He enviado hombres para
investigar tales afirmaciones. Terminaré
informando al emperador que la mayoría
de la gente que conocía al criador de
osos llamado Akakios ha muerto...;
después de todo, era un hombre pobre
que vivió en circunstancias oscuras y
murió hace cuarenta años. Diré que
aquellos que lo conocieron mejor (o sea,
los miembros que quedan de su familia y
sus amigos cercanos) afirman que tenía
un hermanastro llamado Diodoro. Eso es
cierto seguramente, ya que Su Serenidad
les ha ordenado que digan eso. Con
respecto a los hombres que envié a
Beirut, dirán indudablemente que han
oído hablar de cierto escriba llamado
Juan que trabajaba en la administración
local, que puede ser o no ser nuestro
amigo; afortunadamente, el nombre es
muy común. La evidencia será
profundamente poco convincente, no
obstante, y el emperador lo notará al
momento. La dificultad estriba en que
todas las afirmaciones de la carta son
ciertas.
Anastasio lo observó por un
momento y volvió a mirar el pergamino.
—Entonces... no lo entiendo. —
Parpadeó rápidamente y torció la boca
con un gesto de dolor. Tras una breve
pausa dijo con los puños apretados—:
¿Juan ha estado mintiendo acerca de
quién es? No, no...; él no haría...
—¿No haría el qué? —preguntó
Narsés suavemente—. ¿Qué has
deducido?
A Anastasio se le notó un gesto de
dolor y miró enojado a su superior.
—Que la Sacra Augusta... —
comenzó, y se detuvo, tragó saliva e
intentó nuevamente—. Que Juan...; ¡no,
no lo creo!
—¿Creer qué? No importa, ya lo sé.
El emperador cuando miró la carta sacó
la misma conclusión. Y resulta que se
trata de una conclusión falsa. Juan no es
el amante de la emperatriz, pero por
razones que ella prefiere mantener en
secreto, no desea que nadie sepa la
verdadera historia. Ella no se la contará
a su marido y no desea que yo lo haga;
su marido no le ha dicho nada de la
carta y me ha prohibido a mí hacerlo. Y,
a su vez, ambos me han prohibido
mencionar el asunto a Juan. Yo intento
hallar mi posición —dijo sonriendo—,
una posición extremadamente difícil.
—Pero... ¿por qué ella... ? —
Anastasio se interrumpió, atónito, y
volvió a la carta—. Pero ¿Juan es
inocente?
«Lo quiere tanto como yo. Le aterra
pensar que Juan resulte ser un adúltero
cazafortunas», pensó Narsés, con vivas
muestras de afecto.
—A menos que lo consideren
responsable de la condición de su
nacimiento, que fue similar a la tuya.
—Yo soy un bastardo; mi madre era
la concubina de mi padre —reconoció
Anastasio, confundido.
—La madre de Juan era algo entre
una cortesana y una prostituta común —
sentenció Narsés deliberadamente—.
Era una actriz cómica del circo.
Anastasio lo miró perplejo por un
instante. Luego las mejillas marchitas
del escriba se encendieron de color.
—¡Por todos los santos! —susurró
por lo bajo—. No querrás decir que...
—¡Chis!
—ordenó
Narsés—.
¿Puedes decir quién puede haber
mandado la carta?
Anastasio examinó la letra, volvió la
carta y la sostuvo a contraluz.
—La ha hecho con la mano izquierda
alguien que no es zurdo —dijo al cabo
de un momento.
—Ya lo he notado.
—Y es un pergamino de baja
calidad; no es de los que se usan en las
oficinas, y no es de Asia ni de Tracia...
Ya sé, ¡es italiano! Sí, definitivamente
de Italia: tiene esa pátina grasienta que
tienen todos los documentos de las
regiones reconquistadas y manchas de
desgaste donde el curtidor ha usado
mucha lejía. El color marrón de la tinta
también es típico de las letras italianas.
Narsés sonrió. Era su habitual
sonrisa enigmática, pero sus ojos
brillaban de contento.
—Eso debería estrechar el cerco. El
que la escribió, entonces, está en Italia o
ha estado recientemente allí; también
sabe que su letra puede ser reconocida,
por lo que trata de disfrazarla. —
Golpeó de repente la mesa—. ¡Ya lo sé!
Espera un momento. —Salió del cuarto
y volvió un minuto después con un
archivo sellado en rojo en un extremo.
Sacó un montón de documentos, los miró
atentamente y extrajo una carta. Se la
pasó a Anastasio, poniéndola junto a la
otra.
Estaba escrita normalmente en una
finísima piel de Pérgamo y aparecía
firmada.
Antonina, esposa del siempre
victorioso comandante conde
Belisario, saluda al ilustrísimo
Narsés. La probidad y lealtad
de tu honor jamás han sido
cuestionadas por nadie, por lo
tanto
creemos
adecuado
informar a tu discreción acerca
de un complot que se va a llevar
a cabo por el muy perverso y
traidor prefecto pretorio Juan
de Capadocia para usurpar el
lugar de nuestro querido y
amado
señor
Justiniano
Augusto…
—Es la misma mano —exclamó
Anastasio, interrumpiéndose en la
lectura.
—¿Estás seguro?
—Sí. Observa esta ligadura de aquí:
épsilon-ípsilon en un solo trazo, con la
ípsilon hecha como un cuerno para atrás.
Hace lo mismo con la mano izquierda. Y
la sigma en «Augusto» está escrita
separadamente del resto de la palabra.
¡Oh, no hay dudas! Pero ¿por qué lo
hace esto ella? Creía que era muy amiga
de la emperatriz.
Narsés se volvió a sentar en su
asiento y se acercó ambas cartas sobre
la mesa.
—Creo que desea casar a su hija con
un marido más ilustre que el nieto de la
emperatriz —sugirió tras un silencio
prolongado—. En efecto, ha hecho todo
lo posible por posponer el casamiento.
—Suspiró, puso la carta anónima
nuevamente en su bolsa y enrolló la
vieja carta con los otros papeles del
archivo—. Por supuesto, su marido odia
a la emperatriz, pero el conde es
demasiado honesto para urdir algo al
respecto; ha podido sospechar y pagar a
algunos hombres para que investiguen a
Juan, pero no mandar una carta anónima.
Así que se trata otra vez de los hijos. Un
hombre, o una mujer, puede ser
indiferente al dinero y honrado con la
autoridad, pero si quiere dar a sus hijos
riqueza y poder, puede llegar a comprar
a la justicia y caer en la corrupción,
mentiras, engaños, intrigas, hasta en el
asesinato, sin creer que está haciendo
nada malo, porque lo hace por sus hijos.
Ambición
dinástica.
—Golpeó
suavemente la mesa con las cartas
enrolladas para igualar los bordes—. A
veces desearía que el Todopoderoso
hubiera pensado en un modo mejor de
producir seres humanos. Pero por
supuesto yo debo mi carrera a eso. Para
protegerse contra las ambiciones
dinásticas es por lo que castran a
hombres como yo y los ponen a trabajar
en las oficinas.
Metió las cartas en el cofre.
—¿Lo
lamentas?
—preguntó
Anastasio rápidamente, haciéndole una
pregunta que con frecuencia él mismo se
había planteado.
Narsés levantó rápidamente la vista,
mirándolo con ojos apagados pero con
expresión serena.
—¿Lamentas tú no haber nacido
mujer? Quizá las mujeres lamenten no
ser hombres al ver cuántas ventajas el
mundo otorga a los hombres. Pero
¿puedes realmente lamentar ser lo que
eres, cuando ser de otra manera
significaría ser otra cosa... que es lo
mismo que no existir?
Anastasio se encogió de hombros.
—A veces lo he lamentado por ti —
dijo en tono de lástima.
Eso le hizo sonreír.
—Ah, pero tú fuiste feliz en tu
matrimonio, no eres un juez válido. ¡Y
basta por hoy! Preguntaré a Sergio sobre
Antonina mañana, con lo que haré un
informe preliminar para el señor.
Escribiré al conde Belisario una carta
que pueda prevenir más problemas por
ese lado. Es complicado, no obstante,
que la carta sea de Antonina. El señor
dirá, como tú, que es amiga de la señora
y por lo tanto que no puede actuar con
malicia. Con todo, la mujer no le cae
bien, por lo que podría convencérsele.
Mi informe, por cierto, no perjudicará la
posición de Juan, antes bien podría
ayudarlo. Gracias por tu ayuda, amigo
mío. Deberías tratar de dormir ahora: es
tarde.
X - Conde de la
caballería
A la mañana siguiente, a la hora del
desayuno, Juan llamaba a la puerta de la
casa de Narsés, después de haber
pasado la noche cabalgando por la
ciudad. Olía a humo y a caballos, estaba
sucio y tiznado de hollín; el arco pendía
de su hombro y llevaba puesto hacia
atrás un casco que se había agenciado en
el curso de la noche. Los esclavos de
Narsés lo introdujeron en el limpio e
impecable comedor donde su señor y
Anastasio estaban desayunando. Las
ventanas abiertas de la terraza dejaban
ver las aguas azules del Bósforo que
centelleaban con los rayos del sol hasta
la masa verde de la costa asiática de
enfrente. Desde allí podía verse la
ciudad de Calcedonia, un blanco
resplandor bajo el sol de la mañana.
—Lamento molestaros —avisó con
un golpe de tos; le dolía la garganta de
respirar humo y gritar órdenes—. Sólo
quería ver que todo estaba en orden. Mi
saludo, Anastasio. ¡Así que estás aquí!
Mandé un mensaje a tus esclavos
diciéndoles que probablemente te
quedarías en palacio. —Volvió a toser.
Narsés levantó las cejas y señaló un
lugar en el triclinio de Anastasio.
Acababa de regresar, ya que se había
levantado temprano como siempre para
atender al emperador, pero había
ordenado una comida elegante para sus
invitados.
—Siéntate y come y bebe algo —
insistió amablemente a Juan—. Deduzco
que has estado muy ocupado la noche
pasada.
Juan se sentó, se quitó el casco, lo
puso a un lado y se frotó la cara con una
mano mugrienta.
—Gracias, Ilustre señor. —Uno de
los esclavos le trajo una copa de vino
aguado, se la bebió de un trago, sediento
como estaba, y también la dejó aparte—.
Eufemia está aquí, ¿no es cierto? He ido
a ver su casa y quería hablarle de ello.
En ese momento se abrió la puerta
posterior del comedor y entraron
Eufemia y su dueña. La muchacha se
detuvo súbitamente cuando vio a Juan.
El manto que los esclavos de Narsés
habían encontrado para ella era de lino
amarillo con bordes de seda verde y
dorada, y su espeso cabello castaño
estaba dispuesto con sencillez alrededor
de la cabeza, en lugar de aparecer
enrollado en un moño y ahogado en una
redecilla. «Parece una leona recién
salida de la jaula», pensó Juan.
Pero estaba muy pálida y con los
ojos enrojecidos.
Juan se puso de pie con dificultad.
—Estimada Eufemia —musitó—,
quiero informarte del estado de tu casa.
—¡Oh! —dijo con el rostro
encendido.
Miró por la habitación; Narsés se
levantó y le indicó cortésmente el tercer
triclinio junto a la mesa. Tomó asiento
rápidamente, seguida por su dueña como
una sombra lenta y torpe. Narsés volvió
a sentarse y dirigió a Juan, que seguía de
pie, una mirada inquisitiva. Juan se
sentó.
—Aún tengo casa, ¿es eso lo que me
quieres decir? —preguntó Eufemia,
sirviéndose pan blanco.
Juan tragó saliva y se encogió de
hombros.
—Tienes parte de la casa. La parte
delantera ha quedado completamente
destruida por el fuego, pero la trasera
aún tiene las paredes y los suelos. Al
soplar el viento del norte en dirección al
mercado, el fuego se propagó hacia el
otro lado. Pero entre el fuego y los
saqueadores, la casa ha quedado
totalmente destruida por dentro. Tres de
tus esclavos fueron hallados ilesos,
escondidos en una calleja colindante, e
hice que los llevaran a la Puerta de
Bronce a esperar órdenes tuyas. No sé
dónde están los demás. He hecho poner
en el mercado los cadáveres de tus
porteadores para que los entierren.
—¿El fuego se extendió mucho? —
preguntó Anastasio, mirando las manos
ennegrecidas de Juan.
Juan volvió a encogerse de hombros.
—Muchas de las casas del mercado
han quedado destruidas. El palacio, sin
embargo, está intacto. Ha habido otro
fuego en el Cuarto Distrito, pues la turba
quería quemar la casa del cuestor. Nos
las ingeniamos para apagarlo antes de
que se propagara y salvamos a la
mayoría de sus habitantes. Tu vecino,
Alejandro el Notario, en cambio, fue
asesinado —agregó dirigiéndose a
Eufemia. Juan se bebió el vino que
restaba en su taza y tomó un panecillo
blanco; al percatarse de la ceniza de su
mano, la retiró al instante para
limpiársela.
—¿Y los disturbios? —preguntó
Narsés, con cierto interés—. El señor
dijo que se acabaron en una hora, como
había ordenado. ¿Pudiste controlarlos
fácilmente?
—Fue más fácil que controlar los
incendios —replicó Juan, con una
sonrisa—. Muchos huyeron al ver a las
tropas; sólo tuvimos problemas en
algunos lugares, y no por mucho tiempo.
Aun así, desearía que la guardia
personal supiera disparar flechas. Es
peligroso
emplear
soldados
de
infantería y caballería por esas
callejuelas: la gente arroja cosas desde
los balcones y levanta barricadas. Si
hubiera habido más sediciosos y
hubieran sido más decididos, nos
habrían dado una buena paliza. Con unos
cuantos arqueros más habría sido más
fácil. Con todo, sólo han matado a tres
de mis hombres y hay treinta heridos;
podría haber sido mucho peor. —
Extendió la mano, algo menos sucia, y
cogió el pan.
—Quizá tú puedas enseñar a
disparar con el arco a la guardia
personal cuando seas su conde —sugirió
Anastasio, sonriendo tímidamente.
Juan lo miró sorprendido.
—¿Yo? ¿Conde de la guardia
personal, yo? No hay ninguna
posibilidad de que eso ocurra. Tal vez
me asciendan, pero no tan alto.
—Creí que te habías esmerado para
impresionar al emperador —proclamó
Eufemia con retintín.
—¡No tanto como para que me
nombre conde de la guardia personal! —
protestó enérgicamente Juan—. Su Sacra
Majestad está enojado con Marciano
Apolinar y lo trasladará a algún otro
lugar, pero no va a convertir a un
secretario y tribuno de media jornada en
conde. Además, hay rumores de que va a
dar el puesto a ese armenio que no
aceptó el cargo de comandante en jefe
en África, aquel que sofocó el motín y
rescató a la sobrina del emperador.
—Artabanes —dijo Narsés.
—Exactamente. Es el tipo de hombre
que merece ser conde. Si tengo suerte, el
señor reconsiderará darme un comando
en el este.
Narsés sonrió enigmáticamente.
—Coincido con tu apreciación y
espero que tengas razón.
Eufemia permaneció por un instante
con la mirada fija en Juan.
—¿A dónde irías en el este? —le
preguntó por fin.
Él se encogió de hombros.
—Eso lo decidirá el señor.
—¡Ah! Bien, espero que consigas tu
ascenso. Anoche... anoche no te di las
gracias por salvarme la vida. Permíteme
hacerlo ahora, en mi nombre y en el de
mi padre. Espero que algún día podamos
recompensártelo.
—Es suficiente recompensa verte
viva —le replicó Juan, sonriendo y
mirándola a los ojos. A la luz del sol,
tenían nuevamente un color brillante,
casi anaranjado.
Ella se sonrojó.
—Y una recompensa más que
suficiente si te ascienden —agregó
lacónica.
Juan dejó de sonreír y bajó la
mirada.
—No pensaba en eso; no me importa
si lo logro o no.
Juan se puso de pie y se inclinó
cortésmente hacia Narsés y Eufemia.
—Ilustre señor, respetada señora,
con vuestro permiso, quiero volver a
casa y descansar; ha sido una noche
larga.
—Por supuesto —accedió Narsés
suavemente, en tanto Eufemia se mordía
el labio—. Yo estaba a punto de ir a mi
oficina. Anastasio, tómate el tiempo que
precises: envía a uno de mis esclavos a
tu casa para tranquilizar a tus esclavos,
si quieres, y para que te traiga ropa
limpia. Juan, si lo prefieres, podemos ir
juntos hasta el Magnaura.
Cuando salieron del palacio de los
Hormisdas, Narsés se detuvo, se volvió
bruscamente hacia Juan y, tomando el
manto de éste, le dijo:
—Estás
enamorado
de
esa
muchacha.
Juan contuvo el aliento. La larga
noche de violencia lo había dejado
frágil e indefenso, como si el mundo
fuera una fina capa de hielo sobre el que
él se deslizara precariamente. Ante las
palabras de Narsés, le pareció que esa
capa de hielo se resquebrajaba en mil
pedazos a su alrededor y se hundía en la
profundidad del agua helada. Tomó la
mano de Narsés pero no pudo retirarla
del manto; bajó la mirada, intentando
reponerse.
—¿Tengo razón? —preguntó Narsés
tras un instante de vacilación, con la
mirada puesta en la cabeza inclinada de
Juan.
—No lo sé —respondió Juan en un
susurro.
—No es sensato —aconsejó Narsés
—. La Augusta se enojará mucho. Odia a
esa muchacha por su padre; la odiará
mucho más si la ve como una amenaza
para los planes que tiene para ti. La
muchacha ha sufrido demasiado; no le
traigas más problemas.
Juan levantó la cabeza, horrorizado.
—La emperatriz nunca...
—La Augusta es una mujer pasional.
A ti te ama y hará lo indecible por tu
bienestar. Considera al padre de
Eufemia perverso y peligroso y sabe que
Eufemia le es absolutamente leal. Sin
dudarlo, ante el menor indicio de una
relación sentimental entre Eufemia y tú,
ideará la trama más siniestra y el castigo
más atroz para Eufemia.
—La Augusta está cansada de mí —
farfulló Juan irritado—. No me ha visto
desde que volvimos de Tracia. Y, de
todos modos, esto no tiene sentido. A
Eufemia no le gusto y yo... yo no sé lo
que siento por ella. Pero yo he estado
enamorado, y esto es otra cosa.
Narsés no sonrió.
—Te diré algo. Hace más de veinte
años, siendo Justino emperador, yo no
era más que un empleado subalterno en
la oficina del tesorero de los fondos
privados del emperador. Aún era
esclavo en ese tiempo, y no me iban a
dar la libertad, ya que no le caía bien a
mi superior. En esa época Pedro Sabatio
Justiniano (a quien entonces llamábamos
Sabatio) era patricio y cónsul y el
candidato favorito, aunque de ningún
modo el único, a la sucesión. Yo y
muchos otros del plantel de la corte, el
ejército y los ciudadanos preferíamos a
Germano. Sabatio había obtenido la
púrpura para su primo y todo lo que
hacía parecía calculado para obtenerla
él mismo: protegía a los Azules en los
crímenes más atroces para ganarse su
apoyo; sobornaba y adulaba a las tropas
del palacio; tenía espías y sirvientes por
las oficinas, y hasta su propio primo le
temía. Era un hombre calculador y
brillante, piadoso a su modo, cultivado,
pero frío. Nada le importaban las
mujeres, la comida o la bebida; sólo el
poder. Germano se hacía querer más
fácilmente.
»Un día la gente empezó a comentar,
sin poder creerlo, que Sabatio estaba
relacionado con una muchacha del circo,
la hija de un cuidador de osos, una actriz
cómica y prostituta llamada Teodora.
Sorprendió a todo el mundo y se fue
haciendo más sorprendente día a día.
Instaló a su amante y a su hija bastarda
en el palacio de los Hormisdas; la
colmó de riquezas; le dio el rango
patricio y luego quiso casarse con ella.
El emperador Justino se sentía ultrajado,
aunque su sobrino lo forzó a otorgarle
ese rango a la joven; la emperatriz era
inflexible: ningún sobrino suyo se
casaría con una criatura tan poco
adecuada; ambos estaban furiosos ante
tal desaire a la dignidad imperial.
Germano, por supuesto, se había casado
con una mujer del linaje de los Anicios,
la familia más ilustre del imperio;
Germano caía en gracia a todo el mundo,
y comenzaba a ser preferido. Muchos,
yo entre ellos, estábamos contentos.
»Un día se me envió al emperador
con unas cuentas. Él estaba en una
reunión con su sobrino Sabatio, ya que
Justino era, como creo haberte dicho, un
analfabeto, y Sabatio se lo explicaba
todo. Cuando llegué ante la cortina que
cubría la puerta del salón donde estaban
sentados, los oí hablar, en voz baja pero
enojados, y me detuve por temor a
interrumpirlos.
»"¿No tienes respeto alguno por
nosotros? Ya fue suficientemente malo
vestir a esa... esa criatura en púrpura y
blanco, ¡y ahora quieres coronarla con
la diadema! ¡Es ilegal para un hombre
de rango senatorial casarse con una
actriz!" Alo que respondía Sabatio:
"¡Entonces cambia la ley! Puedes
hacerlo. Haz un edicto que declare que
si la actriz ha dejado la escena y
obtenido un rango alto... ". Y replicó el
emperador: "¡Seríamos el hazmerreír de
todos! Tu tía está muy afligida". "Mi tía
empezó siendo tu concubina; no tiene
derecho a ser tan estricta ahora. Con su
coraje e inteligencia, Teodora sería una
gran emperatriz. Es una hipocresía
absoluta y llena de prejuicios llamarla
esa criatura y mofarse de ella. Uno de
los problemas que han infectado este
imperio es que los hombres son
ascendidos por sus nobles ancestros más
que por su capacidad. ¿Para qué sirven
las genealogías cuando uno intenta que
algo se haga?" Y le replicó Justino: "¡No
toleraré que esa prostituta sea la
próxima emperatriz! Tendrás que
decidirte: ¿qué prefieres, la púrpura o tu
Teodora?". "Teodora y la púrpura",
respondió Sabatio con toda su furia.
Pero dijo "Teodora" primero. Yo me
quedé atónito. Estaba de pie detrás de la
cortina, escuchando cuando Justino
maldecía, y pensaba. Yo había creído
que comprendía cómo eran los hombres
cuando estaban enamorados: que era en
parte un mero placer y en parte una
necesidad. Pero que sólo los débiles se
dejarían dominar por el amor. Y ahí
estaba Sabatio, el hombre más frío y
lúcido de la ciudad, abjurando de todo
lo que había sido y de todo lo que se
había esforzado por obtener, en nombre
de una prostituta. El amor, pensé, debe
de ser mucho más fuerte y más terrible
de lo que yo pensaba. Agradecí a Dios
por haber sido apartado de él, pero sentí
lástima por el pobre y trastornado
Sabatio.
«Terminaron de discutir, así que
entré, me prosterné y entregué las
cuentas al emperador; él me las
devolvió y me dijo que me retirara.
Sabatio las cogió y fuera del salón se
detuvo para mirarme. "Yo las haré. Tu
nombre es Narsés, ¿verdad? Has hecho
un trabajo excelente. " Y mencionó un
trabajo que había hecho para mi
superior. Me ordenó que fuera con él, y
me llevó al palacio de los Hormisdas.
Pensé que sólo quería que yo verificara
las cuentas, pero cuando llegamos fue
directamente a los aposentos de su
amante y me la presentó. Ella era, por
supuesto, una mujer extremadamente
hermosa; cuando la encontramos estaba
leyendo. Dijo: "Este es Narsés, el único
hombre inteligente en la oficina de los
gastos privados del emperador, y
además el único honesto. Sé buena con
él, queridísima". Y la infame Teodora, la
prostituta, el monstruo antinatural, se
levantó y tomó mi mano. Cuando dejó el
libro, vi que era un volumen de historia,
de Maleo de Filadelfia, que ha escrito
con seriedad sobre la historia reciente,
no crónicas de guerras para entretener.
Ella sonrió y dijo: "Bienvenido. Si lo
que Pedro dice es cierto, te haremos
tesorero cuando él vista la púrpura".
"Podemos hacer las cuentas ahora", dijo
Sabatio. Y eso fue lo que hicimos.
Teodora se quedó con nosotros, apoyada
sobre el hombro de su marido y
haciendo preguntas..., preguntas muy
perspicaces,
por
cierto.
Estaba
aprendiendo el funcionamiento de las
finanzas del imperio, y aprendía muy
rápidamente.
»Después de terminar las cuentas,
Sabatio volvió a acompañarme fuera
(estábamos más o menos donde estamos
en este momento) y me dijo: "Ahora, di
que es una prostituta cualquiera y que yo
soy un pobre tonto, un hombre maduro
obnubilado por la lascivia y que no
puede pensar bien". "No está dentro de
mis atribuciones decirte nada", repliqué.
"¿Pero crees que eso es cierto?", me
preguntó. Y tuve que admitir que no, que
podía ver que eso no era cierto; que ella
era una mujer brillante y capaz, a la cual
yo no habría dudado en ascender si
hubiera estado a mis órdenes. Él sabía
que yo no decía nada más que la verdad,
y se quedó satisfecho. "No te estoy
ofreciendo un soborno, porque no creo
que pueda y además no tendría ningún
sentido dado que no eres persona
influyente. Pero sabes que tu superior es
un inepto y que todo el trabajo que viene
de su oficina que vale la pena lo haces
tú. Cuando sea emperador, tú harás su
trabajo, tendrás tu libertad y el rango de
patricio. Y yo seré emperador; mi tío no
se las puede arreglar sin mí, y si no lo
sabe ya, pronto lo sabrá. Y Teodora será
emperatriz, no importa lo que el mundo
diga. Hay más para amar de lo que el
mundo cree. A veces la pasión pura te
deja ver con claridad. "
Juan se quedó en silencio un
momento, mirando el rostro del eunuco.
—¿Y tú crees que estoy así de
enamorado?
—¿Qué sé yo del amor? —preguntó
Narsés—. Pero tú mirabas a Eufemia
como Justiniano miraba a Teodora. No
sólo con deseo, sino encantado,
orgulloso, como descubriendo un alma
gemela. Y ella es inteligente, tiene
confianza en sí misma y es valiente. Veo
que os podríais amar el uno al otro. Si
yo pudiera amar a una mujer, sería una
mujer como ella. Pero si lo haces, la
destruirás.
Juan se quedó en silencio, la mano
fría sobre la muñeca de Narsés. En los
jardines de palacio los pájaros cantaban
y el aire olía a flores y a mar.
—Me alejaré de ella —dijo
finalmente Juan, con serenidad. Dejó
caer la mano.
Narsés lo soltó.
—Lo siento —susurró al cabo de un
instante—. Pero yo te recomendaría
exactamente
eso.
—Suspiró
profundamente y miró hacia el cielo
claro—. Sería mejor ahora que fueras a
casa a descansar; yo también tengo
algunos asuntos importantes en la
oficina.
«Asuntos muy importantes para ti»,
pensó mientras se abría paso por el
palacio Magnaura hasta su oficina, que
estaba vacía, ya que aún era temprano y
los disturbios retrasarían naturalmente a
los escribas. El icono de la Virgen
estaba nuevamente en su lugar, en la
pared sobre el escritorio; Narsés se
quedó de pie por un instante,
contemplando
su rostro
sereno.
«¡Bendito retoño que brotó y fue parido
de una tierra sedienta! Ser humano, que
das a luz a la divinidad; Madre de Dios,
haznos como eres tú, para vivir donde
las contradicciones estén resueltas»,
pidió desde el fondo de su corazón. Con
cuidado, se inclinó ante ella en una
profunda reverencia y ocupó su puesto
ante el escritorio. Lo primero era
redactar el informe.
Anastasio llegó no mucho después,
Diomedes aproximadamente una hora
más tarde y Sergio una hora después.
—Lamento llegar tarde —dijo,
entrando a la oficina interior—. Pero los
disturbios han sido graves en mi barrio.
Narsés asintió con indulgencia.
—Tú vives en el Cuarto Distrito,
¿no? Deduzco que han tenido fuego allí.
¿Tu familia está bien?
—Las tropas atajaron el fuego antes
de que se propagara —respondió Sergio
—. Desviaron agua del acueducto.
Actuaron con celeridad anoche, mejor
que de costumbre. Juan estaba entre
ellos, ¿no?; veo que no está aquí.
—En realidad, Juan estuvo al mando
de las tropas sofocando los disturbios;
me complace oír que apruebas sus
órdenes. Es muy probable que Su Sacra
Majestad recompense a Juan con el
ascenso que merece tan justamente..., en
cuyo caso yo necesitaré un nuevo
secretario. —Narsés sonrió con cortesía
—. Quizás éste sea un buen momento
para considerar de nuevo tu propio
puesto, estimadísimo Sergio.
Diomedes levantó la mirada de su
trabajo con envidia; Sergio contuvo el
aliento. Se frotó las manos contra la
túnica, intentando calmarse, y sonrió con
ansiedad.
—Si tú lo crees, Ilustre señor...
Narsés se levantó e indicó la cortina
que cubría la entrada a los aposentos
imperiales. Sergio sonrió y se abrió
paso hasta la antesala privada, seguido
por Narsés.
—Por supuesto —dijo Narsés,
cerrando la puerta detrás de ellos—, yo
podría echar muchísimo de menos a
Juan. Su capacidad ha hecho mi propio
trabajo mucho más fácil (solamente la
taquigrafía es inestimable) pero además
de eso, lo añoraré como persona. Su
integridad es una cualidad que será
difícil de reemplazar. Con todo, si lo
promueven a altos cargos sólo puedo
alegrarme. Será un alivio para mí si lo
consigue pese a cierta carta maliciosa.
La sonrisa de Sergio se le heló por
un momento, y la satisfacción
desapareció de sus ojos.
—¿Una carta, Ilustre señor?
—Una carta anónima acusatoria que
se ha entregado al emperador. No
debería haber ocurrido; el mismo
emperador hace mucho ordenó que no
vería ninguna acusación que no estuviera
firmada, y siempre hemos seguido esa
política. Cuando Agapio vio la carta que
le enseñó el señor, no tenía ningún
registro de su paso por esta oficina,
aunque debería haberse anotado. Yo me
pregunté, Sergio, si tú podrías ayudarme
a entender cómo ha podido ocurrir algo
así.
—¡Oh, ya sé de qué hablas! Sí,
Agapio me preguntó también a mí. Pero
nunca he visto la carta, me temo, y no
tengo idea de cómo llegó al señor.
¿Tenía relación con Juan?
«Admirable», pensó Narsés.
—Me temo que sí. Pero íbamos a
hablar de tu puesto. —Tomó asiento, y
juntó los dedos formando una cúpula—.
La dificultad es, Sergio, que no sé si tú
eres simplemente deshonesto, o
deshonesto a la vez que imprudente. —
Sergio dejó de sonreír, pero Narsés
continuó con suavidad—: En el primer
caso, recomendaré que tengas un lugar
en la oficina de cartas, donde tu
indudable inteligencia será bien
aprovechada y la deshonestidad tendrá
poca utilidad. En el segundo caso, me
temo que no podré recomendarte para
otro puesto, y tendrás que volver a la
casa de tu padre.
—¿Qué... qué quieres decir? —
preguntó Sergio—. ¿Qué hay de tu
puesto de secretario?
—Has estado algo impaciente por
ese puesto, ¿no crees? —preguntó
Narsés lacónicamente—. ¿Qué es eso de
investigar los papeles mientras otro aún
tiene el puesto? ¿Quién te pidió que
espiaras, Sergio?
—No sé de qué me hablas —replicó
Sergio, sin expresión en el rostro—.
Pero si me acusas de algo, puedo apelar
a la justicia.
—¿Acusarte?
Estoy intentando
resolver qué sería lo mejor que se
podría hacer contigo, Sergio. ¿Has leído
la carta?
—¡Ya te he dicho que no sé nada de
esa carta!
Narsés sacó la carta de su bolsa y se
la entregó a Sergio.
—Por favor, léela ahora.
Frunciendo el ceño, enojado y
desconfiado, Sergio tomó la carta y la
abrió.
—No la he visto jamás —le repitió
a Narsés, y se movió para sostenerla
bajo la luz. La leyó en voz alta,
lentamente; su ceño se hizo más
marcado. Narsés lo miraba atentamente.
Sergio se trabó en la última frase y se
quedó mirando el papel, con la frente
llena de arrugas.
«No la había leído —pensó Narsés
—. Así lo pensaba. Estaba detrás de
Juan, y no osaría ofender a Teodora.»
—Pero... —replicó Sergio—, pero
esto... esto acusa a la emperatriz. Dice
que ella mentía.
—Así es. Y la emperatriz está al
tanto de que ha sido acusada, aunque no
sabe que hay una carta. En mi presencia
ella juró que si encontraba al
responsable de tal invención, lo haría
azotar y le llenaría la boca de plomo
derretido. Y, por cierto, podría perdonar
a su amiga Antonina, pero ciertamente
no te perdonaría a ti.
Sergio se puso lívido.
—¡Dios mío! —Se dejó caer en el
asiento, dejando caer la carta al suelo.
Narsés se inclinó y la recuperó, la
dobló cuidadosamente y la volvió a
meter en la bolsa.
—Ella no sabe que hay una carta —
repitió—. No debe saberlo nunca. Pero
quiero algunas respuestas honestas.
¿Cuándo te contrató Antonina?
Sergio levantó la vista, pálido y
descompuesto.
—¿Tú sabes eso?
—Sé algo de eso. Vamos,
respóndeme.
—Ella... ella me invitó a su casa la
primavera anterior a que os fuerais a
Tracia. Fue en los idus de marzo. Dijo
que ella y su marido sospechaban de que
Juan no era lo que aparentaba ser;
parece que su marido pensaba que
cabalgaba como un sarraceno y hablaba
árabe como un nabateo, y quería que se
investigara. Y que temía que la
emperatriz estuviera siendo engañada
por un impostor inteligente, que
esperaba que no lo fuera, pero que
quería asegurarse. Pensé que quería
desenmascarar a Juan y ganar a cambio
algún favor de la emperatriz. Quería que
yo averiguara sobre él lo que pudiera, y
me prometió un puesto en el tesoro si
podía probar algo.
—Entonces lo espiaste.
—Entonces busqué el modo de
desenmascararlo. Pero nunca hallé nada.
Gasté muchísimo dinero intentando
sobornar a sus esclavos y la gente que lo
rodea, pero no me llevó a ninguna parte;
Beirut no deja entrever muchas cosas.
¡No he contado mentiras sobre él, lo
juro! Antonina me pidió hechos, no
rumores; los rumores sólo ofenderían a
la emperatriz y no probarían nada. Esta
primavera, justo antes de que vosotros
regresarais, recibí una carta de Antonina
que decía que su marido había
completado sus investigaciones sobre
Juan y que los resultados eran
preocupantes, pero poco convincentes.
Decía que no quería escribir a la señora,
porque se podría ofender por recibir
acusaciones no probadas contra un
hombre que ella consideraba amigo y
primo. Pero, según me dijo, pensaba que
el señor debería estar enterado en el
caso de que pensara en ascender a Juan.
Cerró la carta, la selló con cera sin
ponerle su propio sello y me pidió que
me asegurara de que el señor la viera.
La puse en el montón de cartas que iban
a entrar, pero juro por todos los santos
que me hubiera cortado la mano antes de
ponerla allí si hubiera sabido que
acusaba a la emperatriz.
—Te creo —dijo Narsés—.
Deshonesto, pero no imprudente. Por
supuesto no puedes quedarte en mi
oficina después de una falta de confianza
tan seria, pero te recomendaré para un
puesto en la oficina de cartas. Te
advierto muy seriamente que no digas
nada sobre esa carta o su contenido a
nadie; es muy posible que llegue a oídos
de la emperatriz si lo haces. Escribiré
una carta al conde Belisario; creo que ya
no volverás a sufrir intromisiones por
parte de la distinguidísima Antonina. Si
te interesa, he investigado las
afirmaciones de la carta por mi cuenta, y
la evidencia es aún poco convincente,
pero tiende más a refutar que a apoyar lo
que allí se dice. Creo que la esposa del
gloriosísimo conde está preocupada
principalmente en evitar un matrimonio
entre su hija y el nieto de la emperatriz.
Eso es todo; puedes tomarte el resto del
día.
Esperó a que Sergio se fuera antes
de levantarse y volver a la oficina. «La
carta de Belisario será extremadamente
difícil de escribir», pensó con
preocupación.
Belisario había escrito a Narsés una
carta de felicitación por la victoria de
Nicópolis, en la que gran parte trataba
sobre la necesidad de dedicar más
tropas para Italia y, por lo tanto, menos
para Tracia, pero tenía dos o tres
párrafos muy cálidos al principio que
eran
sorprendentes,
honestos
y
encantadores.
«Él no tiene idea de cuánto aprecio
yo sus elogios —pensó Narsés—. Es el
maestro absoluto del arte de la guerra y
un hombre que da por sentado el coraje:
si está impresionado, es que la victoria
ha sido impresionante. ¡Este Anastasio
con sus preguntas! Si alguna vez quise
ser algo diferente de lo que soy es
porque quise ser otro Belisario... por
absurdo que sea para un hombre de mi
posición. Y ahora tengo que ofenderlo...
Podría simplemente escribirle a
Antonina, pero indudablemente, ella le
enseñaría la carta y eso sería más
ofensivo
que
escribirle
a
él
directamente.»
Suspiró y volvió a su oficina.
Diomedes permanecía inmóvil ante su
escritorio, contemplando atónito la
puerta por donde había salido Sergio.
Siguió pensando: «Tendré que pedir más
personal para las oficinas; difícilmente
me las podré arreglar con un copista y
un archivero». Sonrió vagamente a
Diomedes y verificó lo que ocurría en la
oficina exterior. La cola habitual de
audiencias se había reducido a dos o
tres; el resto estaba esperando para ver
si los disturbios realmente habían
terminado. Anastasio exhibía una amplia
sonrisa mientras trabajaba. Levantó la
vista hacia su superior cuando éste
apareció por la puerta y se le ensanchó
aún más la sonrisa. Dijo:
—Se acabó para Sergio.
Narsés le devolvió la sonrisa.
—Ahora haré el informe para el
señor. Reza por mí, te lo ruego.
El emperador Justiniano estaba a
solas en el trono de Salomón, leyendo un
informe sobre los disturbios. El trono
mecánico estaba inmóvil bañado por la
luz del sol y las luces de las lámparas de
pie
doradas
estaban
apagadas.
Alrededor del salón las cortinas
corridas de seda púrpura brillaban con
un color vivo: el emperador parecía
sentado dentro de un cristal de amatista.
Volvió una página, levantó la vista y vio
a su chambelán esperando al lado de una
de las cortinas. Hizo un gesto con la
cabeza, y Narsés se acercó y se inclinó.
—Bien, después de todo, hay algo
que comentar sobre si dar el mando de
tropas a un burócrata o no. —Arrugó las
hojas del informe que, según vio Narsés,
tenía la letra clara y precisa de Juan—.
Esto ya estaba preparado a primeras
horas de la mañana. Es una lista
completa de bajas, registro de daños
clasificados por distritos y una
estimación del costo probable de las
reparaciones, relacionadas por orden de
urgencia. El conde Apolinar habría
tardado tres días, al cabo de los cuales
habría entregado un panegírico de su
propia actuación, redactado, eso sí, en
hermosa prosa ática y absolutamente
inútil. Tienes razón en valorar a tu
secretario. Es evidente que se trata de un
joven muy capaz.
Narsés sonrió.
—Ciertamente siempre me lo ha
parecido así, señor. Aquí, si tienes
tiempo, está un informe referente a la
carta que recibiste sobre él.
Justiniano gruñó, tomó el informe y
comenzó a leerlo en voz baja y con
rapidez. Cuando terminó, levantó
sorprendido la mirada.
—¿Antonina? —preguntó.
—Así parece, señor. Yo supongo
que ella desea evitar el matrimonio entre
su hija y el nieto de la Serenísima
Augusta.
El emperador frunció el ceño.
—Siempre he dicho que esa mujer
era capaz de cualquier cosa. Como ella
ridiculiza a su marido corriendo detrás
de hombres la mitad de jóvenes que ella,
le parece posible que mi esposa haga lo
mismo... ¡y decide contármelo! Creo que
tal vez tengas razón: ella y su marido
llevan un año retrasando ese casamiento,
aunque su hija sería feliz si se celebrara
mañana. Bien, la boda se celebrará, y
debe ser lo antes posible, puedan o no
sus padres volver a Constantinopla para
la ceremonia. Estoy perdiendo la
paciencia con Belisario. Hace un año
que se encuentra en Italia y ¿qué ha
pasado? ¡Los godos han tomado Roma,
eso es lo que ha pasado! Belisario ni
siquiera se ha atrevido a desembarcar en
tierra italiana excepto donde hubiera una
fortaleza para recibirlo. Y Herodiano
me ha escrito quejándose de que el
conde sigue exigiendo dinero y
amenazándolo si no paga. ¡Se acabó eso
de conquistar a los godos de su propio
peculio!
Narsés se quedó callado por un
momento, para matizar más tarde las
palabras:
—El
conde
necesita
desesperadamente
hombres
y
aprovisionamiento,
señor.
Es
demasiado, aun para Belisario, esperar
que conquiste un reino solamente con
cuatro mil hombres. Ha hecho promesas
de modo imprudente y ahora se
avergüenza de admitir ante ti que no las
puede cumplir. Muchos comandantes de
Italia (Bessas y Herodiano en particular)
han adquirido sumas considerables de
sus territorios, que no han gastado... del
modo en que Belisario habría deseado.
Considero que su posición es muy fácil
de entender.
Justiniano suspiró.
—Fue un craso error ir a Italia —
confesó con amargura—. Y mayor error
fue volver. Entre nosotros y los godos
hemos dejado la ciudad de Roma
prácticamente destruida y a sus
ciudadanos exterminados.
—Pero habiendo ido, señor, no
tenemos otra alternativa que llevar a
feliz término la guerra.
Justiniano volvió a suspirar.
—Quizás. Pero si de eso se trata,
Belisario podría ver que él no es tan
indispensable. Y en cuanto a las
sugerencias de su esposa, no les doy
ninguna credibilidad. Por la prueba que
aquí tienes, no hay ninguna justificación
para llegar a la conclusión de que
Teodora mienta cuando dice que Juan es
su primo. La evidencia no soportaría
sacar ningún tipo de conclusiones. Pero
¿por qué no creería yo a mi esposa? Sé
que ella me es fiel, más fiel que nadie en
todo el imperio. Tendría que tener una
prueba fehaciente de que miente, y en
cambio
sólo
tengo
una
carta
malintencionada
basada
en
un
argumentum ex silentio. No hay pruebas
de que Juan no sea lo que dice ser y, si
en alguien puedo confiar, es en Teodora.
Ella ha deducido que yo sospechaba que
mantenía relaciones amorosas con Juan.
«Madre de Dios, ¿es que acaso ella
le dijo eso?», pensó Narsés con
estupefacción.
—¿Cómo es posible? —preguntó
con prudencia.
—Lo dedujo del hecho de que yo no
lo había ascendido. Ya lo hemos
hablado suficientemente. Fui un tonto en
sospechar de ella, Narsés. Un tonto
cruel; ella no se encuentra bien; este
asunto la ha preocupado. —El
emperador tomó el informe de Narsés y
lo dobló por la mitad—. ¡Mi hermosa
Teodora!
—susurró
suavemente,
mirando el pergamino. Estrujó el
informe y se lo entregó al chambelán—.
Puedes quemarlo, y también la carta. No
quiero oír nada más de esto a no ser que
haya
evidencias
importantes.
Y
consideraré que no las hay. —Sonrió
con amargura, brillantes los ojos, y
agregó—: Mi esposa ahora quiere que
su primo se case. ¿Sabes con quién
quiere casarlo?
—No, señor —confesó Narsés.
Recordó cómo Juan contemplaba a
Eufemia embelesado. Lamentándolo
hasta llegar a sentirse culpable, intentó
borrar esa imagen.
—¡Quiere casarlo con mi sobrina
Praejecta! Se enojó mucho cuando le
dije que eso no era posible. Ésa es la
razón por la que quiere tanto a su primo
Juan: ha visto que es capaz, y quiere
introducirlo en la carrera de la sucesión.
—Pero eso es imposible, ¿verdad?
El emperador se quedó pensando.
—No del todo, creo. Germano es mi
heredero ahora, como siempre lo ha
sido. Para cuando yo me acerque a la
muerte, es muy probable que Germano
esté ya muerto, y quizá también lo estén
mis otros sobrinos, así que el marido de
una de mis sobrinas podría tener una
posibilidad. Pero aunque Teodora
organice un matrimonio magnífico para
su primo, esa posibilidad sería muy
remota, y tendría que hacer algo que
probara que es muchísimo más capaz
que cualquiera de los otros para obtener
la púrpura. El hecho de que sea
miembro de la familia de mi esposa, por
más que se aduzca que desciende de una
rama respetable, contaría muy poco en
su favor, en particular en el senado, y no
tengo ninguna intención de oponerme a
la opinión popular apoyando a la familia
de Teodora. Pero dejando de lado las
especulaciones, un matrimonio entre
Juan y Praejecta es absolutamente
imposible. Ella quiere casarse con tu
compatriota Artabanes, que la rescató en
África después de que su marido fuera
asesinado, añade a eso que Artabanes
está desesperadamente impaciente por
casarse con ella... Por eso no aceptó el
puesto de comandante en jefe. Quería
acompañarla a su casa y pedir su mano.
Y es posible que la obtenga también.
—Me complace por mi país —
susurró Narsés a media voz.
Justiniano se echó a reír.
—¿Qué edad tenías cuando te fuiste
de Armenia?
Narsés sonrió.
—Tu Sacra Majestad sabe muy bien
que yo no sé qué edad tenía, ya que no
sé cuándo nací ni cuánto tiempo me tuvo
mi primer dueño. Pero nunca he
olvidado mis orígenes.
—Lo cual es algo típicamente
armenio. Bien, Artabanes no sería una
posibilidad real para la sucesión, lo que
sí sería es un distinguido general
armenio. Mostró un coraje único y gran
iniciativa cuando sofocó la rebelión de
Guntarith. Lo haré conde de la guardia
personal.
Narsés se inclinó.
—Había oído rumores al respecto.
¿Tengo preparados los codicilos para
hoy?
—Hazlo. Y para tu amigo Juan... —
El emperador se detuvo a observar a su
chambelán. El rostro de Narsés estaba
impasible
como
siempre,
pero
Justiniano notó cómo los dedos de su
mano derecha se curvaban por la
tensión. Pensó: «Aprecia en lo que vale
al muchacho, lo cual dice mucho por sí
solo: desprecia la deslealtad y los
placeres de Afrodita, y valora la
integridad»—. Para tu amigo Juan
puedes diseñar codicilos que le den el
rango de conde de la caballería de la
corte. Dirigirá la guardia imperial
juntamente
con
Artabanes.
Tu
compatriota es un poco inexperto en lo
que se refiere al papeleo, y necesitará
alguien que lo ayude con las cuentas.
Narsés sonrió, los ojos muy
brillantes, y se inclinó en una profunda
reverencia.
—Sí, señor.
«Eso agradará a Teodora y reparará
en parte mi desconfianza hacia ella. Por
otra parte, el muchacho es muy capaz»,
pensó Justiniano cuando el eunuco se
fue.
Hojeó nuevamente el informe,
apreciando la destreza que demostraba.
Luego se detuvo para mirar al vacío. «Y
si el muchacho es culpable, si ha estado
engañando a mi esposa, o los dos juntos
me han engañado, o en Constantinopla o
en el fin del mundo yo sabré dónde
hallarlo.»
A la mañana siguiente, un mensajero
de palacio trajo a Juan una invitación
para desayunar con la emperatriz.
Juan había dormido mal y la llegada
del mensajero lo despertó de una
pesadilla confusa de disturbios e
incendios. Jacobo entró en su habitación
y le entregó la invitación. Juan se quedó
en la cama durante unos minutos, con la
mirada perdida en la pared.
«Así que Narsés tenía razón: no está
cansada de mí», pensó, y tal
pensamiento le trajo una oleada de
temor familiar, junto con una corriente
igualmente fuerte de placer y gratitud.
Se
levantó
y
se
vistió
apresuradamente, poniéndose a toda
prisa la túnica roja que ella le había
regalado. Todavía estaban lavando la
ceniza del manto de la guardia personal,
por lo que tuvo que contentarse con el
manto civil encarnado. Al cabo de cinco
minutos, lavado y peinado, iba camino
del palacio Dafne en compañía del
mensajero; una vez allí, tuvo que esperar
media hora en el salón mientras Teodora
terminaba de bañarse.
Cuando apareció, le bailaba la
sonrisa en los labios.
—¡Juan, querido! —exclamó al
verlo y, sin darle tiempo a inclinarse,
corrió hacia él y lo abrazó—. ¡Tanto
tiempo! Déjame verte; ¡caramba, no has
cambiado nada! Esperaba que fueras un
perfecto soldado a estas alturas.
Siéntate, no, ven aquí, cerca de mí.
Tengo un regalo para ti.
Los ojos le brillaban de placer.
Cuando se sentó junto a la
emperatriz en el diván, advirtió lo
mucho que había envejecido. Las manos
parecían las garras de un ave rapaz, sólo
huesos bajo los anillos enjoyados, y el
rostro se le veía demacrado.
—No has estado bien —le dijo Juan,
alarmado—. Lo siento...
Ella hizo un gesto con la mano.
—Estaré mejor dentro de poco... y
no significa nada, sólo un malestar
estomacal. ¡Dios, qué alegría me da
verte! Supongo que Narsés no te ha
contado nada de todas nuestras
preocupaciones, ¿verdad?
—¿Cómo? —dijo, preguntándose
confundido si se refería a algo
relacionado con su enfermedad.
—A Pedro se le ha metido en la
cabeza que tú y yo lo estamos
engañando. He logrado parar de
momento esa idea, pero tendremos que
ser prudentes en el futuro. ¡Así y todo,
yo tenía que verte hoy! —Chasqueó los
dedos y apareció su chambelán—.
Eusebio, ve a buscar el regalo de Juan.
Juan la miraba atónito.
—El señor sospechaba que...
—Alguien fue a contarle alguna
historia. Si averiguo quiénes han sido, lo
pagarán caro. No importa, ya se acabó,
excepto que hay que ser prudentes. —Se
recostó y empezó a soltar el broche del
manto de Juan—. Tengo un manto nuevo
para ti —le dijo, con los ojos bailándole
—. Aquí, ponte de pie, déjame sacarte
ésta..., ¡ya está! ¡Eusebio!
El eunuco volvió, sonriendo; de su
brazo pendía una seda radiante, púrpura
y blanca. Teodora se echó a reír y con un
gesto rápido tomó el manto.
—Aquí tienes —le anunció,
sosteniéndola.
—Pero... pero es un manto de
patricio —exclamó Juan.
Teodora estalló en carcajadas. Se
sentó, con el manto ceñido.
—¡Cielos, qué cara has puesto! —
exclamó—. Sí, querido, por supuesto
que es un manto de patricio. No hay
nada extraño en que el conde de la
caballería de la corte reciba este rango y
yo te concedo el manto.
—Yo... yo no soy...
—Sí que lo eres. Pedro te nombró
ayer y Narsés ya ha diseñado los
codicilos. ¡Vamos, póntelo! —Se lo
echó por los hombros y miró a su
alrededor buscando algo con qué
sujetarlo; Eusebio ya traía un prendedor
de oro y granate—. Aquí —dijo ella,
sujetándolo firmemente en la seda—.
¡Dios inmortal, qué apuesto estás! Ese
manto tiene el segundo mejor color del
mundo.
Juan se contempló y tocó perplejo la
ancha banda que dividía el manto: era
pura púrpura marina.
—Sí, es la mejor —dijo Teodora y
pasó la mano sobre su propio manto,
sonriendo.
Él la volvió a mirar, confundido,
como siempre en su presencia. Su
demacrado rostro estaba encendido y
sus pupilas brillaban con un encanto tan
grande por el regalo que no pudo menos
que sonreír él también.
—Gracias —dijo.
Ella se echó a reír y volvió a
sentarse en su diván con los pies
encima. Juan se sentó a su lado,
acomodando el manto con cuidado.
—Te voy a contar algo muy extraño
sobre ese manto —dijo la emperatriz,
buscando su copa de leche de cabra—.
¿De dónde crees que viene la seda?
—¿De dónde viene la seda? Del
País de la Seda, al este de Persia.
Teodora movió la cabeza y dejó la
copa a un lado. Se relamió los labios,
cuyo
contorno
había
quedado
perfectamente perfilado de blanco.
—Esta seda no. Ésta es seda
asiática, hecha aquí en Constantinopla.
Tengo el primer manto hecho de seda
asiática y tú tienes el tercero. Pedro
tiene el segundo, por supuesto.
Juan volvió a examinar el manto:
tenía el aspecto de una seda fina normal.
—¿Cómo? ¿De qué está hecho? —
preguntó.
Ella soltó una risa cantarina.
—De gusanos.
—¿De gusanos? —Se quedó
mirando las fibras brillantes como si
esperara que salieran arrastrándose.
Ella volvió a reírse.
—Orugas, si quieres. Se convierten
en unas mariposas pequeñas y
parduscas, pero antes se envuelven en un
capullo de seda. Los artesanos de la
seda sacan los capullos y los hilan
convirtiéndolos en seda bruta. Unos
monjes cristianos de las fronteras del
País de la Seda que iban recorriendo las
tierras romanas para ver los lugares
sagrados nos contaron a Pedro y a mí
todo el proceso. Les prometimos una
recompensa si nos traían algunos
gusanos para cultivar; en el interior de
un bastón consiguieron pasar de
contrabando algunos huevos. Los
gobernantes del País de la Seda siempre
han guardado muy bien su secreto,
porque saben cuánto vale. Pero ahora
tenemos los gusanos de seda y podemos
despedirnos por mucho tiempo del País
de la Seda y de los mercaderes persas.
¡Madre de Dios, cómo le sentará eso al
gran rey! Todos los cientos de miles de
solidi que se han pagado anualmente por
la seda... y ahora Pedro y yo la podemos
fabricar por nuestra cuenta y toda será
para nosotros. Eso nos compensará de
algunas guerras.
—Eso destruirá a Bostra —bramó
Juan, con horror—. Nosotros vivíamos
de las caravanas de la seda.
La emperatriz se encogió de
hombros.
—Pero la guerra ya las había
interrumpido, ¿no es cierto? Y de todos
modos, ¿qué te importa Bostra ahora? Tu
eres nativo de Beirut y ciudadano de
Constantinopla, recuérdalo.
—Sí..., sí, por supuesto. Anoche
soñé con Bostra y con mi padre. —Pero
miraba afligido el manto blanco y
púrpura.
Ella lo miró. La sonrisa había
desaparecido de su rostro, semejando
ahora una calavera.
—¿Qué hacía? —le preguntó al cabo
de un instante.
—Se moría. —Había vuelto al
cuarto oscuro, con el calor sofocante del
verano, contemplando impotente cómo
la peste se llevaba a otra víctima. Se
estremeció—. Fui a nuestra casa de
Bostra y le vi morir. Y cuando salí de
allí, estaba en Constantinopla, en el
mercado Tauro durante los disturbios.
—Eufemia estaba allí. Y no se atrevió a
confesar, afligido, que «quemándose en
la casa, muriéndose, y yo no podía
ayudarla. ¡Madre de Dios, ojalá pudiera
volver a verla, sólo para asegurarme!».
—¡Qué sueño más horrible! —
exclamó la emperatriz santiguándose—.
¡Aleje Dios el mal presagio! Creo, no
obstante, que lo que ocurre es que
sencillamente has estado demasiado
involucrado en los disturbios. Sin
embargo —agregó, empezando a sonreír
nuevamente—, no me puedo quejar de lo
que hiciste puesto que fue lo que
convenció a Pedro para tu ascenso. Ni
siquiera me puedo quejar de que hayas
arriesgado tu vida para rescatar a esa
muchacha; eso impresionó a Pedro más
que ninguna otra cosa, ya que sabía que
yo jamás lo habría ordenado. ¿Por qué
lo hiciste?
—No
lo
sé
—respondió
sinceramente, con la advertencia de
Narsés repiqueteando en su cabeza—.
En realidad iba a verla cuando nos
metimos en los disturbios. Mi colega
Anastasio había estado facilitando
información a cambio de echar un
vistazo a esos archivos mientras yo
estaba en Tracia, pero ella pensaba que
yo sabía más que él e iba a acompañarlo
esa noche. Cuando vi la casa en llamas,
sólo pensé que tenía que tratar de
sacarla. Afortunadamente, ella no estaba
dentro; estaba a unas manzanas de allí en
su silla de manos, así que no corrí tanto
riesgo.
—¡Oí que cargaste contra la
multitud! Las cosas se distorsionan
cuando las cuentan. ¿Qué ha ocurrido
con los archivos?
Juan sonrió.
—No lo sé, pero estoy seguro de que
no los volveré a ver ¡afortunadamente!
La prefectura se las tendrá que arreglar
sin las listas tributarias de Osroene y de
Arabia del Sur. Dudo que la
administración se paralice por eso.
Ella lanzó una carcajada, se irguió
en su asiento y le acarició la cara.
—Te adoro cuando sonríes así —
dijo tiernamente, sonriendo ella a su vez
—. Mi propio hijo. Estaba tan orgullosa
de ti después de Nicópolis... Quería
decirle a todo el mundo que eras hijo
mío. Pero por supuesto eso lo habría
estropeado todo. —Dejó caer la mano e
hizo girar uno de los anillos,
observándolo con tristeza—. Pensé
también en una muchacha con quien
desposarte, pero a Praejecta Pedro la
comprometió con otro. Lo siento. Te
encontraré otra. Cuando estés casado
podré verte más sin que nadie sospeche
nada.
—Ojalá pudiera decirle a todo el
mundo quién soy —se sorprendió
diciendo Juan—. Preferiría ser libre de
verte cuando yo quisiera y de vivir
honestamente; que todo el mundo supiera
que soy hijo tuyo, antes que recibir
cualquier ascenso.
Ella levantó la mirada.
—Oh, todo eso me parece
enternecedor, pero no lo dirás en serio,
espero. Como hijo reconocido serías
motivo de vergüenza, mucho peor ahora
que si lo hubiéramos hecho desde el
principio. Tu amigo Narsés piensa que
debería decírselo a Pedro, pero a Pedro
no le gustaría nada. No, querido: sigue
siendo un ciudadano de Beirut, y yo
cuidaré de ti. —Teodora bostezó, se
estiró y agregó—: Y ahora mejor que
vayas corriendo a buscar los codicilos
del rango, antes de que Pedro cambie de
idea y empiece a cavilar que por qué
estás aquí. Es tradicional darle al
chambelán un regalo por haber
redactado los codicilos. Claro que
Narsés piensa que redactar los tuyos es
un regalo por sí solo, pero yo te he
conseguido uno, de todos modos;
Eusebio te lo dará al salir. Y también te
daré algunos esclavos más. Con tu nuevo
trabajo, te concederán habitaciones en el
palacio; supongo que querrás más
personal que se encargue de ellas.
XI - La esposa del
protector
El nuevo conde de la guardia
personal, conocida por todos como los
«protectores», volvía a sus lujosos
aposentos cercanos a la Puerta de
Bronce con aire sombrío e irritable
después de la primera reunión con sus
subordinados.
Artabanes era un hombre alto,
atlético, profundamente bronceado por
el sol africano; llevaba la cota de malla
y el casco sin ni siquiera notar su peso.
Cuando entró en el comedor, se soltó el
cinto de la espada y arrojó el arma con
estruendo al suelo; se sentó en el borde
de un triclinio y puso la cabeza entre las
manos.
—¡Levila! —gritó a su sirviente—.
¡Tráeme algo de beber!
Levila, un rubio sirviente vándalo de
expresión amable, apareció al momento
con una jarra de vino.
—¿No te ha ido bien? —preguntó,
sirviendo a su señor una copa de vino
puro.
Artabanes tomó la copa y bebió la
mitad de un solo trago. Se quitó el casco
y lo dejó caer al suelo junto a la espada.
—Son una pandilla de malditos
empleaduchos de oficina, muy listos, eso
sí, que piensan que yo soy un bruto que
no sabe nada más que combatir. Y el
problema es que tienen razón.
Levila sonrió.
—Si piensan que eres estúpido,
señor, se llevarán una desagradable
sorpresa.
Artabanes suspiró y sorbió otro
trago de vino.
—Esto no es Cartago y ellos no son
tus amigos hérulos o vándalos, Levila.
Quienes se alistan en la guardia personal
son en su mayoría naturales de
Constantinopla, educados con una copia
de la Ilíada en una mano y un libro de
contabilidad en la otra. Yo no seré
estúpido, pero apenas puedo ir más allá
del alfa, beta, gamma... Y no se te
escapa que no sé hacer una suma ni para
salvar mi vida. Juraría que el oficial de
intendencia
ha
hecho
alguna
componenda en las provisiones y
también apostaría a que el contable hace
de las suyas, ¡pero se reirían de mí!
Saben que yo no los puedo pillar. No, el
hombre que les mete mucho miedo es el
conde de la caballería. Sí, él es de los
galardonados.
—Es nuevo también, ¿no?
—Nombrado el mismo día que yo y
más joven. Juan de Beirut. Asistió a la
reunión vestido como un príncipe de
blanco y púrpura, sin espada ni arma
alguna. Lo que sí llevaba era un juego de
tablillas de cera; comenzó a tomar notas
mientras los demás explicaban el
sistema de contabilidad y, tan pronto
como terminamos, empezó con las
preguntas: ¿en qué libro se han
registrado los pagos de los gastos de
viajes? ¿Se lleva algún registro de los
miembros
asignados
a
tareas
especiales? ¿Y sabes qué hizo? Como lo
había escrito todo, citó lo que habían
dicho y lo comparó con la manera en
que se trabaja en las oficinas sagradas.
Hizo sudar a todos en cinco minutos; se
pegaban por darle explicaciones. Ése es
el tipo de soldado que destaca aquí. A
mí no se me ocurría nada que decir. Aún
no tengo la menor idea de cómo funciona
la estructura de los pagos. Voy a quedar
en ridículo, y ese sirio listo me hará
quedar por los suelos. Deberíamos
habernos quedado en África.
—Las tablillas de cera no servirían
de mucho en una batalla —confesó
Levila.
—No parece que vaya a haber una
batalla aquí —replicó Artabanes.
Terminó su vino—. A veces a los
miembros de la guardia personal se les
asigna un puesto en el frente, pero
siempre pueden librarse de ir si pagan el
sueldo de unos pocos años, lo cual la
mayoría de ellos hacen de buen grado.
¿Y por qué no? Sus familias son en su
mayoría inmensamente ricas y ellos son
soldados sólo por el prestigio y los
beneficios que les reporte. La mayor
lucha a la que tienen que enfrentarse es
ir a la caza de revoltosos. El conde Juan
hizo un buen trabajo, según parece. Por
tal motivo fue ascendido..., por eso y
por ser el primo de la emperatriz. —
Levantó su copa hacia Levila.
El esclavo la llenó, mirando con el
ceño fruncido.
—¿Y si te hicieras amigo de él? —le
sugirió—. Si él quiere, te servirá de
ayuda; tú eres su superior y podrías
hacerlo valer. ¿Estuvo respetuoso?
—Estuvo muy correcto —aseguró
Artabanes con voz sombría, tomando
otro trago—. Se pasó la reunión
sonriendo y dando parabienes. No podía
imaginarme lo que pasaba por su
cabeza. —Suspiró—. Supongo que
podría invitarle a cenar.
Juan llegó a la cena tarde, nervioso y
cansado. Había pasado la mayor parte
del día revisando los libros de las
tropas de la corte y el resto intentando
recordar los nombres de sus nuevos
esclavos y lo que había dispuesto para
su nueva casa; además, gran parte de la
noche anterior la pasó entre sueños
atormentados de fuego, batallas y
Eufemia.
—Lamento mucho llegar tarde —se
excusó ante Artabanes mientras el
vándalo Levila lo hacía pasar al
comedor—. Pero me he mudado hace
poco, y estoy seguro de que sabes,
Excelencia, lo que es eso. —Sonrió
cortésmente al conde de la guardia
personal, que era una cabeza más alto
que él.
Artabanes había vivido en cuarteles
desde que tenía dieciséis años y nunca
se había mudado en su vida, pero intentó
devolverle la sonrisa.
—No hay de qué disculparse —le
dijo—. Siéntate y toma un trago.
Juan se recostó en el triclinio que le
indicaban y tomó la copa de vino que
Levila le ofrecía. Estaba mezclado sólo
con una cuarta parte de agua, lo que era
más fuerte de como él acostumbraba a
beberlo, y lo bebió prudentemente a
pequeños sorbos, mirando a su
alrededor. Había un estante con armas
en un rincón; aparte de eso, toda la
decoración y los muebles ya estaban
incluidos cuando vino a habitarlo.
«Bueno, Artabanes es un soldado de
verdad, no como yo», pensó. Volvió a
sonreír para ocultar sus nervios y
levantó la copa a su anfitrión.
—¡Salud!
Artabanes se reclinó frente a él y
tragó rápido un poco de vino.
—Has estado revisando los libros
hoy, ¿no es cierto? —le preguntó; luego
pensó si no había sido demasiado
impertinente.
—Sí, Eminencia. —Juan hizo a los
libros un saludo como de despedida—.
Tal como estaban.
—¿Han sido adulterados? —
preguntó Levila con interés. Artabanes
atravesó a su sirviente con una mirada
de reproche.
—No más de lo que cabía esperar
—replicó Juan sin pestañear—. No sé
cuándo la caballería tuvo un conde que
supiera contabilidad y, naturalmente, los
empleados se han aprovechado de eso.
No están muy bien pagados.
—¿A ti no te importa? —preguntó
Artabanes, sorprendidísimo de andar
con rodeos.
—Oh, yo acabaré con gran parte de
esto. —Juan bajó la mirada hacia su
copa—. Pero, por supuesto, si uno se
deshace de los oficinistas, tiene que
conseguir otros, y es difícil que sean
más honestos, sin contar con que no
estarán familiarizados con el trabajo.
Pensé que quizá si Su Excelencia y yo
nos pusiéramos de acuerdo en quiénes
son los más corruptos, podríamos
disponer de otro modo el personal que
tenemos. Entonces sólo tendríamos que
reemplazar uno o dos como máximo.
Artabanes gruñó y apuró su vino.
—¿Quiénes crees que son los
peores? —preguntó con prudencia.
—Bien, el oficial de intendencia, en
primer lugar. Ha facturado a las oficinas
tres veces las mismas vituallas, cada vez
a una dependencia diferente. Y después
vende la mitad de los suministros que ha
comprado ¡al doble de lo que él pagó!
—¡Oh!
—exclamó
Artabanes.
Intentó imaginarse cuánto podría haber
amasado el comisario en un año; las
sumas vagaban locamente en su cabeza,
y respiró profundamente—. ¿Qué hay
del contable?
—¿El contable? No es tan malo. Ha
desviado algunos fondos a su propio
bolsillo, pero no ha estafado a nadie. Yo
me contentaría con no quitarle el ojo de
encima.
—¡Oh!
Yo
nunca
aprendí
contabilidad.
«Mejor decirlo, que intentar
pretender que entiendo y tener a este
delicado sirio burlándose a mis
espaldas», pensó Artabanes.
Juan se sonrió.
—Yo lo creía así; Su Eminencia
parecía estar en las nubes ayer, si no te
importa que lo diga. Bien, yo nunca
aprendí a ser soldado, lo cual es
generalmente considerado de mayor
importancia para un comandante. —
Titubeó, preguntándose si Artabanes se
ofendería si le ofrecía ayuda en las
cuentas. Le pareció que sí, y se
preguntaba cómo demostrar su interés en
serle útil con tacto—. Las victorias de
Vuestra Eminencia, por supuesto, son
conocidas en el mundo entero —
aventuró por fin—. Es un honor servirte.
Artabanes pestañeó. «¿Realmente
cree eso, o sólo desea algo de mí?»
—Me complace que uno de nosotros
sepa contabilidad —susurró, decidido a
dejar el tema por el momento—. ¿Acaso
la aprendiste en las oficinas sagradas?
—No, con mi padre. En realidad no
había trabajado en ninguna oficina;
únicamente he sido secretario privado
del ilustrísimo Narsés, el chambelán
principal.
—¡Oh! —exclamó Artabanes con
voz diferente, y le dirigió otra mirada a
Juan. Pero le vino un pensamiento como
una oleada de esperanza: «No parece
blando, y dicen que es un buen jinete.
Quizá sepa algo de la milicia, después
de todo. Narsés puede parecer un
comandante aún más extraño, pero si la
mitad de lo que se dice es cierto, ese
asunto de Nicópolis fue digno del mismo
Belisario»—. ¿Tú estuviste con él en
Tracia, por casualidad? —preguntó y,
ante su gesto afirmativo, pidió—:
¿Podrías contarme precisamente lo que
ocurrió en la batalla de Nicópolis?
Juan se lo contó desplegando
panecillos y platos sobre la mesa para
mostrar la disposición de las fuerzas;
Artabanes se inclinó sobre la mesa,
impaciente por oír la historia, sin dejar
de hacer preguntas.
—¡Señor, qué bonito es todo esto!
—exclamó cuando Juan terminó—.
Había oído algo sobre la batalla, por
supuesto, pero nadie cree realmente que
tu general planificara una estrategia para
vencer a una fuerza de caballería pesada
con piqueros y arqueros. ¡Madre de
Dios, cómo me gustaría intentarlo contra
los persas! Se puede ver que el ilustre
Narsés es armenio; esa idea de los
arqueros es algo que sólo un
compatriota mío podría haber propuesto.
Y aunque sea yo quien lo diga, es cierto
que los armenios son los mejores
soldados del imperio, los más bravos y
disciplinados. Sólo un armenio podría
seguir siendo un buen soldado aun
después de ser convertido en eunuco.
Juan inclinó la cabeza para ocultar
otra sonrisa: Artabanes de repente le
hizo recordar a los hérulos y su
estribillo de «¡Somos guerreros!».
—El ilustre Narsés es el hombre
más valiente, el más inteligente y el
mejor hombre que he conocido —
masculló despacio—. Y creo que
probablemente
coincida
con
tu
apreciación sobre sus compatriotas.
Artabanes sonrió.
—Levila —dijo—, sirve al conde
Juan un poco más de vino.
—¡Aún no he terminado el que
tengo! —protestó Juan.
—Entonces, acompáñame en un
brindis. ¡Por Armenia!
Juan brindó por Armenia y Levila
volvió a llenar las copas.
—¡Y por la hermosa Praejecta! —
agregó Artabanes, apurando su copa de
un trago.
Juan tomó un par de tragos más y
puso su mano sobre la copa.
—He oído que ibas a ser felicitado
por eso, Honorable —confesó.
Artabanes suspiró.
—Desafortunadamente, no, aún no.
Ella sigue oficialmente de luto por su
marido asesinado. Aunque se me ha
dado permiso para abrigar algunas
esperanzas. Es como la princesa de los
cuentos, recluida en un inaccesible
palacio de oro y yo soy el séptimo hijo,
que debe ganar su mano matando
monstruos. Maté uno en África, pero no
parece haber muchos sueltos en
Constantinopla y los que hay parecen ser
más vulnerables al punzón de los
escribas que a la espada.
Juan sonrió.
—Mi punzón está a tu servicio, pues,
conde.
«¿Quién hubiera pensado que sería
tan fácil?», se preguntaba Artabanes.
—Conde
—replicó,
sonriendo
complacido—, ¡mi espada está a tu
servicio! —Y levantó la copa pidiendo
más vino.
Resolver la contabilidad de la
guardia personal y de la caballería le
llevó mucho tiempo y aún más atención,
lo cual satisfacía a Juan sobremanera.
Desde los disturbios había sentido una
tensión casi insoportable entre su
pasado y su presente, entre lo que
aparentaba ser y una inmensa revelación
interior que él trataba desesperadamente
de alejar. Se sepultó en el trabajo, tras
una barricada de libros de contabilidad
y tablillas; pero por la noche su mente
giraba alrededor de las cifras que lo
habían ocupado durante todo el día y
descendía por oscuros caminos hacia las
pesadillas. Soñó una y otra vez que era
perseguido por un enemigo invisible en
un laberinto que era a veces el Gran
Palacio, a veces las oscuras calles de la
ciudad y a veces las acequias de Bostra.
Los caminos desembocaban siempre en
una puerta cerrada, a la que él golpeaba
frenéticamente mientras la oscuridad se
cernía detrás de él. A veces veía a
Eufemia detrás de la puerta, clavada al
suelo con lanzas eslovenas, abrasándose
en su casa, y otras veces sacando los
brazos de arenas movedizas; siempre a
punto de morir. Se despertaba de las
pesadillas atormentado y sudando y
salía
temblando
de
la
cama.
Generalmente era más o menos una hora
antes del amanecer; iba al lujoso baño
que había junto a sus aposentos y trataba
de sacarse la tensión con el vapor, tras
lo cual o bien sacaba su caballo a
galopar o se sentaba inmediatamente a
trabajar. Anhelaba ver a Eufemia. El
solo hecho de que tuviera que dar
explicaciones a Narsés le impedía ir a
verla para asegurarse de que estaba viva
e ilesa.
Una mañana, tres semanas después
de su ascenso, levantó la mirada de un
libro de contabilidad y se la encontró de
pie a la puerta de la oficina.
Contuvo el aliento y se quedó
mirándola. Llevaba otra vez el manto
amarillo y un sombrero bordado en oro;
la luz del sol que caía a sus espaldas
formaba un halo a su alrededor mientras
las motas de polvo subían en torbellinos
desde el suelo de baldosas.
—¡Eufemia! —susurró.
Ella dibujó su familiar sonrisa llena
de amargura.
—Tengo trabajo para ti —dijo.
Luego, mirando el montón de
documentos sobre su escritorio, agregó
—: Aunque no parece que te falte.
¿Puedo pasar?
Juan se puso de pie de un salto.
—Por supuesto. Siéntate.
Ella volvió a sonreír y se sentó en
una silla al lado de la pared. Cuando
ella entró, Juan se percató de que iba
acompañada de uno de sus esclavos (su
antiguo portero), pero no por su dueña.
—¿No está bien tu tía? —preguntó
nervioso, de pie junto al escritorio.
Eufemia se encogió de hombros,
enderezándose el manto.
—Está bien, gracias; se quedó
descansando en casa. Ha necesitado
mucho reposo desde que se quemó la
casa. Y realmente no es mi tía, es la hija
de la hermana de mi abuela. Yo la llamo
tía.
—¡Ah! —dijo, y se volvió a sentar
—. Ya... ya están reconstruyendo la
casa, ¿verdad? ¿Tus esclavos resultaron
ilesos?
Ella asintió.
—Mis porteadores fueron los únicos
asesinados. Los maestros artesanos
dicen que pasará otro mes antes de que
podamos mudarnos. —Y titubeó para
luego añadir—: Lamento haber sido
descortés contigo el día después de los
disturbios. Yo... yo estaba muy dolida
por lo de mis porteadores. Formaban
parte de la servidumbre desde antes de
que yo naciera. Solían llevarme a pasear
en sus hombros cuando yo era pequeña y
ellos unos niños. Fue muy... muy
doloroso que los mataran; toda esa
noche fue tan espantosa, que no sabía lo
que decía. Debí haberme mordido la
lengua. Pero te estoy muy agradecida.
—No tienes de qué disculparte —
dijo Juan sin apartar su mirada de ella,
en un intento por grabarse en la mente su
imagen, el marrón de sus ojos, el
movimiento de su cabeza, para que al
evocarla, consiguiera vencer los malos
sueños—. Lo entiendo perfectamente.
Eufemia le devolvió otra sonrisa
cargada de amargura.
—Como prueba de mi gratitud te he
traído esto.
Con un gesto de cabeza invitó al
viejo portero a acercarse al escritorio,
donde dejó cinco densos volúmenes de
cuero. Juan pensó, mirando estupefacto
los archivos: «Dios del cielo, ¡otra vez
estos horribles archivos!».
—Pensé que habían sido destruidos
—dijo sin saber qué decir.
Ella movió la cabeza, sonriendo no
tan amargamente esta vez.
—No. Yo los guardé en un
compartimiento secreto en la caseta del
guarda. Onésimo volvió ayer para
dirigir la reconstrucción y los encontró
aún en su lugar. Puedes llevarlos a la
prefectura cuando quieras. —Con un
gesto de cabeza indicó al viejo que se
retirara y éste, con una sonrisa, se
inclinó y se fue a esperarla del otro lado
de la puerta.
—¡Oh! ¿Por qué no los llevas tú?
Podrías fortalecer tu posición si los
devuelves como Narsés sugirió, en
gratitud por un favor ya otorgado por Su
Sacra Majestad.
Ella lo miró disgustada.
—¿No los quieres? Quizás no sean
gran cosa, pero te valdrán amigos en la
prefectura. Puedes sacar provecho por
restituirlos. Es el único regalo que te
puedo hacer que tenga algún valor.
—Tu agradecimiento tiene valor
para mí.
Ella sonrió.
—No te burles de mí. No me gustan
las palabras bonitas.
—No son palabras bonitas, esa es la
verdad —concretó él, herido—. Yo me
sentía feliz por haberte salvado porque
te prefiero viva que muerta y nunca di ni
un dracma de cobre por esos malditos
archivos: estaba pero que muy contento
sólo de pensar que se habían quemado
con todo. —Los apartó de sí con rabia.
Ella se mordió el labio y se puso
colorada.
—Lo siento —le dijo—. Siempre
me equivoco contigo. —Tiró de su
manto—. Yo... yo quería darte algo de
valor. No tengo dinero para comprarte
nada: mi padre lo tiene casi todo en
Egipto. Yo pensé que esos... —Se
interrumpió llevándose el borde del
manto a la cara. Juan se dio cuenta de
que estaba llorando.
—¡Santo Dios! —dijo dando la
vuelta al escritorio. Se detuvo, indeciso,
junto a la silla de Eufemia—. Lo
siento..., por supuesto que el contacto
con la prefectura será de gran valor.
Sólo he querido decir...
Ella se enjugó la cara con el borde
de seda del manto, moviendo la cabeza.
—Lo sé: tú nunca quisiste tener nada
que ver conmigo o con mis archivos. ¿Y
por qué lo ibas a hacer? No los
necesitas, ni a ellos ni a nadie. Tienes el
favor de la Augusta y capacidad
suficiente para llegar a la posición que
quieras. Yo no te puedo dar nada. Nadie
puede..., nadie puede tocarte. Muy bien,
haz lo que quieras, sé lo que quieres,
¡pero no me tengas lástima! —Ella
levantó la vista hacia él con los ojos
enrojecidos.
—Yo... —tragó saliva. Le dolía la
garganta; le era difícil mantenerse firme,
inclinado, con el corazón latiéndole en
los oídos. Se acuclilló al lado de la
silla, agarrándose a un brazo de ésta
para guardar el equilibrio—. Yo... yo
soñé contigo anoche —le dijo en voz
baja, sin saber lo que decía ni lo que
quería decir—. Soñé que estabas en tu
casa atrapada por el fuego y que yo no
podía alcanzarte. Nunca te tendría
lástima, por favor, créeme. Además,
creo que hay una cosa que tú podrías
darme, que es lo que más quiero en el
mundo. Pero no la puedo recibir.
—¿Qué quieres decir? —preguntó,
pálida de asombro.
El desvió la mirada.
—Honestidad. Creo que tú eres la
persona más honesta que conozco; la
más sincera, la más intrépida. Cuando vi
que tu casa se incendiaba, me di cuenta
de que tu muerte dejaría más pobre al
mundo. Eso es lo que he querido decir
con que es suficiente recompensa verte
viva.
—¡Te he tratado como una basura!
—dijo, conmovida—. ¿Cómo puedes
decir eso?
Él tragó saliva. Le dolían las
piernas, se apoyó bien sobre los talones
y miró los ojos conmovidos y confusos
de la muchacha. Volvió a bajar la mirada
y empezó a incorporarse, sin decir
palabra. Eufemia se inclinó hacia
adelante y lo cogió del brazo.
—¡No, tienes que explicarme lo que
has querido decir! —le dijo—. ¡No
puedes decir una cosa así y luego
esconderte otra vez dentro de tu
caparazón!
—Excelentísima Eufemia..., te lo
ruego..., créeme que te tengo en la más
elevada
estima
y
que
estoy
absolutamente satisfecho de haber
estado al servicio de tu discreción. No
obstante, tú te debes a tu padre y yo a mi
sagrada
protectora
la
Augusta;
cualquier...
acercamiento...
entre
nosotros debe necesariamente terminar.
Has devuelto los archivos; yo tengo otro
trabajo. Sería mejor si aceptaras mi
aprecio y no pidieras más explicaciones.
—Hablas igual que Narsés —repuso
con furia—. Recitáis la jerga de las
cartas oficiales, cerráis vuestros
pensamientos en un cofre y enterráis la
llave.
—Yo admiro a Narsés más de lo que
he admirado a nadie —replicó con
frialdad.
—Oh, sois de la misma raza, tú y él
—le dijo con amargura, mientras se
alejaba
de
él—.
Infinitamente
admirable:
valiente,
brillante,
inalcanzable. Deberías hacerte castrar
como él. Entonces realmente serías
inalcanzable. Te amo. Me di cuenta de
que te amaba cuando te fuiste a Tracia,
pero ya estaba enamorada mucho antes.
Ahí lo tienes: te lo he dicho. Te
horroriza, ¿verdad?
Él cerró los ojos; sentía cómo se iba
encogiendo,
con
los
hombros
encorvados y la cabeza gacha. Sin
levantar la mirada, percibía la postura
de Eufemia en la silla, reclinada hacia
adelante, asiendo el brazo de la silla: se
daba cuenta de la figura y el calor de su
cuerpo; percibía su aliento entrecortado
y sus piernas cruzadas debajo, tensa
después de la confesión. Sus palabras
parecían haberse transformado en algo
material, en algo hiriente, dentro de su
pecho, que le impedía sacar el aire de
los pulmones.
Ella se reclinó en el respaldo de la
silla.
—Te horroriza —repitió, con una
mezcla de angustia y de ternura.
El movió la cabeza y la miró.
—No del modo que tú crees —
susurró—.
Narsés
me
aconsejó
apartarme de ti. Mi madre te podría
castigar, me dijo, si sólo pensara que te
amo.
No había querido decirlo; por un
instante no estuvo muy seguro de no
haber dicho «prima». Pero ella abrió los
ojos como platos, las pupilas contraídas
por la sorpresa, tratando de asimilarlo.
—Tu madre... —exclamó después de
un largo silencio, con la voz disonante y
nasal que le oyó la primera vez que
habló con ella.
—Mi prima, quiero decir —se
corrigió rápidamente—. La Augusta.
—No es eso lo que has querido
decir, en absoluto. Tu madre. Ahora lo
veo claro. De ahí todos los favores.
¡Madre de Dios, hasta te pareces a ella!
Narsés está absolutamente en lo cierto,
como siempre, y a mí me castigarían
sólo por mirarte de reojo. —Con un
amargo sarcasmo, agregó—: A una chica
como yo no se le permite enamorarse
del precioso bastardo de la emperatriz
Teodora. ¡Y tú, por supuesto, harás
exactamente lo que tu querida madre te
dice que hagas!
—Tú haces lo que tu padre te
aconseja —señaló, confundido por el
cambio brusco.
—¡Ella destruyó a mi padre, esa
prostituta, cruel como un tirano! ¡Lo hizo
azotar como a un esclavo y encadenar y
morir de hambre como un perro, por
nada, por una de sus mentiras! ¡Y me
utilizó para ayudarla! —Apretó los
dientes y se irguió cuan alta era—.
Tienes toda la razón. Cualquier
acercamiento entre nosotros ha llegado a
su fin.
Él se puso de pie lentamente.
—Entonces estamos de acuerdo —
dijo lentamente empezando a sentir
pánico. Pensó: «¡Dios mío! El secreto
de mi madre lo he puesto en las manos
de su enemigo»—. Dices que me estabas
agradecida —le rogó suplicante—.
Déjame pedirte que no incluyas esta
conversación en tu carta semanal a
Egipto.
Ella se ruborizó.
—¿Qué te crees que soy, una
prostituta como tu... protectora? —Se
levantó de un salto sin apartar la mirada
de él y retomó el aliento con un sollozo
—. Lo siento. He dicho algo
imperdonable, como siempre, y, a
cambio, tú has sido más que generoso,
como siempre. Lo siento, lo siento, lo
siento. Y... y por supuesto, no has dicho
nada que no debieras haber dicho; yo no
he oído nada. Separémonos con... con
aprecio,
como
amigos.
—Aún
ruborizada, con los ojos brillantes por
las lágrimas, extendió la mano hacia
Juan.
Él se la estrechó con delicadeza; la
sentía temblorosa en su mano.
—Lo siento. Ojalá... —Juan se
detuvo y se quedó un instante
sosteniéndola la mano y mirándole a la
cara, sintiendo que estaban por un
momento en medio de un mar tormentoso
y oscuro. Inclinó la cabeza y le besó la
mano—. Estimada Eufemia, ¡salud! —
susurró.
—Salud —respondió ella, retirando
la mano. Suspiró hondamente; cogió el
manto y se marchó.
Se sentó en su escritorio, con la
mente en un caos tal, que pasaron varios
minutos antes de que pudiera elaborar un
pensamiento coherente. «¿Qué hago yo
aquí, en esta ciudad que odio, viviendo
una mentira, rechazando el amor? ¿A
cambio de qué? De nada que yo
apetezca. Yo sería feliz...»
Se dio cuenta de que nunca se había
detenido a pensar con qué sería feliz.
Pensó desesperanzado:
«Aquí no tengo personalidad ni
independencia. Hago, "por supuesto", lo
que mi madre me dice. Pero ¿qué
alternativa tengo? Podría buscar un
trabajo, aunque simplemente fuera
desapareciendo de esta ciudad y
volviendo a Bostra: el bastardo de
Diodoro vuelve a casa, de ningún modo
más sabio. Sería duro volver a ser
escriba municipal, pero me podría
acostumbrar. Siendo más realista, sin
embargo, podría apelar a Narsés, o a
otros de las oficinas, ser degradado y
escapar de esta ciudad llena de
mentiras, donde pueda elegir mi propia
vida. Pero ¿qué familia tengo, aparte de
Teodora? He querido complacerla, para
tener una familia. Me debo a ella,
porque no tengo a nadie más.
»¿Y Eufemia? Es imposible: ella
misma ha visto que es imposible.
Demasiado ha ocurrido entre nuestros
padres; nuestras lealtades van en
direcciones opuestas.
»Pero quiero irme de aquí, de esta
ciudad terrible que me oprime... Sí, eso
es lo que quiero. Tener un cargo en el
este, quizás, y hacer algo útil con mi
propia gente. Si Teodora me lo
permitiera.»
La puerta de la oficina se abrió y
Artabanes entró, trayendo otro montón
de libros de contabilidad. Se quedó
mirando a Juan, sorprendido.
—¿Qué pasa? —preguntó Artabanes.
Juan suspiró y dejó un lugar libre en
su escritorio.
—Sólo estaba pensando en cuánto
odio Constantinopla.
—¿Tú también? —Artabanes sonrió
y dejó los documentos—. Tan pronto
como haya transcurrido un año desde mi
casamiento, me iré al este, aunque sólo
sea para reorganizar las defensas
fronterizas y fastidiar a los persas si
quiebran la tregua. Tú serías el hombre
perfecto para acompañarme.
—¿Mejor que un armenio? —
preguntó Juan, intentando sonreír.
Artabanes se sonrojó.
—La mayoría de los armenios no
hablan árabe. No, tú podrías explicarme
cómo se hace el trabajo de oficina. A
propósito, quería que me explicaras
esto. ¡Podríamos compartir el mando del
este!
—Es sugerente —dijo Juan,
sonriendo con mayor naturalidad—.
Acepto el trabajo.
Artabanes volvió a sonreír y se
desperezó.
—¡Dios quiera que sea pronto! Dios
mío, ojalá hubiera prostitutas en esta
ciudad.
Tu
sagrada
protectora
indudablemente está complaciendo a
Dios al extirpar ese comercio de aquí,
pero es difícil para un hombre que
quiere casarse y tiene que esperar.
El matrimonio de Artabanes con
Praejecta no se realizó nunca. Una noche
de finales de agosto, el conde de la
guardia personal golpeó la puerta de
Juan y pidió ser recibido de inmediato.
Juan estaba en los sudatorios de la
casa de baños cuando Jacobo anunció la
llegada de Artabanes. Estaba a punto de
indicar que se ocuparan de Artabanes
hasta que él llegara, cuando el conde en
persona entró en las termas con la
armadura puesta.
—Necesito hablar contigo —le dijo
a Juan—. ¿Puedo acompañarte?
Juan se puso de prisa una toalla
alrededor de la cintura.
—Por supuesto... aunque ya iba a
salir.
—¡Oh, me podría dar un baño! —
exclamó Artabanes y empezó a quitarse
la armadura.
—Jacobo, tráele todo al conde
Artabanes. Pon la cota de malla en algún
lugar seco —ordenó Juan, sintiéndose
impotente. Artabanes se desvistió con el
descuido de un hombre acostumbrado a
vivir en cuarteles atestados de gente. Su
cuerpo era mucho más pálido que su
cara, velludo y marcado de cicatrices.
Hizo sentirse a Juan como una babosa de
escritorio.
Artabanes se dejó caer en el banco
enfrente de Juan, agarrándose de las
rodillas con sus enormes manos
cuadradas.
—Necesito pedirte un favor. Tú
tienes cierta influencia sobre la Augusta,
¿verdad?
Juan sintió que su corazón se
ahogaba.
—Su Sacra Majestad ha sido lo
suficientemente generosa como para
favorecerme —dijo con prudencia—.
Yo no diría que puedo influir en lo que
ella hace.
Artabanes hizo un gesto de
impaciencia, como pasando por alto la
evasiva.
—Sus sirvientes te dejarán entrar
para verla, no obstante; eso es más de lo
que la mayoría podría pretender.
¿Podrías hablarle en mi nombre? Ha
ocurrido algo espantoso. Mi esposa se
ha presentado y dice que va a apelar a la
Augusta.
—¿Tu esposa? —preguntó Juan,
mirándolo atónito—. Creía que te ibas a
casar con...
—¡Claro que pretendo casarme con
Praejecta! Pero me casaron con Shirin
en Armenia cuando tenía quince años.
—No entiendo nada —exclamó Juan
—. ¿Cómo puedes querer casarte con la
sobrina del emperador cuando ya estás
casado?
Artabanes golpeó el banco.
—No estoy casado con Shirin, al
menos no lo estoy según una
interpretación razonable de lo que es un
matrimonio. ¡Eso lo decidieron nuestras
familias! Yo era sólo un niño y lo
consentí, pero nunca funcionó. Es una
idiota. Odiaba dormir conmigo..., se
limitaba a yacer como una oveja presta
para el sacrificio. Se creía que yo debía
trabajar toda mi vida en el campo como
un esclavo, con ella a mi lado, sin decir
más que tres palabras al día; que ése era
nuestro destino y que debíamos
soportarlo. Es sucia y haragana. Me
enrolé en el ejército después de nueve
meses de estar con ella, contento de
salir de allí. No la he visto desde
entonces; en algún momento acaricié la
idea de que hubiera muerto. Bueno, pues
no, no ha muerto. Se ha enterado de que
soy conde y ha venido a ocupar su lugar
como gran dama y esposa. Ha llegado
esta mañana a la Puerta de Bronce,
descalza y apestando, y ha preguntado
por mí... Apenas habla griego, pero se
ha presentado diciendo directamente «el
conde de la guardia personal, mi
esposo». Le he dicho que le concedería
el divorcio y una pensión generosa, pero
no lo acepta. Es mi esposa, dice, y eso
es todo. Apelará a la Augusta, que
protege a las «pobres mujeres» (ésa es
otra de sus frases en griego, las «pobres
mujeres»). Y tú y yo sabemos que es
cierto, que la Augusta siempre escucha a
cualquier mujerzuela que vaya a
quejarse de que un marido o un chulo la
ha maltratado. ¡Y no estoy diciendo nada
en contra de la Augusta! Estoy seguro de
que es muy caritativo defender a las
mujeres pobres que han sido
maltratadas. Pero Shirin no tiene nada
que reclamarme y la Augusta no siempre
escucha las dos versiones de la misma
historia. Si pudieras plantearle mi caso,
Juan, lo recordaría con gratitud el resto
de mi vida.
—¿No sería mejor que le plantearas
tú mismo el caso? —sugirió Juan—.
Después de todo, yo no sé mucho de
esto.
—Te he contado todo lo que hay que
saber. Fui casado con una mujer por mi
padre; no congeniamos; no hubo hijos;
me fui; no la he visto personalmente
desde hace veinte años. Si esto no es
motivo de divorcio, ¿qué, entonces?
Pero es probable que Su Sacra Majestad
no me reciba a mí para decir esto y
aunque me recibiera, nadie me
escucharía. A ti, en cambio, podría
escucharte si fueras en nombre de un
amigo.
—Iré, por supuesto —replicó Juan,
incómodo—. Pero...
—¡Gracias! ¡Sabía que podrías
ayudarme! —Artabanes se reclinó
contra la pared del baño y se pasó una
mano por el pelo, con una ancha sonrisa
de alivio.
—Pues... sí que es mala suerte —
continuó Juan.
—¡La peor posible! —coincidió
Artabanes—. Si ella hubiera esperado
unos pocos meses, yo estaría casado con
Praejecta y ahora me reiría en su cara.
—No es eso lo que he querido decir
—le atajó secamente Juan—. La familia
de Praejecta es muy conservadora. No
les gustará que tú hayas estado casado
antes, ni que no se lo hayas contado.
—Praejecta no es virgen —señaló
Artabanes.
—Ella enviudó, y eso es sabido de
todos —admitió Juan con acritud—. Tú
tienes una esposa abandonada que acaba
de aparecer a tu puerta. Puedes decirle a
todo el mundo que no es culpa tuya, pero
no queda muy bien y no es una muy
buena recomendación para la posición
de un sobrino del emperador. Aun si tu
esposa no tiene éxito en su apelación
ante la Serena Augusta, te puedes
encontrar con que tu matrimonio se
suspenda. Yo te sugeriría que fueras a
explicar la situación a Praejecta y a su
familia inmediatamente.
—Iré ahora mismo —dijo Artabanes
muy serio—. Sólo permíteme lavarme.
—Avanzó directamente al baño, se
sumergió y salió, sacudiéndose el agua
como un perro—. Con todo, Praejecta
entenderá; ella sabe que la amo. Se lo he
jurado muchas veces, y nadie podrá
creer que yo haya amado alguna vez a
una criatura como Shirin. —Buscó a su
alrededor una toalla; Juan le alcanzó la
suya, la única que tenía a mano, y llamó
a Jacobo.
A la mañana siguiente Juan fue al
palacio Dafne y pidió una audiencia con
Teodora.
Había visto a la emperatriz varias
veces durante el verano: había dispuesto
escoltas para que ella fuera y volviera
de sus palacios de verano; había ido a
sus cenas, a las de su hermana, a las de
sus amigos; la había acompañado a las
carreras y se había sentado cerca de ella
en el palco imperial. Había sido
invitado de honor en el casamiento de su
nieto, su sobrino, con la hija de
Belisario (que fue un acontecimiento
más tranquilo de lo que la emperatriz
hubiera deseado, al estar los padres de
la novia aún en Italia). Pero no la había
visto en privado desde que ella le
otorgara el rango que ostentaba.
El eunuco que llevaba el registro de
audiencias lo reconoció inmediatamente
y lo acompañó con sonrisas a una
antesala privada antes de ir a informar a
la emperatriz de su llegada. Juan
recordó por un instante y como en un
sueño la primera vez que pidió
audiencia: la extrañeza ante todas las
cosas que ahora le resultaban tan
familiares. Caminaba con impaciencia
por la sala de espera. Tenía a su cargo
mandar una escolta para más tarde esa
misma mañana y llevaba sobre los
hombros su cota de malla y la espada
que le incomodaban con su peso.
Pensó por centésima vez desde que
el armenio le había explicado la
situación que Artabanes debería haberle
dicho a alguien que estaba casado. No
podía culparlo de querer el divorcio,
pero debería haber hecho algo para
formalizarlo hace años y no sólo haber
abandonado y olvidado a su mujer como
un zapato usado. Con todo, siendo su
amigo, como lo era, y habiéndole pedido
que hablara con la emperatriz en su
nombre, lo menos que podía hacer era
plantearle su caso.
El chambelán Eusebio apareció en la
puerta.
—Está a punto de terminar su
desayuno. Te recibirá enseguida —dijo
a Juan con una sonrisa.
Teodora estaba reclinada en su
triclinio a la luz del sol en el salón del
desayuno, escuchando a uno de los
eunucos que le leía una carta. Aunque su
salud no había mejorado desde el
verano
pasado,
tampoco
había
empeorado. Estaba delgada y demacrada
y con algunas canas de más, pero dirigió
a Juan una sonrisa radiante al verlo y le
tendió los brazos.
—No te inclines —le ordenó
mientras se le acercaba; le cogió las
manos y se las besó.
Sorprendido por tal expresión de
ternura, se quedó un momento
sosteniéndoselas mientras contemplaba
aquel rostro demacrado y ensombrecido
que le sonreía.
—¡Vaya, qué aspecto tan militar! —
Ella se acomodó en el triclinio,
haciéndole a Juan un lugar para que se
sentara a su lado; él tomó asiento frente
a ella, reclinándose sobre el
apoyabrazos—. Veamos si puedo
adivinar a qué has venido —le musitó,
con un brillo especial en los ojos—. ¿La
hermosísima Praejecta?
El sonrió.
—No exactamente. Estoy aquí en
nombre de mi amigo el conde Artabanes.
La emperatriz se echó a reír.
—¡En nombre de Artabanes! Eso
está muy bien. Vi a su esposa ayer
mismo.
Él la miró atónito.
—¿Cómo, ya la has visto?
—Así es. —Teodora sonrió—.
Apareció ayer por la tarde, pidiendo
verme. Al principio no lo podía creer;
parecía demasiado bonito para ser
cierto. Pero la hice pasar e interrogar, y
no hay duda. Es su esposa, y tiene cartas
para probarlo. ¡Eso pone un límite a las
ambiciones de Artabanes!
Juan titubeó.
—Yo... yo no apruebo la manera en
que Artabanes trató a su esposa, pero
era un muchacho cuando lo casaron con
ella; ese matrimonio nunca funcionó; no
la ha visto desde hace aproximadamente
veinte años. Está muy enamorado de
Praejecta, por lo que esto supone un
verdadero golpe para él.
Teodora suspiró.
—¡Claro que lo es! —Volvió a
sonreír a Juan—. Y estoy segura de que
está muy enamorado de la idea de ser el
sobrino de Pedro. ¿Qué opinas de
Praejecta, entonces?
—Sólo la he visto una vez.
Artabanes nos presentó. ¿Está muy
afligida?
—¡Está furiosa! —dijo Teodora con
gusto—.
De
todos
modos,
sorprendentemente, aún quiere casarse
con ese sucio intrigante. Pero yo creo
que se la podría persuadir de que
cambiara de idea. —Dirigió a Juan una
mirada escrutadora.
«¿En qué diablos estará pensando?»,
se preguntaba Juan. Se pasó la lengua
por los labios y volvió a intentarlo.
—Artabanes
quería
que
yo
intercediera por él ante ti y que te
contara su versión de los hechos.
—¿Ah, sí? No estoy muy segura de
querer oír esa historia. ¿Te das cuenta de
que la pobre mujer ha andado gran parte
del camino desde Armenia? Su familia
no la iba a apoyar en su reclamación
ante su marido, así que ensilló su mula y
se puso en marcha. Tuvo que venderla
en el camino para poder comer; ha
dormido en pajares y se ha alimentado
de pan. Cuando su marido la vio, intentó
fingir que no sabía quién era. ¡Ahora
deseará no haberla conocido!
Juan se quedó de piedra por un
momento, luego dijo titubeando:
—El me ha dicho que le ha ofrecido
el divorcio y una generosa pensión.
—Eso es lo que le ha ofrecido para
hacer que se vaya. Si se la hubiera
ofrecido hace unos años, le podría tener
alguna simpatía. La pobre muchacha fue
devuelta a la casa de su padre como
mercadería en mal estado cuando él
huyó para enrolarse en el ejército. Ha
vivido durante los últimos veinte años
como una sirvienta en desgracia para su
padre. Peor que una sirvienta: está
casada y no puede volver a casarse. Es
pobre y la han maltratado y despreciado.
Todos la culpan de lo que Artabanes le
hizo. El tuvo grandes oportunidades,
luchó, fue tras prostitutas en Cartago, se
ganó un ascenso y se hizo rico y
poderoso. Bien, no se divorció de ella
cuando se enroló en el ejército y ni
siquiera fue a verificar si ella aún vivía
cuando le propuso matrimonio a
Praejecta. Ahora le toca a ella. El puede
recuperarla y tratarla con el honor que
ella se merece y si no lo hace, tendrá
que vérselas conmigo. Querría ver que
la tratan bien, aun cuando no estuviera
contenta de saber que Praejecta queda
libre para ti.
—¿Para mí? ¿Qué quieres decir?
Ella se echó a reír.
—¡Oh, mi casto Hipólito! ¿Por qué
no para ti? Tiene más o menos tu edad,
es una rica viuda joven, aceptablemente
bonita, no estúpida... y sobrina de
Pedro.. Yo la quería para ti desde antes,
pero Pedro insistió que Artabanes la
salvó cuando su esposo fue asesinado;
que ella amaba a Artabanes y que
Artabanes debía ser su marido. Bien,
Artabanes no está en condiciones de
casarse con nadie, pero tú sí, sin duda.
Deberías ir a hablar con ella. Está
profundamente
decepcionada
con
Artabanes y se siente insultada porque él
la iba a convertir en poco más que una
amante. Podrías aparecer como un
amigo que quiere consolarla (debes ser
cariñoso con ella, escucharla) y dejar
que se fije en ti. Puedo hacer que Pedro
apruebe el matrimonio si ella lo desea.
La verdad es que nunca estuvo realmente
enamorada de Artabanes: ocurría que
era un hombre apuesto y que ella le
estaba muy agradecida por haberla
rescatado. La muchacha realmente
quiere volver a casarse y sabe que le
será difícil. Sabe que en el pasado me
he opuesto a algunos de sus
pretendientes; sabe que no le he querido
dar a nadie más ese poder. Bien, ahora
hago una excepción y aquí estás tú, un
conde, patricio, apuesto, un joven muy
capaz, cuyas perspectivas son evidentes
para cualquiera que se tome el tiempo
de sopesarlas. Ella aceptará. Sé cortés y
respetuoso, dale una dosis de halagos, y
ella aceptará.
—Pero yo no quiero casarme con
ella —replicó Juan estúpidamente.
—¿Estás enamorado de otra? —le
preguntó, alarmada.
Él pensó dolorosamente en Eufemia
y apartó el pensamiento.
—No, pero...
—¡Entonces no seas ridículo! ¡Es la
sobrina de Pedro!
—Pero... pero se iba a casar con mi
amigo
—dijo
Juan,
intentando
desesperadamente vencer el sentimiento
de pánico que le invadía—. Sería
vergonzoso que yo abusara de mi
posición de amigo para ocupar su lugar.
—¡Mi muy querido niño inocente y
con escrúpulos! —Teodora le tomó la
mano y levantó la mirada sonriéndole a
dos palmos de la cara—. No hay tal
lugar. Está casado, y no sería el
prometido de Praejecta aunque tú nunca
hubieras nacido. Si realmente es amigo
tuyo, debería estar encantado de que
seas tú y no otro el preferido.
Juan, que no se daba cuenta de lo
que hacía, retiró su mano. «Praejecta —
pensó—, la sobrina del emperador. Una
heredera de Justiniano.»
«Teodora quiere que yo herede el
imperio», pensó.
Tan pronto como ese pensamiento
tomó forma, se dio cuenta de que lo
sabía desde hacía mucho tiempo. Éste
era el destino al cual ella lo había
estado conduciendo; ésta era la
revelación que lo había perseguido en
sus sueños. Ahora todo había cambiado
para él; lo veía claramente y el pánico
desapareció en una fría claridad.
—No —dijo, desesperado—. No
estoy dispuesto. No puedo.
La sonrisa de Teodora se había
transformado en una mirada de
impaciencia.
—¿Qué es lo que no puedes? ¿Amar
a una mujer? Deberías probar; estoy
segura de que te darás cuenta de que
eres tan capaz como cualquier otro.
—No es eso. No puedo ser
emperador. No soy el prometido de
Praejecta. Búscame a alguien que esté
más cerca de mi rango.
La mirada de impaciencia se
transformó en disgusto.
—No seas ridículo. Tu rango es lo
que tú quieras y lo que quiera yo. El
abuelo de Praejecta era un campesino.
Tú eres patricio y conde; eso es lo más
alto a lo que puede llegar el rango.
—No estoy dispuesto —repitió,
silabeando dolorosamente y con
precisión las palabras—. Hay otros que
han crecido esperando el peso de la
púrpura: Germano y sus hijos, los
hermanos de Praejecta, todos ellos la
desean, y el Senado preferiría a
cualquiera de ellos antes que a mí. Aun
en el caso de que yo fuera legítimo,
sería un advenedizo. Tendría que
abrirme camino hacia la dignidad
imperial por encima de sus cabezas, y
no tengo la intención de luchar de ese
modo. Y no podría hacerlo ni aunque los
demás estuvieran muertos. ¡Santo Dios!
¡El imperio de los romanos, todo el
Oriente, Asia, Egipto, África, Italia,
Tracia! ¡Dios mío, ten piedad! ¿Y todo
eso, gobernado por alguien como yo, por
el bastardo de Diodoro?
—¡Mi bastardo! —sentenció la
emperatriz con rabia mal disimulada—.
¡No su bastardo, el mío! Yo lo gobierno
todo; ¿por qué no tú? Eres más capaz
que cualquiera de los otros: más
inteligente que los hijos de Germano,
más valiente y más paciente que los de
Vigilancia. ¡Mírame! Te lo diré a la
cara: tú puedes tenerlo todo, la púrpura,
la diadema y el título de Augusto.
Puedes hacerlo, es posible y está a tu
alcance.
—¡No lo quiero! No sabría qué
hacer con ello. No. No es para mí; me
destruiría si lo intentara. No.
Le soltó una bofetada en plena cara.
—¿Qué clase de palabras son ésas?
Uno de sus anillos le desgarró la
mejilla; maquinalmente se llevó la mano
a la herida sangrante.
—No lo quiero. El poder supremo
pesa demasiado. Yo no sabría
desempeñarlo bien. Y hay demasiadas
personas que lo desean, y que lo desean
muchísimo. Yo no podría pelear por él.
No. No me casaré con Praejecta; no
quiero intentar nada por obtener la
púrpura imperial.
Ella exhaló un profundo suspiro.
—¡Esto es lo que ha hecho tu padre
de ti! Sé que tienes valor; eso quedó
confirmado
suficientemente
en
Nicópolis y en los disturbios pasados.
¡No dejes que tu padre y su maldita
respetabilidad te conviertan ahora en un
cobarde!
—Tú fuiste quien me abandonó y me
dejó con él —le dijo Juan sin alterarse.
Ella lo volvió a golpear, luego se
alejó al otro rincón del triclinio,
jadeando y llevándose una mano al
costado.
—¡Lo siento! —susurró, abatido—.
Pero yo soy lo que soy: probablemente
un cobarde, temeroso, por cierto, de
tocar la mitad de lo que el mundo me
ofrece, malditamente respetable... como
mi padre. Pero yo soy también su
bastardo, tanto como el tuyo. No lo
puedo evitar, y es muy tarde para
cambiar. No quiero la púrpura y no daré
ningún paso para competir por ella.
La emperatriz se inclinó hacia
adelante y le agarró el manto.
—Yo te he dado esto —le dijo,
amenazándolo con el puño cerrado—.
Te he conseguido la posición que ahora
ostentas. ¿Quieres devolvérmela, ya que
no te gusta el poder?
—Puedes hacer lo que quieras —
replicó él—. Nunca te pedí el manto ni
esta posición. Envíame lejos si quieres.
Mándame de vuelta a Bostra. No le
diré a nadie dónde he estado. Podría
vivir más tranquilo que con la púrpura.
—¡Oh, Dios! —Le golpeó el hombro
con el puño. El golpe, sin hacerle daño,
resonó en la cota de malla. Ella retiró la
mano y se la acarició, con mirada
sorprendida—. ¡Eres intratable! ¡Fuera
de aquí! ¡A cualquiera que me insultara
así lo haría matar! ¡Fuera!
Se levantó, pálido pero firme, e hizo
la reverencia completa antes de pasar al
lado de los eunucos horrorizados y de
volver a sus habitaciones dando tumbos.
Dijo a las tropas que estaba enfermo
y buscó un pretexto para no ir con la
escolta; en cambio, volvió a sus lujosos
aposentos y se tumbó en la cama, sin
quitarse la armadura. Podía oír a los
esclavos que trajinaban por la casa; de
la parte de atrás, en el campo de
instrucciones, llegaban los gritos de
algunos de sus hombres que se batían en
un duelo. Sin prestar atención a todo
eso, se preguntaba:
«¿Realmente soportaría volver a
Bostra? ¿Volver a ser un escriba,
después de tener tanta autoridad?
¿Volver a una habitación y al desprecio
de la gente, después del lujo y del
poder?
»Sí, sería más fácil que asumir la
púrpura. Supongo que soy un cobarde.
Quizás Eufemia tenía razón; debería
haber sido eunuco. Es cierto que no
sirvo para el amor y me estoy
descalificando también para el poder; ni
el ilustrísimo Narsés llegó tan lejos.
"Hay eunucos que nacieron así del seno
materno, y hay eunucos hechos por los
hombres, y hay eunucos que se hicieron
tales a sí mismos por el reino de los
cielos. " Sólo que no es por el reino de
los cielos, es por miedo. No estoy
dispuesto a llevar ese color, y lo temo.
No hay nada en eso que yo pueda
reconocer en mí. Ella espera demasiado
de mí.
»No, la he defraudado.»
Se echó de espaldas, con la mirada
perdida en el techo, agotado y
descompuesto. Después de un rato
Jacobo golpeó la puerta y le anunció que
Artabanes quería verle.
—Dale mis saludos —respondió
Juan sin levantarse—. Dile que mi
encuentro con la Augusta no ha tenido
éxito, que he discutido con ella y que
tendrá que aceptar nuevamente a su
esposa. Y dile que no me siento bien y
que lo veré mañana.
Jacobo salió. Aproximadamente
media hora después volvió a llamar a la
puerta.
—No lo recibiré —se adelantó Juan
con impaciencia—. Dile que mañana sí.
—Es el ilustrísimo Narsés esta vez,
señor —le anunció Jacobo.
Juan se incorporó.
—Dile que pase.
Narsés entró al instante; debía de
estar al lado de Jacobo. Sonrió y echó
un vistazo a la habitación, y parecía
pequeño e imperturbable envuelto en su
manto blanco y púrpura. Luego hizo un
gesto con la cabeza a Jacobo, que
esperaba al lado de la puerta.
—Procura que no nos molesten, por
favor —le ordenó, y se sentó sobre el
baúl. Jacobo se inclinó y cerró la puerta.
—Eres la única persona a quien
quiero ver en este preciso instante —
dijo Juan.
Narsés dibujó su enigmática sonrisa.
—¿Aunque me haya enviado la
Augusta?
—Pensé que lo haría. ¿Qué te ha
mandado que me digas?
El eunuco suspiró, clavando la
mirada en Juan por un instante.
—He de explicarte sus intenciones.
—Creo que las entiendo bien. ¿Te
contó cuáles eran?
—Claro que sí. Hace tiempo, en
realidad. Le dije entonces cuáles serían
las probables consecuencias, pero
rehusó escucharme; ella tiene grandes
ambiciones para ti, pero no estoy seguro
de que las entiendas. Sabes cuáles son,
pero ésa es otra cuestión.
Juan permaneció inmóvil un
momento con los brazos en las rodillas,
retorciéndose
los
dedos
con
nerviosismo.
—Muy bien, explícalas —dijo
finalmente.
Narsés titubeó, luego juntó las
manos formando con ellas una cúpula.
—¿Cuánto te contó ella de su
pasado?
—No mucho. Un poco acerca de la
muerte de su padre. Y que el padre de...
mi hermana era un auriga llamado
Constantino y que fue abandonada por
uno de sus amantes en Cirene. Poco más
o menos, eso es todo.
—Más de lo que suele decir. Su
madre murió cuando ella tenía diez
años. Teodora ya estaba en el escenario,
actuando con su hermana Komito en unas
pantomimas. Cierto caballero rico de la
ciudad se interesó por ella y le ofreció a
su padrastro algo de dinero a cambio de
sus servicios; su padrastro aceptó y la
obligó a golpes a que aceptara. Al
caballero en realidad le gustaban los
niños y abusaba de ella como de los
demás. La mantuvo por un par de años y
luego la devolvió a la escena, cuando su
cuerpo empezaba a cambiar. Siempre ha
insistido en que él fue bueno con ella y
probablemente lo fuera. Pero desde
entonces, cuando ha encontrado a un
hombre rico acusado de abusar de niños,
lo ha hecho castigar con la máxima
severidad.
»En general se espera que una actriz
cómica
quiera
prostituirse
ocasionalmente, y eso es lo que hizo
Teodora. Sin embargo, algunas de las
historias que se cuentan sobre ella son
bastante absurdas: nunca se acostó con
la décima parte de los hombres con los
que se dice que se acostó y obviamente
prefería ser mantenida por un hombre.
Lo cual no la salvó del desprecio, los
abusos y eventuales malos tratos
atroces.
«Imagínatela, si quieres, como una
muchacha de diecisiete años que ha
aprendido a reír cuando su amante la
golpea, porque debe hacerlo, si quiere
alimentar al niño que tiene en la casa. Si
ahora disfruta del poder y lo usa con
demasiada libertad, es porque para ella
el poder es la única alternativa a ser
débil y a que la maltraten; es la
posibilidad de vengar las heridas que
recibió y de proteger al débil y de
humillar al fuerte. ¿Puedes entender
esto?
Juan guardó silencio largo rato.
—Lo entiendo —dijo finalmente—.
Pero no es la única alternativa.
—Entonces me crees. Tú, más que la
mayoría de los hombres, quieres lograr
el dominio sobre tus propias acciones.
Que te den responsabilidad sobre los
demás simplemente constituye una
amenaza a eso.
—¡Jamás he tenido control sobre
mis propias acciones! ¡Siempre, toda mi
vida, he hecho lo que otros me decían!
—Sabes perfectamente qué quiero
decir
—continuó
Narsés
con
impaciencia—. Un hombre puede ser un
esclavo a las órdenes de otro y reservar
para sí un absoluto dominio sobre su
propia alma. Eso es lo que yo he
querido siempre, y eso es lo que tú
quieres. Cada responsabilidad que has
aceptado desde que llegaste a esta
ciudad la has tomado con la confianza
de que la podías abandonar si te veías
obligado a hacerlo, que no estabas atado
a nada. El matrimonio o la púrpura te
atarían, por eso no los aceptas.
—Porque le temo al poder. Soy un
cobarde.
—¡Mi querido amigo! Pensé que
habíamos probado algo en Nicópolis.
—Yo estaba muerto de miedo en
Nicópolis y ahora también. Narsés, no la
quiero. Pienso que probablemente me
destruiría en una lucha por la púrpura y,
aunque la pudiera tener sin esfuerzo, no
la querría.
—¿Por qué deberías quererla? —
preguntó Narsés—. No es cierto que
todo el mundo quiera el poder; hay al
menos tanta gente ansiosa por evitar la
autoridad como por conseguirla. La
postura ante el poder supremo es
peligrosa, y puede consumir todo lo que
ama quien lo posea y probablemente se
ejerza con frivolidad, con vanidad y con
pesadumbre.
Desearlo
seriamente
requiere un grado de confianza que
pocos hombres poseen, aunque siempre
haya más hombres deseándolo que los
que pueden obtenerlo. Tú no eres ni
implacable ni tienes tanta confianza en ti
mismo. No lo quieres, y sientes que en
una lucha con hombres que lo desean
ardientemente, con toda probabilidad
morirías. Eso no significa que seas débil
ni tonto ni cobarde.
Juan miró al eunuco con alivio.
—Gracias.
—No he terminado. La Augusta me
ha ordenado que te explicara su
posición, no mis propias opiniones.
Podrás no querer el poder, pero eso ella
no lo puede entender. Le resulta difícil
de creer que alguien rechace el poder, si
no es por cobardía o por corrupción, lo
cual evidentemente no es tu caso. Culpa
a tu padre por haberte puesto
demasiados frenos y espera que cambies
de opinión. Sabes, supongo, que ella
lamenta amargamente no haber tenido
hijos de su marido.
—Yo..., es decir, nunca lo mencionó.
Narsés sonrió brevemente.
—No. Aunque no te lo haya dicho,
se ha afligido mucho por eso. Y está
enojada de que la sucesión sea para
Germano y sus hijos. Ha hecho todo lo
que ha podido para estorbar las
ambiciones de Germano y su familia y
para darle herederos al emperador,
vinieran de donde vinieran. Favoreció al
hijo de Vigilancia, la hermana del
emperador, y lo casó con su sobrina, la
hija de Komito; intentó asegurarse con el
matrimonio entre la hija de Belisario y
su propio nieto. Pero sabe que
lamentablemente sus candidatos no
tienen más mérito que los de Germano.
Entonces apareciste tú. Al principio ella
no estaba segura; aunque quería
favorecerte, dudaba de tu capacidad. Te
puso en mis manos; yo estaba contento
de tu eficiencia y ella empezó a abrigar
alguna esperanza. Te destacaste en la
batalla; ella se alegró muchísimo. Por
fin, pensó que tenía un caballo para
superar a sus rivales, un potrillo árabe
que podría correr la carrera. Ahora ha
descubierto que éste perversamente no
quiere correr.
—No soy ningún caballo —dijo
Juan.
Narsés sonrió.
—No. Y la competencia por el
imperio no es una carrera. Ésas fueron
las palabras que empleó hace unos
instantes. Permíteme repetir su posición
de un modo en que ambos nos
entendamos mejor. El imperio es el más
grande del mundo, pero su gobierno es
delicado, caótico y corrupto. Es como
un carro con los caballos desbocados y
la mitad de las riendas rotas. El hombre
que lo conduzca debe saber algo más
que arrear a las bestias: tiene que saber
conducir suavemente, porque si no lo
hace, se encontrará con que las riendas
del poder se le quebrarán en las manos y
el estado chocará contra la meta o contra
las tribunas. Yo preferiría verte a ti con
los honores imperiales que a cualquiera
de los demás candidatos.
—¿Qué quieres decir? No puede ser
que creas que yo podría...
—El imperio se las ha visto con
gobernantes incompetentes o aun locos.
Los emperadores no son dioses. Cuando
pienso en los demás jóvenes que aspiran
al trono, coincido con la Augusta en que
tú serías el mejor de todos. El hijo de
Germano, Justino, es un joven amable
pero no muy inteligente, que carece de
paciencia para los detalles y para las
cuestiones administrativas; su reinado
engendraría corrupción. Y el otro
Justino, el hijo de Vigilancia, que era el
favorito de la Augusta hasta que tú
apareciste,
es
inteligente
pero
jactancioso, impetuoso e inestable; ése
pondría en peligro a todo el estado con
guerras inútiles. Tú serías cuidadoso,
prudente y moderado, las cualidades que
nuestro maltratado imperio más necesita.
Que no anheles el poder significa algo
bueno.
—No sigas —replicó Juan con un
hilo de voz—. Narsés, yo no podría. Y
el estado no me quiere: el Senado me
detestaría por ser un advenedizo y la
gente y el ejército preferirían a un
miembro de la casa de Justino. El mismo
emperador desconfía de mí y no me
quiere de heredero. Como te he dicho,
no sobreviviría a una lucha encarnizada
por el rango imperial.
—No sobrevivirías —confirmó
Narsés con voz pausada—, si no te
sientes determinado a ganarla.
Hubo un largo silencio. Juan miraba
al chambelán con estupefacción, sin
poderlo creer. Narsés lo miraba a su vez
sin expresión alguna.
—Si entraras en la disputa por el
trono —continuó por fin Narsés,
pausadamente—,
tendrías
muchas
ventajas sobre tus rivales. La primera es
tu madre, cuya influencia es muy grande.
La segunda es tu conocimiento de la
administración y tu comprensión de lo
que allí sucede que podrías usar para
ganar apoyos. La tercera ventaja
consiste en tus propias habilidades, que
son, creo, mayores que las de tus
rivales. La cuarta, si me permites, es mi
propio apoyo, que no es, por lo demás,
de poca consideración. Si te decidieras
y estuvieras dispuesto a trabajar duro
para conseguir el apoyo del pueblo y del
ejército y de acercarte al Senado,
tendrías una excelente oportunidad de
ganar.
—¿Eso es lo que crees que debo
hacer? —preguntó Juan.
Narsés abrió las manos.
—Te he explicado lo que la Augusta
quiere. Mis propias opiniones no
cuentan ni tienen importancia.
—¡Para mí, sí! Cuando das un
consejo, casi siempre tienes razón. ¿Qué
me aconsejas?
—No es mi función aconsejarte en
esto. He dicho que si pretendieras la
púrpura, te preferiría a ti antes que a los
otros candidatos.
—¡Oh, maldito seas! Eso no es lo
mismo que decir que piensas que
debería pretenderla, y tú lo sabes.
—No —replicó Narsés, sonriendo
—. Pero sería suficiente para hacerme
perder mi rango si el emperador se
enterara.
Juan se quedó en silencio de nuevo
durante unos instantes.
—¿Qué significa trabajar duro para
conseguir
apoyos?
—
preguntó
finalmente—.
¿Intrigar
buscando
lugares, conseguir dinero, sobornar,
hacer favores? ¿Vender influencias,
hacer amigos por el provecho que
pudiera sacar de ellos?
—Todo eso y mucho más. Espero
que fuera posible arreglárselas sin
calumniar, injuriar u oponerse de algún
otro modo, pero no te lo puedo
prometer. También significaría casarte
con Praejecta.
Juan se desplomó hacia atrás contra
la pared, moviendo la cabeza.
—He supuesto que no es
principalmente Praejecta el motivo de tu
negativa —susurró Narsés en voz baja
—. Confiaba en que a Eufemia...
—No hay nada entre Eufemia y yo,
aunque admito que desearía que lo
hubiera. Narsés, no estoy dispuesto a
hacerlo. No podría. No quiero la
púrpura, y no puedo pagar el precio que
tendría que pagar por conseguirla.
Puedes decirle eso a mi madre.
Narsés inclinó la cabeza y la volvió
a levantar.
—Se lo diré.
—¿Qué... qué crees que hará? —
preguntó Juan mientras el eunuco se
levantaba para irse.
Narsés hizo una pausa, con aspecto
apaciblemente sorprendido.
—¿Qué hará? ¿Qué crees que es lo
más probable que haga?
—Despojarme de mi
rango.
Enviarme de vuelta a Bostra. Incluso
meterme en prisión. No lo sé..., está muy
enojada.
Narsés movió la cabeza.
—Desea que alcances el rango más
alto; difícilmente te quitará el que ya
tienes. Aún acaricia sus ambiciones,
pero más allá de ellas te tiene cariño.
Creo que simplemente tratará de
convencerse a sí misma de que
cambiarás de idea. Estás en lo cierto
cuando dices que está muy enojada y
seguramente rehusará verte a menos que
le pidas una audiencia y te disculpes de
rodillas. Pero más que eso... no.
Cualquier cosa que haga la heriría a ella
más que a ti, y lo sabe.
—¡Oh!, Narsés, dile que lo siento. Y
lo siento de verdad, pero no puedo.
Narsés sonrió, luego se inclinó para
darle la mano.
—Lo sé. Yo esperaba que tu
respuesta fuera ésta. No te disculpes por
ser tú y no otro: no tiene ningún sentido,
ni hay ninguna virtud en ello. Mi querido
amigo, ¡salud!
XII - El príncipe de
este mundo
En la primavera siguiente, cuando el
escriba
Diomedes
enseñaba
el
hipódromo a un forastero, Juan pasaba
con un grupo de sirvientes para entrenar
su caballo.
Era una tarde clara y cálida de
principios de mayo y la pista estaba
llena de gente. La multitud se abrió y
dejó pasar al joven que llevaba la túnica
patricia e iba rodeado de sus servidores
armados, que trotaban resplandecientes
por la apisonada tierra bajo el ardiente
sol de la atardecida.
—Yo lo conozco —dijo Diomedes,
frenando su caballo bayo junto a la Gran
Puerta y señalando hacia la pista donde
estaba Juan—. Fue secretario del
ilustrísimo Narsés durante un tiempo.
Tras el ascenso, está totalmente
irreconocible.
El forastero, que acababa de llegar a
la ciudad la semana anterior y esperaba
encontrar trabajo, miraba con interés a
aquel secretario que había llegado tan
alto.
—¿Qué rango tiene ahora?
—Conde de la caballería de la corte
y en consecuencia patricio. Por
supuesto, es un primo lejano de la
sagrada Augusta; inteligente, no cabe
duda, pero los contactos lo pueden todo.
Es de Beirut. Ésa es también tu ciudad
natal, ¿no es cierto, Elthemo?
—No, he vivido allí los últimos dos
años, estudiando derecho. Mi ciudad
natal es Bostra.
—¿Por dónde está eso?
—Es la capital de Arabia —dijo
secamente Elthemo—. Una ciudad muy
bonita.
—¡Ah! Bueno, nunca fue mi fuerte la
geografía. El conde Juan es de Beirut.
¿Sabes qué hacía su padre? Escriba
municipal. Eso era Juan, hasta que apeló
a la Augusta. No hay nada como tener
buenos agarraderos.
Elthemo suspiró y bajó los ojos. Él
no tenía ninguno y lo sabía. «Pero tengo
algo de dinero y me podría comprar
algún local donde habitar. Quizás este
tipo, Diomedes, me pueda ayudar si le
hago un buen regalo», se dijo.
—Tiene un caballo como el tuyo. —
Diomedes observaba cómo Juan y sus
servidores rodeaban la meta en el lejano
extremo de la pista—. Una yegua árabe;
es veloz como el viento. Por eso te
pregunté si vendías el tuyo cuando vi
que lo desembarcabas en los muelles.
Elthemo palmeó el cuello de su
caballo castrado.
—No te puedo vender a Afortunado.
Es una joya. Pero si quieres, escribiré a
mi hermano preguntándole si te puede
buscar un caballo en Bostra y enviártelo
aquí. Nosotros compramos cantidades
de caballos de los sarracenos en Bostra;
es lo que más corre sobre cuatro patas.
—Miró de nuevo hacia la pista,
percibiendo el hermoso paso suelto de
la yegua torda—. Aunque no sé si podría
conseguirte algo así —concedió con
tristeza.
—Ese fue un regalo de la misma
Augusta. No espero que los mortales
comunes puedan comprar uno. ¿Crees
que tu hermano realmente podría
mandarme
algún
veloz
caballo
sarraceno? ¿Una yegua, quizá, con la que
pueda cruzar a mi Conquistador? Yo le
enviaría el dinero, por supuesto. Porque
lo que ocurre es que no se pueden
conseguir muchos de pura raza árabe
aquí. Hace un año que busco uno.
—Bien, son caballos sarracenos. No
se encuentran muchos fuera de Arabia.
Probablemente, la Augusta haya
recibido algunos del rey Harith. Esa
yegua es pura sangre, por supuesto. —La
yegua volvía al trote hacia la puerta;
Elthemo sujetó firme las riendas para
observar al animal. El manto del jinete,
de seda blanca y púrpura, se agitaba
airoso con el movimiento del caballo,
bajo la mirada de envidia de Elthemo;
de repente pegó un brinco y, aguzando la
vista, se quedó mirando al caballo que
pasaba por delante y remontaba la pista,
y exclamó—: ¡Dios mío!
—¿Qué pasa? —preguntó Diomedes
con aire ausente, absorto en la imagen
de un potro veloz, hijo de su
Conquistador y una yegua árabe.
—Tu conde Juan se parece
muchísimo a mi hermanastro bastardo.
—¿Ah, sí?
—Sí, muchísimo. Es un parecido
extraordinario: tu conde lleva barba, por
supuesto, y Juan no, pero podrían ser
gemelos. Y mi hermano se llama Juan
también. ¡Santo Dios! ¡Qué extraño! —
Se sentó a mirar, esperando con
fascinación que la yegua torda pasara a
la pista, se echara a volar a medio
galope y girara en la meta para volver
hacia él. El jinete llevaba la cabeza
inclinada pero se irguió ligeramente al
pasar por la Gran Puerta, mirando a la
multitud de hombres y caballos que se
apiñaba, para asegurarse de que el
camino estaba libre—. ¡Es clavado! —
repitió Elthemo, moviendo la cabeza,
atónito.
Diomedes suspiró sin entender nada.
—Una vez vi a una mujer que era
exactamente igual que mi tía; corrí hacia
ella toda la calle para saludarla y hasta
que no me dio una bofetada, no me di
cuenta de que era una absoluta
desconocida.
—¡Pero es sorprendente! He estado
buscando a mi hermanastro durante
años, de la Ceca a la Meca, y ver a un
hombre, a un conde, con su rostro, es
realmente extraordinario.
—¿Buscándolo? ¿Por qué, lo
perdiste acaso?
Elthemo lanzó una carcajada.
—Desapareció hace dos años y
medio. Era el secretario de nuestro
padre y cuando éste murió de peste, Juan
se fue a Beirut; dijo que iba a buscar
trabajo. Intenté encontrarlo de paso por
la ciudad, pero no lo conseguí. Mi
hermano y yo lamentamos mucho
haberlo dejado marchar: nadie se había
percatado del trabajo que hacía ni de lo
bueno que era. Si lo hubiéramos sabido,
lo habríamos nombrado administrador y
le hubiéramos asignado un buen salario.
Tuvimos que contratar dos escribas para
reemplazarlo y comprar un esclavo,
además. Era un bastardo muy inteligente;
sabía taquigrafía, persa, y arameo al
igual que árabe y griego. Llevaba toda la
contabilidad y tenía su propio sistema
de archivo; nunca hubo nada que
reprocharle.
Diomedes, que había estado
escuchando distraídamente, de repente
se sobresaltó y se quedó mirando a
Elthemo.
—¿Taquigrafía,
contabilidad
y
sistema de archivo? —dijo con sorpresa
—. Eso es exactamente lo que el conde
Juan hacía en nuestra oficina, además de
saber persa, arameo y árabe. Todo el
mundo comentaba lo poco frecuente que
era que un sirio supiera mejor arameo
que sirio y que además hablara árabe.
—Yo nunca conocí en Beirut a nadie
que lo hiciera —replicó Elthemo, que
miraba incrédulo—. No pensarás...
La yegua torda galopaba hacia la
puerta otra vez; su jinete tiraba de las
riendas, sonriente, esperando que sus
servidores lo alcanzaran. No se percató
de los dos hombres que lo miraban entre
la multitud a escasa distancia.
Elthemo tragó saliva mientras se iba
acercando y agarró la muñeca de
Diomedes.
—Es él —le susurró.
—Tiene que ser una mera
coincidencia —repuso Diomedes.
—No. Tiene una cicatriz en el
extremo del ojo izquierdo. Se la hizo en
una pelea conmigo y con mi hermano,
cuando tenía diez años; Diodoro y yo
contábamos nueve y siete. Es él.
Diomedes permaneció quieto un
instante.
—¿Cuándo
has
dicho
que
desapareció? —preguntó por fin.
—Hace dos años y medio. Salió
para Beirut a fines de julio.
—Eso encajaría perfectamente. ¿Y
cuál era el nombre de tu padre?
—Diodoro de Bostra.
—Él dice que su abuelo era un tal
Diodoro, hermanastro del padre de la
Serenísima
Augusta.
Está
todo
embarullado, pero encaja. —Apartó la
vista de Juan y la volvió, con expresión
solemne y preocupada, hacia Elthemo—.
¿Dices que ni siquiera es legítimo?
—Es hijo de una prostituta de Beirut
que mi padre mantuvo por un tiempo
cuando era estudiante de derecho.
—Y él pretende ser... No, no está
claro. No es correcto que un impostor
como ése use un manto blanco y púrpura
y tenga la confianza de la emperatriz.
Deberíamos decírselo.
Elthemo tragó saliva.
—Espera un momento. Yo no
puedo...
—Bien, ¿crees que es correcto?
—No, pero... ¿y si me equivoco?
—¿Acaso estás equivocado?
—No creo, pero...
—Entonces deberíamos contárselo a
la señora. O al señor. Dicen que ella no
está bien y que recibe a menos gente de
lo que es habitual. Se lo podríamos
decir al señor, el cual podría deshacerse
de Juan y contárselo a ella con el debido
tacto.
—Sí, pero... no puedo..., quiero
decir, ¿qué le ocurriría a Juan? Estoy
seguro de que merece ser azotado, pero
es mi hermanastro y no puedo exponerle
a que lo maten. Sería preferible hablar
en privado con él y decirle que se acabó
el
teatro,
que
debe
volver
inmediatamente a casa.
—Asegúrate de que nadie más te
oye. Estarías desacreditado antes de
decir una palabra. Hasta te podría
mandar matar; la gente que está cerca de
la Augusta puede hacer cualquier cosa.
De todos modos, jamás lo harían matar a
él; probablemente se contentarían con
azotarlo, desfilar en público y enviarlo
de vuelta a su casa. Así se hacen las
cosas aquí. No está bien que un impostor
bastardo engañe a Sus Sagradas
Majestades. Tiene que ser castigado.
Vamos, conseguiré que el señor nos
reciba mañana por la mañana, y tú
podrás contárselo.
—¿Yo, decirle al emperador que el
conde de la caballería es un impostor?
—chilló Elthemo—. Yo... yo no puedo...
—¡Vamos!
Conseguirás
su
benevolencia y quizás puedas pedirle un
favor después. Tendremos que hacerlo
con suma cautela. Juan es amigo del
ilustrísimo Narsés y él se asegurará de
que nunca llegues hasta el señor con
semejante noticia. Ya sé, puedes decir
que acudes a él por ciertos asuntos
relacionados con una propiedad. Te
aseguro que tu nombre estará al
principio de la lista de audiencias, de
este modo yo iré contigo y así podrás
contárselo a Su Sagrada Majestad. Si lo
haces con tacto, no te podrán hacer daño
aunque te equivoques.
Al día siguiente, poco antes del
mediodía, dos guardias de los centinelas
fueron a buscar a Juan con una orden del
emperador.
Juan estaba enfrascado en una larga
discusión con el conde de los establos
sobre el suministro de forraje para los
caballos de sus hombres, pero cuando
los centinelas llegaron, su colega se
inclinó, fijó otra entrevista y Juan fue
con ellos al Augusteo. No estaba
preocupado;
las
demandas
del
emperador para una urgente entrevista
personal con él no escaseaban y
generalmente significaban una imperiosa
necesidad de que le proporcionara una
guardia de honor. Se limitó a pasarse los
dedos por el pelo y a colocarse la
espada detrás de la cadera, pensando
para qué embajador sería esta vez.
Era una resplandeciente mañana de
sol brillante, la brisa del Bósforo rizaba
las nuevas hojas en los jardines de
palacio, agitando los últimos pétalos de
los manzanos. Juan se sorprendió
sonriendo, casi feliz. El otoño y el
invierno habían sido épocas muy tristes
para él; se hundió en una depresión tan
profunda que a veces sentía como si lo
enterraran vivo bajo la oscura tierra.
Teodora no le había llamado desde que
él rechazara el matrimonio con
Praejecta; sentía su desprecio y su odio
a través de la inmensidad de palacio. La
ciudad le oprimía; el palacio se le caía
encima y se sentía agobiado. Alternaba
entre el desprecio por sí mismo y el
odio hacia Teodora y su padre. Todo lo
que hacía le parecía sin sentido,
impelido por su propia debilidad. A
veces pensaba en Eufemia, y el recuerdo
le abrasaba la mente. El único placer lo
encontraba en el trabajo, el duro trabajo
que mantenía sus pensamientos firmes y
lo dejaba exhausto y aturdido al final del
día, con ganas únicamente de dormir.
Aparentemente, su situación era
mejor que la de un año antes. Ahora
estaba acostumbrado a las magníficas
habitaciones y a que veinte esclavos se
ocuparan de él. Había contratado a
algunos sirvientes más y se había
habituado a cabalgar por la ciudad, ya
con su media docena de hombres, ya con
un grupo de guardias imperiales tras él.
Mantenía los amigos que se había hecho
y veía ocasionalmente a Narsés, cuando
el chambelán tenía tiempo, y a Anastasio
con bastante frecuencia. La hija del
viejo escriba había estado de visita con
su marido durante el verano; uno de los
pocos momentos alegres de esa época
fue cuando Anastasio llegó a la Puerta
de Bronce con un nieto de diecisiete
años, al cual Juan, encantado, llevó a
que conociera los cuarteles.
Artabanes creía que la pelea de Juan
con Teodora había sido por él, por lo
que le juró agradecimiento eterno, pese
a haber fracasado en la misión. El
armenio ahora estaba doblemente
deseoso por dejar la ciudad. La
emperatriz había instalado a su esposa
en su casa, y le había dado esclavos
propios.
—Me
espían
—se
quejaba
Artabanes—, me observan para ver si
trato bien a esa mujerzuela. Tan pronto
como le levanto la voz, van con el
cuento a la Augusta. Ojalá el Augusto
me envíe al este, o incluso a Italia.
Belisario sigue pidiendo refuerzos. —El
Augusto, no obstante, estaba muy
ocupado haciendo tratos con Persia y no
levantaba los campamentos por si acaso.
Juan mientras seguía a los centinelas
a los aposentos privados del Augusteo
iba pensando: «Pero nos podría mandar
a
alguna
parte
este
verano
Probablemente a Italia, hasta eso sería
preferible a quedarse en Constantinopla.
Bueno, sólo me queda no perder las
esperanzas».
El emperador aguardaba en el
Triklinos, una de las salas de audiencias
más pequeñas de palacio, menos
imponente que el Augusteo o que el
trono de Salomón, pero aún magnífico.
Sus paredes eran de jaspe y cornalina;
las columnas que aguantaban las
pechinas de la bóveda eran de pórfido;
el suelo estaba revestido de mosaicos
con representaciones de frutos de la
tierra; y el techo, recubierto de estrellas
doradas. Justiniano se hallaba en su
diván tapizado de púrpura, sentado con
aire mayestático y coronado con la
diadema; parecía impaciente y enojado.
Juan presintió que había más gente,
guardias y civiles, apostada en las
paredes de la sala, pero no se fijó
mucho en ellos. Caminó la distancia
reglamentaria hacia el emperador y se
prosternó. El emperador no extendió el
pie para que se lo besara; Juan
permaneció echado sobre los mosaicos,
pensando en qué habría disgustado tanto
a Justiniano para hacerle olvidar aquel
gesto.
—Levántate —dijo fríamente el
emperador. Juan se incorporó y se
encontró con unos ojos que lo
atravesaban con una mezcla de amargura
e ira contenida. Juan sostuvo la mirada,
entre atónito y desconcertado—.
¿Conoces a este hombre? —preguntó el
emperador, señalando a una persona que
había a su diestra.
Juan vaciló y observó con ojos
confusos al emperador antes de volver
la cabeza y ver a Elthemo de pie junto a
Diomedes.
El tiempo parecía haberse detenido.
Reconoció a su hermanastro y tuvo
tiempo para darse cuenta de que había
engordado desde la última vez que lo
vio y de que acababa de comprarse el
manto rojo y blanco de seda que lucía,
porque la lanilla del cuello estaba dura
y Elthemo la manoseaba, nervioso e
incómodo, fuera de lugar. Juan no sintió
miedo y aun apenas se sorprendió; sólo
tuvo una sensación de profundo vacío y
por encima de eso, un inmenso alivio de
que todo se hubiera acabado, o de que
pronto se iba a acabar.
—Sí, señor —respondió con
serenidad.
—¿Quién es? —preguntó Justiniano.
—Es mi hermanastro, Elthemo hijo
de Diodoro, de la ciudad de Bostra en
Arabia.
—¿Es cierto eso? —dijo Justiniano,
con una furia que se insinuaba en su tono
frío—. ¿Y quién eres tú?
—¿Quién dijo Elthemo a Tu Sagrada
Majestad que era yo?
—No quien tú dijiste que eres, un
ciudadano de Beirut, el legítimo
descendiente de un pariente de mi
estimadísima consorte.
—No, señor.
—¿Qué mentiras le contaste a mi
mujer?
—Ninguna, señor.
El emperador se levantó y dio un
paso adelante. Desde arriba, desde el
estrado del trono, miraba a Juan.
—No digas mentiras ahora —bramó
con lentitud—. Tus engaños han sido
descubiertos aquí, y serás castigado por
ellos. Di la verdad, y el castigo será
menos severo. ¿Qué mentiras le contaste
a mi mujer?
—Señor —suplicó Juan, cuando ya
la distancia producida por la sorpresa
comenzaba a ser insignificante ante la
rabia de Justiniano—. Señor, yo no
conté ninguna mentira a la Serenísima
Augusta.
Justiniano le asestó un puñetazo en
el costado. Juan se tambaleó contra el
borde del estrado y cayó. Hubo un
silencio denso en la sala; Juan podía oír
a los centinelas adelantarse para
proteger al emperador en caso de que
Juan sacara la espada.
Juan se incorporó agarrándose al
borde del estrado y permaneció de pie,
como tambaleándose. Tenía la boca
llena de sangre; la tragó varias veces,
mientras con la lengua dolorida se
cercioraba de que no le faltaba ningún
diente.
—Supe que mentías desde el
principio —le increpó el emperador,
aún en tono contenido y furioso—.
Intenté no creerlo, por mi esposa. Te di
la posición y el rango que gozas,
procuré no prestar atención a nada sino
a la calidad de tu trabajo, pero lo sabía.
Ahora quiero la historia completa.
Cuéntamela.
—Señor, no me corresponde a mí
contar los secretos de la señora.
Precisamente fue ella, y no tú, quien me
concedió el rango que ostento.
Pregúntale a ella.
—Le preguntaré, después de
escucharte a ti.
Juan permaneció callado. «La
mentira fue de ella. Ella me ordenó
mantenerla y me advirtió que no la
metiera en líos. No, por todos los
santos. Lo dejaré en sus manos; le
demostraré que le soy leal. Pondré
nuevamente a prueba mi supuesta
cobardía. Y si quiere desmentir lo dicho
por mí, puede hacerlo. Será su elección,
y quizá sea lo mejor.»
—Señor —suplicó, encontrándose
con los ojos de Justiniano—, no me
corresponde a mí revelar algo que la
Augusta me ha ordenado mantener en
secreto. Pregúntale a ella. —Justiniano
volvió a golpearlo; Juan se tambaleó y
se enderezó, guardando a duras penas el
equilibrio.
—Tu Sagrada Majestad —dijo
Elthemo, moviendo la mano hacia
adelante— me disculpe por... hablar,
pero creo que ha debido mentir y ahora
el miedo le impide admitirlo.
Seguramente Tu Sacra Majestad
podría...
Elthemo se interrumpió ante la
mirada fulminante de Justiniano.
Diomedes lo agarró del brazo para
apartarlo a un lado. «Pobre Elthemo,
intenta protegerme, sin darse cuenta de
que el emperador sabe que su mujer
también mentía», pensó Juan.
El emperador hizo un gesto hacia los
guardias, y dos de ellos se adelantaron y
tomaron a Juan de los brazos.
—Llevaos a este hombre y dadle
veinte latigazos —ordenó Justiniano—.
Luego traedlo de nuevo.
—Señor —suplicó Juan mientras los
guardias empezaban a obedecer—,
deberías preguntar a la Augusta.
Justiniano volvió a hacer un gesto a
sus hombres, que se llevaron a Juan
medio a rastras.
La sala quedó muda y como
paralizada. El emperador volvió a
sentarse en su trono con la mirada
perdida.
Por respeto a su rango, los
centinelas no azotaron a Juan en el patio
de los cuarteles, a la vista de la
soldadesca, sino en la prisión que había
detrás; era demasiado vergonzoso quitar
a un hombre el manto de patricio y el
uniforme de la guardia personal antes de
atarlo a un poste para azotarlo. El dolor
le sorprendió, pues le atravesaba las
carnes a pesar de la concentración con
la que se había preparado para
mitigarlo. Hacia el quinto golpe empezó
a desear haber hablado. Hacia el
decimoquinto, no le importaba ya nada y
se aferró al poste, dejando la mente en
blanco. Los centinelas lo desataron y se
apoyó contra el suelo manchado. Con
extraordinaria claridad recordó la
batalla de Nicópolis, cuando parecía
que tenía la muerte encima. «Debería
haber sido entonces. Habría sido mejor
entonces, sin tener que soportar este
último año.»
—¿Puedes caminar? —le preguntó
uno de los centinelas con un gesto
incoherente de amable interés.
—No sé —susurró mientras se
alejaba del poste. Al tambalearse, los
guardias volvieron a sujetarlo de los
brazos. Le pusieron la túnica encima y
lo acompañaron al vestíbulo del
Triklinos. Uno de sus compañeros se
unió a ellos a mitad de camino,
corriendo desde la prisión con el manto
de Juan, por si acaso.
Parecía que nadie se hubiera movido
en la sala de recepción. Juan caminó
entre sus guardias hasta el estrado,
viéndose a través de los rostros
estupefactos de los demás. Llevaba la
túnica pegada a la espalda, empapada en
sangre. Perdió un instante el equilibrio;
después se postró deliberadamente. Se
dio cuenta de que no podía levantarse,
de modo que permaneció agachado
sobre manos y rodillas. Cada músculo
de su cuerpo parecía estar temblando.
—¿Qué mentiras contaste a mi
mujer? —volvió a preguntar Justiniano.
—No le he contado ninguna mentira
—contestó Juan con tranquilidad—.
Pregúntale a ella.
Alguien a su izquierda sofocó un
grito de terror. Se dio cuenta de que era
Elthemo.
—Escucharé la verdad de ti antes de
molestarla a ella con algo tan importante
como un rumor —se impacientó
Justiniano—. Sabes probablemente que
los azotes son suaves comparados con
otras cosas que se pueden hacer.
Juan se arrodilló e inclinó la cabeza.
«No tendré la fuerza suficiente para
resistir,
así
que
hablaré,
y
probablemente no me creerán», pensó
resistiéndose a la desesperación.
—Señor —dijo, levantando la
mirada—, te lo ruego, pregúntale a ella.
De repente, se conmocionó toda la
sala, en la entrada se oyó un golpe.
Justiniano desvió de Juan la mirada y se
le abrieron los ojos como platos por la
sorpresa. Juan se irguió sobre sus
rodillas para ver qué ocurría a su
alrededor y sintió como si se le
desgarrara la espalda magullada.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó
Teodora.
Juan cerró los ojos con alivio. La
emperatriz se detuvo a su lado,
mirándole desde arriba; pudo levantar la
mirada y percibir que Narsés estaba
detrás de ella. En alguna ocasión la
había visto de lejos durante el otoño y
sabía que aún no se había recuperado de
su enfermedad, pero su rostro le
impresionó. No tenía color, parecía más
una calavera puesta entre las joyas de la
diadema. Sólo los ojos brillaban con el
mismo ardor de siempre.
—¿Qué ha hecho? —preguntó
Teodora, refiriéndose a Juan. Se dejó
caer de rodillas junto a él, con el rostro
desencajado por el dolor y la
exasperación—. ¡Dios mío! —Lo cogió
de los brazos y lo abrazó, manchándose
de sangre el manto de púrpura. La
presión del brazo de Teodora contra el
suyo era insoportable, pero hasta el
dolor era delicioso.
—¡Teodora! —dijo su marido con
voz angustiada.
Ella no se movió, simplemente miró
al emperador desde el suelo.
—¿Sí, Pedro? ¿Quieres acusarme de
algo?
Él se quedó sin palabras. Teodora
miró con furia a toda la sala y después
se volvió a Justiniano.
—¿Tenías algo que preguntarme? —
preguntó ella.
El emperador tenía el rostro como la
cera.
—¿Quién te dijo este joven que era?
—preguntó, lenta y claramente.
—Me dijo que era el hijo de
Diodoro de Bostra. Y Narsés ha venido
corriendo a decirme que un tal Elthemo
hijo de Diodoro ha sido el que ha
armado todo este revuelo. ¿Quién es ese
hombre?
Alguien señaló a Elthemo. Teodora
se alejó muy despacio de Juan y avanzó
hacia su hermanastro, deteniéndose unos
pasos antes.
—Yo soy la emperatriz —le increpó
mientras él patéticamente la miraba
boquiabierto—. ¡Salúdame como a tal!
Elthemo se tambaleó para luego
reaccionar. No estaba acostumbrado a la
postración, de ahí que la realizara con
torpeza. Cuando se incorporó, Teodora
lo abofeteó.
—¡Maldito entrometido! Elthemo,
llamado así por tu abuelo, ¿verdad?
Recuerdo a tu padre diciéndome ese
nombre, el nombre del padre de la mujer
que él prefirió, despreciándome a mí.
Pagarás por esto.
Se giró bruscamente y dio un paso
hacia el estrado, vigilando a su esposo,
con la respiración agitada, con una mano
apretada a su costado.
—Y tú, tonto —le dijo a Justiniano
—,
¿realmente
creías
que
te
traicionaría? Juan es el hijo que tuve con
Diodoro de Bostra, que fue mi último
amante antes de conocerte. A él lo
conocí cuando volvía a Constantinopla
desde Egipto y viví con él un año; luego
los abandoné, a él y al niño, en Beirut.
Dije que Juan era primo mío para
promoverlo en su carrera a mi antojo. Te
lo oculté por miedo a que ordenaras su
expulsión y porque ambicionaba que te
sucediera en el trono. Pero no es nada
ambicioso. Sabes que rehusó casarse
según mis indicaciones; tampoco aceptó
dar un solo paso para ser más que
conde. ¿Por qué diablos lo has hecho
azotar?
Justiniano recuperó el color, tal era
la vergüenza que se le subía al rostro.
Observó primero a Juan y luego a
Elthemo.
—Vamos
—dijo
Teodora,
sentándose pesadamente en el trono, aún
con la mano en el costado—. Pregúntale
quién era la madre de Juan.
—¿Qué... qué sabes tú de esto? —
preguntó Justiniano.
Elthemo parecía descompuesto.
—Era una mujerzuela —susurró—.
Una mujerzuela que mi padre conoció en
Beirut... ¡Oh, Dios mío! Su nombre... era
Teodora.
—¿Ves? —dijo Teodora. Se inclinó,
asiéndose con todo el brazo—. ¿Por
qué, por qué hiciste azotar a mi hijo? —
volvió a preguntar—. Podrías haberle
preguntado antes.
—Lo hice, ciertamente —contestó
Justiniano, casi con dolor—. No quiso
hablar; dijo que era tu secreto y me
pidió que te lo preguntara a ti.
Teodora miró a Juan. Su rostro triste
estaba bañado en sudor. Sólo entonces
advirtió que ella sufría. Hizo un ruido en
señal de protesta y se valió del borde
del estrado para levantarse y acercarse a
ella.
—Muy bien —dijo la emperatriz,
extendiendo una mano a Juan—. Lo
hiciste para darme una lección, ¿verdad?
¿Para castigarme? Bien, lo he
comprendido. Querido, haz lo que
quieras. Tú eres mi hijo, de todos
modos. —Cerró la mano y se dobló en
un largo espasmo de dolor.
Justiniano se agachó súbitamente
junto a ella, rodeándola con el brazo.
—¡Vida mía! ¡Lo siento! ¡No te
deberían haber molestado con esto, estás
enferma! Haré lo que quieras con Juan.
Nadie fuera de esta sala sabrá jamás lo
que ha ocurrido hoy; me aseguraré de
que ninguno de ellos diga nada. ¡Vuelve
a la cama y descansa!
Teodora se estremeció, se repuso un
poco y escupió sangre en las baldosas
del suelo. Se quedó un momento
mirando el suelo con desolación: estaba
brillante y rojo sobre las hojas verdes
del dibujo. Volvió la cabeza para
encontrarse con los ojos de su marido.
—También podrías saberlo ya,
Pedro —dijo pausadamente—: no me
recuperaré.
—No digas eso. No es cierto. No
morirás, ¡no debes morir!
—Todos debemos morir, Pedro.
Todo lo que nace algún día se convierte
en cadáver. Manda a los guardias a
buscar una litera; no creo que pueda
volver caminando. ¡Y por piedad,
consigue un doctor para mi hijo!
Juan supo posteriormente que Narsés
se había enterado por uno de los
guardias de lo que estaba ocurriendo
cuando le llevaban para azotarlo. El
chambelán había intentado dirigirse
inmediatamente al emperador, pero se le
negó la entrada y se le dio, en cambio, la
orden de volver a su oficina y esperar.
Desobedeció la orden y corrió como un
gamo al palacio Dafne a buscar a
Teodora.
—Y ella vino inmediatamente —
explicó Narsés cuando fue a visitar a
Juan a sus aposentos por la noche—.
Los guardias no querían dejarla pasar a
ella tampoco, pero Teodora los abofeteó
como a niños desobedientes y entró. Yo
no me había dado cuenta de cuan
enferma estaba: lo ocultaba a todo el
mundo y jamás lo habría imaginado al
verla.
Juan calló durante un instante.
Estaba recostado boca abajo en su cama,
con la espalda cubierta de lociones y
vendajes ligeros.
—Está francamente enferma, ¿no? —
preguntó finalmente.
—Tan enferma como ha dicho.
Muriéndose. Su doctor dice que tiene un
bulto, un tumor en un costado. Al
parecer le sobrevinieron unos vómitos
de sangre el mes pasado, pero ordenó a
su doctor y a sus servidores que no
dijeran nada a nadie. No quiere morir y
guardaba la esperanza de que quizás
manteniéndolo en secreto lo evitaría.
Juan cerró la mano en un puño y se
golpeó los nudillos.
—Cuando cogí la peste —dijo
lentamente—, me di cuenta por primera
vez de que mi padre me amaba; él se
contagió por mí y murió. Y he aquí que
tres años después lo mismo ocurre con
mi madre.
—Ha estado enferma desde hace un
año —señaló Narsés—. Eso no tiene
nada que ver contigo. No te preocupes
por eso, mi querido amigo. Difícilmente
podrías haberte comportado mejor
durante todo el proceso de su
enfermedad.
Juan movió la cabeza, exasperado
por las lágrimas que le brotaban.
—Yo la decepcioné.
—Te
comportaste
con
gran
integridad. Ha sido ella la que te ha
decepcionado a ti. Te diré algo: cuando
mi familia me vendió, mi madre me
lloró como si yo hubiera muerto, pero
cuando intenté aferrarme a ella, me
entregó al mercader de esclavos. Ha
pasado una vida desde que eso ocurrió.
Tengo rango, poder, riquezas y hasta soy
respetado; cuando la gente maldice a los
eunucos, conmigo hace una excepción,
pero no puedo recordar esa traición sin
amargura, ni siquiera ahora. Tu madre te
ofreció poder cuando tú querías amor.
Estuviste acertado en rechazar el don
menor a favor del mayor.
—Quizás. Pero todo aquel al cual yo
llego a amar muere.
Narsés suspiró.
—Ésa es la condición de toda la
humanidad, amar lo que muere. La
muerte es la reina de este mundo y el
amor es lo único que tiene valor
duradero en todo el caos y la frivolidad.
Sólo podemos tener fe en la palabra de
Dios de que el amor será más duradero
al final. Descansa, por favor. Tu madre
no morirá esta noche; tendrás tiempo de
despedirte de ella.
Morirse le llevó dos meses a
Teodora, que luchó con fuerza para
sobreponerse hasta el final. Justiniano
abandonó la teología, Persia y todo,
excepto los asuntos más perentorios
para regir el imperio, y permanecía
horas enteras junto al lecho de su
esposa. Juan también pasó mucho tiempo
con ella, a veces al lado del emperador.
Hablaban para entretener a la emperatriz
sobre el estado de las provincias, los
chismes de la corte y de la Iglesia.
Teodora no habló nunca acerca del
futuro de Juan, ni de cualquier otro
asunto importante. Estaba satisfecha con
tenerlo a su lado, y el emperador quería
hacer cualquier cosa que la hiciera reír.
Durante el primer mes lo conseguía. Se
fijaba con interés en las cosas más
pequeñas de los esclavos de palacio y
se reía de viejos chistes. Gradualmente,
no obstante, a medida que el dolor iba
en aumento, se fue interesando cada vez
menos por los chismes y empezó a pedir
sacerdotes y a arreglar sus asuntos con
sus servidores. Luego tomó el opio que
su médico le ofrecía y empezó a dormir
cada vez más.
Alas tropas de Juan se les dijo que
éste se había tropezado camino de
palacio y que se había herido la espalda
y se le había apartado de sus
obligaciones por unos meses hasta
recuperarse. Nadie cuestionó la piadosa
invención abiertamente, aunque era de
conocimiento público que había caído
en desgracia de algún modo y que la
emperatriz había intercedido por él. De
sus esclavos, sólo Jacobo supo que
había sido azotado.
—Nunca podrás volver a los baños
públicos en tu vida —le dijo Jacobo
disgustado cuando le cambiaba las
vendas una mañana. Examinó las costras
y movió la cabeza—. No está bien visto
que un conde tenga cicatrices de
latigazos. ¿Puedo hacerte una pregunta,
señor?
—Pregunta.
—¿Te hicieron esto por ser el
amante de la señora o por ser su hijo?
Juan se volvió y se quedó mirando al
muchacho.
—¿Cómo sabes tú eso?
—Bien, yo pensé que tenía que ser
por una cosa o por la otra. Sé cuánto te
favorecía y yo he crecido en su corte. Sé
que no es lo corriente.
Juan volvió a tenderse boca abajo.
—El señor pensó lo primero; lo
segundo es lo cierto y el asunto ha
quedado zanjado. Pero es un secreto y
no has de contárselo a nadie.
—Sí, señor —exclamó Jacobo
satisfecho mientras le aplicaba el
ungüento—. Sólo quería saberlo.
Los
centinelas
que
habían
presenciado
la
escena
fueron
sobornados con fuertes cantidades y
amenazados de muerte si revelaban una
sola palabra de lo ocurrido. Diomedes
fue transferido a otro puesto y también
sobornado y amenazado para que
mantuviera la boca cerrada. Juan
intercedió secretamente por Elthemo,
por lo que las amenazas contra él no
tuvieron efecto. Se acercó a la casa de
Juan para darle las gracias.
—No lo sabía —explicó—. Pensé
que te habías valido de embustes para
medrar.
—Deberías habértelo imaginado —
le dijo Juan con amargura—. Sabías lo
suficiente para adivinarlo. Siempre
fuiste un mequetrefe. ¿Te di alguna vez
motivos para que creyeras que era
deshonesto?
Elthemo bajó la mirada y arrastró un
pie.
—Todos siempre decían que había
que
vigilarte.
Eras
demasiado
inteligente, decían, y un bastardo
inteligente es un peligro para la gente
honesta.
—No necesitas decirme lo que todos
decían siempre; lo he oído por mí
mismo. —Juan miró a su hermanastro
con un súbito sentimiento de sorpresa.
En el pasado había aprendido a dejar
paso a los hijos legítimos de la casa;
sólo a veces había explotado en
arranques
de
rabia
contra
la
superioridad de sus hermanos y se había
peleado con ellos. Ahora hablaba con la
cansada impaciencia de un superior, y
Elthemo le dejaba paso—. ¿Por qué has
venido a esta ciudad?
—Quería encontrar trabajo —
contestó Elthemo sin tapujos—. Diodoro
posee las fincas y está atado a la ciudad.
Yo pensé en probar suerte en la corte y
ver si podía ganar algo de dinero. Pero
parece que tendré suerte si salvo el
pellejo.
—Intentaré conseguirte un cargo —
dijo Juan—. Pero te advierto, no soy
ningún contacto tuyo. No les traigas
problemas a Sus Sacras Majestades, o te
despacho al instante.
—Sí, Juan —dijo Elthemo con
humildad.
Juan le encontró un puesto en la
prefectura pretoria gracias a la buena
voluntad ganada con los archivos del
Capadocio y Elthemo no abrió la boca
de puro agradecimiento.
Teodora perdió la conciencia por
última vez el veintiséis de junio y murió
por la noche dos días después. El
emperador se quedó a su lado desde el
momento en que se quedó inconsciente y
cuando murió, sus sirvientes tuvieron
que llevárselo de la habitación, enfermo
de pena. Dejaron a Juan solo con el
cadáver; lo habían dejado pasar hasta el
final, en un silencioso reconocimiento
de su posición. Intentó rezar durante las
horas que permaneció junto al cadáver.
En la habitación reinaba un silencio
absoluto, si bien de todas partes de
palacio se oía el lamento de las
plañideras. Las lámparas de pie dorado
emitían una luz suave que brillaba en la
seda púrpura del cubrecama y el olor a
enfermedad y a muerte desaparecía con
el aroma del incienso. Habían dispuesto
el cuerpo para la muerte incluso antes de
que exhalara el último aliento; las
manos, que habían adquirido el aspecto
de garras, se plegaban sobre el pecho y
los pesados párpados cubrían los ojos
ahora vidriosos. El envejecimiento
producido por la enfermedad había
desaparecido; parecía frágil, hermosa y
joven. Juan sabía que por la mañana los
esclavos la vestirían con el manto
púrpura, le ceñirían la diadema y la
llevarían a la basílica de Santa Sofía
para que el pueblo la contemplara.
Arrodillándose a la cabecera de la
cama, pensó: «Se acabó. Se acabó,
aunque nunca empezó realmente. He
sido demasiado cauteloso. Yo creía que
no podría amarla por su tiranía. Pero
podría haber sido mucho peor, con todo
y con eso pude amarla. Y sigo
amándola». Le besó la fría mejilla y
salió de la alcoba.
La ciudad entera estaba sumida en un
luto extravagante, con todas las estatuas
cubiertas de crespones negros y todas
las iglesias tocando a muerto. Después
de yacer de cuerpo presente durante un
día entero bajo la cúpula de Santa Sofía,
el cuerpo de la emperatriz fue llevado
en una larga manifestación de duelo a la
iglesia de los Santos Apóstoles, y fue
enterrada en el mausoleo donde
descansaban los restos de todos los
emperadores desde Constantino. El
emperador dejó a un lado la púrpura y la
diadema y siguió el féretro vestido de
negro; tras él marchaban a millares el
personal de palacio, desde los ministros
de estado hasta los empleados
subalternos y guardias, de riguroso luto
y sintiendo el dolor como si fuera un
miembro de sus propias familias.
Durante una semana no se trató ningún
asunto de estado y sólo se permitió a los
puestos de los mercados abrir unas
horas al día.
—Es como si hubiera vuelto la peste
—decía Artabanes disgustado.
Cuando volvieron a permitirse la
apertura de las tiendas y a reanudarse
las tareas de gobierno, una de las
primeras cosas que hizo el emperador
fue llamar a Juan.
Juan se vio llevado no a uno de los
salones de audiencia, sino al estudio
privado de Justiniano, un pequeño salón
en uno de los pisos superiores del
Magnaura. Justiniano estaba sentado en
un escritorio, vestido de negro, con el
cabello corto en señal de luto. Las
paredes del salón estaban repletas de
libros de teología. Apenas había espacio
para que Juan se prosternara.
—Puedes levantarte —dijo el
emperador
cuando
empezó
a
prosternarse— y sentarte aquí. —Le
señaló un diván al lado de la ventana.
Juan se sentó, nervioso y consciente
de que ni siquiera los más altos
ministros se sentaban en presencia del
Augusto. El emperador lo observó un
instante, desolado.
—Debería haberme dado cuenta
antes —exclamó—. Te pareces a ella.
Tenía que haber sabido que no debía
sospechar de ella, pero no debió
mentirme nunca. —Suspiró y se frotó la
nuca—. Sabía que tenía sus secretos, sus
monjes y sus sacerdotes y algunos
calabozos privados para sus enemigos
también. Le di autoridad y ella no
siempre la utilizó como yo lo hubiera
hecho. Pero eso es lo que se espera de
quien es fuerte e inteligente y se le hace
partícipe del propio poder y es lo que
uno debe aceptar si quiere tener el amor
de un igual en vez del de un esclavo.
Pero yo no le hacía muchas preguntas,
por eso no me mintió ni me contradijo
abiertamente (excepto acerca de ti) y
fuimos felices. Siempre pensé que ella
me sobreviviría. —Volvió a mirar a
Juan—. ¡De modo que quería hacerte
sucesor mío!
—Ella quería un hijo tuyo y no pudo
tenerlo —replicó Juan.
El emperador asintió.
—¡Oh, no la culpo! Y no le dije nada
cuando se estaba muriendo. Pero no
puedo disponer la sucesión de ese
modo, ni siquiera por ella. No en el hijo
del hombre que la rechazó, que no es
pariente mío.
—Yo no quiero el poder imperial —
insistió Juan—. Ése fue el motivo de una
disputa entre ambos, como ella confesó.
No tengo la voluntad ni el deseo ni el
temple para luchar por conseguirlo y me
satisface plenamente no volver a tocar el
tema.
Justiniano lo observó un instante y
volvió a asentir con la cabeza.
—No, no eres un ambicioso,
¿verdad? A ella le parecía increíble que
alguien no tuviera ambiciones, pero yo
siempre he tenido la certeza de que la
mayoría de los hombres que yo
promuevo seguirán siendo leales.
Belisario,
Narsés,
Triboniano,
Germano... siempre he estado seguro de
que nunca me traicionarían. Tú tampoco,
creo. Y, además de ser su hijo, eres un
hombre muy capaz. Puedes mantener tu
rango y ese manto que ella te dio. Pero
creo que prefiero no tenerte aquí en
Constantinopla, recordándome al verte
que alguna vez durmió con tu padre. Fue
mi esposa, no la de él. Nadie más
reconoció jamás su valía; nadie la amó
nunca como yo.
—Ella me dijo que tú valías
muchísimo más que mi padre, aun
prescindiendo del rango —dijo Juan
lentamente.
El emperador sonrió con amargura.
—Y ella nunca amó a nadie como a
mí. Eso lo creo. Gracias. Muy bien, ¿qué
es lo que quieres?
—¿Señor?
—Te he dicho que puedes mantener
tu rango, pero quiero que abandones la
ciudad. Has heredado algunas de las
habilidades de tu madre y podrías
indudablemente ser útil en algún otro
lado. Elige tu puesto.
Juan tragó saliva y se pasó la lengua
por los labios.
—Quisiera un puesto en el este, al
mando de las tropas. Un ducado en
Arabia o en Siria.
Justiniano asintió.
—Muy bien. Eres un árabe nabateo,
¿no? ¿Hablas árabe y persa?
—Sí, señor. —Juan no quitaba ojo al
emperador, ligeramente confundido por
la velocidad de los acontecimientos.
—Y
estás
indudablemente
familiarizado con la situación en
Oriente, y, según creo, siendo un hombre
prudente, no quieres iniciar una guerra.
Muy
bien.
Difícilmente
pueda
degradarte de conde de la caballería a
simple duque de Arabia. Te haré conde
de la strata Diocletiana, la frontera
desde el Orontes hasta la Arabia feliz.
Te daré el comando personal de algunas
de las tropas que ya están allí. Puedes
intentar mantener a raya a los duques y
al filarca, te lo advierto, un grupo de
generales levantiscos y de poco fiar. Lo
máximo que espero de ti es que logres
poner fin a las incursiones que hemos
sufrido de los sarracenos lácmidas; lo
mínimo, que no empieces una guerra,
como hizo tu predecesor. —El
emperador tomó una pluma de su
escritorio y escribió unas líneas sobre
un pedazo de pergamino, luego tomó una
barra de cera de sellar teñida de
púrpura, la encendió y la dejó gotear
sobre el documento. Estampó el sello de
su mano derecha y se lo entregó a Juan
—. Aquí tienes.
Juan se quedó estupefacto mirando
el codicilo; después, miró al emperador.
—Gracias, señor. Es más de lo que
yo deseaba; intentaré no fallarte.
Justiniano hizo una mueca de dolor.
—No lo hagas. Te pareces a ella.
Abandona la ciudad tan pronto como
puedas, en el término de un mes. Narsés
puede ayudarte a disponer el dinero y
las tropas que necesites llevar para el
viaje. Ahora déjame solo.
Narsés se alegró por él sin
exteriorizarlo, Artabanes estaba celoso
pero contento y el personal de Juan
agradecido de verse libre de un superior
tan exigente. Juan pasaba el día
intentando determinar qué le acarrearía
su nuevo puesto. Cuando caía la tarde,
decaía el entusiasmo; se sentía cansado
y deprimido y anhelaba estar solo.
Buscaba su caballo en los establos,
dejaba ir a sus servidores y salía a
cabalgar por la ciudad. Era un día
cálido y seco; del norte soplaba uno de
esos vientos de Constantinopla que
clavan en los ojos la arenisca de las
calles. Cabalgó al hipódromo pero no
tenía ánimo para correr. Pensó: «Dentro
de unos meses, podré llevar a Maleka a
galopar por los límites del desierto sirio
y hacia los jardines de Nabatea. Otra
vez en casa».
Dio media vuelta a la yegua y
cambió el rumbo hacia el mercado
Tauro, pasando por delante de los
pórticos de la Calle Media. Detuvo el
caballo bajo el arco triunfal en el centro
del mercado y se quedó allí mirando. La
parte delantera de la casa de Eufemia
estaba cubierta de andamios; la estaban
reconstruyendo como un edificio
separado. La parte de atrás no era
visible desde el mercado, pero sabía
que estaba intacta y que la muchacha se
había mudado allí.
«Y por eso he venido aquí», pensó.
Espoleó a Maleka, cabalgó hacia la
tercera calle lateral y llamó con fuerza a
las puertas de hierro, que no habían sido
dañadas por el fuego. Al cabo de un
momento el portero, Onésimo, asomó la
cabeza por la ventana.
—¡Eres tú! —dijo en tono de
sorpresa—.
Quiero
decir,
el
Honorable...
—¿Está tu señora? —preguntó Juan,
a lo que el portero asintió, confuso.
—Haré abrir las puertas, señor..., ya
está. Llevaré tu caballo. ¿La señora te
espera?
—No. No, iba de paseo, cuando se
me ha ocurrido pasar... Anúnciame a
ella, por favor.
El viejo asintió; aseguró a Maleka
en el jardín con césped alto y acompañó
a Juan por la casa. Podía oír voces
desde el fondo; la mayoría de los
esclavos debían de estar en el jardín de
la cocina, disfrutando del sol de la
tarde. Pero Onésimo lo llevó escaleras
arriba hacia la habitación acostumbrada
y golpeó a la puerta.
—¿Qué ocurre? —respondió la voz
de Eufemia.
—Es el conde Juan, señora Eufemia,
del palacio, que viene de visita.
Hubo un silencio; por fin, Eufemia
abrió la puerta y se le quedó mirando de
hito en hito. Llevaba el cabello suelto y
el manto amarillo.
—Yo... salí a pasear a caballo,
cuando se me ocurrió pasar a verte —
dijo Juan—. ¿Puedo pasar?
—Sí. Sí, por supuesto. —Se hizo a
un lado y él entró. No había nadie—. Mi
tía está en el jardín —explicó Eufemia
—. Yo... yo estaba justamente
escribiendo una carta.
—¿A tu padre?
—Sí. No tengo mucho que contarle
estos días, pero él tampoco necesita
tanto la información. Ha logrado un
puesto en Egipto; tiene la esperanza de
que le retiren los cargos pronto por falta
de pruebas.
—¿Especialmente a partir de la
muerte de la Augusta?
Ella se ruborizó.
—Aún no lo sabe. Aunque eso
ayudará.
Ella se quedó mirándole por un
momento; luego tocó el borde de su
manto negro.
—Lo lamento por ti, ya que no por
mí.
—Sí. —Juan echó un vistazo por el
salón vacío, luego se sentó en el diván
—. Sí, lo entiendo. Yo la quería de
verdad.
—Uno tiene que querer a sus padres
—asintió
ella,
ruborizándose
nuevamente, sentándose al otro extremo
del diván—. Yo... yo quiero a mi padre.
Quizá no debiera. Sé que él hizo cosas
por las que la gente lo odia, y que lo
odia con justicia. Pero él me quería y
era todo lo que yo tenía.
Juan bajó la vista y se miró las
manos.
—Me voy a Oriente —dijo tras un
largo silencio—. He sido promovido:
estoy a cargo de Arabia y la frontera
siria. Me iré dentro de un mes.
—¡Oh! —dijo ella, mirándolo.
Después de un instante agregó—:
Enhorabuena.
Él movió la cabeza y levantó la
mirada hacia ella. La luz de la tarde se
filtraba por la ventana, bañando su
cabello, tornando anaranjados sus ojos.
Mantenía las manos unidas en el regazo.
«He sido demasiado cauto toda mi vida
y he dejado las cosas para demasiado
tarde. Hoy podría ser temerario», pensó.
—¿Vendrás conmigo? —le preguntó,
en un susurro.
—¿Ir... ? ¿Qué quieres decir?
¿Adonde?
—Ven conmigo al este. Como mi
esposa.
Ella se puso pálida.
—No hablas en serio.
—Claro que sí.
—Tú... dices esto para burlarte de
mí.
Movió lentamente la cabeza.
—Te amo —susurró, dándose cuenta
de que esas palabras que nunca había
dicho le salían sin dificultad,
sorprendentemente tiernas.
Ella lo miraba angustiada.
—No has pensado en esto.
—No, en verdad que no. No sabía
que iba a venir aquí esta tarde a decirte
esto. Pero lo he pensado, y he pensado
en ti, de todos modos.
Ella miró hacia otro lado,
retorciéndose las manos en su regazo.
—¿Qué pensaba tu madre de esto?
—preguntó finalmente, considerando
que era un sarcasmo hacer esta pregunta.
—Nunca se lo comenté. Ella tenía
para mí ambiciones que yo no podía
cumplir. Pero ahora está muerta. No
tengo padres y no necesito consultarle a
nadie más que a mí mismo.
—¿Quién era tu padre? ¿Un cuidador
de osos, un auriga? —preguntó ella,
intentando desesperadamente defenderse
con furia—. ¿No le importaría?
—Era un caballero, un magistrado
de la ciudad de Bostra, de nombre
Diodoro. Murió de peste el verano
anterior a mi llegada aquí. Era un
hombre sumamente respetable, si te
sirve de algo.
Ella se mordió el labio.
—Yo tengo un padre —replicó—.
Tengo que consultarle... y él no lo
aprobaría. Aunque yo no dijera nada
sobre tus ancestros, y no debería decir
nada, él no lo aprobaría.
—Sin embargo
lo
aceptará,
¿verdad? Mi rango es lo suficientemente
respetable. —Se guardó de decir que la
hija de un ministro tan ampliamente
odiado no tendría muchas ofertas de
matrimonio por parte de los patricios;
no había necesidad.
—Seguirías siendo el primo de la
emperatriz. Él tenía motivos para
odiarla y te odiaría por ella. Mala
sangre, diría él.
—Bien, tú eres la hija del
Capadocio, lo cual generalmente es
considerado como sangre peor, y a mí no
me importa. Si deseas casarte conmigo,
apelaré al emperador y se lo diré. Tengo
cierta influencia en este momento y no
creo que Su Sacra Majestad ponga
ninguna objeción. Podría dar el
consentimiento en lugar de tu padre. No
me interesa la dote; tu padre puede
conservar todo su dinero. Tendré lo
suficiente para ambos.
Eufemia había estado retorciendo el
manto con las manos; ahora retorcía
también la boca con un gesto.
—No puedo —insistió ella—, no
puedo romper con él. No después de
haber sido responsable de lo que le
ocurrió.
—No fuiste responsable. Fuiste
engañada, como lo fue él mismo.
—Me utilizaron; ¡no debí haberlo
permitido! Tengo que obedecerle ahora.
Extendió la mano y tomó la de ella;
Eufemia levantó la mirada, enojada y
abatida.
—El mundo está gobernado por la
muerte y la frivolidad —dijo él—. La
peste y las guerras han destruido todo lo
que la gente ha intentado construir en los
pasados treinta años. La gente se muere:
mi padre y ahora mi madre han muerto.
Tú y yo moriremos algún día. Tú dijiste
una vez que me amabas. ¿No vale la
pena asirse a ese intervalo en que aún
estamos vivos y tener el tiempo de
amarnos?
—También amo a mi padre —
replicó ella—. Tengo que serle fiel.
—Has dicho que ha logrado un
puesto en Egipto ahora y es probable
que le retiren los cargos. Le has sido
leal durante cuatro años. ¿No es
suficiente?
Ella retiró la mano y fue hacia la
ventana.
—Se es leal o no se es. De cualquier
modo, no me necesitas.
«Te necesito; te he necesitado toda
mi vida», pensó, pero no pudo decirlo.
—¿Quieres que me vaya, pues? —le
preguntó en cambio, con la mirada fija
en su espalda.
Al cabo de un rato, su cabeza
inclinada se movió en señal de
asentimiento.
Maleka estaba en el patio, paciendo
la yerba. Juan la desató, mientras
Onésimo abría la puerta. Juan acababa
de poner el pie en el estribo cuando oyó
su nombre; se volvió para hallar a
Eufemia corriendo tras él.
—¡No!
—exclamó
ella,
alcanzándolo, echándole los brazos al
cuello—. ¡No, no te vayas! Iré contigo,
quiero irme contigo. ¡Dejaré esta ciudad
aunque tenga que ir como tu amante!
Después Juan no estaba seguro de si
lloraba por ella o por Teodora, pero la
besó y volvió a la casa con ella
deshecha en lágrimas. Onésimo se quedó
mirando la escena, sorprendido; luego
se encogió de hombros, volvió a atar el
caballo y cerró las puertas de hierro. El
sol de la tarde caía sobre el hierro,
indiferente a la cruz dorada de la alta
cúpula de la basílica de Santa Sofía,
sobre las encrespadas aguas del
Bósforo, sobre las tierras desiertas de
Tracia y sobre cada palmo de la larga
frontera que aún pertenecía al imperio
de los romanos.
Epílogo
Procopio de Cesarea, el gran
cronista del reinado de Justiniano,
cuenta la historia de la emperatriz
Teodora y de su hijo ilegítimo, al que,
según él, habría asesinado. Es lo que
dice Procopio en su Historia Secreta o
Inédita, pero como todo el resto de esta
pintoresca compilación, la historia está
rodeada
de
detalles
absurdos,
imposibles y simples mentiras. No se
puede saber la verdad de cuanto dice, si
es que hay algo de verdad en ello, por
eso un historiador responsable se ve
obligado a valerse de la Historia
Secreta sólo con extrema cautela.
Afortunadamente para mí, un autor
de novelas históricas no se siente
empujado a semejante obligación. Como
observó sir Philip Sidney, historiador,
«al afirmar muchas cosas, difícilmente
puede, en el turbio conocimiento de la
naturaleza humana, escapar de muchas
mentiras. Pero el poeta... nunca limita la
imaginación del lector, para que bajo su
hechizo tome por verdadero lo que
escribe». Si hice alguna investigación
para escribir este libro, fue por el placer
de hacerla; cuando escribía, me movía
por el embrujo de contar una buena
historia. Cuando el terreno sólido del
conocimiento histórico se resquebrajaba
o temblaba bajo mis pies, yo «llamaba a
las dulces musas para que me inspiraran
una buena invención», me tejía un puente
de telarañas y seguía adelante, sin dejar
de silbar. Mi novela es pura ficción.
El grueso de la historia, no obstante,
es cierto. La peste bubónica que asoló el
mundo durante el reinado de Justiniano,
azotó Constantinopla en 543; un grupo
de tropas hérulas aliadas, al mando del
chambelán Narsés, venció a una fuerza
«mucho mayor» (no se dan cifras) de
eslovenos hacia el 545; y la emperatriz
Teodora murió el 28 de junio del 548.
Belisario regresó finalmente de su
inútil misión en Italia el año en que
murió Teodora; se le otorgó el rango de
comandante en jefe en Oriente y un
importante cargo en palacio, y no volvió
a luchar hasta el final de sus días. A
Germano, el primo del emperador, se le
encargó reconquistar
las tierras
perdidas; sin embargo, murió antes de
que el ejército que reunió pudiera
zarpar. Narsés fue designado en su lugar,
condujo las tropas a Italia, venció a los
ostrogodos, venció a los francos, se
deshizo de los longobardos y gobernó la
provincia con gran eficiencia durante los
siguientes quince años. Los Balcanes, no
obstante,
fueron
prácticamente
abandonados y sufrieron devastaciones
casi anuales a manos de los eslovenos y
los búlgaros hasta que estos pueblos
fundaron sus propios reinos en esa
región agotada.
El
armenio Artabanes logró
divorciarse de su esposa después de la
muerte de Teodora, pero no tuvo éxito al
proponerle matrimonio a Praejecta, por
lo que el amor frustrado (o la ambición)
lo impulsaron finalmente a participar en
un complot para asesinar al emperador.
El complot falló, pero Artabanes fue
perdonado y finalmente se le
devolvieron sus perdidas atribuciones.
Justiniano siempre perdonaba cuando no
se sentía amenazado.
Belisario y Antonina también
lograron que su hija Joannina se
divorciara del nieto de Teodora (al que,
como era público y notorio, la muchacha
adoraba). Pero también sus esperanzas
se vieron frustradas y ni siquiera quedó
registrado qué fue de la infortunada
Joannina. Cuando Justiniano murió, el
año 564, su sucesor fue Justino II, hijo
de su hermana Vigilancia y marido de
Sofía, la sobrina de Teodora. Justino fue
un desastre; bajo su égida de
megalómano la mayor parte de los
territorios
que
Justiniano
había
reconquistado volvieron a caer en
manos bárbaras, dejando el imperio, tras
incontables vidas perdidas y tierras y
fortunas
arruinadas,
con
menos
territorios, y casi más débil que en el
momento de la subida de Justiniano al
poder.
GILLIAN BRADSHAW (Falls Church,
Virginia, 14 de mayo de 1956). Es una
de las escritoras de narrativa histórica
más importantes de habla inglesa. Cursó
estudios en la Universidad de Michigan,
en donde obtuvo por dos veces premios
por sus trabajos sobre la Grecia
Clásica. Es licenciada en Literatura e
Historia Clásica en la Universidad de
Cambridge. Actualmente reside en
Inglaterra. Sus novelas destacan por el
riguroso trabajo de documentación e
investigación que realiza antes de
escribirlas. Se encuadran dentro de los
géneros de la ficción histórica, la
fantasía histórica, la ciencia ficción, la
literatura juvenil e infantil y ficciones
contemporáneas con gran componente
científico. Sus novelas históricas no
fantásticas están situadas tanto en la
Antigüedad Clásica (Egipto y Grecia)
como en períodos posteriores como el
Imperio Bizantino o la Gran Bretaña
romana. Entre ellas destacan: El
heredero de Cleopatra, El contador de
arena y la trilogía sobre Bizancio
compuesta por Teodora, emperatriz de
Bizancio, El faro de Alejandría y
Púrpura imperial.
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