Ciudadanos de Argirópolis L. Andrenacci

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TRABAJO SOCIAL II
ANDRENACCI, Luciano
Ciudadanos de Argiropolis en Revista AGORA Nº7, Buenos Aires, 1997.
Ciudadanos de Argirópolis
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LUCIANO ANDRENACCI
De la ciudadanía
La historia del estatuto de ciudadanía es la de una institución griega cuya
consolidación y “codificación” datan de los siglos VII y VIII de la era cristiana. Es, poco después, la
historia del descubrimiento de este estatuto por la Roma expansionista, su fundición en la ley
romana y su uso estratégico para consolidar el Imperio. Es una historia que continúa cuando el
Imperio Romano se deshace en el microclima de ciudadelas y burgos medievales, islotes políticos y
civiles singulares en el medio de un mundo rural y feudal. Es, enseguida, la historia de su
asimilación en la noción de sujeto de la corona que las monarquías apenas nacionales necesitaban
para garantizar la lealtad militar y el pago de impuestos por pobladores de lo más diversos. Es,
finalmente, la historia de esa extraña resurrección del siglo XVIII, en donde la experiencia reciente
de la ciudadanía medieval y monárquica es resignificada a la “Luz” de la antiguedad griega y
romana. Una historia tan disparatada complica sistemáticamente la tarea de “definir el concepto”,
que la tradición académica nos apura a emprender. Pertenencia, jerarquía, igualdad, desigualdad,
virtud, derechos, deberes : según la época que se tome como fundamento de la ciudadanía, el
concepto adquirirá alguno o varios de esos caracteres.
Es cierto que la mayoría de los autores que escriben sobre ciudadanía (ver breve
bibliografía anexa) renuncia a hacer lo que podríamos llamar “pausa weberiana”, la misma que
permite operar una separación analítica, por más virtual que esta sea, entre lo que uno ve y lo que
uno desea, entre la mirada del científico y la del político. Si se ensaya esta diferenciación, es
relativamente fácil dar una definición de la ciudadanía, operando una distinción entre todos estos
caracteres acumulados en forma de información genética en el concepto de ciudadanía. En efecto,
la ciudadanía los contiene a todos, y al mismo tiempo no contiene ninguno en particular. El estatuto
de ciudadanía marca una frontera y una jerarquía. Define la pertenencia a una comunidad
políticamente organizada y los privilegios que algunos de sus miembros pueden hacer valer en
relación a los otros. Todo ello comporta un principio de definición del espacio común (“comunitario”
en el sentido clásico, “público” en el sentido moderno) y de la relación de los individuos con ese
espacio –la ley– así como un modo de legitimación de la estructura institucional respectiva.
Vistos desde una perspectiva socio-política de larga duración, los elementos
esenciales del estatuto de ciudadanía no han cambiado significativamente en la historia de
Occidente. Las que sí se han transformado varias veces son las modalidades a través de las cuales
han actuado esas fronteras, esas jerarquías, esas definiciones del espacio común, esos
argumentos de legitimación. Así la ciudadanía no es per se, ni democrática ni igualitaria; no supone
exclusivamente derechos políticos ni “sociales”, diferenciación que es por otro lado históricamente
reciente. Y al mismo tiempo supone la existencia de un régimen político, de un sistema estratificado
de privilegios y responsabilidades (de “derechos y deberes”, en el sentido moderno dado a esos
conceptos romanos), sea que éste se refiera específicamente o no a cuestiones “socio-
1
Publicado en revista Agora nº7; Buenos Aires, invierno de 1997. Este trabajo es una suerte de resumen de
mi tesis doctoral Le statut de citoyenneté en Argentine (XVIème-Xxème siècles) ; Paris, Institut des Hautes
Études de l’Amérique Latine (IHEAL) ; Université de la Sorbonne-Nouvelle (Paris III). Debo agradecer a
Georges Couffignal y a Jaime Marques-Pereira (IHEAL), así como a Arturo Fernández (Universidad Nacional
de Rosario y CEIL-CONICET, Argentina), a Rubén Lo Vuolo y a Laura Pautassi (CIEPP, Buenos Aires,
Argentina) , y a Emilio Taddei (Institut d’Études Politiques de Paris), por las observaciones hechas a la
versión original de este artículo.
2
Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de Rosario, Argentina; y
Institut des Hautes Études de l’Amérique Latine, Université de la Sorbonne Nouvelle (Paris III), Francia.
1
económicas”. A las que, además, se refirió todo el tiempo desde sus orígenes hasta el siglo XVIII, y
de manera algo más indirecta desde entonces.
La consecuencia capital que deriva de esta hipótesis es que la atribución a la
“esencia” de la ciudadanía de caracteres otros que la simple existencia de una frontera identitaria y
de un sistema de privilegios no es otra cosa que el efecto producido por la impresión, sobre “lo
invariable” de la ciudadanía, de formas históricas correspondientes a una u otra época. A la manera
de los antropólogos estructuralistas, hay en la ciudadanía un elemento sincrónico y un elemento
diacrónico. Si se quiere ser preciso cuando se habla de ciudadanía, menos que buscar una
definición mágica, hay que agregar simplemente adjetivos.
La ciudadanía moderna
A lo largo del siglo XVII, la monarquía inglesa desarrolla unas formas de
articulación de la política y de la economía, y de las garantías individuales, que anteceden
inmediatamente la constitución de lo que podría llamarse ciudadanía moderna. Este proceso es
“completado”, si el encadenamiento de azares del siglo XVIII puede permitir semejante definición,
por la constitución de las repúblicas norteamericanas y de la primera república francesa. A partir de
estos modelos y de su posterior evolución más o menos confluyente, el estatuto de ciudadanía se
reviste de un sentido quizá menos nuevo que el que las miradas excitadas de la Ilustración
quisieron ver. Puesto que lo que diferencia a la ciudadanía moderna de sus antecesoras clásicas,
medievales y renacentistas, no es fundamentalmente ni la participación extendida de los
ciudadanos en las cuestiones políticas, ni la marcha ineluctable que Tocqueville creía descubrir
hacia una igualdad cada vez mayor. Tres elementos y un corpus ideológico de legitimación
caracterizan a la ciudadanía moderna:
1) Esencialmente, un sistema de derechos y deberes positivos adscriptos a los
individuos, legitimado por un recurso a un derecho natural en proceso de laicización. Para utilizar
los términos jurídico-sistémicos del italiano Danilo Zolo, la atribución de la ciudadanía “formaliza” al
sujeto individual como titular de derechos iguales, al mismo tiempo que lo sustrae de otras
determinaciones (económicas, sociales, religiosas, profesionales, etc.). Al mismo tiempo, este
nuevo sistema redefine las relaciones entre el individuo y su comunidad. Se dibujan así esas
3
esferas tan características del mundo moderno que son el “espacio público” y el “espacio privado” :
«es el individuo –y no la familia, el clan, el burgo, la nación o la especie humana– el que será
“sujeto de derecho”. El estatuto de ciudadano se funda en la reivindicación burguesa de la libertad
individual contra el Estado, y en consecuencia, en el carácter “limitado” del sistema político: un
Estado constitucional caracterizado por un mecanismo de división y de control del poder, en fin, un
4
Estado de derecho» .
2) En segundo lugar, la constitución del Estado-nación como comunidad política de
base y el nacionalismo como ideología legitimatoria. El proceso de redefinición del espacio
geográfico de la comunidad política produce un fenómeno paradójico por el cual «si es verdad que
la teoría jusnaturalista concibe los derechos de ciudadanía como derechos naturales y universales
[...], en realidad la prestación de garantías jurídicas y de ventajas concretas al titular de la
ciudadanía está regulada por el código político del Estado soberano, es decir por un código
funcional fuertemente diferenciado, cuyo centro es la figura particularista de la seguridad, y no la
figura universalista de la igualdad o de la justicia. Ello somete el universalismo del derecho a reglas
5
de exclusión y de subordinación» . El Estado-nación supone un territorio muy vasto en el cual las
lealtades deben manifestarse de manera diferente que en la Edad Media. El proceso de
construcción de las monarquías nacionales y luego de las repúblicas fue paralelo a otro –
razonablemente artificial– de una “particularidad nacional” legitimatoria de las nuevas fronteras de
la pertenencia, fundado las más de las veces en la lengua, eventualmente en la religión, las
tradiciones étnicas o culturales, el medio ambiente geopolítico, etc. Más de facto que de jure,
3
Ver OLDFIELD, Adrian: Citizenship and Community; London, Routledge, 1990; y sobre todo HABERMAS, Jürgen: The
Structural Transformation of the Public Sphere. An Inquiry into a Category of Bourgeois Society (Strukturwandel der
Öffentlichkeit, 1962); London, Polity Press, 1989.
4
ZOLO, Danilo: “La strategia della cittadinanza”; en ZOLO, Danilo (director):La cittadinanza. Appartenanza, identità, diritti;
Roma-Bari, Editori Laterza, 1994; p.18.
5
Idem pp.18-19.
2
elethnos se transformó en fundamento del demos, y en esta amalgama las guerras jugaron un rol
6
esencial .
3) Finalmente, el desplazamiento de los conflictos hacia la tensión libertadigualdad. El siglo XIX muestra como esta tensión –antinomia en el pensamiento socialista– que
había caracterizado en principio sólo a la Revolución Francesa, se transforma en el dato central,
eventualmente disruptivo, de los conflictos en torno al estatuto de ciudadanía.
El liberalismo cubre con un manto de legitimidad laica y naturalista este edificio que
es la ciudadanía de la modernidad occidental. Pero el liberalismo no debe ser entendido solamente
como ideología en el sentido de una “visión errada” que la palabra suele ocupar en el lenguaje de la
tradición marxista. El liberalismo es idelogía en el sentido de la palabra compuesta alemana
Weltanschauung, o de su equivalente castellano, cosmovisión : una forma de ver el universo, una
visión del cosmos. Hasta qué punto esta cosmovisión es fruto del pensamiento de los siglos XVII y
XVIII, hasta qué punto el humanismo renacentista o la protesta religiosa le brindan fundamentos
específicos, es un problema que no podemos encarar aquí, y que desveló a Weber. Para nuestro
argumento, basta decir que la ontología liberal dará sentido y justificación a la nueva ciudadanía,
definiendo los contornos del estatuto a partir de las nociones de estado de naturaleza, de individuo,
luego de sociedad civil.
Los pensadores críticos de los siglos XVII y XVIII, que la historia política identificó
como liberales, diseñan –haremos abstracción de los matices aún importantes que pueden
diferenciar a un Rousseau de un Locke y a éstos de un Adam Smith– una historia imaginaria similar
a la fábula cristiana del paraíso. En el comienzo, los hombres vivían en el estado de naturaleza, un
mundo en el cual los individuos gozaban de una libertad y de una igualdad completas. Pero era este
un paraíso tramposo, a causa fundamentalmente de la naturaleza de los hombres que lo habitaban.
Para estos infatigables buscadores del beneficio personal, el estado de naturaleza suponía el riesgo
inherente a la ausencia de un poder regulador –soberano o ley– que salvaguardase el fruto del
trabajo laborioso de los unos contra la ambición de los otros. El soberano, un hombre a quien los
otros hombres otorgaban el poder necesario para cumplir esa tarea, establecía un contrato con su
comunidad fijando los límites a respetar por la nueva autoridad y el compromiso de lealtad de los
nuevos sujetos.
Pero he aquí que los hombres se dieron cuenta, al cabo del tiempo, que la solución
creada para salir del estado de naturaleza suponía otros inconvenientes. Los soberanos habían
tergiversado el contrato que los había colocado en donde estaban, y habían sometido a su real y
arbitraria voluntad los derechos naturales y garantías individuales, ontológicamente previos a la
existencia misma del monarca. Esto no sólo provocaba maneras demasiado despóticas de
garantizar el bien común, sino que impedía, por la sociedad de castas y el exceso de regulaciones,
obtener el desarrollo pleno de las fuerzas vivas del reino. Así las cosas los individuos se veían en la
obligación, dictada por la razón y por la fuerza misma de las cosas, de rescindir el contrato y
retomar lo que les pertenecía: la soberanía. Pero esta vez había que evitar errores contractuales. El
nuevo soberano sería totalmente diferente al despedido: se trataría de un soberano imaginario
compuesto de leyes. En primer lugar, la soberanía, naturalmente propiedad de todos y de cada uno,
debía ser administrada por delegados directos y estratégicamente controlados por sus propietarios.
En segundo lugar, el poder delegado debía abstenerse de hacer otra cosa que garantizar la
aplicación de la ley, el recurso de los litigios a la justicia, y la seguridad del reino. Si estas
condiciones eran respetadas, la libertad y el trabajo silencioso de los individuos haría el resto.
El liberalismo construye así una visión normativa en el seno de la cual la mejor
garantía de felicidad comunitaria es la más completa libertad de los individuos-ciudadanos. La
naturaleza misma de éstos –creatividad, búsqueda de beneficios– garantizaría que, librados a sus
fuerzas y limitados exclusivamente por el respeto al marco de las leyes, proveerán sin saberlo –cual
abejas de un panal– de todo lo que es necesario para un continuum de progreso material y
espiritual. La supervivencia de esta sociedad civil estaría garantizada por un sistema político
libremente contraído y un sistema social igualitario, es decir en donde las diferencias de estatuto no
fueran otras que las que la naturaleza dispensa al azar en forma de fuerza física, y que los hombres
completan en inteligencia y habilidad, rechazando el viejo mundo de diferencias arbitrariamente
establecidas por la posesión de un nombre o de una sangre –el color y el sexo tardaron más tiempo
en diluírse, si alguna vez se diluyeron. La meritocracia que reemplazará a la aristocracia da sentido
y límites precisos, “indicados por la razón misma”, a la libertad y a la igualdad.
6
HABERMAS, Jürgen: “Citizenship and National Identity: Some Reflections on the Future of Europe”; en TURNER, Bryan y
HAMILTON, Peter (editores): Citizenship. Critical Concepts; London, Routledge, 1994; tomo II, p.343.
3
Ciudadanos de las Provincias Unidas del Río de la Plata
En lo que concierne a las inmensas planicies, altas montañas y ríos marrones que
componen los territorios americanos del Río de la Plata, el estatuto de ciudadanía que sus
perplejos habitantes recibieron en suerte dependió de la forma en que su metrópolis concibió la
colonia. Y no se trató de cualquier reino al que le tocaron en suerte esas regiones. Se trataba de un
reino militarizado por la guerra santa contra el musulmán, sacralizado por la militancia católica
contra herejes europeos y árabes, y muy mal preparado para la competencia económica que el
siglo XVIII debía desencadenar. El resultado fue un andamiaje militar, religioso y comercial
orientado a la contradictoria tarea de garantizar la circulación de metales preciosos cuya
explotación dependía de la capacidad de sujetar institucional y prácticamente una mano de obra
local de aborígenes o una mano de obra importada de esclavos negros de África, y de ganar los
nuevos territorios para la única fe.
¿Qué ciudadanos para semejante imperio? La sociedad española del siglo XV era
una sociedad feudal y sin embargo a la vez extrañamente moderna, impregnada al mismo tiempo
de una movilidad social excitada por la guerra y por una diferenciación jerárquica multiplicada por la
cuestión religiosa. Las nociones de ciudadanía que habían atravesado los Alpes y el mar del
Levante desde Francia e Italia incorporaron las singularidades de la monarquía castellana y
aragonesa. Y el transplante hacia América produjo algo nuevo. La sociedad colonial era una
sociedad de castas en tres niveles separados jurídicamente por una muralla insuperable y
reunificados en la deformación sutil y cotidiana de la ley. En el primer nivel se encontraban los
españoles, sujetos de pleno derecho de la Corona y titulares de garantías civiles, políticas y
económicas. En el medio, los españoles nacidos en América y los mestizos que habían podido
adquirir a módico precio su sangre blanca, y cuyas respectivas suertes dependían por ello más de
la situación económica que del color de la piel. Abajo, los indios y los esclavos negros, los últimos
más afortunados que los primeros puesto que su estatuto social les ahorraba el tributo al rey –
transferido al encomendero– en forma de dinero o de trabajo. La destrucción demográfica y cultural
aguardaba a los indios que no pudieron escapar a los “territorios libres” del Sur o del Chaco, a
pesar de los denodados esfuerzos de Bartolomé De las Casas por explicarle al rey que la Corona
debía privilegiar el trato cristiano de los indios a su explotación económica.
Así, el problema socio-político más importante de las colonias era la disputa por
parte de los criollos de las restringidas posibilidades de movilidad social (a través del comercio o del
encumbramiento administrativo y religioso) que la colonia ofrecía y los sujetos del rey nacidos en la
Península monopolizaban. El comercio libre y la abolición de esas diferencias subyacen a los
acontecimientos de fin del siglo XVIII y de la primera década del siglo XIX. Sin embargo el
desencadenante de la secesión será más bien la irrefrenable crisis del propio Imperio, arrastrado a
las tormentas de las que la Revolución Francesa había sido el primer eslabón. Cuando el Imperio
intente rehacerse, las colonias ya habrán probado de la mano de su élite ilustrada las libertades del
localmente tardío siglo de las luces, y –aunque muy convencidas no estén del rumbo peligroso que
han tomado– no estarán dispuestas a volver atrás. Con diferentes grados de radicalidad, la cuestión
de la independencia y la cuestión de la república se combinarán con el problema de la organización
de territorios mal dispuestos a la unidad. Inglaterra mostraba que el progreso significaba organizar
de manera diferente la economía. La independencia de los EE.UU. mostraba que era posible
separarse de una potencia europea para formar una confederación de repúblicas. La Revolución
Francesa –y su temiblemente próximo resultado en Haití– mostraban, en última instancia, los
límites prácticos de la nuevas ideas.
Tres consecuencias tuvo inmediatamente la Revolución de Mayo. Por un lado, las
leyes del libre juego económico internacional otorgaron a la región un lugar en la economía-mundo
a través de la otrora languideciente campaña pampeana y subordinaron gradualmente al resto del
país a su nuevo polo dinámico, que reemplazaba a las minas del Potosí y a las necesidades
alimentarias de la minería chilena. Por otro lado, la larga guerra de independencia y las guerras
civiles que le siguieron operaron drásticos reacomodamientos sociales. Por último, un aspecto de la
colonia pervivió paradójicamente a los cambios: la dificultad de la ley de controlar las relaciones
políticas y sociales, los orígenes de lo que muchos años después Carlos Nino denominará “anomia
7
boba” . Hasta qué punto todo ello se combinó con una reflexión sobre la naturaleza de los
7
NINO, Carlos: Un país al margen de la ley. Estudio de la anomia como componente del subdesarrollo argentino; Buenos
Aires, Emecé, 1995.
4
derechos del hombre y de las libertades individuales, ecos de la Revolución Francesa, es materia
de discusión. En el Río de la Plata las ideas de igualdad civil y libertad económica se aplicarán
perfectamente... a los vecinos, blancos o asimilados como tales. Puesto que tanto españoles como
criollos observaban con horror la posibilidad de un escenario haitiano o de un nuevo incendio social
incontrolable de las regiones andinas. El republicanismo local pondrá estratégicamente en tela de
juicio la discriminación entre blancos pero sólo tácticamente –en función de los avatares de la
guerra– la de las castas negras e indias. Cuando la Asamblea Constituyente de 1813 proclame la
creación del estatuto legal de ciudadano de las Provincias Unidas del Río de la Plata, lo hará para
legitimar el despojamiento administrativo, económico y religioso de los españoles; pero la esclavitud
pervivirá en los hechos hasta entrado el rosismo, mientras que la sujeción laboral del aborígen
había casi desaparecido más por agotamiento demográfico y mezcla racial que por liberación
jurídica. Será reemplazada por dos tentativas de disciplinamiento de la mano de obra urbana y rural
menos diferentes que lo que la historiografía argentina clásica suele aceptar: la rivadaviana y la
rosista.
Si el objetivo de la Revolución no era hacer una revolución social, las circuntancias
que seguirán a 1810 producirán una de cualquier manera, a través del caos económico y político
que seguirá a la independencia. Por tal razón la férrea mano de Rosas y el disciplinamiento social
que indirectamente operaba podían ser preferibles, por lo menos por un tiempo (hasta que su
existencia misma sea percibida como un nuevo obstáculo para el progreso económico), a las
utopías razonablemente ilustradas de los unitarios. Sólo cuando el país haya garantizado “orden y
progreso”, y que la modernización social, económica y política lo conviertan en una próspera
república agrícola, los componentes de la ciudadanía moderna aparecerán centralmente puestos
en tela de juicio.
La ciudadanía y la cuestión social
La liberación de las fuerzas productivas individuales y colectivas, se suponía, debía
brindar una respuesta económica global, la de un progreso sin fin, a las penurias materiales del
siglo XVIII. Tal liberación se producía, además, en el contexto de una transformación de una
amplitud sin precedentes, la de la Revolución Industrial. En dos siglos las formas productivas de la
Inglaterra central y septentrional alterarán la faz de la Tierra de manera tan sensible como los
grandes procesos colonizatorios de los siglos XVI y XVII. Hacia la mitad del siglo XVIII el sector
agrario habia culminado la transformación (desparición de la agricultura de subsistencia y fuerte
reducción relativa del número de pequeñas propiedades) que arrojaría a la mendicidad a un
numeroso sector social, o para decirlo en los curiosos términos de la ciencia económica, liberaría
un excedente de mano de obra muy importante. Había capitales, producto de la acumulación
generada por la economía comercial y por la formación de un sector de “financistas” locales,
disponibles para hacer las inversiones inicialmente “débiles” que eran necesarias para procesar en
el Lancashire la lana y el algodón.
Un mercado interno puede constituirse por la entrada en el circuito monetario de
una parte cada vez más importante de la población en tanto mano de obra y en tanto demanda de
productos. Un mercado externo puede constituirse cuando la innovación y la reducción en el precio
de los transportes se combina con la producción de mercancías baratas. En el caso inglés ambas
cosas se combinaron en diferentes dosis. Gran Bretaña será, durante el largo siglo y medio de su
hegemonía económica y política internacional, una economía basada en el libre cambio, la
exportación de manufacturas y la importación de materias primas; con un Estado dedicado más a la
obtención diplomática o militar de mercados nuevos que a la regulación del ritmo interno de
crecimiento. Y esto es perfectamente lógico, puesto que durante largas décadas la única barrera a
la hegemonía de la producción británica eran los demás Estados. A partir de entonces, el libre
cambio y el laissez-faire se transformarán, con el correr de los años del siglo XIX, en leyes
naturales del desarrollo económico.
La relación salarial adquiere durante esos años los rasgos principales que la
caracterizarán hasta mediados del siglo XX. En efecto, la revolución industrial permite comprender
cómo el trabajo se transforma de una obligación en un derecho, de modo de supervivencia en modo
de inserción social. A pesar del sistema de equilibrios que el pensamiento de Adam Smith preveía
para garantizar la igualdad de condiciones entre propietarios de capital y propietarios de fuerza de
trabajo, las primeras regulaciones contractuales apuntaban a garantizar la fijación del trabajador a
la empresa. El pago de servicios a los trabajadores podía hacerse por “trueque” (pago en especies
o en productos de la fábrica empleadora) o por remuneraciones a destajo. Por la naturaleza de esta
5
organización, los aumentos de productividad sólo podían provenir del alargamiento de la duración
del trabajo o de reducciones del salario; y las coaliciones obreras, modo de aparición de los futuros
sindicatos, no podían ser percibidos sino como el peor de los peligros. En la década de 1840 la
“modernización” de la relación salarial ya está en curso. Sigue dos líneas esenciales que se inician
en la industria textil: el abandono de los métodos extensivos de búsqueda de la productividad por
métodos intensivos (mejoramiento de tareas sobre una duración limitada) con su corolario lógico, la
remuneración por rendimiento. La jornada de diez horas (una necesidad de la industria algodonera
que se extiende a otras ramas) y el reposo de 36 horas el fin de semana (que se conocerá así
como “sábado inglés”) aparecen al mismo tiempo que los primeros controles públicos de
condiciones de trabajo, hacia fines de la década de 1840. Se generalizarán a partir de los sectores
“de punta” –la industria textil– hacia las otras ramas en los años 1860.
Pero sólo en 1867 los obreros tendrán acceso al voto y en 1875 los sindicatos
obtendrán reconocimiento jurídico. Es que el trabajo en la fábrica se transforma en una categoría
social, un estatuto, y deja de ser la situación transicional de aquellos que, para usar las palabras de
Adam Smith, no poseen otro capital que sus manos. Lo que caracteriza los orígenes de la cuestión
social moderna en términos de ciudadanía es, justamente, la difícil relación que se establece entre
un estatuto cívico-político crecientemente igualitario y una situación social que no deja de ser tan
desigual como lo era bajo el antiguo régimen, e incluso a veces empeora en términos relativos, en
la medida en que, desparecido el cultivo de la tierra, la subsistencia física misma depende de la
posibilidad de inserción en una relación salarial.
Tal es la percepción del “joven” Marx en la Cuestión Judía, que data de 1843. Marx
utiliza el comentario elogioso que hace a un artículo que trata críticamente los reclamos de
derechos políticos para las minorías judías en Alemania –razón por la cual será acusado
injustamente de antisemita– para exponer lo que debía ser la emancipación humana, no sólo
política, una emancipación que las revoluciones liberales no habían completado verdaderamente.
Los derechos del hombre, limitados para siempre por la inviolabilidad de la propiedad privada y por
el peligro que representa un sufragio realmente universal, no pueden garantizar jamás la
constitución de un estatuto de ciudadanía verdaderamente libre e igualitario, hasta que la
Revolución Francesa, que sólo revolucionó el régimen político y las leyes, sea completada por la
verdadera revolución, una que destruya la igualdad ilusoria, la revolución social. La emancipación
política es una “reducción del hombre” al estado de miembro de la sociedad civil. Esta reducción
produce no hombres sino conjuntos contradictorios de individuos “independientes y egoístas” y de
personas morales abstractas: “ciudadanos”. Así las cosas, «sólo cuando el hombre haya
reincorporado en sí mismo al ciudadano abstracto y a la vida cotidiana, su trabajo y sus relaciones,
podrá transformarse en [un verdadero ser humano]; sólo cuando haya reconocido y organizado sus
propios poderes como poderes sociales, de manera que la fuerza social ya no esté separada de él
como poder político, sólo entonces la emancipación humana será completa». En 1848, cuando las
revoluciones liberales europeas se radicalicen peligrosamente, la cuestión social moderna quedará
planteada en los términos de Marx.
Modernización y cuestión social en Argentina
En América Latina, dos grandes conjuntos de problemas definen, según Oscar
Oszlak, tanto las formas inciales del Estado como el carácter problemático de su evolución
posterior. El problema del Orden, o de la imposición de un nuevo esquema de relaciones sociales y
políticas en un mundo insuficientemente “modernizado”; y el problema del Progreso, es decir la
8
imposición y la generalización de relaciones económicas capitalistas . La especificidad de los
Estados latinoamericanos residiría en el carácter siempre problemático que reviste la estabilización
de un orden en las relaciones socio-políticas y la garantía de un progreso en la factibilidad técnica
del capitalismo. En el caso de la Argentina, es posible decir que en alguna medida el progreso llegó
un tiempo antes que el orden. La rápida inserción de los productos de la agricultura pampeana en la
economía internacional y el desarrollo de centros urbanos de servicios y de una infraestructura de
transportes dirigida fundamentalmente a garantizar la exportabilidad de materias primas, se
combinaron con un sistema de complementariedad internacional con la economía exportadora de
manufacturas y capitales de Gran Bertaña. La modernización económica de la Argentina estará
marcada por esta complementariedad hasta las crisis sucesivas de la nueva metrópolis en las
primeras décadas del siglo XX. La mano de obra necesaria para este desarrollo provino
8
OSZLAK, Oscar: La formación del Estado argentino ; Buenos Aires, Belgrano, 1990.
6
fundamentalmente del extranjero, multiplicando rápidamente una población escasa, y se asentó
mayoritaria –aunque no exclusivamente– en los centros urbanos pampeanos. A partir de 1880,
cuando el Estado nacional termina por imponerse a su última resistencia regional (la provincia de
Buenos Aires), y garantiza definitivamente la primacía de las instituciones estatales sobre las
provinciales, el desarrollo económico adquiere una velocidad vertiginosa.
Semejantes cambios dramáticos produjeron un nuevo país en pocos años; y
lógicamente, una vez que este nuevo país estuvo convenientemente consolidado, los dos
elementos esenciales de la ciudadanía moderna –derechos políticos y derechos sociales– se
transformaron en los canales privilegiados del conflicto social. La singularidad de la Argentina es
que, en razón de la evolución histórica de su economía y de su régimen político, ambos conflictos
estallaron prácticamente a la vez. A diferencia de Europa y de los EE.UU., el país nunca dejó de
contar, en teoría desde los primeros ensayos constitucionales, con un sistema de elección de
representantes por sufragio universal, particularmente en la provincia de Buenos Aires. El censo,
umbral monetario de acceso a los derechos políticos en la mayor parte de los países europeos
hasta fines del siglo XIX, sólo funcionaba en Argentina para determinar ciudadanos elegibles, como
el antiguo texto de la Constitución de 1853 hasta hace poco tiempo nos recordaba. Pero en la
práctica, el sufragio universal era limitado de dos maneras: por ausentismo electoral o por
cooptación de votos a través de caudillos locales o regionales. Con la modernización acelerada del
país, este doble límite de facto incorporó nuevas características, a través de la falta de interés de
los inmigrantes de adquirir la nacionalidad, o a través del uso represivo de la concesión de la
ciudadanía representado por la célebre Ley de Residencia.
La contestación a ese estado de cosas no vino por sublevación popular, sino por la
formación de una facción moralizante en el seno de la élite político-económica que dirigía los
destinos del Estado desde la década de 1860. Por tal razón la reivindicación de derechos políticos
jamás fue el sufragio universal, sino el sufragio secreto y obligatorio. La negativa de la élite a abrir el
juego culminó en 1890 con el inicio de una serie de revueltas civiles y la formación del primer
partido político moderno del país, la Unión Cívica Radical.
La cuestión social, por su parte, se movía casi en compartimientos estancos
respecto de la cuestión política, por una razón evidente. Los primeros sectores obreros de los
centros urbanos pampeanos eran mayoritariamente inmigrantes, y carecían de derechos políticos,
lo cual explicaba –conjuntamente con los antedichos límites al sufragio universal– el escaso peso
político del partido constituido para representar esos intereses, el Partido Socialista. Para completar
la singularidad de los problemas de la época, tanto la élite gobernante como su facción rebelde
(que fue sólo gradualmente incorporando hijos de inmigrantes a sus filas), salvo escasas
excepciones individuales, tenían un punto de acuerdo: la consideración de los primeros problemas
obreros como asuntos a resolver fundamentalmete por la vía de la represión policial. Ello culminó
en las importantes huelgas y manifestaciones obreras terminadas en represión y deportación de la
década de 1910.
Es por eso que cuando la élite revisa el funcionamiento institucional aceptando
reformarlo en 1912 e Hipólito Yrigoyen es electo presidente en 1916, la cuestión social no sólo no
desaparece, sino que se agrava. A pesar de los esfuerzos del nuevo grupo gobernante por
desarrollar una suerte de interés estatal por sobre las clases sociales y un cambio de actitud hacia
los sectores obreros (concebidos ahora como fuente de apoyo electoral a disputar con el Partido
Socialista), la creciente ola de huelgas será acompañada por la salvaje represión que coronará la
Semana Trágica de 1919 y los sucesos contemporáneos de la Patagonia. La posibilidad del primer
ensayo de liberalismo democrático en la Argentina de obtener apoyo obrero habrá desaparecido
pronto. La causa de los derechos sociales quedará vacante, mientras que en Europa se internaba
en los delicados senderos del colectivismo y del corporativismo.
Ciudadanos del Estado Protector
Marx, en su así llamada “madurez”, construirá en base a sus percepciones “de
juventud” un complejo teórico demostrando cómo la naturaleza misma del capitalismo agudizaría
este conflicto entre las dos emancipaciones al punto de provocar por su propia lógica evolutiva la
revolución social y el advenimiento de la emancipación humana. Pero pese a que su percepción
inicial continuó caracterizando la cuestión social moderna, la evolución del capitalismo y de los
conflictos sociales siguió otro camino, y la tensión constitutiva de la ciudadanía moderna recibió un
bálsamo inesperado: los derechos sociales. Desde las revoluciones de 1848 en Francia el derecho
al trabajo se convirtió –junto a las formas directas de democracia– en la otra bandera de guerra del
7
republicanismo radical, pronto reconocido como socialismo. La segunda república francesa, aquella
que cayera a los pies de Luis Napoleón Bonaparte el 18 brumario del año 1851, intentará los
primeros rudimentos de control estatal moderno de la economía para garantizar el derecho al
trabajo. Los debates de esos días en la Asamblea Nacional, allí donde habían nacido los derechos
del hombre en 1791, presenciaron seis décadas más tarde el nacimiento confuso de ese conjunto
9
de derechos que hoy solemos reconocer como sociales . Pero Francia deberá esperar a la caída
de Luis Napoleón y a la tercera república para verlos sistematizarse.
En efecto, desde fines del siglo XIX, ciertos países europeos comenzaron a crear
redes institucionales dirigidas a moderar los efectos “deletéreos” de la acción libre de los mercados.
Esta retorno a la incidencia estatal en la economía tenía como objetivo la protección del espacio
nacional y la multiplicación de su capacidad de generar circuitos de acumulación endógenos. Así,
por un lado, se diseñaron leyes e instituciones capaces de preservar la auto-reconstitución
permanente de la fuerza de trabajo. Por otro lado, a cada crisis cíclica del sistema, el Estado
reforzaba su capacidad de intervención para regularizar la dinámica económica y evitar las
recesiones. Ambas lógicas, aún si íntimamente ligadas, no parecen responder a los mismos
imperativos, ni se generalizaron en las mismas épocas. Si los primeros ensayos de protección
social datan de fines del siglo XIX (la Alemania de Bismarck y la Francia solidarista proporcionarán
los ejemplos más conocidos), la nueva intervención económica del Estado es un proceso más
tardío ligado a las respuestas públicas a la crisis financiera de los años 1930 en los EE.UU. de
Franklin Roosevelt y la Gran Bretaña de Lord Keynes. Sólo después de la segunda guerra mundial
ambas lógicas convergieron con los tipos de organización del trabajo llamados fordistas (por el
modelo de la empresa Ford de Detroit) en el ciclo virtuoso del Estado Protector.
Habitualmente se caracteriza a esta constelación histórica como Estado de
Bienestar. Pero el momento de constitución de estas nuevas formas económicas y socio-políticas
excede a la estrecha definición que se utiliza para los Estado de Bienestar europeos, basados en
compromisos políticos y de clase sumamente específicos de la política europea. El fenómeno del
Estado Protector abarca tanto a los Estados de Bienestar europeos como a sus antecesores
corporativos, tanto al New Deal norteamericano como al colectivismo soviético y a las singulares
tentativas de algunos países latinoamericanos. Por un lado la acumulación se organiza, desde la
crisis de 1930, en torno a dos imperativos que hasta entonces no eran centrales a la gestión
económica nacional: la conjuración de las crisis cíclicas en la valorización del capital y el pleno
empleo asalriado de la población. El Estado liberal clásico que había nacido en el siglo XVII, hasta
entonces garante de la seguridad, la justicia, la defensa del territorio y –eventualmente– del
desarrollo de una infraestructura económica esencial, debe de en adelante controlar la expansión
económica nacional y la distribución de ingresos sea indirectamente por medio de la protección
social, el sistema fiscal o aduanero, sea directamente como productor, inversor, prestamista o
subvencionador. En el “nuevo” ámbito de lo social, se desarrolla una legislación y unas instituciones
que tienden a hacer de la relación salarial, “regularizada” según modelos fordistas, el vector
fundamental de la integración socio-política. Y al mismo tiempo, supervisando la construcción de
una red de protección en los márgenes de la relación salarial para evitar las “caídas” accidentales
producidas por las vicisitudes azarosas de la vida activa: una especie de vector de integración
social parcialmente alternativo. Estas características, con mayor o menor importancia o centralidad
de una o de la otra, pueden describir cualquier Estado Protector, aún el soviético, incluso después
de la caída de Lenin.
Desde este punto de vista pueden ser tratados los Estados sistemáticamente
llamados “populistas” –no sin cierto simplismo conceptual– en ciertos países de América Latina.
Aún si una buena parte de sus instituciones de protección social y de intervención económica
responden miméticamante a las experiencias europeas y norteamericanas, la adaptación de éstas
a un singular medio ambiente económico, social y político, generó modalidades diferentes cuya
lógica escapa a la de los modelos inspiradores. Esta “deriva” no debe ser estudiada como una
degradación exótica de los modelos puros de Estado de Bienestar, sino como la manifestación
latinoamericana del Estado Protector. Analíticamente, cada organización institucional responde a
una estructura cuya lógica debe poder rastrearse en términos de su propia historia económica,
social y política. Así, este Estado Protector latinaomericano preferimos caracterizarlo globalmente
como Estado Tutelar.
9
Ver el sugerente estudio de DONZELOT, Jacques: L’invention du social. Essai sur le déclin des passions politiques; Paris,
Fayard, 1984.
8
Pues allí donde el Estado de Bienestar y el Estado Tutelar se diferenciarán de
manera más radical es en el tipo de estatuto de ciudadanía que cada uno habilita. La ciudadanía
moderna en Occidente había sido concebida hasta la configuración compleja del Estado Protector
como un sistema de derechos basado en un estatuto de pertenencia geográfica y en un modo de
participación en la formación de la voluntad política, dos procesos marcados por el nuevo
paradigma espacial del Estado-nación y por la ontología política y económica del liberalismo
clásico. Luego de la segunda guerra mundial, la singular conjunción de intervenciones económicas
del Estado y el establecimiento de sistemas de protección social incorporarán al estatuto de
ciudadanía, sin alterar su naturaleza –es decir, en forma de derechos–, una serie de garantías de
ingresos y de bienestar vinculados a la relación salarial. La particularidad de este proceso es que se
realizará –aunque de maneras diferentes según los países– sobre una base universal, cada vez
menos atada a la inserción de mercado de los sujetos. Este fenómeno permitirá a algunos de
concebir al Estado de Bienestar como el corolario de un estatuto de ciudadanía que incorpora a lo
largo de su historia derechos civiles, políticos y finalmente sociales, que se “completa” con el
progreso de la humanidad. Tal visión admirativa es la de las conferencias hoy clásicas del sociólogo
10
inglés Thomas Marshall . Y, a la inversa, lo que provocaba el horror del pensamiento liberal
11
clásico .
Ciudadanos del Estado Tutelar
Así como la crisis de los años 1930, luego las guerras, afectaron el equilibrio del
mercado libre típico del capitalismo clásico, la crisis de las metrópolis obligó a los países
latinoamericanos, insertos en la economía-mundo como exportadores de materias primas e
importadores de manufacturas, a hacer frente a una autonomización económica basada en la
industrialización. Esta, al igual que la independencia, fue menos una opción ideológica que una
situación forzosa a la que hubo que responder.
Si hasta entonces la diferenciación entre países latinoamericanos se fundaba en la
perfomance de sus productos de exportación, a partir de ese momento la diferenciación se
producirá según las modalidades de hacer frente a la desarticulación de la inserción internacional y
el tipo de proyecto de desarrollo industrial autónomo de cada país. La naturaleza de los intereses
sociales que se pondrán en juego variará, así como las formas que tomará el Estado para
garantizar el proceso de desarrollo. Existen sin embargo una serie de rasgos comunes a los países
que intentarán un proyecto de desarrollo. Dada la estructura socio-económica y la forma de los
regímenes políticos latinoamericanos, la nueva articulación se moverá entre dos polos, tal vez no
esencialmente diferentes a los de algunos países europeos de desarrollo capitalista tardío: entre la
tutela directa por parte del Estado de ciertos intereses sectoriales, o la captura del Estado por parte
de éstos.
Dado que en general los sectores sociales dependían del apoyo estatal, o del uso
discrecional de las instituciones públicas para garantizar su acumulación o su reproducción, una
doble imagen se ha impuesto entre los investigadores en ciencias sociales de América latina. La
centralidad del Estado, la dificultad de instalar sistemas de estables representación de intereses, la
fluidez de las referencias ideológicas de los sectores sociales, la formación de movimientos
políticos de carácter interclasista y dependientes de lógicas clientelares de distribución de la
ganancia política, todos estos fenómenos han contribuido a la aplicación indiscriminada del
concepto de populismo. La debilidad estructural de la sociedad civil o el poder omnímodo del
Estado han adquirido el carácter de una imagen-punto de referencia generalizable con valor
político, económico y sociológico. Esta imagen está fundada en una comparación simple con el
proceso europeo, en donde los actores sociales y el Estado se complementan en esferas que les
son propias, y colaboran o se enfrentan sobre la base de paradigmas ideológicos relativamente
12
fijos .
10
Ver “Citizenship and Social Class”; en MARSHALL, Thomas Herbert: Citizenship and Social Class and other essays;
London, Cambridge University Press, 1950.
11
Ver DAHRENDORF, Ralf: “Citizenship and Beyond: The Social Dynamics of an Idea”; en TURNER, Bryan and
HAMILTON, Peter (editores): Citizenship. Critical Concepts; London, Routledge, 1994, tomo II.
12
La versión sociológica más sofisticada de esta imagen es probablemente la de Alain Touraine, que deriva de ello una
teoría de la acción social latinoamericana. Ver TOURAINE, Alain: Le parole et le sang. Politique et société en Amérique
latine; Paris, Éditions Odile Jacob, 1988. Una modulación más respetuosa de la diversidad y de la historia, bajo la
aplicación al populismo del concepto de corporativismo puede encontrarse en SCHMITTER, Philippe: “Trends toward
Corporatist Intermediations”; en SCHMITTER, Philippe y LEHMBRUCH, Gerhard: Still the Century of Corporatism?;
London, Sage, 1979.
9
Preferimos usar el término de Estado Tutelar. Porque el elemento clave del Estado
Protector latinoamericano es la tutela pública de los sectores sociales estratégicos, por razones de
control social (es el caso del movimiento obrero) o por razones de impulsión de un ciclo de
acumulación que debía ser más rápido que el de Europa (es el caso por ejemplo, de la “burguesía
nacional” o de los sectores consumidores de la clase media). La protección social lleva esta marca
también: instituciones de establecimiento gradual y aleatorio y naturaleza fragmentaria, que han
respondido a la evolución de un sistema estratificado y piramidal, con una parte superior de grupos
asegurados relativamente pequeños y una parte inferior mayoritaria de cobertura pobre e
13
inestable . Es también a consecuencia de esta centralidad estratégica de un Estado dinamizador
de la acumulación que su control es fuertemente determinante para los sectores sociales. Dado
que el ingreso y el éxito en el conflicto distributivo dependen de la tutela del Estado, “capturarlo”
directa o indirectamente se convierte en un problema esencial de la política. Al mismo tiempo,
“autonomizarlo” para devolverle independencia estratégica con imperativos políticos o económicos
variables, como han intentado sistemáticamente las fuerzas armadas, se transforma en la
contrapartida natural. La inestabilidad del crecimiento de largo plazo y los conflictos sobre el control
político del Estado y sobre el valor de la representación en el régimen político han adquirido así un
carácter singularmente latinoamericano, demasiado a menudo ahogado en la normatividad fácil del
concepto de populismo.
La crisis financiera de 1930 representa, como se sabe, un punto de inflexión para la
economía y para la política argentina. La primera guerra mundial había mostrado fugazmente los
riesgos inesperados de un desarrollo en complementariedad con un país europeo. 1930 traerá la
certeza de que la dependencia de los flujos de comercio internacional que había garantizado el
vertiginoso desarrollo económico argentino era tan frágil como insuficiente en un mundo que se
cerraba rápidamente. Junto con la llegada al Río de la Plata de los primeros sacudones de la crisis
internacional, los sectores que habían entregado el control del Estado a la UCR en 1916 creyeron
necesario retomarlo para asegurarse de las medidas a tomar en plena crisis, con el apoyo de las
Fuerzas Armadas y de los radicales descontentos con el “populismo electoralista” de Yrigoyen. El
primer golpe de Estado “moderno” tenía lugar de esa manera. Uriburu y Justo no sabían,
probablemente, que el esquema se repetiría cinco veces más en los 46 años siguientes, sólo para
citar los golpes contra gobiernos total o parcialmente constitucionales. El recurso a la fuerza llegaba
así para hacerse parte constitutiva del régimen político argentino. Si el aspecto democrático del
liberalismo responde a una legitimidad procedural, el régimen político argentino la abandonará por
un juego de legitimidad instrumental: el derecho de intervención de la normalidad institucional
estará justificado por la necesidad de actuar de maneras específicas ante las crisis económicas y
sociales. Y los derechos políticos quedarán subordinados íntimamente a esta característica
constitutiva del régien político argentino.
En cuanto al régimen económico, la “sustitución de importaciones” comenzará
como un proceso de ajuste automático a la situación internacional, y de medidas de salvaguardia
de la protección agrícola: “engranajes paralelos” a la economía de mercado, como gustaban
definirse en la época. Sin embargo los engranajes paralelos no llegarán a convertirse en política
activa del Estado, a pesar del proyecto de Federico Pinedo que el Congreso discutiera en 1940,
sino hasta la construcción del Estado peronista, a partir de 1945. La ambiguedad de esta respuesta
coyuntural a la crisis será interrogada por el nacionalismo militar. La dictadura que sustituye en
1943 a las élites de la “década infame” en el control del Estado, influenciada por la crisis del
régimen político y económico del liberalismo democrático europeo, veía en la reorganización
autoritaria del Estado la forma de escapar tanto de las crisis sociales europeas como de la
dependencia económica del comercio internacional.
Si el peronismo fue una –bastante aleatoria– entre diversas respuestas posibles a
la singular coyuntura nacional e internacional, tendrá una enorme influencia en los problemas
políticos, económicos y sociales que marcarán la historia inmediatamente posterior del país. Perón
era un nacionalista muy impresionado, como muchos de sus contemporáneos, por la eficacia de los
Estados totalitarios europeos en el desarrollo económico, la movilización militar y la organización
tutelada por el Estado de los intereses del capital y del trabajo. En el pensamiento de Perón, un
esquema de desarrollo nacional independiente y de distribución menos desigual (social y
geográficamente) de la riqueza nacional permitirían hacer frente al doble desafío de la época: la
vulnerabilidad económica y el socialismo. La “independancia económica” y la “justicia social” sólo
13
Ver MESA-LAGO, Carmelo: Ascent to Bankruptcy. Financing Social Security in Latin America; Pittsburgh, University of
Pittsburgh Press, 1989.
10
podían ser garantizadas por una fuerte intervención del Estado que determinase con más eficacia y
equidad que el mercado el carácter del desarrollo económico. De manera inesperada, la cuestión
social volverá a aparecer entre los problemas centrales de la Argentina, pero –circunstancia
determinante de singulares problemas futuros– como problema de Estado. Perón desarrollará
sobre todo relaciones con el movimiento sindical, operando una transformación radical de los
modos por los cuales el Estado intervenía sobre los conflictos del trabajo. La singularidad de la
experiencia peronista estará dada por el creciente aislamiento del gobierno y su cada vez más
exclusivo apoyo en los sectores obreros, y por la dificultad de controlar, bajo tal coalición, la crisis
económica de principios de los años 50, primer límite de la nueva estrategia económica.
Se podría decir que el Estado Tutelar argentino tuvo siempre dos caras: una civil y
una militar, puesto que sobre treinta años de existencia fue gobernado durante trece por dictaduras.
Pero en realidad, el golpe de estado de 1955 inaugura un período complejo. Mientras que el núcleo
de las instituciones socio-económicas tutelares será conservado, los inestables gobiernos
sucesores intentarán recrear un régimen político liberal democrático sin peronismo, es decir, sin
participación central de los sectores sindicales que servían de invernadero de la lealtad al líder.
Pero las tres décadas que seguirán al golpe de Estado de 1945 presenciarán la constitución de un
impasse hegemónico en lo político, ya que la caída de Perón en 1955 no produjo la desaparición
del peso político de los sectores obreros ni su identificación con el peronismo, lo cual impedía la
construcción de hegemonías durables por nuevas coaliciones políticas, como sucedió con los
gobiernos de Arturo Frondizi (1958-1962) y de Arturo Illia (1963-1966). Se podría aventurar que la
intransigencia con que las fuerzas armadas tomaron la cuestión del peronismo a partir del
reemplazo del general Lonardi por el general Aramburu es en gran medida responsable,
probablemente más que la habilidad personal de Perón, por la perennidad de la identidad
peronismo-clase obrera. Las fuerzas armadas, que intervenían luego de cada una de esas
situaciones para resolver el impasse de modo autoritario (especialmente en 1966 y 1976) no
pudieron establecer tampoco un control político durable sobre una sociedad civil en donde los
conflictos distributivos se agravaban a medida que la economía recaía en sus crisis cíclicas.
En efecto, un impasse económico acompañaba (sino determinaba en muchos
aspectos) al impasse político. Si el proyecto del peronismo en 1946 consistía en alcanzar un estadio
de autonomía económica y justicia distributiva, el Estado peronista de 1946-1955 dio un impulso
decisivo a la consolidación de un mercado interno con poder adquisitivo pero no llegó a desarrollar
una estructura industrial y de servicios capaz de adquirir autonomía relativa de las transferencias,
canalizadas estatalmente, del ingreso del sector exportador agrícola. Esta circunstancia estará en la
base del impasse económico, que sin impedir el crecimiento, determinará un ciclo de crisis
recurrentes. Luego del golpe de estado de 1955, los esfuerzos de diferente signo por aflojar las
barreras que el sector externo implicaba para el desarrollo se toparon sistemáticamente sin poder
garantizar un “despegue” estable. La crisis cíclica de la balanza de pagos, la agravación de la
situación presupuestaria del Estado y la inflación alta y durable marcaron así la naturaleza
conflictiva, sistemáticamete irresuelta, del modelo de desarrollo económico.
Ambos impasses distaban de ser neutrales en consecuencias. Afectaban de
manera diferente a los sectores sociales, y destruían una a una las posibilidades de canalizar el
conflicto por la vía de las instituciones de mediación de la política. El conflicto se manifestaba como
la disputa entre corporaciones defensivas por el acceso privilegiado a las políticas públicas
producidas por un poder estatal controlado directamente o tutelado de cerca por las fuerzas
armadas. Cada ciclo de crecimiento y de recesión reflejaba así el estado de las fuerzas civiles y el
grado de autonomía de un Estado que necesitaba legitimarse respecto de esas fuerzas de una
manera que no fuera la del sufragio. Estas circunstancias dieron lugar a una espiral de violencia de
los conflictos políticos, económicos y sociales que se agravó con el tiempo. Así, la incapacidad de
construir una nueva hegemonía civil o militar sobre la proscripción de un peronismo refugiado en la
estructura sindical, se agregó a lo largo de los años 1960 una creciente movilización, políticamente
radicalizada, de importantes sectores de la sociedad civil.
La dictadura de 1966-1973 intentó resolver todos esos problemas a la vez por la
vía de un cierre completo de los espacios de manifestación civil y política y la aceleración
estatalmente controlada del desarrollo económico. Cuando parecía alcanzar éxito económico, la
dictadura del general Onganía se encontró con una serie de alzamientos populares de una amplitud
sin precedentes en el interior del país, de las cuales la más importante fue el cordobazo, que
paralizó la ciudad industrial por varios días a partir del 29 de mayo de 1969. Las movilizaciones
representaban la radicalización gradual de la contestación de las consecuencias regresivas de cada
ciclo de recesión y de la represión política y cultural de los regímenes militares. A partir de 1970
11
serán acompañadas por el surgimiento de grupos armados, los más importantes de los cuales
fueron Montoneros y el Ejército Revolucionario del Pueblo, de izquierda peronista y marxista,
respectivamente.
En 1973 la dictadura se ve obligada a operar una transición democrática, incapaz
de resolver los impasses. Pero restablecida la legitimidad constitucional, el enfrentamiento político
entre sectores del peronismo se agravará, y el intento de resolver el impasse económico
reconstruyendo un desarrollo asistido por el Estado y un pacto distributivo entre sectores sociales
será sorprendido por el shock externo de la crisis del petróleo y por la poca maleabilidad de la
sociedad civil. La muerte de Perón en julio de 1974 marcará el desencadenamiento de todas las
tensiones políticas y económicas juntas. Y en 1976 la más radical de las dictaduras entendió dar fin
al ciclo de inestabilidad por la vía de la represión cívico-política y la liberalización económica. La
violencia de la intervención militar sobre los conflictos económicos y sociales fue tan profunda, y el
desastre económico tan amplio, que efectivamente los impasses tomaron un cariz completamente
diferente. La dictadura destruyó casi completamente el elemento de contestación social que el
impasse político suponía, pero no tuvo igual éxito en transformar la economía sobre nuevas bases
de acumulación. Sin embargo, la dictadura habrá desmantelado antes de caer, consciente o
inconscientemente, los fundamentos del Estado Tutelar.
El Estado Tutelar argentino, fruto aleatorio y conflictivo de las circunstancias
históricas complejas y de la incapacidad de resolver sus impasses hegemónicos, tanto políticos
como económicos, dará lugar a un estatuto de ciudadanía bien singular. A la figura europea de un
Estado de Bienestar, objeto de un compromiso polítco y económico entre capital y trabajo,
regulador de un ciclo económico virtuoso de aumento de salarios, productividad, pleno empleo y
protección social universalizante, debe comparársele una figura bien diferente: la de un Estado
tutelando sectores alternativos en cada etapa, prácticamente sin la mediación de compromiso
alguno, con una legitimidad política fuertemente restringida, controlando mal un ciclo económico
irregular y desigual, en el cual la protección social estaba, incluso durante los años de gestión
estatal directa, fuertemente estratificada según las ramas de la economía y según la situación
estratégica del respectivo sindicato en el tablero del ajedrez político y por ende su capacidad de
bloquear o imponer iniciativas al Estado. Igualmente, a la figura de un Estado Populista controlando
14
rígidamente intereses sociales débiles, hay que contraponer un Estado privatizado , penetrado por
intereses de la sociedad civil capaces de desviar sus políticas y esquivar sus leyes. La “ciudadanía
de baja intensidad” que O’Donnell otorgara como rasgo constitutivo a las “nuevas” democracias
15
delegativas de América Latina fue siempre, en realidad, patrimonio de nuestros Estados Tutelares
.
Cuando la Unión Cívica Radical accede al poder en 1983 un singular proyecto de
democratización de las relaciones económicas y políticas se pondrá en marcha. Para el nuevo
gobierno, la legitimidad y el contenido de la democracia dependían de que las instituciones del
liberalismo democrático lograran garantizar al mismo tiempo la canalización efectiva de los
conflictos económicos y sociales y la resolución de la crisis económica con el menor costo social
posible. Para ello había que democratizar tanto a las instituciones como a los actores sociales,
obtener ciudadanos activos de grupos corporativos y de sectores sociales marginados. Se logrará
consolidar el sistema institucional, pero la derrota de los sucesivos proyectos de contención de la
crisis y de reforma económica conducirá a la hiperinflación de 1989: la disolución del circuito
económico en el contexto de la impotencia del Estado y de los actores políticos y sociales para
encontrar una salida convincente. Paradoja de la historia: el año en que Argentina renueva por
primera vez después de treinta y siete años un gobierno civil elegido por sufragio universal libre de
trabas, es el año en donde la desintegración social provocada por la crisis se hace evidente. El año
1989, con sus “saqueos” en las áreas deprimidas de los centros urbanos del país, representa, si se
quiere, el último acto del fracaso del tipo de integración económica y social que se había abierto en
1945 con el Estado Tutelar. La legitimidad procedural del liberalismo democrático, que en 1983
había aparecido en el fondo de la crisis como un bien preciado, casi religioso, capaz de resolver por
su propia fuerza el subdesarrollo económico y las desigualdades sociales, se mostraba a priori
incapaz de garantizar la gestión eficaz de la crisis de acumulación, de reconstituir la fuerza
regulatoria del Estado. La prueba del cambio de época es bien evidente, sin embargo: ningún grupo
14
MARQUES-PEREIRA, Jaime: “La réduction de l’intervention sociale de l’Etat”; en COUFFIGNAL, Georges (editor):
Réinventer la démocratie. Le défi latino-américain; Paris, Presses de la Fondation Nationale des Sciences Politiques, 1991.
O’DONNELL, Guillermo: “Acerca del Estado, la democratización y algunos problemas conceptuales. Una perspectiva
latinoamericana con referencias a países poscomunistas”; en Desarrollo Económico, vol. 33, no. 130; Buenos Aires, julioseptiembre de 1993.
15
12
apoyado por las fuerzas armadas, invocando las necesidades de la crisis, intervino la transición
institucional. La elección de Carlos Menem en 1989 se realizó en el contexto de esta nueva
incertidumbre sobre la recientemente redescubierta democracia, incertidumbre profundamente
diferente a la del antiguo impasse hegemónico.
La Argentina de poscrisis
La última década del siglo XX marca la estabilización de un liberalismo democrático
16
que la Argentia desconocía . Como si la historia hubiera descrito un círculo paradojal y complejo,
entre 1989 y 1996 el nuevo gobierno peronista transformará, con relativo éxito, la estructura
económica del país que el peronismo original había modelado, y cuyos problemas estructurales
habían fundado el impasse económico y político. A la vez, es posible decir que la transferencia
pacífica del poder ejecutivo de un gobierno electo a otro y la cuasi-desaparición de las fuerzas
armadas como factor político muestran la consolidación de los procedimientos de la democracia.
Esto es sin embargo contrastado en otros aspectos institucionales como la libertad de expresión, la
independencia de las instituciones judiciales respecto del poder político, o el control público de los
organismos de seguridad. Pero fundamentalmente, en el contexto de una cierta estabilidad de las
instituciones políticas democráticas y de la economía de mercado, el país descubre los problemas
de integración social del liberalismo democrático occidental, en una etapa en la que éste está
marcado por la descomposición del sistema del Estado de Bienestar. Por medio de la
democratización y de la internacionalización de su economía, la Argentina se reincorpora así al
mundo occidental en muchos más aspectos de los que ella cree.
En lo que concierne a la economía de la Argentina, cinco ejes marcan
respectivamente la deconstrucción sistemática de las instituciones principales del Estado Tutelar:
freno a la inflación, reforma del sector público, liberalización y apertura de la economía, reforma de
la relación salarial, reforma de la protección social.
El freno a la inflación será operado por la fijación legal de una relación invariable
entre la masa monetaria y el nivel de reservas del Banco Central, consecuentemente por la fijación
virtual del tipo de cambio, punto de referencia esencial de los mecanismos de indexación
inflacionarios. La consecuencia fue una “normalización” del conflicto distributivo: su traslado de la
variación nominal de precios y salarios al nivel de empleo y a la productividad laboral en las
empresas. La reforma del sector público, por su lado, consistió en la privatización total o parcial de
la mayoría de las empresas públicas de producción de bienes y de servicios, en la desaparición de
la mayor parte de los mecanismos de subsidios y de promoción, de la reducción del costo laboral
del empleo público y de la reducción del gasto público en prácticamente todas las áreas (salvo,
lógicamente, en el área de servicios de la deuda pública). Paralelamente, reformas fiscales
apuntaron a restablecer la percepción de impuestos, fuertemente afectada durante la época
inflacionaria, y a transferir la carga fiscal principal de las tarifas al comercio hacia los impuestos al
consumo. Al mismo tiempo la economía fue “abierta” (por medio de una baja de la estructura
tarifaria aduanera y la profundización de la integración regional) y desregulada (supresión de la
mayoría de los controles públicos sobre la producción y la circulación de bienes y servicios, y las
regulaciones al flujo internacional de capital y de dividendos).
Finalmente, el mercado de trabajo y la protección social fueron completamente
transformados. Esto fue resultado indirecto del cambio de los modos de funcionamiento de la
economía (peso relativo del sector público, conflicto distributivo canalizado por la inflación), y
resultado directo de la transformación de la casi totalidad de la regulación legal del contrato de
trabajo y de las instituciones de protección social y de salario indirecto. En lo que concierne a la
primera, las nuevas leyes flexibilizaron las condiciones de contratación, de despido y de regulación
de la jornada de trabajo, hasta entonces fuertemente reglamentadas por leyes “fordistas”. Además,
la negociación colectiva, hasta entonces organizada sobre el predominio de las convenciones por
rama de la economía entre federaciones sindicales y cámaras patronales con fuerte intervención
del Estado, fue flexibilizada permitiendo en los hechos una creciente fragmentación de las
convenciones en el plano de la empresa, en el contexto de una debilitación generalizada del poder
de negociación sindical. Ello trajo como consecuencia una creciente heterogeneización de la
16
Por razones de espacio omitiré desarrollar el concepto de “liberalismo democrático” que tomo sin reservas de José Nun.
Ver “La teoría política y la transición democrática”; en NUN, José y PORTANTIERO, Juan Carlos: Ensayos sobre la
transición democrática en la Argentina; Buenos Aires, Puntosur, 1987; reeditado en NUN, José: La rebelión del coro.
Estudios sobre la racionalidad política y el sentido común; Buenos Aires, Nueva Visión, 1989.
13
situación de los asalariados según la perfomance de cada rama y de cada empresa en relación a la
liberalización y a la apertura. En cuanto a la protección social, los sistemas de salud, “previsional”,
de despido y de accidentes de trabajo, fueron a su vez desregulados, privatizados y desvinculados
de la estructura sindical.
Las consecuencias sociales de los nuevos modos de funcionamiento de la
economía y del mercado de trabajo no son tan fáciles de determinar como uno podría a priori
creerlo. El fenómeno más importante parece ser una heterogeneización de las situaciones sociales
siguiendo tres líneas: la evolución del nivel y la composición del desempleo, la perfomance en la
reconversión de ramas y empresas al nuevo medio ambiente económico (fuertemente estratificada
según el tamaño de las empresas, el acceso al crédito, y la política de remuneración de recursos
humanos de cada empresa), el deterioro del empleo público y de los sectores dependientes del
gasto público.
El desempleo y el subempleo se elevaron fuertemente hasta alcanzar un pico en
1995 que se mantiene estable desde entonces: entre un tercio y un cuarto de la población activa
con graves problemas de inserción laboral, lo cual representa una duplicación de las cifras, ya
bastante altas, de finales de los años 1980. Tal “estabilización” momentánea del desempleo y el
subempleo en semejante nivel parecen augurar una desocupación más estructural que coyuntural,
17
aunque estas cifras no resulten concluyentes . Sí resulta evidente el “desenganche” entre dos
variables ligadas durante el Estado Tutelar por una proporción directa: producto bruto y empleo.
Este trade-off puede resultar a priori paradójico. No lo es, sigue las mismas líneas
globales que el desempleo europeo en los años 1980 y 1990: crecimiento sin absorción de empleo
y pérdida del peso relativo de las formas tradicionales de contratación, lo cual genera altas tasas de
desempleo coyuntural y estructural. Las coordenadas de funcionamiento del régimen de
acumulación inducidas por el Estado de pos-crisis hacen que el funcionamiento económico aún en
condiciones excepcionales de crecimiento, generen un fuerte proceso “centrífugo” sobre los
asalariados: para ponerlo de otra manera, el sistema parece no poder reabsorber lo que no cesa de
expulsar, a la vez que absorbe cada vez de peor manera. Ello se debe probablemente a dos
circunstancias. Por un lado el marco de regulación legal de la relación salarial se mostró, pese a
todo, como una de las variables más fáciles de transformar en la ley y en los hechos. Así, la
búsqueda de competitividad de las empresas privadas y privatizadas se pudo realizar
esencialmente por la vía de la reducción de los costos del trabajo: deterioro salarial, despidos,
reemplazo de la estructura de contratación de duración indeterminada y de tiempo completo por
contratos flexibles. Esto se combinó con un proceso de concentración e internacionalización de la
propiedad de las empresas que favoreció los “adelgazamientos”, las quiebras de numerosas
pequeñas y medianas empresas incapaces de sobrellevar el cambio de precios relativos, los
congelamientos salariales y los recortes de empleo a nivel de los estados provinciales y
municipales, en muchos casos dependientes de las transferencias monetarias del Estado nacional.
En el discurso político y teórico que defiende las potencialidades futuras de la
transformación institucional de pos-crisis, el desempleo es el resultado de un proceso inevitable de
progreso y reconversión “schumpeteriano” durante el cual la economía destruye estructuras
18
ineficientes o no competitivas y reconstruye otras nuevas . Dicho de otra manera, en el lenguaje
de los instrumentos neoclásicos predominantes en la literatura económica, la tasa de desempleo
aumenta a medida que el alza de la oferta de trabajo no es seguida automáticamente por una
aumento de la demanda o por una baja de salarios. La inelasticidad a la baja del salario es
concebida como el producto de un conjunto institucional cuyas bases esenciales son el peso de los
19
sindicatos, la regulación legal y, evetualmente, la existencia de sistemas de salarios mínimos . En
un contexto de reforma estructural o de reconversión, las regulaciones legales del antiguo contrato
17
La medición del desempleo en la Argentina arroja cifras relativas. Al no existir un registro de desempleados, porque
tampoco existe un seguro sistemático de desempleo, la medición consiste en una estimación que hace el INDEC en base a
una muestra (en octubre de 1995 la relación era aproximadamente de 1 encuesta por cada 5.000 habitantes) bianual en
treinta ciudades del país, la Encuesta Permanente de Hogares, cuyas mediciones se conocen como “onda de mayo” y
“onda de octubre”. Se pregunta al encuestado si trabaja o no, cuanto trabaja, y si desearía trabajar más. Desempleados se
considera a las personas que no trabajan y desearían trabajar. Subempleados se considera a las personas que trabajan
menos de treinta y cinco horas semanales y desean trabajar más en el momento de la encuesta. Por ello, para ser
conceptualmente más precisos, cabría hablar de “índice estimativo de desocupación abierta urbana” o, como se prefiere
aquí, sumando desempleados y subempleados, como “población activa con problemas de inserción laboral”.
18
Ver CAIRE, Guy: L’emploi. Des repères pour comprendre et agir; Paris, Liris, 1994. Para el concepto clásico de
“destrucción creativa” ver SCHUMPETER, Joseph: Capitalisme, Socialisme et Démocratie; Paris, Payot, 1961.
19
Por ejemplo ver PESSINO, Carola: “La anatomía del desempleo” ; en Desarrollo Económico; vol.36 (no. especial);
Buenos Aires, 1996.
14
fordista son obstáculos tanto más importantes cuanto que hacen subir los costos de la flexibilidad
externa (despidos y contrataciones) y no coinciden con las necesidades de las nuevas formas de
20
organización del trabajo, o flexibilidad interna . El sistema necesita así de un plazo “razonable”
para terminar de destruir las trabas al libre funcionamiento del mercado de trabajo, y eventualmente
desarrollar formas alternativas de inserción social que reemplacen a las antiguas, ya
inevitablemente perimidas. Los casos de pobreza extrema podrán ser tratados, una vez que el
equilibrio presupuestario se recupere, por medio de intervenciones estratégicas y puntuales del
Estado. Así, la precupación por los fenómenos de agravación de las condiciones sociales en los
países sometidos al mismo tiempo a la liberalización y a la apertura en el contexto de la
globalización no pasa por la revisión de los efectos perversos de los mecanismos de la
acumulación sino por la puesta en tela de juicio de la irracionalidad del gasto social del Estado. Sólo
el crecimiento económico, cuya condición es precisamente la reforma estructural, puede garantizar
nuevas absorciones de empleo y recursos preupuestarios para asistir los problemas de integración
21
social .
Pero lo que marca la cuestión social del Estado de poscrisis tanto o más que los
problemas de inserción laboral es la fuerte heterogeneización relativa de la relación salarial. Ello
podría muy bien ser parte de un proceso de diversificación natural que sufren la organización del
trabajo y las modalidades del contratación, con paralelos a nivel internacional. Pero la
heterogeneización formal de la relación salarial oculta mal una heterogeneización paralela de las
condiciones de vida permitidas por la relación salarial. La “precarización” del empleo se convierte
así en un dato de relevancia similar o superior al problema del desempleo.
Si se concibe a la pobreza como un recorrido histórico, resultado de un proceso
auto-agravante económico, social y cultural, y no como un estado sólo económico separado de otro
22
estado por un umbral de ingreso monetario , los problemas de funcionamiento de la economía y
las intervenciones sociales del Estado adquieren otros rasgos. El empleo aparece no sólo como un
medio entre otros de proporcionarse un ingreso monetario, sino como la forma privilegiada, el
vector de integración social. Llamemos integración social a la capacidad de un conjunto social
organizado, en este caso un Estado-nación, de garantizar oportunidades de vida a sus miembros.
Tales oportunidades de vida van desde las necesidades básicas de alimentación, vivienda, salud y
educación (en el sentido más amplio de afiliación cultural), hasta las necesidades más complejas
que podríamos llamar de consumo y protección social (en el sentido amplio de reducción de la
incertidumbre inherente a la aleatoriedad de la vida activa). Durante la época de predominio de los
modos de organización típicos del fordismo, la relación salarial permite a quienes, retomando la
vieja fórmula de Adam Smith, “no poseen otro capital que su persona”, el acceso a estas
oportunidades de vida por la vía de un ingreso monetario directo inmediato o diferido (salario directo
y seguros sociales por cotización) y un ingreso indirecto de origen colectivo (salario social o
indirecto) provisto por la redistribución que el Estado opera por medio de la inversión y los servicios
23
públicos . La relación salarial adquiere así su forma típico-ideal de vector de integración social
determinante, según variaciones históricas y geográficas, de los diferentes tipos de integración
social.
En la Europa actual, la relación salarial fordista prototípica de la pos-guerra, eje
institucional sobre el cual el Estado de Bienestar hacía funcionar sus formas típicas de protección,
está sufriendo importantes transformaciones con las crisis presupuestarias del Estado y los
cambios en los modos de organización micro-económica del trabajo que buscan los aumentos de
productividad en formas diferentes a las del ciclo del pleno empleo. No se trata sólo del problema
del desempleo sino también de la creciente heterogeneidad del empleo; no se trata sólo de un
déficit de integración, sino de un déficit de la integración.
24
Para Robert Castel el lugar ocupado por un individuo en la división social del
trabajo marca las posibilidades de acceso de este último a las “redes de sociabilidad” y a los
20
Tomo los conceptos del actual ministro de trabajo. Ver CARO FIGUEROA, Armando: La flexibilidad laboral.
Fundamentos comparados para la reforma del mercado de trabajo argentino; Buenos Aires, Fundación Friedrich Ebert /
Legasa, 1993.
21
EDWARDS op.cit., último capítulo.
22
Al respecto ver PAUGAM, Serge: La disqualification sociale. Essai sur la nouvelle pauvreté; Paris, PUF, 1991; y su
correspondiente versión argentina en MINUJIN y KESSLER op.cit.
23
MARSHALL, Adriana: Políticas públicas y transferencia de ingresos: el “salario indirecto” antes y después de 1976;
documento de investigación no. 34; Buenos Aires, Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), novembre
1985.
24
CASTEL, Robert: Les métamorphoses de la question sociale. Une chronique du salariat; Paris, Fayard, 1995.
15
sistemas de protección social. Esto da lugar a “zonas” de cohesión social de acuerdo al diferente
grado de vulnerabilidad social que las redes de sociabilidad y los sistemas de protección habilitan.
La “composición de equilibrios” entre esas zonas indica el grado de cohesión de un conjunto social
en un momento determinado. La variabilidad y movilidad de este esquema hace que lo que se
denomina habitualmente exclusión, al igual que lo que indica Paugam para la pobreza, no sea un
estado sino un recorrido, cuya consecuencia Castel llama “desafiliación” (un concepto común en la
literatura angloparlante: social destitution). Lo que habitualmente se denomina cuestión social
aparece así en perspectiva como la forma que toma en diferentes épocas la desafiliación social.
En los modos de funcionamiento de la economía argentina que se identifican a
partir de los años 30 con las diferentes etapas del proceso de industrialización por sustitución de
importaciones, el vector de integración social estaba dado por la relación salarial con características
fordistas con dos rasgos “idiosincráticos”: por un lado estaba tutelada por el Estado a través de la
ley –con una variabilidad importante de acuerdo a que el Estado estuviese, como habíamos visto,
ocupado por las fuerzas armadas o por gobiernos civiles con desiguales necesidades de
legitimación electoral– y a través del lugar central que éste ocupaba en el proceso de acumulación;
por otro lado estaba co-regulada por una estructura sindical particular cuya capacidad política
marcaba jerarquías tanto las escalas salariales como la calidad de las redes de protección social. A
diferencia de la mayor parte de los países de América latina el “fordismo argentino” permitía, en
principio, una integración relativamente homogénea, que hacía por ejemplo que las redes de
protección y asistencia social a los desafiliados fuesen de poca importancia. La cuestión social no
estaba identificada tanto con una problemática de dualidad de la integración social (como en la
mayoría de los países de América Latina), sino con el conflicto distributivo latente o activo entre
sector público y privado, entre sector empresarial y laboral, entre empresas grandes y pequeñas,
entre diferentes sindicatos, entre sectores productivos, comerciales y financieros. La inflación y la
“privatización” de regiones importantes del Estado eran los medios esenciales de manifestación de
este conflicto. Mientras el Estado era hegemónico en el proceso de acumulación, era también
mediador del conflicto distributivo, aún si su autonomía era tan variable como los regímenes
políticos y la apropiación de sus mecanismos por parte de intereses privados lo permitían.
La Argentina de poscrisis muestra el comienzo de la estabilización de un
liberalismo democrático más ordinario, en términos del carácter que éste ha tomado en la historia
de Occidente. Esta “normalización” se produce a través de la inversión de los términos de la
Argentina del Estado tutelar. En ésta última la tutela estatal se combinaba con un régimen político
de participación ciudadana casi siempre restringido a la mediación corporativa. En la Argentina de
poscrisis la baja intensidad de la garantía colectiva de integración que produce la soberanía
distributiva del mercado “libre” se combina con un régimen político en el que las restricciones a la
participación en la cosa pública, sin dejar de existir, son más indirectas. Al mismo tiempo, mientras
que los problemas de legitimidad política pueden ser canalizados fuera del “juego de suma cero” de
los tiempos del impasse hegemónico, es sólo a partir de la Argentina de poscrisis que la relación
entre Estado y mercado puede ser pensada fuera de las barreras impuestas por la singularidad del
Estado Tutelar.
A partir de las nuevas formas de funcionamiento de la economía y de las nuevas
reglas que regulan la intervención del Estado, es sobre todo el vector de integración social el que se
ve afectado. Las dos funciones esenciales que el Estado Tutelar realizaba –tutela contractual y
hegemonía regulatoria del régimen de acumulación – se disuelven en la nueva flexibilidad legal de
la relación salarial y en la hegemonía directa de los actores privados en la asignación de prioridades
al proceso de acumulación. La nueva cuestión social se identifica siempre con un conflicto
distributivo, pero ahora de naturaleza diferente: se desplaza al problema, técnicamente anterior a la
distribución del ingreso, de las formas de empleo. Es por eso que es posible afirmar que la
Argentina de poscrisis muestra al mismo tiempo una “latinoamericanización” y una “europeización”
de sus problemas sociales. Descubre la agravación de una tendencia a la multiplicación de esferas
de integración social distintas en la expulsión del mercado de capas enteras de la población; y
descubre la degradación fuertemente estratificada del mercado de trabajo formal.
Se creyó que tal situación podía afectar la legitimidad de los gobiernos de la
transición democrática. Al contrario, la estabilización económica fue acompañada por un apoyo
electoral muy importante. Este apoyo, más que a la alquimia electoral del menemismo o a la
ignorancia de la población que muchos suelen sugerir, puede ser atribuido a la confluencia de dos
factores. Por un lado permite medir la amplitud de la degradación y de la inseguridad que
acompañaron al conflicto distributivo inflacionista característico de la descomposición del Estado
Tutelar. Por otro lado, aunque íntimamente ligado al anterior, es posible atribuir la continuidad del
16
apoyo al tiempo necesario de decantación de las consecuencias de mediano plazo que las nuevas
políticas públicas representan. Es improbable que la legitimidad de la nueva economía se ponga en
juego en, por ejemplo, las elecciones presidenciales de 1999: a lo sumo se jugará el carácter del
equipo político en el gobierno, su relación con la ley, su oferta de respeto normativo, eventualmente
su predisposición a la negociación de ciertos elementos del modelo económico con los sectores
sociales más negativamente afectados. Esto, no obstante su extrema importancia vista la
singularidad de la relación entre el gobierno de Menem y la ley, probablemente no afecte, al menos
en el mediano plazo, los caracteres principales de la Argentina de poscrisis.
Es nuestra hipótesis que el estatuto de ciudadanía en la Argentina tiende así a
confluir, después de muchos años, con el tronco madre del liberalismo democrático occidental. Es
razonable suponer que la tensión central de la ciudadanía moderna, aquella que desvelaba a Marx
y a Tocqueville, el conflicto por el sentido de la igualdad, reaparezca en Argentina, como está
ocurriendo en Europa, por la vía del conflicto por el contenido de los derechos sociales. Para ello
hace falta que los derechos se transformen en canales legítimos de disputa por el modelo de
regulación social. Es notorio, en ese aspecto, que la Argentina de poscrisis tiene aún un largo
camino por delante.
ANEXO
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