Empresarios, tecnología y sociedad

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Empresarios, tecnología y sociedad
Vamos a hablar de la actualidad e incluso del futuro. Por tanto, bueno será
empezar por una de las raíces de nuestra cultura: Platón. Hace 25 siglos, en el Gorgias, se
refiere Platón al “arte de los negocios” como el que permite liberar de la pobreza a
mucha gente. Lo compara con el “arte de la medicina”, que sirve para amortiguar el dolor
y la enfermedad. Resulta hoy actualísima esa idea de que la función empresarial es la de
contribuir a minorar la pobreza en un país. Traducida a las convenciones actuales, la
empresa desempeña también una “responsabilidad social corporativa”, mas no como un
lujo o una moda, sino como una necesidad. Esa idea es aproximadamente la contraria de
la que expresa el grafiti que he visto en algunas tapias estos días: “Empresarios, no sois
necesarios”.
El Tesoro de la lengua castellana o española de Sebastián de Covarrubias (1611)
recoge la acción de “emprender” como “determinarse a tratar algún negocio arduo y
dificultoso”. De ahí se deriva “empresa”, que es algo así como mote o emblema.
Equivalía entonces a lo que hoy llamaríamos lema, eslogan o logotipo. Por ejemplo, “In
hoc signo vincam” (= con este signo venceré) con la cruz de Constantino o el AMDG de la
Compañía de Jesús. Precisamente, el nombre de “compañía” lo utilizó San Ignacio para su
orden por la asociación con el término militar. En ella el superior era llamado “general”.
La “compañía” fue también un término clásico para la sociedad mercantil. El Diccionario
de Autoridades de 1726 habla de “compañía” como “el convenio, unión y contrato que
hacen dos o más mercaderes u hombres de negocios para sus tratos y comercios”.
Con la Revolución Industrial se implanta la empresa fabril como modelo de
organización, el que hasta entonces había correspondido idealmente al mundo militar.
No es casual que se llamaran “capitanes de empresa” a los fabricantes. La idea de la
“organización industrial” la desarrolla Alfred Marshall en sus Principios de Economía
(1890). Se contrapone a la “organización física” del mundo biológico, realmente su
adaptación evolutiva. La “organización industrial” se basa en la creciente división del
trabajo que caracteriza a la sociedad humana a medida que progresa. Ahí es donde
interviene decisivamente el papel de la “gestión empresarial” para hacer más
satisfactorio el uso de los medios de producción. Uno de esos medios es el de las
personas (los operarios y los directivos). Eso hace que el director del negocio pueda ser
entendido como “empleador”.
Joseph A. Schumpeter da un paso más al precisar las funciones creadoras,
innovadoras, de liderazgo y de organización del empresario profesional en su Teoría del
desarrollo económico (1934).
Amando de Miguel
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Todas esas ideas teóricas sobre el empresario creador llegan tardíamente a
España, donde continuaba la inercia del fabricante tradicional, un papel cercano al
comerciante. Los escritores españoles del primer tercio del siglo XX (una verdadera “edad
de plata” de nuestra Literatura) no se preocupan mucho de los asuntos económicos. Una
excepción notable es Ramiro de Maeztu, un periodista familiarizado con el mundo de los
negocios. En una serie de artículos periodísticos (1922) expone su original teoría del
dinero. Se basa en la temprana lectura del libro de Max Weber, La ética protestante y el
espíritu del capitalismo, y en la experiencia de sus viajes por Inglaterra y los Estados
Unidos. Maeztu contrapone la ética del indiano (basada en el esfuerzo y la austeridad)
con la del juerguista, el rico que funde el dinero para el inmediato placer. En 1926
enuncia este diagnóstico: “Los hombres que no tenemos, pero que hacen falta, son los
que consideran la economía como una de las regiones supremas del espíritu”. Se
personifican en el “capitán de industria”, que es el “verdadero aristócrata de los tiempos
modernos”, el que se distingue por su “sentido reverencial del dinero”. Es el dinero que
se invierte responsablemente para dar trabajo. No es propiamente calvinista (según la
tesis de Max Weber) porque ─como dice Maeztu─ florece en “mi país vascongado y en
ciertos sectores de la población catalana y valenciana”. Esos ambientes a la sazón
estaban penetrados de la influencia del catolicismo militante. El polo opuesto,
tradicional, es el hombre con escaso sentido de la responsabilidad que mantiene un
“sentido sensual del dinero”; trata de fundirlo para su placer inmediato. El término inglés
para el hombre de negocios responsable era el de undertaker, hoy un arcaísmo.
Un político y financiero vizcaíno, José Félix de Lequerica (que fuera ministro de
Exteriores con Franco), incorpora la doctrina de Maeztu para entender la figura del
industrial vasco. Ese tipo humano “concede un positivo valor moral al esfuerzo de
adquisición de la riqueza y la considera con reverencia y como piedra de toque de la
conducta, sin ciertas alegres condescendencias para con la informalidad dineraria de
otras gentes” (publicado en 1956).
Hasta después de la guerra civil no empezó a generalizarse la voz “empresario”.
En su lugar, se hablaba de “patrono”, un término de raigambre rural y eclesiástica.
Todavía en el actual Diccionario actual de la Real Academia Española se define el
“patrono” como “persona que emplea obreros en el trabajo u obra de manos”. La
definición parece un tanto anacrónica o por lo menos muy restrictiva. Hasta la guerra
civil la voz “patrono” tenía un deje desdeñoso por parte de la izquierda. Se asimilaba a
“burgués, explotador o capitalista” con el mismo tono. Se trataba de un término polar.
En el otro extremo estaba el “obrero” o el “proletario” (el que no tenía más bienes que
su prole). Aún hoy, en el lenguaje de los sindicatos, se habla corrientemente de una
elipsis, “la patronal”, para referirse a las asociaciones empresariales. Se da por perdida la
vieja denominación de “amo”, que se mantuvo más tiempo en las explotaciones agrarias.
Amando de Miguel
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Durante la primera mitad del siglo XX (realmente hasta el Plan de Estabilización
de 1959) los empresarios españoles se organizaron de forma conservadora para repartir
el magro mercado interior. Ese objetivo se sirvió de la política proteccionista y la natural
consecuencia de fuertes oligopolios industriales. El resultado fue una escasa
productividad y un peso excesivo de la población agraria. Esa situación se traduce en la
política autárquica de los años de la postguerra. Se hizo de la necesidad virtud ante la
restricción del comercio exterior. Los privilegiados empresarios de esa época eran más
bien cumplidores funcionarios que dependían del Estado o de los bancos.
La anomalía de la “tibetatización” de la economía española se consume por
anoxia económica en 1959 con el Plan de Estabilización. Significa abrirse al exterior,
avanzar hacia la economía de mercado. Después de una aguda crisis se logran las
mayores tasas de crecimiento del producto de toda nuestra Historia anterior y posterior.
En los últimos diccionarios del siglo XX se recoge el término “empresa” como la
“unidad de organización dedicada a actividades industriales, mercantiles o de prestación
de servicios con fines lucrativos”. El “empresario” es el “titular, propietario o directivo de
una industria, negocio o empresa”. Es sinónimo de “industrial”. Se añade la variante de
“emprendedor” como la persona que “emprende con resolución acciones dificultosas o
azarosas”. No está claro si es una posición distinta como tal o más bien una fase o un
subtipo de empresario.
Un paso decisivo en la profesionalización del empresario fue la constitución de la
Escuela de Organización Industrial, dependiente del Ministerio de Industria, en 1955. Se
propuso la formación de directivos de empresa. Fue una venturosa consecuencia de los
tratados de cooperación militar con los Estados Unidos. Se hizo a partir de la Comisión
Nacional de Productividad, ligada a su vez a los ingenieros industriales. A ese cuerpo
pertenecían algunos de los primeros profesores de la EOI. Tuve la suerte de pertenecer a
la promoción de graduados de la EOI de 1961. El azar quiso que en esa fecha Juan J. Linz
(entonces en la Universidad de Columbia) viniera a la Escuela a dar unas charlas sobre los
empresarios. Con él me enrolé en el estudio sociológico sobre el empresariado español
que Linz trataba de llevar a cabo con el patrocinio de la EOI. Era la primera encuesta
“científica” que se levantaba en España con el auxilio de los “cerebros electrónicos”. Sus
resultados se publicaron en una serie de monografías entre 1963 y 1966, firmadas por J.J.
Linz y A. de Miguel. Así pues, celebramos ahora el jubileo de esa investigación pionera.
Mi experiencia de la EOI hizo que, después de una larga estadía en la Universidad de
Columbia, desarrollara casi toda mi obra sociológica a través de distintas empresas
privadas o de un despacho profesional.
Amando de Miguel
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En el estudio de Linz era fundamental la relación familiar que podía existir entre el
director y la fundación de la empresa. Los “herederos” y los “fundadores” eran tipos muy
distintos (más tradicionales) que los managers o directores profesionales. Algunos
conservaban los nombres tradicionales de “gerentes” o “apoderados”. Para empezar,
cuatro de cada cinco entrevistados tenían alguna relación con la fundación de la
empresa. Esa distinción no sería hoy tan tajante. Bien es verdad que hay todavía
bastantes empresarios relacionados familiarmente con la fundación de la empresa. Sin
embargo, el acceso a esa posición se legitima fundamentalmente mediante la formación
y la experiencia. En la encuesta de Linz la formación que dominaba en el empresariado
era la de ingeniero. Hoy la más frecuente es la combinación de estudios de Economía,
Empresariales y Derecho. Muchos directivos han pasado por los cursos de las Escuelas de
Negocios, un título que admite muchas variaciones onomásticas y organizativas.
En la encuesta de Linz se preguntaba por la formación ideal para llegar a ser un
empresario con éxito. La dispersión es muy grande, pues seguramente obedece a la
justificación de la biografía de los entrevistados. En conjunto domina la combinación de
“ingeniero con experiencia directiva”. La formación ingenieril destaca más conforme se
asciende en la escala de tamaño de la empresa. Según se desciende por ella, se afirma
todavía más el valor de la experiencia, normalmente en un negocio familiar. Esos datos
se refieren a un momento liminar en el que todavía no habían cuajado las enseñanzas de
Economía, Empresariales o las Escuelas de Negocios. Algunos empresarios tenían la
calificación de perito industrial o de profesor o intendente mercantil.
Tradicionalmente los empresarios españoles provenían de familias ya instaladas
en el gremio industrial correspondiente. La formación más apreciada era Derecho o
alguna de las Ingenierías. A finales de los años 50 empiezan a salir las primeras
promociones de directivos en la EOI. Correlativo del intenso desarrollo económico de los
años 60 y 70 es el auge de las nuevas Escuelas de Negocios, localizadas sobre todo en
Madrid, Barcelona y el País Vasco. Tenemos ya una verdadera categoría de directores y
directivos de empresa, profesionalizados, egresados de esos centros y de otros de
carácter universitario. Debe señalarse un contraste significativo. Así como las
Universidades españolas están por detrás de las primeras 200 de todo el mundo, las
Escuelas de Negocios se sitúan en la cabecera de ese ranking.
Resulta llamativa una limitación léxica. Las definiciones que dan los diccionarios
de la voz “empresario” se quedan cortas. No recogen bien las notas de beneficio, riesgo,
expansión, racionalidad organizativa, productividad y aplicación sistemática de la
tecnología más rentable. Sin esas ideas la figura del empresario resulta muy borrosa. Se
comprende que son demasiadas notas distintivas para compendiarlas en una entrada de
los lexicones. También puede ser que el empresario sea una categoría tan heterogénea y
admite tantos subtipos y jerarquías que se hace muy dificultosa la tarea de sintetizar
todo eso en una palabra.
Amando de Miguel
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Resulta sobremanera ingenuo sostener que el móvil fundamental de un
empresario sea el beneficio. Eso se podría predicar mejor de un jugador profesional o de
un ladrón. Pero el esfuerzo de un empresario es bastante más complejo. Se parece más
al del artista; es decir, trabaja sobre todo para que reconozcan su obra. Llámese vanidad
si se quiere. El beneficio importa mucho (la retribución de los propietarios), pero el
empresario busca sobre todo el reconocimiento social. Aquí se produce una paradoja.
Toda empresa camina hacia el propósito de ofrecer un producto único, que se distinga
con mayor o menor fortuna del que ofrecen los competidores. De ahí la importancia de
la marca, el diseño, el color corporativo y otros símbolos de identidad. Es decir, el
propósito es el de situarse en una posición monopolística, pero suele durar poco porque
los competidores tratan de superar esa ventaja. Al final, lo que llamamos economía de
mercado consiste en la incruenta lucha de esos monopolios efímeros, basados en el
continuo progreso de la tecnología. La pretensión de exclusividad, de éxito de una marca,
lleva precisamente a que el empresario destaque el papel de reconocimiento social. El
empresario con éxito no necesita solo ganar dinero sino llegar a ser un líder social. El
“hombre de negocios” con éxito es también un “hombre de ocios” por la manera cómo
destaca en las relaciones sociales, a veces, incluso, políticas.
La creencia común es que son las empresas los sujetos fundamentales del
desarrollo económico, la innovación tecnológica, la productividad. Pero hay una realidad
que matiza mucho esa creencia: hay empresas exitosas y otras que no lo son tanto. Es
más, en una economía compleja o avanzada muchas empresas desaparecen y se crean
otras tantas o más. Ahí es donde se vislumbra que el factor fundamental de dinamismo
económico no es tanto la empresa como el director y los directivos. Es ese grupo el que
se traslada de una empresa que fenece a otras que surgen. Se puede sospechar que esa
rotación del personal directivo puede llegar a ser personalmente traumática en algunos
casos, pero es algo muy sano para el funcionamiento económico. De los fracasos se
aprende tanto como de los éxitos. Una vez más, se cumple el viejo apotegma de “vicios
privados, virtudes públicas”.
Otra creencia muy general es que “los empresarios son los creadores de empleo”,
son realmente los “empleadores”. No es cierto, o por lo menos ese enunciado requiere
un importante matiz. Cada empresario, al perseguir la racionalidad organizativa y técnica,
crea el menor número posible de empleos para los medios de que dispone. Es el
conjunto del empresariado el que hace que se expanda el número de empleos, pero es
porque se amplía el número de empresas realmente productivas. De esa forma se
resuelve la vieja polémica de los “luditas” (lo que destruían los telares mecánicos porque
eliminaban empleos). La innovación tecnológica (máquinas y organización) permite
producir lo mismo o más con menos empleos. Pero eso es en cada caso particular. En el
conjunto es el esfuerzo innovador del empresariado el que permite que aumente el
empleo. Por ese lado se colige que los buenos empresarios son imprescindibles.
Amando de Miguel
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No vale la pena detenerse mucho en desmitificar otra creencia muy popular, la de
que es el Gobierno quien crea el grueso de los empleos. Es enorme la visibilidad del
Instituto Nacional de Empleo, pero, a pesar de su ostentoso nombre, pocos empleos
crea… salvo los funcionarios que contrata. No parece que ese ente sea un modelo de
productividad. Se llega al absurdo de considerar que, si se incrementa el gasto público,
sube el número de empleados verdaderamente productivos. En todo caso el Gobierno
podrá remover algunos obstáculos legales o burocráticos para facilitar la creación de
empleo. Pero esa función la cumple el empresariado como queda dicho. Las falsas
creencias sobre la creación de empleo son la especificación de un axioma sociológico. A
saber, las mentiras o medias verdades suelen tener más atractivo popular que las
verdades.
Es conocida la tesis de Schumpeter por la que la función primordial del
empresario con éxito es la de innovar en tecnología y en prácticas organizativas y
comerciales. Realmente es una traslación del espíritu innovador que desempeñan los
científicos y teóricos como resultado de los valores vigentes en una sociedad. Se sabe
que los descubrimientos científicos no se producen al azar en el tiempo, ni tampoco de
una forma ordenada. Antes bien, hay unos periodos de tiempo en los que se concentran
esos descubrimientos. La paradoja está en que esas constelaciones de avances científicos
se suelen dar en épocas de infortunio económico. Precisamente la fase de recuperación
que sigue a las crisis se caracteriza porque las empresas se deciden a sacar partido
económico de esos descubrimientos. Ese proceso permite dar una interpretación más
precisa y realista del papel del empresario. Es la figura que sabe anticipar qué nuevos
adelantos técnicos son los que van a ser más demandados. Naturalmente tiene que
convencer a mucha gente (socios, empleados, sindicatos) de que esas nuevas tecnologías
van a posibilitar una producción más rentable. Seguramente, caso por caso, supondrá
una dolorosa reducción de la plantilla, pero en seguida esa innovación suscitará la
apertura de más empresas y subirá el empleo conjunto. No otra cosa es el progreso
industrial. Naturalmente, esa tendencia se adapta, además, a las oscilaciones de los ciclos
económicos.
Puede parecer absurda la idea de que suele pasar un tiempo ocioso entre un
descubrimiento científico y su aplicación empresarial. Pero la Historia está llena de
ejemplos de que eso ha sido así. La electricidad era conocida en el siglo XVIII, pero se
mantuvo más de un siglo como un simple entretenimiento de “Física recreativa”. La radio
(telegrafía sin hilos) se descubrió a finales del siglo XIX, pero tardó una generación en
pasar del dominio militar a su aplicación comercial. Algo parecido podría decirse de la
aviación. Se considera hoy que la revolución informática ha logrado aplicarse en “tiempo
real” (el menos real de todos los tiempos) al proceso productivo. Sin embargo, obsérvese
que todavía se mueve en la fase de entretenimiento más que de transformación. Es algo
que ocurrió también con el teléfono, la luz eléctrica, el automóvil y tantos otros
descubrimientos técnicos. Lo que interesa a nuestros efectos es que esos desfases dejan
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de ser tiempos ociosos para la producción precisamente por el decidido papel de algunos
empresarios más innovadores. No es menos cierto que hay veces en las que los
empresarios ponen en marcha la organización para lograr esas aplicaciones y de
momento fracasan. Es el caso del automóvil eléctrico (que empezó a rodar antes que el
de combustión) o el de la producción de energía solar. En ambos supuestos el fallo está
en que la tecnología no ha avanzado lo suficiente en el método para almacenar la
electricidad de modo eficaz.
El análisis de los historiadores y otros científicos sociales sobre la realidad
empresarial suele organizar los datos por sectores o ramos de actividad. Esa taxonomía
suele ser útil para un trabajo descriptivo (típico, por ejemplo, de los analistas de Bolsa),
pero es poco realista. Ya no es tan sencillo situar a una empresa en un sector
empresarial. La imagen de “sector”, tan popular como es, resulta demasiado estática y en
definitiva poco válida. Carecemos de estadísticas para recurrir a una taxonomía que sería
más útil: la clasificación de las empresas según el grado de transformación del producto.
El grado máximo correspondería a las empresas de investigación, diseño, servicios a las
organizaciones. En ese núcleo se ve de modo más preciso que el trabajo del empresario
se acerca más al del profesional liberal. En los médicos o abogados también se hace
máximo el grado de transformación del producto. En cambio es mínimo en el caso de una
empresa agraria o minera tradicional. En las empresas industriales (mal llamadas
“manufactureras”) el grado de transformación depende de su capacidad para asimilar los
adelantos tecnológicos. No todos son aplicables con un retorno proporcionado.
La estratificación tradicional de las empresas españolas se ha hecho por tamaño
(número de trabajadores). En el bien entendido de que la empresa modal es
francamente reducida, lo que se ha llamado con el caprichoso acrónimo de “pyme” (=
pequeña y mediana empresa). Ese criterio de clasificación empieza a no ser tan válido.
Cuentan cada vez más otros factores como el valor de la facturación, la capacidad
exportadora o de transformación. Hay un plantel de empresas en España que no solo
exportan sino que actúan a todos los efectos en distintos países. Son las
“multinacionales”.
En la empresa tradicional era muy relevante el papel único del empresario, el que
se situaba en el vértice de la pirámide de mando. Es evidente la alegoría del cabeza de
familia o la del amo o patrón en una explotación agraria. En el mundo industrial muchas
veces ese empresario era el propietario o principal accionista de la organización; lo era
con carácter aproximadamente vitalicio. En las empresas actuales el núcleo directivo es
mucho más complejo. Normalmente hay una distancia relativamente escasa entre la
cabeza (CEO o chief executive officer, director general, gerente, presidente ejecutivo,
etc.) y los directivos. Ahora es mucho menos significativa la relación de ese núcleo con la
propiedad. La edad, los estudios y la experiencia condicionan mucho el nivel que se
alcanza en esa estructura de mando.
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Tradicionalmente el tipo social del empresario contrastaba tanto respecto al
profesional liberal como respecto al alto funcionario. Pero esas líneas distintivas se
mezclan cada vez más. La convergencia se produce porque el empresario comparte con
el profesional liberal o el funcionario las técnicas de gestión y adquiere una nueva
función, la de servir al público. La mejor prueba de esa convergencia es que hoy es
frecuente que muchos profesionales liberales o funcionarios pasen a dirigir empresas.
También se produce el movimiento contrario.
La distinción tradicional entre empresarios y profesionales liberales estaba en su
respectiva posición frente a la clientela. El empresario vendía algo, satisfacía una
necesidad inmediata de consumo con la cláusula de cáveat emptor (= tenga cuidado el
comprador), mientras que el profesional resolvía un problema personal. Pues bien, esa
distinción se hace cada día más borrosa. Muchas empresas, singularmente las de
servicios, se disponen también a resolver algún problema de sus respectivos clientes. De
ahí, por ejemplo, la noción de garantía de los productos que se venden. A la inversa,
algunos profesionales que trabajan como empleados o socios de grandes firmas o
bufetes se comportan más bien como directivos de empresas industriales clásicas.
No me parece que la asunción de riesgos (con el correlato del beneficio) sea la
característica definitoria de los empresarios; por lo menos no en el momento actual y
menos en el que viene. La centralidad del riesgo se deriva de una idea de la empresa
como un juego en el que se puede ganar o perder. No creo que ese modelo sea
fundamental para entender el papel del empresario. En su lugar, considero que es cada
vez más válido el modelo de la profesión liberal. El empresario actual (más bien como
emprendedor) se adelanta a organizarse para resolver problemas de las personas y de los
grupos. El más elemental consiste en anticiparse a satisfacer nuevas necesidades. Por eso
los emprendedores actuales pueden actuar tanto en empresas mercantiles como en
entes públicos o en organizaciones sin ánimo de lucro. En el modelo de la profesionalidad
liberal no es definitivo el acertar o el conseguir beneficios. Es evidente que un buen
abogado puede perder muchos pleitos o que un médico de prestigio entiende que, al
final, sus pacientes se van a morir. No importa; es la disposición a resolver los problemas
inmediatos de los clientes lo que mueve a la acción de esos profesionales. Por otro lado,
las empresas más destacadas se disponen a cooperar en la ayuda a grupos marginales o
en el cuidado del medio ambiente. Al final, se cumple la idea de Platón: los hombres de
negocios contribuyen a que se atenúe la pobreza.
Madrid, 23 de octubre de 2012
Amando de Miguel
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