Corrupción Política, Código Ético y Código Penal

Anuncio
POLÍTICA Y ECONOMÍA
Teófilo González Vila
Miembro del Instituto E. Mounier
CORRUPCIÓN POLÍTICA,
CÓDIGO ÉTICO Y CÓDIGO PENAL1
n un momento en el que, dentro del ámbito
político, la excepción no parece ser la del corrupto, sino la del decente y cuando esto produce tan grave, indignada, preocupación ciudadana,
se explica que sean muchos los que prorrumpan en
el discurso ético regeneracionista ¿Bastarán las exhortaciones éticas para hacer desaparecer la corrupción política?
Alguien ha propuesto alguna vez: Establezcamos un
sistema en el que los gobernantes obren objetivamente bien no porque ellos sean buenos (mejor si lo son),
sino porque no puedan, de hecho, obrar objetivamente mal. El sistema sería tal que detectaría de modo inmediato cualquier comportamiento contrario al bien
común y el dirigente que lo hubiera adoptado sería
proporcionalmente sancionado y expulsado de su
puesto de modo fulminante. Llevado al extremo de artefacto no-humano, ese sistema tendría mecanismos
para paralizar al dirigente que se aprestara a llevar a cabo un comportamiento contrario al bien común e
impediría así que lo «perpetrara». Pero no parece que
fuera posible un sistema así, salvo que a la vez hiciera
de los dirigentes autómatas susceptibles de ser manejados mediante mecanismos asimismo automáticos.
En el extremo contrario de esa propuesta «mecánica» para evitar la corrupción política estaría la sin duda «ingenua» que diera por supuesta la bondad incorruptible de los dirigentes. Alguna vez, dentro del
ámbito reducido de alguna institución, no han faltado quienes consideraran ofensiva para sus directivos la
mera propuesta de ciertas normas de control y la fijación estatutaria de determinadas incompatibilidades
entre diversos cargos. Hay, por lo visto, quienes dan
por «confirmados en gracia» a sus gobernantes cuando todavía se encuentran entre los mortales. Obviamente, si se diera por segura la inmarcesible incorruptibilidad de los dirigentes, sobraría toda norma
E
destinada a evitar que procedan indebidamente en el
ejercicio de sus cargos. Sin embargo, cualquier persona sensata a la que correspondan tareas de dirección
en cualquier comunidad reconocerá como necesarias,
deseará y aceptará normas que encaucen y aun le
marquen de modo coactivo su más recto proceder.
Entre ambos extremos, el de la «fórmula ingenua»
a la que acabamos de referirnos y el de la «mecánica»
antes indicada, estaría la jurídica-judicial propia del sistema que prevea y lleve a cabo, con la rapidez necesaria para resultar eficaz, el enjuiciamiento y proporcionada sanción penal de los dirigentes que incurran
en comportamientos contrarios al bien común. Ente
otros vicios, bien conocidos, que pueden hacer por lo
menos insuficiente esta fórmula, muchos señalarán
como el más grave el de las indebidas dilaciones. Éstas,
unidas a benévolos plazos de prescripción, conducirán con escandalosa frecuencia a la segura impunidad
de delitos de todo tipo, incluidos, por supuesto y sobre todo, los atribuibles a quienes los cometen desde
su condición de «dirigentes políticos». Es, por eso, ineludible y urgente la rigurosa reparación a fondo de
esta fórmula, de tal manera que una suficientemente
rápida, objetiva, no menos rigurosa que proporcionada, aplicación del código penal resulte de veras disuasoria y regeneradora de la confianza social en el aparato institucional de la Justicia.
Por otra parte, cabe esperar también la eficacia de
la vía propiamente política. Es necesario poder esperar
que surtan efecto de purificación de la vida pública
las denuncias y exigencias que se planteen mutuamente los políticos de diverso signo en la arena específicamente política, tanto en el Parlamento, el más
indicado espacio, como en otros foros (y esto aunque
no sean precisamente puras razones éticas, sino intereses personales y partidistas lo que por lo general les
mueven en ese mutuo control). Es en esos foros, y en
1. La versión original de este artículo apareció el 14 de agosto de 2013 en el blog del autor en la página web Análisis Digital.
ACONTECIMIENTO 108
3
POLÍTICA Y ECONOMÍA
sede parlamentaria, por supuesto, donde se debe no
dejar de insistir en que confesar un error no borra el
hecho de haberlo cometido; que algún determinado
error revela, en todo caso, ineptitud para ejercer determinadas responsabilidades y que, en consecuencia,
no por confesarlo desaparece la clara exigencia de
abandonar el puesto en el que se cometió, puesto en
el que no debe correrse el riesgo de que vuelva a incurrirse en otro error de semejante gravedad.
Ciertamente son diversas las actuaciones que pueden y deben ponerse en marcha contra el estado actual de reconocida corrupción política. Y no pocos
nos ofrecen solemnes desde el estrado de la Prensa sus
ideas al respecto2. No faltan entre éstos quienes parecen derivar a la no menos ingenua que bienintencionada e ineficaz propuesta de la autorregulación ética de
los propios partidos políticos. Hay quien, en efecto,
después de señalar que la causa de la corrupción política está en la pérdida de los valores morales —que
es tanto como decir que la causa de la enfermedad está en la pérdida de la salud—, propone como solución
que el enfermo se auto-recete… salud. En vista de
que, según nos advierte, los partidos políticos, no se
rigen por valores éticos, incapaces de anteponer el
bien común a sus propios intereses, la solución estaría, según este optimista, en que los políticos se autorregulen mediante la auto-exigencia de la weberiana ética de la responsabilidad. Ahora bien: ¿qué razón
hay para esperar que quienes tan poco caso hacen a la
ética en general se vayan a sentir urgidos por las exigencias de una ética de la responsabilidad sólo porque así
la llamemos y apelemos a la necesidad de que, conforme a ella, asuman públicamente sus responsabilidades? ¿Le tendrán más respeto que al código penal a
una opinión pública condenatoria que, por cierto, tan fácilmente pueden evitar mediante diversos inmorales
procedimientos de manipulación? No deja de ser entrañablemente conmovedora esa ingenua propuesta
de que aquellos a quienes se considera redomados corruptos nos hagan caso y se conviertan en ejemplares,
inmaculados gestores de la cosa pública tan pronto les
digamos que es de ellos mismos de quienes esperamos
que, mediante su autorregulación ética, asuman sus res-
ponsabilidades públicas y pongan fin a la corrupción
con que nos atosigan.
Hace unos años no había empresa o corporación
de cualquier tipo que no se adornara con la adopción de un «código ético». Eso vestía bien, suscitaba
inicialmente confianza en los clientes y, en último
término, resultaba rentable (¡Inquieto mueve ante esto la cabeza el pobre Kant!). El cumplimiento de semejantes códigos era, por supuesto, «voluntario», en
cuanto quedaba, por definición, confiado a la conciencia y «buena» voluntad de quienes se los autoimponían. Y no era difícil comprobar cómo se desviaban al código ético, como si fueran exclusivas de
éste, exigencias que han de tener su lugar también en
el código penal. ¿Ingenuidad o astucia? ¿Cómo garantizaban aquellos códigos los comportamientos que
definían como deseables y «obligados»? Resulta inevitable recordar aquellas experiencias cuando ahora
se pretende y propone que, mediante su auto-conversión por autorregulación ética, pongan fin a la corrupción política los mismos en cuya falta de sentido ético localizamos con plena seguridad el pestilente foco
de donde esa corrupción está manando.
Por eso, no dejemos de insistir en la necesidad de
una rápida, proporcionada, rigurosa, justa, sanción penal de los delitos en general y, en especial, de los cometidos al amparo de la condición y actividad política. Y, sobre todo, no dejemos de exigirnos a nosotros
mismos la obligación de la pública, en ocasiones
arriesgada, denuncia cívica de la corrupción que nosotros mismos generamos o alimentamos aun con simples cómplices, rentables o cómodos, silencios…
Por otra parte —advirtámoslo aunque no sea necesario, atendido el sentido de las precedentes consideraciones—: nuestra apelación al código penal como instrumento eficaz contra las prácticas corruptas
en la política no supone en modo alguno un olvido
de la necesidad de una regeneración específicamente ética,
pues de la ética (a la que toda actividad humana en
cuanto tal está necesariamente referida) depende
también, en último término, la adopción y aplicación
de medidas legales rectoras y correctoras, incluidas las
penales, de la actividad política.
2. V. Manuel Núñez Encabo, «El rescate de la política desde la ética» (El Mundo, miércoles 7 de agosto de 2013).
4
ACONTECIMIENTO 108
Descargar