jean-paul sartre

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CIENCIA-CULTURA
UN TESTIGO DE LA ESPERANZA
JEAN-PAUL SARTRE
GABRIEL SANHUEZA G.
Con IB muerte de Sartre se ha
cerrado un capitulo en la historia
de la filosofi'a contemporánea. Pero
la historia también to recordará
como un testigo que se sintió responsable de su época y supo comprometerse con ella, radicalmente
enemigo de la burguesía y sus valores, entre los cuales él vefa al Diosídolo que la mantente. El autor,
profesor de la Academia de Humanismo Cristiano, nos traza una semblanza de este defensor del hombre
y de su esperanza.
Y bien, de todas maneras voy a
morir en unos cinco años más,
como máximo. De hecho pienso en diez años, pero podrían
ser cinco.
(Sartre a *Le Nouvel Observateur? 24 de marzo de 1980,
tres semanas antes de morir!.
Es casi inevitable asociar con
Dostoíevsky la frase del epígrafe.
También el escritor ruso esperó
contar con diez años más de vida,
anos que proyectaba emplear—tenemos razones para pensarlo— en
escribir su obra cumbre, la Vida
de un gran Pecador, anillo gigantesco que cerraría el ciclo abierto
por la historia de los Karamazoff.
Ni él ni el autor de El Aplazamiento 1 vieron satisfechos sus anhelos.
Tanto peor para nosotros que nos
hemos quedado sin un Aliosha
que, luego de sucumbir al influjo
de la sangre perversa de su familia,
se elevaría trabajosamente a una
reconquistada
santidad; tanto
peor para nosotros que en la década próxima, crucial para la historia del mundo, careceremos del
testimonio lúcido como pocos y
honesto como poquísimos, del
hombre que llenó de contenido
la palabra autenticidad. Un periodista le ha aplicado, con razón, la
frase que el mismo Sartre pronunció al morir André Gide: "Su vigi-
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lancia ya nos hace falta...".
Porque Sartre fue esencialmente un testigo de su época, pero no
en el sentido pasivo de la expresión. Sabía que de algún modo estamos todos comprometidos y
que no cabe la perspectiva del
observador neutral arrellanado en
la propia existencia y viendo pasar
los acontecimientos. No hubiese
podido escribir El Espectador
pero sí pudo y de hecho escribió
Situaciones, amplia recopilación
de testimonios y tomas de posición que basta con hojear para
seguir los pasos de nuestra época
que son los pasos y las decisiones
de Sartre mismo. Allí afirma - h a blando, es cierto, de los escritores
pero con palabras de alcance universal— que aunque nos mantuviéramos quietos y silenciosos como
guijarros, nuestra inmovilidad misma sería una acción, que la pasividad es una toma de posición como
cualquier
otra. "El
escritor
—dice— está en situación dentro
de su época: cada palabra tiene
repercusiones. Y también cada
silencio. Yo considero a Flaubert
y Goncourt responsables de la represión que siguió a la comuna
porque ellos no escribieron una
sola línea para impedirla. No era
asunto de ellos, dirán algunos.
¿Pero el proceso de Calas era
acaso asunto de Voltaire? ¿Era
asunto de Zola la condenación de
Dreyfus? ¿Era asunto de Gide la
administración del Congo? Cada
uno de estos autores, en una circunstancia particular de su vida,
ha tomado el peso de su responsabilidad de escritor". 2
Todos somos responsables, en
un sentido u otro, por lo hecho
y, con más frecuencia aún, por lo
que se ha dejado de hacer o por
lo que se ha fingido ignorar. Dura
es esta doctrina, podría decirse;
sin embargo no es difícil percibir
tras las expresiones del ateo Sar-
tre un eco lejano de elevadísimo
origen.
Lo que pasa es que el autor tomó estas ideas verdaderamente en
serio. De allí que sus reflexiones
y actitudes sean siempre menos
respetuosas que la célebre cortesana de una de sus obras. Desconcertaría menos Sartre si se pensara
que sintió ante todo hecho importante la obligación de tomar
partido, lo que no implicaba necesariamente para él la adhesión a
un partido. Sartre tiene el coraje
del pensamiento solitario y sobre
todo asume el supremo coraje de
equivocarse. Ambas cosas suponen
la decisión de llevar las propias
ideas hasta el límite y desandar el
arduo trayecto cuando tal límite
es un callejón sin salida.
La odiada burguesía
Conviene observar desde más
cerca este papel de testigo-actor
con que lo hemos caracterizado.
Así nos será más fácil comprender
en qué sentido se puede hablar de
él como de un testigo de la esperanza, aunque los juicios aceptados digan con frecuencia lo contrario.
Esta claro, en primer término,
que Sartre es un testigo de cargo,
no un testigo de la defensa. Y está claro también que al banquillo
de los acusados comparece su enemiga visceral: la burguesía y sus
valores. Hacia ella profesa un odio
necesario. ¿Por qué y en qué sentido? Tal vez la clave de esto la
muestra el mismo escritor en una
obra de la vejez. Las Palabras3. Es
un libro que no se puede leer sin
placer, está maravillosamente escrito. Es un libro que no se puede
leer sin desazón, es implacable. La
desazón proviene a nuestro parecer de un hecho simple, es decir la
atmósfera y los acontecimientos
descritos —si los aislamos en su
sencillez— son tiernos, hasta enternecedores, y, en cambio, el juicio
sobre los mismos suena sin apelación. Se habla en efecto de un
niño hermoso, de largos bucles,
1J.P. Sertre, Le Sunij, París.
25ituat¡om. 11, p. 13, París.
3L6f Mot», París, 1964.
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cariñoso y ansioso de cariño; se
habla de un huérfano al que
sólo le pueda su madre, dedicada
a él, pero que ha recibido en
compensación el amor obsesivo
del abuelo —Charles Schweitzer—
y la consagración protectora de la
abuela; se habla de menudos inci
dentes, ninguno en sí perturbador;
se habla del universo que se abre
ante los ojos infantiles, del descubrimiento y el amor de los libros,
de la sicogénesis del artista, de los
primeros pinillos literarios del escritor; se habla, en fin, de una infancia sin pobreza, sobreprotegida
y feliz. Nada más tranquilizador.
Sobre ese cañamazo se hubiera
podido bordar un primoroso cuadro de plenitud hogareña, fe religiosa y lealtad cívica. Sucede lo
contrario. Pero ¡atención! Sartre
no abomina de su familia o del
cariño recibido y el pensador envejecido que atisba sobre el hombro del niño que fue recupera de
tanto en tanto una sonrisa fugaz
que viene de muy lejos, precisamente desde su infancia. Lo terrible del juicio de Sartre y lo que
marcará todo su testimonio de
adulto proviene de otra cosa, proviene de un veredicto de culpabilidad dictado contra su clase de
origen en nombre de la sinceridad,
no del resentimiento. La articulación de su alegato es impecable.
Confronta a la burguesía con sus
propias afirmaciones (las de ella
misma), no con afirmaciones que,
siéndole extrañas, pueda por lo
mismo recusar. Bastará con examinar someramente algunos puntos
claves para clarificar esta perspectiva. En primer lugar el problema
de Dios.
La ausencia de Dios
Sabemos que el ateísmo es un
elemento esencial dentro de la visión sartriana. De hecho le ha enajenado durante largo tiempo la
simpatía de los creyentes, particularmente los cristianos. Es cierto
que Sartre asesina a Dios, pero
sería conveniente hacer la autopsia de! cadáver que resulta de
dicha operación. Veamos antes
que nada cómo se produce esta
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última. También aquí nos ayudarán Las Palabras. En este libro
observamos que Dios se bate dulcemente en retirada de la vida de
Jean-Paul. Fue durante un tiempo
un invitado cortésmente admitido,
nunca un personaje centra!, y en
alguna ocasión, una presencia mo
lesta (recordamos el pasaje en que
el niño ha cometido alguna travesura y siente, con cólera, la mirada divina fija sobre él; pero este
pasaje no nos toca por su contenido religioso infantil, nos toca
porque es un preanuncio de la
reflexión del filósofo maduro sobre la mirada del otro, es decir
aquello que nos convierte en objetos). En todo caso, darle la despedida al Omnipotente no costó
mayor esfuerzo.
Fue una separación sin cólera,
ni siquiera una ruptura. Un JeanPau! envejecido podrá escribir que
Dios, por no haber echado raíces
en su corazón, vegetó en él durante un tiempo y murió. Cuando le
hablen de El podrá decir sin nos
Talgia y con ei aire divertido de un
viejo seductor que vuelve a encontrar a una antigua hermosa: "Hace
cincuenta años, sin ese malentendido, sin esa inadvertencia, sin el
accidente que nos separó, hubiese
podido suceder algo entre nosotros" 5
Una mañana de 1917, en La RocheHe, vo esperaba a mis camaradas que
debían acompañarme al Liceo; como
ellos tardaban, pronto me encontré sin
saber qué inventar para distraerme y
decidí pensar en el Todopoderoso.
El, en ese mismo instante, brincó hacia
el azul y desapareció sin dar explicación: no existe, me dije con un asombro cortés y creí arreglado el asunto.
De algún modo el asunto estaba
*!bidem.
SEs interesante anotar a modo de curiosidad sicológica que Sartre y Marx,
los dos ateos de mayor relieve hoy,
constituyen una pareja para la cual
el problema de Dios no se planteó
jamás seriamente en sus vidas. La
opacidad de un sector de su sensí
bilidad (u otras razones) los eximieron del proceso dramático que ha
significado para tantos en el ámbito
de nuestra cultura- la negación (o la
afirmación) del Ser Absoluto.
arreglado ya que nunca, desde entonces, he sentido la menor necesidad de
resucitarlo.4
Adiós, Dios.
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Pero Sartre na se contenta con
una negación personal. Ha introducido la ausencia de Dios en su
sistema. No serfa del caso enunciar aquí' las pruebas elaboradas en
El Ser y la Nada, ya que este artículo no pretende un análisis
ontológico'". Nos importa la
conclusión sartriana: Dios no
existe porque el hombre es ubre.
Júpiter dice al Rey Egistos en Las
Moscas que el secreto doloroso de
los dioses es que los hombres son
libres; los dioses y los reyes lo
saben, pero los hombres no.
Agregará: "Una vez que ha
estallado la libertad en el alma de
un hombre, las divinidades no
pueden nada más contra ese
hombre". Oestes será quien descubra esto, lo que hará de él un
héroe sartriano, el héroe de la autonomía y la propia libertad
("Eres el rey de los dioses,
Júpiter, el rey de las piedras y de
las estrellas, el rey de las olas del
mar. Pero no eres el rey de los
hombres").
¿Dios o un ídolo?
La contraposición es clara: o
Ser Supremo u hombre libre. No
es de extrañar que, en su momen
to, teólogos airados hayan puesto
a la obra de Sartre en el índice.
Pero el tiempo ha pasado y también ha pasado el Index. Pensamos
que ya es hora para el creyente de
mirar el problema desde otra perspectiva. En vez de diluirse en la
discusión de si Sartre es ateo porque carece de adecuada imagen
paterna, o si realmente la síntesis
En sí - Para sí es imposible, o si el
concepto de Creación es absurdo,
6
Por lo demás dichas demostraciones
de la no existencia de Dios están demasiado suícintamente expuestas en la
obra v es reconocida su fragilidad. No
vale a pena resucitar la vieia polémica
que provocaron. Se ha comprendido
también, progresivamente —y et existencialismo en general no es ajeno al
fenómeno — que el problema de la afirmación o negación del Trascendente
Absoluto se resuelva sn sectores de la
personalidad más profundo 1 ; que la sim
pie racionalidad geométrica. Está en el
terreno de las grandes opciones humanas.
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etc., conviene recordar que Sartre
es efectivamente y sobre todo un
filósofo existencia) y que, cuando
ataca a Dios, de hecho destruye
un ente concreto. Este es el DiosIdolo de una burguesía paganizada
y sedicentemente religiosa que lo
ha construido, pieza a pieza, con
los materiales del conformismo, el
ritualismo mágico, el deseo de preservar el orden establecido, la pretensión de un Ava! Supremo que
conceda el máximo y niegue el mínimo,.. Es et cartesiano Diosgarantía, descendido de su pedes
tal gnoseológico y transformado
en amuleto social. ¿Acaso no valía
la pena que un gran demistificador
lo destruyese? Si ha logrado darle
muerte, está bien muerto.
Pero ¿es ese ídolo desmorona
do el verdadero Dios del cristianismo? Es razonable protestar que
no y proclamar que Sartre ha embestido contra una caricatura7.
Sin embargo es también necesario
admitir que esa caricatura no la
inventó el filósofo y que representa con exactitud la seudorreligiosidad de muchos. El creyente tiene
perfecto derecho a lamentar que
Sartre no haya ¡do más allá y haya
firmado un acta de defunción
apresurada. Debería reconocer, sin
embargo, que el pensador ateo le
ha prestado, sin quererlo, un servicio al estigmatizar una idolatría
que obstaculiza la auténtica adora
ción. Sin pretender que el autor
del Ser y la Nada haya sido una especie de creyente que se ignoró a
sí mismo (entre sus caminos no es
tuvo el de Damasco), consideramos que ha hecho, desde el polo
de la negación, un aporte real a un
pensamiento religioso que busca
redescubrirse en el momento
actual. Ya es bastante que haya
podido mostrar con temible lucidez que la fe religiosa también
puede ser una mala fe.
Sartre ha apartado a Dios porque lo considera un obstáculo
para el hombre (incluso - afirmasi Dios existiese, este hecho no alteraría la necesidad que tiene el
hombre de encontrarse y realizarse a sí mismo). Ahora bien, la
' Y que la caricatura se extrema, por
ejemplo, en £1 Diablo y el Buen Dios
autoconstrucción humana no es
posible sin la demistificación de
otra constelación de valores ficticios. Esto es lo que el escritor
hace, a nuestro juicio, en La
Náusea.
"Elijo al hombre"
Parece recomendable una relectura de esta obra que se salga de
los marcos habituales de apreciación. Es efectivo que en ella Roquentin aparece como el personaje que descubre lo vacuo de la
existencia, su absurdidad y gratuidad sin sentido. Proclama la
contingencia total del hombre, lo
inconsistente de su subjetividad
y el feroz impacto que sobre ella
produce la consistencia y la solidez de los seres de la naturaleza
(tengamos presente que eso, no
otra cosa, es el fenómeno de la
náusea). Es efectivo que Roquentin desploma una lápida sin epitafio sobre la posibilidad de una verdadera comunicación humana y,
en particular, sobre el amor. Pu
diera haber dicho, como Garcin
en A puerta cerrada, que el infierno son los demás.
Todo eso es cierto y, sin embargo...
Sin embargo cabe preguntarse
acaso Sartre agota en ese retrato
una definición esencial y no rescatable del hombre. Sería un contrasentido de parte de quien niega
una esencia solidificada del hombre y proclama que éste es su propia autorrealización, un proyecto
que se hace a sí mismo en el existir. Entonces comenzamos a sos^Sartre, con su perspicacia y sinceridad
habituales, reconocerá en Las Palabras
que " v o era R o q u e n r í n " y que,al descu
brirse en el personaje, de algún modo
lo trascendió, poniéndose fuera de
causa. Los años mostraron que ésta era
una involuntaria mistificación: "Logré
a los treinta años una linda hazaña, describir en La Náusea muy sinceramente, se me puede crear— la existencia injustificada, salobre de mis congéneres
V poner la mía de causa". Pero nadie
está fuara de causa y debemos agradecer al escritor de sesenta años que orosiga cuestionando y, sobre todo, cuestionándose a si mismo al evocar una
obra de juventud cuyo contenido c r í t i
co, eso si, seguía siendo válida para
él.
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pechar que Roquentin no es "lo
humano", sino que un tipo de ser
humano llevado al límite de su
autocuestionamiento: es el arquetipo del falso humanismo burgués
confrontado con su propio nihilismo. Sólo destruyendo este
nuevo ídolo, esta "pasión inútil",
será posible pensar en la construcción del hombre auténtico.8
(En este aspecto cabe comparar
La Náusea con El Tambar de Hojalata de Günther Grass o El Paja
ro Pintado de Kojcinsky. Sin extremar la analogía y sin asimilar
las perspectivas de sus autores, es
posible percibir en estas obras el
intento logrado de llevar a su límite extremo el cuadro de una cultura que amenaza suicidarse por no
haber sabido, históricamente, recrear sus propios valores).
Un verdadero humanismo sólo
podra surgir de los escombros dejados por una crítica implacable.
Y nótese que la crítica sartriana
no se dirige a los valores en sí mismos -toda opción es posible para
el hombre—* sino que ai modo
como son neutralizados en la
práctica. Se los ha elevado a un
nivel satisfactoriamente abstracto
que permite no sólo burlarlos,
permite además transformarlos en
coartada. Precisamente porque su
filosofía desenmascara esto, Sartre
tiene el derecho de afirmar que
El existencialismo es un humanismo. Cuando el hombre elige, esta
elección lo compromete, orienta
en algún sentido la propia existencia. Más aún, la opción personal
concierne a toda la humanidad.
"En efecto, todo acto nuestro, al
crear al hombre que queremos ser,
crea al mismo tiempo una imagen
del hombre tal como estimamos
que debe ser... Así nuestra responsabilidad es rr"' C ho mayor úe lo
que pudiéramos suponer, porque
ella compromete a la humanidad
entera... Eligiéndome elijo al hombre". En este sentido y agregando
a estos conceptos la constatación
evidente de una creciente interdependencia entre los hombres, resulta indudable que no hay ya opciones de valor puramente individual. Las grandes alternativas humanas del presente (es decir, del
MENSAJE N° 292 SEPTIEMBflE 1980
futuro) no admiten neutrales y, en
cualquier situación que uno se coloque, inclina en algún sentido la
balanza. Todos somos responsables de todos, afirma el ateo Sartre, haciéndose así eco del cristiano Dostoievsky. (Un teóloga,
amigo nuestro, manifestaba que
en Sartre había encontrado inestimables elementos para "des-azucarar" y medir la inquieíante profundidad de un dogma de su fe:
el Cuerpo Místico).
Asumir
tal
responsabilidad
conscientemente se llama autenticidad, vivirla se llama compromiso, cualquiera sea éste. Eludir tat
responsabilidad tiene otro nom
bre: mala fe.9
En todo caso el mundo psrece feo,
malo y sin esperanza... Se puede pensar una cosa asi... Eso sena la deses
peración tranquila de un viejo que
morirá dentro rie tal mundo. Pero,
justamente, vo resisto v sé que moriré en la esperanza, pero a esta esperanza es necesaria fundarla.
Es necesario tratar de explicar por
qué el mundo de hoy -que es horrible— no es más que un momento en
el largo desarrollo histórico; tratar de
explicar que la esperanza ha sido siempre una de las fuerzas dominantes de
las revofuciones y de ¡as insurrecciones; sobre todo explicar de qué manera siento yo todavía la esperanza como
mi concepción del porvenir.
Fundar la esperanza
El resto del pensamiento y de
la vida de Sartre se desprende de
lo expresado. No podemos explayarlos en la brevedad de este ar
tículo y debemos limitarnos a
afirmar que ambos adquieren
coherencia solamente si se los ob
serva desde la perspectiva indicada. Y adquieren grandeza también, a pesar de los errores, debí
lidades y vacilaciones del hombre.
Sobre dichos errores, por lo demás, sólo el tiempo permitirá
hacer una evaluación adecuada.
Sí, Sartre es un testigo de nuestra época. Y un testigo de la espe
ranza -no un portavoz del pesi
mismo— en la medida exacta en
que, pese a todo, no ha dejado
nunca de confiar en el hombre. Es
decir en el futuro del hombre, que
es nuestro propio futuro, y que él
ya no verá.
¿Por qué no terminar estas líneas como comenzaron, es decir
completando la traducción del
texto del epígrafe, completando
las frases que Sartre pronunciara
pocos días antes de morir? Ellas
lo dicen todo.
^Pensamos que del rechazo sartriano
a la mala 1e proviene el malentendido
entra el filósofo y et sicoanálisis
freudiano. "Yo r\o creo, dice, en el inconsciente tal como el sicoanálisis nos
lo presenta". Parece temer que todo
énfasis en el móvil no consciente pueda
favorecer el escamoteo de !a responso
bilidad personal.
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