06. Relaciones

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E NTE GENOCIDIO:
DESPUÉS DEL SIGUI
EL MODERNISMO REACCIONARIO Y EL DESAFÍO
POSTMODERNO A LA ÉTICA ANALÍTICA.
R E C O R D A N D O A B I L L R O S E B E R RY
RELACIONES
98,
P R I M AV E R A
2004,
VOL.
Hermann Rebel*
UNIVERSIDAD DE ARIZONA
XXV
DESPUÉS DEL SIGUIENTE GENOCIDIO
El presente ensayo busca profundizar nuestro sentido de los fundamentos filosóficos y de las implicaciones éticas de la crítica de Bill
Roseberry de lo que el consideró antropologías sospechosas, capaces
de distorsionar la violencia en las articulaciones de poder hegemónicamente culturalizadas. El argumento pondera en forma sucesiva:
i) el interés de Roseberry y su ubicación en el marco modernista/
postmodernista; ii) un reexamen de las raíces históricas (medievales)
del modernismo y una caracterización del modernismo reaccionario;
iii) la doble historia de los conceptos mentales modernistas y modernistas reaccionarios con un enfoque en las conceptualizaciones simbólico-accionistas geertzianas y otras conceptualizaciones “densas”
en las ciencias sociales “cognitivas” sostenidas en las construcciones
analítico-filosóficas (Quine, Ryle, et al.); iv) una crítica del fracaso de
un “recordar adecuado” (es decir, una dimensión histórica) en estas
formulaciones; v) la intervención de Bill Roseberry en contra de las
clausuras dualistas requeridas por los modelos simbólico-accionistas
con conceptualizaciones efectivas de hegemonía y contrahegemonía;
y, vi) una visión del modernismo ético de Roseberry que contrasta con
las éticas de “concepto denso” del modernismo reaccionario y las antropologías históricas circulares y supresoras de evidencia que estas
últimas facultan.
(Hegemonía, conceptos densos, William Roseberry, genocidio, antropología histórica)
Consideremos, por ejemplo, la elocuente crítica del positivismo que presentó
Clifford Geertz al tiempo que distanció su postura de aquellas que “siempre
están hablando de la explotación de las masas” (1973), o su rechazo de las nociones de poder mecánicas de arriba-abajo a favor de un entendimiento interpretativo del “centro ejemplar” para poder entender la política en… Indonesia
— B. Roseberry1
Para no mencionar las historias que Maha trajo de regreso… tras participar
en la eliminación de los comunistas en el área Pare… Lo que dijo fue que las
víctimas fueron llevadas en camiones y después colocadas frente a fosas previamente preparadas. Entonces fueron degolladas con una (espada) samurai
* [email protected]
1
“The Unbearable Lightness of History”, Radical History, 65 (1996), 15.
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que había sido dejada por un soldado japonés en el pasado… (C)uando el
Ansor Youth rodeaba un pueblo al este del ingenio azucarero, entraron en
varias casas para eliminar a los elementos comunistas. En una casa, sucedió
que vivían dos niños que estaban anotados como activistas en [el grupo]
People’s Youth. Cuando la gente de Ansor tocó a la puerta, los papás de los
niños buscados abrieron. “¿Dónde están sus hijos?””Si es posible, por favor
no dejen que maten a [nuestros] muchachos”, fue la respuesta de la pareja
anciana. Ofrecieron sacrificar sus vidas para salvar a las de sus hijos. No sólo
fue aceptado este ofrecimiento, sino que los exterminadores también ejecutaron a sus dos hijos.
sechado junto con los muertos o, finalmente, como un evento natural,4 una tormenta del remoto pasado que no dejó huella en un estanque
que ha recobrado su placidez; todo esto significa experimentar la postmodernidad, una condición donde son simplemente insoportables tales
refabricaciones narrativas ingeniosamente metafóricas y modernistas
de un genocidio conocido, aquel grotescamente comédico: “todo lo que
termina bien está bien”, del terror de los escuadrones de muerte organizados por el Estado –Geertz: “[…] las matanzas, suspendidas después
de un rato por el ejército[!]5– son, de manera manifiesta intolerables. Son
sólo una instancia (aunque muy visible), de la manera en que muchos
académicos contribuyen a la desestimación y reproducción simultáneas
de la opresión que ocurrió durante la Guerra Fría, que continúa en la
“reestructuración” durante la postGuerra Fría mediante múltiples aceleradas y traslapadas rondas de genocidio organizadas estratégicamente, mal-reconocidas históricamente y, por lo tanto, “contenidas”,6 que
son intrínsecas a las corruptelas de los Estados-corporaciones por el control de recursos asegurables y la mano de obra esclava en escala global.
Las experiencias de este tipo en Indonesia y otros lugares parecen
siempre contar con “científicos”, sociales y otros, entre los cuales los antropólogos (y, ciertamente, los historiadores), suelen estar en primera
fila,7 para revestir a los genocidios como algo inevitable y necesario para
— relato del genocidio de 1965 en Indonesia2
Después de que Suharto sucedió a Sukarno en 1966, el histrionismo fue sofocado… Cuando regresé en 1971 (después de una estancia en Marruecos, y en
Bali, durante ese lapso), los campos de matanza ya habían pasado a la historia… Físicamente, Pare era más o menos lo que siempre había sido… La vida
cotidiana no era muy diferente, excepto por el hecho de que los ideólogos estaban quietos o silenciados… Lo que sí era diferente o, al menos, me pareció diferente, era el ánimo, el humor, el color de la experiencia. Era un lugar amedrentado… (P)ara 1986, veintiún años después del evento, apenas parecía
ser un recuerdo, sólo un pedazo roto de la historia… el pueblo era como un
estanque que había sido azotado por una terrible tormenta, pero ya hace mucho tiempo, cuando el clima era otro.
— C. Geertz3
4
Citado en R. Cribb, “The Indonesian Massacres”, en S. Totten et al. (eds.), Century
of Genocida: Eyewitness Accounts and Critical Views, Nueva York, Garland, 1997, 257.
3
Geertz, After the Fact, Cambridge, Harvard University Press, 1995, 90, 5, 10-11.
A. Kuper nos recuerda la última nota al pie del célebre ensayo de Geertz sobre las
peleas de gallos en Bali, donde escribe que desde la perspectiva de los balineses, la “masacre” se vio como “las leyes de la naturaleza”, en Culture: The Anthropologists’ Account,
Cambridge, Harvard University Press, 1999, 108.
5
Geertz, After the Fact, 8.
6
Una importante colección de pensamiento post-Tormenta del Desierto sobre la política extranjera de alto nivel que sigue estas líneas unidimensionales, sin siquiera ponderar cómo los “eventos” identificados como “violencia civil y subestado”, “conflictos
étnicos” o “desintegración del Estado”, etcétera, a menudo son productos intencionales
de intervenciones planeadas y de desestabilizaciones-por-terror financiadas por Estados
y corporaciones, véase J. Nolan (ed.), Global Engagement, Washington, Brookings, 1994,
44-5, 236, 322, 491-99.
7
L. Nader, “The Phantom Factor: Impact of the Cold War on Anthropology”, en
Noam Chomsky et al., The Cold War and the University, Nueva York, New Press, 1997, 12223, 136 y passim; véase asimismo, J. Gledhill, Power and Its Disguises: Anthropological
Perspectives on Politics, Londres, Pluto Press, 2000, 221-27.
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entir las nauseas que provoca la lectura de este resumen narrativamente perverso (del antropólogo norteamericano que estudio Pare), donde la selección de las
víctimas y las matanzas que ocurrieron allí son representadas simplemente como histrionismo o intimidación, esto es, como un recordatorio punitivo para regresar a la buena
conducta, como un objeto histórico “roto” que, se supone, debe ser de-
S
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lograr el “desarrollo” en sus cínicas historias sobre los ideólogos que
son silenciados y sus fraudulentos discursos redentores de las revoluciones verdes, las nuevas democracias, los despegues desarrollistas, la
expansión de mercados, el compromiso global (o, según Geertz, mutuo)
para un supuesto “saneamiento”, la construcción de la nación, o lo que
sea. Al tener que aceptar estas repugnantes contorsiones como parte del
lenguaje normal y aceptable de la academia y estar sujeto a argumentos
que sostienen que estos borrones deben celebrarse como direcciones de
erudición “innovadoras” e, incluso, éticas,8 equivale a vernos obligados
a entrar en una opresiva colaboración con las reaccionarias cerrazones
modernistas de los relatos “extraoficiales” de las matanzas genocidas
entre grupos humanos, se alega, sólo queremos entender. El asombro
experimentado por Bill Roseberry al enfrentarse a la construcción de
Geertz respecto de Indonesia plantea la pregunta fundamental: ¿Qué
valor puede tener un entendimiento que debe proceder como si décadas
de terror y de matanzas masivas propiciados por el Estado (en las que
“fuereños” participaron como agentes activos), son tratados simplemente como otros ejemplos locales de una cosmogonía funcional y centralizadora que es “aceptable” a los nativos y, por tanto, puede ser excluida
con plena justificación de una fantasía de la modernización circular y
–según ella misma– ética, que aduce acercarse más a su reali-zación si
tales matanzas “tramadas localmente” pueden ser olvidadas?
La elaboración de Geertz de una memoria marca una delgada línea
al aportar hechos mal-reconocidos “después de los hechos” que, en la
visión de los exterminadores no valen la pena recordarse; empero deben
permanecer, necesariamente, como una “presencia ausente”, como huellas emblemáticas en el lenguaje. Memorias de los genocidios exitosos,
esto quiere decir, los que no fueron comentados históricamente, tienen
que hacerse inenarrables mientras permanecen aún en una suspensión
nemónica, “en otro clima”, una reserva para futuros amedrentamientos
adormecidos en una solución saturada del imaginario colectivo, esperando ser sacudidos para formar cristalizaciones, apropiadas-al-momento, reactivaciones de significadores vermicidas que engendran, una
vez más, una deseable disposición suicida entre los que son seleccionados a perder un juego que –siempre nos dirán– cualquier lado pudo
haber ganado.9 Décadas después del acto y en manos expertas, estos genocidios pueden ser narrados de tal manera que persisten en una feliz
coyuntura modernista entre las justificaciones culturizadas de tipo teoría de los juegos para asesinato y una lectura antropológica que predice
a partir de la retrospección que las víctimas, por razones “propias” que no
nos conciernen, sufrirán su exterminio en silencio, “dejándonos” sin remordimiento y libres para seguir adelante con los asuntos importantes
del mundo.10
I
La recompensa emocional que viene a cambio de esta efectiva negación
del genocidio encapsulada en este tipo de representación absurda de la
historia consiste en un humor de tranquila satisfacción y la seguridad
de saber que “los ideólogos están quietos o fueron silenciados”. Esto habla brutalmente a las familias de las víctimas indonesas, que se sabe fueron varios cientos de miles de personas, incluidas mujeres, niños, mercaderes chinos y muchas otras; quizá un millón, según los cálculos de
los propios exterminadores triunfantes.11 Esto genera dudas sobre la ca9
Las nauseas empeoran al encontrar a Geertz descrito como “un comprometido pensador moral” en la “Introduction” del editor en S. Ortner (ed.), The Fate of “Culture”: Geertz
and Beyond; número especial de Representations, 59 (1997), 5. Se refiere a la contribución
de R. Rosaldo al tomo “A Note on Geertz as a Cultural Essayist”, donde los críticos de
Geertz son estigmatizados como “intolerantes polémicos positivistas” que deberán ser
desechados más adelante. Perfecto. 30.
Geertz, After the Fact, 6; S. Reyna disiente en este punto, “Right and Might: Of
Approximate Truths and Moral Judgment”, Identities 4 (1998), citado en Gledhill, Power
and…, 219-20.
10
Recordamos la campaña electoral presidencial en EU en el 2000, cuando en un debate televisado, le preguntaron al eventual candidato ganador si interviniera en un genocidio, y éste contestó: “si está en nuestro interés”. Aunque no elaboró dos preguntas adicionales parecen ser inevitables: i) ¿Exactamente cómo podría estar en “nuestro” interés
–o en el de cualquiera– un genocidio no-intervenido?; y, ii) ¿Esto abre la opción de autorizar un genocidio que está en el interés de alguien?
11
Totten, Century of Genocida…
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lidad ética de los supuestos dentro del modernismo represivamente alegre contenidos en la observación de Geertz de que “comprar y vender
[…] tomaron el lugar de prepararse para el día del juicio”.12 Extraño enormemente la capacidad única de Bill Roseberry de elaborar respuestas
firmes pero siempre vedadas y gentiles a tales destrucciones de la narrativa ética-científica que él acostumbraba nombrar, totalmente como “anthropology-lite”. La suya fue una voz especial entre las pocas de su generación de antropólogos quienes tenían el coraje para enfrentar los
burdos fracasos presentes en las filosofías primitivas que generaron esas
célebres seudoexplicaciones, aquella revelación a ellas mismas por insistir en construir lo “humano” sin ninguna provisión para la memoria,
aunque al mismo tiempo solían reclamar el terreno de la historia. También revelador es en sus narrativas de conceptualizaciones simbólicoaccionistas el apego a, una vez más, modelos materialistas genéticos ascendentes y neoestoicos de la experiencia humana y la capacidad de la
“virtud”.
Mi intención original al escribir este ensayo fue recordar a Bill Roseberry como el no-reconocido (pero “real”) postmodernista de su generación de antropólogos. Pero la equivocación que habría cometido me
fue revelada cuando volví a leer La condición postmoderna de Lyotard.
Entonces, recordé que “ser postmoderno” no es una elección que uno
puede hacer ni una identidad que uno puede asignar, asumir o rechazar.13 El postmodernismo no es un “movimiento”. Es, más bien, una condición epistemológica, un reconocimiento de las posibilidades y limitaciones del “saber” en esta inevitable coyuntura global-histórica en que
hemos perdido colectivamente –mediante nuestro mejor esfuerzo colectivo– las bases filosófico-teológicas necesarias para establecer la singular coherencia de cualquier narrativa respecto de la realidad singular y
más particularmente, de narrativas que postulan por poder y derecho la
autoridad de ser el único medio razonable de accesar a una “última instancia” definitiva. Rechazar, negar, ignorar y reprimir, concientemente o
no, estas desestabilizadoras revelaciones modernistas hacia los universos
indeterminablemente evolutivos y articulados que habitamos, según
son revelados por las matemáticas, el arte, la ciencia, la filosofía y la literatura modernistas, etcétera, significa elaborar trabajos que carecen de
las cualidades figuradas y discursivas, entre otras, necesarias para engancharse productivamente en las críticas disponibles dentro de los discursos modernistas para formar narrativas y “pruebas” encontradas.14
Lo que Lyotard reconoció fue que la epistemología moderna se ha
rebasado a sí misma en una escala global. La postmodernidad es la condición en que la modernidad ha empujado a todos nosotros (“modernos” y “premodernos” por igual) fuera del nido para que aprendamos
a vivir sin finalidades, controles y un porvenir tranquilizadores. La experiencia postmoderna requiere una reconsideración de cómo hemos
estado usando el término “modernidad”, de cómo hemos subvaluado
tanto sus múltiples capacidades de reconocimiento (que desechamos a
nuestro propio riesgo), como sus violencias encontradas en sus malosreconocimientos de uno mismo y del otro cuando traiciona a su característica apertura a favor de apaciguantes integraciones transcendentes
hacia últimas verdades. Son nuestras menguadas y simplificadoras convenciones acerca de la modernidad (es lo que “mejora”, es progresivo,
tecnológico, liberal-democrático, racionalizador, etcétera),15 las que nos
conducen a identificar, equivocadamente, como “postmodernas” las actitudes y prácticas que, en la experiencia histórica, en efecto constituyen
los rasgos centrales del modernismo.16 Aún escuchamos viejas acusaciones, por ejemplo, respecto del supuesto “relativismo” postmodernista
cuando éste fue, desde un principio, un ingrediente del experimentalis-
12
14
Geertz, After the Fact, 11.
J-F Lyotard, The Post-Modern Condition: A Report on Knowledge, Minneapolis, Universidad de Minnesota, 1988. Desde luego que mi lectura de Lyotard podría ser distinta
a la de otros lectores. Por ejemplo, de la misma manera en que no puedo reconocer a
Hegel en Kojeve, tampoco puedo reconocer a Lyotard en The Origins of Postmodernity de
P. Anderson, Londres, Verso, 1998, ni tampoco en la introducción de F. Jameson a la edición de The Post-Modern Condition publicada por Minnesota.
Un resumen de este momento histórico con ciertas fallas pero de cualquier manera instructivo y llamativo es W.R. Everell, The First Moderns, Chicago, University of Chicago Press, 1997.
15
R. Williams, Keywords: A Vocabulary of Culture and Science, Nueva York, Oxford University Press, 1976, 174-75, 132-33.
16
Como, por ejemplo, en A. Munslow, The Routledge Companion to Historical Studies,
Londres, Routledge, 2000, 188-90 y passim.
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13
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mo narrativo del modernismo. Esto sugiere que estas acusaciones no
son más que el nerviosismo propio de los autonombrados modernistas
(que a veces llega al punto de una entendible histeria), frente al sentido
de la pérdida de control que surge por haber clavado sus banderas narrativas a una necesidad central designada que resulta haber sido un
error enormemente destructivo e, incluso, asesino. La sacudida confianza modernista, que suele mostrar una persistente tendencia reaccionaria en el modernismo de anhelar una narrativa maestra que promete el
“éxito”, deja algo más que una huella de miedo reprimido en la forzada
postura de “sentido común” que a menudo adoptan los escritos “antipomo” [antipostmodernismo] que intentan callar y eliminar de la corte
evidencias y conceptos que descubren los “callejones sin salida” éticos
de ciertos experimentos narrativos modernistas.17 Esto quiere decir que
en los actuales discursos culturalistas a lo largo de todo el espectro académico persiste una mala-representación de la historia del modernismo
que es responsable de buena parte de la confusión acerca del postmodernismo. Aunque con frecuencia incluido en la sucesión de ilustraciones filosófico-científicas y revoluciones material-políticas que comenzó en el siglo XVII, el modernismo tiene, en realidad, una genealogía
más profunda, una que ha sido suprimida en el borrón epistemológico
de la retención por parte de algunos modernistas de una constante regresión a fórmulas premodernas. Es aquí donde podemos empezar a
identificar el terreno filosófico que subyace a los modernismos reaccionarios o “antimodernos”.18
Retomaremos este tema más adelante. Ahora debo repetir que no es
una cuestión de ser postmoderno o no, sino de que uno debe repensar
cualitativamente sus esquemas analíticos y ontológicos operativos a la
luz de esta “condición”, esta innegable explosión epistemológica en cámara lenta, esta inexorable desestabilización modernista de todas las narrativas científicas, eficientes y éticas, esta crisis en la conceptualización
de una dirección de la acción para la libertad, cuando las alguna vez sólidas bases de la libertad modernista (el bien, la razón, la justicia, el
Arbeit, la ciencia, la eficiencia, la tecnología e incluso las culturas autopoéticas nacional-raciales, etcétera), se han despedazado en sus historias
actuales y se han vuelto contra sí mismas y unas contra otras.19 Esto
expone a todos nuestros enunciados y acciones a un cierto tipo de escrutinio inquietante, no para discernir si son “po-mo”, sino si en realidad dicen lo que es posible decir, dado lo que es posible decir en términos de
lo que se puede saber críticamente y no sólo científica-hermenéutica- o
“analíticamente”. Regresando a mi intención inicial: ahora quisiera decir que el cambio de perspectiva que exige la postmodernidad respecto
de la manera de lograr y entender la calidad intelectual y ética favorece
el tipo de trabajo que Bill Roseberry produjo, estudios que muestran un
19
17
Véase, por ejemplo, el rechazo ufano, francofóbico y superficialmente informado
del percibido “hipersubjetivismo” postmoderno de un muy visible historiador alemán
por ser demasiado frívolo frente a la “seriedad” que la historia alemana exige, K. Barkin,
“Bismarck in a Postmodern World”, German Studies Review, 18:2, 1995, 241-51. La réplica
a Barkin de M. Geyer y K. Jarausch en el mismo número, “Great Men and Postmodern
Ruptures: Overcoming the ‘Belatedness’ of German Historiography”, 253-73, presenta
una perspectiva más inteligente que imagina un proyecto ético para la historia al defender contra la confusión de lo antimoderno con lo postmoderno (asimismo, Barkin sobre
Maestre, 251, n. 25) y ofrecer opciones narrativas de recuperación a “sociedades seriamente fraccionadas” (269).
18
Para una perspectiva contextualmente distinta sobre este término, que no sigo
aquí, véase J. Herf, Reactionary Modernism: Technology, Culture and Politics in the Third
Reich, Cambridge, Cambridge University Press, 1984.
Previniendo objeciones en el sentido de que esto simplemente significa imponer
otra narrativa maestra (libertad), señalo que el proyecto de Lyotard específicamente pretende mantener vivos los aspectos paralógicamente formativos de todas las narrativas;
es decir, los aspectos que están “libres” en el sentido de tener la capacidad de ser “probables” más allá de juicios inherentemente imperfectos impuestos por cualquier tipo de razón pura. Se recordará que la noción de lo paralógico de Kant tenía dos dimensiones: un
rechazo de la falsa lógica del “ser cerrado”, pero la retención de un fuerte sentido de
nuestro poder paralógico (por peligroso que sea) de dirigir la voluntad más allá de los límites de la lógica. El sentido de lo paralógico de Lyotard pretende descubrir momentos
de crisis donde la ganancia del modernismo –la abierta experimentación narrativa– es
atrapada entre preceptos encontrados para deferir a un cierre proyectado en el logos y a
defender su propia apertura cuando se ve amenazada por los cierres y las exclusividades
de sentidos impuestos por las ciencias modernistas que afirman constituir ese logos. Esto
no excluye, sino que requiere, aceptar el enfoque críticamente provisional de la narrativa maestra –como la que reconoce la condición actual de una confluencia histórica de
múltiples erosiones narrativas modernistas de certezas reaccionario-modernistas– y que
otorga a este enfoque una suficiente primacía experimental que merece ser examinada en
cualquier narrativa analítica que exige atención.
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entendimiento éticamente medido que en sus mejores momentos fue capaz de renunciar al terreno necesario de una coherencia oculta, o de una
dirección esencialmente anterior (o verídica) de sentido. Buscó afanosamente narrativas éticas, no en un sentido de absolutos sino en el sentido
de que debían ser adecuadas frente a la complejidad y las profundidades
de la experiencia humana. Fue capaz de encarar la incertidumbre y la
vigilancia intelectual que constituyen la carga postmoderna sin los patéticos “juegos” que a menudo pasan por “postmodernidad académica”,
sin que le faltara dirección o movilidad o, peor aún, retirarse a una clausura factual y ética en lo local, lo familiar, el ser conocido, la lengua materna (Quine), que desafía a todo lo que los otros pudieran decir.
Hay que entender que atrás de sus disecciones críticas de los autonombrados postmodernistas Bill Roseberry apreciaba lo que significaba
involucrarse en esta condición y en el tipo de estudio que exigía.20 Pudo
ver que ciertas descripciones etnográficas eran seudopostmodernismos,
atorados en un cosmopolitismo narcisista y consumista, encantados por
la variedad en sí21 y volando siempre hacia la siguiente cosa antes de
ponderar más construcciones experimentales sobre como las cosas
llegan a ser de ésta u otra manera.22 No entiendo en detalle qué fue lo
que llevó a Bill Roseberry a cambiar su carrera mediante su acercamiento a la historia, pero está claro que rechazaba lo que él consideraba una
representación trivial de las experiencias vividas y recordadas de los sujetos antropológicos por grupos de antropólogos profesionales cuya influencia académica él vio como desproporcionada ante la debilidad de
sus conceptualizaciones. Su contribución a la interdisciplinariedad de las
ciencias sociales es independiente de cualquier adherencia a compromisos anteriores y dominantes de índole filosófica culturalista-materialista. Su sentido del terreno común entre la historia y la antropología no
reside en una percepción materialista propia y “novohistoricista” de inquietas energías poéticas que circulan en cuerpos culturales naturalizados y cercados. Más bien, su obra busca refinar nuestras percepciones
de las dis- y re-articulaciones simultáneamente internas y externas de
las múltiples formaciones humanas en coyunturas evolutivas locales y
globales, cuyos “significados” son reafirmados o contestados en conceptualizaciones que se traslapan e interactúan temporalmente (incluidas las actuaciones simbólicas públicas, aunque no enfocadas especialmente en ellas) y reconocimientos mutuos recordados.23
Bill Roseberry caminaba hacia esa área peleada de la experiencia humana: el recordar histórico, la combinación creativa y textualizada del
recordar y olvidar. Bill y yo estuvimos de acuerdo en que en la antropología y la historia el trabajo académico sobre el recordar [memory work]
está siendo presionado cada vez más por una alianza, cada vez más
maciza, entre los tecnocorporativistas “desarrollistas” del mundo y los
culturalistas que estudian la identidad, cuya elaboración de una hegemonía antropológico-histórica política y comercialmente servicial24 amenaza con deshabilitar áreas centrales de las capacidades críticas y éticas
de ambas disciplinas; capacidades que juegan un papel importante en
la amplia confianza que el público, en una sociedad democrática, deposita en la academia.25 Mis colaboraciones con Bill obedecieron, en parte,
20
Cfr. N. Polier y W. Roseberry , “Tristes Tropes: Postmodern Anthropologists Encounter the Other and Discover Themselves”, Economy and Society, 18, 2 (1989). El cartel
de citación actualmente de moda pretende que la crítica de Roseberry no existe. Cuando
permiten que haga una ocasional aparición, normalmente es sólo para que sea descartada –como, por ejemplo, en W. Sewell– como un simple “materialista” que está “confundido”, en contraste con Geertz, quien Sewell celebra por perpetrar “una brillante pieza
de argumentación materialista”. “Geertz and History: From Synchrony to Transformation”, en Ortner (ed.), Geertz, 36, 45.
21
Cfr. J. Clifford, “The Jardin des Plantes: Postcards”, en su The Predicament of Culture,
Cambridge, Harvard University Press, 1988. Para un antídoto, véase la más ética respuesta a las presunciones del cosmopolitismo con la cual J. Levenson, Revolution and
Cosmopolitanism, Berkeley, University of California Press, 1971, elegantemente reconoció
tales duplicidades y mutualidades culturales en las relaciones globales que las vacuas
argumentaciones de la actual multitud de cosmopolitas culturalistas ni siquiera podrían
imaginar. El texto “perdido” sigue siendo, por supuesto, el de Kant, The Idea of a Universal
History from a Cosmopolitan Point of View.
22
B. Roseberry, “Multiculturalism and the Challenge of Anthropology”, Social Research, 50:4, 1989, 857. Se refiere a “The Pure Products Go Crazy” de Clifford en su The
Predicament of Culture.
B. Roseberry, “Introduction” a su Anthropologies and Histories, New Brunswick,
Rutgers University Press, 1989, 12-13 y passim.
24
Algunos indicadores útiles son plasmados en C. Nelson y S. Watt, Academia Keywords, Nueva York, Routledge, 1999, 84-98 y passim.
25
Véase “Mochlos; or, the Conflict of the Faculties” de J. Derrida, en R. Rand (ed.),
Logomachia: The Conflict of the Faculties, Lincoln, University of Nebraska Press, 1992, para
1 5 8
1 5 9
23
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a nuestro acuerdo de que los intentos de absorber a la historia y a la
antropología mediante avances contemporáneos hacia un culturalismo
administrativo y comercialmente servicial26 precisa de una difícil alianza entre los distintos compromisos de estas dos disciplinas en las experiencias humanas con la finalidad de defender su autodeterminación
científica y su autoestima contra esta clase de trivialidades “interdisciplinarias” que niegan el poder al mismo tiempo que obran en su servicio.27 Este ensayo pretende, en parte, constituir una remembranza de
las contribuciones de Bill Roseberry a esta contestación transdisciplinaria y una rededicación a ellas; una tarea facilitada por el casi instintivo reconocimiento de Bill de los peligros inherentes en las circularidades lógicas que rigen los discursos de varios modernistas reaccionarios
que resisten con toda su fuerza y construyen sus carreras en su capacidad de proveer “guías para políticas inteligentes”,28 mientras todo el
tiempo se dedican a fabricar las lógicas y capacidades de negación naturalizantes –es decir, necesariamente regresivas y deshumanizantes– de
agendas manifiestamente genocidas.
extensiones de la fuerza mortífera a escala global, debemos contemplar
brevemente lo que sucedió cuando, en un momento de crisis epistemológica, un creciente número de intelectuales medievales bajo la presión
de competir por su supervivencia entre las cortes, curatos y academias
corporativas, se acercaron a reconocer una condición epistemológica
sin precedentes que percibieron como “moderna”. Aunque podríamos
ahondar más en los orígenes modernistas29 (vía Joaquín, Agustín, Lucrecio, Varro, Filo, Tucídides y los presocráticos), mi argumento inicia a
partir del periodo entre 1270 y 1470, cuando Escoto, Occam, Oresme,
Gansfort y muchos otros aprovecharon un legado clásico cada vez más
grande y disonante para identificar a sus acercamientos como una inevitable “vía moderna” o “manera actual” (reconociendo implícitamente
un “camino antiguo”, o vía antigua, agotado), para reflexionar sobre las
cualidades y dimensiones de las posibles relaciones entre palabras y referentes, especialmente con respecto a descripciones viables filosóficamente en oposición con descripciones de la interacción entre mundos
experimentados y deducibles, es decir, convincentemente imaginables.
Como un efecto residual tras el colapso de las cruzadas en los siglos
XII y XIII, el peso combinado de las importaciones intelectuales obtenidas
de los persas, griegos, judíos, árabes y otras del este del Mediterráneo
influenciadas por Grecia, sobre el pensamiento europeo ejerció una
fuerte presión sobre el consenso católico-imperial, desatando cuatro siglos de guerra intelectual y corporativa en que se cometieron incontables ejecuciones judiciales por crímenes contra el pensamiento correcto
que comenzaron, quizá, con las condenaciones y ejecuciones en París en
los años de 1270 y terminaron con las “cacerías de brujas” en los siglos
II
Para lograr una perspectiva más clara y de largo plazo sobre la paradoja actual de los modernismos reaccionarios que, aunque intelectual y
emocionalmente agotados, siguen poderosos gracias a que sirven a las
un repensamiento útil de la ética académica modernista de Kant. Asimismo, para un resumen de las perniciosas confusiones sobre el “discurso profesional” en el “mercado de
las ideas” que amenaza a la responsabilidad ética, véase W. Van Alstyne (ed.), Freedom
and Tenure in the Academy, Durham, Duke University Press, 1993.
26
Por ejemplo, “… podemos preguntar cómo las creencias y experiencias colectivas
fueron moldeadas, trasladadas de un medio a otro, concentradas en una forma estética
manejable, ofrecidas para su consumo”. S. Greenblatt, Shakespearean Negotiations, Berkeley, University of California Press, 1988, 5.
27
Para ser claro, éste no es un intento de amalgamar las dos disciplinas en una sola;
cfr. La advertencia de Kant respecto de las interdisciplinariedades que desfiguran las
disciplinas, The Critique of Pure Reason, N.K. Smith (trad.), Nueva York, St. Martin’s, 1965,
17-18.
28
Geertz, After the Fact, 112.
1 6 0
29
En el folklore actual, por supuesto, existen sólo reinscripciones, nunca orígenes.
Esto es probable pero a mi ver queda un problema histórico en el sentido de que sí recordamos ciertas experiencias –aunque sólo patéticamente– como orígenes, nuevas apariciones, momentos y coyunturas particulares cuyas autorrevelaciones poéticas seguimos
con interés. Las experiencias de origen así comentadas y recordadas tienen que ser narradas y apreciadas para el trabajo histórico, especialmente cuando llegamos al proyecto
de Nietzsche donde las genealogías de promesas y cumplimientos (aunque sólo como
evasivos desplazamientos-en-acción) se acercan al frente, cuando una promesa viene
siendo un tipo de origen aun (o especialmente) cuando es una compulsión de repetición
(scripted).
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HERMANN REBEL
DESPUÉS DEL SIGUIENTE GENOCIDIO
XVI y XVII. Las concordancias de Aquino de la década de 1270, una modernización narrativa que vinculó (y encerró) un telos cristiano de naturaleza aristoteliana, fueron recibidas por un asalto intelectual sintetizador y crítico encabezado por “modernistas” franciscanos (y otros
modernos) que pretendían separar y luego rejuntar varios adversarios
intelectuales y sociales en campos ahora funcionales de espirituales y
seculares, hombres y mujeres, científicos y teólogos. Empero, por necesidad tuvieron que rescatar el logos redentor (parte central del cristianismo desde su invención en la Alejandría de Filo), presentando pruebas
de una divinidad libre e inescrutable y aceptando una humanidad sólo
contingentemente libre y por lo tanto comprensible. La innovación paralógica de la vía moderna consistió en reconocer y liberar nuestra capacidad para narrativas mundiales experimentales30 más allá de las necesidades de proyecciones y cerrazones reaccionarias impulsadas por el
dogma de la modernidad tomista. Buscó más bien narrativas sobre los
mundos materiales, sociales y mentales entretejidos y contingentes que
somos y que nos abarcan, sostienen y, a veces, destruyen; múltiples narrativas, como descripciones y disrupciones en evolución, narrativas
que se relativizan y falsifican, sin permitir un respiro en una última verdad pero teniendo que ser vividas.
Cuando los modernos medievales dejaron abierta la posibilidad de
la intervención divina, también dejaron una apertura para la clausura
narrativa mediante la inspiración divina que señaló una dirección
sagrada y metafísicamente correcta hacia la realización del logos, siempre diferida y aún oculta donde todos nuestros errores serán redimidos.
Es esta duplicidad [duplexity] del modernismo medieval, un relativismo
narrativo liberado y experimental que aún llama –aunque a veces sólo
por conveniencia de argumentación– a un poder divino o absolutos metafísicos para probar sus propuestas31 y casi siempre con las esperanzas
del empirismo radical (de estar dotado en forma particular de la inspi-
ración divina, una intervención desde una visión activa de la singularidad-del-ser divino) que en su conjunto representan parámetros ontológicos peligrosos y confusos que obraron en el desarrollo intelectual
del “occidente moderno” durante los siguientes cuatro siglos.
Esta trascendencia constantemente compartida y a menudo callada
se convirtió en la base paradigmática de disputas, que perduran hasta
hoy, entre ancianos y modernos diversamente aliados y enfrentados,32
que están en desacuerdo en todo salvo la existencia de una totalidad que
abarca todo, una comprensión divina autosuficiente que, paradójicamente, era más misteriosa para los modernos que para los antiguos, quienes
podían decir que hablaban con base en una autoridad supuestamente
fincada en ciertos textos canónicos. También desató un conflicto en muchos frentes que necesitamos reconocer históricamente como contiguoen-memoria a través de varios tramos de tiempo continuo. Incluso hoy
encontramos que el modernismo enfrenta a antiguos resistentes y modernistas reaccionarios que lo acusan, entre otras cosas, de representar
al logos divino como algo irracional aun cuando éste claramente “racionaliza” formaciones y acciones históricas insanas.33 Cuando la capacidad modernista para la experimentación narrativa aparece como una
amenaza perpetua para el acuerdo trascendente, a la “paz” absoluta que
los modernistas reaccionarios consideran una precondición necesaria de
la realización de todo diálogo hermenéutico, el potencial narrativo del
32
30
Sigo a E. Grant, Physical Science in the Middle Ages, Nueva York, Wiley, 1971, e, idem,
The Foundations of Modern Science in the Middle Ages, Cambridge, Cambridge University
Press, 1996; también sigo aprendiendo de T. Reiss, The Discourse of Modernism, Ithaca,
Cornell University Press, 1982.
31
Grant, Foundations, 96-7.
H. Baron, “The Querelle of the Ancients and the Moderns as a Problem for Renaissance Scholarship”, en: P. Kristeller y P. Wiener (eds.), Renaissance Essays, Nueva York,
Harper, 1968 [1959].
33
Así, por ejemplo, el juicio histórico del joven Gerhard Ritter a principios de la década de 1920, citado en H. Obermann, “Luther and the Vía Moderna: The Philosophical
Backdrop to the Reformation Breakthrough”, manuscrito inédito, Trent, 2000, 01. Vale la
pena notar que Ritter, un moralista neocorporativista y cristiano, habiendo resistido lo
que él llamó el hitlerismo (como una forma de extremismo modernista austriaco y, por lo
tanto, no-alemán) hasta caer en la cárcel, pero también habiendo servido en la oficina
nazi de asuntos exteriores, emergió como uno de los fundadores de la profesión histórica en Alemania después de 1945 gracias a su evaluación del periodo nazi que minimizó
su importancia y negó toda conexión con lo que él consideró positivas tradiciones culturales prusianas. W. Schulze, Deutsche Geschichtswissenschaft seit, 1945, Munchen: dtv,
1993, 58-65; véase asimismo, A. Dorpalen, “Gerhard Ritter”, en H-U Wheler, Deutsche
Historiker, Göttingen, Vandenhoeck y Ruprecht, vol. 1, 1971.
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DESPUÉS DEL SIGUIENTE GENOCIDIO
modernismo será subvaluado y socavado por el temor de perder el control, incluso entre los que aducen hablar desde una postura modernista.34 Las complejas e inevitables crisis condicionales de la modernidad,
surgidas de las múltiples capacidades disponibles para desestabilizaciones narrativas de ciertos conocimientos o de ciertas identificaciones de
los “objetos” a ser examinados, parece predicar una huida inacabable
hacia un consenso basado en certezas no de hechos ni de la existencia,
sino de procesos en sitios y eventos conocidos o proyectados; es decir,
hacia un consenso sobre las certezas de directivas ontológicas hondamente enraizadas, a menudo vistas en términos de “proceso” y en
movimiento histórico. Aunque claramente útiles, los paradigmas de
proceso tampoco están inmunes a las modificaciones reaccionario-modernistas, a momentos de fatiga narrativa y a fracasos que aún no quieren admitir su condición. El modernismo reaccionario es una movida
frecuente en la historia, una capitulación ante la estabilización de narrativas peligrosas mediante su encierro en seres-procesos (incorporaciones) autorreferidos y mutuamente inescrutables representados como
“reales”; es decir, como sistemas-en-acción cercados con voluntad propia.
En estas contestaciones históricas transtemporales entre los antiguos
y al menos dos tipos de modernistas, hay diferencias entre y dentro de
las posiciones argumentadas a menudo (auto)engañosamente por agrupamientos de antiguos y modernos aliados de varias maneras, matices
que exigen intensificar la conciencia de todos respecto de las cualidades
e implicaciones filosóficas de cualquier afirmación. Esto me recuerda
que al final de una carta, Bill se despidió diciendo: “Tuyo, aún deslizándome hacia el realismo, Bill”. Parece paradójico que el momento actual
de la postmodernidad requiere que tomemos conciencia de las divisiones claves entre los argumentos de los modernistas antiguos y medievales a fin de reconocer y evitar los atractivos engañosos de los modernismos reaccionarios actuales. Por ejemplo, las persistentes elisiones de
algunos argumentos modernistas para la libertad individual y política
con nociones neotomistas de “libre albedrío” (o peor, agencia) están fin-
cadas –y siempre encallan– en el hecho de que los modernos olvidan
que la innovación medieval consistió en abandonar este sentido neoplatónico, neoestoico del logos que sostenía que los individuos estaban conectados con lo divino mediante partes variables de la voluntad divina
distribuidas individualmente que, se suponía, los ayudaba a entrenar su
carácter para la virtud de dirigir la voluntad libremente hacia lo que
una parte innata proyectada (anamnesis) del logos les requería dirigir la
voluntad. Estas nociones están visibles, por ejemplo, en las versiones
leibnizianas de la modernidad ilustrada y en la actual “ética de la virtud”.35 El principal enfoque del modernismo medieval fue, en realidad,
la capacidad humana de simplemente dirigir la voluntad (y de educar
una voluntad creativa para la libertad), como un momento de igualdad
individual y una posible reconocimiento común con lo divino. Esto dio
pie a la noción moderna de una capacidad única y obviamente evolutiva hacia reconocimientos poético-dialécticos del actuar en el mundo. El
logro medieval consistió en que nos liberamos –paradójicamente entre
contingencias humanas reconocidas y críticamente entendidas– de la
delusión narcisista de tener que llevar la carga de una libertad de la voluntad aislada que es, de hecho, reservada para la divinidad y permanece sustancialmente inescrutable. Regresar, en este marco, a discursos
que ven en la voluntad libre una carga moderna de absoluta responsabilidad individual en la historia significa asumir aquella postura acusatoria en que los acusadores se sienten libres de ponerse las túnicas judiciales de la divinidad y de escribir historias violentas y patéticas desde
una supuesta autosuficiencia moral.36
Antes de abordar los aspectos de este adelanto medieval hacia una
ontología modernista y su importancia para una antropología histórica
más adecuada a la condición postmoderna, necesitamos reconocer que
hubo instancias históricas de violencia masiva que fueron parte de –y
aprovecharon– la evolución de luchas entre antiguos, modernistas
y modernistas reaccionarios que comenzaron en la Edad Media tardía.
35
Bloqueos de este tipo aparecen, por ejemplo, a lo largo de una muy buena colección de ensayos sobre el estado de estos debates. T. Maranhao (ed.), The Interpretation of
Dialogue, Chicago, The University of Chicago Press, 1990.
Esto también es evidente en la tan elogiada teoría de sistemas de Luhmann. Véase
la discusión crítica de Lyotard en Condición, 65.
36
Un caso muy conocido, entre muchos otros, es el de J. Goldhagen, Hitler’s Willing
Executioners, Nueva York, Knopf, 1996.
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Cabe señalar que dichas “instancias” surgieron de perniciosas acusaciones de desobediencia a (desviaciones de...) una voluntad divina (entendida de diferentes maneras) y que ocurrieron en momentos cuando fallaron las narrativas, dando lugar a conflictos irreconciliables a una
escala de la civilización. Hay, por ejemplo, una muy subvalorada línea
de pensamiento histórico37 que reconoce que una dimensión de la etiología de las cacerías de brujas de los siglos XVI y XVII (instancias judiciales de ejecuciones individuales, grupales y masivas que por el número
de víctimas, su alcance transregional y su duración de varias décadas
merecen su lugar en la historia de los genocidios) fue la guerra teológica entre los modernismos tomista y nominalista en una época en que
competían visiones de la reestructuración social, religiosa y política. Las
confesiones “extraídas” y ejecuciones por tortura no sólo fueron métodos aceptados para tratar el supuesto crimen de convertirse en un
instrumento dispuesto de las fuerzas del mal sino, más importante,
ingredientes claves del sistema de pruebas de la cosmovisión tomistaaristoteliana. En esta perspectiva hay una circularidad evidente: las víctimas fueron asesinadas no sólo porque fueron presentadas en los tribunales como “malhechores”, sino porque sus confesiones y sentencias
revalidaron la versión de sus perseguidores de una divinidad que sólo
podía actuar en el mundo mediante vicarios buenos y malos.38 En contraste, los defensores legales nominalistas-modernistas de las víctimas
por fin tuvieron éxito cuando aprendieron a no insistir en la “inocencia”
de los acusados tal cual sino en evidencias materiales vinculadas con
crímenes específicos en un mundo contingente donde la divinidad actúa “de manera inescrutable”, independiente de cualquier agente. Su
sistema de pruebas era una modernización narrativa que proclamaba
un Dios todopoderoso a cuya agencia se podía atribuir la pérdida de
cosechas, la muerte del ganado, los abortos y otras calamidades con la
misma facilidad que a un agente satánico cuya existencia los inquisidores procuraron demostrar con la tortura y prácticas de interrogación
modernizadas basadas en versiones tempranas de “descripción densa”
que adujeron tener la capacidad de deducir estados “internos” mediante varios indicadores “externos” manifestados en momentos de extenuante sufrimiento.
En este modernista concepto de Dios, el bien y el mal adquirieron
una vida nueva y más “natural” en la complejidad parmenidea cerrada
y sólo internamente móvil que se alegaba era la mente de Dios. Esto
permitió a los modernistas reaccionarios afirmar un logos-voluntad ético
que supuestamente compartimos con la divinidad que nos enseña natural- y pre-conscientemente a evitar el mal y practicar el bien en nuestra
construcción de carácter guiada y alentada colectiva- y simbólicamente
por la divinidad (puras “supervivencias” neoestoicas) y, además, a mirar siempre hacia adelante a la eventual reconciliación de las manifestaciones del bien y del mal en una complexión misteriosa pero providencialmente positiva, benévola y divino-universal, cuya realización
depende, al final, de nosotros quienes debemos encontrar las historias
científicas correctas que nos ayudarán a reconocer nuestra llegada al
momento de la salvación “prometida” y predicha. Los siglos de aferramiento modernista a este logos materialmente reproducible pero siempre trascendente ha llevado a una sucesión de fracasos modernistas especialmente evidentes ahora en las versiones “siempre-verdes” de un
determinismo materialista-biológico para siempre interesado en proveer “ciencias” de perfil capaces de hacer selecciones genéticas, étnicas
o culturales (entre otras) que permiten detener y separar aquellas “naturalezas” individuales o colectivas que las autoridades debidamente
constituidas consideran “innatamente” incapaces de alcanzar las normas de la “virtud” modernas a fin de desecharlas o de sujetarlas a un
procedimiento psicofarmacéutico o de otro tipo.39
37
Asociado con los trabajos de Keith Thomas, Eric Midelfort, Carlo Ginzburg,
Natalie Davis y varios otros. Una interesante ilustración (aunque no explicación) reciente
de esta problemática surge de la experiencia de Mary Douglas con la persecución de
brujas en Zaire, “Sorcery Accusations Unleashed: The Lele Revisited, 1987”, en su Implicit
Meanings, Londres, Routledge, 1999.
38
Se podría decir que las convicciones hacen doble servicio en el sentido de lo hegemónico como Bill Roseberry lo entendió; véase más adelante.
1 6 6
39
El libro The Blank Slate: The Modern Denial of Human Nature, de S. Pinker, Nueva
York, Viking, 2002, es una de estas recientes sofisterías, un ejercicio en el modernismo
reaccionario que camina sobre la cuerda floja de un seudodarwinismo donde los genes
han “evolucionado” hasta ejercer la agencia ética y donde su lenguaje lo expone: afirma
1 6 7
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DESPUÉS DEL SIGUIENTE GENOCIDIO
III
mucho tiempo como una descripción de la mente imposible y ahora es
reafirmado por lo que es, podríamos argumentar, la mejor narrativa
científica de la mente que tenemos. En la visión del problema del homúnculo del neurobiólogo Gerald Edelman encontramos una formulación evolucionada de la observación epicureana de que hay deterministas materialistas que invariablemente se eximen a sí mismos de la
determinación:42
Para nuestro propósito actual de entender el grado de oposición a la
postmodernidad de las dos formas dominantes de análisis antropológico, el accionismo simbólico y la ecléctica-histórica marginal, debemos
ahondar más en esta duplicidad [duplexity] fundacional de las actuaciones de la modernidad medieval-al-presente. Empezamos con una
evaluación de las teorías medievales de la mente individual que trace
sus supervivencias genealógicas hasta las formaciones presentes del
modernismo filosófico, cuyos numerosos administradores intelectuales,
financieros, políticos y psicológicos (entre otros) tratan en vano de contener –con fórmulas reaccionario-modernistas resurgentes– las inestables e impredecibles multiplicidades mediante singularidades controlables y órdenes secuenciales predecibles, pero quienes, cuando estas
medidas fracasan (que es inevitable, dada su negación de la condición
postmoderna), recurren a una abrumadora y brutal destrucción.
Emblemática de la larga historia de callejones sin salida del modernismo reaccionario es esta afirmación de Geertz: “mis versiones del
cambio, en mis pueblos, mi profesión, mi mundo y yo mismo”, todos
entretejidos como mito (su palabra), templadas sólo con “distancia” [dispassion].40 Olvidando su imperioso uso del pronombre posesivo, encontramos aquí una autopercepción “homúncula” en que el mundo es sólo
una proyección de un ser que es una proyección de sí mismo… a una
distancia imaginada [dispassion]. Este entendimiento fundacionalmente
circular del funcionamiento mental que encontramos en el accionismo
simbólico de Geertz y acercamientos similares41 fue reconocido hace
Recordarán que el homúnculo es el hombrecito que uno debe postular “en
la cumbre de la mente” [que] en toda teoría instructiva de la mente actúa
como intérprete de señales y símbolos. Si la información del mundo es procesada por reglas su existencia parece obligatoria. Pero entonces habría que
haber otro homúnculo en su cabeza, etcétera, en una regresión infinita [...]43
El concepto alternativo de la mente de Edelman (darwinismo neural) presenta una arquitectura personificada, compleja y evolucionada
de estructuras mentales físicas y epigenéticas que producen la conciencia interactivamente y en maneras que actúan y siguen evolucionando
en el interior, aunque no percibimos la compleja totalidad de su presencia en ningún momento44 ni tampoco la enorme variedad y grados de libertades que estas estructuras interdependientes paradójicamente
“limitantes” y focalizantes sueltan de un momento a otro para una dirección de la voluntad aprendida (pero siempre improvisada). El sen-
observar “tentaciones” genéticamente determinadas que batallan dentro de nosotros
como ángeles a favor o en contra de nuestras “naturalezas buenas o malas”. La “conciencia” es un don genético y la violencia, por supuesto, una predisposición genética, etcétera. Todo esto, sin duda, para moldear un concepto de mente útil para extender el
alcance de las intervenciones (es decir, selecciones) judiciales y médicas de parte de profesionistas debidamente autorizados que operan, claro está, en un aparato de asistencia
y “atención” basado en la fe.
40
Geertz, After the Fact, 3.
41
Respecto de la llamada nueva “subjetividad etnográfica”, J. Clifford dice: “[…] observemos la propia postura etnográfica de Greenblatt, la compleja actitud que mantiene
respecto de las personas moldeadas, incluida la suya [...] Expresa [...] su necio compromiso con la posibilidad de moldear la propia identidad aun cuando esto significa sólo la ‘individualidad concebida como una ficción [...]’”, The Predicament of Culture, 94. Cabe señalar que este “necio compromiso” (sin duda, una de las emociones puras) es problemático
y resuena con el grito “mi mundo, yo mismo” de Geertz. Este “ser-dentro-del-ser” homúncular parece pararse perpetuamente con sus puños alzados en un pose infantil-asertiva.
42
En J. Annas, Hellenistic Philosophy of Mind, Berkeley, University of California Press,
1992, 126.
43
G. Edelman, Bright Air, Brilliant Fire: On the Matter of the Mind, Nueva York, Basic
Books, 1992, 82.
44
Esto implica resistir –con el filósofo histórico Isaiah Berlin– “la falacia jónica” que
requiere la reducción de todo a una sola materialidad, una falacia que Berlin asocia particularmente con la tradición que vincula a Aristóteles con Russell I. Berlin, Concepts and
Categories: Philosophical Essays, Nueva York, Penguin, 1981, 76-7, 159.
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DESPUÉS DEL SIGUIENTE GENOCIDIO
tido epicúreo de un flujo mental hecho propio [embodied] y, por tanto, nocentrado que dirige a la voluntad por una pragmática conflictiva y
complementaria de placeres encontrados desafió la noción estoica del
homúnculo como un centro actuante/organizador de una mente apropiada [embodied], un hegemonikon,45 que desde su sede en el corazón recogía las comunicaciones que provienen de los sentidos para organizarlas
según su aparición, asentimiento, impulso y, lo más importante, su
relación con el logos (pero sin un sentido claro de desaparición, disentimiento, restricción o razones en conflicto; es decir, sin espacio ni tolerancia para la invención narrativa, la autocontradicción o la indecibilidad. Todos éstos, “siempre” resueltos “ya” en la unidad del logos, pasan
a ser irrelevantes. Al mantener una separación cualitativa y vital (una alteridad interna individualizada, no un “fantasma”), entre el conocimiento y la formación de la voluntad en la mente, Epicuro en efecto disolvió
la jerarquía de homúnculos impulsada por el logos que constituía el
mente-ser estoico. Similarmente, las conceptualizaciones materialistas46
de Edelman de la selección de grupos neurales, de “sistemas de selección”, repertorios primarios y secundarios interactivos, de mapas y
“brotes” sinápticos infinitamente múltiples, etcétera, también constituyen una disolución narrativa del hegemonikon, de cualquier ser-agente
interior singularizado, incluido el ahora popular ser-gen que desea reproducirse. Volveré a esta problemática más adelante cuando analizo
las contribuciones de Roseberry a la teorización del proyecto en la antropología histórica de una narrativa contrahegemónica diluyente de
hegemonías.
Un momento que vincula las diferencias entre los filósofos helénicos
respecto de mente y persona [self] con el reciente ataque narrativo neu-
robiológico de Edelman contra los modelos modernistas rivales del llamado “cognitivismo” sucedió en la invención medieval de la modernidad. Al comparar las teorías de la mente tomista y nominalista, encontramos no sólo los conocidos modelos antagónicos sino también figuras
narrativas que nos permiten aclarar algunas de las implicaciones filosóficas y analíticas de la postura “mi mundo, mí mismo” que adopta
Geertz que mencionamos al principio de esta sección. La innovación
modernizadora de Aquino consistió en una expansión narrativa de la
imaginada relación del cristiano con la realidad de los universales mediante los cuales se realiza el logos divino, ser “antes de la cosa” (ante
rem), en entelequías de formas naturales que se presentan (in re) para las
contemplaciones de los individuos después del hecho (post rem) de su
aparición. La mente-figura tomista que resulta escrita en contra de la
noción agustina de la mente-torrente, consistió de un cuerpo de agua
cerrado, un plácido estanque que refleja el cielo y la creación. Duns
Escoto combinó estas dos visiones en una sintética narrativa modernista47 en que persistió el estanque aunque fue refigurado, como un arroyo
abierto que se amplía con la lenta expansión de su flujo, siempre límpido y fresco entre el influjo y la salida. Además, encontró un camino de
regreso a la mente-arquitectura de memoria, entendimiento y voluntad
agustina que se combinan como momentos sucesivos en la mente del individuo al fluir de la intuición a través del pensamiento hasta llegar a la
acción. En esta visión, la individualidad fue la condición de la acción
pero no la razón de ella. Esta última sólo podía existir en individualidades que recordaban (la memoria está en el lado de la “entrada” del arroyo de la conciencia) las razones de acción que necesariamente iban más
allá de los límites de cualquier individuo en algún momento dado.48
Mientras que la mente tomista está segura en sus reflexiones limitadas, gobernadas por el logos y después-de-los-hechos, capaz de juzgar
45
Annas (Mind, 61-64, 66, 129) se inclina por las circularidades antropomorfas de los
estoicos (206-07 y passim) y mal-representa la posición epicúrea al separarla de sus antecedentes históricos, raíces que se extienden desde los cireánicos hasta los sofistas (Protágoras) y a los nous atomizados de Anaxagoras, compuestos de “semillas”-que-giran
(reapareciendo como las “semillas… de acción” de Epicuro, 129). Esto no sólo la lleva a
generar una débil crítica del “giro” de Epicuro y Lucrecio (181ff), sino la obliga a proyectar sobre lo que debemos insistir fue el concepto de mente no-centrado de Epicuro un
“agente en desarrollo” no-justificado y singularmente homúncular (130).
46
Fire, 82-3 y passim.
Mi punto de partida es C. Devlin, “The Psychology of Duns Scotus: A Paper Read
to the London Aquinas Society on 15 March, 1950”, The Aquinas Papers, 15 (1950). Leí este
elocuente e iluminante ensayo en el jardín, cerca del foso, con las figuraciones en acción
frente a mis ojos, en Oak Farm, Harleston, Norfolk, un glorioso día de verano en 1991.
Con enorme gratitud y un saludo en memoriam a mi fallecido amigo, el pintor Peter Davis.
48
Devlin, “Scotus”, 5.
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las acciones correctas y deseosa de obras de perfección, la mente escotista de la vía moderna está abierta, infinitamente dividida y en tensión
entre lo que ya conoce y ya ha hecho y lo que quiere conocer y hacer.
Además, a diferencia del gesto tomista con la modernidad narrativa que
de hecho pretende una clausura narrativa (en suma, una modernización
reaccionaria), emerge de la percepción escotista de una autodivisión
ostensiblemente “natural” un concepto-mente que ofrece una narratividad infinitamente recursiva, otro-dentro-de-uno-mismo, críticamente
abierta que de nuevo podemos reconocer en el materialismo del concepto-mente de Edelman y, más adelante, en la reconceptualización de
Roseberry de los encuentros entre seres históricos y otros en “las Américas”. En esta conceptualización, los límites entre los “unos-mismos” y
los “otros” se vuelven porosos gracias a los procesos interminables de
la pro- y la intro-yección; las mentes no están siempre alcanzando el horizonte de eventos sino están profundamente sumergidas en éste, entretejiendo experiencias de eventos sentidas con recuerdos al tiempo que
nuevas memorias sintéticas entran en juego de un momento a otro en el
vivir de los eventos. Las huellas de la presencia-en-acciones, -eventos y
-hechos de la mente no pueden ser captadas satisfactoriamente por una
infinita regresión homuncular o por abstracciones sólo después-de-loshechos, autocensuradas represivamente y dirigidas por la voluntad; más
bien son sus múltiples caminos (neurales, figurativas, conceptuales,
etcétera) hacia la conciencia histórica, siempre presentes en los umbrales de la experiencia, que deben ser traídas al reconocimiento.49
La formación de la memoria según Escoto desarrolla aun más la
concepción de memoria de Agustín, quien la caracterizó como la aper-
tura de la mente, una malla a través de la cual pasan simultáneamente
los datos, tanto abstractos como sensoriales, que actúan como signos
sintéticos para colecciones y coligaciones variablemente yuxtapuestas
(vínculos narrativos experimentales), de los objetos retenidos y sintetizados en sus signos como objetos, aun cuando no pensemos en ellos.50
En esta concepción, la memoria es múltiple, sintética y en movimiento
perpetuo a través de umbrales de “sitios” conscientes e inconscientes;
una prefiguración de la pregunta de Nietzsche, en su Genealogía de la moral, sobre la ubicación de lo recordado mientras estuvo olvidado. Escoto
se anticipa a Kant con su idea de la mente/persona que experimenta
donde la experiencia, que permanece igualmente enigmática en sus dimensiones y apariencias tanto internas como externas,51 produce y entrecruza preceptos poderosos como objetos que dividen la mente, llevada por su habitus para tal recepción hacia múltiples facultades
desarrolladas (habilitates) involucradas en una constante aclaración del
desiderium naturale en una interminable dialéctica de realizaciones irónicas y creativamente reconfiguradas para terminar con la conclusión del
propio Nietzsche a esta percepción, y dirigidos a vivir en un abrazo calculador y rencoroso con las morbidades tanto naturales como históricas.
Aquí, la contribución de Escoto a la conciencia de la memoria amplía
la capacidad modernista de narrativas-mentes y abre la posibilidad de
descomponer la “notable oposición” de los modernistas reaccionarios
50
Devlin sobre Escoto: “El acto de vivir… es una mejor semejanza del objeto que su
contenido abstracto”. Ibid. Algo que debemos tener en mente en el trabajo de campo
como una apertura que nos ayuda a superar el pathos de la tendenciosa objetividad que
desencadenó el “Wie es eigentlich gewesen” de Ranke en la profesión histórica norteamericana, registrada en P. Novick, That Noble Dream; cfr. la astuta lectura de F. Gilbert en su
History, Politics or Culture? Reflections on Ranke and Burckhardt, Princeton, Princeton University Press, 1990, cap. 2, que sugiere que la insistencia modernista de Ranke en la independencia de la historia como disciplina académica se centró en una función de memoria móvil, abiertamente narrativa y crítica (es decir, que influye en las decisiones) dentro
de la acción.
Una sinopsis elegante e iluminadora es The Mystery of Continuity: Time and History,
Memory and Eternity in the Thought of Saint Augustine, de J. Pelikan, Charlottesville, University Press of Virginia, 1986, 19-22. Desde la perspectiva histórico-filosófica Es interesante señalar la continuación de esta línea de pensamiento en la crítica de William Dray
del intento cientista de Hempel de reducir las motivaciones humanas históricamente
descubribles a leyes de predicción. La “explicación-por-concepto” de Dray y su sentido
de la “coligación” narrativa, que tomó de M.H. Walsh, alejan la tarea del historiador de
la formación homúncular de predicción y control de Hempel, para acercarla a una iluminación abierta de pensamiento-en-acción. W. Dray, “’Explaining What?’ in History”, en
P. Gardiner (ed.), Theories of History, Free Press, 1956, 407-8. Mi referencia a Walsh no debe
entenderse como si estuviera de acuerdo con sus absurdos argumentos contra la supuestamente “irracionalista” teoría de historia de Marx y Freud. Cf. D. Fisher, Historian’s
Fallacies: Toward a Logia of Historical Thought, Nueva York, Harper, 1970, 194.
51
Devlin, “Scotus”, 9, 12-14; cfr. Kant, The Critique of Pure Reason, 351-2.
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“a un interior al que no corresponde un exterior y de un exterior al que
no corresponde un interior”.52
Dejemos esta ruptura medieval nominalista-modernista allí donde
Escoto también se pierde (inevitablemente, en su peligroso mundo
intelectual) en juegos de palabras acerca de la libertad de la voluntad
(non posse nolle/velle) y regresa a la beatitud,53 adonde Aristóteles regresó
a las semillas azarosas del nous de Anaxágoras: un encierro en la mente
suprema de Dios. Seguir con esta elaboración de las intersecciones de
los senderos entre el modernismo y el modernismo reaccionario de los
últimos siglos y traerlas hasta el presente, poco haría para identificar
mejor las genealogías filosóficas residentes en el proyecto funcionalistamaterialista de Geertz y su epigoni, con su clausura de los límites de las
personas. Empero, antes de volver a lo que llamó la atención crítica de
Bill Roseberry a este último y lo que, en parte, lo llevó a desarrollar un
proyecto alternativo más capaz de realizar el trabajo histórico-antropológico en las condiciones postmodernas, hay una aclaración más que es
necesario hacer sobre estas perspectivas recientes sobre mente y persona que sostienen inmediatamente este tipo de materialismo modernista
del que Geertz, según Sewell, ofrece tan brillante ejemplo.
La base filosófica de gran parte del “culturalismo” actual es el rechazo abierto de la tradición analítica angloamericana a las conceptualizaciones de mente y persona abiertas, paralógicas y orientadas a la experiencia, que van desde Kant a través de Hegel (y quizá Marx)54 hasta
Nietzsche y Freud y más allá. Lo que comenzó con las exasperadas protestas de G.E. Moore contra la incomprensibilidad, para él, del hegelianismo británico en la década de 1890 se transformó, con contribuciones
que provinieron de Viena, en una empresa filosófica supuestamente
modernista obsesionada con los errores del “lenguaje ordinario” aun
cuando se expresa en jeroglíficos lógicos aplicados inconsistente- e idiosincrásicamente que sólo son capaces de enunciar tautologías y flagelar
varios niveles y permutaciones de lo obvio, pero que no pueden permitir ningún habla que vaya más allá de sí mismo.55
IV
Aunque por principio de cuentas ver a nuestros cuerpos como máquinas sería un error,56 proseguiré bajo el supuesto de que todos “nosotros
materialistas” (confundidos o no) estamos de acuerdo en que no existen
los fantasmas personificados. Como criaturas de la naturaleza y de concepto, los humanos experimentan la vida “en” cuerpos, pero esto no requiere que nadie diga dónde y cómo están entretejidas las narrativas
sensoriales y conceptuales continuas y evolutivas del cuerpo de alguien
en las formaciones de la memoria intrínsecas a la sintética a priori, entendida siempre como una pluralidad dividida y autonegociada, y no como
una entidad homúncula, en acción en cualquier momento del complejo
de horizontes múltiples de eventos de cada cuerpo. Todas las experiencias implican texturas corporales cuyos microtejidos no las determinan
ni necesitan ser discernidas con precisión para que sus patrones y retejidos –no sólo adentro de los cuerpos sino también entre un cuerpo y
otro– se vuelvan aprehensibles conceptualmente y, por lo tanto, históricamente, nemónicamente, disponibles por derecho propio, y no percibidos como simples substitutos terciarios, cuaternarios (o aun más
retirados) de algunas intuiciones “reales” anteriores, “siempre ya enterradas” que actúan como primeras y últimas instancias.
55
F. Nietzsche, On the Advantage and Disadvantage of History for Life, Peter Preuss
(trad.), Indianapolis, Hackett, 1980, 24.
53
Devlin, “Scotus”, 6.
54
Cfr. S. Avineri sobre las versiones de “conciencia” de Marx frente a las de Engels y
Lenin (entre otros) en el pensamiento materialista. The Social and Political Thought of Karl
Marx, Cambridge, Cambridge University Press, 1968, cap. 1.
Es preciso examinar los vaivenes de estas formulaciones para poder apreciar mejor
lo que se está filtrando debajo de la superficie del accionismo simbólico pero cuestiones
de espacio no permiten la inclusión de la revisión crítica de la filosofía analítica de
Willard Quine.
56
El libro de G. Richards, Mental Machinery: The Origins and Consequences of Psychological Ideas, 1600-1850, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1992, ilumina este
lenguaje “filosófico”: G. Ryle subvierte su propia versión de la afirmación que “Los hombres no son máquinas, ni siquiera máquinas manejadas por fantasmas”, cuando reconoce
que somos los “sistemas de obediencia rutinaria y automantenidos” que se convirtieron
en el modelo de las máquinas. The Concept of Mind, Nueva York, University Paperbacks,
1949, 81-2.
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Las ciencias sociales no provistas de una función de memoria evolutiva, dinámica y no-homúncula en sus modelos de conducta y supuestas disposiciones son inadecuadas para los requerimientos de un paradigma de dichas ciencias que precisa de la capacidad de dirigirse a
cualquier relato de cualquier experiencia que cualquier persona pudiera presentar. Esto pone en tela de juicio al “puro” psicologismo materialista de las filosofías analíticas (y de las llamadas ciencias del comportamiento anexas a ellas), que imaginan un tipo de intuición humana en
el que el “recordar” es sólo uno entre una multitud de “actitudes propositivas”, junto con el “creer”, el “pretender”, el “desear”, etcétera.57 Éste
es un error de categoría, otra instancia de una paradoja russelliana no
reconocida, en el sentido de que ninguna de las “actitudes” así identificadas (junto con el “recordar”), está libre en sí misma de –ni posible sin–
este “recordar”. El mismo destructor del fantasma-en-la-máquina,
Gilbert Ryle, de quien Geertz tomó el célebre término clave de la “descripción densa”, ofrece un discurso pobre sobre el “recordar” que argumenta que algo que no es recordado con éxito –o, más precisamente y
usando una de sus propias reiteraciones en su lengua materna, “fielmente” (!)– no debe ser contado como un recuerdo. Ryle recategoriza el
“recordar” y lo aleja del “encontrar”, “resolver” y “descubrir” para
acercarlo al “recitar”, “citar” y “representar”. A diferencia de la figuramente aristoteliana-escotista (que tiene su eco en la sintética a priori) que
coloca a la memoria en el lado de entrada del cauce de la experiencia,
donde funciona como una multiforme en constante evolución dentro de
matrices sensuales-conceptuales, Ryle la ubica en el fango congelado en
el fondo del estanque de Aquino, donde filtra hacia el suelo acorde con
su inclinación en lo que Ryle llama “la etapa de exportación”. Según
esta figuración, nosotros simplemente recitamos nuestros recuerdos y el
recordar se vuelve un “registro falso [conning] de algo ya aprendido”; es
decir, de hábitos conscientes pero repeticiones de actuaciones seriales.58
Es con una figura filosófica de la memoria tan ridículamente inadecuada como ésta que los modernistas reaccionarios en las ciencias socia-
les59 tratan de retomar el terreno de la conciencia histórica al tiempo que
–de manera simultánea– la reprimen al asignarla a una presencia simplemente circular y reactiva, contenida y mecánicamente disposicional
que desmiente su encajamiento forénsico, suasivo y narrativamente
inestable con todos los instantes de intuición. Es, además, justo un sermemoria analíticamente inmóvil como éste el que proporciona el momento de exoneración de que depende Geertz en su argumentación al
estilo Ryle, cuando aduce que las víctimas son víctimas porque están
efectivamente predispuestas a serlo, como el vidrio que se rompe al impacto de una piedra porque es frágil y, por tanto, predispuesto a romperse.60
Las reestructuraciones ideológicas de la academia en las coyunturas
de la Guerra Fría y del periodo después de 1989 han dependido repetidamente de la importación hacia ciertas ciencias del comportamiento,
incluidas las historias simbolistas,61 de esta encapsulación trivializadora, filosófico-analítica de la historia. En este respecto, las contribuciones
fundacionales a la antropología de Geertz aparecen en sus conocidos y
largamente debatidos ensayos de principios de los setenta sobre las peleas de gallos en Bali y la descripción densa. Empero, en una interesante
teorización más temprana ya había desarrollado una narrativa evolucionista modernista en que afirmó –y uno debe estar de acuerdo– que
59
Así, por ejemplo, D. Davidson, “Mental Events”, en Moser y Trout, Contemporary
Materialism, 109.
58
Mind, 274-76, 178-79.
Los actuales acercamientos “cognoscitivos” perpetúan este cierre mecanicista de
las “funciones” de memoria. Observamos, por ejemplo, en la preocupación de A. Goldman por la memoria como un problema de recuperación y la cuestión de si “poseemos”
recuerdos que no aparecerán cuando los necesitamos. Tener la capacidad de hacer este
tipo de juicio respecto de la memoria es importante para él porque forma parte de la aseveración del filósofo megalómano de tener el poder de “establecer las normas de racionalidad” (énfasis del original), Philosophical Applications of Cognitive Science, Boulder,
Westwood Press, 1993, 30-1, 9-13.
60
G. Ryle, Mind, 88-89.
61
Para una crítica detallada de dos recientes e importantes monografías que siguen
esta línea, véase H. Rebel, “What Do the Peasants Want Now? Realists and Fundamentalists in South German and Swiss Rural Politics, 1650-1750”, Central European History,
2002. Hubo problemas en el proceso de publicación de este artículo, así que está disponible una versión restaurada, corregida y anotada en el siguiente sitio de Internet:
http://w3.arizona.edu/~history/faculty/r/rebel.htm.
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“los recursos culturales [son] ingrediente[s], no accesorio[s], del pensamiento humano”. Esto lo lleva –pero ahora no puedo estar de acuerdo–
a teorizar una ciencia cultural enfocada en símbolos como la ciencia de
la mente donde “el pensamiento humano es primariamente un acto
abierto conducido en términos de los materiales objetivos de la cultura
común, y sólo secundariamente un asunto privado”.62
Pero, ¿lo “privado” no es simultáneamente extensional (extensional)
e intensional (intensional)? y, por tanto, no lo que él quiere decir. ¿Por
qué revolver las aguas con términos de “sentido común” (“asunto privado”) que no hablan del problema en discusión? Una respuesta posible es que no ha pensado lo suficiente el grado en que las teorías “accionista-simbólicas” son una colonización de “lo privado” mediante
formaciones hegemónicas de sentimientos públicos. Regresaré a esto en
un momento cuando retomo algunas de las formulaciones innovadoras
de Bill Roseberry respecto de estas cuestiones.
En cualquier caso, al buscar una función de “memoria” en un concepto de mente colectivamente culturalizada como éste, encontramos
una proyección injustificada del lenguaje de proceso extensional hacia
la caja negra de los supuestamente no-conocibles espacios intensionales
de los individuos. Para Ryle, el mentor de Geertz, la memoria era un depósito inmóvil lleno de “información” con un “fondo de recuerdos” (no
teorizado), que nos recuerdan perpetuamente nuestras “inclinaciones
duraderas”.63 A esto, Geertz añade la cualificación de que estas repositorio-memorias individuales son poco relevantes a las ciencias sociales
salvo cuando corresponden a un “control actitudinal de la percepción”
“guiado por modelos simbólicos de emoción”. La contribución de
Geertz al estudio de los objetos culturales consistió en desarrollar la crítica de Allport del fisicalismo puro de los conductistas de la escuela de
Pavlov-Skinner al extender a los símbolos el poder de objetos desencadenadores sensualmente afectivos. Geertz hace que esto parezca sencillo, casi autoevidente e incluso circular, y quizá para él lo es: “Para poder decidir debemos saber qué sentimos respecto de cosas [?!]; y para
saber qué sentimos respecto de cosas necesitamos las imágenes públicas
de sentimiento que sólo el rito, el mito y el arte pueden brindar”.64 Otra
vez encontramos [este pronombre] imposible pero coercitivo “nosotros”.
Además, cómo lo hace Geertz para pasar de la primera a la segunda
parte de esta oración queda totalmente oscura. Aquí, la memoria histórica parece ser una clase de compulsión de repetición benevolente
(puesto que sostiene culturalmente la vida) encapsulada en formas simbólicas emocionalmente cargadas, “conceptos densos”,65 donde el fantasma no se halla en máquinas-cuerpos individuales, sino en las emanaciones del aparato simbólico público, comoquiera que sea imaginado.
Tal memoria-depósito internalizado es una proyección metafórica
errónea de correspondencias supuestamente naturales entre los procesos intensionales y extensionales. Fracasa no sólo porque es irrelevante
a la vasta complejidad físico-material que sabemos implica el “recordar”,66 sino porque requiere alguna suerte de homúnculo-recuperador
o, mejor, homúnculo-bricoleur encargado de hacer el trabajo. Por ejemplo, el accionismo simbólico de Geertz depende de un tipo específico de
64
“The Growth of Culture and the Evolution of Mind” [1962], en su colección, The
Interpretation of Cultures, Nueva York, Basic Books, 1973, 83, también 77.
63
Mind, 90.
Geertz “Mind”, 82.
Para esto, sigo la aclaración de “conceptos densos” como condensaciones simbólicas que “guían la acción” de B. Williams, “The Scientific and the Ethical”, en Moser y
Trout (eds.), Materialism, 284-6. Podemos complementar la bien fundada objeción de A.
Kuper (Culture, 110-11) de que el ejemplo de Geertz de una confusión de estos conceptos
en su presentación del incidente de las ovejas berber es, después de todo, una narrativa
más bien delgada, al notar que aquí lo “denso” no se refiere primariamente a la riqueza
del detalle descriptivo –un entendimiento repetido en muchos reconocimientos halagadores de Geertz (véase la referencia a Ortner en la nota 101 abajo) y especialmente entre
los historiadores– sino que tienen que ver más bien con el poder emocional y movilizador de ciertas representaciones simbólicas colectivas supuestamente propias de ciertas
“entidades” culturales.
66
Edelman, Fire, 102-8 y passim. Típico del tipo de lecturas necesariamente erróneas
de las poderosas conceptualizaciones de Edelman que hallamos en la literatura cognoscitiva es la de D. Dennett, Consciousness Explained, Boston, Little Brown, 1991, 268, 365,
etcétera. El concepto de mente de Dennett gira en torno a una narrativa de los llamados
“memes”, el neologismo de moda por lo que se percibe como “genes de cultura” que, por
su parte, autorizan el lenguaje acerca de las ideas “tóxicas” que “envenenan” las mentes.
Luego, esto permite el establecimiento de una policía cognoscitiva de la mente similar,
sin duda, al modelo de Goldman, que otorga o reserva un Imprimatur “científico” a las
ideas y expresiones en las escuelas y otras corporaciones.
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teoría psicológica que concibe a la acción mental, “el pensamiento imaginado”, de la siguiente manera: “se construye una imagen del ambiente, haciendo correr el modelo más rápido que el ambiente y prediciendo que el ambiente se comportará tal y como lo hace el modelo […]
Estos modelos pueden ser construidos a partir de muchas cosas […]
Una vez construido, el modelo puede ser manipulado […]”,67 etcétera.
Con base en esto, Geertz concluye que el pensamiento consiste en “relacionar los estados y procesos de los modelos simbólicos con los estados y procesos del mundo más amplio”.68 El punto que hay que subrayar es que Geertz expresa todos estos substitutos epistemológicos del
experimentar usando la voz pasiva relacionada sólo ocasionalmente
con algo que él llama “el organismo”. Aquí, el uso de la voz pasiva oculta al homúnculo-bricoleur que efectúa la construcción, corre el modelo y
manipula, predice, relaciona y, más importante, recuerda, que aquí queda
totalmente excluido, que se requieren todos estos razonamientos y preparativos homúnculos después-de-los-hechos que buscan más “información” de los sentidos. Además, parece una excesiva naturalización de
la experiencia reducir así la “cultura” a aquella forma wittgensteiniana
que “el hombre”, ahora descrito como “mentalmente inviable”, debe tener y aceptar o perecer. Si bien esto es cierto, sin duda, respecto de las
formas culturales en general y en su conjunto, los entendimientos accionista-simbólicos sostienen que “culturas” particulares desempeñan esta
función como necesidades sine qua non para sus “miembros”, quienes
quedan reducidos implícitamente a residentes de prisiones historicistas-lingüísticas “propias”, al parecer incapaces de interacciones creativas y trascendentes a ellos mismos y a los otros con (y no simples adaptaciones de) los materiales culturales de “otros”.
Para llevar a cabo esta agenda funcionalista,69 Geertz ve en el servicio específico que desempeñan sus “conceptos densos” percibidos como
un tipo de memoria-termostato simbólico que mantiene a la excitación,
el estrés, el luto, el terror, etcétera, dentro de ciertos límites, a fin de lograr un constante equilibrio socio-político… un estado quieto y feliz. Invoca la clausura de Dewey de la ontología humana en una “situación
clara, coherente, asentada, armoniosa”.70 No se menciona aquí que la armonía de algunas vidas es comprada mediante la destrucción de otras,
salvo la implicación de que podemos confiar en que las actuaciones de
las formas simbólicas se encargarán de cualesquier “incomodidades”
de este tipo. En términos de la “ciencia” antropológica, no se dice nada
sobre cómo se ajustan estos termostatos culturales ni quién lo hace; cómo
y por quién son recordados estos ajustes; ni tampoco, cómo, alternativamente, dichos mecanismos automáticos de retroalimentación cultural
pudieran funcionar –uno se queda con la imagen de algún tipo de dispositivo con válvulas sobre una locomotora– para mantener los umbrales emocionales de alguna manera preestablecidos (de origen homuncular). Queda al acecho un homúnculo maestro implícito (no teorizado)
que lee los estados emocionales colectivos y luego sube o baja el calor
simbólico hasta lograr alguna suerte de “armonía” que, en sí, no está
sujeta al escrutinio científico o ético. Regresaremos más adelante a las
implicaciones éticas de este curioso concepto de la regulación de las
emociones de los individuos mediante “conceptos densos” desplegados
como estímulos públicos hacia actuaciones sociales óptimas y estables
–es decir, predecibles– representadas (¿no vividas?) por actores(?) que
están reducidos a “preocuparse no con resolver los problemas sino con
aclarar sentimientos”.71 ¿Aclarar los sentimientos no es un problema?
¿No hay ningún interés en los sentimientos de quien están siendo “aclarados”, por quién y para la edificación e interés de quién? Habiendo
67
E. Galanter y M. Gerstenhaber, “On Thought: The Extrinsic Theory”, Psychological
Review 63 (1956), citado en C. Geertz “Mind”, 77-78.
68
Geertz, “Mind”, 78. ¿Más amplio que qué cosa? Estos usos borrosos en “lengua materna” no sólo cansan al lector sino se vuelven cada vez más repugnantes dado su abierto despliegue de un deseo erróneamente justificado de simplemente manipular a los demás y luego predecir los resultados de las manipulaciones. ¿Cómo se puede esperar que
alguien siga leyendo página tras página de estas decadentes fórmulas de “sentido común”
que ocurren en coyunturas filosófico-científicas, lógicas y epistemológicas cruciales?
Edelman, Fire, 77-79, desarrolla algunas perspectivas interesantes sobre lo que él
ve como la “posición funcionalista” del cognocitivismo. Verdaderamente increíble es su
desarrollo de una teoría alternativa de la mente basada en la interacción de la simetría,
los eventos que rompen la simetría y la memoria dentro de la evolución, cap. 20.
70
Geertz citando a Dewey en “Mind”, 78.
71
Geertz, “Mind”, 81.
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tenido que reflexionar sobre varios tipos de negaciones, trivializaciones
y explotaciones de genocidio, pienso que dentro de esta seudodistinción
entre resolver problemas y aclarar sentimientos hay un momento de
exoneración que permite la disociación de sentimientos y acciones y que
reprime activamente la posibilidad de que la civilidad sea fincada en
“contraconceptos densos” concebibles, tomados de una intuición generalmente humano-cultural (o, incluso, concebida “privadamente”) y no
de las formaciones culturales dominantes que sancionan las identidades
a las cuales alguien está sujeto en algún momento dado.72
sus antecedentes en manos de modernistas (notablemente Gramsci y
Raymond Williams) que eran útiles para reconceptualizar el concepto
de poder y lo que había que hacer con éste. Con Epicuro, la estrategia
modernista adoptada para disolver el hegemonikon consiste en hacerlo
narrativo y esta es la posibilidad que abre varias de las discusiones de
Roseberry sobre la problemática de hegemonía. Teorizó este término
de tal manera que nos lleva más allá de las nociones simplificadoras y
mal reconocidas de “control” que persistentemente –existe la tentación
de decir, hegemónicamente– rigen los discursos cultural-analíticos en la
antropología y la historia.73 En general, la gran calidad de sus esfuerzos
en esta dirección no han encontrado la respuesta que merecen.
Dejando de lado su “handicap” ya que es un vocablo incómodo, el
término hegemonía ha sobrevivido en el análisis socio- y político-cultural a pesar de que el lenguaje de las relaciones internacionales lo ha reducido a la simple “dominación” o “proyección del poder”,74 y a pesar
de los rechazos abiertos y ocultos así como su uso menguado en la literatura social científica.75 El presente ensayo usa la obra de Bill Roseberry
para argumentar que la contrahegemonía es contranarrativa y no contracultura; las obras contrahegemónicas son inventos narrativos –las narrativas paralógicas de Lyotard– liberados de las lógicas ordenadas (es
decir, naturalizadas) de identidad y autenticidad y capaces, aunque no
siempre con esta intención de perturbar hasta el punto de la incapacidad las habilidades específicas de las negociaciones-narrativas de mantener íntegro el bloque hegemónico.
La discusión de Bill Roseberry desarrolla más el avance que encontramos en la modernización de Gramsci y Williams de la noción más an-
V
Una de las contribuciones importantes de Bill Roseberry a la antropológía histórica consistió en cuestionar críticamente toda regresión teórica
a una inteligencia singular, un hegemonikon, que opera en seres individuales o en máquinas culturales. Paradójicamente, sin embargo, también conservó y desarrolló aun más la palabra “hegemonía” debido a
72
Cabe recordar que, en este sentido, no todos los sujetos de Milgrom obedecieron a
los “científicos”simbólicamente investidos y autorizados que los ordenaron administrar,
para asegurar la integridad de un experimento científico, descargas eléctricas intencionalmente letales a una persona que ellos podían escuchar gritar e implorar en otro cuarto. Además, es posible que los que llegaron a este límite quizá lo hicieron por razones
distintas al hecho de que fueron ordenados a hacerlo como parte de una presentación
“científica” pública. No es sólo que su “voluntad” no necesariamente confirme las predicciones simbólico-accionistas respecto del poder de “conceptos densos” desencadenadores, porque también es posible que encontraron en este disfraz “público” simbólicoético una autorización para realizar patologías anteriores formadas “privadamente” que
poco o nada tienen que ver con el proceso de autorización simbólica. Desde esta perspectiva, la relación entre las manipulaciones simbólico-accionistas y las actas de genocidio
se aleja de considerar a los primeros como simples mecanismos desencadenadores que
desvanecen rápidamente del desenvolvimiento “natural” de los eventos subsecuentes.
Nuestra atención es atraída más bien por su funcionamiento como autorizaciones duraderas y sostenidas que permiten a los individuos realizar impunemente sus patologías
letales –con dimensiones figurativas colectivas– sobre ciertos “otros” elegidos aleatoriay hegemónicamente. Cfr. H. Rebel, “Dark Events and Lynching Scenes in the Collective
Memory: A Dispossession Narrative about Austria’s Descent into Holocaust” en: J. Scott
y N. Bhatt (eds.), Agrarian Studies, New Haven, Yale University Press, 2001.
He sido fuertemente influenciado por las formulaciones de Roseberry acerca de la
problemática de la hegemonía que aparecen en Anthropologies, en “Political Economy”,
Annual Review of Anthropology 17 (1998), y “Hegemony and the Language of Contention”
en: G. Joseph y D. Nugent (eds.), Everyday Forms of State Formation, Revolution and the
Negotiation of Rule, Durham, Duke University Press, 1994.
74
Por ejemplo, J. Abu-Lughod, Before European Hegemony: The World System A.D.
1250-1350, Nueva York, Oxford University Press, 1989.
75
Por razones de espacio se ha eliminado los ejemplos de unos rechazos recientes
(Sayer 1994) o de los usos problemáticos de “resistencia y dominación” que suelen confundir la contrahegemonía con contracultura.
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tigua de que las ideas de la clase gobernante actúan como ideas reinantes, como las representaciones positivamente ideales de formaciones
sociales históricamente presentes y articulantes, mediante las cuales la
fuerza de trabajo, la propiedad y los excedentes son organizados para
ser aprovechados por una clase. Su perspectiva de la hegemonía, entendida como un concepto heurístico, investigativo y modelador y no como
un “ser”, nos obliga a examinar el poder como la continua producción
de una gama entretejida de múltiples discursos “que presentan a un orden de desigualdad y dominación como si fuera de igualdad y reciprocidad, que dan a un producto de la historia la apariencia de orden natural”.76 Roseberry encontró que el enfoque de Gramsci en los fracasos
del liberalismo italiano por alcanzar un consenso hegemónico quizá habían desviado el debate sobre la hegemonía hacia los aspectos (innegablemente significantes) de negociación y consenso, y se esforzó por rescatar el aspecto igualmente relevante de que este consenso entre grupos
de gobernantes aliados (el “bloque hegemónico” de Gramsci) es difícil
tanto de lograr como de sostener y que, por varias razones, en todo lugar y momento histórico, está próximo a derrumbarse.
El proyecto de hegemonía propuesto por Roseberry consiste en entender el desenvolvimiento histórico de los discursos y ajustes hegemónicos tanto entre los hegemonistas como entre subalternos “al enfocar la
atención en los puntos de ruptura, las áreas donde no se puede lograr
un marco discursivo común”.77 Vio cómo el subalterno en particular
participa en el proceso hegemónico no sólo mediante la construcción de
discursos hegemónicos por separado que mantienen sus alianzas, sino
también al hacerlo en (entre otras instancias) “las situaciones bilingües
en que interactúan los grupos subordinado y dominante”.78 Esto quiere
decir que no existen simplemente “culturas” separadas de dominantes
y resistentes, cada quien con sus propias formaciones “hegemónicas”
internas. El enfrentamiento cultural-hegemónico tiene lugar y presenta
problemas y oportunidades para el análisis y la acción no sólo en meros
símbolos y metáforas, sino en estos bilingüismos, dualidades [duplexi-
ties] y oscilaciones interactivas, en las ocultaciones y revelaciones entre
las figuras metonímicas y de sinécdoque del lenguaje que circulan dentro de, y entre, los límites de un complejo de divisiones sociales. Ya que
la imprescindible y constante actualización de las representaciones de
poder hegemónicas y naturalizantes necesita mal-reconocer inevitables
injusticias y extorsiones necesariamente violentas, nunca puede estar
completa, sino está siempre sujeta a rupturas y crisis de explicación que
interfieren con las necesariamente unidimensionales cerrazones de los
accionistas simbólicos y sus sistemas de desencadenadores simbólicos
con los cuales una jerarquía infinitamente regresiva de homúnculoscontroladores pretende jugar con los registros de intensidades emocionales y capacidades de acción de los subalternos.
Un consenso hegemónico conceptualizado en estos términos nunca
constituye una entidad coherente, sino existe como una frágil alianza
conceptual-política que está en todo momento, y al menos, forzada a
servir en dos obligaciones. No sólo debe “dominar” o “controlar” los
discursos de los que están sujetos a sus comandos mediante formaciones de lenguaje que normalizan la opresión, sino debe reacomodarse a
sí misma constantemente como una alianza ficticiamente coherente de
“controladores” que no están fuera del sistema de determinación material y quienes, aunque estén de acuerdo en los objetivos no pueden acordar los métodos, y viceversa, y quienes no son necesariamente aliados
naturales y, de hecho, a menudo están involucrados en competencias
ocultas entre sí. En otras palabras, implícita en la búsqueda analítica de
Roseberry de las inestabilidades narrativas y contenciosas del consenso
hegemónico está la percepción de que en cualquier lugar y momento
histórico el principal objetivo de la cooperación hegemónica quizá no
sea la “dominación” en sí, sino la perpetua y simultánea actualización y
reestabilización de las relaciones entre los mismos hegemonistas.79 Es la
76
Roseberry, Anthropologies, 44-5.
Roseberry, “Contention”, 366; idem, Anthropologies, 47.
78
Roseberry, “Contention”, 364.
77
1 8 4
79
En la historiografía alemana, este entendimiento apareció en la conceptualización
de E. Kehr de la “primacía de la política doméstica” para explicar la política extranjera
de Alemania en el siglo XIX; véase su Economic Interest, Militarism and Foreign Policy, Berkeley, University of California Press, 1977. Una obra clásica que siguió esta perspectiva y
la unió con el ciclo comercial y otros discursos de explicación es la de H. Rosenberg,
Grosse Depression und Bismarckzeit, Berlín, De Gruyter, 1967. No sorprende, entonces, que
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DESPUÉS DEL SIGUIENTE GENOCIDIO
frecuente preponderancia de esta última función lo que le da a la hegemonía sus dimensiones a menudo inexpresables y metonímicas que deben convertirse en un problema central de análisis. Sobra decir, que estas necesidades divergentes siempre amenazantes no pueden encontrar
una exploración narrativa-crítica en el espectro de los acercamientos
reaccionario-modernistas que han dominado las conversaciones académicas desde la Guerra Fría.
Es en los intersticios de las rupturas narrativas de lo hegemónico,
que se encuentran todos los niveles sociales, y en las disyuntivas discursivas compartidas pero distintamente leídas entre los hegemonistas y
los subalternos que surgen, para estos últimos, las opciones contrahegemónicas que les permiten hacer algo más que sólo reaccionar a la dominación mediante el ejercicio de su “agencia” contra la “estructura”.80 Estos últimos términos, ampliamente favorecidos en discusiones actuales
de “cultura popular”, han llegado a vincularse en maneras que emparejan la estructura con la dominación y la agencia con la resistencia. Esto
parece ser una instancia adicional que se retira de la modernidad narrativa que exige la paradoja russelliana, por medio de la cual, en este caso,
es plausible que los agentes que resisten estén esforzándose por defender o restaurar una estructura (aunque sólo “imaginada”) que promete
opciones para vivir que los agentes dominantes están tratando de subvertir o destruir para sus propósitos. La simple yuxtaposición de estructura y agencia limita la profundidad del entendimiento analítico
disponible cuando, en su lugar, esperamos encontrar estructuras que
puedan facultar [empower] además de preparar-“nos” para ser destruidos mediante adscripciones de “agencia”, capaces tanto de liberar como
de asfixiar las capacidades creativas, productivas, inventivas y de resistencia. Es para ver mejor las asociaciones entre las relaciones dialógicas
no sólo entre los agentes estructurados sino también aquellos que leen
las estructuras y que se encuentran en cada nivel de las formaciones sociales, empezando con el complejo de papeles individuales y extendiéndose hasta los límites de las articulaciones globales,81 que las concepciones de la ruptura hegemónica y la narración contrahegemónica parecen
merecer una segunda revisión como una alternativa estructural a las
agotadas fórmulas reaccionario-modernistas que desdeñan la resistencia al tiempo que aducen celebrarla.
No es la dualista confrontación cultural sino el decaimiento narrativo y la alteración creativa de los discursos hegemónicos que abren camino, dialécticamente, a través de capas de interrelaciones tanto de gobernantes como de subalternos que representan, para Roseberry, los
sitios donde se puede encontrar, inventar y probar la contrahegemonía.
Esta última brinca el poder cuando aparece, por ejemplo, en un “Estado,
que nunca deja de hablar […] [pero] que no tiene público; o más bien,
tiene varios públicos que escuchan cosas diferentes; y quienes, al repetir lo que el Estado dice a otros públicos, cambian las palabras, los tonos,
las inflexiones, y los significados”.82 Vale la pena recordar que en un momento en que muchos profesionales lambisconeaban la narrativa
modernista de la pelea de gallos de Geertz (una construcción que claramente sirve a la hegemonía), Roseberry ya la estaba renarratizando al
movilizar elementos de la misma evidencia de Geertz que habían sido
excluidos de su análisis a fin de disolver las congeladas antinomias que
demarcaban la inclinación reaccionaria del autor.83
81
los intentos de G. Eley y D. Blackbourn, entre otros, a mediados de la década de 1980 de
apartar a autores como Kehr y Rosenberg de la historiografía alemana también utilizaron
fórmulas simbólico-accionistas.
80
Roseberry: “Es insuficiente afirmar que las transformaciones no son determinadas
estructuralmente sino que resultan de la agencia humana”. “Political Economy”, 171; cfr.
también Anthropologies, 46 y passim.
Tocante al individuo en el “complejo de roles”, véase H. Rebel, Peasant Classes,
Princeton, Princeton University Press, 1983, cap. 7, y, sobre sus conexiones con las articulaciones globales, véase H. Rebel, “Cultural Hegemony and Class Experience: A Critical
Reading of Recent Ethnological-Historical Approaches”, American Ethnologist, 16:1/2
(1989).
82
Roseberry, “Contention”, 365.
83
Roseberry, Anthropologies, 22-25 y passim. En el sentido de lo postmoderno de Lyotard podemos encontrar maneras de conectar una estrategia narrativa contrahegemónica con su discusión de las “narrativas pequeñas“ (“petits récits”) que siguen brotando
desde abajo –y a través– de los troncos podridos de metasistemas muertos y que, en su
conjunto, componen la continua experimentación científica modernista que él llama “lo
paralógico”. Con este término no quiere decir, como lo hacían los antiguos, lógicas falsas,
sino una abierta y científica “pluralidad de… lenguajes… un juego pragmático… [y]…
una pluralidad de sistemas formales y axiomáticos capaces de argumentar la veracidad
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Estas concepciones narrativamente desestabilizadoras y reestructurantes del enfrentamiento hegemónico apuntan por su parte hacia “las
personas” y “otros” que no son natural y mutuamente inaccesibles como
incorporaciones cerradas, sino que sólo pueden actuar y ser percibidos
como entidades mutuamente permeables involucradas en una prueba y
lectura intro y proyectiva de las capacidades, epistemologías, intenciones y acciones de los unos a los otros. En términos kantianos, es la diferencia entre narrar a nosotros mismos y a otros de manera nitidamente
demostrada (apodíctica)- (el acercamiento del accionismo simbólico) o
hipotéticamente.84 En un ensayo favorito, “Americanization in the Americas”,85 Roseberry presenta, desde la perspectiva materialista ecléctica
postkantiana que informa (vía Eric Wolf, Sidney Mintz y muchos otros)
gran parte de su obra, una apertura fresca hacia la interrogante acerca
de qué debe hacer la antropología histórica con los problemas de encuentros entre “personas mismas” y “otros”. Inspirado en la noción de
Darcy Ribeiro de la “puertorriqueñización de Venezuela”, Roseberry
desarrolla un marco narrativo para tales encuentros que reconoce que la
experiencia de la americanización de las Américas no ha consistido en
que una cultura norteamericana actúe como el “donador” de la “modernización” a pueblos “receptores” en América Latina. En tales modelos
encuentro-analíticos las historias anteriores de estos últimos (incluidas,
pero no limitadas a, las experiencias con anteriores extensiones del po-
der imperialista) son, aun cuando esbozadas de manera fragmentaria,
excluidas de la narrativa “que vale”. Roseberry colapsa este persistente
dualismo hegemónico en una gama mucho más complicada de múltiples narrativas que contienen una y otra capa histórica de las experiencias de las Américas, tanto directas como figurativas, entre sí. Estas
experiencias no son reducibles, incluso en los eventos, a la narrativa
maestra de los unos o los otros, porque ninguno de ellos controla el
abierto, jamás completo, entretejimiento de esos múltiples encuentros,
incluidos los autoencuentros, dentro de las varias extensiones de poder,
las colonizaciones y las contestaciones hegemónicas y contrahegemónicas que, en su conjunto, constituyen la experiencia americana.
El modernismo ético de Roseberry se hace más evidente cuando invoca la percepción de Cardoso y Faletto de la “interiorización de lo externo”, de la cual hace eco más tarde en sus comentarios sobre la “costa
interna” de von Humboldt, para encontrar una manera de descubrir
esos infinitos conjuntos de relaciones con una antropología histórica fincada en un “estudio más detallado de conjunciones particulares de historias locales y globales […] un examen antropológico e histórico de una
gama de interiorizaciones”.86 La suya es una actitud científica modernista que evita los universalismos autorreferenciales a favor de universales diferenciales en una capacidad evolutiva de conceptualizar a las
formaciones transculturales y multitemporales y entender mejor la
gama de complejidades que obra y juega en cualquier sitio de la experiencia humana.87 Implícito aquí es una ética de “sistemas abiertos”, un
argumento de que las cerrazones fundamentales de las formulaciones
éticas serán invariablemente malos-reconocimientos,88 y que las cerrazo-
de afirmaciones denotativas”. Los inventos narrativos paralógicos no son, en esta concepción, simples “innovaciones” envueltas en consensos sistémicos y hegemónicos de
cierre, sino disensiones, perturbaciones contrahegemónicas del orden de la razón, “un
poder que desestabiliza la capacidad para explicaciones”. Condition, 43.
84
Kant, The Critique of Pure Reason, 534-35. Es con base en esta diferencia que podemos objetar la lectura apodíctica de Kojeve (y de Fukayama y otros) de la figura “amoesclavo” de Hegel. Ellos pierden las requeridas formaciones hegemónico-narrativas
intensionales de los “seres” involucrados en encuentros que en el modernismo reaccionario son representados como puramente extensionales. También falta la cuestión relacionada acerca de la visibilidad [o] resistencia de estas formaciones intro- y proyectivas
entre “unos” y otros. Finalmente, falta asimismo aplicar un sentido de modo de producción a la producción y apropiación de “unos” para, y por, otros como elementos de coerciones culturales asimétricas (es decir, explotativas) que son esenciales para mantener el
reclutamiento de personal en toda formación social. Cfr. Rebel, “Hegemony”, 127.
85
Anthropologies, 80-121.
1 8 8
86
Roseberry, Anthropologies, 81-91, 95.
Un ejemplo de un trabajo muy fuerte en este espíritu es el enfoque actual de Steve
Stern en las contestaciones narrativas hegemónicas y contrahegemónicas de las experiencias de los chilenos con el terrorismo combinado del Estado local e internacional. S. Stern,
“The Memory Box of Pinochet’s Chile: Truth, Culture and Politics since 1973”, una conferencia pública presentada en la Universidad de Arizona el 24 de febrero de 2003.
88
Sobre “sistemas abiertos”, véase Lyotard, Condition, 64. En este sentido el trabajo
de Roseberry se relaciona con teóricos de “sistemas abiertos” como Eric Wolf, cuyo
modelo de articulaciones modales en Europe and the People without History y Envisioning
Power (Berkeley, 1982, 1999, respectivamente), abre un marco analítico global capaz de
87
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nes en general, incluidas las que corresponden a lo que es ostensiblemente “el bien”, se colapsan bajo el escrutinio de la narrativa modernista, y que el punto es considerar cuáles cuestiones éticas emergen con
una erudición que sigue insistiendo en “personas mismas” apodícticamente cerradas en un mundo humano que obviamente no está habitado por entidades de esta naturaleza.
Empecé este ensayo con la incredulidad que Roseberry sintió ante la
lectura cegada pero aclamada de Geertz de las tradiciones culturales de
Indonesia contra el fondo de los “eventos” que tuvieron lugar allí hacia
finales de 1965. Para establecer que fue una incredulidad ética, vale la
pena, finalmente, echar una segunda mirada al lenguaje que usa Geertz
cuando habla de la “masacre” a la luz del esbozo de este ensayo de una
corriente filosófico-científica profundamente enraizada y de siglos de
antigüedad del modernismo reaccionario; es decir, de un experimentalismo narrativo modernista que nunca deja en protección de algún tipo
de cerrazón que abarca todo. La experiencia inmediata de Geertz del genocidio de 1965 aparece en su colección de ensayos que cubre este periodo, The Interpretation of Cultures (1973), la cual proporciona pistas de las
cualidades éticas de las narrativas simbólico-accionistas. Será iluminador mirar algunas de sus elecciones de palabras, detalles y frases. Notamos primero que para desviar el ojo de lo que desencadena cualquier
genocidio en particular y para retratar a tales eventos como movidos
por “conceptos densos” locales que generan emociones y son capaces
de exigir para sí mismos el estatus de narrativas “éticas”, las estrategias
del argumento accionista-simbólicas suelen gozar de repetitivos reconocimientos de horrores emblemáticos del bacanal: se trata de “matanzas
masivas” (246), “extraordinario salvajismo popular” (282), “salvajes secuelas”, “erupciones” (322), “matanzas”, “carnicerías en los arrozales”
(323n), “catástrofe”, “tomas políticas” y “masivos derramamientos de
vincular los niveles micro y macro de la interacción social y discursiva sin la necesidad
de llegar a un cierre final; y de Sidney Mintz, cuyos estudios encuentran formaciones social- y culturalmente-figurales implícitamente infinitas, cross-indexadas y entretejidas.
Ambos se enfocan no en unidimensionalidades metafórico-simbólicas sino en las duplicidades, ocultamientos y desviaciones de que son capaces las formas culturales metonímicas y sinecdóquicas. S. Mintz, “Homologies of Thirst”, una conferencia pública presentada en la Universidad de Arizona el 7 de diciembre de 1998.
sangre internos” (324), etcétera. Ciertamente, este exceso de “admisiones” de la “Realidad” del genocidio representa un avance comparado
con la franca negación del genocidio, aunque también produce una especie de “neblina de genocidio” verbal que observa lo que sucede atrás,
alrededor y a través de las matanzas.
Llama la atención particularmente la última referencia –“derramamientos de sangre”– que usa la figura de una interiorización particularmente hemorrágica en lugar de una flebotómica que es igualmente
plausible. Ocurre, además, en la fantasiosa analogía que Geertz sugiere
de la Indonesia de 1965 con las guerras civiles de Norteamérica y España, todas las cuales son representadas como titubeos en momentos críticos del proceso doméstico de la “modernización”, como retrocesos
hacia adicciones al mismo tiempo individuales y colectivas a repetir culturalmente-escritas “catástrofes internas” que terminan con una aceptación fatalista, el simple deseo de que “todo se acabe” (324). A la manera de Leibniz, Geertz ve el lado positivo de estos derrumbes sólo en la
consciente sofocación de la experiencia en la memoria histórica. Desde
la perspectiva de un sistema público de símbolos “densos”, es mejor
que sean “olvidadas” y no recordadas imperfectamente; dejadas para
resurgir por su cuenta, porque obstaculizan el camino hacia lo que la
modernidad requiere. La circularidad lógica consiste en que, para
Geertz, los genocidios son momentos en que se puede tomar la decisión
genuinamente modernizadora de contener la memoria de tales eventosobjetos. Son oportunidades cuando la deshistorización y la efectiva privatización de los recuerdos de genocidio pueden tomar lugar, “cuando
la verdad de lo que ha sucedido es ocultada por relatos convenientes y
se deja a las pasiones florecer en la oscuridad”. Este es un modernismo
que pretende descartar a los genocidios como eventos que simplemente
“ocurren” debido a guiones culturales que deben ser abandonados, modernizados. Se reconoce que “sucedieron”, pero se vuelven históricamente no-notables, desechos atribuidos a los efectos residuales de la
“cultura” premoderna que, a fin de cuentas, existe sólo en los recuerdos
personalmente traumáticos que es preciso enterrar debajo de la conciencia pública para que pública- y simbólicamente “aceptados por lo que
fueron, y por lo terrible que fueron, los eventos de 1965 podían liberar al
país de muchas de las ilusiones que permitieron que ocurrieran […]” (Ibid).
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Es preciso apreciar las implicaciones éticas de este argumento: lo
que cuenta no es la eliminación o retiro consciente del interés material
y del apoyo a las acciones del genocidio, sino su entierro en la memoria
privada y aislada. En esta visión, resulta irrelevante cómo las experiencias reales del genocidio siguen viviendo en memorias individuales,
una vez que “las ilusiones que permitieron” que el genocidio “ocurrió”
sean aisladas y borradas de las actuaciones [performances] modernizadoras de la memoria pública. Además de desplazar subrepticiamente la
culpa por el “hecho” del genocidio hacia “ilusiones” anteriores tendenciosamente identificadas, este argumento apunta a un hegemonikon oculto que finalmente controla en voz pasiva (“dejadas a florecer”) y que
“conserva” las “ilusiones que permitieron”. Deja abierta la posibilidad
de futuros actos de genocidio cuyos narradores y movilizadores hegemónicos han sido teorizados de tal manera que dejan de existir desde
antes, gracias a un modelo autocontenido y autocompelido de la autodestrucción.
res genocidios y que al enterrar la memoria en espacios privados –la
invitación a buscar alivio en sitios públicos de “memoriales” simbólica
y ritualmente cercados– podremos, quizá con el tiempo, disminuir estos
“estallidos”.
Desde el punto de vista de este ensayo, lo que hace el modernismo
narrativo de Geertz reaccionario y no-ético es el cierre que impone sobre
los límites de los eventos y la presunción de que los crímenes históricos
y de civilización a escala de genocidio pueden ser aislados como (aún
de Interpretation of Cultures) una “gran violencia doméstica… un vasto
trauma interno”, (323), “una catástrofe interna” (324), etcétera.89 En un
anexo escrito en 1972 para un artículo publicado originalmente en 1962
expresamente para dirigirse a una predicción que había hecho en dicho
artículo sobre una “inminente catástrofe política” en Indonesia,90 Geertz
crea un ambiente de normalidad tradicional y localizada respecto de las
matanzas que las hace perpetraciones mutuas, “en buena medida de
unos vecinos por otros” o “por líneas primordiales” o “la mayor parte
de los asesinatos [fue] de unos javaneses por otros, unos balineses por
otros, etcétera”. (282) Mediante este traslape no totalmente incorrecto
–aunque opaco– de indicadores de identidad “primordiales”, de vecin-
VI
La conceptualización de Geertz señala una estrecha y disminuida responsabilidad ética respecto de las víctimas de genocidio a la vez que
una evasión de proyectos incómodos en las ciencias sociales que pretenden generar el reconocimiento y la condenación de los nexos globales
de intereses y poderes que autorizan y sostienen los genocidios. Aquí,
Geertz sirve como una suerte de figura conveniente (quien escribe y razona esta postura con un estilo efectivo y poco común) de un fenómeno
más general; a saber, la labranza por parte de los simbólico-accionistas
de un nicho ético estrechamente positivo cuando afirman que sirven al
manejo y “alivio” del aislado y privado (y, por tanto, duplicado) sufrimiento que acompaña a las experiencias de genocidio y la necesaria y
simultánea exclusión de dichas experiencias de toda epistemología pública, todo a favor de una proyectada redención final de una “cultura”
libre del genocidio en un futuro indefinido. Ésta es una versión de la absurda postura analítica de la memoria que comentamos arriba, porque
argumenta que los genocidios en efecto nacen del recuerdo de anterio-
Una entidad que él llama “parámetros externos” aparece sólo de paso y luego es
eliminado por ser demasiado complicado. Cultures, 325n. A mediados de los noventa, escribió que adoptaba una perspectiva “global”, aunque simplemente desciende al habla
de la Guerra Fría cuando, en sus manos, la experiencia de varias décadas de los habitantes del Timor del Este con escuadrones de la muerte y con una violencia todavía peor
siguen representando, en sus manos, una exitosa intervención político-médica: “un estallido de nacionalismo local… El ejército indonesio… invadió para aplastarlo… Con el
apoyo norteamericano, japonés y de Europa del este, la tormenta (es decir, la oposición
de la ONU a la invasión[!]) fue superada… y para 1980 el país… se inclinaba claramente
hacia el oeste”. Geertz, After the Fact, 94.
90
Para medir la estrechez de la línea que una versión hegemónica tiene que seguir,
podemos observar cómo sus insinuaciones acerca de la predicibilidad de lo que aún podría resultar haber sido otro genocidio ingeniado encuentran una salida en su sorpresa
ante el hecho de que el número [de víctimas] haya subido tanto. Se distancia del reconocimiento de “los que están tratando de penetrar el carácter del país”, de “el potencial
para la violencia”, al agregar que “cualquiera que hubiera anunciado antes de los hechos
[!] que más o menos [!] un cuarto de millón de personas serían masacradas… habría sido
visto, y correctamente [!], como de mente torcida”. Cultures, 323, 323n.
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dario y de región Geertz excluye los más importantes principios de selección que obraron en las matanzas y los encierra en una domesticación
narrativa de genocidio que va contra los hechos. Cuando, por ejemplo,
aunque los más altos números de víctimas y de perpetradores estaban
asociados con “movimientos” importados o revitalizados poco antes,
un comunismo peligrosamente sincrético e internacionalista por el lado
de las víctimas y los “modernizadores” militantes islámicos en todos los
niveles del Estado y del ejército de cuyas filas surgieron la mayor parte
de los perpetradores el argumento es en contra de su “primordialización” internalizada del genocidio. Además, el hecho de que hubo “actores” que llegaron desde varias direcciones externas y habían “infiltrado”
ambos movimientos con diferentes grados de eficacia son redactados
fuera de esta historia adecuada-para-el-público que busca lograr un sincretismo simbólico propio eficazmente represivo. Éste es un experimento narrativo modernista que se ha vuelto reaccionario al imponer una
metafísica de cierre alrededor de un “sí mismo indonesio” que luego
hace posible un mal-reconocimiento calculador y exonerante de la etiología histórica de esta matanza masiva.
Desde la perspectiva de Lyotard respecto de la condición postmoderna, este tipo de actuación modernista habilita éticamente la imposición de lo que él llama el “terrorismo” por una ciencia de selección
culturalizada que sirve a la eficiencia sistémica de su “propia” epistemología. Este poder terrorista de nombrar amenaza a las poblaciones
con su inminente exterminio “al eliminar o amenazar con eliminar, un
jugador del juego compartido del lenguaje. Es silenciado o acepta, no
porque haya sido refutado sino porque su habilidad de participar ha
sido amenazada… La arrogancia de los que toman las decisiones dice
[…] ‘Adapte sus aspiraciones a nuestros objetivos – o ya verá”.91 La crítica de Lyotard de este terrorismo reaccionario modernista se dirige expresamente a los cierres visibles en el consenso modernista y los para-
digmas del sistema, asociados, según él, con Habermas y Luhmann respectivamente, pero ciertamente reconocibles también en las fórmulas
accionista-simbólicas y en todas las narrativas que imponen sobre ciertas clases de participantes una exclusión discursiva efectivamente anulante. Percibe, además, que parte del destino de estar entre los excluidos
es que la petición de reconocimiento “no gana legitimidad […] por estar
basada en la privación de una necesidad no satisfecha. Los derechos no
fluyen desde la privación, sino del hecho de que el alivio de la privación
mejora el desempeño del sistema”.92 Discursos supuestamente éticos
acerca de “aliviar el sufrimiento” colaboran con el sufrimiento impuesto
por la exclusión de algunas víctimas incluso al tiempo que alaban los recursos simbólicos disponibles a otras víctimas; hacen el sufrimiento más
eficiente en nombre de alguna redención sistémica futura gracias a las
mejoras en eficiencia a partir de la victimización. Es en su exposición de
estas circularidades en el modernismo reaccionario que el sentido de la
postmodernidad de Lyotard permite reconocer sufrimientos que no
pueden provocar una respuesta aliviadora medible en relación con alguna escala absoluta de performativity (reconocido puntualmente por
Lyotard como cínico), y por lo tanto, lógicamente, están forzados debajo del umbral público, enviados al olvido con una opción privatizada
para escoger la muerte –asesinato o suicidio– y enterrados con una despedida y ecos del arrepentimiento que vienen de atrás de la trágica máscara oficialista en la cima de la escalera del avión 747 presidencial.93
Esto nos trae de vuelta a nuestra problemática inicial94 y la dirección
ética de la crítica de Bill Roseberry de ciertas modas en el diseño de investigaciones compelidas por compromisos reaccionario-modernistas a
pintarse a sí mismos o a otros como postmodernos. Buscan un materialismo analítico cuyas capacidades éticas permanecen encerradas en un
dualismo idealizado, y en la práctica, no-vivible entre “mismo” y los
92
Lyotard, Condition, 63-4; idem, “Complexity and the Sublime” en L. Appignanesi
(ed.), Postmodernism. ICA Documents, Londres, Free Association, 1989. 22. La mejor ilustración histórica de esto que yo conozco es D. Sabean, Power in the Blood: Popular Culture
and Village Discourse in Early Modern Germany, Cambridge, Cambridge University Press,
1984, cap. 1, 3.
Lyotard, Condition, 62-3; señala que “hay clases de catástrofes”, 61.
Aquí, se refiere a la memorable disculpa de Bill Clinton a la gente de Rwanda por
la inacción de la ONU durante el genocidio de 1994.
94
Por razones de espacio no hemos presentado la crítica de Bernard Williams quien
presenta una versión específica del rentrincheramiento ético que ofrecen los filósofos
analítico-materialistas a la política pública en la forma de “conceptos densos”.
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“otros” que se resuelve sólo mediante un logos-en-acción más elevado y
anamnésicamente percibido, en una concepción de una humanidad
atemporal, que luego abre la puerta a clausuras narrativas universalizadoras que, por su parte, permiten a aquellos que escogen este camino
a afirmar tener, en medio de crímenes históricos, una posición ética de
retirada superior y distanciada. La tarea que asumen consiste en observar y juzgar los desempeños de los “conceptos densos” éticos de los
otros y medir la capacidad de éstos para tener “concepciones y prácticas que nos permiten vivir con la amenaza omnipresente del caos”.95 Es
revelador ver cómo un historiador de la talla de Sewell se deshace de
“nosotros” por sólo ser capaces de temblar ante lo sublime de un “caos”
siempre amenazante cuando se supone que una de las tareas de la historia consiste en interactuar con –y contribuir con trabajo-memoria profesional a– una inteligencia histórica generalizada y cotidiana (es decir, no
profesional), capaz en mayor o menor grado de reconocer las dimensiones de orden, razones, conexiones, “causas”, etcétera… que obran en
los sucesos supuestamente caóticos.
Habiendo descartado a Roseberry como un “materialista confundido” y elogiado “la brillante pieza de argumentación materialista” de
Geertz, Sewell coincide con él en que “nuestra organización neural necesita a la vez que hace posible la formación de nuestra vida tanto cognoscitiva como emocional a través de símbolos”. Como vimos arriba,
esta versión geertziana de un sistema neural cerrado que responde a estímulos externos que provienen de sistemas culturales es un modelo
inadecuado de las formaciones mentales. Sewell afirma, además, que el
“control” disciplinador proporcionado a nuestras “vagabundas” emociones por esos sistemas simbólicos no debe concebirse como “represivo” sino como “un canalizador de emociones hacia formas conocibles:
el ostentoso coraje de los indios de las llanuras […] La quietud de los javaneses”.96 El organismo-mente culturalizado y colectivizado que con-
forma los espacios cerrados de “las lógicas autónomas de los sistemas
culturales” es una obvia circularidad que bien podría disolver, según
Sewell, la anterior circularidad reaccionario-modernista de la separación mente-cuerpo, aunque deja abierta la duda respecto de cuál ética
podrán autorizar estas dos circularidades sucesivas y no-relacionadas.
Sewell concluye citando la afirmación de Geertz de que los sistemas
simbólicos nos enseñan “cómo sufrir” en “la condición humana”,97 con
la cual, en efecto, hace analíticamente irrelevantes las circunstancias del
sufrimiento. La catalogación y manipulación de estos sistemas simbólicos (¿por cuáles agentes homúnculos son mantenidos en movimiento?)
no son diseñadas para entender y posiblemente prevenir el sufrimiento,
sino para entender la relativa eficacia de las capacidades culturalmente
sistematizadas de los otros de soportar (o, en un acto de prestidigitación, “aliviar”) el sufrimiento. Estas son fórmulas conocidas y abatidas
por el tiempo con las cuales los materialista-deterministas se extraen de
la determinación; constituyen actitudes clásicas neoestoicas hacia el
“sufrimiento” como algo externo al proceso histórico, intrínseco a la
“naturaleza” humana y más o menos “aguantable” según la capacidad
de diferentes sistemas simbólicos que tienden a matizarse en (¡que sorpresa!) esquemas religiosos funcionalizados.
Este sentido no diferenciado del sufrimiento común no sólo subestima o mal-reconoce las complejidades histórico locales y figuracionales
que obran en las experiencias de sufrimiento. Con el tiempo, las fuentes de los sufrimientos sistematizados de un pueblo en sus sitios mundiales y articulaciones encuentran lenguajes analíticos acerca de cómo
hacer frente al sufrimiento que, por su parte, traslada las siempre debilitadas resistencias de “un pueblo” hasta el frente como objetos analíti-
Sewell, “Systems”, 45.
Ibid., 45, 49. Uno no puede más que preguntarse sobre la calidad de la lectura al
encontrar estas afirmaciones extrañas de tipo cultura y personalidad. Por ejemplo,
aprendemos en otra parte de los escritos de Sewell que la “jaula de hierro” de Weber se
refiere al telos del capitalismo (54, n. 40). Menciono esto no para criticar a Sewell, sino
para señalar que comete un borrón interesante. La figura de la “jaula de hierro” de Weber
no se refiere al capitalismo sino al desencantamiento y la pérdida de una “plasticidad
mítica” interna e implícita en los cierres burocráticos, “vocacionales”, científico-materialistas e institucionales que requiere el instrumentalismo racionalista; es decir, precisamente en el juicioso desencantamiento y pragmatización de los llamados conceptos
densos defendidos por el proyecto simbólico-accionista al cual Sewell se suscribe. Véase
el estudio disentista de L. Scaff, Fleeing the Iron Cage: Culture, Politics and Modernity in the
Thought of Max Weber, Berkeley, University of California Press, 1989.
97
Sewell, “Systems”, 45.
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cos primarios y, de hecho… ¡como las mismas fuentes de sufrimiento! Lo
que atrae nuestro enfoque crítico a esta movida analítica es la del desplazamiento-represión metonímica que refigura el sufrimiento observado como una “otredad” enajenante que en efecto echa la culpa a las
víctimas en cuya representación los analistas pretenden –a menudo con
sinceridad– hablar. Un ejemplo es la importante etnografía de Nancy
Scheper-Hughes sobre crianza y mortalidad infantil en una favela brasileña. Allí, en clara contradicción al contenido de la veta de voces y relatos de experiencias que recolectó, la autora termina reescribiendo el
sufrimiento vivido así: “La gente del noroeste ha sufrido una larga historia de levantamientos populares, luchas armadas, movimientos mesiánicos, fantasías anarquistas, bandolerismo social y ligas de campesinos…” y, momentos después, influida por Levinas: ‘una manera más
ética de ponderar el sufrimiento es imaginarlo como “significativo en
mí, pero inútil en el otro’… uno nunca debe… permitir que se vea que
el sufrimiento [del otro] sirva para algún propósito. Así, la única manera ética de ver la muerte [de, por ejemplo, un niño en particular] consiste en pensar en su sufrimiento como inútil y su muerte como irremediablemente trágica, sin propósito”.98 Por más bien intencionada que
pudiera parecer esta postura piadosa, debe entenderse como una represión, la negación de la presencia narrativa de las víctimas en un mundo
que de esta manera impone una doble victimización, en este caso de
madres e hijos. El trabajo de campo de Scheper-Hughes indica claramente que estos sufrimientos tienen “usos” en articular sistemas de pobreza organizada, en sistemas en que a las mujeres se les asigna, represivamente, la tarea de vivir con el terror cotidiano de tener que realizar
“pequeños actos” de selección entre sus hijos para escoger a los que serán permitidos o “asistidos” a morir (teniendo que decidir la distribución de los alimentos, del agua potable, etcétera…), y de tener que
inventar (con o sin “conceptos densos” culturalizados, a menudo engañosos) fórmulas privadas para filtrar el dolor causado por lo que aparece en esta etnografía como “el pragmatismo materno”. Es difícil asimilar esta ética propuesta para representar a la muerte y al sufrimiento de
“otros” como “inútil”, cuando la etnógrafa cierra su detallada narrativa
del terror sistémico en las familias y los barrios con una lectura tan asombrosamente expurgada –incluso increíblemente ingenua– de la decisión
de Medea de “sacrificar… a sus indefensos hijos [en lugar de] dejar[los]
abandonados y desamparados en un mundo hostil”.99 Respecto de esto,
uno sólo puede comentar que el incierto futuro de los hijos de Medea en
un “mundo mitológicamente hostil” parece ser una escasa justificación
para su decisión de “sacrificarlos”. Otra vez más, encontramos aquí que
la selección de palabras disimula un reconocimiento del horror al mismo tiempo que borra los horrores organizados enterrados en una caracterización del “mundo” como sólo “hostil”. Ésta es una lectura tendenciosa y empobrecida de las varias narrativas de Medea disponibles a la
reflexión y no tiene relación alguna con ninguna de ellas.
El entretejimiento de los modelos materialista-cognoscitivos que
están de moda con los efectos post mortem de los tropos de cultura y personalidad que aparecen en los acercamientos simbólico-accionistas significan una ética de ciencia social fincada en una desconexión existencial entre “uno mismo” y el “otro”, “nosotros” y “ellos” que la convierte
en una construcción ética orientalista. La transposición truncante y distorsionante de la autora del relato del asesinato por la hechicera asiática Medea de los hijos que tuvo con Jason, su ambicioso esposo griego,
a las decisiones-de-muerte aterradoras y forzadas de las madres brasileñas encierra una temática orientalista que reprime una lectura alternativa que quizá iluminaría la real complejidad de las formaciones y articulaciones modales obviamente transculturales que encontramos en su
98
N. Scheper-Hughes, Death without Weeping: The Violence of Everyday Life in Brazil¸
Berkeley, University of California Press, 1992, 505, 530. Las lógicas y figuraciones de elecciones-de-muerte como parte del “quehacer” de las mujeres parecen ser pero no necesariamente sean formaciones culturales “indígenas”. También pueden ser rastreadas a través de conceptualizaciones oikos que van desde Jenofonte y sus sucesores neoestoicos, a
través de las tempranas teorías de modernización moderno-absolutistas y sus sucesores
en el tardío ecumene austriaco-ibérico. H. Rebel, “Reimagining the oikos: Austrian Cameralism in its Social Formation”, en: J. O’Brien y W. Roseberry (eds.), Golden Ages. Dark
Ages: Imagining the Past in Anthropology and History, Berkeley, University of California
Press, 1991.
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99
Scheper-Hughes, Death, 406-7. Esto es seguido por una versión igualmente extraña
de las reacciones de las dos madres ante la famosa decisión de Salomón de partir al niño,
408.
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evidencia y que requieren que determinados “otros” sufran y mueran
en una oscuridad históricamente mal-reconocida por razones “propias”. Así, la celebración de Sewell de la “quietud de los javaneses” parece como el residuo orientalista de la etnografía de Geertz de un genocidio supuestamente escrito sólo “internamente”.100
La crítica de Bill Roseberry de las “teorías de oposición, incluida la
de Marx”,101 de modelos que separan a “uno mismo” del “otro”, dirigida a la violencia implícita en dichos modelos, una violencia que perpetran contra las cualidades de la experiencia humana al reducir las complejidades no sólo de las formaciones sociales y culturales sino también
de individuos a autenticidades mutuamente excluyentes, a historias separadas y a “significados” autocontenidos y circulares. En su bien conocida respuesta a la acusación de Sherry Ortner de que los acercamientos
político-economistas “se sitúan más bien en el barco de la historia (capitalista) que en la costa” de las historias supuestamente separadas de las
sociedades tradicionales, Roseberry identificó un momento en que una
narrativa de modernización se vuelve reaccionaria y “nos regresa a una
matriz de antinomias antropológicas”.102 Ortner repite esta actuación en
su más reciente obra, donde los nuevos polos culturales son el hotel turístico y el campamento base en Nepal donde, al juzgar por su descripción de su trabajo de campo y metodología, nunca participó en este último para observar qué pasaba allí. Buena parte de su relato gira en torno
a los diferentes “significados” dirigidos a los riesgos de la vida y muerte en la montaña y aparentemente “construidos” por los turistas alpinistas no-nativos (conocidos como sahibs desde la época militarista-colonialista) y sus guías-sirvientes nativos sherpas. En realidad, este estudio
se centra en los llamados sardar, quienes organizan los equipos de trabajo de sherpas, y operan bajo la protección ideológica de figuras protectorpatrón idealizados y realizados –los zhindaks– y de “conceptos densos”
religiosos tomados de un budismo modernizado personificado en una
jerarquía de lamas laicos y monásticos.103 Su tratamiento de esta temática es relevante para la conclusión del presente ensayo porque nos permite evaluar un evolucionado análisis simbólico-accionista de un tipo
de fallecimiento que a pesar de sus características individualizadas y
“cotidianas” involucra un proceso de selección fincado en una compleja interacción de “otredades” que precisa de historias reprimidas a fin
de retener su fuerza hegemónica, además de permitir el reconocimiento de cómo el programa de investigación simbólico-accionista puede
colaborar con, y sostener, tales represiones narrativas de coyunturas
fatales.
Leer el trabajo de Ortner es agotador porque uno queda asombrado
constantemente ante la interminable acumulación de supuestos no-teorizados, non-sequiturs, vacilaciones autoprotectoras, seudooposiciones,
descartamientos injustificados de evidencia, amplias generalizaciones
basadas en fragmentos de evidencia sólo superficialmente leídos, malas-representaciones y simplificaciones reductivas de las posturas de
otros; en suma, la no-legibilidad de su texto. Ya que encuentro algo que
objetar a cada paso y carezco del espacio y de la energía de comentarlo
todo, trataré de limitarme a su relato de la problemática del orientalismo y cómo determina su sentido de lo que ella –para añadir su propio
neologismo a los cánones de lo “denso”– llama la “resistencia densa”.
Aprovechando como base la yuxtaposición de Geertz de los análisis
de significado y de poder –en sí un cierre imposible, una paradoja russelliana, ya que el primero es necesariamente un ingrediente del segundo–
Ortner pretende incorporar en este paradigma un reconocimiento circular de los “desplazamientos de la teorización cultural hacia el poder del
poder” de Foucault y Said(!). Está particularmente interesada en el
orientalismo de Said, que adapta a su propio uso aunque sólo con el entendimiento de que mientras “la discusión del orientalismo de Said es,
desde luego, también ‘cultural’ […] sólo tiene un ‘significado’, una sola
intencionalidad subyacente: ‘la voluntad de poder’ del Occidente sobre
100
Independientemente de que en este sentido Edward Said deje pasar a Geertz
(Orientalism, Nueva York, Random House, 1979, 326), cfr. el reconocimiento de Gledhill
de la proximidad de Geertz a la teorización orientalista, Power, 65.
101
Roseberry, Anthropologies, 224.
102
Roseberry, Anthropologies, 52-3
S. Ortner, “Thick Resistance: Death and the Cultural Construction of Agency in
Himalayan Mountaineering”, Representations, 59 (1997), e idem., Life and Death on Mt.
Everest: Sherpas and Himalayan Mountaineering, Princeton, Princeton University Press,
1999.
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el Oriente”.104 Esto subestima y menosprecia la más complicada fenomenología de Said. El resultado es que Ortner pierde algunas discusiones,
como la de la cuestión del orientalismo islámico,105 que pudieran haberla ayudado a reflexionar sobre su, más bien subteorizada, problemática
del orientalismo budista y a lograr reconocer de alguna manera sus propias reproducciones del paradigma orientalista. Vuelve siempre a una
preferida “concepción de la cultura y del significado en el sentido geertziano”, que la lleva a “interesarse” por los “otros” orientalizados con un
proyecto algo romántico (es decir, condenado-desde-un-principio), y
aparentemente autoencerrado con el cual “si uno imagina, aunque ingenuamente, que exista una posibilidad de lograr acceso a ellos a pesar de
las anteojeras de la cultura propia, uno aún tiene que ejecutar la movida geertziana hacia “cultura” y “significado”.106 El problema con la frase
“lograr acceso a ellos” es que es, manifiestamente, una postura invasora y unilateral. Ortner informa que visitó la gente pero no que vivió con
ellos. Nunca piensa cómo estos últimos superan sus propias anteojeras
respecto de la analista y no hay un sentido de diálogo, de intercambios
de visiones, en ninguno de sus escritos. Lee relatos, observa, interroga y
después aparta los aspectos que amenazan con contradecir la historia
que quiere contar acerca de la “exitosa” coevolución de dos sistemas
culturales cerrados pero interactivos. El resultado es una optimista
construcción del orientalismo que deja intacta la alteridad y se limita a
emitir juicios sobre el grado en que el uso de los “conceptos densos” de
los otros es éticamente efectivo y óptimo.
En la narrativa histórica de Ortner, los sherpas aparecen como un
“grupo étnico que suele ser bueno para portar cargas en las alturas”,107
y quienes, a principios del siglo XX se reconfiguró de esta manera para
Ortner, “Thick”, 137-38, 158.
Said, Orientalism, 246-248, 260-61; cfr. en un sentido relacionado, B. Victoria, Zen at
War, Nueva York, Weatherhill, 1997.
106
Ortner, “Thick”, 158.
107
Esta figura de “ser bueno” para cierta forma de trabajo peligroso es un tropo
orientalista estándar. Un estudio interesante para comparar es B.Muratorio, The Life and
Times of Grandfather Alonso: Culture and History in the Upper Amazon, New Brunswick,
Rutgers University Press, 1991.
competir con éxito contra otros grupos étnicos por los empleos mejor
pagados como guías expedicionarios y sirvientes domésticos. Empero,
en ese momento de “autorreconfiguración” se conjugó una serie de coyunturas económicas, sociales y culturales entretejidas que liberaron dinámicas que perduran hasta hoy. Mediante una movida transcultural e
históricamente reconocible, los sherpas lograron liberarse de las restricciones económicas de su ética familiar y de herencia igualitaria al conseguir y, en efecto, organizar el trabajo como sirvientes en la montaña
para sus hijos necesariamente desposeídos y desaventajados. Además,
los organizadores del trabajo en el nivel de la familia y la comunidad
orientado a la economía expedicionaria –el emergente grupo de los sardar– se aliaron con un budismo monástico simultáneamente autorreformador y creciente cuyos “conceptos densos” éticos proporcionaron una
segunda dimensión, además del trabajo como cargador en las alturas,
que distinguió y elevó el estatus de los sherpas por encima del de otras
identidades étnico-laborales locales y regionales que competían por el
trabajo en las expediciones.
Al otro lado de esta división, Ortner retrata a los diversos patrones
ingleses, alemanes y japoneses, entre otros, del mundo desarrollado
–los sahibs– cuyas expediciones y, más tarde, turismo aventurero han
impulsado las reestructuraciones de la economía sherpa en el siglo XX.
Ortner los presenta como individuos empujados por un deseo antimodernista de recuperar, en un tipo más temprano de alpinismo masculino-agonista y romántico y en una fase “contracultural”, después de
1960, de aventurismo consumista burgués que es liberador de género,
aquella proyección de un espiritualismo premoderno y de más profunda autenticidad que se percibía como faltante en el modernismo desarrollado. A menudo sujetos al trato degradante e incluso violento (especialmente de los alemanes y los austriacos en el periodo inicial), que en
ese tiempo se consideraba el merecimiento natural de los sirvientes, los
sherpas, según Ortner, aprendieron a mantenerse “alegres” para así “controlar” a sus patrones. Ganaron cierto estatus y un mayor grado de autodeterminación al cumplir con esmero no sólo su labor de cargadores
para los sahibs (armar sus campamentos, hacer el mantenimiento, servir, satisfacer sus necesidades alpinistas, etcétera), sino también su necesidad históricamente evolucionada de recuperar su supuestamente per-
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dida integridad personal que fue la razón de su viaje a Nepal. Es en este
contexto que Ortner afirma que los sherpas adquirieron la “agencia” controladora que logró convertir los diferentes orientalismos de los sahibs
en un instrumento contracultural que en realidad servía a ambas partes
de esta díada aún asimétrica: “Esta visión del poder […] otorga mucha
agencia a los nominalmente sin poder; el juego no consiste en inclinarse
ante el poder ni en ‘resistirlo’, sino en descifrar cómo reconocer su fuerza y moldearla a la vez para propósitos propios”.108 La pregunta retórica
implícita aquí es, ¿cómo pueden ser “sin poder” (?!) cuando hay actos
simbólicos que pueden “darles” “agencia” (en sí una circularidad) y así
hacer su sola “nominal condición de debilidad”? Sería bueno que fuera
tan fácil ¿Cómo podría uno dejar de reconocer la violencia y la negación
en lo “nominal”? Esto no sólo tiene un aire de proyección infantil, y
quizá nos dice más de lo que realmente quisiéramos saber sobre el acercamiento a los poderosos de esta etnógrafa, si no se detiene antes de reconocer que esta manera de atender el poder, esta proyección de agencia –¿la habilidad de actuar por uno mismo? o ¿Al poder de hablar por
los “sin poder” restantes?– en una díada de poder excluyente que sólo
puede movilizar a narrativas de sistemas culturales de estímulo que necesitan sofocar, como veremos en un momento, las posibles fuentes de
disoluciones narrativas contrahegemónicas de la violencia en que colaboran estas narrativas de “agencia” de los que aspiran al poder.
En su narrativa, sin duda “verídica”, algunos sherpas capaces de insinuar elementos religiosos y rituales –sus actuaciones y prescripciones
“densos”– en los itinerarios y actividades de los alpinistas, ganaron
“agencia” al transformarse en la contracultura que los sahibs buscaban.
Sin embargo, su relato del cambiante carácter de la relación entre los
sahibs y “lo sherpa” sigue inestable y depende de una permanente
mala-representación, ya que no habla de la experiencia sherpa en su totalidad sino que, bajo un examen más detallado, resulta ser un relato sobre la emergencia de los sardar y su autoinvención dentro de una alianza hegemónica con los sahibs y los monjes. Además, parte del problema
de Ortner surge porque detecta “resistencia” en las actividades de los
sardar cuando en realidad sólo hay una labor de negociación en múlti-
ples niveles respecto de las labores, la remuneración y las condiciones
de trabajo en un mercado laboral que tiene al menos cuatro dimensiones
que abarca los sahibs, los sardar, otros cargadores y sirvientes sherpas
que los sardar han organizado para garantizar su superioridad de ingresos y estatus y, cuarto, otras etnias y trabajadores que desempeñan las
tareas consideradas indignas de los sherpas.
Esta reducción de Ortner de estas negociaciones en múltiples niveles a una fórmula de “resistencia densa” participa, después del hecho,
en lo que su propia evidencia revela como una reestructuración hegemónica. No sólo aquí sino también en otros aspectos de la experiencia
sherpa (por ejemplo, su retrato de la herencia, o del papel del patrocinio
zhindak en un “mundo culturalmente igualitario”)109 mal-representada
como una adquisición de “agencia” sherpa lo que en realidad son (como
notamos arriba, en términos del reconocimiento de Roseberry) representaciones que una rejuvenecida formación hegemónica produce de un
sistema desigual como si fuera igual. Habiendo dicho esto, es importante no minimizar este “logro” de los sardar, tal como es, sino objetar un
mal-reconocimiento ético de una doble formación hegemónica que crea
un reconocimiento limitado de los sardar –pero no de los sherpas como
grupo, como implican las elisiones culturalizadas de Ortner a lo largo
del texto– como iguales en la montaña al mismo tiempo que los faculta
en sus propias narrativas hegemónicas que regulan las relaciones internas y externas con los sherpas. El lenguaje de “agencia” de Ortner encubre la doble tarea de estos acomodos hegemónicos discursivos mediante
los cuales los sardar, ya re-configurados –al menos en la montaña–
como “amigos” de los sahibs, e incluso ocasionalmente, como la representación de la norma antagónica de estos últimos en cuanto al alpinismo en sí, son facultados para “controlar” no a los sahibs (como dice
Ortner) sino “a sí mismos”; es decir, en realidad los “otros” sherpas, los
desposeídos, quienes son obligados así a aceptar un papel subalterno y
de alto riesgo como sirvientes tanto en la montaña como fuera de ella.
Al acecho en el fondo aunque no juega un papel en el análisis de
Ortner está el reconocimiento de que el lugar de los “conceptos densos”
no está sólo en los puntos de negociación que provee a la interacción
108
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Ortner, “Thick”, 147.
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Ortner, Everest, 84.
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sahib-sardar sino en sostener las relaciones asimétricas al interior de la
sociedad sherpa y entre éstos y otras etnias “inferiores”, aunque la versión que Ortner presenta de la empresa expedicionaria reduce la presencia de ambos a la de simples instrumentos mudos. Estos últimos
grupos, en todos los sentidos subalternos, no sólo no “reciben agencia”
ni por los “conceptos densos” ni por la etnógrafa, sino que las circunstancias precisas de sus experiencias y su manejo del riesgo, del sufrimiento y de la muerte son activamente suprimidas en esta, a fin de
cuentas, alegre narrativa de cómo los sahibs y los sardar manipulan estas
experiencias para su mutuo beneficio.
Un momento significativo donde esto resalta con claridad es en la
narrativa sobre Ang Phu, un joven y popular alpinista sherpa, cuya
muerte durante una expedición en el Everest provocó, según Ortner,110
varios días de “llanto e ira” en su pueblo natal. Empero, en lugar de registrar lo que se decía, Ortner suprime las historias de este fallecimiento, historias que claramente alimentaron las emociones de pesadumbre
y enojo, bajo el pretexto de que constituyeron “especulación […] información (y mala-información)”. Aquí, a mi ver, tenemos una colaboración etnográfica con un silenciamiento sospechoso ya presente en este
momento etnográfico porque, bajo el pretexto de que “la verdad” no era
conocible, Ortner deja de explorar las posibles fuentes, verídicas o no, de
la ira. En el accionismo simbólico la ira es una emoción no-permitida,
sólo un indicador de emociones que deben ser manejadas. El relato de
Ortner es una narrativa truncada y sofocante que suprime las percepciones narrativas de las circunstancias de esta muerte histórica, percepciones que unos días más tarde provocaron que un primo de Ang
Phu irrumpiera en el campamento base en el Everest para externar su
coraje, “grit[ando] que iba a matar a los sahibs”, aunque terminó con un
gesto suicida, una autodestrucción derrotista. Este último acto de ira
suicida dirigida a los sahibs no representa para Ortner un indicador de
una narrativa suprimida sino un simple “refrán” del tipo “no puedes
complacer a todos”, relacionada con un evento que ella misma presenció el día siguiente de la muerte mientras comía con el principal lama
local, el Rimpoche. Sucedió que el padre “histérico” de Ang Phu y algunos familiares, incluido el iracundo primo, visitaron el monasterio para
pedir al Rimpoche su bendición. Ortner registra su sorpresa (que al
parecer duró varios años), ante la aparente violación del Rimpoche de
una ética compasiva al recibir al padre del difunto con frialdad y advertirle que, como un lama laico casado, debía calmarse y mostrar la autodisciplina y el control de las emociones de su familia que su posición
exigía. Felizmente, Ortner se recuperó, recordando que otra persona local le había dicho en tono aprobatorio: “así son los lamas”. Concluye diciendo que ya que “estamos en otro rincón del clásico territorio de
Geertz” debemos prestar atención a “lo que se está diciendo” (énfasis del
original) y al por qué “para la mayoría de los sherpas presentes, éste fue
un encuentro “bueno y productivo”.111 No obstante, sus apuntes de campo parecen indicar que con respecto a los sherpas sólo registró las dimensiones emocionales de sus protestas. Así, no podemos saber ahora
qué fue lo que se dijo, ni qué dijeron aquellos que no pensaron que había sido un “buen encuentro” ni tampoco, lo más importante, lo que no
se pudo dejar que se expresara; es decir, si lo que era posible decir realmente fue dicho. Sólo podemos especular, junto con ella, sobre lo que
“se estaba” diciendo.
La consecuencia más importante de su positiva evaluación final de
lo que ocurrió –resumida en su fórmula de que “muertes acaecen”– parece ser la restauración de su confianza en la autoridad ética del “alto
budismo” y, por extensión, del lama. Su sana modelación de “la correcta organización y despliegue de sentimientos” de una dura ética del
amor que consiste en ser cruel a fin de mostrar bondad, es lo que Ortner
reformula como el “empoderamiento” (énfasis del original) de la familia
por parte del lama, y “particularmente del padre” por medio de los conceptos densos disponibles en el entrenamiento religioso de este último,112 cuyo resultado neto consiste en sofocar las narrativas sobre una
muerte que claramente amenazaba con socavar el mantenimiento cotidia-
110
Ortner, “Thick”, 155-57; Everest, 140-42; estas dos versiones están prácticamente
idénticas, pero la primera se refiere expresamente al paradigma geertziano (como “una
rica y compleja concepción de cultura”, 157, aunque obviamente no lo es), y es la que más
uso aquí.
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111
112
Ortner “Thick”, 156.
Ibid.
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no y la aceptación en experiencias privadas de una siempre frágil construcción hegemónica. La duplexity del orientalismo de Ortner la obliga, por
una parte, a demostrar más o menos convincentemente que los retratos
de los sherpas que tenían los alpinistas constituyeron proyecciones
orientalistas injustificadas contradichas por las conductas reales, de tal
manera que pueda, por otra parte, introducir un orientalismo modernizado, un orientalismo budista para ser más exacto, que deja intactas las
separaciones esencializadas entre “nosotros” y “ellos”. Esta movida reduce la respuesta emocional percibida como “natural” en momentos de
la muerte al simple luto, a la necesidad de “aplacar los sentimientos”,
cuando de hecho la muerte generó otros sentimientos, aunque no encontraron expresión en la narrativa de Ortner. Por su propia evidencia
relacionada con este caso de una muerte hegemónicamente suprimida
(y de hecho, por la evidencia de Geertz de una experiencia genocida similarmente suprimida), este nuevo orientalismo permanece tan narrativamente imposible y reaccionario-modernista como sus versiones
anteriores.
La ciencia social simbólico-accionista nos da un buen ejemplo de la
versión de Bernard Williams de un proyecto analítico-ético científico
social.113 Ofrece refugio mediante su adscripción aprobatoria de un significado ético suficiente en el alivio del sufrimiento mediante el cual, por
ejemplo en el caso de Ortner, los conceptos densos del lama respecto de
la moral autodisciplinadora facultan a los principales sherpas a absorber y a obligar a los demás a absorber en privado (recordando la frase de
Geertz sobre las pasiones dejadas a florecer en la oscuridad) las muertes que ocurren en sus familias y comunidades como consecuencia de
las operaciones locales del bloque hegemónico de consumidores sahib
que interactúan con las alianzas entre los sardar y los lamas. Podemos
detectar aquí un modernismo reaccionario, una innovación narrativa que
instala, en este caso, cierres y desposeimientos éticos capaces de meter
las muertes de decenas, miles o incluso millones, de personas debajo de
la historia, en espacios de una presunta insignificancia e inutilidad,
cuando está claro de hecho que tienen usos en las dis- y re-articulaciones modales que exigen selecciones para desposesión y formas de destrucción organizadas en la construcción y mantenimiento de bloques
hegemónicos que, en todos los casos, trascienden lo puramente local.
Estas colaboraciones académicas efectiva- y persistentemente represivas con la violencia y la destrucción humana contienen varios malosreconocimientos. El estado teatral de Geertz, los sherpas de Ortner y los
estudios de crianza de Scheper-Hughes son sólo algunos ejemplos de
“otredades” aparentemente simpáticas en que contranarrativas suprimidas aparecen de la evidencia pero no en el análisis.114 La artificialidad
de la “otredad” en el trabajo de Ortner se manifiesta cuando consideramos que la “disciplina” requerida para “dejar ir” a los que mueren que
ella encuentra tan reconfortante tiene una historia de tropos “disciplinadores” compartidos, a través de las divisiones culturales entre los
sahibs, los sardar y los lamas, que son los socios hegemónicos. El agonismo neoestoico de los sahibs tiene raíces históricas europeas, de hecho
neoclásicas, que encuentra un homólogo en el similarmente “empoderamiento” disciplinador de los lamas y los sardar. Todos los “otros” mutuos de esta tríada hegemónica tienen historias de formaciones sociales
en que los valores de igualdad y cariño familiar forman un núcleo de
conceptos éticos densos que requieren reemplazar dicho igualitarismo,
en la práctica y para el “éxito”, que implica, a fuerzas, muertes inmencionables. Para las tres partes, esto también requiere un proceso de sustitución mediante substitutos (como trabajar para los sahibs) que insertan actos pequeños, casi invisibles de selecciones calamitosas en las
prácticas cotidianas cuya distribución desigual de los riesgos del peligro y muerte deben ser suprimidos: de hecho, lo son, mediante formas
simbólicas que permiten, simultáneamente, que la alianza hegemónica
camine sobre rieles aunque desplaza los costos humanos de esta alianza hacia abajo y fuera de la vista al excluirlos de las narraciones de su
113
114
Encontramos en la meditación de Bernard Williams, Ethical, sobre la relación entre
ciencia y lo que él llama “conceptos éticos densos”, una absoluta separación entre un serobservador analista y otro-observado analizado en términos que también reconocemos
en Geertz, Ortner y los acercamientos simbólico-accionistas en general.
Incluidos trabajos de antropología histórica a mi ver muy superiores a cualesquiera de estos estudios; por ejemplo, M. Bloch, From Blessing to Violence: History and Ideology
in the Circumcision Ritual of the Merina of Madagascar, Cambridge, Cambridge University
Press, 1986, ofrece un terreno fértil para este tipo de crítica.
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funcionamiento. La gira simbolista de Geertz que reduce “significado”
a conceptos densos disponibles al público proporciona, a fin de cuentas,
narrativas ligeras que compartimentalizan los “actores” y reducen sus
actos a díadas de un solo papel, a sumisiones públicas singulares y
“honda-” e incluso biológicamente determinadas (!) al poder localizado
aunque en todos los casos son sitios nodales en un complejo transcultural de papeles. Éste es el tipo de modernismo reaccionario que podemos
identificar, hasta cierto punto con Lyotard, como una colaboración con
un debilitante manejo del luto que erosiona la actuación, como el sofocamiento de narrativas que ponen en peligro la capacidad de los hegémonistas de conversar en los momentos en que ocurren muertes “sospechosas”. La permanente contribución de Bill Roseberry consiste en su
teorización de una estrategia analítica ética de la narrativa contrahegemónica que descubre e invalida las construcciones “científicas” autodisociantes que colaboran en integraciones discursivas de muertes criminalmente maquinadas y supuestamente necesarias en una normalidad
culturizada de la muerte que sostiene que como, más pronto o más tarde, todos “nosotros” tenemos que morir, la cuestión de cómo las personas mueren se convierte en un simple asunto pragmático que carece de
interés para las ciencias sociales.
Traducción de Paul C. Kersey
FECHA DE ACEPTACIÓN DEL ARTÍCULO: 7 de mayo de 2004
FECHA DE RECEPCIÓN DE LA VERSION FINAL: 27 de abril de 2004
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