Pinceles y palabras

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La novela histórica (III)
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Pinceles y palabras
Tuvo que ser, cómo no, un griego quien precisara en los tiempos del nacimiento
de la retórica clásica la palabra “ekphrasis” para referirse a la descripción de las
imágenes de una obra artística. Aunque nunca sabremos si ya desde mucho antes, desde
los tiempos inmemoriales de la mitología, alguna de las hijas de la memoriosa titánide
Mnemósine (Calíope en la poesía épica, Talía en la comedia, Melpómene en la tragedia
o Erato en la lírica) tuvo sus más y sus menos con su fraternal Clío (de la Historia) o
con alguna ninfa, sirena o cualquier otra aliada de Apolo –cuyo nombre se ignora hasta
la fecha- que defendiera el arte de la pintura. En cualquier caso, ya desde aquel ayer no
son pocos los vínculos entre dos de las grandes Artes, la Literatura y la Pintura. Basta
echar un vistazo a lo ocurrido con el concepto de arte desde los tiempos horacianos del
“ut pictura poesis” en su Ars Poetica (originado, al parecer, en las palabras que Plutarco
pone en boca del poeta griego Simónides: “la poesía es pintura que habla y la pintura
poesía muda”) y se comprobará que hasta el momento actual el sapiens sapiens no ha
parado quieto un minuto1.
No obstante, por descender del Olimpo, allanar el terreno y servir de
“paedagogus” que acompañe al lector, ambas disciplinas, como meandros nacidos de
diferentes ríos, han ido entrecruzándose durante siglos, hasta poder confundirse sus
caudales, de manera que la Pintura se ha servido de la Literatura y viceversa, sin que
nadie en sus cabales haya puesto el grito en el cielo ni se haya desvanecido (a no ser que
nos pongamos en lo peor, es decir en lo más tenebroso de la moderna terminología
interdisciplinar).
Por una parte teníamos y tenemos parejas formales más que comprometidas
como “pintura e historia” o “pintura histórica”: frescos, óleos, grabados y demás que
nos han narrado mediante imágenes el Antiguo Testamento o los Evangelios, la
mitología clásica de Ovidio, los libros de vidas de santos, las alegorías barrocas y
multitud de acontecimientos y retratos de la historia. ¿Qué haríamos con pintores como
Nicolás Poussin, J. L. David, Delacroix y los hermanos prerrafaelitas? ¿Y con “La
rendición de Breda, “Los fusilamientos del 2 de mayo”, los inmensos y maravillosos
lienzos de Madrazo, Gisbert, Fortuny y Rosales en el siglo XIX español? ¿Y con el
“Guernica” de Picasso?
Es interesantísimo el trabajo de Ana Lía Gabrieloni, “Interpretaciones teóricas y poéticas entre poesía y
pintura” que encontrarás en www.saltana.org/1/docar/oo11.html.
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Por otra, y es a lo que voy, la Literatura se ha nutrido, y más en los últimos
decenios, de las vidas y obras de grandes pintores para cumplir, quizás sin querer, el
principio retórico griego, y ensanchar con más detalle si cabe el género por excelencia
en nuestra época, la novela. (Aunque habrá, por supuesto, quienes nunca olviden e
incluso prefieran la relación de la Pintura con los demás géneros: los versos de
Unamuno ante el Cristo de Velázquez o el drama de Las Meninas de Buero Vallejo para
cuestionar o rebatir cuanto viene a partir de ahora).
Seguro que alguna vez ha caído en nuestras manos un volumen de mayor o
menor extensión que recreaba la vida de un pintor, la elaboración de un cuadro famoso,
el periplo artístico de un creador, el tiempo que vivió en un sinvivir -por aquello de que
el oficio artístico casi nunca fue bien apreciado por algunos de los propios y la mayoría
de los extraños. Si a lo estrictamente histórico-biográfico unimos otros elementos
narrativos como lo detectivesco, lo fantástico o lo hipotético (el “y si…” que denomino
“isiqueísmo”, tan propio de los escolares) mezclado con rasgos más pedestres como las
falsificaciones, el comercio de obras de arte, etc. nos encontramos, sin duda, con
novelas de todo pelaje. Pero creo, seguro que con ingenuidad, que existe entre los
escritores una voluntad sincera de buscar dentro, altius que decían los antiguos,
poniendo su capacidad de ficción y su trabajo en rellenar los recovecos que los
manuales teóricos no han podido tapar, o internándose, al estilo de Alicia tras el espejo,
en el maravilloso y enigmático interior de un mundo acotado por líneas, figuras y
colores que desearían revivir en sus páginas.
Mi propósito, como en los documentos anteriores, consiste sólo en recordar e
invitar a la lectura de algunas hermosas historias que esta vez tienen que ver con la
Pintura y los pintores, obras que nos acercan prodigiosos y complejos tiempos pasados a
través de las vidas de los hombres que supieron retratarlos y de los cuadros que, hoy
bien resguardados en museos y colecciones particulares, forman parte de nuestro
pasado, de nuestra cultura y explican con mayúsculas y enorme decisión buena parte del
sentido de nuestro presente. Obviamente limitaré la encopetada frase anterior para
centrarme en tres de los grandes en la pintura española: el Greco, Velázquez y Goya,
reseñando brevemente dos títulos relevantes sobre sus figuras y obras y ofreciendo
mención de otros que pueden interesar y ser recomendados. No obstante, si algún lector
distingue los títulos que propondré como cosa trivial, al final está mi dirección de correo
y abajo le dejo una gruesa nota a pie de página con referencias de otros varios, libros
con caché de lujo o simplemente de enorme éxito y discutible calidad sobre personajes y
tiempos muy diversos y que podrá encontrar en bibliotecas y demás antros del saber,
creo, que sin dificultad2.
El Romance de Leonardo (1900) de Dmitri Merezhkovsky, sobre Leonardo da Vinci; La agonía y el
éxtasis (1961) sobre Miguel Ángel –tiene una famosa versión cinematográfica-; El pintor de Flandes
(2006) de Rosa Ribas, sobre Paul Van Dyck y el taller de Rubens; El legado de Caravaggio de Peter
Dempf y El color del sol de Andrea Camilleri, sobre el mismo pintor italiano, ambos de 2009; Rembrandt
Van Rijn (2008) de Sara Miano; las conocidísimas novelas de Tracy Chevalier sobre Vermeer, La joven de
la perla (1999), también llevada al cine, o sobre el tapiz de La dama del unicornio (2004); Toda la vida
(2007) de Ada Castells, sobre C. D. Friedrich; La balsa de la Medusa (2005) de Arabella Edge sobre el
cuadro de Géricault; El anhelo de vivir (1934) de Irving Stone, sobre Vincent Van Gogh; El paraíso en la
otra esquina (2003) de Mario Vargas Llosa, sobre Paul Gauguin; El enigma Picasso (2006) de Maurilio
de Miguel; y, en otro orden de cosas, no quiero olvidar La tabla de Flandes (1990) de Arturo Pérez
Reverte ni El oro de Zoia (2006) de Philip Sington. Por último y como merecido colofón, Un novelista en
el Museo del Prado (1984), la última novela escrita por Manuel Mujica Lainez.
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El Greco
De Doménico Theotocopulos, El Greco, recordamos que nació en Creta y tuvo
su formación pictórica inicial en el mundo bizantino de los iconos. Viajó luego a Italia,
primero a Venecia, donde quizás fue discípulo de Tizziano, y luego a Roma, la gran urbe
en la que triunfaba, entre otros, un Miguel Ángel cuya Capilla Sixtina bien pudo
sobrecoger el corazón pero no el alma ni la técnica pictórica del cretense. Ya en España,
en la ciudad imperial de Toledo que comenzaba a perder prestigio frente a la creciente
Madrid, nueva sede de la Corte y de los grandes nobles, puso el pintor su sede y
corazón. Realizó encargos para muy diversas instancias religiosas e incluso para Felipe
II y El Escorial (siendo muy conocido el rechazo del monarca ante “El martirio de San
Mauricio”).
Hombre
trabajador,
discreto,
silencioso,
incomprendido por la Historia del Arte hasta comienzos
del siglo XX, de su biografía hay tantos datos ciertos
como falsedades y rumores. En cualquier caso ahora le
admiramos y reconocemos por su manierismo en las
pinturas religiosas y retratos, por su color, sus infinitos
trazos para conseguir figuras adelgazadas y místicas que
se dirigen hacia lo alto.
Sobre el Greco no se han escrito tantas novelas
como de los otros dos pintores, cierto es, tal vez por
resultar un personaje poco espectacular, tal vez por la
dificultad de los creadores para extraer de su misterioso genio las escenas necesarias
que recreen su vida y obra. Recuerdo, sin embargo, el clásico El Greco pinta al Gran
Inquisidor (1936) de Stefan Andres, La carta al Greco (1961) del Nóbel Nikos
Kazanzakis, La conjura de El Greco (2007) de Manuel Ayllón y, del mismo año, El
Greco, el pintor de Dios de Dimitris Siatopoulos, que sirvió de referencia para la
película de Iannis Smargadis.
El griego (1985) de Jesús Fernández Santos.
Fernández Santos fue un escritor madrileño especialmente conocido en el mundo
del teatro y el cine como autor o colaborador de importantes guiones pero también
galardonado con los más importantes premios de las letras españolas. Creador, entre
otras, de las inolvidables novelas Los Bravos y Extramuros (llevada a la pantalla por
Manuel Picazo).
En El griego el autor nos introduce en la vida del cretense
dentro de su hogar toledano, desde el rechazo real de su
“Martirio” para el Escorial hasta su muerte y entierro
multitudinario. La narración, centrada en el ambiente familiar y
más próximo del pintor, alterna las voces en primera persona de
algunos de quienes formaron parte de su entorno: Jerónima, su
“esposa”, presentada aquí como una joven comprensiva pero
ansiosa de otros amores con Francisco Preboste, ayudante
veneciano del pintor; María, criada entrometida de la casa
dispuesta a impedir con la ayuda de su pendenciero hijo las
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aventuras amorosas de su señora; Manusso, hermano del Greco, recaudando dinero en
España para liberar prisioneros cristianos de manos turcas; Jorge Manuel, hijo y
ayudante del pintor; Tristán, joven aprendiz del taller y Francisco Pacheco, tratadista y
futuro maestro de Velázquez. Aparecen también los personajes del Cigarral, integrantes
de una curiosa tertulia que nos proporcionan noticias sobre la ciudad y la época: el
famoso “artificio” de Juanelo que subía agua del Tajo al Alcázar, la construcción de El
Escorial, la reciente rivalidad de Madrid, el Concilio de Trento, el fracaso de la
“Invencible”, la trágica muerte de Felipe II y su relevo en el gobierno por su más que
despreocupado hijo.
Por último, aunque en breves momentos, aparece también el mismo Greco,
hombre esforzadísimo en su arte, versado en letras clásicas, admirado y respetado,
solitario, consciente de que su obra ha de ir más allá de la simple imitación de la
naturaleza creando figuras que alcancen el cielo, que transmitan el alma humana.
Un sepulcro en el cielo (1987) de Vintila Horia.
Horia es un escritor e intelectual de origen rumano, diplomático detenido por los
nazis y recluido en campos de concentración, quien al terminar la guerra decidió no
regresar a su patria por la presencia soviética. Se exilió luego en Argentina y ya en la
década de 1950 se estableció definitivamente en España impartiendo clases en las
Universidades Complutense y Autónoma hasta su muerte en Madrid en 1992. Hombre
de ideología conservadora, y de profundas creencias cristianas, de su biografía suele
destacarse como anécdota relevante el rechazo que hizo del “Premio Goncourt” por su
oposición a las ideas revolucionarias que forjarían “mayo del 68”. Es autor de novelas
tan brillantes como Dios ha nacido en el exilio y El caballero de la resignación,
recientemente reeditadas.
Su novela sobre el Greco, más lírica y compleja
que la anterior, responde a una ficticia autobiografía del
pintor dirigida a su esposa fallecida tras dar a luz
(motivo, además, de las constantes reflexiones sobre la
presencia de la muerte y la trascendencia humana),
informando de sus orígenes, su exilio forzado por la
presión turca, su intensa religiosidad cristiana, sus
convicciones filosóficas cercanas al platonismo, su
oposición al pujante Humanismo italiano, imitador de los
clásicos (prefiriendo él lo medieval y lo gótico reflejado
en Castilla). Es también una novela espiritual del
llamado “pintor de almas”, ética, llena de introspección
que busca respuestas sobre el sentido último de la persona.
La novela se abre cuando el Greco acaba de terminar el encargo de “El entierro
del conde de Orgaz”, momento en que pasa revista a su tiempo pasado: su infancia, su
paso por Italia y sus relaciones con Tizziano, el Veronés, Benvenuto Cellini, el
humanista Julio Clovio y sus controvertidas opiniones sobre Miguel Ángel. Ya en
España, el pintor extiende su espíritu ante las figuras de Teresa de Cepeda, Juan de
Yepes, Juanelo –el curioso creador del “hombre de palo”- y, sobre todo, la de Miguel de
Cervantes con quien mantendrá una estrecha amistad. Surgirá también su discrepancia
con Juan de Herrera, arquitecto de El Escorial al servicio de Felipe II, al tiempo que da
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noticia de algunos hechos históricos de su momento: la matanza de los hugonotes
parisinos en San Bartolomé, la muerte de don Juan de Austria, la durísima guerra en
Flandes, las intrigas cortesanas de Antonio Pérez y la princesa de Éboli, el
extraordinario relato que escucha de uno de los compañeros de Alonso de Ercilla sobre
su expedición araucana, su breve relación con Lope de Vega o con Francisco de
Quevedo.
Junto con otras intrigas y misterios, la obra tiene su punto fuerte en el leit motiv
de la creación del “Entierro” intentando descifrar las claves del pensamiento y obra del
cretense, convencido de que “el gran sueño universal de Castilla”, la España antigua que
tanto admiró, ha desaparecido con la muerte del emperador Carlos V, y que él mismo,
sólo un pecador arrepentido en el final de su vida, ansía un camino “hacia un sepulcro
en el cielo”.
Velázquez
Qué voy a aportar que no se sepa sobre el genial pintor de
Sevilla, Diego de Silva y Velázquez. Estudió en el taller de
Francisco Pacheco, con cuya hija se casó, pasó luego a la
Corte como pintor de cámara y aposentador de Felipe IV,
viajó en dos ocasiones a Italia: la primera de ellas por
iniciativa de Rubens para conocer el arte italiano y la
segunda con el encargo de recoger cuadros para la
colección del rey, momento en el que retrató al Papa
Inocencio X. Hombre de vida tranquila, siempre al servicio
de su monarca, paradigma del Barroco, nos ha dejado
algunas de las más grandes obras de la historia de la pintura
entre retratos, escenas mitológicas y, las menos, religiosas.
La Literatura ha sido bastante generosa con el pintor sevillano, ofreciéndonos
muchísimos títulos entretenidos y de calidad3. De ellos destaco Más perenne que el
bronce (1962) del húngaro Laszlo Pasuth, monumental obra de uno los más grandes de
la novela histórica; El misterio Velázquez (1988) de Elicer Cansino, galardonada con el
Premio Lazarillo y una de las más populares y leídas sobre el pintor; El alcázar de las
sombras (1999) de Bernat Montagud, que trata el enigma de su muerte; El secreto de
Maribárbola (2004) de Teresa Álvarez, con la enana de “Las Meninas” como
protagonista; las deliciosas Siete historias para la infanta Margarita (2005) de Miguel
Fernández-Pacheco, Las manos de Velázquez (2006) de Lourdes Ortiz, que alterna una
historia de amor actual con la relación entre Velázquez y la pintora Artemisa de
Gentileschi; y las más recientes e intrigantes Velázquez, la magia del espejo (2008) de
Aurelia María Romero y El experimento Velázquez (2009) de Michael Gruber. No
olvido, por su puesto, el espléndido homenaje que Arturo Pérez-Reverte concede al
pintor en El sol de Breda (1998), la tercera entrega de Las aventuras del Capitán
Alatriste, donde Velázquez toma como referencia la experiencia en Flandes de los
inolvidables protagonistas de la novela para elaborar el lienzo de “La rendición de
Breda” o “Las lanzas”.
Véase una excepcional relación en “Leer la pintura. La pintura en la Literatura para niños y jóvenes”
del
Departamento
de
Educación
del
Museo
Thyssen-Bornemisza
en
www.fundaciongrs.es/pdfs/salamanca/Pintura.pdf.
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Los espejos paralelos (1991) de Néstor Luján.
Autor barcelonés fallecido en 1995, periodista versátil y director durante casi
dos décadas de la clásica revista de divulgación “Historia y Vida”. Fue un escritor
preciosista y barroco, amante y experto en Gastronomía y amigo de dos gigantes de la
literatura, dos rara avis de la imaginación y la fantasía en lengua española: Juan
Perucho y Álvaro Cunqueiro. Luján es también creador de preciosas novelas históricas
como La puerta de oro, Decidnos, ¿quién mató al conde, Mayerling…una noche y La
cruz en la espada.
Su novela velazqueña nace de una
España en crisis, miserable y holgazana,
con el honor militar casi derrumbado, desde
la que el autor y el lector fisgonean con
mirada atónita el Alcázar madrileño,
ejemplo de contrastes entre la rigidez
protocolaria, la oscuridad y el exceso de
boato, lugar gobernado por un rey fantasma
y hierático. En el recinto se escuchan de noche ruidos extraños, sobre todo en la sala que
cobija el retrato de “La familia de Felipe IV”, conocido desde el siglo XIX como “Las
Meninas”, un cuadro excepcional, único, artificio de ilusiones y perspectivas, juego de
espejos. Los sonidos nocturnos rompen la inmovilidad de los personajes retratados,
dando vida a quienes habitan en el lienzo, cinco años después de su finalización,
mostrándonos ellos mismos su alma a través de sus testimonios: la ya difunta y siempre
hermosa y recordada menina Isabel de Velasco –única que permanece inmóvil-, Jusepe
Nieto y su esposa Elena, Marcela de Ulloa y el guardadamas de la reina, Diego de
Alcázar; Nicolasico Pertusato, el viejo mastín León y la germana y huraña Maribárbola.
Al fondo Felipe IV, “el rey Planeta”, carteándose con la monja visionaria y consejera
Sor María Jesús de Ágreda, y la reina Mariana de Austria, segunda esposa del rey,
acompañada de su fiel camarera María Agustina Sarmiento. Y, cómo no, el mismo
Velázquez y su esposa Juana. Todos ellos figurados en breves capítulos que además de
hablarnos de sus peculiares existencias nos proporcionan noticias de los hábitos de la
Corte.
Con un lenguaje lujoso y exuberante la novela se cierra con dos curiosísimos
apéndices que tratan sobre el futuro vínculo familiar entre la familia de Velázquez y la
casa real de los Austrias, y sobre espejos famosos de la historia.
La mujer de Roma (2008) de José Luis
Martín Nogales.
Si no la excusa para estas páginas, esta
novela sí ha resultado el detonante para
pensarlas, pues sabía del autor su trabajo como
crítico de prestigio, profesor, editor y hombre
enraizado en la cultura de Navarra, pero nunca le
imaginé tan valiente para atreverse con una
novela sobre nuestro pintor. Hasta que hace un
par de años dio la sorpresa y publicó una hermosa
historia de amor lleno de pasión y dificultades al tiempo que relato sobre el misterio del
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enigmático retrato de la “Venus del espejo” mediante una doble trama desarrollada en
dos tiempos: en primer plano nos presenta a Martín, un experto en arte que encuentra
una copia del desnudo velazqueño diferente del conservado en la National Gallery
londinense, un lienzo sobre el que investiga en profundidad mientras inicia una
compleja relación afectiva con una joven; en segundo plano surge Velázquez durante su
segundo viaje a Italia y su vínculo y ruptura con Flaminia Triunfi (o Triva), para
muchos modelo del cuerpo (que no del desvaído rostro) de la “Venus”, cuadro que a su
vez, ya desde su creación, por su originalidad y desafío a las normas morales y estéticas
de su tiempo, tuvo una aventura histórica extraordinaria.
Una novela sobria, elegante y ampliamente documentada que recuerda hechos de
la vida del pintor y descubre no pocos secretos sobre el mundo de las falsificaciones en
el mundo del arte y a la vez mantiene abiertos muchos interrogantes sobre cuanto pintó
y también quiso ocultar el genial sevillano.
Goya
Francisco de Goya y Lucientes, campechano y
elegante, compañero de poderosos, esposo, amante,
padre… genio y figura, un titán nacido en Fuentetodos
(Zaragoza). Pintor de cámara de Carlos IV como autor
costumbrista y retratista hasta que la sordera le produjo
una metamorfosis anímica y la Guerra de Independencia
contra Francia le llenó de horror y desolación, dando un
giro copernicano a su obra hasta crear los “Caprichos”,
los cuadros patrióticos y las terribles “pinturas negras”.
Tras soportar el primer gobierno del “felón y deseado”
Fernando VIII, se exilió a Burdeos, donde murió, tras el
fracaso de Riego.
Goya es una figura gigantesca que pasó del vitalismo a la amargura, del retrato
social a la alucinación entre brujas y monstruos entre dos épocas, la absolutista y la
liberal. Un creador que siempre proclamó su deuda con Velázquez y fue precursor de
movimientos como el expresionismo no podía pasar desapercibido para escritores de
talento y otros aventureros de las letras. Así que ahí nos quedan, por ejemplo, el
implacable alegato del pintor contra sí mismo en Yo, Goya (1990) de Carlos Rojas, El
enigma Goya (2005) de Manuel Ayllón, Los fantasmas de Goya (2006) de Jean-Claude
Carriere (que luego llevó Milos Forman al cine), La musa oculta de Goya (2007) de
José Infante, El ocaso de los sueños (2007) de Aurelia María Romero o el precioso
relato infantil Goya y el dos de mayo (2008) de Fernando
Marías; incluso la originalísima novela Memorias del
guerrillero de dos cabezas (2008) de Francisco Galván,
donde se unen las figuras de Velázquez y el pintor
aragonés. Y, cómo no, los dos títulos que siguen.
Goya (1951) de Lion Feuchtwanger.
Alemán de origen judío fue uno de los más grandes
narradores de novela histórica del siglo XX. Condenado y perseguido por el nazismo,
huyó a Francia donde fue capturado e internado en un campo de concentración del que
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huyó hasta luego trasladarse a los Estados Unidos. Allí, libre y seguro, siguió
comprometido con su linaje, sus ideas y trabajo literario hasta su muerte. Creador de
una ingente obra, cuyo lema bien podrían firmar sus propias palabras -“del pasado se
extrae el fuego, no las cenizas”- tiene, por tanto, dos épocas muy diferentes, arriesgadas
e indomables, como se puede comprobar en El judío Süss Los hermanos Oppermann, El
falso Nerón, La judía de Toledo o la antológica trilogía sobre Flavio Josefo.
Su novela sobre Goya es una recreación monumental de la vida, el carácter, la
obra y época del pintor. Partiendo de una perspectiva europea, algo tópica, de una
España medieval y atrasada, el escritor nacido en Munich nos ofrece un retrato
magnífico sobre la figura del aragonés: sus apasionados y revueltos amores con
Cayetana, duquesa de Alba o con Pepita Tudó, luego esposa de todopoderoso Godoy (el
guardia de corps que ascendió en la Corte de la mano del simple Carlos IV y, sobre
todo, de su intrigante y vital esposa, la reina María Luisa de Parma, hasta el título de
“Príncipe de la Paz”); sus relaciones con los poderosos del tiempo, con escritores
ilustrados como Jovellanos o Quintana; los vínculos con sus más allegados: su esposa
Josefa, hermana de Bayeu, pintor rival de Goya y con su compañero de pinceles Agustín
Esteve. Todo ello con el propósito de explicar la difícil evolución del pintor, desde sus
apacibles tiempos cortesanos hasta el temor a la locura que le produjo su enfermedad,
pasando por los momentos prodigiosos en que retrata en Aranjuez a los Borbones en el
demoledor lienzo de “La familia de Carlos IV”, pinta en San Antonio de La Florida,
crea los polémicos “Caprichos” o se encierra en la “Quinta del sordo” con su terrible
“Saturno”.
Volaverunt (1980) de Antonio Larreta.
Escritor uruguayo reconocido, sobre todo, por su trabajo teatral como director.
Exiliado durante trece años en España, se dedicó a la elaboración de guiones y a la
producción en cine y televisión, y es autor también de novelas como El guante y el
Jardín de invierno. De su obra más conocida, Volaverunt, existe una adaptación llevada
al cine por Bigas Luna.
La novela debe su título a uno de los “Caprichos”
goyescos en el que sobre la misma palabra latina aparece la
duquesa de Alba levantada en el aire por tres toreros (o la
imaginación elevada por tres figuras monstruosas).
Sirviéndose del procedimiento del “manuscrito encontrado”,
Larreta nos ofrece un tenso y ágil relato de intriga histórica
estructurado en diferentes tiempos: el primero nace de la
“Memoria breve y secreta de don Manuel Godoy” en su exilio
parisiense, recuerdos que se abren con una carta de Goya
redactada en el Burdeos de su expatriación dando noticias de
la muerte de Cayetana de Alba. El segundo se basa en un
informe de 1802, encargado por el mismísimo Carlos IV,
sobre la investigación en torno a la muerte de la popular
duquesa, más el relato del propio Goya, la dura y sentida voz
del pintor en torno a su tiempo, sus gentes más cercanas (el rey, la reina María Luisa,
Godoy y el heredero al trono, Fernando) y su relación con la fallecida, una mujer
sensual y llena de vitalidad a la que amó, pintó y perdió, tan adorada como odiada pero
aún así capaz de unir en sus palacios, mediante su inmenso atractivo, a rivales y
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enemigos. Aparecen también en la narración la pintura de las “majas” y el misterio de
los colores letales usados en las mismas, posible razón de su muerte, quizás un crimen
tras una cena de gala que ella misma organizó.
Juan Manuel Ojembarrena
[email protected]
Agosto de 2010
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