Villegas pag 1-41•••.FH11

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PABLO NAVAJAS MARTÍNEZ
El Barón Evans
Primer Premio de Narración Corta “Jóvenes”
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Miguel Alonso de la Peña - 3º A ESO
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EL BARÓN EVANS
El Barón Evans gobernaba todo el condado de Lest Middletown.
Hombre tacaño y malvado, se refugiaba en el imponente castillo en
el que residía. El edificio, construido hacia el siglo XII, era una fantástica
obra de arte esculpida entre las montañas. Se asentaba en el lado
este del lago Basingon, cuyas frías aguas se mostraban con aspecto
fantasmal para todo visitante. El castillo tenía torres que se elevaban
hasta los doscientos metros de altura, amplios ventanales y un gran
número de edificios que se unían mediante puentes, viaductos y
multitud de pasadizos. La puerta principal era una descomunal mole
de madera de haya, decorada con finas líneas doradas que dibujaban
escenas mitológicas. Un largo sendero llevaba desde ésta a los
jardines, una gran masa boscosa donde se podían encontrar múltiples
sorpresas. Entre los caminos que serpenteaban por los jardines y
terrenos se encontraban numerosas esculturas y figuras, todas ellas
dotadas de excepcional belleza. Contaban las leyendas de Lest
Middletown que por la noche, aquellas gráciles formas, con dulces
rostros y delicadas posiciones, se transformaban en horrendos
monstruos, con serpientes cubriéndoles las cabezas, cien ojos más
en sus frentes y miradas tan terroríficas que podían petrificar con sólo
mirarlas.
Las personas que habían penetrado en ese antro por la noche,
jamás habían regresado. Se rumoreaba que se transformaban en
estatuas de piedra por las miradas letales de los monstruos, y, una
vez petrificados, al llegar la noche se sumaban a la conversión en
criaturas posesas. El temor hacia los jardines se compensaba con la
delicia de poder entrar en el fastuoso castillo. Largos pasillos con
ventanales góticos y techos abovedados discurrían por las plantas
del edificio. Habitaciones repletas de sorpresas, una gran biblioteca
con estanterías llenas de libros, que parecían querer palpar el cielo.
Salas hogareñas, con sofás, sillones y chimeneas que calentaban en
las frías noches de invierno. Entre los edificios del castillo, se abrían
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patios con porches románicos, en cuyo centro siempre se podía
encontrar una escultura, o una fuente en la que refrescarse. Todo el
castillo en sí mismo era belleza: una obra mágica que se abrazaba
fuertemente al entorno natural en el que se asentaba, como si fuese
imposible separarlos. Hace medio siglo ya, cuando la gente aún
admiraba el lugar, los temores hacia el entorno del castillo se
fortalecieron: el misterio de los bosques y jardines vio la luz, y por
fin se pudo confirmar la existencia del terror que se escondía entre
aquellos árboles. El miedo se paseaba libremente por los jardines.
Les presento a mi abuelo, Joe Morrison Spall. Puede que ahora
tenga arrugas, más barriga y problemas en los bronquios, pero por
aquel entonces era un joven alto y apuesto, con una cabellera oscura
y casi siempre revuelta, que hacia enloquecer a todas las muchachas
de la aldea. El orgullo y la arrogancia que posee ahora ya lo desprendía
entonces, cuando tan solo tenía dieciséis primaveras contadas. A mi
abuelo le gustaba apostar dinero con sus amigos, para lo cual
realizaban pequeñas o grandes proezas, según la energía y las ganas
que tuvieran ese día. Una cálida noche de verano, preparando la
siguiente canallada en la taberna del Puerto Viejo, se pusieron a
discutir. Reñían sobre quién debía realizar la próxima “aventura”, y
nadie se ofrecía voluntario, bien por haberla hecho en anteriores
ocasiones, o bien porque siempre acababan descubriéndolos y se
veían obligados a sufrir las torturas del padre Adams, el pastor de la
aldea. El joven Joe miró al otro lado de la taberna, donde Elizabeth
Watson, la guapa hija del tabernero se encontraba sirviendo. Ésta le
dirigió una mirada cómplice y Joe le sonrió descaradamente. De
repente, al volver su mente al asunto de la aventura, dio un respingo
y les dijo en voz alta a sus compañeros:
- Yo me ofrezco voluntario, la última la hice ya hace dos semanas.
- Bueno, pues en tal caso, ya sabes cuales son las reglas, ¿no?le contestó Sam Grint, el mayor gamberro de Middletown, cuyos
padres lo habían abandonado nada más nacer, y cuya vida había
transcurrido encerrada entre las cuatro paredes de un orfanato- A
ver, chicos, ¿qué gamberrada podemos apostar para este gallina?
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- Un asalto nocturno a la carnicería de Billy el Sanguinariopropuso Ivanov Robinson.
- ¡Qué poca originalidad, imbécil!- le contestó Aron JacobsEsas bromas están ya lo suficientemente explotadas. Propongo que
Joe se esconda entre los matorrales del río el domingo por la mañana
para espiar a las campesinas del pueblo en todo su esplendor.
-Desde luego, siempre estás pensando en lo mismo, depravado
mental- sentenció Sam- Tengo una idea mucho mejor, algo que jamás
se os ocurriría a ninguno de vosotros. Puede que os parezca una
locura fuera de las habituales, pero hay que experimentar cosas
nuevas, ¿no?
Se produjo un asentimiento general.
- Dinos, genio,- soltó Matt Sthepenson, el más joven del grupo,
con solo doce años- ¿Qué nueva genialidad se te ha ocurrido ahora?
Recuerda que la última vez que propusiste algo, concretamente hace
tres meses, a poco acabamos en prisión-lo fulminó con la miradaEspero que sea algo dentro de lo normal.
- No te preocupes, mi querido amigo- contestó Sam, riéndoseSe me ocurrió anoche mientras observaba desde la ventana de mi
alcoba el castillo del viejo Evans.
- ¿No estarás pensando que destruya algo suyo?- respondió
Joe, aparentemente preocupado- Las bromas y gamberradas que
hacemos tienen un limite.
- Nada de eso- contestó Sam- Propongo que te internes en el
jardín-bosque del castillo. Creo que es una apuesta bastante buena,
y- miró de reojo a Matt- nada fuera de la ley.
- Estás loco, Sam, sabes que nadie que haya entrado allí ha
conseguido salir- contestó Aron- ¿Te acuerdas de la señora Johanson,
la panadera? Todos los días le llevaba el pan al Barón Evans. Como
un día la puerta principal estaba cerrada, accedió al castillo por una
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Beatriz Fernández Bajo - 3º A ESO
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trasera. Para ello tenía que atravesar los jardines. Esa noche, se oyó
un terrible grito- Aron puso cara de misterio- Al día siguiente nadie
la encontró. Se registró todo el condado, y la policía registró cada
metro cuadrado del pueblo. Nadie quiso entrar en los jardines,
seguramente por miedo.
- Aún así-contestó de repente Joe- acepto el reto. No solo entraré
en el jardín, sino que lo haré de noche, cuando dicen que se produce
lo peor. Ya es hora de demostrar que esas leyendas y cuentos que
se inventa la gente no son otra cosa más que patrañas y tonterías.
- Joe, eres un inconsciente-sentenció Matt- Te estás metiendo en un
agujero muy oscuro del que probablemente no logres salir. Recapacita
y haz una diablura normal y corriente, por favor.
- Déjalo ya, Matt, ¿vale?- atacó Aron- Es lo suficientemente inteligente
como para saber lo que es y no es peligroso. Quizá opine diferente
cuando vea que se está convirtiendo en una estatua de piedra.
Nadie más dijo nada. Todos miraban fijamente a Joe. Unos
deseando que lo hicese, otros lamentándose de su falta de
conocimento y prudencia. El reloj de la iglesia dio las doce de la
noche. El grupo de amigos salió de la taberna: primero Joe y después
el resto. Aron y Matt intentaron convencerlo por última vez de que
no lo hiciese. Sam le sonreía maliciosamente. Ivanov sólo le pudo
decir un “buena suerte, la vas a necesitar”.
A continuación, cada uno de ellos se marchó para su casa,
dejando solo ante la puerta de la taberna al pobre Joe. Éste miró
hacia el otro extremo del lago, donde descansaba el castillo entre
los acantilados y las montañas. Sin pensárselo dos veces, echó a
correr en dirección hacia la puerta de madera de haya, donde se
localizaba la entrada a los jardines.
- Dios mío, qué estoy haciendo-pensó Joe mientras corría a
través de la pasarela que conducía al castillo- Sabe Dios lo que se
puede ocultar en esa selva. Muchos me lo han advertido, pero mi
orgullo vence a mi cerebro. Aún estoy a tiempo de cambiar de idea.
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De pronto se paró en seco. Se imaginó qué pasaría si no lo
hacía, si se retiraba de esta arriesgada apuesta. Todos sus amigos se
mofarían de él; Sam le llamaría “cagado” durante meses y Elizabeth
ya no volvería a estar prendada de él.
- Sí- decidió entonces Joe- lo haré.
- Desde luego, chico, con la edad te vuelves más estúpido- le
dijo una vocecilla proveniente de su cabeza.
Y empezó a caminar hacia la puerta del jardín: unos enormes
pilares, profusamente decorados, sostenían sendas esculturas de
caballos alados. Una pesada verja, de estilo victoriano, se interponía
entre Joe y aquel mundo tan desconocido como temido. Antes de
hacer nada, observó si había alguna luz encendida en el castillo, por
si acaso alguien lo veía. Una vez controlada la situación, empujó con
todas sus fuerzas la pesada verja. Era una suerte que fuese musculoso
pues ningún delgaducho habría podido con ella. Al abrirla, observó
el paisaje nocturno que se abría ante sus ojos: árboles de todas las
regiones del planeta, fuentes saltarinas, matorrales repletos de rosas,
petunias, claveles, tulipanes, geranios, hortensias, etc... Un sendero
de piedra circulaba entre todos éstos y se perdía en la oscuridad.
Joe se quedó boquiabierto: todas las historias sobre el supuesto
jardín maldito no concordaban en absoluto con lo que tenía ante
sus ojos. La curiosidad le invitó a explorar aquel exótico lugar y a
conocer sus secretos más profundos. Joe dejó atrás la puerta y se
adentró en el jardín...
El chico caminaba y caminaba, ya había perdido la cuenta de
los metros que había recorrido y se sentía incapaz de encontrar la
salida. Aún así, la satisfacción de conocer el jardín hizo que continuase
caminando. La luna se alzaba llena sobre las oscuras siluetas de las
copas de los árboles. De pronto, dos cuervos pasaron volando por
encima de la cabeza de Joe y sus graznidos provocaron un profundo
escalofrío, que recorrió su cuerpo de arriba abajo. Joe se detuvo y
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miró a su alrededor. La belleza del jardín se había evaporado por
completo. Donde antes se veían armoniosos y robustos árboles, ahora
no se veía nada más que oscuras y espectrales siluetas de hayas,
abetos, y otros muchos árboles. Aquello ya no tenía ninguna gracia
y por un momento Joe pensó en lo idiota que había sido al entrar
en este sitio. Echó a correr y se volvió a internar en las sombras del
jardín. El suelo de piedra había desaparecido y ahora sólo se veía un
suelo de tierra sucia y húmeda.
Oyó una especie de crujido a sus espaldas, y se volvió para ver qué
era. Se quedó helado: de entre la tierra estaban surgiendo unos tallos
espinosos, que, a medida que surgían de la tierra, iban agrandándose
en forma y tamaño. Joe no se lo pensó dos veces: echó a correr entre
los árboles. Procuraba no mirar hacia atrás, pero cuando lo hizo, vio
que no sólo uno, sino cientos de tallos estaban creciendo, y se
dirigían hacia él, enroscándose y arrastrándose por el suelo como
serpientes. Joe corría veloz como el viento, atravesando matorrales
y plantas de todo tipo. Cuando llevaba ya un buen rato corriendo,
vio que a lo lejos se divisaba una puerta. No era como la anterior, no
tenía verja alguna. Era simplemente un arco de medio punto en ruinas.
Su única escapatoria. Su pasaporte a la libertad, a salir de aquel
agujero endemoniado, a burlar a la muerte.
Se acercaba, ya estaba muy cerca, pero seguía oyendo por detrás
deslizarse a los tallos, que iban creciendo a velocidad de infarto. Ya
estaba, sólo tocarlo, solo... Joe salió despedido hacia atrás y cayó
en el embarrado suelo. Se dirigió de nuevo al arco para averiguar por
qué razón no había logrado pasar. Tocó el espacio de aire entre las
columnas y se asustó mucho: se había creado una barrera invisible,
más dura que la piedra. Intentó derribarla, mas no pudo. Se dio la
vuelta, y se asustó todavía más: los tallos llegaban... Un grueso ejemplar
alcanzó su tobillo derecho y se enroscó alrededor de su pierna. Acto
seguido lo arrastró hacia lo más profundo del jardín, a gran velocidad.
Joe gritaba, pedía auxilio, e intentaba desatar el tallo mediante las
manos. Mientras era arrastrado, multitud de tallos se echaban sobre
él, para intentar ahogarlo. De repente, Joe lo vio claro: se sacó de un
pequeño bolsillo de su pantalón una navaja bien afilada. Con la mano
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izquierda, sujetó el tallo que apresaba su pierna derecha y con la
derecha empezó a cortar con fuerza. Le llevó un tiempo la operación
ya que era un tallo muy grueso y estaba siendo arrastrado a gran
velocidad. Finalmente cortó el tallo y profirió un grito de dolor. Su
pierna estaba agujereada por las espinas del tallo y la sangre empañaba
toda la pata derecha del pantalón. Sin detenerse a aliviar el dolor, se
puso en pie y siguió corriendo como pudo, aguantándose el
sufrimiento. Por detrás, los tallos volvieron a perseguirlo. Se deslizó
entre matorrales con pinchos, sorteó plantas carnívoras, y descendió
colina abajo al resbalar con una gruesa raíz de roble. Abatido y
muerto de miedo, miró hacia todos los lados por miedo a ver surgir
de nuevo los tallos. Pero no se oía nada. Sólo se podía advertir el
canto de los grillos. Joe se sentó en la tierra. Sentía muchísimo dolor
en su pierna, un dolor que llegaba a cegarlo. Cogió unas hojas secas
e intentó vendarse la pierna con ellas. De repente, localizó un pequeño
agujero situado bajo el tronco de un árbol.
- Quizá me sirva para pasar la noche- pensó Joe-. Al fin y al
cabo no puedo pasar toda la noche a la intemperie en esta selva
maldita. ¡En qué momento no recapacité y pensé detenidamente
sobre lo que iba a hacer! Soy un rematado idiota. Padre y Madre se
estarán preguntando donde estoy: madre se habrá echado a llorar
y a preguntar a todos los aldeanos sobre mi paradero; padre habrá
llegado incluso a llamar a la policía para que me encuentre y me lleve
de nuevo a casa. Conociendo a padre, lo primero que hará nada más
verme será soltarme dos buenos bofetones. Bueno- se dijo para sus
adentros-, prefiero pasar la noche aquí, escondido en este agujero,
que aventurarme a salir, exponiéndome a todos los peligros que se
esconden aquí.
Así pues, Joe entró en la “madriguera”. El sitio era cálido y Joe
vio cómo gotas de lluvia iban cayendo, haciéndose poco a poco
más abundantes.
-En menudo lugar me he metido- dijo Joe en voz baja-. ¡Si al
menos supiera encontrar la manera de salir de este laberinto! Porque
más que un jardín esto es una selva que se come a los humanos que
entran en ella.
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Ana Jiménez Alesanco - 2º A ESO
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Poco a poco, mientras la luna iba cruzando el cielo, iluminándolo
todo, Joe se fue durmiendo. Serían las dos de la mañana cuando
unos ruidos de cascos lo despertaron de su apacible y tranquilo
sueño. Joe se incorporó rápidamente y asomó su cabeza por el
agujero. Fuera todo seguía oscuro, fantasmagórico, pero no se volvió
a escuchar el ruido de cascos. Más relajado, volvió a meterse bien
acurrucado en el hoyo. Fue justo en ese momento cuando lo volvió
a oír. Salió corriendo del agujero y se quedó observando el oscuro
sendero. El ruido de cascos se mezclaba con otros muchos sonidos
que se podían distinguir perfectamente. Se hacía cada vez más
cercano y Joe supo enseguida que algo se aproximaba. El ruido iba
en aumento. Ya llegaban. Joe volvió a sacar la navaja de su pantalón
y acto seguido gritó:
- ¿Quién va?
Entonces aparecieron de entre las sombras. Al verlos, Joe se
quedó helado, y por fin aceptó lo que él llamaba la mayor patraña
de la aldea: la leyenda de las estatuas. Decenas de estatuas de piedra
se dirigían hacia él, temibles y grotescas formas que avanzaban a
gran velocidad hacia Joe: caballos alados con afilados dientes y
resplandecientes ojos rojos, minotauros que rugían ferozmente, leones
con serpientes por cabellos, centauros que avanzaban al galope
alzando lanzas decoradas con cráneos humanos, etc... Joe empezó
a correr, sus pies intentaban responder todo lo posible a una posible
escapatoria de aquel infierno. La pierna dolorida impedía a Joe ser
más rápido de lo que era en circustancias normales. Aún así, Joe
intentó aguantar con todas sus fuerzas el dolor que sentía. Por detrás
percibía a todos esos monstruos de piedra, seres mitológicos,
prácticamente imaginarios, pero que ahora se hallaban en vida. Joe
podía percibir el asqueroso olor putrefacto que emanaban sus
cuerpos, la sangre goteando de grandes y afilados colmillos... Era
una pesadilla, una auténtica y horrible pesadilla. Quizá chasqueando
los dedos, o simplemente propinándose un pellizco, Joe se
despertaría entre las cálidas sábanas de su habitación y oiría a su
madre llamándole para desayunar. No, no era una pesadilla. Era la
vida real. Sorteaba árboles y matorrales, cruzaba estanques poblados
por pirañas y serpientes, corría, saltaba, seguía corriendo.
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-¡Por favor, Dios, ayúdame!- dijo Joe entre sollozos- Ayúdame
a salir de aquí.
De repente, sucedió todo: Joe vio las puertas de entrada, y las
columnas coronadas por caballos alados que la custodiaban. Su última
oportunidad. La única ocasión de salir de aquel infierno. Oía a sus
perseguidores correr hacia él. Los caballos de la entrada adoptaron una
brillante luz y revivieron. Extendieron sus enormes alas y mostraron a
Joe sus afilados dientes. Acto seguido, se lanzaron sobre él. Joe cayó
al suelo y rodó. Fue en ese momento cuando aprovechó la ocasión. Los
dos caballos se habían desorientado y durante una fracción de segundo
se volvieron hacia el otro lado. Fue entonces cuando Joe aprovechó el
despiste de los jamelgos para colarse por la estrecha abertura que había
dejado la verja. Huyó. Corrió montaña abajo en dirección hacia el pueblo,
cojeando por la herida. No se sentiría a salvo hasta que no llegase a la
aldea. Por fin, la divisó a lo lejos. Todas las casas tenían las luces
encendidas y se oían gritos por todas partes. Joe se dio cuenta de que
estaban llamándolo. Por fin había llegado a casa, tras abandonar aquel
jardín maldito. La gente se congregaba en torno a la plaza mayor, donde
habían quedado todos para hacer una ronda nocturna. Quizá mediante
esta táctica lograrían encontrar a Joe. Éste corrió hacia la plaza mayor
y, al llegar allí, la luz de cientos de antorchas cegó su visión.
- ¡Está vivo!- gritó la señora Newell, la lechera.
- ¡Dios mío, es un auténtico milagro!- exclamó entre sollozos la
vieja Glesoon, la pescadera.
- Ya verás tu padre, chico- gritó furioso Billy el Sanguinariocuando te vea te soltará un guantazo del que tardarás un tiempo en
recuperarte.
- ¡Hijo, hijo mío!- gritó su madre, que se acercaba a toda
velocidad hacia él. Lloraba a moco tendido y nada más acercarse
a Joe, lo abrazó.
El chico empezó a llorar. Ya no le importaba ni su orgullo ni su
hombría. Esa noche había sufrido una terrible experiencia. Para
celebrar su regreso a casa, toda la aldea se congregó en la taberna
del Puerto Viejo. A pesar de que todos manifestaban una profunda
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alegría y satisfacción por la aparición de Joe, éste no se encontraba
para fiestas ni celebraciones. Estaba pálido, con la herida mal vendada,
tenía rasguños por toda la cara y la ropa rasgada. Antes de entrar en
la taberna, su madre lo llevó a casa para ponerlo en condiciones: lo
bañó, desinfectó su herida y le puso vendas nuevas y limpias. Después
lo vistió. Ya en la taberna, Joe relató su mala experiencia en el jardín.
Las gentes lo escuchaban atónitos y sus amigos estaban muy asustados.
Sam lo miró directamente a los ojos. Se sentía muy
arrepentido ya que, indirectamente, había sido él quien lo había
introducido en aquel infierno. Todo el pueblo de Lest Middletown
reconoció, al fin, la oscura realidad: no se trataba de cuentos y
patrañas, sino que en aquel jardín habitaba algo oscuro, una fuerza
maligna que sólo hacía su aparición por las noches. La leyenda se
convirtió en realidad.
Al día siguiente, por la mañana, todo el mundo se congregó ante las
puertas del jardín. Armados con antorchas, los habitantes de la aldea
quemaron todos los árboles de aquel bosque maldito. Miles de árboles,
helechos, arbustos y plantas desaparecieron. Se derribaron todas las
fuentes y esculturas que adornaban los senderos. La tierra ardió y nunca
más nacerían tallos espinosos. El jardín quedó arrasado. La masa boscosa
que rodeaba el castillo desapareció y sólo quedó un inmenso terreno
incendiado. Toda la aldea entera, tras el incendio del jardín, se dirigió hacia
el castillo para apresar al Barón Evans. Gracias a un tronco de roble quemado
del jardín, los aldeanos consiguieron echar abajo las puertas del castillo.
La mole de madera cayó estrepitosamente al suelo y todos entraron en
el edificio. Tuvieron que dividirse para encontrar al Barón pues el lugar era
tan grande que hasta el viejo Evans se perdía en él. Lo encontraron en la
biblioteca. No se compadecieron de su anciano rostro, ni de su posición
encorvada. Aquel hombre había traído la desgracia al condado,
construyendo ese bosque de ánimas. Lo menos que podían hacer era no
tener piedad de un malvado y tacaño vejestorio. El Barón Evans fue
ahorcado al día siguiente en la plaza mayor del pueblo. Arrojaron su
cadáver al lago, junto con todas las esculturas, donde sería devorado por
los monstruos que el mismo había creado. En pocos segundos su cuerpo
inerte ya descansaba bajo las gélidas aguas del lago Basingon.
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Ochenta años después ya nadie se acordaba del jardín. Nadie,
excepto Joe, que era el único de todos aquellos chiquillos que
continuaba en vida. Ante la pesadez de la edad, los problemas de
salud y los achaques que sufría a menudo, mis padres decidieron
ingresarlo en una residencia, ubicada en un antiguo castillo medieval.
Este lugar, regentado por religiosas, acogía a todo tipo de indigentes
y enfermos. Joe recibía los cuidados de la hermana Sonia, una monja
joven y bastante guapa, cuya voz encandilaba a casi todas la almas
en pena que circulaban por aquellos pasillos. Todos los días Sonia
acompañaba a Joe a dar un pequeño paseo por los alrededores del
castillo y soportaba con extremada paciencia las interminables
narraciones de las aventuras e infortunios de Joe, a las cuales respondía
con interés fingido. Una mañana de domingo Joe suplicó a Sonia
que lo condujese hasta los terrenos del castillo. La hermana accedió
a regañadientes pues no convenía alejarse mucho por si le ocurría
algo a Joe. Cuando se dirigían hacia los terrenos, Joe observó dos
columnas semiderruidas que se alzaban en la entrada. Al entrar se
fijó en algo que se encontraba a unos pocos metros de donde ellos
estaban. Mientras se acercaban, Joe pudo ver de qué se trataba: era
una escultura de unos dos metros de altura, un fauno, un espíritu de
la naturaleza, inmortalizado en piedra. Las patas traseras se apoyaban
de manera graciosa sobre las malas hierbas y estaba tocando una
flauta de madera tallada. Joe buscó su rostro, un rostro angelical,
infantil, e incluso pícaro. De su rizada cabellera surgía una esbelta
cornamenta.
- ¡Que bonita escultura!- exclamó Sonia, maravillada- Parece
encajar a la perfección con la naturaleza. Es preciosa, ¿no cree, Joe?
Si usted quiere, podemos volver más días por aquí. Quiza haya más
todavía. ¿Qué le parece?
Joe contempló la escultura, embelesado. La edad no le había
hecho olvidar lo malignos que eran aquellos mitos de piedra. Un
destello fugaz iluminó los ojos del fauno. Parpadeó para asegurarse
de que sólo había sido un lapsus. Se volvió hacia Sonia.
- Déjelo, hermana. Volvamos, que se nos hace tarde.
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