Tomás de Iriarte y La Señorita Malcriada. Retóricas e imágenes

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TOMAS DE IRIARTE Y LA SEÑORITA MALCRIADA.
RETORICAS E IMÁGENES LITERARIAS SOBRE LA
MUJER DOMÉSTICA A FINALES DEL SIGLO XVIII*
Gloria A. FRANCO RUBIO
Universidad Complutense de Madrid
… “¿qué ha de saber la mujer para ser útil en la sociedad política a
que pertenece? ... lo que una mujer ha de saber es el ser buena hija,
buena esposa, buena madre, para llenar el respetable destino que
tiene en la sociedad doméstica” (VALLE Y CODES, 1797).
… “pero ¿acaso la moda y sus partidarios prevalecerán contra la voz
de la naturaleza que sujetó las mujeres a la modestia y el pudor, o
contra las relaciones inmutables de todas las sociedades que las
impusieron como una obligación civil la fidelidad a sus maridos, el
cuidado de sus hijos y una vida doméstica y retirada?”
(CABARRUS, 1786)
1. La Querella de las Mujeres en la segunda mitad del siglo XVIII
Como ya escribiera en otro de mis trabajos a propósito del modelo de mujer doméstica que se iría proyectando públicamente a finales
del siglo XVIII, la expansión de esa imagen femenina debe mucho a
los autores de la época, especialmente a los hombres de letras, que utilizaron sus obras como vehículo de difusión de un arquetipo femenino que vendría a ser difundido, pretendidamente como ideal, para el
conjunto de las mujeres, más allá del grupo social de pertenencia, jus-
* Este trabajo se inscribe en el marco del Proyecto de Investigación HUM200506472-CO2-01/HIST financiado por el Ministerio de Educación y Ciencia.
La Querella de las Mujeres I. Análisis de textos.
C. Segura Graiño coord., Madrid, A. C. Almudayna, 2009, 247 pp.
GLORIA A. FRANCO RUBIO
tamente en una época en que dicho modelo, verdadera piedra angular
sobre la que se había construido la identidad femenina históricamente, parecía haber entrado en declive (FRANCO RUBIO, 2007). En efecto, el Setecientos representa un verdadero punto de inflexión en la historia de las mujeres tanto desde el punto de vista personal como colectivo ya que fue la época en que las costumbres, las prácticas culturales y las nuevas formas de relación social surgidas en el seno de la
Ilustración permitió la visibilidad femenina como nunca lo había hecho hasta entonces, favoreciendo su presencia en todos los espacios
de la sociabilidad ilustrados, sirviendo de pauta y de guía a la sociedad sobre el papel de las mujeres a desempeñar en ella, permitiéndoles un protagonismo desconocido hasta el momento. Sin embargo,
cuanto más involucradas se encontraban las mujeres en la problemática de su época aportando iniciativas y actividades propias, cuanto
más presentes estaban en el espacio público, cuando más parecía
avanzarse hacia una sociedad que parecía cimentar los avances individuales de hombres y mujeres el patriarcado, con la ayuda de la ideología burguesa, cortó de raíz esa trayectoria de desarrollo personal
confinando de nuevo a las mujeres al ámbito de lo privado donde, una
vez más, permanecerían al margen de una vida pública en constante
transformación. De esta manera, el proceso de autonomía personal vivido por las mujeres que se había iniciado en el medievo con el fenómeno del “amor cortés”, había proseguido después mediante su participación en los cenáculos literarios de la República de las Letras durante el Renacimiento, y se había mantenido más adelante con la aparición del movimiento de las “preciosas” en Francia durante el siglo
XVII para continuar brillando, en la centuria que nos ocupa, mediante el florecimiento de los salones, herederos del preciosismo, quedaría interrumpido al imponerse como nuevo paradigma femenino la
mujer doméstica, que permanecería vigente en las sociedades liberales bajo la figura del “ángel del hogar”. En efecto, aunque parezca paradójico, fue a finales del Antiguo Régimen y en plena emergencia de
la sociedad liberal, en el contexto social y político en que se comienza a cuestionar y discutir públicamente sobre la ciudadanía y los derechos individuales, cuando la ideología masculina, cargada de misoginia, decide cortar esa trayectoria de cierta autonomía y libertad que
venían disfrutando las mujeres. De esta manera, en el momento de
formulación del espacio social en dos esferas claramente diferenciadas, la pública, dominio de lo político, y la privada, dominio de lo doméstico, decide la atribución en exclusiva de la primera a los hombres, dejando la segunda para las mujeres. Este hecho, como decía al
principio, marcó un antes y un después en la Historia de las Mujeres
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LA SEñORITA MALCRIADA
que supone una verdadera vuelta atrás, decisiva para retrasar la emancipación femenina, porque la exclusión de lo público significaba para
las mujeres no solo mantenerla alejada de los centros de poder sino
una manera de fortalecer la jerarquía de los sexos donde ella seguiría
ocupando un lugar claramente subordinado, y que vendrá representado por el modelo de mujer domesticada que acabaría imponiéndose.
No obstante, la propia complejidad inherente al proceso de evolución de las mujeres a lo largo de la historia fue la razón que propició
periódicamente la reapertura de la querella de los sexos, en este caso,
como uno de los debates más sugerentes dentro del movimiento ilustrado ya que en nombre del progreso, de la razón, de la utilidad y de
la felicidad públicas la Ilustración contribuyó a cuestionar y reorientar las pautas de conducta en las relaciones entre los sexos. Si para la
primera mitad de la centuria podemos establecer el centro neurálgico
de la querella en la sonada controversia que acompañó la publicación
de La Defensa de las Mujeres del Padre Feijoo (FRANCO RUBIO, 2006)
levantando verdaderas “ampollas” entre moralistas y políticos; en la
segunda mitad del siglo fueron apareciendo escritos y opúsculos con
nuevos temas que se añadirán al debate, como la educación femenina
o la ubicación social de las mujeres, objeto de discusión entre los ilustrados y otros personajes de notable influencia social como los hombres de letras que mantuvieron viva la polémica sobre “la condición
de las mujeres”.
El benedictino, entre los numerosos “errores comunes” a que aludía en su obra, había incluido la teoría, ampliamente aceptada y trasmitida por la autoridad de la tradición, de que las mujeres carecían de
inteligencia; pero lo hizo con la intención no solo de refutarlo sino
para proclamar exactamente lo contrario, es decir, la afirmación del
talento femenino; un aserto que, andando el tiempo, significaría el primer paso hacia la igualdad de los sexos. Este argumento, poco a poco,
sería suscrito por nuevas voces que se vieron inmersas en la polémica como Josefa Amar y su Discurso en defensa del talento de las Mujeres, publicado en el Memorial Literario en 1786, donde hacía una
severa crítica de la ignorancia en que estaban sumidas la mayoría de
las mujeres, atribuyendo el origen de la inferioridad femenina a los
hombres. El reconocimiento de la capacidad intelectual femenina desembocó en otro de los debates más emblemáticos del pensamiento
ilustrado, el de la educación, discutiéndose cuál sería la más adecuada a las mujeres; comentarios y argumentaciones aparte, muy acres en
algunos casos, fue sancionado socialmente un tipo de educación ba-
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sado en criterios de clase y de género lo que significa que, finalmente, en el caso de las mujeres de capas sociales intermedias se optaría
más que por una transmisión de conocimientos intelectuales y el
aprendizaje de determinadas disciplinas, por una formación moral integral con la que poder formar a sus futuros hijos, mientras que a las
niñas del estamento llano se les enseñarían los oficios mujeriles y propios de su sexo, todos ellos relacionados con la manufactura textil o
labores de aguja, según la terminología de la época. Es decir, va a prevalecer una concepción de la educación femenina concebida en términos utilitaristas no solo para las propias mujeres, individualmente
tomadas, sino para cumplir airosamente el papel que el pensamiento
burgués le había atribuido, a saber, el de esposa y madre. La propia
Josefa Amar se expresaría en esa misma línea en su Discurso sobre la
educación física y moral de las mujeres, publicada en 1790 al escribir: ”(para esto) será del caso que las mujeres cultiven su entendimiento sin perjuicio de sus obligaciones: lo primero, porque puede
conducir para hacer más suave y agradable el yugo del matrimonio;
lo segundo, para desempeñar completamente el respetable cargo de
madres de familia; y lo tercero, por la utilidad y ventaja que resulta de
la instrucción en todas las edades de la vida. Pero mientras la educación no se encamine a estos puntos, nunca será general el beneficio”
(AMAR Y BORBON, 1791:72-73).
No cabe entender la aparición de la nueva identidad femenina que
se estuvo forjando a lo largo del siglo XVIII sin tener en cuenta la
convergencia del pensamiento ilustrado con el liberalismo, idearium
propio de la burguesía, cuyas aportaciones influyeron decisivamente
en el cuestionamiento de las bases en que se sustentaba la sociedad de
su tiempo ofreciendo nuevas premisas sociales, económicas, políticas
e ideológicas en la que no está ausente el proceso de construcción de
las nuevas identidades genéricas es decir, de los que serían considerados como los nuevos paradigmas de masculinidad y de feminidad. En
efecto, en la sociedad española de la segunda mitad del Setecientos se
libró una batalla dialéctica entre los dos modelos femeninos, tan diferentes entre sí, que se hallaban coexistiendo, y que resultó definitiva
para la causa de las mujeres. Por un lado encontramos una mujer acorde a los nuevos tiempos, favorable a los cambios, receptiva hacia la
cultura –lectora de novedades editoriales y de la prensa, traductora de
obras del extranjero y hasta autora de los diversos géneros literarios–,
que sobresale en el ambiente en que se desenvuelve con un cierto protagonismo, perteneciente a la aristocracia o a la alta burguesía, comprometida con las instituciones culturales y presente en los escenarios
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de la sociabilidad ilustrada como tertulias, salones y círculos literarios; es la escritora, la Amiga del País, o la “salonière”, típica de la sociedad galante ilustrada, y que sigue de cerca el patrón de conducta
femenino de la sociedad francesa, admirado por unos y denostado por
otros. Frente a ella permanece con fuerza el modelo de mujer que tradicionalmente ha estado muy presente en la sociedad europea occidental, cuyo perfil había sido definido con claridad en nuestro país
desde las páginas de La perfecta casada de Fray Luis de León y otros
autores de similar ideología; un arquetipo de mujer permanentemente
propagado por los textos y discursos morales de los eclesiásticos,
cuya vida transcurre al margen o a espaldas de los cambios, confinada en el ámbito familiar, y ausente de protagonismo, que necesita con
urgencia encontrar un nuevo acomodo en el contexto social de la época para seguir siendo el modelo de mujer en la nueva sociedad en
construcción.
De la confrontación y lucha entre ambos, emergerá con fuerza el
segundo modelo y, a partir de ahora, la feminidad construida a su alrededor será difundido no solo a través de la tratadística moral y religiosa sino de todos los géneros literarios, especialmente del teatro y
de la novela sentimental, sin olvidar la prensa y los espacios de opinión de la época, todos ellos revestidos de una pátina moralizadora.
Para los hombres era muy importante que las mujeres por sí mismas
decidieran asumir y acatar dicho modelo; de este modo desaparecería
el desorden social creado por su presencia pública -un territorio a partir de ahora reclamado como específicamente masculino, asignado a
los hombres en exclusiva y, por lo tanto, vetado a las mujeres- que
tanta inquietud les había producido, permitiendo la posibilidad de restaurar el orden político natural que había ya ubicado a los hombres en
la esfera pública y a las mujeres en el ámbito privado, dominio de lo
doméstico.
¿Cómo explicar la dialéctica de este fenómeno y el triunfo de ese
modelo? Las respuestas podemos encontrarlas en el análisis de las siguientes variables: primero, el contexto social en que se dio, que corresponde al último periodo del absolutismo donde se adivina la
quiebra del Antiguo Régimen, momento de reformulación de los espacios público y privado; segundo, el auge de la domesticidad, la
afirmación de la privacidad y el triunfo de la intimidad, fenómenos
todos ellos ligados a ese contexto social y político que acabamos de
señalar y que permite la emergencia de la sociedad liberal; y tercero,
la estructura ideológica del Absolutismo Ilustrado y sus medios pro-
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GLORIA A. FRANCO RUBIO
pagandísticos como la prensa periódica, la literatura y especialmente el teatro, con su vertiente pedagógica y moralizante. La necesidad
de las clases medias de establecer nuevas condiciones sociales e ideológicas para su propia identificación en una sociedad emergente
exigía la re-definición de los sujetos sociales, así como la invención
de nuevas identidades, masculina y femenina. En dicho proceso de
construcción cultural y político fueron diseñándose los paradigmas
genéricos que habrían de ser presentados a la colectividad como los
referentes y modelos que demandaba la nueva sociedad. En su diseño se barajaron tanto las virtudes consideradas ideales para forjar al
nuevo ciudadano como los cometidos a desempeñar, siempre en consonancia con la mentalidad y la ética burguesas que iba abriéndose
paso cada vez más, donde los hombres serían catalogados como criaturas políticas y las mujeres como criaturas domésticas. Y, en este
contexto, la mujer doméstica aparece como el paradigma femenino
del nuevo modelo conyugal, de ahí la necesidad de preparar a las futuras madres como educadoras de sus hijos, pero siempre bajo la supervisión y control de sus maridos. Esta criatura doméstica vendría
definida por un espacio donde se desenvuelve su vida, el hogar; por
unas tareas a desempeñar como el servicio al marido, la crianza y
educación de los niños; y por la posesión de unas prendas con las que
realizar su cometido, todo un cúmulo de virtudes frente a los vicios
más comunes. Ese modelo burgués tuvo que compensar a las mujeres con algunos beneficios que fueran importantes para subir su propia auto-estima, tanto ante la sociedad como consigo misma, una actitud imprescindible para poder asumir de forma voluntaria el modelo que se le estaba ofreciendo, ya que supondría la pérdida de determinadas parcelas de autonomía personal, que habían disfrutado hasta el momento. Entre esos beneficios cabe citar, por un lado la atribución de ostentar una cierta superioridad moral si ejercía bien su tarea a desempeñar en el seno de la familia; por otro, el reconocimiento de una legitimidad como persona en el orden privado, que se le escatimaba en el público y, finalmente, como el premio más valorado
de todos, la estima de su marido hacia ella. De ahí que a la mujer burguesa se le otorgara la responsabilidad y administración del hogar familiar, la organización de la intendencia doméstica, el cuidado y educación de los hijos y la autoridad sobre la servidumbre. Si su gestión
era positiva, lograría el hogar perfecto, al servicio de su esposo y
éste, a cambio, le dejaría ese terreno donde ella y sus virtudes crearían ese microcosmos social ordenado y perfecto, con el equilibrio
necesario para resguardarse y protegerse de los peligros del mundo
exterior.
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LA SEñORITA MALCRIADA
2. El autor y la sociedad de su tiempo. Tomás de Iriarte (1750-1791)
La personalidad de Tomás de Iriarte, nacido en el canario Puerto
de la Cruz (1750) y fallecido en Madrid (1791), responde al prototipo
de hombre ilustrado; perteneciente a una saga familiar de individuos
que sobresalieron en la sociedad de su tiempo como eruditos y hombres de letras, sabiendo establecer los contactos oportunos que podía
facilitarles el acceso a importantes cargos de la administración y de
las nuevas instituciones surgidas a impulsos del gobierno. Tras haber
recibido una educación humanística en su Canarias natal, aprendió filosofía, geografía, aritmética y geometría, historia universal y de España y varios idiomas, francés, italiano e inglés, que le ayudarían posteriormente a ganarse la vida. Con catorce años se trasladó a Madrid
instalándose al lado de su tío, el conocido erudito Juan de Iriarte,
quién tras haber estado a cargo de las bibliotecas de algunas de las casas nobiliarias más importantes de la época, o de haber sido el preceptor de sus hijos, había sido nombrado bibliotecario de la Real Biblioteca, creada a principios del reinado de Felipe V; un cargo desde
el cual pudo mantener determinadas influencias que le abrieron las
puertas a sus sobrinos, quienes acabaron desempeñando diversos trabajos en la Secretaría de Estado. En 1771 obtuvo el nombramiento de
oficial traductor de dicha Secretaría, dotado con el sueldo nada despreciable de doce mil reales al año, desarrollando toda una carrera
profesional en su interior mediante sucesivos ascensos en el escalafón; un año después se le pone al frente del importante periódico Mercurio histórico y político y en 1776 es nombrado archivero del Archivo del Consejo de Guerra, dotado con doce mil reales anuales y compatible con la oficialía anterior, lo que le reportaría importantes emolumentos y un salario fijo que le permitieron dedicarse a la literatura,
su gran pasión, y que también le dio la oportunidad de formar parte
de las elites administrativas de la nueva burocracia borbónica.
Además de su cargo administrativo, la creación literaria le vinculó a las instituciones culturales más dinámicas del momento pudiendo transitar con libertad a través de los círculos aristocráticos y cortesanos más relevantes; cultivó la amistad de importantes figuras nobiliarias como la Duquesa de Villahermosa, a la que denominaba “mi
favorecedora discípula”, según Sebold; de los hermanos Pignatelli;
del Marqués de Manca; de otros escritores o eruditos como el cervantista Vicente de los Ríos, los militares Cadalso y Enrique Ramos,
o el pintor de cámara Mengs, al que le unía su afición por la pintura;
era contertulio habitual del salón de la Marquesa de Fuerte Híjar con
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quien compartía afición hacia el teatro y la comedia, y del salón de la
Duquesa de Osuna, a la que dedicó alguna de sus obras, que serían representadas en el teatro de su finca de recreo El Capricho, a las afueras de Madrid, así como de los cenáculos literarios más importantes
del momento como la tertulia de la Fonda de San Sebastián, en la que
coincidía con Leandro Fernández de Moratín. Amistades que no le
impidieron ser procesado en 1779 por una Inquisición prepotente que
parecía haber recuperado el control que siempre había tenido, en los
meses posteriores al procesamiento de Olavide. En su faceta de escritor fue plenamente consciente del enorme poder de la literatura como
vehículo de adoctrinamiento, de manera que utilizó con frecuencia la
vertiente pedagógica de la escritura para difundir los ideales ilustrados, orientando su producción literaria en dos grandes direcciones,
donde podía actuar como caja de resonancia de los grandes problemas
y debates que tenía planteados la sociedad de su época, como dramaturgo, centrado en la comedia neoclásica, y como fabulista, debido al
carácter moralizante de este género. En este sentido podemos incluirle en el colectivo de los llamados escritores políticos, junto a Moratín, Cadalso, Quintana, Meléndez Valdés y otros autores que en sus
obras muestran la realidad de una sociedad cambiante, en continua
mutación, con la que contraen un compromiso.
3. La señorita malcriada
La obra seleccionada fue publicada en 1788 y estrenada por primera vez en 1791. Para este trabajo he manejado la edición realizada
por Sebold en 1986, para quien dicha obra se nutre principalmente de
dos fuentes, El Misántropo, de Molière, y El jugador, de Renard, aunque también rastrea otras posibles fuentes en la literatura de la época
destacando la influencia de El enfermo imaginario, de Molière, El casamiento engañoso, de Cervantes, de La verdad sospechosa, de Alarcón, del Fray Gerundio de Isla, de las Cartas marruecas de Cadalso
y de Los menestrales, del también erudito Cándido María Trigueros.
El tema central es la mala educación de la juventud, que acarrea serios problemas a la familia, al individuo y al estado; toda la trama se
articula y desarrolla a través de la concertación de un matrimonio
donde el interés económico, el engaño, el fraude y la estafa se enfrentan al escaso juicio de los futuros contrayentes que adolecen de
falta de formación. Su argumento gira, como acabamos de ver, en torno a la educación y el matrimonio, los dos pilares que sustentan la familia, y que están siendo objeto de debate en los foros de la época, un
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LA SEñORITA MALCRIADA
tema, además, recurrente entre los autores neoclásicos. Como telón de
fondo aparecen dos modelos familiares, el tradicional, con todos sus
errores, que no se ajusta ya a las necesidades de la nueva sociedad
porque no es capaz de generar el clima propicio para satisfacer las demandas individuales tanto del esposo y padre, como de la esposa y de
los hijos. En el otro extremo se perfila la familia burguesa donde todas las piezas están perfectamente encajadas en un nuevo orden donde cada una de ellas tendrá asignado un cometido concreto. La obra,
en definitiva, representa tanto una reivindicación de la educación
como una forma de contribuir a la forja del modelo de familia burguesa que se trata ahora de difundir y donde cumple un cometido significativo el modelo de mujer doméstica.
3.1. El debate social sobre el matrimonio. En primer lugar hay que
aludir a la polémica sobre los matrimonios ante el descrédito que estaba mereciendo y los peligros a que podía conducir, el aumento del
celibato y la reducción de la natalidad; en este sentido se empieza a
cuestionar unas uniones motivadas en la mayoría de los casos por razones de conveniencia, donde los intereses familiares primaban por
encima de los personales, donde la aparición de los sentimientos en
los contrayentes, el llamado matrimonio por amor, ponía en peligro
esos matrimonios formalizados por los padres, a los que, sin embargo, se sigue reconociendo la última palabra, la aprobación y la capacidad de decidir, el llamado consentimiento paterno, frente a la libertad de los hijos. De lo que no cabe duda es de que, a estas alturas, las
representaciones del matrimonio estaban cambiando; como afirma
Isabel Morant “el discurso matrimonial producido por la razón ilustrada reproduce la diferencia de los sexos: representada como una
condición de la naturaleza, a partir de la cual se fundamentan y se justifican las diferencias de poder, influencia y protagonismo que, en la
relación matrimonial, corresponden a uno y otro sexo” (MORANT
DEUSA, 2004: 511). En la obra iriartiana el matrimonio se configura
como una doble plataforma; si, por un lado, se muestra como el microcosmos básico de una sociedad perfecta en el nuevo orden político burgués, por el otro aparece como la expectativa natural de las mujeres honestas, en consonancia con las dos salidas honrosas que el patriarcado siempre había ofrecido a las mujeres, el matrimonio o el
convento.
Iriarte no sólo hace un repaso por los tres tipos de matrimonio que
conviven en su época, sino que los contrasta abiertamente exponiendo las circunstancias propias de cada uno de ellos. Para los de conve-
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GLORIA A. FRANCO RUBIO
niencia utiliza a la interesada Ambrosia y sus ardides para casarse con
Gonzalo, que le aseguraba una buena posición social; al detectar ciertas reticencias por su parte ella le expone con crudeza lo que sería su
convivencia en el futuro, ofreciéndole una unión bien diferente a la
que había tenido con su anterior esposa, en la que gozaría de total libertad: “conmigo no tendrá usted/ ninguna de esas molestias./ Entrará, saldrá. Temprano,/ tarde. Que se divierta/ a su modo. Haré lo propio./ Viviremos en perfecta/ concordia. Pues lo demás/ no es matrimonio, es galera… unidos, mas no sujetos/ haremos buena pareja”
(IRIARTE, 1986: 480).
Para ilustrar el matrimonio por amor se sirve de Pepita quien se
muestra contraria a los de conveniencia y firme partidaria de reivindicar la presencia de los sentimientos en ellos por lo que afirma:
“quien ama es el corazón,/ amigo, no la cabeza” (IRIARTE, 1986: 435).
Frente a ella Eugenio opone la frialdad ponderada y calculada de un
matrimonio sereno y equilibrado: “señorita, dos especies/ hay de pasión: una, ciega/ que aspira al objeto amado/ sin examen, sin cautela…/ otra pasión hay prudente, / reflexiva…” (IRIARTE, 1986: 435).
Igualmente: …” señora, / Lo que digo es que las prendas/ del ánimo,
las virtudes/ y el entendimiento engendran/ cariño más racional, / y de
mayor permanencia” (IRIARTE, 1986: 437).
3.2. El consentimiento paterno. Uno de los puntos de este debate
estuvo centrado en el tema del consentimiento paterno; para muchos
autores no parecía ya un principio incuestionable toda vez que la autoridad paterna debía tener también unos límites para evitar posibles
abusos por parte de las familias que, llevadas por sus intereses económicos únicamente toleraban matrimonios de conveniencia y esto, a
la larga, al menos así era percibido socialmente, podía estar causando
muchas desavenencias entre los cónyuges, cuando no verdaderos fracasos matrimoniales. En una época en que la razón, y la sensibilidad,
imbuía el pensamiento de intelectuales y políticos parecía razonable
consensuar los intereses filiales con los paternos sobre todo cuando
eran palpable las diferencias entre los futuros cónyuges, de manera
que se vislumbra como mejor solución dejar la decisión en manos de
los hijos que debería ser refrendada después por los padres; para que
esta alternativa pudiera funcionar se necesitaba como premisa que la
decisión tomada por los hijos fuera sensata, y eso solo podría lograrse si éstos eran capaces de actuar juiciosamente, avalados por su buena formación. Esta controversia tuvo una evidente proyección literaria y otros escritores de la época se plantearon estas mismas cuestio-
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LA SEñORITA MALCRIADA
nes llegando a conclusiones similares; en la novela Eudoxia, hija de
Belisario del ex jesuita Pedro Montengón, se expone con una claridad
manifiesta esa idea, tras haberse sopesado las diversas variables que
concurren en el acto de elección, cuando pone en boca de la madre las
siguientes palabras: “conviene que los padres sean los jueces en la
elección de sus hijas” puesto que “la poca edad de las doncellas, la
falta de luces y conocimiento del mundo y de sus engaños, el retiro y
recato a que el decoro de su sexo las condena, no les permiten conocer lo que más importa en los casamientos”, no obstante, sigue diciendo, “ni tu padre ni yo violentaremos jamás tu genio para que tomes por esposo un sujeto antes que otro. Este es derecho de tu libertad. Bien, sí nos oponemos a que escojas al que menos te conviene.
Este es el derecho de nuestra autoridad para que no yerres en tu elección, poniendo los ojos en aquel que te pueda hacer arrepentir de tu
temprano afecto” (MONTENGON, 1990: 19). Leandro Fernández de
Moratín en El sí de las niñas expresa la misma idea, y al referirse a la
elección del marido por los padres escribe: “mandar, hija mía… En
estas materias/ tan delicadas los padres que tienen/ juicio no mandan.
Insinúan, proponen,/ aconsejan; eso sí ¡pero mandar!...” (FERNANDEz
DE MORATíN, 1992: 90).
Iriarte muestra la entresijos del concierto matrimonial de Pepita
donde se negocia con todos los pretendientes, exponiendo cada una de
ellos su concepción del matrimonio y lo que aportaría cada uno de
ellos a la futura unidad familiar; cuando Gonzalo, que cuenta con el
respaldo incondicional de Clara y Basilio, propone casarse con Pepita, el padre excusa dar su aprobación sin antes consultar a su hija ya
que él siempre ha creído lo mejor respetar la decisión de su hija a la
hora de contraer matrimonio, por lo que contesta: “Desde ahora le doy
amplia/ licencia y mi bendición./ Pero resta ver si agrada/ esta elección a la chica,/ porque eso de violentarla/ yo la voluntad es cuento”
(IRIARTE, 1986: 367). Como también sabe que su hija ya ha elegido al
otro pretendiente, cree su deber comunicárselo a Gonzalo para que
desista en sus intenciones, ya que no tienen ningún futuro: “…como
la pretende/ el marqués de Fontecalda,/ y ella se afirma en que es ésta/
la boda que más le cuadra,/ yo ¿qué he de hacer?” (IRIARTE, 1986:
367).
3.3. La educación femenina. Siendo clave en Iriarte el tema de la
educación, como se ha afirmado anteriormente, la obra que nos ocupa
está dedicada a analizar las características específicas de la crianza de
las niñas y su educación entendida como una formación integral. Así
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GLORIA A. FRANCO RUBIO
es, de los diferentes planos que conforman la educación femenina en
el siglo XVIII, formación moral, educación física e higienista, y transmisión de conocimientos, se observa una atención preferente por la
educación moral. Será la prioritaria en el pensamiento burgués porque
es la única que puede originar el perfil de la buena esposa demandada
por la burguesía; eso significa que todos los planteamientos que subyacen en la educación femenina estarán orientados a la consecución de
una buena esposa y madre. Así también parece haberlo entendido a la
perfección Josefa Amar cuando escribía que “la educación moral es sin
duda la más difícil, pero también la más importante, porque abraza la
enseñanza e ilustración del entendimiento, la regla y dirección de las
costumbres, y en una palabra lo que se llama buena conducta y manejo en todas las acciones … para obrar con cordura y discreción, para
desempeñar las obligaciones comunes a todos, las particulares de cada
uno, y finalmente para ser feliz en su estado y circunstancia” (AMAR Y
BORBON, 1786: 135). Para Montengón la ciencia moral implicaba “el
estudio de los afectos y pasiones del ánimo, para conocer cuáles se inclinan al bien honesto y loable, cuáles al mal dañoso y aborrecible”
(MONTENGON, 1990: 67), y este concepto supo resumirlo muy bien
cuando describe los tres objetivos que debería cubrir, en su opinión,
esa enseñanza: “el de la labor y economía, en que comprendería también todo lo que toca a pulir y ennoblecer su exterior y sus naturales
gracias. El del entendimiento, reduciéndolo a los principios de las
ciencias más útiles, a fin de ilustrar su mente y disipar las tinieblas de
la ignorancia y de los errores vulgares y el del ánimo, que es el objeto
principal de la virtud, para moderar los siniestros efectos del corazón
y las pasiones” (MONTENGON: 1990, 67).
3.4. La familia burguesa. Asimismo, es fundamental dilucidar los
nuevos papeles asignados al hombre y a la mujer en la familia burguesa; mientras el primero aparece como agente rector, asumiendo
una serie de obligaciones dentro, esposo y padre, y fuera del matrimonio, capaz de mediar entre su familia y el mundo, la mujer es agente receptora de los intereses del marido, volcada sobre su casa y sus
hijos, celadora de una domesticidad que garantiza la privacidad necesaria a su ámbito de actuación personal, que constituye la familia.
Esto hacía plantear un análisis de la identidad femenina tal y como se
concebía en aquellos momentos, de manera que se haría un exhaustivo recorrido por los tópicos existentes en la época sobre la conducta
femenina; la frivolidad de las mujeres, puesta de manifiesto en el trato hacia los demás y a su comportamiento en sociedad; el despilfarro
económico que significaba ser esclavas de la moda, que llevaba a mu-
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LA SEñORITA MALCRIADA
chas familias a la ruina; la asunción del lenguaje y los modales típicos de la galantería que acababa irremediablemente en los cortejos,
adulterio a los ojos de muchos; la adopción por las mujeres de la
“marcialidad”, léase independencia, en su comportamiento habitual;
su presencia en la escena pública y en los espacios de sociabilidad, así
como la manipulación femenina con que sometían a los hombres, y de
la que hacían gala con frecuencia. Lo mismo podemos decir de la mujer como esposa y madre, teniendo en cuenta la aparición del mito de
la maternidad en estos momentos; la idea de la “buena madre” se sustancia en la polémica sobre la lactancia materna, y aunque hay escasas alusiones a ella en la obra elegida, debió ser un tema que Iriarte
comentaría en más de una ocasión con su amigo médico José Bonells,
autor de una celebrada obra titulada Prejuicios que acarrean al género humano y la Estado las madres que rehúsan criar a sus hijos, y medios para contener el abuso de ponerlos en ama, publicada en 1786.
Por último, la educación de los hijos contemplada desde una doble
óptica, desde el proceso de socialización de los niños a través de la escuela, que excede al marco familiar, y la que recibirían en el entorno
doméstico, junto a las madres, donde a partir de ahora las mujeres habrían de desempeñar un papel esencial, como co-educadoras de sus
hijos, junto al marido. El hecho de que la protagonista de la obra estudiada sea huérfana de madre es significativo porque está haciendo
hincapié en la creencia de que la educación de los hijos, y especialmente de las hijas, en su primera etapa corresponde a las madres, es
una tarea ahora considerada propia de ellas, que se les adjudica como
tarea ineludible a partir de ahora; en ese caso la orfandad materna sirve para resaltar la incapacidad paterna para cubrir dicha labor en la
más tierna infancia. Tanto en la comedia que nos ocupa como en su
otra obra El señorito mimado, hay una clara dejación de responsabilidad por parte de los padres hacia sus hijos, algo reprensible a los ojos
de nuestro autor.
En cuanto al título, ya es significativo del discurso de su autor,
destinado a la educación de las clases medias; según el Diccionario
de Autoridades señorito significa “el hijo de los señores o Grandes; y
por cortesanía se suele decir del hijo de cualquier otro sujeto de representación. Se llama también el que afecta gravedad en sus acciones o dominio y mando en lo que no le debe tener” (RAE, 1990: III,
89); crianza es “la obra de criar, nutrir y alimentar, ya sea a las criaturas racionales como a las irracionales. Vid, también educación, enseñanza y amaestramiento. Vale también urbanidad, atención, cortesía
y así las acciones buenas y honradas se califican de buena crianza; y
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GLORIA A. FRANCO RUBIO
al contrario las malas y descorteses por de mala crianza” (RAE, 1990:
II, 369) y por educación entiende “la crianza, enseñanza y doctrina
con que se educan los niños en sus primeros años. Para la buena educación de los hijos es necesario que el vínculo del matrimonio sea perpetuo entre los padres” (RAE, 1990: II, 656-657). Según el Diccionario de uso del español la palabra señorito se refiere al “tratamiento,
solo o seguido del nombre propio, dado a las personas jóvenes de una
casa por los servidores y personas subalternas. En femenino se emplea como tratamiento corriente aplicado a las mujeres solteras sin ir
seguido de doña. Se aplica, particularmente en masculino, al joven de
familia de buena posición social o económica que lleva una vida frívola” (MOLINER, 1990: II, 1141).
4. Feminidad y masculinidad a debate: las nuevas identidades genéricas
Los personajes protagonistas corresponden a un triángulo formado por doña Pepita, la señorita, una jovencita casadera, perteneciente a una familia acomodada, de clase media que vive del beneficio de
los negocios, y los dos pretendientes que la cortejan; el modélico Eugenio, representante del hombre de bien porque, según los cánones
del pensamiento ilustrado, es un compendio de virtudes, juicioso y
sensato, laborioso, moderado en sus costumbres, culto, comprensivo
e indulgente con los demás, hombre de mundo que conoce las reglas
de urbanidad y la cortesía, y firme defensor de la amistad; y el marqués, un impostor, un truhán y un vividor a la vez que un petimetre
y snob que actúa de anti-modelo. En el trasfondo de circunstancias
aparecen una serie de personajes secundarios que van proporcionando complejidad a la trama conformando diferentes estereotipos de
personajes comunes de la época; Gonzalo, el padre viudo de la protagonista, y su amiga Doña Ambrosia, que representan la parte más
negativa, de la paternidad y de la amistad, ejerciendo una mala influencia en ella. Los tíos de Pepita, Clara, hermana de Gonzalo, y Basilio, su marido, prototipo del matrimonio burgués bien avenido. El
desenlace de la obra es también muy significativo: se impone la moraleja de la historia sobre un final feliz, cuando el pretendiente conoce en profundidad las “prendas” de la casadera y no le convencen ni
su actitud ni su predisposición a cambiar su personalidad, desiste de
su compromiso y la abandona; con este proceder, renunciando a ella
conscientemente, representa la voz de la razón y el castigo social a
dejar plantada a la novia cuando su conducta así lo requiere. Ella,
será recluida en un monasterio y pende entre las cuerdas su futuro de
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LA SEñORITA MALCRIADA
mujer en el siglo como casada o quedarse dentro del convento. Para
un escritor que está bebiendo del laicismo de la época el convento
solo se entiende como correctivo, es decir, como un medio de internamiento, punitivo para conductas transgresoras, como un instrumento de regeneración moral. A continuación, se hará un repaso pormenorizado por los diferentes personajes y la función que cumplen
en la obra actuando como tipos modélicos o como individuos reprobables, objetos de sanción moral.
4.1. Doña Clara, la esposa perfecta. En la obra es el modelo femenino a seguir: esposa juiciosa, amante de su casa y de su marido; mantiene en todo momento una conducta decorosa y virtuosa; demuestra
ser una buena tía, que quiere lo mejor para su sobrina aunque eso le
haya llevado a indisponerse con su hermano, que no toleraba intromisión alguna en la (mala) educación de su hija; es capaz de relacionarse bien con el sexo opuesto ya que en su amistad con Eugenio muestra la posibilidad de que hombres y mujeres puedan establecer entre
si relaciones de igualdad; casada con un buen hombre, juicioso, cabal,
honrado, inteligente con el que forma una familia modélica. Estas características hacen que el Marqués la llame “secatora” (aburrida) y
que Ambrosia la tilde de remilgada, aunque ella tiene una mejor percepción de sí misma por lo que se define como una auténtica española en oposición a los vicios y corrupción de las costumbres extranjeras, destilando una cierta xenofobia moral donde lo extranjero está
asociado a lo corrupto y lo nacional a la pureza: …”yo, aunque dicen/
peco de española rancia/ por el pundonor gradúo/ el mérito de las damas/ por el juicio y discreción/ cortesanía y constancia” (IRIARTE,
1986: 363). Sin embargo, Eugenio la presenta en toda la trama como
el modelo de mujer: “y debemos esperarla (la reforma)/ del ejemplo y
los prudentes/ consejos de doña Clara que olvidando desde ayer/ las
disensiones pasadas/ vuelve a ver a su sobrina/ a ser su amiga y su
guarda” (IRIARTE, 1986: 364).
Frente a la irresponsabilidad demostrada por su hermano, es capaz
de vislumbrar los errores cometidos en la mala educación, costumbres
y conducta de su sobrina y se lo hace saber, ganándose su inquina,
siendo consciente de que esa crítica la ha convertido en protagonista
de la ruptura entre ambos, pero arguye que ha sido él y no ella el causante del problema por lo que, dolida con su hermano, le recrimina no
haber sabido apreciar sus consejos y haberla puesto en contra de su
sobrina, “me conciliaron un odio que tu no desaprobabas. Llegué a
pasar por la tía más impertinente y rara” dice al respecto (IRIARTE,
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GLORIA A. FRANCO RUBIO
1986: 363). En el desarrollo de la trama, se percata del poco juicio de
su hermano, inteligencia frente a estupidez, y de la volubilidad de su
sobrina y parece arrepentirse de haberse reconciliado con su hermano
porque puede ser testigo de sus desgracias. Aún así, su responsabilidad se impone por encima de todo y no duda en seguir aconsejando a
su sobrina: “…le exhortaré nuevamente./ Para que se apuren cuantas/
Diligencias penden ya/ De mi influjo. Saldrán vanas;/ Pero a lo menos me empeño/ En quedar acreditada/ Con usted de buena amiga/ Y
con él de buena hermana” (IRIARTE, 1986: 411).
Ante el inminente compromiso de su sobrina, aconseja no escuchar al marqués, al que descalifica en toda su personalidad, mientras
que aboga por D. Eugenio como el mejor marido para su sobrina:
“Don Eugenio/ te estima, y quiere tu enmienda./ dale oídos y serás/
feliz. Atiende a finezas/ interesadas y falsas/ de ese marqués y a indiscretas/ lisonjas de doña Ambrosia,/ y pagarás tu imprudencia”
(IRIARTE, 1986: 443). De él y de su honradez se muestra valedora total cuando la trama urdida por el marqués y Ambrosia de que son
amantes está en su apogeo; no solo lo llama honrado sino que esa acusación le da pie para hacer un encendido elogio de la (posible) amistad entre los sexos, para criticar la segregación existente entre ambos
mediante el uso de los estrados y para comentar los daños causados
por el cortejo:
“Creerán lo que es muy falso./ Faltara conversación/ divertida en los estrados/ si la malicia dejase/ de suponer que en el trato/ de personas de dos sexos/ hay siempre algún fin dañado./ ¿Mujer y tener amigo?/ No se ve ya ese
milagro./ ¿Hombre y amiga? Imposible./ ¿Quién la trata más? Fulano./ Ese
es el cortejo, amante,/ galán, pique, mueble, trapo./ Y porque cuatro indiscretas/ o fáciles han cobrado/ la opinión que dona Ambrosia/ y la que desde hoy presagio/ cobrará también tu hija,/ si no se precave el daño,/ ¿han
de perder su buen nombre/ las mujeres de recato?” (IRIARTE, 1986: 498).
Ante los falsos testimonios esparcidos por el marqués y doña Ambrosia, y ante las acusaciones de adulterio que le formula su hermano,
ella se defiende con las siguientes palabras: “Pero sólo he de dar cuentas/ a mi esposo, no a un hermano/ que con sospechas inicuas/ hace el
más sensible agravio/ a una hermana que se precia/ de tener muy bien
sentado/ su crédito en esta parte” (IRIARTE, 1986: 499). Ante el comportamiento de jovencitas manirrotas y frívolas como su sobrina entiende que los hombres cabales desprecien el matrimonio y declinen
formar una familia, llegando a la conclusión, como muchos otros au-
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LA SEñORITA MALCRIADA
tores y moralistas de su tiempo, que el celibato masculino está originado por la frivolidad de las mujeres: “Por unas locas como éstas,/ por
sus caprichos, sus gastos/ y mala crianza, pierden/ su fortuna más de
cuatro/ dignas de una ventajosa/ colocación. Recelando/ los hombres
la general/ censura, los malos ratos,/ las deudas y otros perjuicios,/
huyen de tomar estado” (IRIARTE, 1986: 551).
4.2. Don Eugenio, “el Séneca de otros tiempos”: el hombre nuevo.
En toda la obra Eugenio es el modelo masculino por excelencia, es el
hombre nuevo, el hombre de bien en la línea defendida también por
Cadalso (SEBOLD, 1974). Tiene todas las virtudes que se necesitan
para ello: trabajador, laborioso, juicioso, cultivador de la amistad,
ponderado en sus costumbres, lector, indulgente con los errores humanos, comprensivo, paciente, conocedor de la urbanidad, el respeto
y cortesía debido a las mujeres, de ahí que Doña Pepita, con retintín,
lo haya bautizado con el sobrenombre de “el Séneca de otros tiempos”
(IRIARTE, 1986: 444). También el Tío Pedro, conocedor de la naturaleza humana y sus debilidades, testigo ocular de todo lo que sucede
en la trama y, personaje neutro e imparcial que encarna “la voz del
pueblo”, juez que decide intervenir para poner fin a la confusión, reconoce en él un compendio de virtudes cuando dice: “don Eugenio,
que cuando habla,/ se conoce de contado/ que es leído, y tiene traza/
de ser caballero en forma/ y hombre de bien, porque él trata/ con bien
a los pobres/ y es garboso” (IRIARTE, 1986: 359).
De carácter conciliador y pacífico se ha ofrecido como mediador
entre los dos hermanos para que deshicieran los malentendidos y
volvieran a tratarse como tales ante lo cual, don Basilio, marido de
Doña Clara, le reconoce sus méritos, “estos se llaman oficios de
buen amigo” (IRIARTE, 1986:362), al tiempo que hace una exaltación
de la amistad que tiene con ambos: “yo he sido el medianero/ de la
renovada alianza/ que felizmente nos une/ hoy en esta amena estancia” (IRIARTE,1986: 359). Aplicado en el trabajo, buen gestor y administrador de una sociedad con negocios en Cataluña, en la que
también participa Gonzalo, se rebela ante los prejuicios estamentales que existen sobre los comerciantes en particular, y sobre las actividades burguesas en general, que pone de manifiesto en boca de
éste cuando habla del marido de doña Ambrosia. Eugenio no solo le
para los pies sino que aprovecha la ocasión para hacer una reivindicación de ellos y de su labor: “Oh qué falsa/ opinión. Pues ¿por ventura/ haber estado casada/ con un negociante honrado/ es desdoro?
(IRIARTE, 1986: 371).
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GLORIA A. FRANCO RUBIO
Partidario de la utilidad pública, acusa a los denominados petimetres de haber creado un prototipo de jóvenes snobs y superficiales solo
interesados en la moda y otras frivolidades semejantes; que solían
desperdiciar la oportunidad de viajar al extranjero y aprender de la experiencia de conocer otros países, otras culturas y otras gentes, no estando preparados para asimilar o criticar lo que van viendo en esos países: “Es muy poco lo que gana/ en viajar el que no lleva/ la instrucción anticipada,/ y enseña el ver muchos libros/ más que el ver muchas posadas” (IRIARTE, 1986: 397). Y que en lugar de hacer algo de
provecho utilizaban el viaje como coartada a su vuelta para darse postín ante todo el mundo, encandilar a los ignorantes, enamorar a las
mujeres e incluso para “destrozar” la lengua castellana con frecuentes
galicismos: “las extrañas (lenguas)/ aprenden viajando algunos/ razonablemente, y gracias;/ pero después a viciar/ la suya nadie les gana
(IRIARTE, 1986: 396).
Partidario de la educación moral de las mujeres para que puedan
desempeñar óptimamente el papel de esposa y madre que se le reserva en la nueva familia burguesa, se muestra receptivo a educar a Pepita, mientras aparece como su pretendiente, pensando que las hijas,
si no han sido bien educadas por sus padres deberían serlo por sus maridos, una empresa para la que se encuentra preparado y que representa toda una novedad en el horizonte de la nueva familia burguesa.
En sus palabras no hay amor, sino la asunción de un deber que le corresponde como hombre y futuro marido; tampoco lo hay en su concepción del matrimonio, sino estima: “con todo eso/ no me parece tan
ardua/ la empresa de corregirle” (IRIARTE, 1986: 409) pues “yo me
aplico a tal empresa,/ y si pudiera lograrla/ pienso que la señorita/ desde luego asegurara/ su dicha y la del esposo/ que deseara con ansia/
más que amar y ser amado/ poder estimar lo que ama” (IRIARTE, 1986:
365), máxime cuando observa el buen fondo de la muchacha y la superación de los vicios adquiridos por la costumbre: “tiene unas potencias claras/ un corazón muy benigno/ y con estas dos ventajas/ corregirá las demás/ quien tenga paciencia y maña” (IRIARTE, 1986:
365). “Bien reconoce que en ella/ no son nativas las faltas,/ que todas
son adquiridas/ ya casi involuntarias;/ y que caprichos, errores,/ vivezas, extravagancias/ por hábito se contraen/ no por índole viciada”
(IRIARTE, 1986: 364). “Quisiera/ que usted cobrase aversión/ al tiránico sistema de los que según estilo/ musulmán, no consideran/ a las
mujeres nacidas/ sino para esclavas necias/ del hombre, y las privan
casi/ del uso de las potencias./ Emplee usted bien las suyas;/ verán
cuánto la deleitan/ ciertos estudios…” (IRIARTE, 1986: 440-441).
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LA SEñORITA MALCRIADA
Asimismo, nos expone detalladamente los métodos con que espera conseguirlo. La autoridad que se arroga para este cometido es su
condición de futuro marido de Pepita; un marido al que en el modelo
de familia burguesa se le ha atribuido el papel de guía y rector, al que
compete todo lo relativo al resto de los miembros del grupo, incluida
la educación de su cónyuge, si es que la necesita; eso sí, una autoridad basada en la tolerancia y la indulgencia, virtudes del nuevo hombre, compañero de la mujer doméstica, para comprender las flaquezas
humanas y compadecer al débil, en este caso Pepita: “No tengo dominio alguno/ en su hija de usted. Mis armas/ no son la reconvención,/
el precepto, la amenaza;/ si la advertencia oportuna/ y la persuasión
más blanda” (IRIARTE, 1986: 365).
Sus opiniones sobre las mujeres son ponderadas, y revelan una
cierta reflexión acerca del sexo femenino, su papel social, sus limitaciones sociales y culturales siendo también partidario del modelo de
mujer doméstica al que nos hemos referido al comienzo del trabajo:
“Yo lo explicaré./ Durante la primavera/ de la edad logran ustedes/ aplauso en las concurrencias,/ atenciones, rendimientos,/ cualquier dicho es agudeza,/ cualquier ademán es gracia,/ todo se admira y celebra;/ y en el corro
de aspirantes/ que embelesados las cercan/ el que menos encarece/ su pasión la llama eterna./ Entonces casi no hay una/ que para ser felíz crea/ necesitar otras dotes/ que las de naturaleza./ La flor de la juventud/ es rosa al
fin. No es perpetua/ y apenas se ha marchitado/ cuando toda la ligera/ bandada de mariposas,/ que giraba en torno de ella,/ desaparece, volando/ a
buscar flores más frescas” (IRIARTE, 1986: 438).
Asimismo expone su ideal de matrimonio, que necesariamente ha
de descansar en las virtudes y no en la pasión: “Señora,/ lo que digo es
que las prendas/ del ánimo, las virtudes/ y el entendimiento engendran/
cariño más racional,/ y de mayor permanencia (IRIARTE, 1986: 437).
También tiene en cuanta que en el matrimonio debe prevalecer la armonía y la concordia entre los cónyuges, y que sin ellas el matrimonio
se iría a pique. Con esa afirmación pone fin a sus iniciales pretensiones
de casarse con la hija de sus socios, y sobrina de sus mejores amigos:
“que usted haya despreciado/ mi obsequio y buena intención/ me es
sensible; pero gano/ a costa de este desaire/ un gran bien, averiguando/
no seríamos felices/ con genios tan encontrados” (IRIARTE, 1986: 518).
Se manifiesta también a favor de que sea la mujer quien elija a su
futuro marido y no su padre, sobre todo cuando éste demuestra no es-
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GLORIA A. FRANCO RUBIO
tar a la altura de las circunstancias. En este caso da un voto de confianza a las mujeres, pensando en que su buena educación les haya hecho lo suficientemente maduras como para calibrar su futuro por sí
misma: “Ella es quien puede/ decidir. De su labio/ la de salir la sentencia/ la espada no puede darnos/ dominio en su corazón/ porque es
acto voluntario/ en ella elegir aquel/ que halla digno de su agrado
(IRIARTE, 1986: 508-509). Como hombre de bien, desprecia ciertas
costumbres muy enraizadas en la sociedad española como el juego y
los duelos. Su profundo rechazo del juego se explica porque lo considera un vicio destructor de la gente y de las familias; por eso, cuando
Pepita le pregunta si quiere jugar, él acepta y no rehuye la invitación
por mera galantería hacia la dama, lo cual no evita que quiera expresar su opinión al respecto: “¿yo?/ solo por condescendencia;/ por afición, nunca” (IRIARTE, 1986: 472).
En cuanto a su postura en contra de los segundos, el comentario
de Eugenio le sirve a Iriarte para hacerse eco de una costumbre tradicional entre los españoles que había causado numerosos perjuicios a
la sociedad, y prueba de ello era la “cruzada” emprendida por Felipe
V para erradicarlos, y que se plasmó en varias pragmáticas dictadas
por el monarca prohibiendo tanto los duelos como otros lances de honor (NOVISIMA RECOPILACION): “pues nunca/ dicta el pundonor
al sabio/ que enmiende con el acero/ lo que la pluma ha pecado,/ y a
la fuerza de razones/ oponga fuerza de brazos” (IRIARTE, 1986: 506).
4. 3. Don Basilio: el cabeza de familia burgués. Basilio, otro hombre de bien, es el marido de Doña Clara y aparece como el perfecto esposo que confía en la fidelidad de su esposa y le reconoce el necesario
predicamento para educar a su sobrina, ya que ellos no han tenido hijos. Hombre cabal, amigo de Don Eugenio con el que le une una entrañable amistad. No evita colocarse en la tesitura de ayudar a su cuñado,
del que conoce su escaso juicio tanto con su hija como con sus amigos,
de ahí que le ponga continuamente en alerta ante sus “malas compañías”, primero contra el grupo al completo, “lidiamos, amigo mío, con
una gente muy rara” (IRIARTE, 1986: 410), después contra Doña Ambrosia a la que acusa de malmeter a la niña: “protectora, una vecina/ imprudente, casquivana/ que fomenta los caprichos/ de esta niña malcriada” (IRIARTE, 1986: 410) y contra él mismo, que estaba siendo objeto de
agresión con acusaciones infundadas y llenas de maledicencia.
Ante esa situación injusta quiere abrir los ojos a su cuñado formulándole cuatro preguntas con las que pretende hacerle recapacitar so-
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LA SEñORITA MALCRIADA
bre la manipulación a que estaba siendo sometido por toda esta gente:
“¿por qué te dejas mandar/ de esta viuda tan a ciegas?” (IRIARTE, 1986:
424), “¿y por qué te pagas tanto/ del marqués? (IRIARTE, 1986: 425),
quien, al fin y al cabo solo es el prometido reciente de su hija: “Novio,
un marqués que en dos meses/ logra aquí tal confianza/ sin más motivo que haber/ bailado dos contradanzas/ con la chica no sé dónde,/ y
ofrecerle ella la casa” (IRIARTE, 1986: 410) del que sospecha hasta el
robo, por haberle timado sacándole dinero para el aderezo que habrá
de llevar Pepita en la boda, y que supuestamente han elegido Ambrosia y él: “yo me temo alguna maula/ porque mi hermano soltó/ para
comprar esta alhaja/ diez mil pesos, y aunque dice/ el marqués que está
girada/ la letra a París, ¿quién sabe/ si tal vez … Con verlo basta”
(IRIARTE, 1986: 410-411) por esas razones intenta poner al descubierto
sus insidias y maquinaciones que le lleven a recelar del comportamiento de ambos: “¿y cómo se empeña/ doña Ambrosia en proteger/ a
un forastero que apenas/ conocemos?” (IRIARTE, 1986: 425), recriminándole que permita a su hija hacer una elección tan importante como
la de su futuro marido por una cuestión de simple capricho: “¿y es posible que debiendo/ tu hija por su nobleza,/ gallarda persona y dote/
emplearse bien, consientas/ que un capricho?” (IRIARTE, 1986: 426).
4.4. Don Gonzalo, el mal padre. Con este personaje Iriarte hace
una perfecta caracterización del anti-modelo de padre indiferente hacia la educación de su hija y demasiado condescendiente para evitarse problemas. Es un perfecto botarate en todos los sentidos, voluble,
vividor, indolente y de poco juicio. Irresponsable en todas las facetas
de su vida, en su casa no tiene en cuenta lo que significa llevar y administrar una casa, comportándose como un verdadero manirroto; ha
sustituido su obligación de educar a su hija con proporcionarle todos
los caprichos que le venían en gana y darle todos los gustos a fin de
que no originara problemas, le es indiferente que su hija se case con
D. Eugenio o con el marqués, a condición de que le dejen tranquilo,
y si se manifiesta partidario de que las mujeres expresen su opinión
ante el matrimonio es porque así se descarga a los hombre de tener
que tomar una decisión tan importante; vividor, juerguista, frívolo y
voluble solo está interesado en la más pura diversión ni le motiva ninguna cuestión seria; torpe, falto de inteligencia y sumamente crédulo,
es fácil de engañar por cualquier embaucador. Partidario de las ideas
estamentales, descalifica al trabajo y los trabajadores y vive de las
rentas, siendo socio capitalista de D. Eugenio en una fábrica textil catalana aunque el único interés que tiene en el negocio (burgués) es cobrar puntualmente, pues todo lo demás le es indiferente.
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GLORIA A. FRANCO RUBIO
Tonto y crédulo, su hermana doña Clara le recrimina su proceder
y, especialmente, que se deje manipular por personajes de la calaña
de Ambrosia y del marqués, y por su propia hija, todavía una niña:
“¿qué seas tan insensato!/ ¡qué no consultes las cosas!/ ¡y que tengas
tan cerrados/ los oídos para todos/ los que bien te aconsejamos!/
¡solo doña Ambrosia puede/ contigo! ¡Solo el incauto/ proceder, el
mero antojo/ de una niña y sus disparos/ han de ser la ley, la norma/
de tu conducta! (IRIARTE, 1986: 496). Es absolutamente inconsciente
de la deficiente educación que ha dado a su hija; por eso no quiso escuchar al tío Pedro cuando le aconsejaba que la educara en los valores encarnados por las muchachas del campo, laboriosas, púdicas,
honestas y recogidas en el hogar, que reciben el matrimonio como recompensa a su recato, frente a la frivolidad de las jóvenes de la ciudad, mundanas, despilfarradoras, casquivanas y siempre en la calle.
Ni tampoco es capaz de ver sus defectos, porque así no tiene que tomarse el trabajo de corregirlos: “porque no hallo qué enmendar/ y
porque quiero que sea/ franca, alegre, sacudida,/ no sosa ni zalamera/ y que al lucero del alba/ responda, cuando se ofrezca,/ una claridad ¿estamos?” (IRIARTE, 1986: 427).
Es tan obtuso que culpa de la mala crianza de su hija a su amiga
Ambrosia, como si él no hubiera tenido responsabilidad alguna en lo
que ha hecho, al mismo tiempo que le sirve de excusa para romper la
palabra de matrimonio que le había dado: “Vecina, me desengaño/ de
que el ejemplo de usted/ y sus consejos viciaron/ a esa niña, siendo
causa de cuánto me está pasando./ Quien usa malos ardides/ no espere ya echarme el gancho” (IRIARTE, 1986: 548). Cuando su cuñado
le recrimina que su hija haya elegido al marqués como un simple capricho de jovencita obnubilada por su pertenencia a las filas nobiliarias, Gonzalo se revuelve y muestra la fascinación de las clases bajas
por la nobleza mediante las siguientes palabras: “¿qué capricho?/ ¿el
de querer ser marquesa?/ Pues muchos lo tomarían/ a dos manos”
(IRIARTE, 1986: 426).
4.5. Doña Pepita “la malcriada”. Es el ejemplo personificado de
los perniciosos efectos que acarrea una mala educación; prototipo de
la mujer que no se debe ser según los nuevos cánones. Por lo tanto, es
el retrato veraz del anti modelo femenino, como su amiga Ambrosia,
ambas se complementan perfectamente, la una solícita maestra y la
otra diligente discípula, desde sus respectivos estados, como viuda y
soltera. Caprichosa, inculta, vana, frívola, amiga de juergas, le gusta
el juego, el baile y todo tipo de diversión. En ella concurren toda una
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LA SEñORITA MALCRIADA
serie de vicios al haberle faltado una buena crianza y una buena educación al ser huérfana de madre y su padre haberse desentendido de
ella, a la que procura satisfacer en todos sus caprichos como base de
una convivencia en la que cada uno pueda hacer lo que quiera, sin importunarse entre sí. Como buena caprichosa, es partidaria de que a las
mujeres se les debe dar siempre la razón, la tengan o no: “y en fin, tengan o no tengan/ razón las damas, los hombres/ deben dársela por
fuerza” (IRIARTE, 1986: 453).
En un momento determinado, reflexiva, parece sopesar las condiciones de sus dos pretendientes y reconocer la superioridad de Eugenio porque dice: “aunque él me impacienta/ con sus amonestaciones,/
tiene otro modo; y sus prendas,/ si he de hablar con claridad,/ merecería que hiciera/ más caso de él” (IRIARTE, 1986: 453) y continúa hablando de él en la siguiente forma, mostrando un mayor juicio del que
le hemos adjudicado hasta entonces: “una cosa es que por tema,/ por
despique, por venganza/ de que me enamora a medias/ y anda buscando defectos/ que tildarme, yo conceda/ mis favores al marqués/ y
otra es que no comprenda/ lo que vale cada uno” (IRIARTE, 1986: 453454). En el fondo ella se da cuenta de que junto a Eugenio va a llevar
una vida ordenada (para ella sinónimo de aburrida) mientras que con
el marqués, además de hacer lo que le dé la gana, todo va a ser diversión y fiesta.
De ahí que describa su ideal de matrimonio, en la misma línea del
que está defendiendo Ambrosia, es decir un matrimonio práctico en
el que los sentimientos no cuentan: “si el amor es sentir penas,/ ansias, desvelos, fatigas,/ y toda aquella caterva/ de lástimas que he leído/ en comedias y novelas,/ yo no tengo tal amor;/ ni entiendo cómo
hay quien pierda/ el sueño y el apetito/ por semejantes simplezas”
(IRIARTE, 1986: 454) ante tales palabras Ambrosia le da su propia
versión sobre el matrimonio; cual una eterna Eva, le enseña a la perfección el arte de la simulación y la hipocresía para mantener engañar a los hombres manipulándolos y logrando todo de ellos: “Con tal
de que no se aborrezca/ a un hombre, es muy suficiente/ para marido
cualquiera,/ que bodas de enamorados/ no son las que mejor prueban” (IRIARTE, 1986: 455) “la grande empresa/ es salir del infeliz/ estado. Después se arregla/ cada una como puede,/ sobre todo cuando
acierta/ con un hombre racional,/ dócil, franco y de experiencia/ del
mundo, como el marqués” (IRIARTE, 1986: 455) dice que con Eugenio iba a ser una esclava: “Hazte cuenta/ que ibas a ser una esclava./
¿Aquél? No te permitiera/ ni un desahogo inocente./ Con sus máxi-
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GLORIA A. FRANCO RUBIO
mas añejas,/ su indigesta condición/ y sus cansadas leyendas/ pasaras buen noviciado./ ¡Dios nos libre! Te midiera/ los pasos con un
compás” (IRIARTE, 1986: 455).
Ante los consejos que le da Ambrosia para que le pueda resultar
un buen matrimonio, Pepita le contesta: “Bien fáciles de aprender/ me
parecen esas tretas” (IRIARTE, 1986: 459). “Y hacerme la vergonzosa/
cuando oigo cosas no muy buenas,/ para que los hombres queden/
prendados de la inocencia” (IRIARTE, 1986: 460). Sacando las siguientes conclusiones del conjunto de enseñanzas recibidas de Ambrosia: “yo de todas ellas saco/ que el disimulo en nosotras/ es mueble muy necesario” (IRIARTE, 1986: 521). Aporta su propia idea sobre
las cargas del matrimonio, de los maridos y de las esposas, en consonancia a las que expresan las mujeres frívolas del siglo XVIII que
también se quejan de los niños y las cargas de la maternidad directa
(este tema es residual en la obra. Es más un tratado sobre la buena esposa que sobre la buena madre):
“es menester que lo aguanten/ al fin, quieran o no quieran/ que para eso son
maridos./ Bastantes impertinencias/ sufrimos con criaturas,/ con amas y
otras cincuenta/ pensiones que ellos no sufren./ Les toca cuidar la hacienda,/ luego el gastarlo con todo/ lucimiento es cosa nuestra,/ o verán lo que
les pasa/ si no nos tienen contentas” (IRIARTE, 1986: 461).
Imprudente e irreflexiva, no duda en creer a pies juntillas a su amiga cuando le dice que su tía Clara está liada con Eugenio sino que,
además, se presta a echar leña al fuego diciéndole a su padre que “es
diestra/ en ocultar con la capa/ de santidad las miserias/ humanas; más
yo la entiendo” (IRIARTE, 1986). ¿Significa esta última frase una crítica a la hipocresía religiosa en la que solían caer sobre todo las mujeres? Por su comportamiento imprudente, necio y de niña malcriada,
cuando se deshace todo el entramado, Doña Clara le aconseja a su padre como única solución que la meta en un convento para ser educada, según ella es el único remedio ya que ningún hombre, ante lo pasado, va a querer pretenderla, que allí será educada y el paso del tiempo hará olvidar todo: “Escandaloso. Y después/ ¿me dirás qué hombre
sensato/ te la pedirá? El remedio/ es un colegio, Gonzalo./ Allí podrá
corregirse,/ ínterim se va olvidando/ un suceso tan ruidoso;/ sin lo
cual apenas hallo/ probabilidad de que haya/ quien le ofrezca ya su
mano” (IRIARTE, 1986: 546). Pepita se rebela ante ese destino en el
claustro: “No es mi vocación de claustro/ ¡yo quedarme para tía!/ ¿Me
faltará novio, acaso? (IRIARTE, 1986: 547).
172
LA SEñORITA MALCRIADA
Su comportamiento responde a lo que en la época se denominaba
“marcialidad”, una actitud, una disposición o un carácter que fue muy
bien definido en la obra La óptica del cortejo con las siguientes palabras puestas en boca de una persona que la practicaba: “es hacer cada
uno lo que le acomoda, vivimos conforme nuestra voluntad; y ésta la
disfrutamos según la queremos”.
4.6. Ambrosia, la vecina aprovechada, la mala amiga y la interesada. Mujer joven perteneciente al estamento llano, fascinada por el
tipo de mujer mundana y frívola típica del siglo XVIII, con ciertas
aspiraciones de promoción social; viuda de un comerciante que se
convierte en la íntima amiga de pepita con la que va a todas partes.
Muy interesada económicamente hablando porque no tiene un céntimo; su marido sufrió una especie de timo o desfalco y se fue a la ruina, motivo que le acarreó una muerte prematura. Su encuentro con
Pepita por motivos de vecindad, la ha salvado porque junto a ella disfruta de la holgada posición de ésta y de esta manera alterna en sociedad. Amiga del marqués, con el que no duda en conspirar para
conseguir casarse con Gonzalo, hombre de posición que le garantizaría su vida. Es otro de los anti-modelos femeninos que aparecen en
la obra, el contrario a Doña Clara. De una gran inteligencia al servicio de sus intereses, se muestra muy lista para lograr sus propósitos,
y para ello no duda en servirse de todas las artes, incluidas la hipocresía y la falsedad. Mujer del estamento llano con aspiraciones de
ascenso social, se siente absolutamente fascinada por el modelo de
mujer galante y mundana del siglo XVIII. En la obra cumple un triple papel: 1. Maestra de Pepita bajo la cobertura de una falsa amistad que no es otra cosa que puro interés. 2. Cómplice del marqués en
la consecución de sus respectivos propósitos. 3. Y soterrada pretendiente de Gonzalo con el que aspira a un buen casamiento que le
otorgue ese status deseado. Para ello encandila a Gonzalo y a su hija
de la que se ha hecho cómplice y confidente en las cosas propias de
las jovencitas, haciéndose la imprescindible en sus vidas para obtener satisfacción a sus deseos.
Cuando Doña Clara alerta a Gonzalo de la mala mujer que es, él la
defiende aunque con una cierta displicencia ya que desliza en sus palabras algunos prejuicios estamentales: “yo, que defiendo su genio/ su hidalguía, su crianza,/ su entendimiento y buen trato./ Aunque por una
desgracia/ ya no es rica, y su marido/ fue comerciante” (IRIARTE, 1986:
371). A esas palabras responde Clara con estas otras, dejando claro que
sus prejuicios son por su conducta (reprobable), no por su origen social:
173
GLORIA A. FRANCO RUBIO
“No se trata/ de linajes. La conducta/ es la que humilla y exalta./ Doña
Ambrosia ha sido siempre/ superficial y voltaria” (IRIARTE, 1986: 371).
Aunque prevalece su papel de cómplice en todas las intrigas que
urde el marqués, tiene un interés personal en indisponer a los hermanos Gonzalo y Clara porque se da cuenta de que, al haber sido descubierta por ésta, pueda interferir en sus propósitos, por lo que decide
alertarle contra ella: “porque si esta remilgada/ no salta luego de aquí/
dos bodas nos desbarate./ Ni usted logrará a Pepita,/ ni yo seré su madrastra” (IRIARTE, 1986: 393) pero igualmente se vuelve contra todos
los que puedan perjudicarle, como el criado Bartolo, al que teme porque ha sido testigo directo de todos sus tejemanejes y, para descalificarlo, vierte una serie de prejuicios clasistas suficientes para invalidar
su testimonio: “¿y contra gentes de honor/ se ha de dar crédito a un
payo/ malicioso?” (IRIARTE, 1986: 534).
Sobre la personalidad de Gonzalo, con el que pretende casarse
para arreglar su vida y su posición, ya se ha hecho una idea que se
ajusta en todo a lo que ella espera de su matrimonio: “no es joven,
pero el carácter/ es dulce. No para en casa./ En fin, será un buen marido./ Y luego son tan escasas/ las bodas ricas” (IRIARTE, 1986: 393).
Para lograrlo no duda en hacerle a Gonzalo una propuesta de matrimonio “vendiéndose” a sí misma con una serie de argumentos suficientemente expresivos de sus ideas. Primeramente le expone abiertamente sus mejores prendas:
”Yo bien pudiera/ citar alguna de quien/ es regular que usted tenga/ buen concepto, y que le debe/ la mejor correspondencia;/ que mirando por su casa/ de
usted, tanto se desvela/ en cuidarla que se olvida/ de la propia por la ajena/
–leve muestra del afecto/ sólido que le profesa–,/ que para evitar los muchos/
riesgos a que vive expuesta/ una señorita joven,/ huérfana de madre, cela/ con
esmero su conducta,/ le acompaña y la aconseja” (IRIARTE, 1986: 476).
Después reivindicando su buen nombre y su honra frente a la maledicencia ajena que ha vertido una serie de acusaciones en su contra:
“los cuatro años de frecuencia/ continua en casa de usted,/ y nuestra cordial
y estrecha/ unión, que a nadie se oculta,/ son causa de que hoy padezca/ el
honor suyo y el mío./ Ya mi opinión anda en lenguas/ de las gentes. Los que
más/ nos favorecen, sospechan/ que estamos secretamente/ desposados.
Otros siembran/ voces más perjudiciales/ a mi notoria decencia” (IRIARTE,
1986: 477)
174
LA SEñORITA MALCRIADA
Y, por último, para neutralizar ciertas reticencias hacia el casamiento que parece objetar Gonzalo, ella le ofrece un perfecto matrimonio de conveniencia, “unidos, mas no sujetos/ haremos buena pareja” (IRIARTE, 1986: 480), en el que ella se compromete a actuar
como esposa siendo el polo opuesto de lo que había sido la madre de
Pepita y a garantizarle total libertad: “conmigo no tendrá usted/ ninguna de esas molestias./ Entrará, saldrá. Temprano,/ tarde. Que se divierta/ a su modo. Haré lo propio./ Viviremos en perfecta/ concordia.
Pues lo demás/ no es matrimonio, es galera” (IRIARTE, 1986: 480).
Son muy significativos los consejos que da a Pepita para sobrellevar el matrimonio, y verdaderamente ilustrativos del “poder de las
mujeres”; evidentemente muestran toda una lección de las artes de
manipulación que, según sospechaba Iriarte y otros hombres, aplicaban las mujeres y que suponían una verdadera amenaza a las bases del
poder masculino, máxime porque se hacían de manera clandestina,
poco fáciles de detectar, de ahí que las ponga de manifiesto con toda
crudeza, para evitar que los hombres se convirtieran en marionetas de
sus mujeres:
“¡Ah! Gobernar a los hombres/ es arte de mucha tecla,/ y no se adquiere tan
pronto./ A cada cual se le lleva/ con método muy diverso./ Por más que
ellos se envanezcan/ de lo que pueden y saben,/ pregonando a boca llena/
que nuestro sexo es el débil,/ todos tienen sus flaquezas/ y tanto u acaso
más/ deplorables que las nuestras./ Descubrir a cada uno/ la suya y darle
por ella,/ ése, amiga, es el secreto,/ ésa es la llave maestra./ Desde luego se
supone/ que la cobarde que no entra/ poniéndose en el buen pie/ de mandar
con prepotencia/ los primeros quince días,/ por siempre jamás se queda/ hecha una monja en el siglo,/ hija humilde de obediencia./ Es menester habituarlos./ Si el recién casado empieza/ a ceder, cederá siempre,/ y la mujer
triunfa y reina./ Pero algunos que al principio/ son dóciles, se rebelan/ después. Aquí es necesario/ recurrir a las cautelas/ más delicadas del arte./ A
veces, indiferencia,/ oír serena los cargos,/ y como que se desprecian;/ a veces, abatimiento/ de dolor y de vergüenza./ Y si no basta, acudir/ con cuatro caricias hechas/ a tiempo; pero no usarlas/ con demasiada frecuencia,/
porque si llegan a hacerse/ muy triviales, ya no pegan./ Cuando el caso
apriete mucho,/ declamar con entereza/ y con furor que amenace/ resoluciones violentas/ y de tal publicidad,/ que el pobrecillo las tema./ Sobre
todo, negar siempre;/ y nunca echarse por tierra./ En fin … Pero me dejaba/ lo mejor. Una jaqueca/ de quita y pon, un buen flato/ manejado con prudencia,/ son un bálsamo, querida;/ porque no solo libertan/ a una mujer del
apuro/ y ahorran muchas respuestas,/ sino que todos entonces/ la cuidan y
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GLORIA A. FRANCO RUBIO
la contemplan;/ y lo que antes fue reñirla,/ es luego compadecerla./ Por la
mañana: ¿Dios mío!/ Estoy fatal, casi muerta./ Pero a la tarde vestirse/
como si tal cosa fuera./ Parchecitos en las sienes,/ y al paseo, a la comedia,/
al baile o a lo que salga” (IRIARTE, 1986: 457-459).
Según Ambrosia, hay que manipular a los hombres con miles de
tretas porque es la única manera de conseguir sus propósitos: “hay
otras muchas, y todas/ contribuyen al sistema/ de que hagan su voluntad,/ gasten siempre y se diviertan/ las carísimas esposas que carísimo les cuestan” (IRIARTE, 1986: 460).
4.7. El Marqués de Fondecaldas: El snob, el petimetre y el farsante. El falso marqués, cuya personalidad está descrita exhaustivamente, es el personaje que se corresponde con el anti-modelo masculino,
el perfil opuesto a Eugenio; en él se encarnan todos los vicios y perversiones humanas, movido por el interés económico, no duda en pretender a Pepita para hacerse el amo de su fortuna; es un farsante que
presume de títulos nobiliarios cuando en realidad es una muerto de
hambre que vive de sacarle dinero a los demás; es un amoral, que no
tiene ningún pudor en conspirar con quien haga falta para timar a la
hija y al padre –aunque eso significa hacerse cómplice de la mujer de
una antigua víctima de sus fraudes y delitos, al que había arruinado;
es un delincuente al que no importa situarse fuera de la ley, ya que estaba dispuesto a incurrir en bigamia, estaba legalmente casado aunque
había abandonado a su esposa en París. Timador profesional, despluma a ingenuos como Gonzalo siempre que se le presenta la ocasión,
ya fuera en el juego mediante trampas, ya fuera indirectamente en episodios como el del aderezo. Poseedor de una gran inteligencia, supo
urdir un plan destinado a conseguir la doble boda que colmaría sus intereses y los de su cómplice, y para ello juega sucio contra Eugenio,
su rival. Utiliza en su contra falsos testimonios que le indisponen con
Gonzalo, acusándole de timarle en los negocios que comparten y, además, pretende desacreditarle ante el resto del grupo por cometer adulterio con Clara. Petulante y vacuo, ha sabido utilizar los modales de
petimetres logrando seducir con su palabrería a jovencitas ignorantes
como Pepita y Ambrosia, o viejos superficiales como Gonzalo, cosa
que no ha logrado con Eugenio, Clara y Basilio. Se reviste del aire
mundano propio de los jóvenes aristócratas que por puro snobismo están extasiados ante las costumbres extranjeras a las que imitan sin parar; es un snob siempre a la última moda, expresada en su manera de
vestir, de actuar, de hablar y de vivir. La descripción que de su comportamiento hace Basilio se ajusta a lo que acabo de decir: ”gran char-
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LA SEñORITA MALCRIADA
la/ no profundizar las cosas,/ decidir con arrogancia/ y hacer un cruel
estrago/ en la lengua castellana/ (invasión de galicismos) es todo el
fruto que logran/ esos que tan solo viajan para decir que han viajado”
(IRIARTE, 1986: 369).
Expresa su superioridad adoptando el personaje de experimentado
viajero, conocedor de otros países y otras culturas, especialmente
Francia, ya que termina haciendo una comparación entre el champán
francés, al que elogia, frente al vino de Jerez español, para mostrar su
entusiasmo ante las costumbres extranjeras y, de paso, despreciar a los
españoles como provincianos y anticuados, ahora personificados en el
trío, formado por Eugenio, Clara y Basilio, que está poniendo en peligro sus planes: “No conocen las maneras/ de la buena sociedad,/ no
saben vivir. ¡Si vieran/ qué deliciosas partidas/ de campaña. Qué soberbias/ vilechaturas se forman/ en Italia, en Inglaterra./ Es otro método aquél (IRIARTE, 1986: 413).
5. Conclusiones
Si analizamos la obra de los autores neoclásicos, como el que nos
ocupa, desde una perspectiva feminista podemos observar en ella las
mismas contradicciones y recelos que mantenía la sociedad frente a
las mujeres. Por un lado, se mostraban favorables y parecían aceptar
el protagonismo y notabilidad de aquéllas con las que compartían una
faceta pública, reconociéndoles su valía y méritos, pero siempre y
cuando se tratara de mujeres concretas, excepcionales, que estuviesen
realmente preparadas para desempeñar airosamente sus cometidos sociales, según sus propios criterios. Sin embargo, no iban a mostrar la
misma predisposición cuando se trataba de la generalidad del colectivo femenino, hacia el que manifiestan tener bastante más reticencias
y ante el que reaccionan con mayor intransigencia. Ello se debe a que
las nuevas formas de relación entre los sexos no siempre fueron bien
vistas por unos escritores que veían con estupor el triunfo de una sociedad superflua y frívola donde el petimetre y los cortejos estaban
acarreando la corrupción de las costumbres; incapaces de asimilar la
complejidad de los cambios, y con unos prejuicios misóginos profundamente arraigados en sus creencias, acusaban a las mujeres de esa
decadencia; por eso, cuando escriben sobre los prototipos femeninos
manifiestan un verdadero horror ante la libertad de movimiento de las
mujeres proponiendo un modelo alternativo de sociedad donde se
contemplaran límites patriarcales a la autonomía femenina.
177
GLORIA A. FRANCO RUBIO
La señorita malcriada, al referirse a los matrimonios y a la educación femenina, dos temas de interés general y de discusión en la
opinión pública de la época, contribuyó de forma decisiva a la difusión del arquetipo de mujer doméstica, propuesto como ideal por la
moral de la ascendente burguesía, destinado a servir tanto de documento histórico como de modelo literario y, por lo tanto, de modelo
social. Un prototipo de mujer que debe abandonar el espacio público
para dedicarse por entero a su familia, para poder satisfacer enteramente las necesidades y deseos de su marido e hijos; siguiendo el canon, ha de ocuparse constantemente de la realización de tareas útiles,
siendo aplicada y laboriosa, procurando que su hogar se convirtiera en
el ambiente ideal para sus moradores, cómodo y confortable a nivel
material, pero también agradable y cálido a nivel personal, proporcionando así la seguridad necesaria para convertirlo en el remanso de
tranquilidad que necesitaba el grupo familiar. Este orden que gravita
a su alrededor era también necesario para lograr un nuevo modelo de
matrimonio y de familia conyugal basado en la estima y la armonía,
capaz de garantizar una convivencia estable y equilibrada para que
cada uno de sus miembros pudieran cumplir las tareas asignadas por
el nuevo código de comportamiento burgués.
Aunque la reclusión femenina en sus múltiples variantes ha sido
recurrente a lo largo de la historia de la humanidad, no cabe duda de
que es el patrón al que se vuelve con mayor énfasis justamente en los
contextos históricos de crisis, en los que parece estar amenazada su
pervivencia, como ocurre en el siglo XVIII debido, presuntamente, a
las mayores cotas de libertad alcanzada por las mujeres. De ahí que
todos los resortes, medios e instrumentos culturales y propagandísticos de la época –prensa, tratadística religiosa y política, discursos y
sermones– incluida la literatura, se convirtieran en caja de resonancia
de un modelo que acabaría por imponerse en las sociedades liberales.
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