Objeto singular El Adelanto

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El objeto singular
Clément Rosset
Traducción de Santiago E. Espinosa
sextopiso
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manera alguna sin el permiso previo del editor.
título original
L’objet singulier
Copyright © 1979 by Les Editions de Minuit,
Primera edición en español: 2007
Traducción
Santiago E. Espinosa
Copyright © Editorial Sexto Piso, S.A. de C.V., 2005
San Miguel # 36
Colonia Barrio San Lucas
Coyoacán, 04030
México D.F., México
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www.sextopiso.com
Diseño
Estudio Joaquín Gallego
ISBN: 978-84-96867-06-2
Este libro fue publicado con el apoyo de la Embajada
de Francia en México, en el marco del programa de Apoyo
a la Publicación «Alfonso Reyes» del Ministerio Francés
de Relaciones Exteriores.
Impreso en España
Índice
advertencia
1. VUELTA A LA CUESTIÓN DEL DOBLE
1. El desvío de lo real
2. El ser y el doble
2. ASPECTOS DE LO SINGULAR
1. El objeto terrorífico
2. El objeto del deseo
3. El objeto cinematográfico
4. El objeto musical
a) Música y realidad
b) Música y lenguaje
c) Música y júbilo
d) Música y repetición
3. LA APREHENSIÓN DE LO REAL
1. A margura y modernidad
2. De la alegría
3. El saber enamorado
No jures más que por ti mismo,
y te creeré.
Shakespeare.
Advertencia
Presento aquí, de manera bastante sucinta, el resultado de investigaciones de orden filosófico, sin que tal título implique
ningún interés de orden moral, político o social. Esta precisión
preliminar se ha vuelto útil para la confusión frecuente hoy
entre las apuestas de la filosofía y de la historia, y la habitual
reducción que se sigue de las primeras a las segundas. Confusión que entra ya un poco, como se verá, en mi tema: el interés
moderno por la historicidad de lo real es un índice entre otros
de la dificultad que se sufre al tomar en consideración lo real
a secas. Esta inclinación es por lo demás justificable, siendo
lo real, por su constitución singular, de todas las cosas, la que
menos se ofrece a la toma en consideración.
1. Vuelta a la cuestión del doble
1. El desvío de lo real
Un Inmortal debe de estar de su lado, con los hombros vestidos de
nube, y es él quien habrá desviado mi tiro rápido, en el instante en
que éste tocaba el blanco. Mi tiro había partido: yo había atinado al
hombro derecho, bien de frente, a través del peto de su coraza: yo creía
lanzarlo como alimento al Hades —¡y no lo había derribado!
Tal es la queja del guerrero Pándaro, despechado por haber fallado frente a Menelao mientras que él ha asestado bien
y disparado su flecha a quemarropa. Pero un dios, como ocurre
a menudo en la Ilíada, ha desviado la flecha de su trayectoria
y hurtado el objeto que estaba a punto de alcanzar. Así, lo real
legítimo es de alguna manera no advenido, reemplazado in extremis por otro real que le sustituye la malignidad divina, en
este caso el de la diosa Atenea. Esta intervención divina, así
sorprendida en flagrante delito de «desvío de real», es una
figura ejemplar de la duplicación. No ocurre aquí un acontecimiento simple y real (un arquero fallando al blanco), sino dos
acontecimientos, testigos de dos realidades concurrentes de
las que a una no adviene volverse «real» más que en tanto que
caza a la otra, la «desvía» de su curso y la hace así fallar su propio advenimiento: por una parte un arquero que consigue su
blanco, por la otra una intervención divina que, interceptando
el evento en curso de realización, hace que el tiro acertado sea
al mismo tiempo un tiro fallido. En suma, el advenimiento de
un cierto real tiene por condición la retirada de otro cierto real,
algo así como la eliminación de otra candidatura a la accesión
Ilíada, V, v. 185-191.
a la realidad, la puesta en cortocircuito de un rival tanto más
opresivo por cuanto que es más creíble. De suerte que lo real
que finalmente tiene lugar es lo otro de lo que habría debido
ser normalmente; no se produce más que mediando el apoyo (o la traición) de esta intervención exterior a la cosa que el
lenguaje común designa con las expresiones de «empujón» o
más vulgarmente de «palanca». Hay que reconocer entonces
dos fuentes, o dos niveles de realidad al acontecimiento una
vez advenido: su verdad de derecho, que no ha logrado ser, y su
verdad de hecho, que se ha impuesto usurpando los derechos
de la primera. Más exactamente, el hecho no está en ruptura
con el derecho (es decir, en situación de pura alteridad), sino
que procede de una perversión de su propio derecho, que ha
sido desviado de su curso por una intervención extranjera. Esta
duplicación de lo real es representada en persona a partir del
canto XX de la Ilíada, es decir, es personificada por los dioses
que entonces intervienen directamente en la batalla y combaten, invisibles, al lado de los guerreros a los que ya contrarían,
ya protegen, ora desviando el tiro fatal, ora disimulando con
una nube el blanco que ofrecen al enemigo. Lo real del que
participan los humanos no es más que la apariencia visible
de la realidad invisible: una presencia divina explica el presente
terrestre, como la presencia del ser, según Heidegger, libera a
la naturaleza presente de lo que está actualmente siendo.
Esta figura homérica de la duplicación es notable porque
no se limita, difiriendo en esto de la mayoría de las figuras literarias o psicológicas del doble, a una duplicación de persona
o de objeto, sino que viene a doblar un acontecimiento, es decir, no el «lo que es» o «el que es», sino el «lo que ocurre»,
afectando así a lo real en su generalidad impersonal, simple
suma y sucesión de acontecimientos. Habitualmente, el doble
no pone en cuestión la realidad del mundo en general, quiero decir, ese privilegio de ser real que consiste exactamente
en un monopolio de existencia; monopolio del que resulta esta
importance of being, evocada por el título de una obra teatral de
Oscar Wilde, el cual cambiamos sin escrúpulos al reducir «la
16
importancia de ser serio»*, su título integral, a la importancia
de ser a secas. El doble se contenta a menudo con evocar una
multiplicación insólita de tal o cual parte que no pone por lo
tanto en duda la identidad del conjunto; como la multiplicación
anárquica de las células cancerosas no pone en duda la identidad del enfermo. Pero aquí el doble revela otro y más profundo
rostro: el de un pretendiente a la duplicación de toda realidad,
no sólo de tal o cual de sus figurantes. Ahora bien, esta pretensión del doble, de imitar no la existencia de tal o cual, sino el
hecho de la existencia en general, aparece en el análisis como
una constante: concerniendo a todos los casos de sugestión de
duplicación, incluidos los casos más frecuentes, en los que la
intención general, que es la de «doblar» lo real tal como se dobla a un competidor indeseable, se encuentra disimulada por
la intención particular de comprometer por una falsificación la
credibilidad de una cierta realidad. El doble es, en definitiva, el
doblez no de tal o cual figura de lo real, sino más bien del hecho
de existir, o sea, de la realidad de toda figura. Lo que refuta por
su efecto de doblez no es sólo la existencia de tal persona o de
tal objeto en tanto que singular —objetos todos cuya existencia, sin embargo, refuta suficientemente por el simple hecho
de que propone una inaceptable réplica, siendo su principal
carácter la singularidad. Lo que refuta en el fondo es el hecho
de que tales objetos puedan existir, que haya jamás manifestación irrefutable de existencia, presencia de objetos dignos
de ser tomados en consideración en tanto que reales.
Desde el momento en que puede recusar la existencia de
un esto cualquiera, por la demostración o, más bien, por la evocación imaginaria de su doble, o sea, de un objeto paradójico
que sería a la vez esto y lo otro que esto, arruinando así las
pretensiones de este esto a ser él mismo y nada más, el efecto
Traducción literal de The Importance of Being Earnest, título de la obra de Wilde,
que establece el juego de palabras entre earnest, «serio», «formal» y Ernest, «Ernesto», cuya pronunciación es la misma. De ahí que en castellano el título de esta
obra generalmente se haya traducido como La importancia de llamarse Ernesto, que
no corresponde con la intención del autor al evocarlo. (N. del T.)
*
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de duplicación lanza una verdadera sospecha sobre la suma de
todos los esto, es decir, sobre el conjunto de lo real que pone en
cuestión, por la duda sobre uno solo de sus ejemplares, la pura
y simple pretensión de existir. La imaginación de un solo doble entraña así la puesta en duda de toda realidad —o al menos
su puesta a distancia, a veces tranquilizante aunque siempre
provisional. Precisémoslo una vez más: lo que es puesto en
tela de juicio por el doble no es la existencia de tal o cual cosa,
sino el hecho de que tal o cual cosa, y, por otra parte, cualquiera, pueda ser tenida por perfectamente existente. La sombra
del doble, omitiendo la realidad de los objetos particulares, se
apoya sobre el hecho de la existencia en general. Toda realidad
expuesta a la duplicación deja por ello mismo de ser creíble. El
pensamiento del doble entraña así una decepción con respecto
a lo real más irrefutable, propia a confirmar para siempre en
sus dudas al apóstol Tomás: he visto y he tocado, y sin embargo
no había nada. Dios no existe: yo lo encontré.
Ver bien no es una condición suficiente para ver lo real, si
no se está asegurado de ver algo; si lo que se ofrece a la mirada es dudoso de y por sí mismo, como un cuerpo celeste cuya
perpetua modificación prohibiría al más preciso de los telescopios fijar su imagen, todas las visiones que podemos tener
de ello son necesariamente visiones turbias. Es precisamente
eso lo que sugiere infatigablemente el tema del doble: nunca
creer a los ojos, pues nada de lo que podrían ver participa de lo
real por estar expuesto a una duplicación que es la marca de lo
no-real, el indicio de su «poco de realidad», para retomar una
expresión de André Breton que resume la filosofía del surrealismo y la profunda naturaleza de su amargura. Nada de lo que
ellos ven es único, nada es tampoco real; de donde se sigue que
todo lo que ven es espectáculo y puro espectáculo, sin garantía
alguna por parte de lo real que debía allí producirse. Uno de
los principales efectos del fantasma de duplicación consiste
efectivamente en un trastorno que afecta a la visión; trastorno
original e incurable, ya que todo «vidente» es en potencia un
«doble vidente», capaz en cada circunstancia de una duplici18
dad de la mirada que le desvía del espectáculo de lo que es, en
provecho de la sugerencia de lo que no es, determinando así
una suerte de anestesia general con respecto a lo real ambiente.
La Ilíada ilustra abundantemente este trastorno de la visión:
un dios ciega allí sin cesar al héroe, haciendo desaparecer a sus
ojos, con la ayuda de un vapor o de una nube, la realidad que
lo rodea inmediatamente, la persona de carne y hueso que se
encuentra frente a él. Inventores arcaicos del ardid de la historia según Hegel, que consiste en incitar a los hombres a la
acción dejándolos empero en la ignorancia de sus propios fines,
que no coinciden con los de los que trabajan para realizarlos,
los dioses homéricos tienen el hábito de sugerir a los hombres
sangrientas contiendas de las que disimulan tanto los motivos
reales como los medios realmente puestos en acción, lanzando un velo sobre la inteligencia y la visibilidad de lo real que
se juega bajo sus ojos y por su intervención: lo real está allí y
siempre ha estado allí, allí donde los hombres se entrematan
aparentemente a su propósito, aunque, de hecho, fuera de todo propósito, ya que la realidad en la que participan para ellos
permanece invisible para siempre.
Pero aquí está justamente, en esta invisibilidad de lo real
ocasionada por la fascinación con respecto del doble, el punto
más interesante del fantasma de la duplicación, la razón por la
cual el tema del doble presenta, además de los intereses psicológicos y estéticos que le han sido siempre reconocidos, un
interés propiamente filosófico; no anecdótico, como se tendería
a presumir, sino al contrario, de primer plano. La duplicación
elimina el conjunto de sus modelos, condenando así a toda realidad a una condición invisible. Ahora bien, esta invisibilidad
de lo real, a la cual conduce la sugerencia del doble, no es una
invisibilidad accidental debida a la intervención ocasional de
una duplicación imaginaria. Es, al contrario, un carácter constitutivo de lo real, completamente independiente de sus eventualidades de duplicación, aunque allí el tema del doble esté de
cierta manera implicado. El objeto real es en efecto invisible, o
más exactamente incognoscible e inapreciable, precisamente
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en la medida en que es singular, esto es, en la medida en que
ninguna representación puede sugerir su conocimiento o apreciación por medio de la réplica. Lo real es lo que no tiene doble,
o sea, una singularidad inapreciable e invisible por no tener
espejo a su medida. De ello resulta que el doble, por la manifiesta y radical alteración que sugiere del objeto que pretende
reproducir, es el medio más directo —o si se prefiere, el menos indirecto— por el que lo real puede llegar a ser «visible»,
quiero decir, a ser aprehendido lo más próximo de su realidad
apareciendo en la evidencia de su no-visibilidad. Pues la representación de lo real se encuentra aquí puesta en duda, no
en su calidad o en la amplitud de sus resultados posibles, sino
en su propio principio. Ya se sabía que ésta era necesariamente
limitada, imperfecta, partidaria y parcial; pero aparece aquí,
de todas maneras, extranjera a lo que ella representa y como
fuera de su sujeto, ya que esta representación perfecta que sería el doble, réplica absoluta de lo representado, no desemboca
en una sugerencia de lo real, sino en la relegación de éste a la
no-existencia. Si el doble consigue, como lo hace en efecto de
manera incomparable, «representar» lo real, es justamente
porque contradice toda posibilidad de representación y logra
así, si puede decirse, la eficacia de presentar lo real en tanto que
no representable. Imposibilitando la representación de lo real,
el doble es una vía de acceso privilegiada al sentimiento de lo
real, podemos decir incluso al pensamiento de lo real desde
que lo definimos, y aparentemente con razón, como la toma
en consideración de su carácter precisamente impensable. El
privilegio del doble es el de proponer, de la manera más aguda posible, la cuestión de lo real, de la realidad de lo que nos
representamos como real: de ser un revelador, más o menos en
el sentido fotográfico del término, o sea, un líquido en el baño
del cual la neutralidad inexpresiva de la hoja blanca se trasmuta
progresivamente en imagen visible y determinada. Así, lo real
viene a «revelarse» por el intermediario del doble que sugie-
20
re su invisible unicidad, ofreciendo una réplica improbable e
inesperada a un objeto no reflejante por naturaleza.*
Por su absurdidad manifiesta, consistente en aparecer
como la copia más familiar a la vez que más extraña, el tema
del doble señala, como consecuencia, el privilegio de lo único,
es decir, un monopolio de existencia tal que prohíbe cualquier
toma en consideración en cuanto a sí mismo, ésta necesariamente extranjera a él, extranjera entonces a lo que sea. Esta es,
si puede decirse, la exorbitante tiranía de lo real, que no tolera
en su palacio otro adulador que sí mismo: estando allí prohibida la estancia de toda imagen. Y es también por ello que no
hay nada menos «simple» para pensar que precisamente el
tema de lo simple, de lo único. Si el doble produce paradoja es
porque lo simple mismo, que él se reconoce incapaz de doblar,
produce un problema en cuanto tal. Este problema es, además,
bien conocido por la historia de la filosofía, que siempre ha tropezado con el carácter impensable e indescriptible de la noción
de mismo desde el momento en que no hay ningún otro para
dar cuenta de ello; aporía a partir de la cual estamos tentados
a diagnosticar, como nos invitan hoy filósofos de inspiración
tan diferente como Gilles Deleuze o Jacques Derrida, la pertenencia original de la identidad a la diferencia, el carácter entonces para siempre improbable de toda identidad verdadera,
en una palabra, la eterna improbabilidad de lo real. Si lo real
es lo simple, siempre echará de menos ser reconocido, ya que
tal reconocimiento implica, por la insistencia de su «re», el
apoyo de un Otro que excluye su propia definición.
Lo que podría «explicar» el mundo debe entonces permanecer extranjero al mundo que explicaría, para no enturbiar, mezclándose con ella, su naturaleza simple, a menos que
no consiga respetarla, pero ello sólo a condición de confundirse
exactamente con ella: lo explicante hace cuerpo con lo expli
En español se pierde el juego con las dos acepciones de «réfléchissant», que por
una parte significa «reflejar» y por la otra «reflexionar»; siendo lo real lo que no
hace imagen, pero, a su vez, lo que tampoco puede pensarse. (N. del T.)
*
21
cado, como ocurre en ciertas filosofías panteístas, deístas o
materialistas, remitiendo entonces a este último, por medio
de un desvío tanto más significativo cuanto que permanece
en su sitio y no implica ningún desplazamiento, a su primer
enigma. Es por ello que el pensamiento religioso de la salvación tiene por estricta y paradójica condición de su eficacia el
pensamiento complementario de que esa salvación no debe en
ningún caso advenir, como el judaísmo testimonia de manera absolutamente notable y ejemplar. La luz atribuida al Otro
debe permanecer como privilegio del Otro, seguir siendo una
extranjera con respecto de sus propias sombras. Como Platón
lo precisa expresamente en una de sus páginas más famosas,
el espectáculo de la luz tiene, como consecuencia obligada, la
invisibilidad de lo real. El prisionero de la caverna, que ve allí
poco y mal, sólo gana al salir ya no ver nada más: «una vez llegado a la luz, tendría los ojos deslumbrados por su destello, y no
podría ver ninguno de los objetos que llamamos en este momento verdaderos». De modo que desearía volver enseguida
a su caverna, es decir, volver a lo real, «volviendo a las cosas
que puede ver», a esas cosas que él creía y de las que tendría
buenas razones de creer «realmente más distintas que las que
se le muestran». De igual forma, la autoridad de todo Mesías
consiste en su ausencia, o, más bien, en el pensamiento tranquilizador de que su presencia permanece y permanecerá por
venir. Prometiendo una explicación sin riesgos, puesto que
el reconocimiento de su carácter para siempre futuro envela
el carácter no sólo inconcebible, sino incluso, y más profundamente, indeseable, este «à-venir» del Mesías puede sugerir sin perjuicios un fin del mundo que permanece sin efecto
sobre el curso del mundo, una extinción ineluctable de todas
las cosas que no compromete en lo inmediato ninguna cosa en
particular. Es un atributo esencial de Dios, y no accidental en
el sentido aristotélico, estar escondido; Pascal, que se lamen
República, VII, 516 a.
Ib., 515 e.
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ta de ello en una cierta Carta a Mlle. de Roannez, muestra, en el
conjunto de sus Pensamientos, todas las razones que tiene, por
lo demás, para regocijarse por ello. Vale más esperar a Godot
con toda paciencia, es decir, sin ninguna impaciencia de ver
precipitar su venida: su ausencia es sin duda lamentable, pero
sería ciertamente peor si llegara.
Observemos no obstante que esta sombra que reside en lo
real por la decepción que el doble trae consigo —quiero decir,
por el hecho de que el doble, malogrando su efecto, lleve a decepción la esperanza de ver garantizar lo real por una autoridad
exterior a él— no afecta tanto a la realidad en sí misma como a
su posibilidad de ser un objeto para el pensamiento. Su presencia no aparece como dudosa más que en la medida en que aparece como impensable, por no ofrecer ninguna información
útil a aquel que pretendiera establecer, y con ello concebir, la
identidad. Pero es el hecho de toda identidad, del concepto de
identidad considerado de la manera más abstracta y general,
aparecer así como inconcebible. Una insuperable paradoja está,
en efecto, vinculada a la noción de identidad, por designar a la
vez dos cualidades de las que una es contradictoria de la otra.
Precisemos aquí la naturaleza de esta paradoja, tanto más interesante en cuanto que señala, además de una dificultad de
orden lógico, una contradicción inscrita en las cosas mismas,
una ambigüedad frente a la cual el pensamiento no es llevado a
dudar más que en tanto que se encuentra entonces confrontado
a una «vacilación» de lo real en persona. La identidad es un
concepto ambiguo porque sugiere siempre dos especies heterogéneas de identidad, dos modos diferentes y contradictorios
de ser idéntico. Lo idéntico designa ante todo lo identificado, el
reconocimiento de este en tanto que este, is dem según el origen latino, o sea, este mismo. Pero lo idéntico viene enseguida
a designar, al mismo tiempo —y ello aparentemente en todas
las lenguas del mundo, lo que incita a presumir la complicidad
de los dos sentidos—, la equivalencia de un término a otro, el
reconocimiento de este en tanto aquel, idem en latín, o sea, lo
mismo que este: sentido exactamente contrario a aquel que re23
emplaza, pues sustituye la idea de igualdad con la de especificidad inigualable, la idea de reproducción con la de singularidad.
Es verdad que se puede imaginar que este segundo sentido no
sea una contradicción, sino más bien una generalización del
primero: habida cuenta del factor temporal que consagra en
todos los casos lo mismo a la diferencia de los tiempos (pasados, presentes y futuros), no permitiendo la identificación de
un objeto o individuo cualquiera a menos que se pueda afirmar
que el de ayer es el mismo que el de hoy, que el yo presente sí
es el mismo que el yo de antes, que la Gioconda sigue y seguirá siempre siendo la Gioconda. Este privilegio de lo mismo, de
permanecer como mismo a pesar de las travesías del tiempo,
sería así el modelo elemental de identidad del que se inspira
el pensamiento de lo mismo en tanto que igual a otro. Pero el
privilegio de ser este es muy diferente del de permanecer como
mismo, y no podría en consecuencia ser invocado como modelo
directo de la idea de igualdad: hay casi tanta diferencia entre
lo esto y su mismo en el tiempo como entre lo esto y todo otro
objeto al que podría ocurrirle ser tenido como lo mismo, según el segundo sentido del concepto de identidad. Si yo soy el
mismo que el que seré mañana, es más o menos en el mismo
sentido en que soy el mismo que mi vecino: un hombre entre
otros. No puede entonces verse, en esta supuesta derivación de
la persistencia de lo mismo en el tiempo en su igualdad con lo
otro, más que un paso forzado de un aspecto accidental de la
identidad en el primer sentido, a una concepción totalmente
otra de la identidad: el sentido esencial de la identidad primera
designaría el reconocimiento de un esto en un momento dado,
no su eventual permanencia en el curso del tiempo (ésta por su
parte dudosa en todo rigor). Lo que hace la identidad de un esto
permanece así extranjero a la suma de sus igualdades posibles,
extranjero incluso a una igualdad consigo mismo considerado
en otro instante del tiempo, el espacio en el presente de uno de
los dos esto es la marca de una diferencia que basta para hacer
de esta identificación un asunto de igualdad y no de identidad.
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