Sans titre - Editions Ellipses

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Declinación, reformación y arbitrismo
en época de los grandes validos, 1598-1643
Bernat Hernández
Los autores de literatura política y económica del siglo xvii abandonan
el recinto universitario donde habían tenido lugar los principales debates
de los grandes doctores escolásticos castellanos del siglo anterior. Sus
reflexiones doctrinales tuvieron un componente pragmático muy
destacado, con lo que supusieron asimismo un abandono del latín
a favor del castellano y una renuncia del formulismo del manual o el
tratado académico para pasar a publicar obras de título programático
(memoriales, advertencias, pareceres, avisos o aforismos).
Lógicamente, en muchos casos estos cambios no fueron ni absolutos
ni bruscos y se mantuvieron vinculaciones ideológicas con la ideología
contrarreformista de mediados del siglo xvi. De este modo, durante el
reinado de Felipe III, la figura del jesuita Pedro de Ribadeneyra (15261611) representa en muchos aspectos la pervivencia de los postulados
antimaquiavelistas tan característicos del renacimiento español. En el
caso de Ribadeneyra, no obstante, su obra abandona el terreno de la
filosofía política del siglo xvi –preocupada por defender la Iglesia y
el poder espiritual del Papado para establecer límites a la soberanía
temporal de los príncipes soberanos– y se adentra en la línea de la
doctrina política de la razón de Estado, con el objetivo de cristianizar
el poder político. Para Ribadeneyra la mejor razón de Estado es la ley
de Dios y las doctrinas al estilo de Maquiavelo que “del Estado hace
religión” son deleznables y falsas, pues sólo llevan a la destrucción del
Estado pleno basado en la monarquía católica y conducen a la tiranía.
En este rechazo de Maquiavelo y del republicanismo humanista se
encuentra un elemento fundamental que explica la difusión alternativa
de la figura de Tácito entre los autores castellanos de la primera mitad
del siglo xvii. Aunque este historiador clásico presentaba afinidades
evidentes con la visión maquiavelista de la religión como instrumento
del príncipe, se tenía presente que su doctrina se circunscribía a una
dimensión pagana, sin ataques directos al cristianismo como los
efectuados por el florentino. Asimismo, fue determinante en el éxito
del tacitismo el paralelismo notado entre la decadencia imperial
romana descrita por Tácito y la situación dramática vivida por la
Monarquía Hispánica de los Austrias menores. La historia como
campo de aprendizaje de la política en su dimensión más práctica
estará presente en estos autores. Eugenio de Narbona introduce en su
Doctrina política civil (1604) los primeros esbozos del tacitismo, pero
los principales representantes de esta corriente política serán Baltasar
Álamos de Barrientos (1555-1643), Juan Pablo Mártir Rizo (1592-1642)
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L’Espagne des validos (1598-1645)
y Diego Saavedra Fajardo (1584-1648). En Idea de un príncipe políticocristiano representada en cien empresas (1640), Saavedra Fajardo compone
una obra basada en la figura del soberano subrayando que junto a
las virtudes cristianas éste había de hacer gala de un aprendizaje en
las artes políticas o en la experiencia vivida del poder a través de los
errores y aciertos, mediante la cautela y, ocasionalmente, aplicando el
disimulo estratégico que oculte las verdaderas intenciones.
En la línea empírica del pensamiento barroco, otra serie de obras
ahondarán en los aspectos más pragmáticos y técnicos del poder político.
Siendo el monarca y su entorno gubernativo el centro neurálgico del
Imperio, autores como Juan de Madariaga (Del senado y de su príncipe,
1617) o Juan de Santamaría (Tratado de república y policía christiana,
1619) trataron sobre cuestiones concretas del ejercicio del poder como
la elección de consejeros, sus cometidos o la duración de sus cargos.
Del mismo modo, se publicaron en la época un abundante número de
consejos y avisos de príncipes, entre los que el de Baltasar Álamos de
Barrientos Suma de preceptos justos, necesarios y provechosos en consejo
de Estado al rey Felipe III siendo príncipe (1599) destacaba por proponer
abiertamente que el monarca otorgara poderes extraordinarios de
gobierno a ministros y consejeros, que le sirvieran para descargarse
de responsabilidades y de una posible impopularidad: “lo que fuera
castigos, pena, crueldad, rigor, sangre, muertes, eso todo se conozca
que sale de manos y consejo de los ministros reales”.
Hay un punto común en muchos de estos autores de doctrina política
que nos interesa destacar. Nos referimos a su insistencia en la obligación
por parte de los súbditos de prestar ayuda y consejo al monarca.
Dejando de lado consideraciones jurídicas sobre el auxilium et consilium
establecido a raíz de la difusión en época medieval de los principios del
derecho romano y de la consolidación de las facultades soberanas de
los monarcas, el deber de consejo fue el pilar de la administración de
la Monarquía moderna de los Habsburgo a través de sus instituciones
más señeras: cortes, consejos y juntas. El rasgo más característico de su
modalidad en el período que nos ocupa es que este deber de auxilio del
súbdito al monarca y a la República fue muy generalizado debido al
estado de prosternación de la sociedad y la economía de Castilla.
En los años comprendidos entre el comienzo del reinado de Felipe III
(1598) y la deposición del conde duque de Olivares (1643), la opinión
política y económica de Castilla y de gran parte del mundo hispánico
giró en torno a los debates sobre la declinación o decadencia de la
Monarquía y su posible resolución.
El concepto de declinación tuvo en épocas anteriores a la que nos
ocupa un significado médico y biológico. Díaz de Isla, en su Tratado
llamado fruto de todos los autos contra el mal serpentino (1542), señalaba
las cuatro secuencias “de necesidad” de toda enfermedad: “principio
Declinación, reformación y arbitrismo en época de los grandes validos
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& aumento y estado & declinación”. Hacia 1570, en palabras de
Francisco Martínez de Castrillo, persistía la semántica médica aplicada
al vocablo: “declinación que será en ellos quando naturalmente se van
enflaquesciendo faltando su virtud y mantenimiento, y poco a poco se
vienen a caer”. Muy pronto, autores como Jerónimo Zurita añadieron
una carga histórica y política al concepto, aplicándolo expresamente a
la decadencia de reinos e imperios.
A comienzos del siglo xvii, estaba plenamente desarrollada
una conciencia de crisis vinculada a la constatación del estado de
declinación de Castilla, entendida como una decadencia económica,
política y moral frente a una etapa gloriosa identificada con el reinado
de los Reyes Católicos. La respuesta unánime fue reformar y restaurar
Castilla en todos los frentes, tanto si se argumentaba que la situación
presente era un castigo sobrenatural acaecido sobre una sociedad que
se había alejado de la senda del bien, como si se aportaban explicaciones
más racionales fundamentadas en el parasitismo de los rentistas o el
abandono de las actividades productivas.
El término hizo fortuna en la época, aplicado a lo privado y lo
público, a colectivos y a las grandes cuestiones de gobierno de la
Monarquía. Así se habla de la necesaria “reformación de los moriscos”
por Luis de Mármol Carvajal en 1600. En ocasiones, la reformación
pasó por imponer patrones nuevos de conducta. En este sentido, los
propósitos de austeridad pública se vehicularon a través de una serie
de leyes suntuarias, de incidencia muy superficial, que reclamaban una
moderación del lujo. Esta legislación contra el fausto y la ostentación
simplemente tuvo efectos cosméticos. Se aprobó por vez primera en
1600 y se retomará en 1611, 1657 y 1674. El propósito del ejemplo y de
la emulación pública en la moderación de costumbres tropezó con el
tren de vida de la corte trasladada estos años de Madrid a Valladolid
y viceversa, mientras se sucedían los escándalos de corrupción de
ministros reales. Los dispendios provocados por la visita a la corte del
príncipe de Gales en 1623 evidenciaron la imposibilidad de mantener
este tipo de legislaciones restrictivas, aunque tenidas por necesarias.
Un planteamiento similar reformista, también con acierto en sus
diagnósticos del problema, pero con grandes dosis de irrealidad en sus
propuestas fue la Junta de Reformación creada en 1618 y replanteada
en 1622 como Junta Grande de Reformación, al incorporarse a su planta
el valido Olivares. Desde la Junta se intentaron aplicar algunas de las
medidas propuestas por los arbitristas, pero su eficacia fue escasa. Pero,
sin ninguna duda, la Junta contribuyó a avivar el clima de exposición
pública de propuestas de mejora del reino. En 1621, la Quinta carta que
escribió un caballero de esta Corte de Andrés de Almansa y Mendoza,
por ejemplo, planteaba por enésima vez los puntos principales de
reformación del Consejo de Hacienda y de otros órganos de gobierno.
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L’Espagne des validos (1598-1645)
Gregorio Marañón denominó al período 1621-1623, la “etapa entusiasta”
de inicio de las reformas, que condujeron a una sucesión de iniciativas
como las Juntas de Comercio en 1622, del Almirantazgo en 1624 o de
Población y Minas en 1625.
Sobre todas estas actuaciones, sobresalieron los Capítulos de
Reformación que Su Majestad se sirve de mandar guardar de 1623 que
asumieron que esta reformación debía ser también auspiciada desde
la propia Corona. En sus disposiciones se evidencia la labor de la
Junta Grande. Lo más destacable, junto a una serie de iniciativas muy
presentes en la literatura política y económica coetánea (edictos contra
el lujo, favorecimiento de la población, limitación de privilegios) fue
la propuesta de establecer un sistema financiero de base castellana
mediante la fundación de erarios y evitar la dependencia del monarca
respecto de los servicios de millones, que periódicamente aprobaban
las cortes castellanas. Su objetivo final fue promover la prosperidad,
“poniendo el hombro en reducir los españoles a mercaderes”. La
fundación de una cadena de montes de piedad y bancos de depósitos
contaba con antecedentes en el siglo xvi y durante el reinado de
Felipe III. Las labores de la Junta de Reformación contemplaron la
creación de instituciones que facilitarían créditos a interés bajo de un
7%, movilizando capitales hacia los sectores productivos, mientras
darían rentas amortizables al 5% con lo que se evitarían la salida de
metales preciosos al extranjero y se reduciría la dependencia respecto
a los banqueros genoveses. Como corolario, se podría consumir la
moneda de vellón. En el caso de los millones, se planteó la posibilidad
de sustituirlos por un compromiso según el cual las localidades de
Castilla contribuyeran al mantenimiento de un ejército de 30.000
soldados. En el capítulo sobre fiscalidad de este volumen se explican
sus alcances hacendísticos efectivos que fueron muy limitados.
En este contexto, se sitúan una serie de autores que se preguntan
por las causas de la decadencia castellana en toda su complejidad y
que plantean los remedios que se deberían aplicar para su solución
inmediata. Martín González de Cellorigo dirige en 1600 un Memorial al
monarca con una serie de avisos, que “como seguras ánchoras” habían
de evitar el “común naufragio” del reino y dotar al monarca de los
remedios oportunos para acometer tan titánica tarea. Los arbitristas
fueron los intelectuales orgánicos de la época y abordaron la situación
desde las perspectivas fiscal y financiera, económica, política, social o
técnica, siguiendo la tipología clásica que estableciera hace años José
Ignacio Gutiérrez Nieto.
Los arbitristas más destacados son los que efectuaron propuestas
dirigidas a la creación de riqueza y bienestar públicos, especialmente
mediante expedientes de índole fiscal y financiera. Los remedios
o “arbitrios” propuestos insistían en conservar o restaurar Castilla
Declinación, reformación y arbitrismo en época de los grandes validos
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superando una casuística centrada en los siguientes elementos:
despoblación, afluencia de metales preciosos, falta de dedicación al
trabajo, inestabilidad monetaria, presión fiscal excesiva e influencia
negativa de los extranjeros. Ante estos inconvenientes se desplegaba
una panoplia de soluciones: repoblación, fomento de la agricultura y la
ganadería, fomento de las artes mecánicas y el comercio, saneamiento
monetario, redistribución de las cargas fiscales, racionalización de las
mercedes o la suavización de los estatutos de limpieza de sangre, entre
las principales. La combinación que ofrecieron los arbitristas fue muy
del gusto olivarista, guerra con reforma. Llegados al extremo, como el
mismo Conde Duque, sacrificaron la reforma a la guerra.
En su época, el calificativo de arbitrista tuvo un tono despectivo. La
proliferación de escritos, avisos y pareceres fantasiosos e irrealizables
llegó a tal extremo que la figura satírica del arbitrista es muy abundante
en la literatura del Siglo de Oro. Vistos como una plaga más que asolaba
a Castilla, Francisco de Quevedo sentenció que hasta “el anticristo ha
de ser arbitrista”. Historiográficamente se ha impuesto una depuración
de este sinnúmero de autores y escritos, para considerar arbitristas a un
grupo muy específico de individuos que sobresalieron en sus doctrinas
políticas y económicas. Por todo ello, Jean Vilar ha sugerido emplear
el término más preciso de “repúblico”, atendiendo a la definición que
proporciona Covarrubias, “el hombre que trata del bien común”.
En realidad, en la época moderna, no existió una disciplina o un
campo de conocimientos estrictamente vinculado a lo que hoy día
entendemos como “economía”. Los debates sobre pensamiento
económico del siglo xvii se situaron en un ámbito político, que era a
la vez moral y religioso cristiano. La consideración sobre la justicia de
cualquier iniciativa hacendística o fiscal se realizaba desde dimensiones
teológicas, morales y jurídicas, lo que no fue obstáculo para que estos
juicios y debates estuvieran en todo momento permanentemente
anclados a las circunstancias más acuciantes del momento. Fueron
argumentos basados en el derecho natural más universal pero también
en el orden político castellano, por ejemplo, los que condujeron al jesuita
Mariana a condenar en su obra Tratado sobre la moneda de vellón (1609)
las devaluaciones monetarias emprendidas por Felipe III. Para el padre
Mariana, el monarca no podía robar la moneda (esto es, los bienes) de
sus súbditos, de la misma manera que no podía establecer variaciones
unilaterales de los tipos monetarios sin mediar el consentimiento de
la República reunida con el rey en Cortes por principios de derecho
divino y de derecho político.
El arbitrismo español de fines del siglo xvi y la primera mitad
del siglo xvii nació de esta combinación particular entre la tradición
escolástica europea y de un planteamiento práctico derivado de la
observación de los problemas que afectaron al mundo peninsular de
la época.
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L’Espagne des validos (1598-1645)
Pese a todo, a comienzos del siglo xvii aún subsistía la corriente de
pensamiento político y económico ligada a los teólogos y juristas de la
denominada “Escuela de Salamanca” que había alcanzado su esplendor
con Francisco de Vitoria (1492-1546), y que se prolonga hasta la década
de 1660 con el teólogo Melchor de Soria (1558-1643) y los jesuitas Juan de
Mariana (1536-1623) y Juan de Lugo (1583-1660). Sus distintos trabajos
estuvieron basados en la premisa moral de la salvación espiritual del
hombre y el cumplimiento de la justicia cristiana en el momento de
abordar el análisis de los asuntos económicos y de gobierno.
Pero desde 1580 se hacen muy abundantes las propuestas de los
arbitristas, una serie de autores que insisten en postulados de economía
aplicada para afrontar la grave situación interna por la que atraviesa la
Monarquía Hispánica desde los últimos años del reinado de Felipe II.
En realidad, hay antecedentes notables del arbitrismo en el siglo xvi,
entre los que destaca el “Memorial” de Luis Ortiz redactado en 1558.
En su desarrollo posterior, el arbitrismo, bajo formulaciones diversas
(proyectistas, mercantilistas, economistas políticos) se prolongará
hasta fines del siglo xviii.
Los principales autores y temas del arbitrismo castellano de la
primera mitad del siglo xvii han sido bien sintetizados por Luis
Perdices de Blas y John Reeder.
Tres son los temas clave del arbitrismo castellano de la época de
los grandes validos: los debates sobre la declinación de Castilla y
del Imperio; las posiciones mantenidas por diversos autores sobre el
establecimiento de un sistema impositivo más coherente; y, finamente,
las denuncias sobre las alteraciones de valor de la moneda de vellón.
Alrededor de estos ejes principales, pulularon una miríada de
expedientes y papeles que trataban sobre las cuestiones más o menos
complementarias.
El estudio de las causas del atraso económico de Castilla y sus
posibles soluciones significó un replanteamiento de las doctrinas del
siglo xvi que habían tratado esta misma problemática en relación con el
socorro de los pobres, con un tono moralista y religioso. La decadencia
de Castilla será el motivo central de los principales arbitristas: Martín
González de Cellorigo (1570-1620), Lope de Deza (1564-1626), Sancho
de Moncada (1580-c.1638), Miguel Caxa de Leruela (de cronología
incierta, pero que escribe en torno a 1626-1632) y Francisco Martínez
de Mata (activo aún en la década de 1660).
Un lugar común en el análisis de la decadencia de Castilla será
la denuncia de las consecuencias negativas del descubrimiento de
América, especialmente de la incidencia de los metales preciosos. El alza
de precios, el abandono de los sectores productivos y la intervención
codiciosa en Castilla de los representantes del capitalismo cosmopolita
representaban obstáculos de difícil superación a comienzos del
Declinación, reformación y arbitrismo en época de los grandes validos
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siglo xvii. Para los arbitristas, la riqueza no estribaba en el control de
los metales preciosos sino que la “riqueza firme y estable” radicaba
en el fomento de las actividades productivas. De ahí su explicación
comparativa entre las Provincias Unidas y Castilla. La falta de recursos
naturales y de riqueza monetaria de Holanda se veía compensada
por el carácter “industrioso” de su población, mientras Castilla se
empobrecía a marchas forzadas porque la abundancia de materias
primas y metales preciosos no acababa de compensar el lastre de una
población reducida a “una república de hombres encantados”, que
habían abandonado “los oficios, los tratos y las demás ocupaciones
virtuosas”, según González de Cellorigo en su Memorial de la política
necesaria y útil restauración a la República de España y estados de ella, y del
desempeño de estos reinos (1600).
Las discrepancias entre los arbitristas surgieron en el momento
de establecer qué sector productivo debía ser el fundamento de la
prosperidad económica. Lope de Deza, Miguel Caxa de Leruela y Pedro
Fernández de Navarrete, insistieron en la necesidad de fomentar el
sector primario. Como base del sustento de la población, la agricultura
y la ganadería sentarían las bases para el desarrollo del resto de la
economía. En el caso de Lope de Deza (Gobierno político de agricultura,
1618) esta defensa de la agricultura se idealiza y se presenta al campesino
como un ser virtuoso que encarna valores como la “inocencia, verdad,
sencillez, misericordia y templanza”, mientras que la dedicación a las
manufacturas y el comercio debería tener un carácter secundario. Caxa
de Leruela, por su parte, en la Restauración de la abundancia de España
(1631) realiza una apología de la ganadería en conjunción con la labranza:
“los ganados son riqueza sólidas, y tanto más excelentes que el oro, y
que la plata”. Finalmente, Fernández de Navarrete en su Conservación
de monarquías y discursos políticos (1626) se muestra menos ortodoxo en
los planteamientos agraristas y confía también en la industria como
actividad que restaure la riqueza de Castilla.
Por el contrario, los arbitristas del denominado “grupo de Toledo”
se separan de la tradición aristotélica y escolástica que defendía
el pastoreo, la pesca y el cultivo de la tierra como elementos de
enriquecimiento natural de la sociedad y que inspiró sin duda a los
autores anteriores. Jerónimo de Ceballos, Damián de Olivares y, sobre
todo, Sancho de Moncada propusieron medidas muy precisas para
evitar la decadencia de las manufacturas castellanas, especialmente
las radicadas en Segovia y Toledo. En su Restauración política de
España, escrita hacia 1619, Sancho de Moncada sintetiza los principios
doctrinales de este grupo de arbitristas: por una parte, el proteccionismo
frente a los perjuicios derivados del comercio extranjero, que debería
combatirse mediante la limitación de la exportación de materias primas
y la prohibición de importaciones de productos manufacturados; por
otra parte, la defensa del sostenimiento de obrajes y manufacturas
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L’Espagne des validos (1598-1645)
nacionales que permitirían “restaurar la riqueza de España”. Sin
embargo no todo fueron diferencias entre agraristas e industrialistas,
si se nos permite la expresión. En ambos sectores hubo coincidencias
notables, especialmente al denunciar que gran parte del atraso
económico derivaba de cuestiones institucionales como el exceso de
leyes, la generalización de unos valores de vida basados en el lujo y la
ociosidad o la falta de vitalidad demográfica del reino.
Precisamente, una derivación del debate sobre la decadencia lo
constituyen las reflexiones de González de Cellorigo sobre la despoblación
de Castilla. En su Memorial de la política necesaria denuncia esta
problemática como la causa fundamental de la postración del Imperio.
Mientras Caxa de Leruela había propuesto fomentar una clase media de
pequeños propietarios agrícolas que se dedicaran a la cría de ganado y la
labranza para frenar la decadencia y despoblación del campo, González
de Cellorigo incardina el problema de la decadencia demográfica en
el contexto más amplio de la situación social y política coetánea. Sus
propuestas de desarrollo de la economía familiar en ámbitos diversos de
la agricultura y la manufactura, se alejaron de posturas simples basadas
en propuestas unilaterales. Curiosamente, sólo Fernández de Navarrete
se referirá a causas no estrictamente económicas en el momento de
considerar la cuestión demográfica, como la expulsión de los judíos y de
los moriscos o el excesivo número de mayorazgos.
También en consonancia con el tema de la decadencia, otra cuestión
que suscitó el interés de los arbitristas fue la referente a la tasa del
trigo. Desde 1502 existía en Castilla una legislación restrictiva sobre
la libertad del comercio y precio de granos panificables que concitó
las reflexiones y el debate de un gran número de teólogos y juristas
del siglo xvi. En el siglo xvii, se abandona la discusión en términos de
moralidad sobre el establecimiento de un precio justo para este producto
de primera necesidad y la controversia se traslada a la consideración
de los efectos de la tasa sobre el desarrollo de la agricultura castellana.
Gaspar Melchor de Soria en su Tratado de la justificación y conveniencia de
la tasa del pan (1633) defendió la tasa porque garantizaba la subsistencia
pública en años de carestía y protegía a la República de los agiotistas
que “chupan la sangre de los pobres”. Con todo, sus teorías parten de
una crítica contra la existencia de tasas perpetuas. En relación con la
coyuntura que atravesaba Castilla la tasación y la fundación de pósitos
podía redundar en el bien común, pero a largo plazo su mantenimiento
no incentivaría el progreso del sector primario.
La mayoría de arbitristas coinciden desde mediados del siglo xvi
en una serie de críticas al sistema fiscal. Este fue el segundo gran
tema de debate. Muchos escritos insistieron en la injusticia de una
estructura tributaria privilegiada a nivel estamental y, en menor
grado, en relación con la desigualdad contributiva de los distintos
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