PROyEctOR PARA chAcAlES

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Bibliografía referida
Echeverría, Bolívar, La modernidad de lo barroco, Ediciones Era, México, 1998.
García Márquez, Gabriel, Cuentos 1947-1992, Grupo
Editorial Norma, Bogotá, Colombia, 1999.
Carpentier, Alejo, De lo real maravilloso americano, Colección Pequeños Grandes Ensayos, unam, México,
2004.
Memoria de parricidas en el cine
Eduardo Parra Ramírez
Al Espanto, al Mojo
“
Y desde entonces procuraron hacer lo que aún
no habían probado: sudar en un baño turco,
robar en una tienda, vender diarios en la madrugada,
apostar en el hipódromo, decapitar un gallo y
matar al padre. Cada cual mató al suyo simbólicamente.
Antonio Di Benedetto, Los suicidas
No te burlarás de las preferencias cinematográficas
de tus padres y respetarás en todo momento sus
propensiones por muy abominables que te resulten.
Lo anterior forma parte de un decálogo de autoayuda que comencé a escribir cierta vez que pensaba en
el parricidio. No olvido que una de las primeras formas conscientes del parricidio simbólico es deplorar
las filiaciones –o al menos los apegos— culturales
de los progenitores. Distingo en mis expedientes un
soplo parricida más antiguo a esto. Mi adolescencia
y el reestreno de La viuda negra de Ripstein coincidieron y se dieron la mano. Había que verla, a costa de
mentirles a los padres. Tras diseñar un plan criminalmente intachable, aduje un trabajo en equipo para la
materia de Civismo y obtuve permiso y fondos para
atreverme en el fragor barriobajero del cine Marina. En dominar la culpa y sujetar mis miedos invertí
más de lo deseado, lo cual provocó que entrara a
una sala en penumbras de piso pegajoso ya iniciada
la película. Trastabillé en un pasillo con escalinata y
di con la catedralicia humanidad de un hombre que
buscaba asiento: era mi padre. El inciso “a” de mis
”
opciones al percatarme de ello fue acometerle con
fuerza y salir huyendo mientras él rodaba escaleras
abajo, hecho que me hubiese precipitado de lleno a
la orfandad completa porque mi madre iba delante
de él. No fue necesaria esa medida tan rigurosa; por
nuestro bien nos libró de ello la miopía del padre,
que sólo espetó un sordo “¡quiubo!” Parricidio: matar a los Parra.
Eso ocurrió en un cine y sembró la fronda desde la que hoy pienso en los personajes del cine que
matan a sus padres.
Acaso nadie ignora que la filmografía que se
ocupa del crimen es muy abundante. El homicidio
ha estrechado con sus brazos tatuados al cine prácticamente desde el nacimiento de éste como lenguaje.
Puedo decirlo con otro gesto: el crimen arrulló al
cine, le enseñó a caminar y le confirió varias de sus
señales de identidad. En muchos de los conflictos
vivos que nutren la tensión de los géneros cinematográficos el homicidio es célula madre. Porque no hay
representación del mal más apropiada que el asedio
tanático a las trayectorias estables. Nuestro desdi-
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Proyector para chacales
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Nostromo
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chado encuentro con la mano armada que obedece
a la mente asesina.
Homicidio en general y todos los cidios en que
sanguíneamente se ramifica. Si somos asiduos espectadores, sabemos que el suicidio es un tema muy
visitado. El magnicidio obsesiona a la industria cinematográfica, y si te ajustas los bifocales, al poder.
Cuántas películas vimos, cuántas veremos en donde
el clímax se logra en el instante en que se resuelve
si el sicario logra o no matar al presidente, pongamos, de los Estados Unidos. El bíblico fratricidio
está también muy presente en sus formas directas
y metafóricas. El filicidio en el cine nos mira desde
el punto más alto de la pirámide del exceso que los
realizadores han erigido colectiva e inopinadamente,
y con la cual se denuncia, se predica o sencillamente se describe para felicidad del escalofrío. Y hasta
el despiadado insecticidio prolifera en cintas en las
cuales las marabuntas, enjambres y otras procesiones se nos presentan como amenazas sometibles
sólo a través del exterminio, tras cuya consumación
público y protagonistas celebran mientras la pantalla
brinda un panorama de cadáveres.
Todo eso cabe en infinitos kilómetros de películas. Mientras tanto, el parricidio en el cine escasea
como las autocríticas, como las confesiones desde
las primeras personas hasta las últimas consecuencias. Me afano en recordar filmes en cuyas historias
nos asomamos al destino a través de una indagación
del director a partir de la circunstancia parricida y mi
memoria sólo dice Edipo. Desde la primera vez que
fue llevada al cine en versión muda de 1911 (Theo
Frenkel, Reino Unido) hasta hoy, la tragedia de Sófocles ha sido adaptada en más de veinte ocasiones.
De seguro la más célebre de todas ellas es Edipo Re
de Pier Paolo Pasolini, coproducción ítalo-marroquí
de 1967. También destaca la versión francesa dirigida por Hans Hulscher en 1984 porque se usó el
libreto escrito por Jean Cocteau. La muy fallida Edipo alcalde, de Jorge Alí Triana (1996) llama la atención por haber sido adaptada por Gabriel García
Márquez y porque en su producción participaron
Colombia, España, México y Cuba, países que nada
tienen que ver con el complejo de Edipo, sino que
sólo les encanta leer a los clásicos. La historia es conocida: El Oráculo de Delfos vaticina a Edipo que
matará a su padre y desposará a su madre. Resuelto
a huir de su destino, abandona a los pastores que lo
criaron creyendo que éstos son sus verdaderos pa-
dres. En su huída, Edipo llega a una muy significativa encrucijada del camino y se entrega a un violento
altercado en el que mata a Layo, su padre. Lo que
sigue es el incesante destino poniéndolo en el lecho
de Yocasta, la madre. La revelación: toda historia no
sólo es la verificación de un designio; también ofrece la oportunidad para fustigar sus desajustes. La
soberbia del mortal es castigada. Edipo cree escapar del destino persiguiéndolo. Se refrenda la forma
predilecta de operación divina, la ironía.
Por último, vale mencionar el cortometraje Oedipus Wrecks, de Woody Allen, uno de los tres que
componen New York Stories (Allen-Coppola-Scorsese, 1989). Desatinadamente difundida en español
como “Edipo reprimido”, la obra no se apega a la
tragedia sino al complejo de Edipo; no obstante, el
realizador juega en todo momento con el deseo de
su personaje de sacrificar a una madre que lo atormenta. El soltero cuarentón Sheldon experimenta
una súbita liberación de su personalidad sombría el
día que su madre desaparece durante una función
teatral de magia. El espectador admite con gozo las
amarguras del trasfondo gracias a la brillantez del
tono de comedia.
Si por los clásicos conocemos el Infierno, a menores alturas visitamos el horror mundano. La noche
del hermano es la ópera prima del español Santiago
García de Leániz, película de muy reciente factura
(2005). En ella se cuenta la historia de los hermanos
Alex y Jaime. El mayor, Alex, asesina a sus padres
por motivos que no se nos confían. Tras este incidente, Jaime trata de administrar la herencia de unas
tierras mientras soporta las presiones de Alex, que
desde la cárcel reclama su parte de la herencia y trata
de manipular las decisiones del hermano. Inquietante, árida cinta que no escudriña en los valores morales o en los resortes emocionales del parricida. Palpa
la fría aspereza de la oquedad que hay allí donde se
supondría hallar el arrepentimiento.
Hay otra, sí. Una extraña dureza fílmica. Poison.
Su realización se debe a Tod Haynes, cineasta independiente con preocupaciones experimentales.
Construyó un relato hecho de tres historias sin más
conexión entre sí que el miedo que activa o paraliza
las voluntades de sus personajes y la marginalidad de
sus ámbitos. Las historias se nos cuentan entreveradas, con lo cual la propuesta gana en complejidad y
posibilidades interpretativas. En la primera historia,
la que aquí interesa, hay un padre hostil que agrede
noche de los muertos vivientes, obra maestra de Georges A. Romero y pieza de culto para los entusiastas
del cine de terror en general y muy especialmente el
subgénero gore. Un evento radiactivo ocasiona que
los muertos salgan de sus sepulturas. Como es lo habitual en quien despierta de un letargo, lo hacen con
magnífico apetito. Los zombis se abalanzan sobre
los vivos para devorar su cerebro. En ese marco, la
historia que nos cuenta la película es el atrincheramiento de un grupo de personas en una casa sitiada
por los resucitados. En mi opinión la secuencia más
perturbadora de la cinta es cuando una niña que ha
muerto durante el sitio de la casa, resucita y mata a
su madre con una cuchara de albañil. La acción es
resuelta por Romero mediante la visión de las sombras. El recuerdo de estas imágenes me ha acompañado sin remedio.
Otra niña, en otra película que se pretendió de
terror y es de tedio, mata a su cruel padre. Me refiero a una de las incontables secuelas de Viernes 13,
la séptima para precisar, dirigida por el olvidable
John Carl Buechler. Una niña dotada con atributos
telekinésicos, el cliché de un padre despiadado y la
gastada figura de Jason. Mal cóctel. Hay parricidios
con los que bostezo.
Arquetipo de cine Hollywoodense, Gladiador es
mediocre pero muy vistosa. Si no hubiese sido dirigida por Ridley Scott no sería necesario compararla
con las prodigiosas Blade Runner, Alien y Thelma and
Louise. Fue filmada hace apenas seis años y ya la desconozco. Vagamente preservo algunas imágenes de
las luchas en el Coliseo romano. Pero la escena memorable es esa en donde un enfebrecido Cómodo
(eficientemente interpretado por Joaquin Phoenix)
se entera de que su padre, el emperador Marco Aurelio, ha decidido legar el imperio al general Máximo, así que apega a un remedio enfático: mata a su
padre y ordena la ejecución de Máximo, el gladiador
protagonista de las aventuras casi enteramente prescindibles.
Noto en estas páginas una estela de padres asesinados. Acaso haya muchos o pocos más. Pero es lo
que había tras someterme a un insensato ejercicio de
memoria. La pantalla enrojece y nos arrulla, el paisaje que no incluye la espada es irreconocible. Sentado
sobre una pila de cadáveres uno sigue esperando la
gran película sobre el parricidio.
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al pequeño hijo de siete años. Hasta que éste decide
corregir su circunstancia baleando al padre. Inscrito en la línea del falso documental, este segmento
presenta testimonios y situaciones efectistas con
interesante técnica narrativa. En lo que considero
el mayor acierto del corto, una sutileza nos sugiere
que, al sorprender accidentalmente a sus padres teniendo sexo, al niño se le tensa una fibra de celo y
de deseo.
Imagino una metáfora propicia: una planta carnívora que acaba dentelladas con sus raíces. Me
pareció ver esto en algunas películas de serial killers.
Cuando uno ve Henry. Retrato de un asesino en serie de
John McNaughton, experimenta dificultades en la
parte del cerebro que jerarquiza: ¿Cuál de todos los
crímenes es el más repugnante? No sé. Tampoco
puedo afirmar que el hecho de que el protagonista
haya matado a su madre sea de los elementos más
perturbadores de esta ardua experiencia fílmica.
Quizá lo sea el conjunto abrumador de homicidios,
acompañados por el callado conocimiento de que
estas atrocidades representan hechos reales. Henry
Lee Lucas es quizá uno de los más copiosos productores de cadáveres en la historia del asesinato serial.
Es imposible conocer la cifra exacta de sus crímenes, nos contentamos con las desiguales estimaciones de los especialistas: 600, quizá 1000. Nació en
Virginia, Estados Unidos. Su madre era una prostituta lumpen de origen indio. Su padre, un alcohólico
con las piernas mutiladas. Padre e hijo eran tratados
con medieval crueldad por la madre y sus sucesivos
amantes, hasta que un veinteañero e indignado Henry la mata de una cuchillada.
Ya fuera de la representación, en los territorios
brumosos del testimonio, el propio Henry relata su
historia en el documental Acts of violence de Imre
Horwath (1985). En esa misma línea se encuentra
la cruda cinta El asesinato de los Estados Unidos (Killing
of America, Sheldon Renan, 1983). En ella podemos
ver una entrevista donde otro asesino de grandes
ligas, Ed Kemper, refiere con pasmosa frialdad sus
crímenes por la vía de la decapitación, que incluyen
a su propia madre. Es ya célebre entre los aficionados al estudio de los psicópatas el relato de Kemper
de cómo mató a su madre, la decapitó y pasó toda la
noche lanzándole dardos a su cabeza.
He abierto la puerta al horror que habita en mi
memoria de cinéfilo. Cómo salir sin pasar por La
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