La prensa mexicana de la segunda mitad del siglo XX: una

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La prensa mexicana de la segunda mitad del siglo XX: una pequeña revisión.
Arno Burkholder
La prensa mexicana no siempre se ha dado tiempo para revisar su pasado contemporáneo para entender
sus acciones en el presente. Varios vicios muy antiguos siguen allí, sin que haya posibilidad de
remediarlos a menos que, entre otras cosas, se tome primero conciencia de su existencia.
En este sentido, este artículo pretende hacer una pequeña revisión de la historia de la prensa mexicana
contemporánea, vista desde el ámbito de los investigadores de los medios escritos. Si la historiografía
mexicana contemporánea tiene el problema de que cuenta con pocas investigaciones que le expliquen
cómo era México después de los años 40 (pocas si lo comparamos con las investigaciones relativas al
Virreinato, o a la Guerra de Independencia, o a la Revolución) en el caso de historias específicas este
problema crece mucho más. A pesar de los esfuerzos de los historiadores, el devenir en el tiempo de la
prensa mexicana del siglo XX sigue siendo terreno casi exclusivo de los periodistas, comunicólogos y
politólogos.
Para realizar este artículo nos preguntamos cómo veían estos autores la historia contemporánea de la
prensa, qué partes recalcaban y cuáles no, y especialmente por qué tenían esa postura ante la historia de
su oficio. Del universo de investigadores de la prensa escogimos a varios académicos con experiencia
en el trabajo dentro de los medios. Lo hicimos así para aprovechar su “doble visión del problema”,
como académicos y como trabajadores de la información. Por eso nos basamos en Raymundo Riva
Palacio, Raúl Trejo Delarbre, Omar Raúl Martínez, José Carreño Carlón, Pablo Arredondo Ramírez, y
María Elena Hernández Ramírez.
La realización de este artículo nos permitió darnos cuenta de que el enfoque actual “historiográfico”
sobre la prensa está tomando un cariz autocrítico (al señalar las prácticas “empresariales” y las “ayudas
necesarias” como parte de conductas que eran comunes en casi todos los periódicos durante la segunda
mitad del siglo XX). Consideramos que es necesario insistir en ese enfoque para que la prensa tenga
una clara conciencia de su pasado.
Autores contemporáneos señalan que el final de la década de los sesenta dejó en nuestro país la certeza
de que los años por venir pondrían a México al borde de una gran conmoción social y política[1].
Parecía el término de una época que se caracterizó por la estabilidad gubernamental y el crecimiento
económico, producto del arreglo entre las elites que se dio con la fundación del Partido Nacional
Revolucionario en 1929.
Lo cierto es que, hasta fines del siglo XX, una de las características del sistema político mexicano ha
sido su continuidad y reproducción. Comparado con sus vecinos latinoamericanos, México y su clase
gobernante podían vanagloriarse de haber formado un sistema que, a pesar de sus problemas,
funcionaba como una república autoritaria proclive a la cooptación y a la incorporación constante de
nuevos elementos; con un sistema institucional y unos líderes civiles que permitían muchas cosas a sus
ciudadanos, aunque no les dejaran competir formalmente por el poder[2].
Una de las piezas fundamentales para que este acuerdo trabajara eficientemente era la coalición de
intereses entre los distintos grupos y clases de la sociedad mexicana. La estabilidad política dependía
de que el Estado fuera capaz de mantener un equilibrio entre los grupos que lo constituían, o por lo
menos había que conservar la idea de que todos esos grupos podían acceder a los satisfactores
necesarios para elevar su nivel de vida y desarrollarse plenamente. Para lograr esto, el Estado debía
distribuir continuamente recompensas materiales entre sus integrantes para asegurarse su lealtad[3].
Este tipo de recompensas era variable: desde ayudas eminentemente institucionales (como los
desayunos escolares de los años sesenta, por mencionar sólo un ejemplo) hasta el soborno a los
periodistas.
El desarrollo de la prensa mexicana estuvo condicionado a los márgenes de movimiento que le daba
este entorno autoritario, que permitía ciertas cosas pero negaba tajantemente otras. Para Pablo
Arredondo, la característica fundamental de la prensa mexicana hasta los años 90 fue su carácter
oficialista, ya que este autor detecta un respaldo casi total al régimen, el cual se muestra en la falta de
críticas y sugerencias a los proyectos de nación[4].
Otros autores, como Raúl Trejo Delarbre y Raymundo Riva Palacio consideran que hay que matizar la
idea de que la prensa mexicana era totalmente leal al régimen, y consideran más bien que existía un
esquema móvil, en el que los medios escritos podían alejarse o acercarse de las posturas
gubernamentales como un medio para presionar al Estado y contar con sus ayudas económicas. Este
“movimiento” en las actitudes de la prensa hacia el gobierno de ningún modo estaba hecho para lograr
su transformación, sino para seguir contando con su apoyo, y nunca se salía de su cauce: jamás
enfrentarse directamente con el Gobierno, y respetar aquellos temas que no era conveniente
mencionar[5]. Lo cierto es que el periodismo mexicano se desarrolló en colusión con el sistema
posrevolucionario y llegó a crecer bastante.
Para 1965, México había sobrepasado ligeramente la “densidad periodística” mínima aceptada por la
UNESCO de 10 ejemplares de periódicos por cada cien habitantes. A partir de la década de los 70 había
340 diarios en el país, y la circulación diaria se calculaba en siete millones de ejemplares para 1981, de
los cuales concentraba el 47.8% el Distrito Federal[6]. Sin embargo, esta penetración de la prensa se
veía condicionada por diversas variables como el nivel educativo, el grado de alfabetización de la
población y los niveles de politización de los ciudadanos. El que hubiera muchos periódicos no
significaba que se leyeran a ese nivel.
Tenemos entonces, por un lado un Estado autoritario, pero que daba ciertos márgenes que le servían
como válvula de escape de las insatisfacciones sociales; una prensa “comprometida” con ese sistema (a
cambio de mantener sus ganancias) y una industria periodística que durante años gozó de crecimiento.
¿De qué manera, se relacionaban los medios escritos y el Estado mexicano? Más allá de las anécdotas
sobre los contactos diarios entre reporteros y funcionarios, subyace un esquema sobre el cual pueden
delinearse las políticas aplicadas por el Estado para impulsar a la prensa y al mismo tiempo mantenerla
controlada.
Este esquema, de acuerdo con José Carreño Carlón[7] nació durante el Porfiriato y se perfeccionó en la
etapa posrevolucionaria, lo que nos llevaría a pensar que los sucesivos gobiernos tuvieron la necesidad
de mantener una política parecida para tratar a la prensa, y las variaciones que se presentaron se
debieron a circunstancias específicas de cada momento histórico. No fue un esquema inalterable, ya
que pasó por una transformación importante: primero fue pensado para encuadrarse en el
corporativismo del Estado mexicano para luego pasar a formar parte de lo que Carreño llama el
“complejo político-empresarial”.
El esquema propuesto por Carreño estaría formado por dos marcos. El primero es el marco jurídico,
que puede explicarse como ese conjunto de prácticas utilizadas por el Estado para mantener controlada
a la prensa a través de un uso discrecional de la ley. Decimos discrecional puesto que se valía de
diversos factores como la normatividad obsoleta para medios impresos, la misma ignorancia de los
ciudadanos en la existencia de esas leyes que podrían protegerlos y el desprestigio de las leyes, que
hacían que los afectados prefirieran no recurrir a ellas.
La falta de una legislación moderna que transparentara las relaciones entre periodistas y Estado es vista
por Carreño como uno de los factores que mantenían esa relación “conveniente pero difícil” entre
ambas partes[8]. Otro aspecto que hacía imposible la existencia de esa legislación moderna para regular
el trabajo periodístico era la inconveniencia de su existencia para ambas partes.
Por una parte, estaba un régimen presidencialista autoritario, con todo el poder metaconstitucional que
si bien estaba determinado por una serie de circunstancias políticas nacionales e internaciones, tenía la
capacidad de mantener débil al resto del entramado institucional y que, descontando la imposibilidad
de reelegirse, tenía la última palabra en todas las cuestiones políticas de importancia[9]. Y por el otro,
estaban las empresas periodísticas que protegían sus intereses negociando directamente con el Estado, y
para quienes un nuevo arreglo jurídico hubiera significado perder el apoyo estatal que habían tenido
durante la mayor parte del siglo XX[10].
Además de un esquema jurídico impreciso, existía un marco económico, basado en un conjunto de
ayudas, prebendas y negocios que hacían de la prensa una boyante actividad económica, a pesar de que
no lograran vender todos los ejemplares que lanzaban al mercado[11].
Desde los años 40, el Estado impulsó a los sectores empresariales para lograr el desarrollo económico
del país. Medidas como la sustitución de importaciones, y el incremento del gasto público tuvieron
como resultado que la economía creciera al 6% anual entre 1940 y 1970. La industrialización se
convirtió en una prioridad gubernamental, ya que había la convicción de que con ella se produciría un
aumento en las ganancias de los empresarios, los salarios de los obreros y los impuestos para la
hacienda pública[12].
Dentro de este esquema, el apoyo a las empresas periodísticas fue fundamental para desarrollarlas,
aunque el aspecto informativo y su independencia frente al poder no fueran considerados importantes.
Las empresas periodísticas recibieron también el apoyo del Estado, pero no sólo para que crecieran,
sino para que mantuvieran un tratamiento “conveniente” de la información. Sin el apoyo
gubernamental, la prensa no hubiera tenido la posibilidad de crecer como vimos anteriormente, puesto
que el Estado se convirtió en la principal fuente de recursos para los diarios[13]. (Hay que aclarar que
cuando hablamos de “empresas periodísticas” no nos referimos sólo al entramado administrativo
“formal”, sino a todas aquellas actividades (muchas de ellas informales) que reportaban ingresos para
los periodistas y las empresas en las que trabajaban).
De este modo, era común que los reporteros trabajaran al mismo tiempo como vendedores de
publicidad (la cual vendían a su “fuente” las secretarías de Estado que estaban encargados de cubrir).
La publicidad fue (y es) el gran negocio de los periódicos, y el gran comprador de publicidad en los
medios escritos en México por lo menos desde los años 40 ha sido el Estado[14]. Otras ayudas eran las
exenciones fiscales, la asignación a periodistas de espacios públicos para fijar anuncios, que luego los
reporteros vendían a otras empresas para que se anunciaran, condonación de deudas en el Seguro
Social y el soborno directo, conocido como “embute”[15].
Un caso en específico que hay que tomar en cuenta es el de Productora e Importadora de Papel S.A.
(PIPSA), que fue creada en 1935 con el propósito de ofrecer papel a los editores a precios
preferenciales, para impedir que la industria pudiera quedarse sin ese insumo. Con un 40% de
participación de la industria periodística, y un 60% del Estado, PIPSA se constituyó en el monopsonio
mexicano para la compra de papel al exterior y en el monopolio interno para su producción y
distribución.
Gracias a PIPSA, los dueños de periódicos obtuvieron papel barato durante décadas, razón por la cual
manifestaban recurrentemente su satisfacción por la existencia de esa empresa. Cuando en 1965 se
venció el plazo para que PIPSA desapareciera, los editores solicitaron al entonces presidente Gustavo
Díaz Ordaz que se extendiera el plazo de sus operaciones por treinta años más, y cuando en 1990
Carlos Salinas de Gortari pretendió desaparecer la empresa, los editores lo evitaron logrando a cambio
que sólo se liberara la importación de papel[16].
Contar con papel barato representaba un compromiso no tan sólo económico, puesto que la falta del
insumo hubiera significado la quiebra de cualquier periódico o revista. Dos casos nos muestran la
forma en que el sistema usaba el monopolio del papel para controlar a los medios: la revista Presente
de Jorge Piñó Sandoval, durante el Alemanismo, y Proceso, al final del sexenio de Luis Echeverría[17].
Contar con publicidad asegurada, papel barato y las “ayudas necesarias” hizo de la prensa un gran
negocio que no necesitaba de los lectores para subsistir. El periodismo preponderante se subordinó al
interés empresarial y éste, a su vez, siguió limitado por las costumbres de la vieja política mexicana.
Salvo casos específicos, la prensa mexicana no sufrió de una censura directa por parte del Estado
mexicano. La red de estímulos que mencionamos arriba hacía casi innecesario que la Presidencia o la
Secretaría de Gobernación presionaran a los medios para que dejaran de publicar algo. Más que
censura, el periodismo mexicano ha sufrido de una fuerte autocensura, en la cual ha pesado más el
interés económico de sus dueños que el deseo de informar a unos lectores que simplemente no aparecen
en la escala de preponderancias de los empresarios periodísticos.
La tendencia del periodismo mexicano ha sido entonces hacia la cooperación. (Especialmente hasta
finales de los años 90). No había un respaldo absoluto al régimen, esto es importante señalarlo. Aún en
las etapas más críticas del sistema político mexicano, la prensa contó con espacios para cuestionar la
labor del gobierno en turno.
Sin embargo, esta crítica siempre estaba limitada por (y muchas veces respondía a) los intereses de la
empresa periodística que la acogía. En las columnas periodísticas de Carlos Denegri, Alberto Ramírez
de Aguilar y Francisco Martínez de la Vega (por mencionar algunos) pueden verse ejemplos de esta
“crítica matizada” que nunca atacaba al régimen, pero tampoco lo aplaudía siempre.
Entonces, la constante también era el “juego de balances” entre la prensa y el Estado, en el que se
apoyaban mutuamente a cambio de favores, y también podían presionarse cuando no obtenían lo que
deseaban. Si el Gobierno podía darle recursos a la prensa para obtener su colaboración; la prensa
también podía presionar al Gobierno para que no dejara de ayudarla. Sin embargo, cada parte sabía que
no podía excederse en sus presiones, puesto que de hacerlo el equilibrio se rompería (lo que pasó varias
veces, la mayor parte de ellas en perjuicio de la prensa).
El único momento en el que el Estado se convirtió en censor de los medios, según Raúl Trejo
Delarbre[18], fue en 1968. En ese año, el conflicto estudiantil llevó al Gobierno de Díaz Ordaz a
“cerrar filas” con sus aliados dentro del sistema, y una parte importante fueron los periódicos. En las
redacciones había un miedo verídico de que el Estado los reprimiera en caso de que no informaran de la
manera “conveniente” sobre lo que estaba pasando con los estudiantes. El siguiente presidente, Luis
Echeverría, “aflojó” la tensión que había en la prensa en ese momento (una más de sus políticas de
“Apertura Democrática”) pero los medios en su mayoría prefirieron no abusar de la “libertad” que en
ese momento les estaba concediendo el Estado.
Mientras tanto, la sociedad cambiaba. Ignorada por los medios, con crecientes problemas económicos e
insatisfecha por la conducción del Estado, dentro de la sociedad iban surgiendo movimientos de
oposición. Después de 1968, fue evidente que el régimen político era cada vez más incapaz de
encabezar a una sociedad urbanizada, plural, ilustrada y, sobre todo, inconforme y carente de medios
para expresar sus puntos de vista. Normalmente, las inconformidades eran resueltas mediante la
cooptación o la represión, pero al paso de los años el Sistema fue perdiendo la capacidad de recurrir a
alguna de esas dos soluciones[19], debido a varios problemas como el crecimiento demográfico, la
demanda creciente en los servicios educativos y de salud, el estancamiento de la producción
agropecuaria, y la reducción en las oportunidades de inversión en la industria, entre otros[20].
Por su parte, la prensa enfrentaba un serio problema en su relación con el Estado: Excélsior. Luego de
que Julio Scherer se convirtió en su director en 1968, el periódico tuvo un giro en su línea editorial y
comenzó a dar prioridad a reportajes de corte social; también desarrolló un tipo de entrevista
sensacionalista, en la que los entrevistados siempre fueron mucho más importantes que lo que
declaraban[21].
No podemos ver a Excélsior como un “giro democrático” dentro del periodismo mexicano (como se le
ha querido calificar[22]), pero si debemos entender que Excélsior fue un parteaguas en el periodismo
mexicano, porque ha sido la única ocasión en la que el “juego de balances” se rompió a favor de la
prensa. Para algunos autores, Excélsior fue siempre un periódico del poder que cambiaba de ideología
en función del mandatario en turno, pero lo hacía con la convicción de que era un interlocutor del
presidente y no sólo su servidor. Este aspecto, trasladado al juego de balances ya mencionado, es el que
permitía que Excélsior tuviera a Heberto Castillo como uno de sus columnistas, y que pudieran hacer
reportajes sobre la pobreza, e incluso añadir breves notas sobre la “guerra sucia” que en esos años se
libraba en México[23].
A cambio, en el juego del “estira y afloja”, Scherer tenía la posibilidad de acercarse al presidente,
además de otros beneficios, (como la urbanización de varios terrenos que eran propiedad de la empresa
Excélsior, y que a la postre fueron la razón que ocasionó la expulsión de Scherer del periódico)[24].
Cuando Scherer sale de Excélsior para fundar Proceso, Luis Echeverría fue señalado como el autor del
complot que logró que el director del diario más importante de México perdiera su puesto. Sin
embargo, al parecer la culpa de Echeverría no estuvo en organizar ese plan, sino en no actuar para
salvar a Scherer cuando la cooperativa decidió expulsarlo, debido a los manejos irregulares de los
bienes de la empresa[25].
De cualquier manera, el capital moral que obtuvo Scherer al salir de Excélsior fue enorme, y eso le
posibilitó fundar Proceso justo cuando terminaba el sexenio de Luis Echeverría. A diferencia de otros
casos, en los que los perdedores terminaban alineándose con el Estado, Scherer pudo aprovechar la
coyuntura que representaba la fuerte crisis vivida por el gobierno de Echeverría durante sus últimos
meses para lanzar una revista enfocada a la política, que durante años fue la punta de lanza en el
periodismo de investigación en México.
“La acción de fuerza contra Scherer –señala Raymundo Riva Palacio- le regaló el tiempo suficiente
para construir las bases de la imagen mítica con la que salió de Excélsior. Si Scherer es reprobable
como periodista durante su gestión al frente de Excélsior por la cercanía, coqueteo y obsecuencia con el
poder, el Scherer de Proceso es la figura que el periodismo mexicano rescatará históricamente”[26].
Los años ochenta representan el desgaste del sistema de control entre la prensa y el Estado, resultado
entre otras cosas de la profunda crisis económica vivida en esa década, y a la emergencia de
movimientos ciudadanos de oposición que poco a poco fueron conquistando lugares dentro del poder
legislativo[27]. Para la década siguiente, la falta de recursos hizo que el Estado tuviera que limitar sus
ayudas a la prensa, y ésta se vio obligada a buscar otras fuentes de ingresos.
Durante la década de los noventa se dieron los cambios más importantes en la relación prensa- Estado:
se estableció el salario mínimo profesional para reporteros y fotógrafos de prensa, se regula la
aplicación de recursos federales destinados a la publicidad, se suprime la presencia del Presidente de la
República en los festejos por el Día de la Libertad de Prensa, se establece que la Presidencia dejaría de
pagar los viáticos de los periodistas que cubrieran sus giras al extranjero, y se reforma la legislación
electoral para regular la publicidad en durante las campañas electorales[28].
Los cambios son brutales, ya que además se añaden a la creciente globalización que obliga a los
periódicos a modernizarse para sobrevivir en un mercado que ya no está protegido por el Estado. Por
primera vez “decir la verdad” se convierte en un negocio, y los periódicos tienen que buscar al lector
para sobrevivir. El auge del periodismo mexicano durante los años 90 (que se dio tanto en la
profesionalización del medio, como en el auge de la nota roja televisiva) tuvo por motivo la falta de
estímulos económicos por parte del Estado. Sin embargo, al comenzar el siglo XXI esta tendencia se
revirtió, y el Gobierno volvió a ser la principal fuente de recursos para los periódicos. La década de los
noventa concentró acontecimientos trascendentes que generaron expectativas que al final no fueron
satisfechas, y si bien la censura por parte del Estado casi no existe, la autocensura (y la censura
proveniente de la iniciativa privada) han cobrado mayor fuerza que antes.
En este recuento de la historia de la prensa mexicana contemporánea podemos percatarnos de varios
puntos importantes: primero, la prensa es vista por los autores como un negocio, lo que aclara muchas
de sus circunstancias y relaciones con el Estado. Sin embargo, sigue faltando un análisis más detallado
del trabajo “empresarial-periodístico”, que no esté tan atado a las decisiones del Gobierno en turno.
Más que entender a la prensa como apéndice del Estado, necesitamos ver a la prensa por sí misma, con
sus intereses y conflictos internos.
Segundo, en las interpretaciones hechas por los autores, el lector no existe. Es verdad que está
documentado que la mayoría de los periódicos tiraban miles de ejemplares y que muchos de ellos no
eran leídos puesto que se compraban las suscripciones en las Secretarías de Estado; pero aún así,
¿podemos verdaderamente considerar que no había quien leyera por costumbre los periódicos, y que
sólo había un diálogo constante prensa-poder? Creemos que seguir con esta postura no permite una
comprensión más profunda de la influencia de la prensa en la historia contemporánea de México. Quizá
sería un buen momento para dejar de desdeñar aquellos breves instantes en los que aparece la voz de
los lectores, y deberíamos los historiadores de la prensa enfocarnos en lo que las secciones de “correo
del lector” tengan que decir.
A pesar de los cambios, parece que a principios de este siglo el modelo de subordinación propuesto por
José Carreño no ha desaparecido. Si bien las “ayudas necesarias” a la prensa ya no llegan vía la
Presidencia de la República, ahora son las Gubernaturas de los Estados quienes se encargan de que el
marco económico siga funcionando, Y con respecto al marco jurídico, los cambios en las leyes no han
evitado que sigan siendo ignoradas por los actores en esta obra.
Sin embargo, historiográficamente hablando, están cambiando las cosas para el periodismo mexicano
contemporáneo. La revisión del caso Excélsior y de otros momentos en la historia de la prensa permite
que tanto los historiadores como los periodistas puedan ver de otra manera al pasado reciente, si no con
la intención de transformar al presente, si por lo menos para comprenderlo mejor.
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