Rafael Gallego Díaz Mente y cuerpo. La conciencia. 4

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Rafael Gallego Díaz
Mente y cuerpo. La conciencia.
4-¿Qué diferencias hay entre el planteamiento clásico cuerpo - alma y el moderno mente cerebro? ¿Son equivalentes?
En su historia de la psicología, Thomas Leahey escribe: “Las primeras indagaciones
filosóficas sobre el mundo fueron de carácter físico. […] La naturaleza de la Filosofía se modificó,
sin embargo, en la segunda mitad del siglo V a. de C. Los filósofos dejaron de plantearse
cuestiones de Física y comenzaron a plantearse cuestiones de Psicología. El interrogante físico
básico es: ¿en qué consiste el universo para que las personas puedan conocerlo? El interrogante
psicológico básico es: ¿qué es una persona para que pueda conocer el universo?”1
Desde mi punto de vista, este pequeño fragmento de la obra de Leahey ilustra a la
perfección la cuestión planteada. Para empezar sitúa el tema del ser humano, su identidad, en los
términos más ajustados: el ser humano es conocimiento. La naturaleza del ser humano, su ser
íntimo, se constituye como acto de conocimiento. El animal humano se entiende como animal
racional, animal que piensa, que tiene conciencia de sí, de manera que la cuestión fundamental
respecto al ser humano es la cuestión del conocimiento: ¿cómo es posible el conocimiento? Las
otras preguntas fundamentales que podamos recordar o idear acerca de lo que nos afecta en tanto
que seres humanos estarán necesariamente atravesadas por la respuesta a la pregunta
epistemológica.
No tenemos dificultad para conceder que, en una primera consideración intuitiva, todo lo
que nos es dado conocer se puede clasificar en dos grandes categorías: lo físico y lo mental,
aunque quizá sea ésta una concesión muy a la ligera, después se verá.
El valor del fragmento de Leahey está ligado a esta distinción y depende del modo en el
que se “enfoque” la pregunta, entendiendo esta cuestión del “enfoque” en un sentido metafórico,
en el sentido de entender “enfocar” como lugar hacia el que se dirige el “foco”, siendo así que lo
“enfocado” es aquello que cae bajo la luz del “foco”, lo que se ilumina bajo su luz. Si lo que se
enfoca es la realidad física, si el conocimiento se entiende como comprensión de los estados de
cosas “físicos”, estaríamos pensando como los primeros filósofos, precisamente llamados
“physicoi” por este modo de enfocar la pregunta: ¿en qué consiste el universo para que las
personas puedan conocerlo? En realidad, este enfoque físico no queda restringido a aquellos
filósofos presocráticos que trataron de encontrar en la physis un principio explicativo racional,
sino que también sería éste el modo de entender la cuestión desde algunas perspectivas actuales.
Recordamos en este sentido la idea de Carnap, citada por Smullyan a propósito de la interesante
fantasía cuerpo – mente en su libro “5.000 años a. de C. y otras fantasías filosóficas”2: “…Rudolf
Carnap sostiene que toda frase de psicología se puede formular en lenguaje físico. Tal y como él
lo plantea, todas las frases de la psicología describen fenómenos físicos, principalmente el
comportamiento físico de los animales y los seres humanos”. Estaríamos aquí ante la cuestión
estricta de las relaciones mente – cuerpo reducidas a su grado máximo de identificación, llegando
a entender toda actividad mental como un caso más de fenómeno físico: lo mental es lo físico. La
luz del conocimiento ilumina exclusivamente acontecimientos físicos. No sólo se discute la
eficacia del conocimiento del acto mental, sino que se niega, se apunta en la dirección de la
identificación de lo físico y lo mental, reduciendo la mente a la actividad física del cerebro, el
cuerpo. También lo explica Savater, en su libro “Las preguntas de la vida” con un ejemplo
luminoso: “Algunos reduccionistas estarían de acuerdo en aceptar que la mente (luz) es un estado
del cerebro (bombilla), esto es, lo primero es un “modo” en que está lo segundo”3.
1
Leahey, Thomas H., “Historia de la psicología”. (Trad. Francisco de Asís Blas Aritio e Ignacio Ruiz
Alcaín). Madrid. Editorial Debate. 1982. Pág. 57.
2
Smullyan, R., “5.000 años a. de C. y otras fantasías filosóficas”. (Trad. Amaia Bárcena del Riego).
Madrid. Ediciones Cátedra. 1989. Pág. 90.
3
Savater, F., “Las preguntas de la vida”. Barcelona. Ariel. 1999. Pág. 85.
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Sin necesidad de alcanzar esta identificación, el propio Smullyan reconoce que “es
perfectamente posible que toda afirmación de la psicología pueda traducirse a una afirmación
física. Pero esto no significa que las afirmaciones de la psicología traten de fenómenos físicos”4 y
Savater apunta que la expliación reduccionista parece “simplificar demasiado una realidad más
compleja”5. Seguimos hablando de mente y cuerpo, no de cuerpo y alma, pero ahora ya no hay
una identificación, la mente no es el cuerpo, lo mental no se reduce a lo físico, aunque la pregunta
sigue siendo: ¿qué cosa es el universo, incluyendo lo físico y lo mental, que el ser humano es
capaz de conocerlo?
Si desviamos el foco y, como Platón, pensamos que la pregunta no es una pregunta acerca
del universo, sino acerca del hombre, en el sentido de que el verdadero interés está en saber qué es
una persona para que pueda conocer el universo, la cuestión se separa diametralmente de los
planteamientos de Carnap. El foco está puesto en lo mental frente a lo físico, pero en Platón eso
que es “lo mental” adquiere una dimensión más allá del concepto “mente”, llevado por su interés
absorbente hacia la contemplación trascendente del mundo de las Ideas, un mundo más allá de lo
físico, que coloca la discusión en parámetros exclusivamente inmateriales. Se entiende lo mental
como una actividad más trascendente que cualquier acontecimiento físico. Lo físico adquiere, bajo
el pensamiento platónico, un barniz de imperfección: el cuerpo se presenta como la cárcel del
alma, probablemente como señala Grube6 por influencia de las tradiciones órficas que, a través de
las escuelas pitagóricas, llegaban del este. Precisamente, “de ellos [los pitagóricos] debió provenir
la concepción del intelecto como la parte más noble e inmortal del hombre y la idea de salvación a
través del conocimiento, idea magníficamente expresada en el Fedón y que Platón mantuvo hasta
el final”7.
No obstante, la palabra “psyche” no es, en el contexto de la filosofía griega, ni tan siquiera
tras el nuevo enfoque que experimenta en el siglo V a. de C., un concepto equivalente a la idea
cristiana de “alma”. Casi se diría que, antes de que esa idea platónica del alma fuese repensada por
la filosofía ciristiana medieval, el concepto se hallaría más próximo al concepto “mente” que al
concepto “alma”. Mente como actividad intelectual, como vehículo de conocimiento. Hay en
Platón una insistencia en la idea de que la inteligencia es lo más esencialmente humano, por ser lo
único que no comparte con el resto de los animales. Ya no se trata sólo de “aliento vital”, no es
“soplo de vida”, esta alma de la que habla Platón distingue al ser humano por su capacidad para el
conocimiento, por su capacidad para la comprensión, para la contemplación de la verdad.
Y se abre ahí la puerta a la interpretación cristiana, especialmente a la reelaboración
agustiniana, que utillizando la tradición neoplatónica, recoge la concepción platónica, pero
limitando el horizonte del conocimiento a las verdades de la fe: no hay otro objetivo para la
investigación que el conocimiento de Dios y de la propia alma. El concepto de alma se
desnaturaliza, pierde toda afinidad con la realidad física y no queda más conexión con el cuerpo
que la que le liga a él en el sentido de que es responsable de las diferentes funciones vitales. El
alma permanece como principio animador del cuerpo, pero su naturaleza es, al tratarse de una
sustancia espiritual, de otra índole: procede de la nada por obra de Dios y precisamente por eso,
aquello que era vía de acceso al verdadero conocimiento en Platón, se transforma en el
pensamiento de San Agustín en vehículo que conduce hacia Dios. Lo señala Gilson, “ Por tanto,
en el hombre hay algo que lo trasciende. Puesto que ello es la verdad, ese algo es una realidad
puramente inteligible, necesaria, inmutable, eterna. Precisamente lo que llamamos Dios. Las más
variadas metáforas pueden servir para designarlo, pero todas tienen, en definitiva, el mismo
sentido. Es el sol inteligible a cuya luz la razón ve la verdad; el Maestro interior, que responde
4
Smullyan, R., Op. Cit. Pág. 90.
Savater, F., Op. Cit. Pág. 85.
6
Grube, G. M. A., “El pensamiento de Platón”. (Trad. Tomás Calvo Martínez). Gredos. Madrid. 1973. Págs
190 – 192.
7
Grube, G. M. A., Op. Cit. Pág. 191.
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desde dentro a la razón que le interroga; de cualquier manera que se le llame, siempre se entiende
que designa a esa realidad divina que es la vida de nuestra vida, más interior a nosotros mismos
que nuestro propio interior. Por eso, todas las vías agustinianas hacia Dios siguen análogos
itinerarios, de lo exterior a lo interior y de lo interior a lo superior”8.
Esta idea de trascendencia, heredada de la filosofía platónica y transformada por San
Agustín como camino interior hacia Dios está a la base de la tradición clásica que sitúa la cuestión
del ser humano como ser compuesto de cuerpo y alma. Principio natural material y principio
espiritual inmaterial. Naturaleza y espíritu enfrentados en una relación no natural que explica la
identidad del ser humano.
Frente a la trascendencia platónica, la inmanencia artistotélica. El alma está en el ser
humano de un modo tan natural como el cuerpo, porque, tanto el uno como la otra, son el ser del
hombre, lo constituyen, lo conforman. La unión de cuerpo y alma es una unión sustancial, una
unión que está a la base de la naturaleza de lo que es el ser humano, con lo que el alma queda
despojada de esa pretendida trascendencia. Lo explica Leahey con total claridad: “¿Qué relación
hay entre cuerpo y alma? Aristóteles, como biólogo, tenía una concepción naturalista del problema
mente – cuerpo. El alma, con excepción de una parte, es inseparable del cuerpo. Su posición se
asemeja a lo que en la actualidad denominamos la posición del doble aspecto: hay sólo una
realidad material, el cuerpo, pero éste tiene dos aspectos, el fisiológico y el mental. El alma es la
forma del cuerpo y tan imposible es separarla de su encarnación material como separar la Venus
de Milo del mármol con que está hecha, aunque podamos analizar por separado ambas cosas,
considerando en sí mismos, o bien el mármol, o bien la forma”9.
Hasta aquí, y aún a lo largo de toda la Edad Media, el problema se entiende en los
términos, “cuerpo – alma”, “materia – espíritu”, por mucho que se pueda atisbar en Aristóteles el
germen de un funcionalismo psicológico que nos acercaría a las puertas de la discusión
contemporánea “mente – cerebro”, un órgano (el cerebro) y su función (la actividad mental). La
discusión toma un nuevo rumbo en Descartes, quien señala la verdadera naturaleza del problema:
hay un mundo material regido por leyes mecánicas, un mundo de extensión del que precisamente
tengo noticia por la existencia de una realidad diferente, una realidad inextensa que constituye mi
yo pensante. Pensamiento y extensión. Conciencia. Conciencia de la cosa y autoconciencia. Casi
se podría llegar a decir que Descartes, cuyo dualismo ha sido discutido, llega a soslayar el
problema del alma, a la que identifica plenamente con el espíritu. Aunque es cierto que sostiene la
inmortalidad del alma, no parece ser éste su principal centro de interés, por lo que podríamos decir
que es el primer pensador que traslada el problema de la relación entre lo físico y lo mental de la
discusión sobre la trascendencia y la salvación al análisis de la conciencia y de los contenidos de
conciencia. El problema se transforma. El ser humano, aunque Descartes siga hablando, desde su
cristianismo convencido, de la existencia de un alma inmortal, no es exactamente cuerpo y alma,
sino, más bien, espíritu, conciencia, y extensión.
Y al transformar el problema del ser humano en el problema del yo, el problema
de la conciencia, la filosofía encuentra un nuevo aire de libertad, la posibilidad de buscar
las respuestas no ya en la tradición filosófica o en el dogma sagrado, sino en la propia
experiencia interior. Cierto que San Agustín había indicado ese camino, pero en su
búsqueda no había lugar a la sorpresa, él ya sabía lo que la razón le iba a permitir
encontrar en su interior. Por el contrario, el acoso y derribo que supone la crítica empirista
en el análisis de los contenidos de la conciencia a la luz exclusiva de la experiencia nos
coloca ante la perpleja constatación de que hay un alma, un espíritu, un yo, que alcanza a
proclamar su propia inexistencia, al menos en el sentido de que no es una sustancia.
8
Gilson, E. “La filosofía en la Edad Media”. (Trad. De Arsenio Pacios y Salvador Caballero). Madrid.
Gredos. 1965. 2ª ed. Pág 122.
9
Leahey, T., Op. Cit. Pág. 81.
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La dificultad del problema mente – cerebro se aleja de la tradicional discusión
alma – cuerpo. Desde que Descartes coloca el punto de mira en la conciencia y tras el
derribo empirista, ni siquiera la voluntad conciliadora kantiana es capaz de recuperar la
discusión en aquellos términos. Definitivamente se abandona la cuestión del alma y
emerge nuevamente Aristóteles: el asunto se centra en la conciencia, es decir un órgano
(el cerebro) y su función (los actos mentales, los contenidos de la conciencia).
“¿Por qué se ha tocado la cabeza justo ahora?”10 Un hombre se toca la cabeza y
alguien pregunta por qué se ha tocado la cabeza justo ahora. Hay tres respuestas: está
haciendo una señal a un jugador de Baseball (1), está tratando de evitar que el viento se
lleve su gorra (2), un complejo conjunto de descargas neuronales y respuestas musculares,
producido por un determinado estado físico – químico, ha hecho que el apéndice superior
derecho toque el extremo de la extremidad central más elevada (3). Las explicaciones (1)
y (2) son explicaciones intencionales, explicaciones que se entienden por el contexto, que
se explican en su contexto y que sitúan al sujeto que las esgrime como ser en el mundo,
superando el muro de la distinción sujeto – objeto. Lo que hace al sujeto es su ser
conciencia, su existencia. Es la explicación a la cuestión del yo que procede de la
fenomenología y del existencialismo. La respuesta (3) es estrictamente causal y reduce la
explicación a la constatación de la existencia de unas determinadas condiciones y a la
validez de unas determinadas leyes físicas que determinan (y explican, en el sentido de
que predicen) el desarrollo de los acontecimientos. Es la vieja idea del principio de
Laplace según el cual, puesto que el estado actual del universo es el efecto de un estado
anterior y a su vez la causa de otro que seguirá, sería posible, para una mente capaz de
conocer todos los datos, predecir con total exactitud cualquier estado futuro de cualquier
sistema dado.
Muchos filósofos, especialmente quienes van más allá del mero epifenomenalismo
en la relación mente – cerebro, simplifican hasta ese punto el estado de la cuestión y
zanjan el problema de lo mental reduciéndolo en todos sus términos a un acontecimiento
físico. No obstante, desde la década de los noventa, la neurociencia cognitiva ha vuelto a
poner de moda la vieja cuestión de la conciencia, el viejo problema que se plantea al
intentar explicar cómo algo material puede llegar a ser consciente, porque como señala T.
H. Huxley “… qué es la conciencia, eso lo ignoramos; y la manera en que se produce algo
tan notable como la generación de un estado de conciencia a raíz de la irritación del tejido
nervioso es tan inexplicable como la aparición del genio cuando Aladino frota su lámpara,
o como el verdadero origen de cualquier fenómeno de la naturaleza”11.
Para algunos pensadores éste es el “el problema arduo”, la imposibilidad de
explicar cómo lo inmaterial puede proceder de lo material, cómo lo mental puede ser
producto de lo físico. Además, a este llamado “problema arduo” hay que sumar dos de los
problemas más tradiconales en relación con el enigma de la conciencia, uno de ellos ya lo
hemos mencionado cuando hablábamos de las teorías empiristas: la existencia del yo. El
otro es una consecuencia de éste y se conoce como el “problema del agente”.
10
Tomado de Paulos, J. A., “Pienso, luego río”. (trad. Marta Sansigre). Madrid. Cátedra.1988. Págs. 130 –
132.
11
Huxley, T. H.: Lessons in Elementary Physiology. Nueva York. Macmillan, 1866. (Citado en Otteson, J.
R., “Adam Smith y la libertad”. Revista de Estudios Públicos, nº 104. Santiago de Chile. 2006. [web en
línea]. Disponible desde internet en <http://www.cepchile.cl/dms/lang_1/doc_3867.html>. Formato PDF.
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Sobre el problema del yo recogemos a modo de ilustración las ideas del psicólogo
neodarwinista Daniel Dennett que describe el yo como un centro de gravedad narrativo, lo
que no deja de recordarnos las viejas ideas empiristas, especialmente de Hume: “La
intuición más importante, en el terreno de la conciencia, es la de que existe un lugar en el
cerebro donde se reúnen todas las experiencias y «nosotros» somos espectadores de
nuestra conciencia, una especie de sede central en donde los diversos materiales de la
estimulación ya procesados se reúnen. Frente a este modelo (el teatro cartesiano), Dennett
propone su modelo de las versiones múltiples: no hay nada parecido a una síntesis, a una
respuesta unificada espacial y temporalmente localizada en el cerebro, sino que el proceso
se da en una sucesión de muchos momentos fragmentarios a través de procesos paralelos,
que transcurren por múltiples vías, y que interpretan y elaboran los estímulos sensoriales
recibidos (sombras, líneas, color, ángulo, etc.). Es más, como no hay un sitio en donde
todo pasa a la consciencia unificada, no cabe establecer un trazo entre el fin de los
procesos preconscientes y el principio de la apreciación consciente.”12
Pero si el yo se esfuma, si se convierte en una mera ficción narrativa conformada
como un enorme collage de acontecimientos fragmentarios, se levanta el telón del teatro
de la conciencia y hace su entrada triunfal en el escenario del yo el último problema: si no
hay ni tan siquiera un punto de referencia en el que se unifica la conciencia, ¿quien es el
agente? ¿Quién es el responsable de nuestros actos intencionales, de nuestras voliciones?
¿Quién ha escrito todo esto? ¿Por qué he hecho esta pregunta justo ahora? ¿Quién está
haciendo esta pregunta?
12
Ovejero Lucas, F. “Daniel Dennett: con Darwin nos basta”. 2001. [web en línea]. Disponible desde
internet en
<http://www.sappiens.com/castellano/articulos.nsf/Filosofía/Daniel_Dennett:_con_Darwin_nos_basta/E8418B48F
3189E5941256AB80032BA18!opendocument>. [Con acceso el 05-02-2009].
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