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Reformas en la Iglesia
Una mirada desde una universidad de inspiración cristiana
Carlos Schickendantz
9 de abril de 2013
Universidad Alberto Hurtado
Ante todo agradezco la invitación del Sr. Rector de la Universidad, P. Fernando Montes sj, y del
Sr. Pro-Rector, Dr. Jorge Larraín, para dirigir unas palabras en este Acto académico con el cual
se inicia formalmente un nuevo año de trabajo. El tema que se me ha propuesto refiere a la situación de la Iglesia de cara a los diversos acontecimientos recientes, a una sensación generalizada
de crisis y, con ocasión de la elección de un nuevo obispo de Roma, intentar formular algunos
desafíos que pueden individuarse en orden al futuro próximo de la Iglesia, y todo esto puesto en
relación con nuestra tarea universitaria. Procurando ceñirme al tiempo previsto, he escogido tres
aspectos complementarios, inseparables, que indican tareas actuales urgentes, pero también tienen la pretensión de individuar caminos permanentes para la Iglesia misma, incluso para nuestras
instituciones universitarias.
1. Cambios estructurales
Naturalmente cuando se trata de hablar sobre la situación, el presente y el futuro de la Iglesia lo
primero que aflora a la superficie son los que suelen denominarse desafíos estructurales que
afronta esta organización religiosa bimilenaria. Esta perspectiva se hace más visible entre nosotros, universitarios, dada la competencia que tenemos en variadas ciencias sociales que, precisamente, tienen en este tipo de temáticas un particular centro de interés. Por lo demás, la aplicación
de las nociones de “estructura” o de “institución” a la Iglesia católica, el significado que tienen
incluso a la luz del concilio Vaticano II requiere más matices de lo que de ordinario se supone.
No obstante, las utilizo aquí en el sentido amplio que se le suele otorgar en nuestras conversaciones cotidianas y en el ámbito de la opinión pública. Por su puesto, el asunto tiene tal amplitud y
complejidad que puede ser enfocado desde diversas perspectivas y privilegiando diversos temas.
Necesariamente debo escoger.
Deseo ante todo poner de relieve una caracterización lo más acertada posible sobre la naturaleza
de un problema, el “estructural”, que, en mi opinión, tiene la ventaja de haber sido expresado por
autores que, por ser reconocidos por distintas corrientes y mentalidades en el ámbito de la Iglesia
y de los estudios histórico-teológicos, favorecerían la construcción de un escenario que me parece
deseable: formular un diagnóstico preciso y, a la vez, capaz de recibir un consenso por parte de
personas pertenecientes a distintas corrientes ideológicas al interior de la misma Iglesia.
Al final de la Edad Media y frente a la Reforma protestante teólogos y canonistas, respondiendo a
los ataques contra el papado y la jerarquía, acentuaron precisamente aquellos aspectos que sus
adversarios negaban. En ese espíritu de controversia típico de la Contrarreforma, la Iglesia fue
presentada de modo análogo con el estado secular. Como ha anotado Yves Congar, la mayoría de
los tratados clásicos De Ecclesia de la época, eran “puros tratados de derecho público eclesiástico”, en ellos no se planteaban sino “cuestiones de autoridad y de poder, de validez y derecho,
2
ninguna verdaderamente teológica”.1 Este modelo llegó a ser progresivamente, a nivel práctico, el
único enfoque de la teología católico-romana.
La Iglesia era pensada en ese horizonte de comprensión como una sociedad, una societas perfecta
supernaturalis, esto es, la comunidad de creyentes unida en la común confesión de la fe, de los
mismos sacramentos, bajo la autoridad del papa y visible como la república de Venecia, tal la
definición de R. Bellarmino en su obra más famosa, Controversiae generales de 1586, que tuvo
un enorme influjo, incluso hasta próximo el mismo Vaticano II.2 La expresión “perfecta” se utilizaba en el sentido de que no está subordinada a ninguna otra y en el sentido de que no la falta
nada de lo requerido para su plenitud institucional. Descrita entonces por analogías tomadas del
ámbito político, particularmente en la forma monárquica, esta noción de Iglesia como sociedad
tuvo la tendencia preponderante “a resaltar la estructura de gobierno como elemento formal de
esa sociedad”. Se trataba de una visión institucionalista que, como ha destacado el jesuita norteamericano Avery Dulles, definía la Iglesia “en términos de su estructura visible, especialmente
los derechos y poderes de sus dirigentes.”3 Al respecto, es muy ilustrativa la anotación de Y.
Congar: la eclesiología de la Iglesia católica moderna quedó marcada por una tendencia a mirar a
la Iglesia “como una maquinaria de mediación jerárquica, de los poderes y del primado de la sede
romana, en una palabra, «jerarcología». De otra parte, los dos términos entre los que la mediación
tuvo lugar, el Espíritu Santo de un lado y el pueblo creyente o el sujeto religioso del otro, quedaron fuera de la consideración eclesiológica.”4 Es decir, resaltado unilateralmente lo jurídico, y en
él la “clase gobernante”, por así decir, quedaba opacada tanto la mirada más teológico-espiritual
de la Iglesia como el amplio campo de la comunidad cristiana; un pueblo de Dios caracterizado
ante todo por su pasividad. En síntesis, un ejemplar resultado de una teología de controversia.
Este enfoque institucional, aunque nunca en una forma pura como advierte A. Dulles, alcanzó su
plenitud en la segunda mitad del siglo XIX y se expresó con singular claridad en el primer esquema de la Constitución Dogmática sobre la Iglesia preparada por el concilio Vaticano I (18691870). Las expresiones del obispo Emilio De Smedt, de Brujas, Bélgica, en la primera sesión del
concilio Vaticano II, diciembre de 1962, caracterizaron bien el esquema preliminar De Ecclesia,
deudor del modelo apuntado, por medio de tres términos que, desde entonces, se han hecho famosos: clericalismo, juridicismo y triunfalismo. 5
En el calor de los debates conciliares, una descripción muy ajustada de este modelo, añadiendo
otros ingredientes, realizó Y Congar. Casi al final de la segunda sesión del Vaticano II, el 6 de
noviembre de 1963, escribió: “Se asiste al enfrentamiento de dos eclesiologías. Las secuelas del
pontificado de Pío XII están siendo cuestionadas. Y más allá de ellas, el régimen que ha prevalecido a partir de la reforma gregoriana, sobre la base de la identificación entre Iglesia romana e
Iglesia católica universal: las iglesias están vivas, están ahí, representadas y reunidas en el Concilio: reclaman una eclesiología de la Iglesia y de las iglesias, y no sólo de la monarquía papal con
el sistema jurídico que se ha dado para que la sirvan”. 6 La breve caracterización es elocuente: se
1
Cf. Y. Congar, Diario del Concilio. Segunda sesión, Barcelona 1964, 10.
Cf. Y. Congar, Die Lehre von der Kirche. Vom Abendländischen Schisma bis zur Gegenwart, Freiburg i.Br. 1971,
53-56.
3
A. Dulles, Models of the Church, New York 52002, 27.
4
Y. Congar, Lay People in the Church, Westminster, Md 1965, 45.
5
Acta Concilii Vaticani II, I/4, 142-144.
6
Y. Congar, Mon journal du Concile, Paris 2002, I, 523.
2
3
trata de un régimen con una larga historia (“a partir de la reforma gregoriana”, Gregorio VII, siglo XI), cuya base es la “identificación entre Iglesia romana e Iglesia católica universal” y que se
ha concretado en una eclesiología, no “de la Iglesia y de las iglesias”, sino de la “monarquía papal” con su “sistema jurídico” correspondiente. Ahora bien, es claro que un “régimen” que, por
una parte, se ha extendido durante casi un milenio y que, por otra, se ha autolegitimado con argumentos teológicos, no podía ser revisado a fondo en un corto arco de tiempo. Ilusiones y euforias posconciliares hicieron olvidar la magnitud del “enfrentamiento de las eclesiologías” que
incluso el mismo Concilio no había resuelto.
Como lo ha expresado A. Dulles, en las palabras citadas previamente, esta visión eclesiológica
resaltaba “la estructura de gobierno”, “define la Iglesia en términos de su estructura visible, especialmente los derechos y poderes de sus dirigentes.”7 Efectivamente, debido a complejas circunstancias histórico-políticas y teológico-culturales una determinada idea de autoridad había devenido un concepto arquitectónico central: “la tutela del principio de autoridad, ha escrito el italiano
Giuseppe Ruggieri, había sido el punto clave de la eclesiología postridentina; la apologética católica había atribuido la causa de todos los males de la época moderna a la negación por el protestantismo del principio de autoridad; y, finalmente, esta posición había sido recibida por el magisterio romano (Pío IX, Quanta cura) y codificada en el proemio de la constitución Dei Filius del
Vaticano I.”8 En particular, lo que interesaba destacar e incluso asegurar jurídicamente en este
último Concilio, en el marco de los debates sobre la infalibilidad papal, era la libertad de la autoridad entendida en este sentido preciso: su no dependencia del consenso de cualquier otra autoridad o testimonio en la Iglesia. Este asunto, que pudo tener un sentido en el marco de los debates
de entonces, se convirtió como en un hilo conductor de la misma idea de autoridad, ya no sólo
aplicada al caso del ejercicio posible de la infalibilidad papal, sino, en el ideario que recorre y se
fortalece en buena parte del siglo XX, al ejercicio normal de la autoridad ordinaria. Además, este
modelo de autoridad ya no sólo caracterizó al romano pontífice, sino en cierto modo a toda forma
de autoridad en la Iglesia. No es de extrañar, entonces, que los procesos de participación y consenso quedaran opacados, sino que además dependen siempre en la Iglesia de la buena voluntad
de quien preside y no estén garantizados por una visión teológica ineludible y por un sistema jurídico correspondiente que lo exija, tal como sucede en las instituciones modernas.
En este marco, que aquí no puede describir más detalladamente, se inserta el diagnóstico nítido
de un autor tan incuestionable incluso para mentalidades más conservadoras, como A. Dulles en
un libro que es un clásico en cualquier universidad romana: “Las actuales estructuras de la Iglesia, especialmente en el catolicismo romano, tienen una impronta muy fuerte de las pasadas estructuras sociales de la sociedad europea occidental.” 9 Por qué no se sacan las consecuencias de
una conclusión tan lúcida es una pregunta que puede quedar abierta aquí. En cualquier caso, la
tarea queda bien definida: hay que desarmar poco a poco, con paciencia y decisión, esas “estructuras sociales” que tienen más que ver con una situación político-cultural epocal determinada que
con raíces teológicas más profundas provenientes del Evangelio.
7
A. Dulles, Models of the Church, 27.
G. Ruggieri, “El difícil abandono de la eclesiología controversista”, en G. Alberigo (ed.), Historia del Concilio
Vaticano II. Volumen II. La formación de la conciencia conciliar. El primer período y la primera intersesión, Leuven – Salamanca 2002, 267-330, 277.
9
A. Dulles, Models of the Church, 191.
8
4
No basta la declaración de intenciones, que hasta cierto punto ha hecho el Vaticano II (de allí la
importancia del debato sobre él). Como ha reconocido C. Duquoc: a pesar de la inversión del
interés de la eclesiología del Vaticano II, en relación con la preconciliar recién caracterizada, sólo
el movimiento centralizador, los “derechos y poderes de sus dirigentes” para usar la expresión de
Dulles, sigue siendo operativo, pues sólo el poder jerárquico supremo ha sido definido jurídicamente en su ámbito; la deseada participación del conjunto de los creyentes en la vida y en la
orientación de la Iglesia no se traduce en un ejercicio concreto, su evocación de manera difuminada carece de la formulación de unas verdaderas reglas de juego.10
En particular, la llamada “democratización” de la Iglesia, que tiene tantos puntos de partida teológicos favorables, no puede representar, una vez más, aunque ahora con otro signo, la asunción
acrítica de un modelo político-cultural. En este punto es necesario un discernimiento y “una
transformación a partir de las propias raíces,”11 fundamentada en la autocomprensión teológica de
la Iglesia y, por supuesto, en diálogo y enriquecimiento recíproco con las formas socio-políticas,
institucionales de nuestra modernidad tardía. Esta “operación”, una “democratización” de la iglesia, es secundaria la palabra, debe hacerse con cuidado y seriedad de modo que tenga posibilidades reales de alcanzar un consenso amplio en la Iglesia, el consenso incluso de sus autoridades
que, inevitablemente, de avanzar este proceso verán más limitado su poder. Y rara vez esto se
produce voluntariamente.
Un punto central de “una transformación a partir de las propias raíces” y no por una simple operación mimética de las actuales tendencias culturales, puede destacarse: la convicción acerca de
la competencia de los creyentes en las cosas de la fe (sensus fidei, sensus fidelium) es tan antigua
como la Iglesia misma y está enraizada profundamente en la comprensión católica de la fe y de la
Iglesia. De allí que su tradición no se haya interrumpido jamás. Pero, en diversas épocas de la
historia de la iglesia y conforme a las formas sociales que ella adquirió, esta convicción experimentó realizaciones y acentos distintos. Indudablemente esta tradición ha obtenido, en principio,
un nuevo florecimiento con la revitalización de diversos principios, por parte del Vaticano II,
como por ejemplo, la estructura y praxis sinodal de la Iglesia. La antigua enseñanza acerca del
sentido de la fe y de la importancia del consenso de los creyentes (consensus fidelium) ofrece un
fundamento teológico para la consulta y la participación activa en lo referido a las materias de la
fe, en el proceso de búsqueda, de formulación y de testimonio de la fe. Por tanto, a la luz del
principio de “competencia de los creyentes en las cosas de la fe”, la búsqueda del diálogo, de
espacios institucionales que aseguren que la voz de todos y todas tengan reales posibilidades de
ser emitida y escuchada, la participación en las decisiones a todos los niveles de la Iglesia es un
10
Cf. C. Duquoc, «Creo en la Iglesia». Precariedad institucional y Reino de Dios, Santander 2001, 65. Cf. las propuestas de cambio en las normas, de modo que éstas reflejen mejor en las estructuras jurídicas de la Iglesia las enseñanzas del Vaticano II sobre el rol de los laicos: J. Coriden, “Lay Persons and the Power of Governance”, The Jurist
59 (1999) 335-347, 345ss.
11
H. Heinz, “Democracia en la Iglesia. Corresponsabilidad y participación de todos los bautizados”, Selecciones de
Teología 139 (1996) 163-172, 164. Cf. al respecto, interesantes observaciones en F.-X. Kaufmann, “Unbeabsichtige
Nebenfolgen kirchlicher Leitungsstrukturen. Vom Triumphalismus zur Tradierungskrise”, en H. Pottmeyer (ed.),
Kirche im Kontext der modernen Gesellschaft. Zur Strukturfragen der römisch-katholischen Kirche, Regensburg
1989, 8-34, 23ss.
5
asunto eminentemente teológico: escuchar al Espíritu que en cada uno se manifiesta para el bien
común. 12
Aunque podría continuar el desarrollo de esta idea y afrontar varios ejemplos concretos de “cambios estructurales” no deseo centrar los desafíos sólo en el campo apuntado. Representaría una
sobrevaloración de un aspecto. Dichos cambios en la Iglesia, tan importantes, constituyen un
momento necesario no suficiente para la realización de la Iglesia como Iglesia. Es claro, por otra
parte, que un diálogo con varias disciplinas de nuestra universidad, como sociología o ciencia
política, por citar dos de ellas, podrían brindar buenos aportes a este discernimiento.
2. Experiencias de amor
Tenemos a nuestra disposición, incluso referidos a la situación chilena, múltiples trabajos que
describen y caracterizan la situación del hecho religioso en nuestras sociedades. Vivimos en una
época posmoderna caracterizada por un pluralismo religioso complejo. Tenemos conciencia hoy
que, el fenómeno religioso, lejos de desaparecer (como lo habían afirmado muchos teóricos sobre
la secularización), irrumpe una vez más frente a nuestros ojos como un fenómeno poderoso y
ambiguo. Como ponen de relieve varios autores, este proceso se alimenta en las mismas incertidumbres, contradicciones y riesgos que presenta la modernidad. No obstante, en un sentido muy
importante el proceso de secularización es irreversible: “ya no es posible una sociedad (moderna)
cuyo centro sea ocupado por la religión, ni la postmodernidad puede estar dominada por una visión religiosa (cristiana).” 13
Pero, es claro que esta persistencia o “retorno” de lo religioso, incluso en el pensamiento filosófico,14 se experimenta en nuestros días de una manera muy diversa a lo acontecido en décadas pasadas. Una serie de expresiones formuladas por múltiples autores caracterizan bien el momento
socio-cultural presente: desimplantación de la Iglesia en la sociedad y en la cultura, quiebra de la
tradición y de la memoria cultural, desinstitucionalización de la vivencia religiosa, crisis en la
socialización religiosa, privatización e individualización de la religión, etc.
Por otra parte, otra serie de expresiones caracterizan la “novedad” religiosa del momento: nueva
sensibilidad religiosa, reconfiguración de la creencia, acentuación de lo emocional y mayor valoración de lo estético-expresivo, sincretismo ahora bajo el signo del inclusivismo, nuevas expresiones de religiosidad secular o religiosidad profana (vinculadas a fenómenos como la música, el
deporte, el culto al cuerpo, etc.), aparición de nuevos movimientos religiosos fundamentalistas
(incluso dentro del catolicismo), interés creciente por la religiosidad oriental, etc.15
12
Cf. la interesante reflexión de V. Codina sobre la urgencia de elaborar una pneumatología latinoamericana, una
pneumatología de abajo, del reverso de la historia, del grito de los pobres y las víctimas, “La Chiesa in America
Latina: questioni aperte”, Il Regno – Documenti 5 (2013) 185-192.
13
J. M. Mardones, ¿Adónde va la religión? Cristianismo y religiosidad en nuestro tiempo, Santander 1996, 193.
14
Cf. por ejemplo un análisis en el marco de la modernidad tardía en G. Vattimo, E. Trias, J. Derrida, E. Lévinas y J.
Habermas en J. M. Mardones, Síntomas de un retorno. La religión en el pensamiento actual, Santander 1999.
15
Cf. J. M. Mardones, Las nuevas formas de la religión, Estella 1994; K. Hofmeister – L. Bauerochse (eds.), Die
Zukunft der Religion. Spurensicherung an der Schwelle zum 21. Jahrhundert, Würzburg 1999; Bertelsmann Stiftung
(ed.), What the World Believes. Analyses and Commentary on the Religion Monitor 2008, Gütersloh 2009.
6
Este complejo proceso, es oportuno advertirlo, afecta sin excepciones a todo el hemisferio occidental. Si bien es posible y necesario advertir especificidades vinculadas a contextos culturales
regionales, es llamativa la similitud en cifras y tendencias cuando se analizan diversos estudios
generados en el hemisferio norte o en nuestra América Latina.
Ahora bien, este complejo desarrollo histórico referido al fenómeno religioso tiene como clara
consecuencia la progresiva disolución de un entorno social homogéneo marcado por la presencia
de la Iglesia católica. Esto ha modificado ya y modificará radicalmente los presupuestos empíricos para la realización de la Iglesia como comunidad de fe. La “pérdida de la fe” que hoy advierten algunos es por lo pronto, aunque no sólo, la progresiva desaparición de un entorno social que
la sustentaba. Esta transformación, que tiene una estrecha relación con las condiciones de vida
fruto del proceso de modernización, afecta a todas las instituciones transmisoras de valores, no
sólo a la Iglesia católica. El fenómeno se expresa muy claramente cuando se estudian los sectores
de la población más afectados por este proceso de transformación (gente con mayores niveles de
educación, que vive en centros urbanos, etc.).
La creciente individualización en la fe, correlativa a la del pluralismo religioso, que no debe ser
confundida con un individualismo moral, sólo se puede afrontar con éxito, a la larga, en su propio
campo, a saber, profundizando la personalización en la fe. En un contexto cultural caracterizado
por mentalidades diversas y formas de vida plurales, la formación de la identidad personal ya no
puede ser formulada como internalización de valores y normas. Las instituciones, por su parte, no
están en fáciles condiciones para ofrecer criterios conductores y sistemas de normas aceptados;
ellas son vividas, más bien, como amenazas a la propia autonomía. En este contexto cobran singular relieve las experiencias cualificadas, que otorgan confianza a la persona en su recto obrar, a
modo de autoafirmación, vividas no como impuestas desde fuera sino como profundas expresiones de sí mismo, y que posibilitan la adquisición de una identidad que permite enfrentar las distintas situaciones vitales. Se trata de experiencias por las cuales la persona se autovincula por
amor a personas y valores en una dinámica de autotrascendencia hacia el otro. Una experiencia
que otorga consistencia a la persona, tan importante en un momento de rápidas transformaciones,
la hace menos dependiente de los cambiantes vientos exteriores y al mismo tiempo la abre a una
dimensión solidaria con horizontes universales.
En el marco de este análisis me parece muy atinada la ya célebre observación del jesuita alemán,
Karl Rahner, formulada hace casi 50 años: “El hombre de piedad del futuro será un «místico», es
decir una persona que ha «experimentado» algo, o no será cristiano. Porque la espiritualidad del
futuro no se apoyará ya en una convicción unánime, evidente y pública, ni en un ambiente religioso generalizado previos a la experiencia y a la decisión personales.” 16 Es claro que la expresión «mística», aquí utilizada, debe ser bien comprendida. No refiere a determinados fenómenos
extraordinarios, indica más bien una experiencia inmediata de Dios, que realiza todo hombre y
mujer, no exclusiva de personas escogidas, y que posee un esencial componente socio-político
(sobre el cual me detendré en seguida).
16
"Frömmigkeit heute und morgen", en id., Schriften zur Theologie VII, Einsiedeln 1966, 22. Cf. también, K. Rahner, “Elemente der Spiritualität in der Kirche der Zukunft”, en id., Schriften zur Theologie XIV, Eindiedeln 1980,
368-381, 374ss. Estudios sociológicos más recientes confirman el acierto de esta intuición. Cf. por ej., F.-X. Kaufmann, Wie überlebt das Christentum?, Freiburg i.Br. 2000, 135.
7
En el camino de la fe sólo tiene futuro como creyente aquel que se arraigue en una experiencia
propia, el que crezca desde dentro, no por una indoctrinación venida desde fuera o por una mera
argumentación racional, con la convicción íntima de que ha gustado lo que le cuentan. No hay ya
fe sin experiencia personal. El cristianismo tiene ante sí el reto de asumir, sin dejar de conjugarlo
con la adecuada formación y el necesario espíritu crítico, el potencial que la experiencia de una fe
cálida proporciona al creyente. Esto requiere verdaderos maestros en el espíritu, espacios comunitarios libres con una pluralidad de ofertas y un cultivo serio de la experiencia de Dios. 17 Este
desafío se dirige también a nuestra universidad, particularmente por el tipo de público que reúne.
Permítanme en este momento una breve digresión bíblica en orden a destacar lo esencial de esta
“experiencia” a la que refiere Karl Rahner. En la misma página que la primera carta de Juan, un
escrito de fines del siglo I, afirma que “a Dios nadie lo ha visto nunca” (v. 16: ϑεὸν οὐδεὶς
πώποτε τεθέαται; Deum nemo vidit umquam),18 probablemente para garantizar en primer término
la originalidad del Hijo, de Jesús de Nazaret y para desautorizar supuestos privilegiados que gozarían de una intuición directa, sostiene pocos renglones antes, v. 7, que el amor procede de Dios
como su fuente (quoniam caritas ex Deo est), que “todo el que ama ha nacido de Dios” (et omnis
qui diligit ex Deo natus est) y que así “conoce a Dios” (καὶ γινώσκει τὸν ϑεόν; et cognoscit
Deum).19 El amor humano, por su propia naturaleza y dinámica, está incesantemente naciendo en
Dios. Por eso, quien se deja mover por esa dinámica, aunque sea imperfecta, hace una experiencia de Dios, aunque no formule nunca una palabra sobre él. Es oportuno recordar: no es lo mismo
experiencia que experiencia refleja, conceptual. El enamorado “«sabe» de su experiencia mucho
más de lo que puede «decir».”20 Y esa dinámica, tan cotidiana, “salva” al hombre y la mujer; naciendo incesantemente de otros y saliendo de sí mismos hacia los demás. En ese movimiento de
amor hay, por tanto, un “saber” de Dios que a menudo no tiene palabra, pasa inadvertido incluso
para el mismo sujeto que lo experimenta y queda así oculto en los pliegos más profundos de su
biografía. Dios no es un bien escaso, pero no está presente como un objeto entre los objetos de
este mundo. No es un sujeto entre los sujetos, es el totalmente Otro, el Trascendente, que de ordinario sólo por su silencio y ocultamiento puede aparecer como tal, de modo que no pueda ser
confundido con otra cosa. Y así, siendo el completamente extraño, el distinto, puede ser el más
íntimo, el más próximo, el más obvio y, por eso, a menudo desapercibido. De allí que el Evangelio se presente también como una escuela del ver, del “aprender a mirar”, dirá Metz. Sí, Dios vive
en la ciudad, late en las infinitas experiencias de amor, grita e interpela en tantos sufrimientos
cotidianos. Una universidad jesuita, con creatividad y los enormes recursos de su propia tradición, debe ayudar a que todos y todas aprendamos a ver y a darles palabras a nuestras experiencias.
17
Cf. J. M. Mardones, “Hacia un modelo de cristianismo”, en id., ¿Adónde va la religión?, 224-228.
Expresión análoga al del prólogo del Evangelio de Juan 1,18: “Deum nemo vidit umquam unigenitus Filius qui est
in sinu Patris ipse enarravit”.
19
El verbo γινώσκω (ginōskō, conocer) aparece 222 veces en el Nuevo Testamento y en los diferentes matices y
ejercido por diferentes sujetos (Dios conoce el corazón humano; el Hijo conoce al Padre; el Padre conoce al Hijo;
personas que conocen la hora de un suceso) conserva el sentido de conocer, saber, tener conciencia de. El corpus
joáneo lo utiliza 56 veces; en sentido teológico, es paralelo a expresiones como “creer”, “amar a Dios”, “ver a Dios”
o el mismo comprender incluido en el creer. Alude al movimiento de venir a la fe de cara a un proceso de revelación.
Cf. W. Schmithals, “ginōskō”, en H. Balz – G. Schneider (eds.), Exegetisches Wörterbuch zum Neuen Testament.
Band I, Stuttgart 21992, 596-604.
20
K. Rahner – K. Lehmann, “Historicidad de la transmisión”, en J. Feiner – M. Löhrer (eds.), Mysterium Salutis Vol 1,
Madrid 21979 (original de 1965), 794-855, 830.
18
8
Ahora bien, es oportuno advertir, como lo hace el sociólogo Karl Gabriel, que si la transmisión
de tradiciones, hoy más que antes, depende de las instituciones (por la falta de un ambiente homogéneo), por otro lado, el éxito del proceso de transmisión presupone un alto grado de apertura
institucional, sensibilidad para las aspiraciones de autonomía individual y reflexividad. En relación a las grandes iglesias, esto aparece casi como un círculo cuadrado.21 Desde esta perspectiva,
se plantean enormes desafíos a la Iglesia y a las instituciones universitarias de inspiración cristiana. ¿Podrán ellas llegar a ser un lugar privilegiado para la experiencia del Dios de Jesús de Nazaret o se acentuará su imagen como una agencia de moralidad internacional? ¿Tendrán la flexibilidad necesaria, las personas adecuadas, el buen humor requerido, la paciencia y el rostro misericordioso que se le demanda?
Estas son sólo algunas preguntas indicativas; otras muchas podríamos plantearnos. Claro es que,
pocos ambientes como el universitario, -caracterizado por su mentalidad marcada por la modernidad, por sus espacios determinados por el fenómeno urbano, por sus adultos formados y críticos
y por su universo juvenil- le demandan a la Iglesia un lenguaje más adecuado, una argumentación
más competente y diferenciada, prácticas institucionales más evangélicas, simbologías personales
y rituales más sencillas y contemporáneas, personalidades más abiertas e intelectualmente calificadas.
3. Compromiso socio-político
La misma experiencia humana fundamental que hemos caracterizado recién, la del amor que se
recibe y se da, en tanto proceso de autotrascendencia, de salida de sí mismo, nos pone en un camino correcto que conduce a la preocupación por el otro, particularmente el pobre y el sufriente,
no por una exigencia moral exterior, añadida, sino por la fuerza y dinámica de su propio movimiento. Sigo con atención y me parecen correctos los esfuerzos que se hacen en cada generación
por expresar en pocas palabras, en la forma de un credo breve, el núcleo del cristianismo.22 Mística y política, es decir, experiencias de amor y compromiso solidario por los otros parece ser un
credo breve adecuado para nuestra época. Su fuerza está en el “y”, en la conjugación inseparable
de ambas dimensiones: mística y política. Dondequiera este binomio inseparable se manifieste,
en la biografía en la cual se transparente, será posible y más fácil encontrar la riqueza del Evangelio, el rostro mismo de nuestro Dios aggiornado para nuestra época. Será posible así, también,
apreciar con mayor claridad el aporte que el cristianismo puede hacer a nuestra convivencia ciudadana.
No es el momento ahora para describir la situación económico-social en la que nos encontramos.
Existen buenos estudios que, a la vez, reflejan nuestros progresos como sociedad, pero también
ponen de relieve nuestras principales tareas y deudas. El buen trabajo del PNUD, “Informe sobre
Desarrollo Humano en Chile” publicado en agosto de 2012, que procura poner en el centro del
escenario del desarrollo las biografías concretas, la idea de bienestar subjetivo de los ciudadanos
y ciudadanas de nuestra patria o el interesante esfuerzo del PNUD 2013, publicado en estos días
que sin dejar de mostrar el “ascenso del sur”, individua como urgente “el debate político sobre la
21
Cf. F.-X. Kaufmann, Wie überlebt das Christentum?, 141.
Cf. M. Delgado (ed.), Das Christentum der Theologen im 20. Jahrhundert. Vom “Wesen des Christentums” zu den
“Kurzformeln des Glaubens”, Stuttgart 2000.
22
9
desigualdad” son instrumentos apropiados para delinear mejor nuestro camino e individuar con
más precisión algunos de nuestros desafíos concretos.23
En particular, este dato ya bien conocido debe inquietarnos: América Latina es la región más desigual del mundo si se tienen en cuenta los ingresos de su población. En otros continentes hay
más pobreza que entre nosotros, pero los latinoamericanos, somos los más inequitativos del mundo. Hemos organizado de tal manera la vida social, que una gran parte de nuestra población tiene
problemas de supervivencia. Al mismo tiempo, es un escándalo decirlo, el nuestro es el continente donde reside casi la mitad del catolicismo mundial. La tierra donde más se pronuncia y escucha
el Evangelio del amor y la justicia es la tierra de la desigualdad, de la pobreza y la injusticia estructural.
¿Qué significa para la Iglesia y para una universidad de inspiración cristiana existir en este espacio geográfico? ¿Qué responsabilidades tienen nuestras universidades en los procesos de empobrecimiento y de inequidad? ¿No seremos acaso un engranaje amorfo e ingenuo que apenas impacta en las tendencias socio-culturales de mediano plazo? ¿No es verdad que universidades del
cono sur, sus escuelas de derecho y de ciencia política, han abastecido proyectos políticos que
han violado sistemáticamente los derechos humanos? ¿Acaso no han sido algunos de nuestros
centros de estudios económicos una fuente en donde se han alimentado proyectos ineficientes, de
privatización de la economía al servicio de unos pocos, de concentración de la riqueza en perjuicio de las mayorías? ¿A quiénes servimos? No existen ciencias y saberes neutros.
En el marco de este contexto socio-económico, ¿qué ideas conductoras provenientes de la tradición judeo-cristiana podrían ponerse de relieve? La sensibilidad por la justicia y el sufrimiento de
los otros caracteriza, precisamente, la nueva forma de vivir inaugurada por Jesús. Es la expresión
más nítida de la unidad de amor a Dios y al prójimo presente en el judaísmo y subrayada por Jesús. En esa línea existen parábolas con las cuales Jesús ha marcado la historia de la humanidad.
En un lugar preponderante se sitúa la del “buen samaritano”; parábola que contiene una crítica a
instituciones de entonces, al sacerdote y al levita, quienes al servicio de “un interés más alto”,
pasan de largo frente al herido en el camino. Según este relato no hay interés de más alto rango
que responder efectivamente al llamado del sufrimiento ajeno. Hablar del Dios de Jesús significa
hacerse cargo del sufrimiento de los otros. De este modo, dicha parábola pone toda experiencia
de Dios y todo discurso sobre Dios y su amor en el ámbito de la sensibilidad hacia el sufrimiento
ajeno. Esta sensibilidad, y su consiguiente responsabilidad, es, a la vez, el presupuesto vivencial
de la experiencia de Dios y la consecuencia moral del discurso bíblico sobre Dios. La inquietante
pregunta por la justicia para con el que sufre está en la entraña misma de la tradición bíblica.
Además, situar dicha sensibilidad hacia el sufrimiento ajeno en el lugar central tiene una importancia decisiva en la búsqueda de un universalismo que sea compatible con el pluralismo. Jesús
confiere a los que sufren una autoridad a la que nadie puede rehusar obediencia (ni siquiera invocando "intereses superiores"). En su perspectiva, esa autoridad de los que sufren es la única autoridad en la que se manifiesta a todos los hombres y mujeres la autoridad de Dios que juzga al
23
PNUD, “Informe sobre desarrollo humano 2013. El ascenso del sur. Progreso humano en un mundo diverso”. Cf.
el reciente e impresionante informe sobre el deterioro de la situación social española: Informe 2013 de la Fundación
FOESSA, auspiciado por Caritas España, presentado hace tres semanas en Madid bajo el título “Desigualdad y derechos sociales Análisis y perspectivas”. Cf. http://www.caritas.es/noticias_tags_noticiaInfo.aspx?Id=6475
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mundo: Mt 25,31-46. Las parábolas del buen samaritano y del juicio final (Mateo 25) ponen la
totalidad de la historia de la humanidad bajo la autoridad de los que están solos, hambrientos,
sedientos, heridos en su dignidad. En el incondicional reconocimiento de esa autoridad debería
basarse toda ética y todo posible universalismo moral. “Una compasión que busca justicia es, en
la era de la globalización, la palabra clave del programa universal del cristianismo,”24 ha formulado Johann Baptist Metz. Aquí reside lo que él califica como la “dote” bíblica al espíritu europeo-occidental, así como la curiosidad teórica es la “dote” griega y el pensamiento jurídico la
“dote” romana a la historia de la cultura.
A la luz de estas ideas, la Iglesia debería comprenderse y actuar como una comunidad de recuerdo y narración comprometida en el seguimiento de Jesús. Al reconocer todos los días en el centro
de su existencia la memoria de un mártir, torturado y crucificado por las instituciones políticas y
religiosas de su tiempo, ella se constituye como una “memoria del sufrimiento institucionalizada”. Por tanto, debería presentarse y obrar cotidianamente como transmisora pública de esa memoria provocadora, peligrosa y liberadora. Hay aquí un enorme potencial socio-crítico a partir del
mismo núcleo del Evangelio. Más aún porque, como escribe Metz influenciado por Walter Benjamin, “todo levantamiento contra la opresión se nutre de la fuerza subversiva del sufrimiento
evocado”.25 Es precisamente el núcleo de la liturgia cristiana: la memoria de un amor que, asesinado, muere por amor. La crisis de la Iglesia, en buena medida, argumenta el fundador de la Teología política alemana, proviene ante todo del hecho de que ella ha desgajado en exceso su memoria dogmática de Dios de la memoria de sufrimiento de los seres humanos. Por eso, porque la
autoridad de Dios que ella anuncia no se refleja en la autoridad de los que sufren, su apelación a
la autoridad de Dios suena a menudo tan fundamentalista.26
Por el contrario, la Iglesia y, en ella, las universidades, como las personas, no pueden tener “intereses más altos”, que los de responder a la autoridad de los que sufren. Desde este punto de
vista evangélico parece oportuno preguntarse: ¿Qué espacio ocupa esta perspectiva en los proyectos de investigación, en nuestras publicaciones, en los planes de las diversas facultades, en los
programas de las distintas cátedras, en las prioridades de los profesores y profesoras, en la selección y en la formación del personal, en la orientación general de la pastoral universitaria, en el
acento de la propuesta y de las actividades específicamente religiosas, en los criterios de evaluación institucional? En suma, esta “compasión que busca justicia”, ¿representa o no una perspectiva omniabarcante y una línea conductora que atraviesa todos los espacios y rincones de nuestra
universidad?
Concluyo. En esta hora de nuestra historia, confiamos en que sea posible para la Iglesia y los creyentes recorrer un camino caracterizado por múltiples y profundos cambios estructurales, variadas y ricas experiencias de amor y un enérgico y “subversivo” compromiso socio-político en beneficio de los entristecidos de la tierra. La tradición ignaciana puede ser una fuente enorme de
recursos que nos ayude a ser los hombres y mujeres que necesita nuestro tiempo, a la altura de los
24
Cf. “La compasión. Un programa universal del cristianismo”, Revista Latinoamericana de Teología 19 (2002) 2532, 28.
25
La fe, en la historia y la sociedad, Madrid 1979, 120-121. Cf. M. Omar Ruz - G. Rosolino - C. Schickendantz, “La
fuerza subversiva del sufrimiento evocado. Recepción de Walter Benjamin en la teología de Johann Baptist Metz”,
Teología 100 (2009) 397-420.
26
Cf. Memoria passionis. Una evocación provocadora en una sociedad pluralista, Santander 2007, 195.
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sueños de Dios y las necesidades de la humanidad. En nuestras crisis están latentes nuestras oportunidades. Hay que educar la mirada, aprender a ver.
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