Nuevos centros de creación contemporánea

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Reflexiones y propuestas sobre los nuevos centros de creación contemporánea
Jesús Carrillo
Este texto responde a la propuesta de compensar mi análisis crítico a la institución artística y, en particular, a los nuevos centros de cultura contemporánea – las fábricas de la cultura, como se los ha denominado – con un recorrido inverso, dando algunos apuntes acerca de cómo habría de ser, a mi entender, una institución que se ajustara modélicamente a las demandas de la sociedad actual y se aplicara al reconocimiento y desarrollo del procomún cuya elucidación nos ocupa en este seminario. El ensayar una respuesta este tipo conlleva transitar por un campo lleno de minas sin ninguna garantía de llegar a cualquier conclusión más allá de lo meramente retórico. Vaya por delante que no creo que exista ni deba existir una fórmula ideal – solo existen en los discursos inaugurales ­ que resuelva de un modo universal la grave crisis que afecta hoy a la noción y al funcionamiento de la cultura, salpicando incluso a sus antagonistas y resistentes tradicionales. Tampoco soy, sin embargo, de los que creen que institución y valor cultural sean términos necesariamente incompatibles. Es más, pienso que ­ aunque esto que digo pueda sonar a contradicción o a ciencia ficción – las instituciones públicas pueden jugar un papel crucial en el desarrollo y la continuidad de espacios de producción cultural dotados de autonomía respecto a la lógica del mercado y al amparo de la ideología neoliberal dominante. Para que ello ocurra, sin embargo, la institución debe tener credibilidad, una cualidad que se pone en entredicho cada vez que la promoción oficial de la cultura se utiliza como instrumento o como caballo de Troya de otras operaciones.
No es la primera vez que se me pide que haga un ejercicio de este tipo. Hace ahora dos años tuve la oportunidad de participar en la comisión técnica de un proyecto de centro de creación contemporánea que se proponía como buque insignia de la nueva dirección de las políticas culturales de una comunidad autónoma. Los miembros de dicha comisión técnica estuvimos encargados, en primer lugar, de diseñar la convocatoria del concurso para la arquitectura de un complejo cultural de última generación, el cual nos había llegado inicialmente como un ramillete de lugares comunes acerca del maridaje entre las nuevas tecnologías y la cultura y el arte contemporáneos, fermento de la modernización de la ciudad y de la región en su conjunto y signo de su proyección hacia el futuro. El discurso que justificaba la necesidad de este centro cultural era similar al que se hubiera aplicado a una planta industrial en la era del desarrollismo.
A pesar de ello, nos sorprendió la actitud de los interlocutores dentro de la institución, quienes estuvieron desde el principio abiertos a nuestras sugerencias respecto a limar el perfil neotecnológico y futurista de la convocatoria y cambiarlo por otro de cariz social y políticamente comprometido en el que se definiera la vocación del centro de profundizar en los nuevos campos de lo común mediante la experimentación creativa. Dicha impresión se vio reforzada una vez realizada la selección del proyecto ganador, cuando pudimos trabajar con los arquitectos en la transformación de su planteamiento original de acuerdo con nuestras ideas respecto a lo que debían ser los espacios, sus jerarquías y la circulación entre los mismos. Fue una agradable sorpresa comprobar cómo los arquitectos, lejos de acantonarse en los puntos 1
fuertes de su proyecto ganador, mostraban una enorme curiosidad y una gran flexibilidad a la hora de asimilar nuestras sugerencias: la potenciación de espacios para la sociabilidad y de encuentro en menoscabo de los estudios individuales inicialmente adjudicados a los artistas; la permeabilidad entre los lugares de producción, documentación y exhibición; la ductilidad de dichos espacios de modo que no impusieran un marco rígido y predeterminado a la lectura de los artefactos culturales que allí se produjeran, discutieran o exhibieran, etc… Un ejemplo de la receptividad de los arquitectos está en que la inmensa fachada­pantalla mediática que habían diseñado inicialmente para cautivar tanto la mirada de los miembros del jurado del concurso como la de los políticos que habían de acoger el proyecto, se aceptó que fuera transformada en un dispositivo mucho más económico y sostenible que, en vez de perseguir la espectacularidad del edificio y la atracción de los turistas como polillas hacia la luz, sirviera como membrana de comunicación entre lo que ocurría dentro del centro y la ciudad.
Una vez concluida esta primera fase, y dentro del mismo clima de cooperación, se nos pidió un texto que sirviera tanto de marco programático como de modelo de funcionamiento con el fin de presentar en sociedad el proyecto e ir creando la cuenca de recepción del centro en sus distintos hinterland hasta que finalmente abriera sus puertas. Animados por la apertura y buena acogida a nuestras propuestas hasta ese momento decidimos enfatizar el sentido político y democratizador de la producción cultural y la creación artística que había de diferenciar al centro de los diversos “competidores” que estaban empezando a perfilarse en otros lugares de España. El cortocircuito subsiguiente entre asesores e institución no se produjo, sin embargo, por nuestro énfasis político sino por el órdago que lo acompañaba: por un lado, el que nuestro discurso no fuera utilizado en una presentación del centro de arte en ARCO, antítesis de la noción de cultura que defendíamos y, por otro, que tuviéramos la capacidad de participar en el diseño de las actividades que irían perfilando la personalidad del centro mientras éste iba construyéndose materialmente. La recepción de nuestro envite quedó clara cuando, tras un largo silencio institucional, leímos en la prensa que el proyecto había sido presentado en sociedad con un gran despliegue de medios, con una degustación gastronómica elaborada por jóvenes “creadores” del ramo, amenizada con la performance de artistas de un vago perfil contemporáneo y con la presencia estelar de los arquitectos. Los asistentes al acto fueron obsequiados con una chapita con el nombre del centro, un nombre que, medio en broma medio en serio, había “inventado” yo mismo. Por un descuido nadie se acordó de invitarnos a la fiesta. A pesar de las sinceras disculpas que recibimos por parte de nuestros contactos institucionales y tras una última reunión de cortesía se disolvió amigablemente nuestra relación con el proyecto.
La narración de este caso reciente quiere servir de introducción a mi respuesta a la invitación de imaginar de nuevo la silueta de un centro de cultura contemporánea. He aceptado, a pesar de este primer fracaso, por haberme permitido, hace pocas semanas, exponer en público dentro de estas mismas paredes, mi escepticismo ante el proceso que ha llevado a la configuración de los nuevos modelos de “fábrica de la cultura” – los de San Sebastián, Gijón y Madrid me servían de objeto de estudio ­ que vienen a sustituir a los museos de los 90 como paradigma de infraestructura cultural para el nuevo milenio. El borrador de aquella intervención está accesible a través de Marcos, por lo que me abstendré de repetir de nuevo mis argumentos. Solamente, y en relación con la narración de la experiencia reciente que os he expuesto como introducción, querría a modo de caveat prevenir 2
acerca de la función que se nos concede a los “expertos” – para utilizar un apelativo del campo científico que me cuesta aplicarme a mí mismo – dentro de procesos que desbordan nuestro control; así como la facilidad con que aceptamos acríticamente dicho rol como si siguiéramos en el ámbito amortiguado de la actividad académica, cuando los circuitos de circulación y los procesos de acción en que se insertan nuestras elucubraciones son muy distintos a los de las aulas. Solo un autoengaño pudo hacernos creer que un centro de cultura contemporánea, albergado en un edificio emblemático valorado en millones de euros, destinado a recualificar especulativamente un barrio depauperado y a poner a una ciudad “de provincias” en el gps global, iba ser, simplemente por emanación de nuestra buena e ilustrada voluntad, un foco de experimentación crítica y autónoma de modos alternativos de subjetivación, relación y comunicación, cuyo potencial reconocíamos, siempre en abstracto, en las nuevas dinámicas sociales.
Ello nos lleva a la primera condición que debería asumir un centro de cultura promovido desde las instituciones: su independencia respecto a macro­proyectos de recualificación urbana que no solo convierten a la cultura en cómplice de operaciones millonarias, sino que determinan el tipo de cultura de que se trata: no solo una cultura desterritorializada, abstraída y mistificada, sino también desterritorializadora, extractora de sentido y mistificadora. No es que se niegue – todo lo contrario ­ el papel de la cultura como herramienta de transformación social, sino el modo en que una versión banalizada y fetichizada de la misma se utiliza para fines espurios. Puede parecer una condición imposible de cumplir en la situación presente en la que ésta parece ser la razón principal que encuentran ayuntamientos y comunidades autónomas para invertir en infraestructuras culturales “de prestigio”, pero como de usar la imaginación se trata, se podría añadir que los centros culturales deberían instalarse allí donde hubiera demanda social o, al menos, teniendo en cuenta la relación entre infraestructuras culturales y las necesidades y carencias del área. La intensificación de su concentración en la “milla de oro” madrileña – Medialab­Prado y Caixaforum distan menos de 50 ms el uno del otro, para no ir más lejos – y la función que pretende cumplir es un ejemplo palmario del criterio que están utilizando las instituciones. Ello no quiere decir que todo centro cultural tenga que ser sistemáticamente un “centro de barrio” destinado exclusivamente a llenar el tiempo libre de los desocupados, de los jubilados y de las escasas amas de casa que aún puedan quedar. El hinterland de un centro cultural tiene un perfil difuso y variable, que puede abarcar un distrito, una ciudad, una región o incluso un estado. Simplemente, debería conectar con los deseos, expectativas y potencialidades de una población cuyos márgenes y límites no son tan castizos ni son tan localmente impermeables como se quiere pensar. Las poblaciones urbanas son variadas, móviles y heterogéneas en sus necesidades y expectativas. Un centro con voluntad de relacionarse de un modo sostenible con su entorno debe adoptar una actitud ecosistémica y no intentar cubrir indiscriminadamente y a modo de monopolio todo aquello “que se mueve” y puede caer bajo el apelativo de cultura, como ocurre, por ejemplo, en el caso de La Casa Encendida. Es por ello fundamental que parta de las dinámicas internas del lugar, evitando tanto el efecto “ovni” como el de “caballo de Atila” y que no se entienda este lugar ni como una reserva cultural que rentabilizar turísticamente, ni como un territorio que sanear y transformar de un modo sistemático. La neutralización de la acción del “principio de 3
Arquímedes” que puede suponer la instalación de un centro cultural en un entorno urbano debería estar en manos de unas autoridades municipales que frenaran, en vez de jalear, las dinámicas especuladoras.
Todos los movimientos culturales de interés han surgido de una feliz negociación local con lo ajeno y lo extraño, una negociación que solo es posible si existe una cierta simetría entre los términos implicados en la misma. No recuerdo ninguno, desde la Biblioteca de Alejandría ­recordemos el significado del término“alejandrinismo”­ que haya florecido en desconexión con su hinterland humano. Los brillantes poetas y pintores llegados de provincias no hubieran dado lugar por sí solos a la “edad de plata” en la Residencia de Estudantes sin el agitado Madrid de finales de los años veinte. Más cercano a lo que aquí tratamos es el “éxito” de Arteleku, centro institucional en que los fondos públicos alimentaron las dinámicas creativas locales, generando a la vez el núcleo artístico más abierto a las corrientes internacionales durante la década de los 90. Solo instituciones muy poderosas, como pueden ser por ejemplo el Museo del Prado o el Macba, pueden desarrollar sus operaciones en una dinámica de naturaleza desterritorializada y global, como son las altas esferas del arte y el turismo internacional, y solo mientras participen en ella como agentes de prestigio. Sin ir más lejos, comprobamos cómo la continuidad de un proyecto tan vinculado a flujos inmateriales como Medialab­Prado, como la de un grupo de discusión como el nuestro sufre o se beneficia de la relación con el estrato local y social en el que se inserta.
La segunda condición está en la generación de unas estructuras de funcionamiento y financiación que garanticen la independencia y transparencia del centro, además de su eficiencia. Los dos primeros factores son fundamentales a la hora de inspirar confianza en los potenciales colaboradores y participantes en las actividades del mismo e imprescindibles si se quiere que ese espacio cultural llegue a ser considerado como parte integrante y generadora de procomún. Sería improcedente reproducir el sistema de concurso internacional la escala de un centro menor. No es tan importante escenificar un nuevo sistema de elección de la gerencia como el promover unas estructuras mentales, éticas y de funcionamiento que prevengan y eviten la ingerencia del concejal o el consejero de turno y garanticen el desarrollo y la continuidad de las actividades en un clima de confianza e independencia. Un centro cultural, como un hospital, una escuela o una universidad, no es un instrumento del poder político por muy legítimamente que éste haya sido elegido. La transparencia es la otra cara de la moneda de la independencia y uno de los reclamos más eficaces para atraer la participación de agentes externos al sistema y que tradicionalmente han proyectado sus sospechas sobre unas instituciones culturales opacas y secretistas.
La eficiencia del centro depende ante todo de la existencia de un equipo cualificado, cohesionado y coordinado, dotado de estabilidad y continuidad laboral, así como de una retribución acorde con su cualificación y el valor de su trabajo. Este equipo gerente debería verse complementado por un comité de asesores renovado periódicamente y elegido de acuerdo con los agentes de la zona o del sector especializado hacia el que se enfoque la actividad del centro. La definición de las iniciativas y las programaciones no caería exclusivamente, por tanto, sobre los hombros del equipo sino que estaría elaborada en colaboración con este comité cuya misión sería aumentar el alcance y la capilaridad del centro 4
en su entorno social y cultural. La renovación periódica del mismo impediría que tal comité acabara convirtiéndose en un sanedrín.
La participación de la sociedad en el centro no se vería limitada a este comité asesor. El centro no debe considerarse a sí mismo como el emisor o el productor de la cultura, sino como un mero catalizador de propuestas que tienen su origen y su destino en la sociedad. Ésta, a través de los individuos, grupos o entidades participantes en cada uno de los proyectos o actividades específicos, estaría invitada a hacerlo en términos de corresponsabilidad con capacidad para intervenir en todas las decisiones relativas a dichos procesos. La institución funcionaría como dotación de espacios de producción y socialización y de infraestructuras, así como vehículo de comunicación entre los distintos proyectos y una audiencia más amplia. Esta comunicación no habría de limitarse a los formatos convencionales de la exposición, sino que se podría desarrollar en seminarios o talleres, según el caso, o mediante la generación de documentación que se depositaría en el centro para su consulta pública, física u on line. Esta función, la de centro de documentación o archivo, es una de las fundamentales que debe cumplir una institución cultural frente a la dinámica del acontecimiento efímero y la ausencia de huellas que acompaña a muchos procesos contemporáneos, contribuyendo a la sensación de precariedad y falta de agencia entre sus actores.
Es también fundamental definir procedimientos por los cuales los proyectos llegan a formar parte de las actividades del centro. La tradicional convocatoria periódica de un concurso público para la concesión de subvenciones ha demostrado tanto su ineficacia como su poder desestructurador de aquello que en apariencia se quiere apoyar. En estos concursos los proyectos han de ajustarse artificialmente a las demandas impuestas en las bases para luego recibir una cantidad muy exigua, a cambio de la cual deben someterse a un rígido control y fiscalización, siendo frecuentemente este el único feedback que reciben de la institución. La alternativa sería la dotación suficiente de los proyectos presentados en una convocatoria permanente y flexible, siendo la aprobación realizada conjuntamente por los gestores y el comité asesor de acuerdo con la relevancia y pertinencia de dichos proyectos. La institución debería servir como un factor de consolidación de las iniciativas externas a ella misma, a la vez que como aglutinante de la dimensión común de cada una de ellas mediante la condición obligada de generar cauces de comunicación o materiales de difusión pública.
El tercer aspecto fundamental en la configuración de un centro cultural es el planteamiento profundo de quién o quiénes constituyen sus interlocutores, sus colaboradores o usuarios, su constituency, desde el momento en que se abandona la estructura dual convencional creador/espectador mediada por el cubo blanco de la institución­museo. Estamos asistiendo actualmente a un intenso debate a múltiples bandas respecto a la identidad del productor cultural contemporáneo, cuyo perfil parece expandirse y diversificarse hasta hacerse casi irreconocible respecto a los estándares tradicionales del artista. Mucho menos audible es la reflexión acerca de las transformaciones operadas en aquellos que tradicionalmente se identificaban como público y en los mecanismos de relación con unos sujetos que ahora vienen indiscriminadamente interpelados en términos de usuario, de consumidor, de turista cultural o como mero dato estadístico dentro de un medidor de audiencias. Es inquietante la vacuidad y el esquematismo de las conclusiones de los informes publicados por el ministerio de cultura o la comisión Europea al respecto, que sólo se hacen más precisos cuando intentan determinar el peso económico del consumo cultural.
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La precipitación de la figura tradicional del artista en la melé de la producción cultural contemporánea y su absorción en las “industrias creativas” es un fenómeno ampliamente 1
analizado por la crítica y a los términos de este debate me remito. Lo que nos concierne aquí es observar cómo este nuevo y difuso perfil se acopla como un guante al recambio del modelo de centro cultural que viene implementandose aceleradamente desde las instituciones. En toda su vaguedad e imprecisión de rasgos este nuevo productor cultural es interpelado insistentemente como el actor por antonomasia del renovado centro de creación contemporánea. Es interesante apreciar cómo muchos de los que anteriormente se hubieran considerado artistas se muestran ahora prestos a autoidentificarse y asimilarse dentro de ese nuevo marco, y no solo de un modo complaciente por las ventajas derivadas de ser reconocidos en el discurso dominante, sino también desde una perspectiva reivindicativa y crítica respecto a los procesos de precarización y desempoderamiento que implica este nuevo perfil dentro del sistema contemporáneo de explotación del trabajo. Es interesante observar que estos nuevos actores son interpelados simultáneamente como emisores y como receptores, intentándose el traslado de la bidireccionalidad de los flujos comunicacionales enmarcados en Internet –como si dicha dinámica no hubiera existido con anterioridad­ a la estructura tradicionalmente unidireccional de la cultura institucionalizada, dando un curioso giro de tuerca a la antigua ambición de fundir creador y espectador en las vanguardias. Este traslado supone un desplazamiento de la noción moderna de público del esquema dominante de la cultura, a la vez que un trastocamiento general del sistema tradicional de mediaciones. La transformación es de tal trascendencia y tiene tantas implicaciones que es vital evitar la banalización o la traducción de esta dinámica en simulacros vacíos de sentido, como ha ocurrido en mucho del así llamado “arte relacional” diseñado para ser consumido por unos “turistas” que ya no son interpelados como público, pero que tampoco son partícipes de un proceso real. Por otro lado, es igualmente vital evitar enfrascar la capacidad proteica de unos procesos culturales por naturaleza abiertos en los recipientes convencionales de la cultura institucionalizada, atrapándolos en la circularidad autoreferencial de aquello que la institución reconoce y sanciona como “cultura contemporánea”, contribuyendo a una uniformización y homogeneización de los sujetos culturales y, en último término, provocando el desplazamiento de aquellos que no comparten estos códigos, que son la mayoría de la masa social.
La vacuna para estos males estaría de nuevo en el compromiso del centro cultural con las dinámicas existentes fuera del mismo, absteniéndose de simularlas o modelizarlas dentro de sí para su neutralización o su espectacularización. También sería necesario prevenir y evitar la autoproclamación de los agentes tradicionalmente reconocidos – artistas, teóricos… ­ como Ver, por ejemplo, Richard Raunig, “La industria creativa como engaño de masas” http://eipcp.net/transversal/0207/raunig/es o mi más modesto “El artista como productor…cultural”, ambos a vueltas con el giro de tuerca que supone la situación actual respecto a los análisis de la Escuela de Frankfurt y Benjamín. Ver también los textos contenidos en el volumen Producta50. Una introducción a algunas de las relaciones que se dan entre la cultura y la economía, YProductions eds, Generalitat de Catalunya, Barcelona, 2007.
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herederos naturales y exclusivos del nuevo ámbito expandido de la cultura, una tendencia perfectamente reconocible en el contemporáneo cierre de filas de los “creadores” en defensa de un sector que consideran de su propiedad, aprovechándose de que la siempre inquietante posición crítica del público ha sido finalmente excluida del sistema.
El último aspecto que querría abordar es el de la función del nuevo centro cultural. La cultura y sus instituciones – o la cultura institucionalmente reconocida ­ tenían un rol incuestionable dentro del régimen disciplinario moderno­burgués, como reflejo del orden simbólico y cimiento del sistema de valores que regía la sociedad. Dicha posición se ha visto ampliamente desbordada en los últimos decenios viéndose afectada por el mismo régimen de contingencia que ha afectado al resto de las instituciones modernas. La institución cultural sobrevive hoy a su propia carencia de necesidad de un modo similar a como lo hace, por ejemplo, el Estado y, en muchas ocasiones, en complicidad con el mismo. Se podría decir, incluso, que prolifera y engorda una vez liberada de las normas y restricciones de su tradicional estructura vertical y canónica y en conexión con la dinámica económica de la sociedad informacional, basada en el flujo de bienes inmateriales y la mercantilización de la experiencia. George Yudice ha tenido el mérito de describir el rol de la cultura en la sociedad actual en términos de “recurso”.
La proliferación de centros culturales de nuevo cuño podría, o bien contribuir a la diseminación de esta noción de la cultura como recurso que hay que poner en rendimiento, cooperando en los procesos de capitalización y recambio poblacional en las zonas en las que se instalan, en la capilarización de la nueva gubernamentalidad postfordista, y funcionando como mecanismo de espionaje social; o bien, por el contrario, configurarse como contrapunto de tales procesos y como lugar de experimentación, ensayo y puesta en funcionamiento de dispositivos alternativos de un modo abierto e independiente.
Para que ello sea algo más que un simulacro o un efectivo instrumento para la asimilación de la disidencia es imprescindible, en primer lugar, huir de una noción reificada de lo crítico –
asimilada exclusivamente a la elaboración o reproducción de fórmulas teóricas­, muy en boga en nuestro país desde los años 90, mediante el compromiso de dicha conciencia crítica con problemas y conflictos específicos; en segundo lugar, mantener una relación problemática con su propia definición institucional que implique una continua revisión de sus lazos de dependencia con otras instancias del poder; y, en tercer lugar, adoptar una posición anticorporativa respecto al sistema oficial de la cultura y sus agentes – entre los que nos incluyo ­, favoreciendo la comunicación de estratos distintos y denunciando la apropiación y explotación del valor añadido de la cultura por unos pocos.
Tras escribir estas líneas me queda la sensación de que nunca sería tan sencillo como hoy materializar fórmulas eficaces de socialización de la cultura con tal de que se invirtiera en dotarla de marcos de funcionamiento trasparentes y autónomos y se estimulara una reactivación ética de los comportamientos relacionados con la misma.
La inquietante incógnita que queda por despejar es por qué las instancias del estado contemporáneo habrían de favorecer y financiar esta versión de la cultura, cuando todas las evidencias apuntan a que están apostando simultáneamente y con mucha mayor sistematicidad por otra. Posiblemente se trate de un efecto más, en este caso a nuestro favor, del mismo desbordamiento del estado que reacciona inclusivamente ante las acciones y reivindicaciones de ciertos sectores, cuya criticidad “vanguardista” se reconoce como uno de 7
los pilares fundacionales de su poder. Los restos de la tradicional autonomía del campo artístico juegan también de nuestro lado. No ha de olvidarse, por último, la relación de ambivalencia que muestra el capitalismo contemporáneo ante aquellos procesos que llevan a imaginar un campo de acción más allá de lo dado.
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