Visión sobre la Materia y la Realidad

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Integración de Ciencias
Visión sobre la Materia y la Realidad
Del libro Visión Racional, Sinopsis Reflexiva.
Autor: Alfonso Noguera Aarón
Para hablar de la materia y de la realidad, personal y colectiva, debemos empezar por ventilar algunas consideraciones
acerca de lo que entendemos por Cosmos, visto y descifrado, obviamente, a la luz de la conciencia humana. Según su
origen griego, es el orden de todo cuanto existe, pero el uso le ha asimilado con las nociones que tenemos del universo
conocido, bien sea el macrocosmos o sistema físico que alberga a gran escala nuestro planeta y los astros del espacio
sideral; o el microcosmos, alusivo a las dimensiones y comportamientos internos de la materia, bien sea en lo molecular,
lo atómico y lo sub atómico. Entre esos dos abismos insondables, camina el hombre a ciegas disputándose las migajas
que le apremian la vida; y enfrente, o mejor, en su conciencia, siempre tiene una realidad, concreta y a la vez abstracta,
donde vive y lo aprisiona entre sus límites y sus misterios. Todo ello conformado por fenómenos de diversas índoles,
impelidos por leyes naturales ingénitas de aplicación automática, y como pensadas o dictadas antes de su activación por
un Ser sobrenatural, Dios, al que tenemos acceso, según la Biblia, por Revelación expresa y presencia de Él mismo en la
historia humana; y por vía racional, por argumentos o análisis filosóficos que el hombre, a través de los siglos, siempre ha
tenido vigentes, y que soslayaré en este breve ensayo, para intentar conciliar uno y otro con los diversos aportes que
nos brindan las distintas ciencias. Pero, ¿Qué es la realidad? ¿Qué es la materia? ¿Qué es la conciencia? ¿Qué son los
fenómenos? ¿Quién es Dios?. Esas inquietudes, amable lector, las encontrará aquí en este capítulo, enlazado con los
demás temas de esta breve sinopsis reflexiva.
Empiezo por referirme a la capacidad que tiene la conciencia humana de hacer comprensibles los distintos fenómenos
que la ocupan y constituyen su propia realidad o mundo individuado y personal, sin importar por ahora si esa realidad es
material, ilusoria, o si es independiente o no del sujeto que la conoce. Aludiendo a Edmund Husserl, padre de la
Fenomenología Trascendental, los fenómenos, (vocablo derivado del verbo griego Pháino, aparecer) son eventos, sucesos
o hechos que surgen ante nuestra conciencia en un espacio y tiempo actual y de un modo real, y en general pueden ser
físicos, biológicos y psíquicos, derivándose de ello las múltiples ciencias que los implican. Para el hombre pueden ser
dables las leyes que los rigen y su motivación racional es hacerlos más o menos inteligibles o comprensibles. Analizar las
cosas desde la visión del objetivismo cientificista o desde una sola línea investigativa, nos arriesga al reduccionismo
conceptual, y ello nos deja confinados en muy estrechos márgenes filosóficos. Aquí se revisarán los diversos fenómenos
al tenor de sus propias leyes específicas, que, según Max Scheler, es el Saber Inductivo, o dominio conciente e
intencionado del mundo circundante, interconectado como ciencias del espíritu humano. Franz Brentano, maestro de
Husserl, en su psicognosia, afirma que todas las ramas del saber tienen que partir de los fenómenos de la conciencia,
hasta llegar a lo irreductible, que es la evidencia apodíctica de la existencia del yo puro y sus pensamientos, resistente a
toda tentativa de incertidumbres, que al igual que la duda metódica cartesiana, las podríamos tener hasta del mundo
mismo que palpamos, pues, nuestra vida puede ser solo un segmento de experiencias sensibles, como un sueño solipsista
más o menos coherente, similar al monólogo de Segismundo en la genial obra de don Pedro Calderón de la Barca, La
Vida es Sueño. Bueno es decir que si el mundo fuese ilusorio, las leyes que lo rigen también lo fueran; no obstante, los
sentimientos y valores que de él tenemos siempre son reales. Entonces, todos los fenómenos existentes debemos
admitirlos tal como se nos presentan ante nuestra conciencia; y es lo que en lenguaje fenoménico entendemos por
noesis, o elaboración mínima del pensamiento a partir de las informaciones que nos suministran los sentidos externos e
internos. Por ello, al decir husserliano, “si es preciso, debemos poner al mundo entre paréntesis…” mientras analizamos
los fenómenos que le constituyen, sin importar por ahora ni su naturaleza ni sus orígenes. Sin estos conceptos claros no
podemos comprender ni a los fenómenos mismos ni mucho menos aquellas cosas que trascienden las fronteras
materiales del hombre.
Así las cosas, nuestra Cosmovisión, en el sentido integral dado por Wilhelm Dilthey en su Ciencia del Espíritu, está
conformada por los fenómenos que ocupan el campo de la conciencia, reducida en general a percepciones, conceptos y
valores que tenemos del mundo en que vivimos. Veámoslo con alguna extensión. Empecemos por decir que nuestra
realidad material y sus entes físicos, existen para nosotros como elementos de la conciencia; y nos hacen sentir ínfimos o
inmensos, según sea la perspectiva desde donde nos veamos; por eso los números, concebidos como conceptos de
cantidades que designamos para expresar las magnitudes de las distancias, tiempos, fuerzas y tamaños, tienen
muchísimos ceros, tanto a la izquierda como a la derecha de la unidad, y los términos que disponemos para
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comprenderlos, como inescrutable, enorme, gigantesco, inmenso, vasto, sutil, mínimo, inconmensurable, inconsútil,
ínfimo, etc., nos resultan siempre escasos para aproximarnos a esos ámbitos tan recónditos. A su vez, bueno es recordar
que las llamadas magnitudes físicas no existen por sí mismas como entes reales, sino que son convencionales, ideadas
para dimensionar las cosas y los sucesos que constituyen su realidad. De modo, pues, que a la luz de las observaciones y
cálculos, allí sobre la piel, más allá de las células que la constituyen, vibran los átomos que al ordenarse masivamente
conforman las estructuras que empezamos a ver desde lo más íntimo de la materia hasta eso que vemos como externo y
que llamamos realidad material. Sin embargo, como lo veremos al revisar algunas nociones de física, ya en la escala de
las partículas subatómicas, la materia no tiene las características espaciales del macrocosmos formado por bloques
básicos de construcción, sino que se incorporan conceptos como modelos dinámicos de interconexiones cuánticas y
procesos de configuración relativista; y además, teorías de cuerdas, estados vibracionales, teorías M, hilógenos, etc.,
vigentes hoy en el fantástico mundo de la física moderna. Con todo, la naturaleza íntima de la materia y sus límites
internos siguen siendo uno de nuestros mayores enigmas cosmológicos, ya que sus componentes últimos no pueden ser
infinitamente divisibles, pues ello repugna al sano discurrir de la lógica, y también a los observadores físicos, quienes han
aseverado que la matriz última de la materia es inextensa; ni pueden terminar in decrescendo difuminados en la nada,
pues la nada, nada es y nada representa, y por tanto, por causa de ella nada existe. Lo anterior da para análisis
filosóficos más detallados que en otros apartes examinaré. Sólo nos queda un camino que nos asombra y nos llama a la
reflexión más profunda: Los necesarios nexos existentes en el fenómeno del conocimiento entre la realidad del hombre y
su propia conciencia. A la luz de los hechos, la realidad de cada hombre existe en la medida en que la conoce, pero
además existen otras realidades distintas del mundo concreto, como lo son las esferas ideales, mentales o abstractas,
pues si nada fueran, nada significaran. Entendemos por conocer, en el sentido lato del término, el acto de dar por hecho
algo ante nuestra conciencia, o el “contar con ello”, de que hablaba don José Ortega y Gasset en su teoría racio—vitalista.
Hay nexos que vinculan nuestra conciencia con la existencia objetiva de lo que conocemos, bien sea por vía intuitiva o
sensorial, por razonamiento lógico o por inducción abstracta, en una relación indisoluble de la conciencia con los entes
que la ocupan. Vale consignar que en general, los seres humanos reducimos el acto de conocer tan solo al conocimiento
intuitivo sensorial con que captamos las cosas tangibles y sensibles, pues, “pensar es difícil…”, advierte C. Jung en su
Psicología Analítica, para teorizar la dinámica de la energía psíquica en los procesos de cognición abstracta.
Para abordar tan crucial temática, podríamos considerar que las inconsútiles telarañas o matrices energéticas que yacen
en el fondo de la materia, parecen surgir como realidades materiales debido a la intrínseca conexión que hay entre
nuestra conciencia y las cosas que conocemos en el acto mismo del conocimiento, convirtiéndose en real lo apenas
virtual, como cuando alumbramos en la oscuridad y vemos tan solo los objetos iluminados, quedando por fuera del
campo visual los de la penumbra, que para este caso serían aquellas cosas que no abordamos con la intención conciente,
que era lo que Von Hartman entendía en su Filosofía del Inconciente, como “residuos ininteligibles”, para significar la
parte del campo de la conciencia que escapa la lente de la atención; entendida ésta, según la Psicología Experimental,
como la concentración intencional del conciente, cuyo sustrato neurológico se encuentra en la formación reticular del
tronco encefálico. Ver visión de la conciencia. Oportuno es aclarar que el cogito, ergo sum, de René Descartes asevera
que la certidumbre irreductible del pensamiento solo es la base racional para avanzar hacia el logro de nuevas certezas;
pero no va más Descartes en ello, pues el racionalismo del sabio de Turena no subordina la existencia de las cosas a la
conciencia que tenemos de ellas, como sí lo hace el obispo Berkeley en su ese est percipi, raíz del idealismo subjetivo,
que en la física de partículas vuelve a tener muchas implicaciones conectivas. Esas telarañas, o membranas, que
subyacen en el fondo etéreo de la materia, al parecer difuminadas hacia otras dimensiones o sistemas vibracionales
diferentes del mundo que vivimos y a las que no podemos acceder por mera limitación orgánica de los sentidos externos,
diseñados solo para captar el instante presente del sistema espacio—temporal que nos circunda, podrían estar
conectadas con nuestra conciencia en el acto del conocimiento como sustrato de nuestra voluntad conciente; como
cuando veo algo, y en el mismo instante siento que lo conozco. Quizás, el Dasein (estar en el mundo) de Martín
Heidegger, nos sugiere el flujo de la temporalidad de los sucesos del mundo ante nuestra conciencia, nos dice el profesor
Modesto Berciano desde la Universidad de Oviedo, España, en su loable ensayo sobre el Dasein heideggeriano, acaso
para exculparlo de la concreción intramundana que otros autores le atribuyen al incomprendido, y a veces
incomprensible, pensador existencialista alemán.
De modo que desde esos etéreos escenarios del microcosmos, se empiezan a abrir ante la conciencia del sujeto, las cosas
que interpretamos como entes reales o externos, que, conectados con las demás chispas concientes (personas), por
coalescencias de suma, conforman conjuntos cada vez más grandes de conciencias, (familias, grupos, pueblos, ciudades,
naciones, mundos…) constitutivas a su vez de conciencias unificantes mayores, quizás en escala abierta al infinito onto—
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teológico, desde donde manan todos los seres que constituyen lo que llamamos Universo, con sus conciencias unitivas
dadas en reinos más o menos jerarquizados, al modo como Leibniz entendía su escala ontológica a partir de sus
mónadas, y la tradición judeocristiana como cortes celestiales angélicas dispuestas hacia el Absoluto según sus distintos
grados de valores morales, sabiduría y pureza espiritual. A la luz de los hechos, la inteligencia colectiva se jalona hacia
fuerzas resultantes que dan origen a la cultura y gobierno de los pueblos, como bien lo entendía Pericles en la Atenas
democrática que tanto defendió del acoso persa y de las afrentas de Tucídides, el conservador. Quedaría por analizar, en
el plano axiológico, las cualidades y fenómenos que surgen de dichas escalas de valores. De modo que así pudiera
explicarse la conciencia colectiva de los pueblos, las culturas y las naciones, y por ende a la conciencia unitaria de la
Humanidad; que con tanta abnegación hipotética preconizaba el padre Theillard de Chardin con el nombre de noosfera o
atmósfera mental del sistema conciencia—tierra, acaso para dar una imbatible significación filosófica al Amaos los unos a
los otros de Jesús de Nazaret; y que Emile Durkheim, en su Conciencia Colectiva, terciando entre la literatura védica y la
dialéctica hegeliana, nos sugiere para alcanzar el nexo común de la solidaridad humana, noble anhelo planteado desde la
antigüedad griega, el cristianismo primitivo, la mística budista y el socialismo científico, entre otros. Prosigamos este
discreto análisis de lo que llamamos realidad o mundo material, y anticipo que las cosas físicas que percibimos como
externas son muy diferentes de lo que son o pueden ser en sí mismas, pero tendemos a reducirlas a imágenes visuales,
ya que más del 85 por ciento de las cogniciones proceden del sentido de la vista.
Demos, pues, una visión sobre los fenómenos que percibimos como realidades físicas: Contemplemos las diferentes
moléculas, unas simples y otras más complejas, y algunas otras, que por razón de sus radicales forman familias químicas
solo diferenciadas por la variedad y disposición espacial de sus átomos, causales de sus específicas propiedades físicas y
químicas. Estos complejos enjambres atómicos al enfocarlos aislados, ya dejan de verse, ni por potente que sea el
microscopio electrónico que dispongamos, pues la longitud de onda del haz luminoso que incide sobre un átomo, tiene
mayor amplitud que su diámetro. Es como si con la cuerda de amarrar un toro tratásemos de enlazar un ratón. Sin
embargo, allí están los átomos y los demostramos por métodos indirectos. Sus tamaños son tan mínimos que sus
diámetros se miden en Armstrong, que es la cien millonésimas parte de 1 centímetro: 10−8 cms. Por otro lado, la
dificultad de diagramar un modelo atómico estriba, tanto en la representación visual que intentamos hacer de ellos, como
de su comportamiento mecano—cuántico; y la importancia, en la utilidad potencial que resulte de sus estudios. Están
constituidos por partículas elementales y otras compuestas, aunque en últimas, éstas se componen de aquéllas,
propiciando la homogenización íntima de la materia una inquietud del orden filosófico que motiva esta breve revisión del
mundo subatómico, y por donde llegaremos al concepto de ente común, o materia uniforme del universo, quizás enlazado
en necesario vínculo con la conciencia humana, según vamos viendo con ciertos detalles.
Respecto a su origen, el ser humano siempre se ha preguntado acerca de la procedencia de la materia, y el asunto, en
líneas generales, se ha dirimido entre el creacionismo y el materialismo. Según el primero, los hombres, desde los albores
de la humanidad, aunque separados unos de otros por grandes distancias y distintos segmentos del tiempo, se han
inclinado ante la creencia de un ser o seres superiores que le han creado y le han dado la vida, bienestar y seguridad. El
creacionismo ha tenido asiento desde la antigüedad en Persia, India, Egipto y principalmente en las religiones
monoteístas, judeocristiana e islámica, quienes creen que Dios, supremo ser infinito cuya esencia es existir y crear, por
libre voluntad y amor filial, en un ¡Hágase la luz!, (en adelante Fiat Lux ), creó al universo, incluyendo al hombre, a quien
hizo a su imagen y semejanza, sin importar aquí si fue instantáneo como lo dogmatiza la Biblia, o si lo hizo evolutivo y
por fases mutantes en el tiempo, según el creacionismo evolutivo, apoyado en su contexto hipotético en el evolucionismo
biológico de Charles Darwin y los hallazgos científicos de la física, la geología y la paleontología, entre otras ciencias. El
Idealismo Filosófico, de raíz platónica, con algunos matices objetivistas y subjetivistas, se refuerza en el creacionismo
para plantear su teoría del conocimiento y poner fronteras con el empirismo clásico aristotélico. El materialismo, a su vez,
ha sido propugnado desde la Grecia antigua, con el Atomismo de Leucipo, Demócrito y Epicuro, y en la Roma Imperial
prevaleció con Lucrecio y los escritores naturalistas descriptivos. Durante el Renacimiento y la Modernidad, se fomentó
entre el empirismo inglés y el mecanicismo cartesiano en distintos autores como Locke, Bacon, Gassendi, Giordano Bruno
y Galileo, entre otros. Desde Marx y Engels, el Materialismo Dialéctico ha tomado líneas históricas, y sostiene que la
materia, en todos sus estados, es increada e indestructible y por tanto eterna; y por lo mismo preexiste al pensamiento,
definido a su vez como un simple epifenómeno funcional del cerebro humano. Desde los años treinta del siglo XX, ha
surgido con algunos fundamentos científicos la teoría del Big Bang, argumento hipotético que pretende explicar la
aparición del universo físico a partir de la fantástica singularidad de un “huevo cósmico”, propuesto por el monje belga
George Lemaitre en 1.931, que antes de eclosionar no tenía ni masa ni espacio ni tiempo, pues todo surgió de su
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indefinida entraña ontológica, gracias a sus propias leyes automáticas, hasta convertirnos, luego de más de trece mil
millones de años, en la actual especie humana, ínfimos y efímeros individuos, mediante los cuales, el universo ha
empezado a conocerse a sí mismo desde un minúsculo planeta que llamamos Tierra, y que flota en la inmensidad del
espacio sideral hacia ninguna parte. Por otro lado, si consideramos que el génesis del universo resultó del Fiat Lux,
implica a Dios como esa misteriosa singularidad metacósmica, solo que en vez de ser un algo, como propone el Big Bang,
ante la evidente intencionalidad inteligente del curso de los eventos naturales de los que somos concientes y partícipes,
dicho ser, Dios, entonces, es un alguien, es decir, un ser personalizado: ¡Dios no es algo…, es alguien!.
Recientemente, han surgido teorías como el Diseño Inteligente, el Multiverso, el Naturalismo Filosófico y otras que
expliquen la aparición y permanencia de esto que llamamos mundo, y otros argumentos que pretenden conciliar la
teología con las ciencias, o la fe con la razón, que con algún optimismo intento hacer en estos discretos ensayos. El
problema es arduo y el péndulo oscila entre una y otra visión dependiendo de la proclividad personal para comprender las
cosas o de las propuestas que más nos gusten o nos convengan, o la racionalidad mejor planteada; aunque desde ya
anticipo que el asunto tiene más tintes filosóficos que científicos, debido a la volátil y quebradiza base lógica del Big Bang,
variable según vayan siendo los nuevos hallazgos y los diversos puntos de vista, y también porque el creacionismo divino
no tiene por qué sustentarse en fundamentos científicos, sino en la Revelación explícita e histórica y aún lógica de la
existencia de Dios, y obviamente en la experiencia personal que la enriquece; pues Dios es todo aquello cuanto queremos
que Él sea; y más si ese creacionismo brota frente a la realidad personal ¡Aquí y ahora!. Debo recordar que la teoría del
Big Bang postula que el espacio—tiempo empezó a existir solo a partir de una singular explosión térmica, y de algún otro
modo, alguna vez también colapsará, Big Crunch. Esto jaquea al materialismo clásico, pues éste supone una materia
increada y eterna que, como queda dicho, una vez no fue y alguna otra vez no será; mas no al creacionismo divino, ya
que Dios, con las cualidades omnipotentes que le atribuyen las religiones monoteístas, es la causa no solo del universo
físico, sino de cualquier otra singularidad que rebase por inmensidad el alcance operativo de la conciencia humana, tan
frágil, efímera y finita. Por lo demás, cuando hablamos de materia, y le agregamos la connotación física, para distinguirla
de todo cuanto no es concreto, tan solo aludimos al objeto cognitivo donde se asienta la intuición sensorial, que por
cierto, es la forma más primitiva de nuestros modos de conocer, y que compartimos con los animales; pero nuestra
conciencia también tiene como sustrato al infinito de los entes que llamamos abstractos o mentales, las relaciones
conceptuales, la asociación de ideas, juicios de valores, ect., que junto con aquéllas, conforman la realidad única de cada
sujeto individual.
Aparte de su origen, la naturaleza íntima de la materia y sus límites internos, siguen siendo un dinámico desafío para los
hombres de ciencia; y desde hace milenios, en la India del siglo VI a. de C., los Vaisesika elaboraron avances
significativos en la teoría atómica, respecto a la combinación de los elementos. En la Grecia antigua, sin ninguna conexión
comprobada con la India, ya Leucipo y su discípulo Demócrito opinaban que al dividir más y más los trozos de cualquier
materia, debía haber unas partículas tan pequeñas que ya no se podían dividir más y las llamaron átomos (Indivisibles).
Por siglos quedó en vilo el enigma de la constitución íntima de la materia, pues había por entonces muchas limitaciones
técnicas y otras eran las prioridades filosóficas del mundo antiguo, aún en la época de Platón y Aristóteles. De este
tiempo, en cosmología, sin embargo, sobresale Zenón de Elea, discípulo de Parménides, con sus Paradojas o Aporías
alusivas a la divisibilidad infinita del espacio y el tiempo, y por tanto, la imposibilidad física del movimiento, cuyas
soluciones siguen siendo profundos desafíos lógicos, con tanta vigencia actual en la electrodinámica cuántica y en la
Filosofía de la Ciencia de Adolf Grünbaum, como en la época de Newton y Leibniz, cuando el cálculo infinitesimal ideado
por éstos empezó a dar herramientas para resolverlas. En la Edad Media, con algunos perfiles empiristas o idealistas,
tanto los filósofos árabes, sobre todo Averroes y Avicena, como los escolásticos se ciñeron a los filósofos griegos y latinos,
y en particular al sincretismo platónico—aristotélico que defendía los cuatro elementos básicos de la naturaleza: Agua,
tierra, aire y fuego. Con el advenimiento del Renacimiento y el surgimiento de las ciencias, en el siglo XVII, Boyle empieza
a dar pistas sobre la combinación de los elementos, Newton avanza en el campo de la óptica, Lavoisier establece la ley de
la Conservación de la Energía y Proust la ley de las Combinaciones Constantes. Pero es John Dalton quien configura una
verdadera teoría atómica sobre los Compuestos Químicos e hipotetiza el concepto de Masa Atómica. Debemos dar méritos
aquí a los pioneros en los estudios sobre el electromagnetismo y la electricidad: Galvani, Volta, Franklin, Faraday,
Maxwell, Boltzmann, Hertz, Mendeleiev, Kirchoff y una extensa pléyade de hombres de ciencias que se atrevieron a mirar
y estudiar los fenómenos que proceden de las entrañas mismas de la naturaleza. Los modelos cinéticos de Bernoulli y de
Avogadro, fueron abriendo nuevas expectativas y el Movimiento Browniano que desde 1.827 sugería la presencia de
partículas ínfimas, terminó por inspirarle a Albert Einstein en 1.905 que estos bombardeos aleatorios eran impulsados por
moléculas y átomos, y demuestra su existencia a partir de la teoría cinética de los fluidos. Desde entonces se comprueba
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la existencia atómica en el interior de la materia y en adelante vendrían unos modelos más o menos aceptables que
otros, pero la naturaleza electromagnética de la materia es un hecho cada vez más notorio.
El modelo atómico de Rutherford (1.911), primero en plantear que un átomo está integrado por un enjambre periférico
de electrones de carga eléctrica negativa y un núcleo central de carga eléctrica positiva, similar a un sistema solar, solo
que desprovisto del equilibrio centrífugo—centrípeto que, según Newton, equilibra los sistemas planetarios. Más tarde, es
más aceptado el de Sommerfeld, como una versión relativista de los modelos Rutherford—Bohr. Luego, promediando los
años veinte del siglo XX, vienen los debates entre relativistas y cuánticos para encontrar un modelo que explique las
variaciones orbitales electrónicas, y sobresale el modelo cuántico no relativista de Schrödinger, dualidad partícula—onda,
y explica la interacción electrónica del átomo y su interacción con otros átomos, pero no hay claridad sobre la estabilidad
nuclear ni la predictividad del momentum electrónico, planteado por Heisenberg en 1.927 en su Principio de
Incertidumbre. Algunas de las insuficiencias de este modelo han sido explicadas después por Pauli, Dirac y por la
Electrodinámica Cuántica. Los modelos atómicos, o representación diagramática y conceptual del mundo sub atómico,
como ya se dijo, están sujetos a los nuevos hallazgos de la física de partículas y sus comportamientos corpúsculo—
energéticos y a los modelos cuántico—relativistas. Esta disciplina física es muy dinámica, ya que hay muchas variantes en
el juego atómico regido por leyes predeterminadas y de aplicación automática. ¡Dios no juega a los dados!, escribió en
1.926 Einstein a su amigo Max Born, acaso buscando su apoyo contra el azar que supone la indeterminación cuántica de
Heisenberg tan en boga por entonces.
En general, los átomos tienen dos estructuras básicas: Una corteza periférica de electrones, carga eléctrica negativa, y
un centro de nucleones, con carga eléctrica positiva. Los electrones, por ser partículas elementales, tipo fermiones, son
iguales a todos los demás electrones del universo, pues comparten su misma constitución íntima, y tienen una masa de
unas 1.836 veces menor que la de su respectivo protón nuclear: 9.1 por 10−28 gms. Nos resulta inimaginable tan escaso
ámbito en lo íntimo de la materia, pero supongamos lo siguiente para concebirla masa de un electrón: Tome usted 9.1
gramos de sal pulverizada, por ejemplo, y viértala sobre una mesa. Ahora divida en mil partes y le resultan mil pilitas de 1
miligramo cada uno. De estos grumitos, saque mil porcioncitas más, y desde entonces ya no los puede ver a simple vista;
y nos falta dividir por 22 ceros aún. Ahora, imagine sumergiéndose en esa minúscula pilita como entre un arenal de sal,
ampliando el campo en miles y millones de veces, en la dirección de un solo granito, hasta que allá en el fondo, en medio
de billones de vagas siluetas y enormes vacíos incomprensibles, se empiecen a ver las moléculas de cloruro de sodio; y al
fin, luego de esas indescriptibles magnitudes tan reducidas, aparecen los átomos de cloro y de sodio atados por sus
electrones más externos, como dos venados entrelazados por sus astas sin distinguirse uno del otro. Allí, enfrente,
aunque no los podamos ver, en torno a su núcleo, giran los electrones esféricamente, según los modelos mecano—
cuánticos, a tan grandes velocidades, relacionadas en proporción directa a su entorno térmico, que forman una silueta
esferoide semejante a cuando vemos la forma circular de un abanico rotando debido a su velocidad angular. Los modelos
relativistas no los conciben esféricos, ya que en la relatividad, el continuo extenso—temporal convierte la cinemática en
geometrías no euclídeas o cuadridimensionales, y antes bien, serían como ínfimos cabellos estirados en la indeterminada
dirección del flujo del espacio—tiempo, y que el ojo humano no puede percibir ni el entendimiento concebir, explicado por
aquel ingenioso argumento de la tábula rasa de Aristóteles: “Nada hay en el entendimiento que no haya pasado antes por
los sentidos”. Y en efecto, no imaginamos lo que no podemos percibir, entendiendo por percepción la conciencia de la
sensación, que en algunos autores alemanes adquiere una categoría inferencial o hipotética sobre el mundo externo.
En esta breve sinopsis por el mundo atómico, es oportuno mencionar algo sobre la naturaleza de la luz, habida cuenta de
su gran importancia para nuestra conciencia sensorial, y que por lo general se origina en la corteza electrónica desde
donde se emiten las ondas visibles, que al incidir sobre la retina se convierten en flujo nervioso conducido por la vía
óptica, y luego se abre como fenómeno psíquico en la cisura calcarina del encéfalo, en formas y colores, perspectivas y
tamaños; es decir, para poder ver necesitamos tres fenómenos: Físico, fisiológico y psíquico, distintos, pero integrados
entre sí. Según la física moderna, el fotón es la partícula elemental portadora de la luz visible y de todas las formas de
radiación electromagnética, ya que el espectro, o rango de ésta, incluye los rayos gamma de alta energía, los rayos X, la
luz ultravioleta, la luz visible (que es solo del 0.3 % de todo el espectro EM), los rayos infrarrojos, las microondas y las
ondas de radio, que varían según la amplitud de sus ondas. A partir de la llamada Mecánica Cuántica formulada por el
célebre físico alemán Max Planck, seguramente influenciado por su maestro Helmohltz y siguiendo las pistas de las
ecuaciones unificantes del campo magnético de Maxwell, los fotones son emitidos, en general, desde los átomos, en
cuantos o paquetes energéticos, cuya energía depende de la frecuencia radiante, la longitud de onda y la velocidad de la
luz, factores dados en la llamada constante de Planck: E=hf, en una de estas condiciones: Cuando ocurre una transición
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molecular o atómica, o por fusión o fisión nuclear; cuando de un nivel externo, más energético, el electrón salta a un
nivel interno menos energético; cuando se acelera una partícula con carga eléctrica o cuando se aniquila una partícula
con su anti partícula: Si un electrón colisiona con un positrón, su antipartícula nuclear de igual carga, se aniquilan los dos,
pero emiten radiación electromagnética de alta energía, tipo rayos gamma. En la luz solar, y en la estelar por lo mismo,
cuando dos protones son acercados por la enorme gravedad interna del centro de estos astros, y la interacción nuclear
fuerte vence la mutua repulsión eléctrica, hay una continua liberación energética que los hace incandescente, con el
consumo permanente de su material nuclear y la formación de helio—4, generándose a largo plazo, la muerte o
declinación radiante de dichos soles o estrellas. Algo parecido a la ley de Charles de los gases, donde la presión es
directamente proporcional a la temperatura e inversa de su volumen: Efecto Diesel de la industria automotriz.
Debemos tener presente que todos los cuerpos, por oscuros que nos parezcan, emiten ondas electromagnéticas, cuyo
rango visible solo va del rojo al violeta; es decir desde los 400 a los 700 nms de longitud de ondas. Oportuno es
consignar aquí que cuando un haz de luz blanca, que es la superposición de los siete colores principales, incide sobre un
cuerpo, vemos tan solo la porción de luz que éste refleja; el resto de fotones es absorbido como energía intrínseca de los
átomos de esa sustancia para su reconformación estructural. Por cierto, que la luz no existe en la naturaleza tal como la
vemos, sino que los colores son una elaboración del cerebro humano, como fenómeno psíquico, a partir de las ondas del
rango visible, para descifrar la realidad física que conocemos. De hecho, la luz es visible solo cuando los rayos que
reflejan los objetos inciden perpendiculares sobre la retina; por ello, no podemos ver nunca sus frentes de ondas
tangentemente, pues si así fuera, no pudiéramos ver los cuerpos por cruzarse los haces unos con otros, o por velarse con
los mismos rayos que los iluminan. Por lo demás, si pudiésemos ver las ondas no visibles, las infrarrojas, por ejemplo, no
pudiéramos vernos la cara, debido a que el aire caliente que expiramos, la cubriría con el color que emitieran dichos
gases cálidos; y el resto de ondas invisibles, si las pudiésemos ver, borraría por completo nuestro campo visual, como
cuando nos invade la niebla o nos sumergimos en el agua. Luego, nuestra realidad física circundante, por muchas otras
razones, es muy distinta de la que vemos; o mejor, de la que creemos ver, ya que todo puede ser una simple ilusión. Uno
de los grandes enigmas de la física es cómo la luz desde su foco emisor sale con una velocidad inicial de 300.000
kilómetros por segundos, sin aceleración previa y con velocidad constante en el vacío, reflejándose, refractándose,
difractándose o deflactándose en los distintos medios, hasta que dichas ondas fotónicas sean absorbidas como energía
intrínseca de un cuerpo o convertidas en corriente eléctrica en el Efecto Fotoeléctrico de Einstein—Millikan, o
interactuando como dual onda—partícula, en el Efecto Compton, base de la Mecánica Cuántica. Los electrones, según el
príncipe francés Luis de Broglié, giran ondulatoriamente en niveles y sub niveles alrededor del núcleo rotando sobre sí
mismos en spines o momentum angulares, con propiedades mecano—cuánticas; es decir, se comportan como partículas y
también como ondas. En fin, pues, pese a que la masa electrónica es tan pequeña, apenas el 0.06 % de la masa atómica,
sin embargo, tiene relevante importancia en los fenómenos como la electricidad, el electromagnetismo, la conductividad
térmica y sobre todo en la combinación química de los elementos a través de las valencias libres en su corteza externa,
que, sin dejar de depender ésta de la estabilidad nuclear, sin embargo es la responsable directa de todo el engranaje de
las combinaciones químicas, que en últimas van a constituir la materia de los cuerpos visibles y dar origen y evolución de
la vida, incluida la humana y en particular la nuestra.
Cabe anotar que la actividad iónica que explica la función nerviosa del reino animal y de los circuitos neurosinápticos
humanos, procede del fenómeno fisiológico llamado Potencial de Acción, que no es más que la difusión de iones, positivos
y negativos, a través de la membrana semipermeable del axón nervioso. La distribución desigual de cargas a sus dos
lados, positivo en su exterior, por contener más concentración de sodio, respecto del interior electronegativo por los
aniones intra celulares, unidas por un conductor líquido como lo es la solución salina, genera una despolarización o flujo
iónico que se propaga por el axolema desde el punto de estímulo en oscilaciones monofásicas con reposos repolarizantes.
El transporte activo para sacar sodio del interior de la célula y hacerla negativa respecto al exterior (-80 mv), se debe a
los enlaces macroérgicos de adenosín trifosfatos (Atp) sintetizados en el Ciclo de Krebs de las mitocondrias celulares a
partir de los hidratos de carbono (glúcidos y lípidos). Las diferencias de las funciones sensoriales, sensitivas, glandulares,
viscerales y motoras, por un lado, y las relacionales de la corteza cerebral para producir fenómenos psíquicos como la
voluntad motora, la memoria, la atención, la abstracción y el raciocinio, parecen depender de la frecuencia oscilacilatoria
del potencial de acción y de la capacidad decodificadora de estos impulsos ubicados en ciertas áreas de la corteza
cerebral, o áreas de Brodmann. Sin embargo, el asunto, por lo crucial y complejo, requiere algunos análisis del orden
filosófico consignados en otros apartes de estos ensayos. Debemos aclarar que esta actividad iónica difiere mucho de las
ondas electromagnéticas, 300 mil kilómetros por segundo. La velocidad de conducción de estos impulsos bioeléctricos
depende, según la clasificación de Erlanger y Gasser, del diámetro del axón, de su mielinización o si es del orden motor,
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sensorial o sensitivo; y en cualquier caso, su velocidad solo es de unas decenas de metros por segundo, así nos parezcan
inmediatas las cosas que ejecutamos o percibimos. Las imágenes que tenemos, tanto de la sensibilidad interna como del
mundo externo, dependen en parte de estos mecanismos, muy dables a la distorsión física y fisiológica. Piense usted, por
ejemplo, que fenómenos tan diversos como un sabor, un olor, un sonido o una imagen visual, se conducen por ínfimos
filamentos,(axones) apenas debido a la diferencia de las oscilaciones iónicas que convertimos en sensibilidad, luego en
percepciones, o sea, conciencia de las sensaciones, y después en procesos racionales y abstracciones. Sólo percibimos la
cosa en mí y no la cosa en sí, decía Kant en la Metafísica de las Costumbres, para distinguir entre el mundo sensible o
fenoménico y el mundo inteligible o nouménico, agrego por ahora, para ir amasando puntos de vistas. Los complejos
mecanismos electroquímicos de los axones en sus distintas formas y en sus intrincadas vías neurosinápticas, están de
antemano previstos desde el cigoto, o huevo fecundado, como carambolas calculadas a millones de puntadas desde antes
de empezar las divisiones mitóticas que darán paso a un nuevo ser vivo. Ver Visión sobre la Vida.
En relación al núcleo atómico, podemos decir que es la parte central del átomo y tiene carga eléctrica positiva. Se forma
de nucleones, o número másico (A) que son las partículas sub atómicas sumadas de protones y neutrones, a su vez
integrados por los quarks y sus distintas formas de ser, aglutinadas por otras partículas llamadas gluones. La menor o
mayor cantidad de protones del núcleo determina el número atómico (Z) que equivale a la calidad del elemento con sus
propiedades químicas y físicas que le identifican y también vincula el concepto de Isótopo. Los neutrones,(N) término
acuñado hipotéticamente por Wolfgang Pauli en 1.930 y luego rebautizado por Fermi en 1.931 como neutrinos, son
partículas sub atómicas compuestas por dos quarks, uno de tipo abajo y otro de tipo arriba, cuya sumatoria es neutra,
pero da equilibrio al núcleo atómico y se encuentra en la mayor parte de los átomos. Las fantásticas velocidades
angulares de los nucleones pueden estar en su reducido ámbito en los 50.000 kilómetros por segundo en equilibrio
estable entre sus fuerzas y distancias. Llegando a este punto y en aras de equilibrar esta sinopsis, oportuno es consignar
que los quarks por tener spines semi enteros son fermiones y las únicas partículas elementales que interactúan con las
cuatro fuerzas fundamentales, y que junto con los bosones conforman la materia sensible del universo. En el mundo sub
atómico, a diferencia del concepto griego de la indivisibilidad de la materia, no hay últimos componentes, pues al
colisionarlos con altas energías, observamos que no se descomponen en fragmentos menores constitutivos de los
primeros, sino que se reagrupan en otros. Por ejemplo, al colisionar dos protones y destruirse mutuamente, nunca habrá
“fragmentos de protones”, sino que la masa y la energía cinética de ellos se transforman en hadrones completos que a su
vez formarán nuevos modelos sub atómicos. Algunas otras partículas sub atómicas, además de los hadrones, son los
bariones, gluones, mesones, piones, leptones, y unas doscientas más, y aumentarán a medida que las ciencias avancen y
descubran la naturaleza íntima de la materia y su dinámico comportamiento. Pese a que el tamaño del núcleo es más
pequeño que el átomo desde unas 10 a 100 mil veces, su masa es el 99.9 % del átomo completo. Para tener una vaga
idea de tan mínimos tamaños, abstraigamos y pensemos que si el núcleo de un átomo fuera del tamaño de un grano de
maíz, los electrones serían como granitos de azúcar girando a grandes velocidades angulares en órbitas entre 1 y 10
kilómetros del núcleo. Luego, en el mundo sub atómico, las distancias y velocidades son relativamente enormes; y hasta
podríamos decir que la materia por dentro es hueca, si consideramos que en las capas energéticas del núcleo también
ocurren estos fenómenos que excluyen los conceptos de objetos estáticos y sólidos de la física clásica y son reemplazados
por procesos de campo de intercambio entre las partículas. Recordemos que los átomos se miden en unidades
Armstrong; o sea,10−8 centímetros; es decir, 1 cm dividido en 100 millones de rayitas. Si no fuera por las comparaciones,
sería sencillamente inconcebible mentalizar estos ámbitos sub atómicos. Quizás entendamos mejor ahora que la
constante de Avogadro, la cual enuncia que cada molegramo (peso atómico y molecular dado en gramos), tiene unos
6.02 x 1023 átomos de ese mismo elemento. O sea, que en solo 12 gramos de carbono, hay ese número tan elevado de
átomos, y cada uno de ellos casi vacío por dentro. Imagine eso cuando vea un pedacito de hierro o dos cucharadas de
agua. Ya en una conferencia ante la Academia Prusiana de Ciencias, en 1.933, el nobel de física Erwin Schrödinger,
preguntó: ¿Por qué son tan pequeños los átomos?. A lo que el genial físico alemán responde: “porque quien formula la
pregunta está hecho de enormes cantidades de ellos”. ¡Todo es relativo!, excepto dicha expresión.
El análisis de las partículas sub atómicas es muy dinámico, pero queda claro que sus patrones rítmicos de fluctuaciones,
oscilaciones, vibraciones, absorciones y emisiones de ondas, juegan un papel central en su propia auto regulación y los
enlaces con sus interacciones fundamentales, causales de las fuerzas atómicas proyectadas en las dinámicas regentes del
universo sensible, como la gravedad, la electromagnética y la fuerza nuclear débil. A la luz de la física moderna, las
partículas sub atómicas no deben comprenderse como entidades separadas, sino como interconexiones de una red de
eventos. Al respecto, cito la autoridad científica de Niels Born, uno de los fundadores de la Teoría Cuántica: “Las
partículas aisladas son meras abstracciones, siendo sus propiedades definibles y observables solo a través de su
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interacción con otros sistemas”. En efecto, a medida que penetramos en la materia no vemos bloques físicos de
construcción, como ya se dijo, sino que se nos aparecen como una telaraña de relaciones entre los componentes del
conjunto, implicando al observador como un elemento esencial entre los nexos de la cadena de procesos que llamamos
cosas reales. En el mundo sub atómico la masa ya no se asocia con el concepto de substancia material, sino que se
reconoce como formas de energía en proceso de formación constante respecto a la perspectiva y presencia del
observador, y a esto apunta la motivación de estas líneas, ya que es necesario el indisoluble vínculo que hay entre el
sujeto y el objeto para que exista una realidad conciente, y además, por coalescencias unificantes, en escala abierta al
infinito onto—teológico, coincidiendo ello con mi pretensión lógica de aproximar las ciencias con la creencia en el Sumo
Bien, que desde la antigüedad griega a esta parte merodea el pensamiento universal, hasta consolidarse en la Escolástica
como Unum, Verum, Bonum, pues ese Dios no puede ser sino único, bueno y verdadero. Queda por resolver el problema
del mal, que en la visión agustiniana se define como una carencia relativa o porcentual del bien, de cuyo débito óntico no
escapa ningún ser finito de la Creación.
Así, pues, ya lo decía san Agustín: “No es que las cosas existan y Dios las conoce, sino que, ¡Existen porque las conoce!”.
Esta expresión, por su formidable apoyo filosófico y viniendo de la luminosa inteligencia del genial obispo de Hipona, no
la desaprovecharé para hilar sobre el inseparable nexo existente entre nuestra conciencia y las cosas que la ocupan,
empezando por el conocimiento que tenemos de nuestro propio yo; o Introspección, según la Psicología Experimental de
Wundt, en relación al conocimiento que tenemos de los contenidos y estados de la conciencia. Y si además las
relacionamos con la frase que más nos dignifica como seres racionales: “hagamos al hombre a nuestra imagen y
semejanza”, Génesis 1:26, nos sugiere pensar que heredamos de la esencia creativa de Dios, que es crear con la sola
intención verbal (fiat lux), la capacidad de conocer por iluminación creativa; que era lo que entendía San Agustín con su
Teoría de la Iluminación para explicar el conocimiento humano, pero sin recurrir a la preexistencia del alma, tan
acendrada en las Reminiscencias de Platón y el neoplatonismo, y que el perspicaz santo, alejándose del idealismo
platónico y abrazando al cristianismo de San Pablo, al fin aceptó al alma humana como mutable, contingente y por tanto
creada; y que acoto aquí, tan solo para tratar de enlazar la realidad personal que nos circunda con el sujeto conciente
que precisamente le da identidad y existencia, por pura concesión divina. Todo ello parece estar acorde con la nueva
visión de la física subatómica que ya he venido planteando con ilusión de Quijote.
Ante la concepción actual de la física, las partículas elementales son indivisibles y sin sustancia propia, ya que es
imposible su divisibilidad infinita, como también su degradación ab intra hacia la nada; por ello, luego de ostensibles
avances para comprender y aprovechar los fenómenos subatómicos, el filósofo y matemático inglés A. Whitehead en su
filosofía del proceso, entre otros autores, alude que lo que entendemos por realidad física no es más que un proceso
construido por sucesos, en vez de sustancias concretas aisladas. Debo darle créditos aquí a la portentosa intuición lógica
de mi eximio tío, Dr. Rodrigo Noguera Barreneche, ya que en algunos de sus trabajos sobre la estructura íntima de la
materia, había propuesto la existencia de hilógenos o hipotéticos puntos radiantes, inextensos e intemporales,
generatrices de la materia sensible, acaso semejantes a las mónadas de Leibniz del siglo XVI, quien, distinguiendo entre
el infinito ontológico y el infinito teológico, supone una sustancia inextensa, activa y psíquica, que vincula nuestra vida
con la mónada y realidad suprema, Dios, creador de nuestro sujeto y la realidad óntica que lo conforma; y ya en el siglo
XIX, Arthur Schopenhauer asimila lo que llamamos mundo sensible como formas del deseo consciente, enlazando la
voluntad con la realidad personal. Lo anterior implica un pansiquismo, animismo, o alma del mundo, que desde Heráclito
y Parménides pasando por Platón, Giordano Bruno y el mismo Leibniz, entre otros, creían, con distintos matices, en una
autarquía propia de la materia endógena del mundo, pero regido, en el caso de Leibniz, por una voluntad suprema,
mediante leyes naturales ya dictadas a priori y con aplicación automática; y no distantes de la natura naturans, Dios, de
Spinoza, como sustancia y causa de las cosas, y la natura naturata, o modo cómo se nos presentan los entes en la
realidad. Pues bien, sin entrar en la crítica filosófica, estos pensadores, a varios siglos de dilucidarse la estructura
atómica, no estaban lejos de las renombradas Teorías de cuerdas, tan en boga hoy y postulantes de una cuerda—
partícula que según su modo de oscilar, no sabemos su naturaleza, genere las diversas formas del modelo estándar de
las partículas fundamentales, incluido el renombrado bosón de Higgs, hipotética y fugaz partícula sin carga ni espín,
desde donde parecen originarse las demás partículas, y por lo tanto la materia sensible que percibimos como realidad
externa. La naturaleza se rige por leyes lógicas e inteligibles, pensadas de antemano a su aplicación, como bien lo
entendía R. Feynman, premio Nobel de física 1.965, en su libro “Milagro del Universo”. En verdad, la naturaleza no es
sino el pálido reflejo de la inteligencia infinita que la genera por creación intencional, y que por puro amor filial divino nos
participa, al modo como lo hacemos con nuestros hijos, seguramente para encaminarnos por experiencia personal a
escenarios cada vez más altos y perfectos; y he aquí el quid del asunto.
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La Teoría de Cuerdas explica muchos fenómenos físicos que de otro modo fueran limitados, etéreos e incomprensibles, y
el fin de las ciencias es hacer inteligibles los diversos fenómenos que ocupan nuestra conciencia, desde y hasta dónde
sean verosímiles. Su andamiaje matemático es válido, tiene algunas predicciones experimentales y nos coloca frente a las
puertas de nuevas dimensiones apenas vislumbradas racionalmente, pero está lejos de la comprobación empírica, lo cual
no la exime de críticas admirables, como las de Karl Popper, quien la cataloga como una pseudociencia, o Mario Bunge
como una ciencia ficción. Así se forja la ciencia: La imaginación, hija de la observación, exige verificación. Cabe recordar
que debido a los trabajos sobre la teoría cinético—molecular de la termodinámica de Gibbs, Boltzman y Einstein, los
átomos dejaron de ser meros recursos de discusión, heurística, para convertirse en entes reales y mensurables solo hasta
1.908 por comprobación experimental del físico francés Jean Perrin. Es que, todo es elemental solo cuando lo sabemos.
En cualquier caso, a la luz de los hechos, la materia sensible, sea sólida, líquida, gaseosa o radiante, surge ante nuestra
conciencia solo en un delta del suceso que llamamos presente, sin considerar aquí el continuo extenso—temporal de la
relatividad, que en otros apartes trato con alguna atención, pero hacia lo que concebimos como conciencia del sujeto, se
abren otras dimensiones y fenómenos por ahora incomprensibles; sobre todo, el misterioso e instantáneo vínculo que en
el fenómeno psíquico del conocimiento reúne la conciencia con la existencia de las cosas que la ocupan, y que ha sido un
tópico básico en la gnoseología universal, ya que nos hemos enfrascado por milenios en esta gran dicotomía, que, por
cierto, solo atañe a las cosas concretas, dado que los entes abstractos salen del dilema por pura sustracción de materia, y
hasta creemos que dichos ámbitos mentales no existen por no ser tangibles ni sensibles, pese a que somos seres
esencialmente pensantes, sustentados en la fuerza persuasiva del Cógito cartesiano, pues todo se reduce al campo de
nuestra conciencia fenoménica y también nouménica. Es que si las ideas nada fueran, nada significaran ni nada
representaran, y de ellas hasta se alimentan las oprobiosas guerras entre congéneres inteligentes, pero a todas luces
moralmente incapaces. En personas y pueblos, no siempre hay coincidencia temporal entre la maduración moral con la
intelectual, dadas las dos en la espiritual.
De modo que, o el mundo externo y material existe solo cuando somos concientes de él, y por lo tanto podemos
proyectarlo y modificarlo a libre albedrío; o, es independiente del sujeto que lo conoce, y existe sin su presencia ni su
influencia. La disyuntiva es vital. La respuesta ha dado paso desde la antigüedad al divergente camino del Idealismo o el
Materialismo. En todo caso, la voluntad humana es el timonel del sujeto ante esa realidad que se abre en su conciencia;
sea una o la otra opción. A la primera, la puede modificar en la mente misma, antes de proyectarse hacia fuera y
materializarse como cosa externa, mediante la ideación o representación abstracta, concentración de la atención y el
análisis de posibilidades. A la segunda, la puede controlar desde su factibilidad y diseño previo, el cálculo de
probabilidades, la planeación, la disciplina y la previsión; y ya realizadas las cosas frente a nosotros, podemos abordarlas
y modificarlas con el ingenio, la ciencia, la técnica, o en últimas, cuando nos resultan muy adversas, con la prudencia, la
paciencia y la resignación, útiles en una y otra, cuando la realidad nos es tan ingrata. Sin embargo, no están exentas de
las zancadillas que se generan en la mente misma a partir de las dudas que siembran los temores, que luego vician, por
turbidez del entendimiento o por redundancia caótica del sujeto, la actividad creadora, cuya capacidad realizante
convierte lo apenas posible en real, cualesquiera sean los significados de lo que llamamos realidad. No olvidemos que no
siempre lo real se reduce a lo concreto y tangible, sino que también elaboramos ideas, nociones, conceptos y
abstracciones; y además, no solo realizamos deseos, sino también temores, quizás secuelas indeseables de la ignorancia,
la imprevisión y la dispersión mental, que también podríamos llamar frutos malditos del pecado, la duda y el extravío.
Seguramente, el imperio directo de la voluntad sobre la materia depende de la autoridad moral del sujeto, como lo
observamos en esos fenómenos psicobiofísicos tan atípicos que llamamos milagros, que por etimología latina viene a ser
algo así como “mirar con asombro lo incomprensible” tan múltiples y prodigiosos en los sagrados textos de la Biblia y en
particular y más explícitos y abundantes en toda la extraordinaria vida de Jesús de Nazaret, e incluso, tan ostensibles en
la vida corriente de cualquier persona sensata. No obstante, por la supresión momentánea de las leyes naturales que
suponen estos fenómenos, escapan de suyo al método científico, como bien lo advierte Karl Popper, y tan solo quedan en
el campo empírico de la simple observación o en el plano especulativo de lo hipotético. Ya veremos, cuando
comprendamos un poco más acerca de la certidumbre de su existencia y la naturaleza de su origen, qué explicación
lógica tienen tan enigmáticos hechos. Pero, y qué, si lo incomprensible no excluye su realidad, y más es el tiempo que
hemos vivido sin comprender los fenómenos naturales, repito, que el que llevamos descubriendo y validando su mecánica
lógica. Las cosas corrientes son por sí mismas fantásticas, o milagrosas, si les descubrimos la enorme complejidad
racional que implican su simpleza. Muchas de las cosas maravillosas hoy en día, serían inconcebibles en la potencia
intelectual de genios como Descartes o Newton, que si llegasen a resucitar con el conocimiento que cultivaron, acaso por
la misma sorpresa, volviesen a morir de súbito, mientras hoy vemos con tediosa rutina tan prodigiosos eventos.
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Es que, todo es aceptable mientras tenga razón de ser, siempre sustentada en el principio de identidad de Parménides,
por lo que si algo es, es como es, piedra angular de todo conocimiento, tanto intuitivo como racional. En efecto, nada
puede ser y no ser al mismo tiempo, excepto cuando la esquizofrenia nos distorsiona en alucinaciones la percepción de la
realidad, que sin embargo, Don Quijote, acaso aprovechando su desvarío, eligió que sus enemigos fuesen gigantes y no
enanos, no solo para enriquecerse con sus grandes despojos, sino para validar ante Dios la justicia de sus guerras. De
otro lado, el concepto escolástico de la verdad, vigente para vastos sectores de la intelectualidad universal, ata el sujeto
con el objeto en el acto mismo del conocimiento: Adecuatio rei et intellectus, es decir, el acople de la cosa con la mente,
o mejor, vincula al sujeto con la existencia del objeto en el dual enlace del fenómeno conciente. Para que haya
conciencia, y por lo mismo, la existencia de algo en ella, se necesitan esos dos términos complementarios: Sujeto y
objeto. Volveré sobre esto al tratar sobre la Teoría Ontognoseológica, planteada por Rodrigo Noguera Barreneche en su
Nuevo Método, donde hipotetiza que en el acto del conocimiento “nos convertimos en lo mismo que conocemos”,
empezando por el conocimiento que tenemos de nosotros mismos y cuanto nos constituye, en la operatividad y los
contenidos de la conciencia, tanto de los fenómenos externos como de los internos, entre ellos la reflexión, que es el
repliegue de la conciencia sobre sí misma para ser concientes que conocemos y pensamos. Roger Penrose, acaso
eludiendo el reduccionismo mecanicista y asumiendo un platonismo moderado contra el positivismo de Stephen Hawkins,
en su libro Camino hacia la Realidad, nos plantea un modelo cuántico de la conciencia, y junto con Hameroff, tratan de
explicar los fenómenos de la conciencia desde la psicobiofísica del citoesqueleto neuronal, diferente de la dinámica
neurosináptica defendidas por las neurociencias clásicas; pero sostienen la imposibilidad de crear conciencia a partir de la
algoritmia procesable, dejando sin argumentos, por ahora, la Teoría Computacional de la mente, que desde Thomas
Hobbes a esta parte viene tentando a los psicolingüistas modernos como Putnam, Fodor y otros, con distintos matices de
mecanicismo funcional, embebidos en el innatismo racionalista de Platón, Descartes, Spinoza, Leibniz, ect.
Al margen de las diversas concepciones que tengan los investigadores sobre la conciencia humana, su naturaleza, sus
contenidos y su mecánica, a la luz de la simple observación, podemos decir que nuestra conciencia, por mantener la
unidad psíquica del yo, todo lo engloba; es creadora y al mismo tiempo receptora de los fenómenos que la ocupan; ora
con la libre intencionalidad de la voluntad, ora descifrando el fruto de su acción para luego hacer representaciones o
expresiones más o menos complejas; pero, en cualquier caso, y por audaces que sean las modernas hipótesis
psicolingüistas que nos confinan a límites tan estrechos, por ello, me quedo con algunas disquisiciones que pudieran ser
útiles para esclarecer las dudas que nos deparan los misterios existenciales, y que intentaré saldar aquí con algunos
aportes lógicos. El hombre es por esencia un ser inteligente y al mismo tiempo orgánico, y cuya naturaleza racional lo
hace partícipe de conocimientos y conceptos de elevada abstracción como lo es la noción de causa, sustancia, tiempo,
valores, Dios, justicia, ect. para lo cual disponemos de, (o nos fue concedida) una conciencia que nos permite realizar o
materializar las cosas que antes fueron tan solo mentales o ideales, y que llamamos posibles; y que luego, conocemos en
la misma medida en que las realizamos. Queda claro que requerimos de una fuerza o capacidad especial que nos haga
realizar lo potencial entre elecciones mentales previas al acto real, pero no hay a la vista ninguna pista mecanicista que
nos lo explique; por lo cual, echamos mano de argumentos irrebatibles, como por ejemplo el del filósofo y matemático
alemán Gottfried Leibniz, quien a partir del cálculo infinitesimal, del que fue coautor junto a Newton, demostró la
posibilidad lógica del infinito; de donde infirió que ¡Si Dios es posible, existe, y si existe es infinito!. Su sola posibilidad
implica su existencia, pues su esencia es existir, y existe por sí mismo. Ahora bien, si lo posible es un elemento lógico del
pensamiento, y todas las cosas que conocemos alguna vez fueron posibles y luego reales, se concluye que aquellas
realidades existentes antes del hombre, como el universo entero, y todo cuanto le constituye, existió entonces como mera
posibilidad, necesariamente, en un pensamiento anterior al humano; solo que infinitamente mayor y mejor. Para solo
conciliar mi argumento con el Génesis (1:26), por necesaria y dinámica inducción realizante que nos confiere Dios de su
infinita esencia creadora, haciéndonos sus semejantes, en lo atinente a la forma de conocer por iluminación directa, como
queda ya dicho, y ante la abrumadora certidumbre de su existencia, surge de ello una perentoria conclusión: El supuesto
imposible más grande que podamos concebir los seres humanos es la no existencia de Dios, pues su existencia implica
necesariamente la nuestra, tanto lógica como etiológica y ontológicamente. Es imposible nuestra existencia sin la suya.
Somos como el fruto al árbol que lo prodiga. Es como si supusiésemos que si por un instante, la fuerza gravitatoria de la
tierra se suprimiese, el resto de los fenómenos físicos en su corteza no se afecten. Sin dudas, la hecatombe terrenal sería
inminente, a menos que también supongamos, ad absurdum, que la vida en la tierra siguiese igual, así no haya una
fuerza cósmica que la contenga y la cohesione con el resto del universo. Luego, para evitar el sofisma circular de la lógica
informal, contentémonos por ahora con decir que… ¡Es imposible que Dios no exista!.
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Es menester consignar que desde unas décadas hacia acá, entre los hombres de ciencia, se ha dado cierta compatibilidad
o paralelismo entre la mística oriental y la física moderna a partir de los brillantes textos de Fritjof Kapra y de Deepak
Chopra, precedidos por filósofos idealistas como Schopenhauer y algunos otros autores del siglo XX, como Guénon,
Coomaraswamy y Schuon, planteando visiones no simplistas del pensamiento oriental, y que recoge la Filosofía Perenne,
basada a su vez en un sincretismo místico, que como el Sufismo, alusivo a la espiritualidad islámica, y la Nueva Era,
mezcla de astrología y esoteria, han hecho moda en las últimas generaciones, y que, en últimas, tienen como inspiración
filosófica al Mito de la Caverna de Platón, quien sugiere que tras del mundo concreto que vemos, hay una realidad
invisible, pero perfecta, inmanente y eterna que lo genera ante nuestra conciencia de un modo imperfecto y fugaz. En el
hinduismo, por ejemplo, lo que en occidente llamamos cosas reales y materiales, objetos concretos, se conciben desde
hace milenios, no como elementos independientes, rígidos y externos del hombre, sino como sucesos o eventos que
aparecen ante la conciencia como simples formas de ella misma; y hasta dicen que “la conciencia adquiere la forma del
cuerpo que la contiene”. ¿Acaso, los demás seres vivos, por grande que nos parezca la distancia psíquica que nos separe
de ellos, gozan también de esa intuición sensorial?. Bueno es agregar que una cosa son los instintos animales, como
comportamientos estereotipados hacia la satisfacción de sus necesidades, y otra, muy distinta, es el contenido de
sensaciones unificados en su campo sensorial y conductual, como bien lo entendió Conrad Lorenz, padre de la etología
moderna. Por ahora, La Declaración de Cambridge sobre la Conciencia, en 2012, ha consensuado que sí hay conciencia
animal, dada en la decodificación neurobiológica de su género y en su ámbito. Acaso, también lo entendió el buen san
Francisco de Asís, quien los asimilaba como criaturas hermanas que compartían la Creación con el hombre; por lo cual, la
Organización Mundial de Protección Animal, instauró el 4 de octubre, día del santo italiano, como Día Mundial de los
Animales. Quizás, sean conciencias pre humanas en ascenso o descenso dinámico, que la metempsicosis del hinduismo
defiende desde hace ya varios milenios, planteado además por diversos autores modernos que matizan ciencias, filosofía,
metafísica y esoteria. Es que, los fenómenos son tal como se nos presentan a la conciencia como intuiciones sensoriales,
pero el raciocinio, instrumento propio del hombre, los descompone en elementos simples para su mayor claridad, aunque
vayan quedando puntos irreductibles, tal como lo hemos visto en el estudio de las partículas subatómicas, y de la propia
conciencia, por cierto. Un pensamiento hindú dice que “cuando somos niños, un árbol es un árbol”; más tarde, cuando
conocemos la ciencia, “un árbol es un complejo de cosas”; y después, cuando el hombre es sabio, “un árbol vuelve a ser
un árbol”. El problema no está en la realidad, pues desconocemos el ente común que la supone, por ahora etéreo y
universal, sino en la clase de conciencia que la identifica, o la decodifica. Es la cualidad o naturaleza de la conciencia
quien descifra su realidad específica; y en el caso de la conciencia humana, bien puede estar configurada, condicionada o
sintonizada para participar de los eventos del mundo del modo genérico y personal que la vivimos. Acaso signifique esto
el Dasein de Heidegger, como dinámica secuencial del intra mundo, para ascender por mérito propio, o no, en la escala
universal del ser y la conciencia. Luego, la mayor o menor participación conciente que tenemos de los distintos mundos o
realidades que vivimos, depende de la calidad de la conciencia que obtengamos por propio mérito, o que nos haya sido
concedida por puro amor divino para hacer uso de ella libremente. ¡Cuán bella es la verdad!; y así lo decía Boileau: ¡Rien
ne est beau que le vrai!.
Queda por resolver el problema de la Gravedad y sus hipotéticos gravitones, seguramente bosones con magnitud másica
cercana a los 60 ceros a la izquierda del gramo, cuya fuerza, la cuarta de las cuatro fuerzas fundamentales, reúne de
facto al universo, simultáneo, cerrado y cuadridimensional, según la relatividad einsteniana, y con una densidad másica
casi nula, 3 a 5 átomos por metro cúbico de espacio (vacío…). La teoría de Kaluza—Klein de los años 20 del siglo XX,
base de las actuales teorías de cuerdas, trata de unificar el campo gravitatorio con el electromagnético, llegándose a una
quinta dimensión difuminada en el intríngulis de la materia, proyectada hacia donde parece ir el flujo de la conciencia y
los eventos del continuo espacio—temporal, a lo mejor, existentes desde siempre como mundo. Con todo, queda claro
que por debajo de las cosas concretas o externas, subyace un misterioso ente común desde donde se erige la realidad
material ante nuestra conciencia. Es decir, en cuestión de materia: ¡Somos casi nada!, o, al contrario: ¡Somos una gran
ilusión!. Sí, tal vez, somos una milagrosa ilusión, subsumida en otra infinitamente más grandiosa que la nuestra, y hacia
la que crecemos por bondad y obediencia; y del modo contrario, nos envilecemos por egoísmo, ignorancia, maldad o por
soberbia. Por fortuna, sin importar que el mundo sea concreto o ilusorio, las leyes que rigen sus fenómenos, físicos,
biológicos y psíquicos, las racionalizamos para darles validez lógica y aceptarlas tal como se nos presentan; y aunque el
mundo fuese ilusorio, los valores que de él tenemos son reales. Así las cosas, amable lector, con tan insondables
misterios tan cerca, o mejor, tan dentro de nosotros, solo me resta decir con el genio de Shakespeare en la tempestad de
sus romances tardíos: “Estamos hechos de la misma materia de los sueños”. Solo nos queda aproximarnos al Dios
cristiano y unificante que siempre nos espera, aunque tardemos en aceptarle.
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REFLEXIONES
La realidad que nos circunda, y que desde niños captamos con nuestros órganos de los sentidos y sentimos tan nuestra,
tan familiar, diversa, múltiple y tan maravillosa, en la que vivimos, gozamos y también sufrimos, según sean los eventos y
sentimientos que nos depare la vida, ha resultado ser desde los albores de la humanidad uno de los más interesantes y
profundos misterios. Entre otras cosas porque sentimos que nos aprisiona entre sus estrechas dimensiones del espacio, la
materia y el tiempo, y nos parece rígida, urticante, inevitable, fugaz y al mismo tiempo lenta y pesada, según sean los
estados de la conciencia, personales o colectivos; y a veces nos resulta adversa y hasta cruel y aún trágica; así como
también puede parecernos una simple ilusión sensorial que nos fue asignada o impuesta y creamos al vivir, y que solo
existe en la medida en que la conocemos. Comoquiera que ella sea, positiva o negativa, concreta o ilusoria, al observarla
más de cerca, vemos que su trama está configurada por una enorme cantidad de elementos físicos y químicos inmersos
en una maraña de fenómenos que sólo con el paso del tiempo y la intrepidez, perseverancia e ingenio de algunos
grandes hombres de ciencia, acaso iluminados para tal fin por la misma inteligencia infinita que lo creó todo, se han
venido dilucidando y dando paso a nuevos enigmas en la medida que nos ahondamos en su estudio, como si cada Era
necesitase el drama de vivir sus propias limitaciones y también gozase la gratitud que brindan los avances, con las
implicaciones personales y colectivas que todo ello supone.
Ahora pensemos algunas cosas sobre el origen de esto que llamamos realidad personal, supuestamente estructurada tan
solo de entes físicos, ya que es abordada con suma facilidad por el conocimiento intuitivo de los sentidos externos, que
compartimos con los animales, por ser sensible, mensurable y tangible; contrario a los entes ideales que escapan de suyo
a la captación del sensorio, cuyas abstracciones rebasan nuestra capacidad intuitiva, quedando dicho plano extrasensorial
por fuera de nuestras motivaciones, excepto, entre otros temas, el análisis lógico, la reflexión filosófica, la introspección
psíquica y la contemplación mística. Pues bien, a la luz de las ciencias actuales, para seguir apegados al contexto
fenomenológico de esta breve sinopsis reflexiva, la materia, o sustancia que conforma la naturaleza que nos rodea, las
cosas de nuestro entorno próximo, el alimento, nuestro cuerpo y el de nuestros seres queridos, ect., todo, todo cuanto
vemos, palpamos y escuchamos, está hecho de partículas, átomos y moléculas que datan, por lo menos, desde hace más
de 13 mil millones de años, según vagos cálculos físicos actuales. Imagine esos protones y neutrones oscilando a
enormes velocidades relativas dentro de cada átomo y los enjambres electrónicos girando sin cesar durante todo ese
tiempo, y aunque haya reconfiguraciones dinámicas según sean las diversas reacciones químicas y las absorciones y
emisiones electromagnéticas que se dan durante el avance del tiempo, sin embargo, su fondo de partículas, o ente
común, sigue siendo igual e imperecedero. Piense en las cosas que a su alrededor cambian tan rápidamente y cómo se
transforman y envejecen nuestros seres queridos y nuestro cuerpo con el paso de los años, y aún los objetos domésticos
se vuelven vetustos e inútiles, y cuyos vestigios antiquísimos han servido para calcular la edad de las civilizaciones y el
modo de sus culturas, pero la materia de que está hecho todo esto, permanece siempre inmutable en su esencia; y
presta siempre a relucir de nuevo entre los nuevos seres que parecen renacer; verbigracia, el vívido verdor del brote de
una planta, la tierna piel del bebé que sonríe, la tersa belleza de la juventud y aún aquél juguete nuevo que un día
estrenamos henchidos de felicidad. Sí, cualquier cosa que tengamos en las manos, tiene unos 13 mil millones de años,
según la teoría del Big Bang; pero, pensándolo mejor, ese fabuloso huevo cósmico, necesariamente, tuvo que tener antes
de su hipotética explosión, una naturaleza definida, real, existente, llena de potencialidades y repleta de eventos posibles
o factibles, ya que la nada nunca pudo existir, y de ella nunca pudo salir nada, pues nada es y nada significa. Por otra
parte, el hecho de no conocer las propiedades de la existencia del ser que nos dio origen, no nos impide deducir la
intención de su obra, con todo lo que ello implica; y en vez de asumir conceptos difusos como singularidades físicas,
cuyas características, por definición, están por fuera de las leyes normales de la física, sería mejor, y ello no viola el
principio irreductible de identidad, mediante el cual todo cuanto existe, debe su razón a su sola existencia, admitir que la
más grandiosa de las singularidades, Dios, no solo dio origen al universo físico, sino a cualquier otra entidad
extrasensorial apenas vislumbrada en la teoría de cuerdas. Ahora bien, tanto la noción de infinito como la de Dios, no
entrañan contradicciones. Ese ser existe por sí mismo, y cuya esencia es su propia existencia, y no puede no ser, por la
necesidad lógica irreductible de su existir; y además, es alguien, no es algo, tal como le fue dicho a Moisés desde una
zarza que ardía sin consumirse: ¡Yo soy el que es!, (Éxodo 13, 14) como eterna credencial ontológica ante los hombres.
También lo apreciamos en la permanente e inteligente intencionalidad de la evolución y orden de las cosas, del mundo y
en nuestra propia vida. El Dios personalizado de Moisés existe como único, bueno e infinito, pero velado tras de su
Creación, quizás para despertar en sus criaturas inteligentes la intención de buscarlo para amarlo.
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Pensemos: Por simple necesidad lógica, acaso impresa en nuestras capacidades psíquicas por la misma razón cósmica
que ocasionó el génesis del universo, ese ente previo a la gran explosión, comoquiera que haya sido la singularidad que
la generó, traía en su entraña ontológica todo lo que después existió en las sucesivas fases del espacio—tiempo, incluso
este instante en que esto escribo; del mismo modo como una célula embrionaria va transformándose morfológica y
funcionalmente en otros entes muy diversos de sí misma, pero secuenciales y dependientes unos de otros desde el punto
de vista etiológico o causal, hasta llegar a formar un cuerpo adulto que ya no cesará de cambiar mientras viva, si es que
los cambios no se extrapolan allende la muerte, que tan solo vendría a ser una simple mutación en la ontogénesis de la
conciencia hacia sus estados más elevados. La serie de eventos se extienden en cadena abierta hacia atrás, hasta una
causa primigenia desde donde se genere todo cuanto existe, y se debe proyectar hacia estadios futuros humanamente
desconocidos. El eje central de los cambios supone unos lazos necesarios que llamamos causas, que, según la visión
empirista y científica actual, y más si es relativista, por configurarse los fenómenos físicos en un continuo extenso—
temporal simultáneo, son los antecedentes constantes que eslabonan un fenómeno: En relatividad einsteniana, los
eventos que ocurren en el pasado, el presente y el futuro existen al mismo tiempo, y lo que entendemos por pasar en
cinemática clásica, es un estar de sucesiones cuadridimensionales, solo que los eventos anteriores al instante actual
registrado por el sensorio, y que llamamos pasado, los soslayamos con la memoria, mientras que el presente o instante
actual, lo registramos con los órganos de los sentidos; y el futuro, apenas lo entrevemos o lo presentimos, y, en el mejor
de los casos, a falta de una clarividencia demostrable, lo calculamos con más o menos ciertos grados de precisión; y no lo
podemos ver, por lo mismo que en el horizonte se nos esconden los objetos en la distancia, pero no por ello no están allí,
sino que se aguardan a que los vayamos descubriendo a medida que se acercan al presente. Sólo nos falta saber qué o
quién existe. ¿Será que es nuestra conciencia, ramaje individuado de la Conciencia Universal, que al desplazarse en el eje
pasado—presente—futuro, dada en los personajes de la historia, y entre ellos cada uno de nosotros, quien capta los
cambios secuenciales del mundo externo como cuando nos movemos en un carro y creemos ver correr los árboles?; o,
¿Será que las cosas que concebimos como realidades, con sus casi infinitas experiencias sensibles, tan solo son una
proyección ilusoria que sentimos como un sueño coherente?. En cualquier caso, nuestros sentimientos y los valores que
de él tenemos son reales, comoquiera que se entienda eso de real.
Pero sigamos: Si el Big Bang fue la gran explosión que dio inicio al universo que concebimos como físico, ello solo fue, o
el instrumento o ente causal necesario para que así empezara la serie de sucesos que nos han dado origen como sujetos
inteligentes y a todo cuanto percibimos; o, esta teoría no es más que la racionalización actual de cómo podemos
comprender aquellas cosas que están por fuera del campo de nuestra observación directa. No lo olvidemos: El objeto de
las ciencias es hacer inteligibles los diversos fenómenos que descubrimos en la naturaleza, y que los sentidos externos
no logran esclarecer por sí mismos. En cualquier caso, al igual que en la naturaleza vemos un cierto orden y dirección de
los sucesos hacia fines más o menos dirigidos, así, del mismo modo, los fenómenos cósmicos que han ocurrido desde tan
ignotos eventos, han ido como deshojándose hacia la existencia de nuestro mundo y de cada uno de nosotros. Sobre
todo, si sabemos por relativismo cuadridimensional que el pasado, con todos sus elementos constitutivos, está allí tal
como ocurrió en su respectivo tiempo; bien sea conocido desde cada sujeto partícipe, o visto, para decirlo desde la
perspectiva humana, desde afuera, por alguna otra conciencia transhumana envolvente, que pudiera ser el reino
angélico, si lo consideramos como un plano de mayor conciencia colectivizante en el espacio—tiempo, y obviamente,
también en lo afectivo y lo moral, cuestión que trataré en otro aparte de este libro. En ciencias, muy frecuentemente, la
lógica declina ante el peso bruto de la observación de los fenómenos. Y observamos que el futuro siempre llega a nuestra
conciencia en cada instante que llamamos presente, así sea dormido en los largos tedios de la vida o envuelto entre las
dudas y las sorpresas del destino. Veamos: Supongamos, con la gente corriente, que del pasado no vaya quedando nada
de los eventos presentes que ocurren a una persona, y si acaso tan solo los vagos recuerdos que a veces acariciamos o
despreciamos; y del futuro, aún no haya nada distinto de la esperanza o de los presagios o expectativas que tenemos del
porvenir, encerrados unos y otros en los concretos e inconclusos límites del presente. Entonces, si no hay cosas reales ni
del pasado ni del futuro, podemos decir que solo vivimos en un ínfimo presente que solo dura mientras pasa, como un
cometa sin colas que relumbra en la negra noche y se desvanece mientras se desplaza. Surge la vital pregunta: ¿Las
cosas solo existen mientras duran o pasan?. Veamos: La lógica y la observación se imponen, y a fortiori, así como las
realidades presentes van siendo pasados secuenciales concretos, como cuando vemos de cerca solo los vagones del
trepidante tren que pasa sin poder ver los que ya pasaron, ni la larga cola que arrastra, así también los eventos pasados
y futuros se nos escapan del real influjo del presente. Los eventos futuros parecen estar ya configurados en sus distintos
segmentos, solo que no los conocemos y se nos escapan del horizonte sensorial según lo comprobamos en la experiencia
diaria. En caso de que el futuro, como eventos y actos definidos ya exista, nos queda por resolver el problema del destino
humano, pues, pese a que esos eventos del porvenir solo serán reales en la medida en que los vayamos conociendo
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como presentes, es obvio pensar que están allí; y de ello dan fe los acontecimientos que vislumbramos antes de ser
reales o actuales; y, ya en otros planos, las diversas mitologías de la antigüedad, empezando por los arúspices etruscos y
las pitonisas y sacerdotes griegos en sus oráculos; los profetas de Israel, lectores iluminados del futuro, quienes parecían,
no calcular, sino ver con clara anticipación los hechos distales del presente, por gloriosos o dolorosos que fuesen; y más
reciente y en forma abrumadora y ostensible, los divinos anuncios de Jesús de Nazaret que iban siendo reales con
milagrosa precisión, para no hablar de las míticas clarividencias modernas y de nuestros propios deseos y temores,
sacudidos sin cesar por las locas turbulencias del mundo que nuestra conciencia descifra como realidad personal.
El dilema es crucial: O nuestra vida, fue posible y pensada por una inteligencia, al menos superior a la nuestra, desde
antes de empezar a existir lo que llamamos universo físico, evolutivo o no, para crecer por obediencia hacia ella del
mismo modo cómo queremos que ocurra a nuestros hijos, aun cuando los censuramos por conveniencia incomprensible
de ellos que al cabo quizás agradecerán; o somos el fruto imposible del azar y la casualidad, y por lo mismo blancos
inevitables de la incertidumbre, la duda y la nada. Veamos algo más, pues los términos medios como que pululan por ahí.
En otros apartes de este libro seguiré planteando reflexiones sobre la existencia simultánea del pasado, presente y del
futuro, vistas a luz del continuum extenso—temporal relativista, inmerso todo ello en una conciencia sobrehumana, que
pudiera existir por coalescencia conjunta y creciente de sus individuos, al modo como billones de nuestras células nos
conforman en individuos policelulares y luego en sociedades más o menos conexas y extensas; o, de una vez por todas,
como un ser infinitamente superior al género humano, que de suyo sea perfecto, omnipotente, omnisciente y creador, y
desde donde broten por Fiat lux todas las cosas y seres que conocemos, y aún aquellas que no podemos percibir ni
imaginar con nuestra humana conciencia. El hombre es la única criatura que no se limita solo a existir, como las demás,
sino que es conciente de sí mismo y es también creador, debido a la cualidad creadora que de suyo nos transfiere Dios
desde el principio: ¡Hagamos al hombre a nuestra semejanza…! (Génesis 1:26). En ambos casos, con distintos matices,
vislumbramos la existencia de esa Conciencia sobrenatural, cuya esencia es existir, y existe omnímodamente. ¡Jaque
mate!, se dice en el ajedrez cuando no hay más opciones donde jugar. El Dios del Génesis existe.
Meditemos sobre estos asuntos que desde siempre nos merodea el intelecto ente la curiosidad y la duda: Según nuestra
observación científica, a la luz de los hechos, los humanos somos unos extraños seres, orgánicos e inteligentes, (soma y
psiquis) destellados desde el fondo de misteriosos, e incomprensibles, campos energéticos, que por oscilaciones
definidas, bien sea desde puntos o cuerdas, generatrices de partículas que a grandes velocidades relativas se convierten
en inmensurables y fantásticos complejos de átomos y luego moléculas, que por maravillosa aglomeración sinérgica, a su
vez conforman células y órganos y después individuos, que, junto con otros miles de millones de semejantes, durante
largos lapsos de tiempo, han constituido lo que llamamos Humanidad, o conjunto unitario de seres racionales que viven
en tiempos secuenciales sobre la superficie de un minúsculo planeta que llamamos tierra. Veamos más de cerca el
asunto: Los seres humanos, hasta donde sabemos, vivimos sobre una delgada capa rocosa que flota sobre un enorme e
insondable océano de magma incandescente, en un planeta que rota velozmente sobre sí mismo y gira en elipses a
grandes velocidades angulares alrededor de una estrella llamada sol, que a su vez divaga raudo entre uno de los brazos
espirales de una galaxia de unos 200 mil millones de soles similares denominada Vía Láctea, apenas una entre las miles
de millones que pueblan lo que denominamos universo físico, y que a grandes velocidades astrales se separan unas de
otras en la misma dirección en que las vemos. Con todo, entre tantas complejidades, inimaginables distancias siderales,
tan grandiosos tamaños astrales, entre tan aterradores fuegos, por debajo el magma incandescente de los metales
fundidos y por arriba la radiante lumbre cósmica del sol, y entre tan vertiginosas velocidades en distintas direcciones, y
entre inmensurables cantidades de corpúsculos y células vivas repletas de fluidos y organelas complejísimas, a su vez
funcionando gracias a sinérgicos fenómenos impelidos por maravillosas leyes físicas, bioquímicas y biológicas potenciales
y de aplicación automática, aquí estamos ante nuestra soledad, como prisioneros de nuestras ignorancias, consolándonos
y destruyéndonos al mismo tiempo, sin apenas saber por qué ni para qué vivimos; deslumbrados ante el inmenso influjo
externo de los estímulos sensoriales o angustiados entre nuestros deseos y temores, sospechando, o creyendo, en el
mejor de los casos, que detrás de las cosas visibles que nos rodean, hay una inteligencia oculta que por la naturaleza
infinita que la anima, no solo creó al universo físico, sino que nos creó, nos sostiene y nos impele hacia nuevas formas y
modos cada vez más perfectos sin siquiera advertirlo y hasta en contra de nuestras propias ignorancias; pero que, para
encaminarnos en la conciencia de ello, ha ideado al dolor, la frustración, la limitación y la muerte para despertarnos de la
letargia animal que nos reviste y las premuras del mundo que nos embelesa; y alcanzar, por nuestros propios esfuerzos
concientes, tan elevados designios, y comprender así, la dignidad que nos inviste. Por fortuna, Dios, no solo nos da las
pistas, sensoriales y racionales, para inferir de ellas la infinitud de su ser, sino que además nos lo ha revelado, y, en el
caso del Cristianismo, esa deidad asumió la condición humana en la persona de Jesús de Nazaret para enseñarnos por
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crecimiento moral, el único camino que como seres orgánicos y espirituales nos eleva en la evolución ultra humana que
desconocemos, pero que nos espera como el día de mañana. Sí, Dios existe, no como un ser abstracto, remoto y lejano,
sino personalizado en la doctrina Cristiana, y existe por la necesidad imperiosa del triunfo del amor sobre la muerte, y la
unificación afectiva del género humano.
En cuanto a la naturaleza de la materia, observamos que su constitución va variando a medida que la abordamos en sus
distintos planos. A primera vista, observamos las formas de la realidad que nos circunda perfiladas en múltiples
perspectivas que nos sugieren los tamaños, colores, formas, móviles y distancias que nuestro intelecto interpreta como
externo en un contexto integrado con otras sensaciones en cada instante del flujo de la conciencia. Usualmente
conocemos esa realidad entramada en los tres estados físicos de la materia: Líquido, sólido, gaseoso y las diversas
manifestaciones de la energía radiante que percibimos como luz visible o como temperatura o grados de calor,
presentados ante nuestra conciencia como bloques de construcción dados en la inmensa cantidad de formas, tanto vivas
como inertes, fragmentadas, en el caso de la vida, en órganos, tejidos, células y luego moléculas cuyas propiedades
dependen de los elementos y compuestos químicos y las posiciones espaciales de sus radicales y sus combinaciones y
cantidades de mezclas porcentuales. En cualquier dirección de nuestra realidad doméstica, un tanto más allá, o mejor, en
planos mucho más profundos, encontramos un inmenso cúmulo de átomos que desde sus inescrutables intríngulis de
partículas configuran los eventos y fenómenos que percibimos siempre en tiempo presente como seres y sucesos reales y
tangibles que fluyen hacia esas escenas que llamamos futuro, más o menos predecibles o como resultados expectantes
de la disciplina o del cálculo de probabilidades. Pero nuestra realidad no es solo material o fenoménica, captada por los
órganos de los sentidos, sino que también está compuesta por una enorme trama de elementos abstractos, mentales,
nouménicos, percibidos con el intelecto, gracias a la función operativa del cerebro humano, y cuyos horizontes cognitivos
se extienden más allá de lo sensible y tangible; ora deduciendo mediante relaciones lógicas lo desconocido a partir de lo
conocido, ora relacionando entes ideales en el universo mental, ora, en fin, abstrayendo por inducción probable aquellos
entes necesarios que existen por sí solos, y para los que no hay razones que impidan su existencia, y en su eslabón más
alto concebimos a Dios, cuya existencia, no dada en su propia creación, no puede no ser, pues, su esencia es su propia
existencia, y existe por su ser infinito, y desde donde se irradian todos los seres, entes, sustancias y accidentes que
percibimos como realidades externas o materiales, y que también son abstractas, mentales e ideales, según las
conozcamos con los órganos de los sentidos o con la operatividad relacional de nuestro intelecto.
Finalmente, bueno es hacer algunas consideraciones prácticas que nos ayuden a sacarle provecho a la dual condición
corporal—espiritual que nos constituye como seres humanos. Así como Dios creó al mundo por libre voluntad, y de la
nada, por Fiat Lux, así también nosotros creamos nuestra realidad circundante a partir de nuestra propia voluntad
conciente que en el acto mismo de la Creación (Él) nos transfirió por amor filial. Disponemos de su esencia creadora, a su
imagen y semejanza, para realizar solo aquellas cosas que nos construyan como personas dignas y cabales; pero, desde
el principio de los tiempos, invertimos nuestras fuerzas para realizar cosas inútiles y degradantes. Alguna explicación tiene
el hecho de que seamos, mitad cuerpo orgánico y mitad espíritu; y mientras la parte corporal se inclina a la tierra para
tomar cuanto le exijan los apetitos animales, su alma se complace en los valores, sentimientos, conocimientos y
pensamientos que surgen de la naturaleza espiritual que la anima; y he allí la tendencia dicotómica de las inclinaciones
humanas a través de su dramática historia terrenal. Quizás fue lo que ocurrió a Adán en su paraíso, pues, dada su doble
condición, corporal y espiritual, en vez de crecer por obediencia hacia la fuente infinita que generaba su realidad por el
poder creativo que Dios le confería, se embelesó con las imágenes que surgían ante sí; y ahí fue, igual que Tántalo en la
mitología griega y nosotros en la realidad actual, la razón de su extravío, y se subordinó ante los apetitos orgánicos,
volcando sus fuerzas y talentos hacia el espejismo que veía frente a sí mismo; pero éste se le alejaba en la misma medida
que lo intentaba alcanzar. No estamos sumergidos, sino enlazados con nuestra realidad en el nexo indisoluble del
conocimiento. Reflexionemos, pues, sobre ese estrecho vínculo que hay entre nuestra conciencia y la existencia de las
cosas materiales, para solo citar las sensibles y visibles. La experiencia nos dice que realizamos o hacemos aquello que
deseamos, y a menudo escuchamos decir que tal o cual idea o proyecto ya fue realizado o materializado, sin percatarnos
que ello implica grandes significados filosóficos y prácticos para nosotros. El asunto no tendría inconvenientes sino fuera
porque no siempre se nos dan las cosas que deseamos; y al contrario, muchas son las adversidades, sorpresas,
limitaciones y frustraciones que padecemos en la vida cotidiana, tanto en lo personal como en lo colectivo. Pero, ¿Cómo
hacemos para realizar lo planeado? ¿Cómo hacemos real lo apenas posible?, nos preguntamos cuando descubrimos que
el manejo de tan crucial jueguito depende de nosotros mismos. Frecuentemente, y en cada paso que damos, notamos
que de nuestro pensamiento, mediante la voluntad, y aún del inconciente, brotan las imágenes que luego vemos
proyectadas en la realidad, desde algunos actos simples como caminar o mirar, hasta otros más complejos como cuando
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hacemos una diligencia o cuando cocinamos un plato siguiendo sus recetas; o, ya más trascendente, cuando soslayamos
los proyectos de vida con previa antelación y emprendemos las estrategias factibles para alcanzarlo. Nos asombraríamos
si supiéramos la enorme cantidad de fenómenos de distintas índoles que se tejen en el acto más simple que realizamos, y
sin embargo nos parece sencillo y hasta necesario que así sea.
Para resolver el asunto, debemos empezar por ignorar que el futuro esté ya configurado, no obstante la validez lógica de
su necesaria existencia, comoquiera que ella sea. Al margen de si esto es verdadero, repito, pasémoslo por alto y
empecemos por saber que las cosas que llamamos posibles solo se encuentran en potencia en la mente del sujeto que las
puede llevar a la realidad; y luego, mediante la voluntad, que implica algún esfuerzo psíquico o un trabajo físico, se
realizan ante nosotros con una fidelidad proporcional a la disciplina y la planeación. También es posible que los eventos
futuros ya estén dispuestos en la dirección de nuestros deseos; como si el cúmulo del presente nos diera pistas seguras
sobre el porvenir; y entonces, eso es lo que veremos como realidades personales; y colectivas, como fuerzas resultantes
de las voluntades individuales. Por ello, en cualquier caso, siempre debemos planear bien las cosas y conjurar los
eventuales temores que pudiesen filtrarse en la conciencia prerreal. De modo que para lograrlo debemos hacer un ámbito
favorable de posibilidades previas a los actos que deseamos, pues, en general, solo se realizan las opciones más posibles.
El instrumento que nos fue dado por la misma razón que nos creó, Dios, es el conocimiento, en cualquiera de sus tres
formas, ya sea por intuición, por razón o por abstracción, asociado indisolublemente a una voluntad férrea y a nobles
sentimientos que coadyuven hacia el buen obrar; pues, como seres libres, también podemos realizar actos negativos, con
la repercusión moral que uno y otro implica en la integridad óntica de la persona: El bien nos eleva y el mal nos envilece.
Son leyes universales potenciales de aplicación automática que se cumplen en tanto las condiciones se presenten. Cuando
deseamos realizar algo que pensamos, es como si alumbrásemos con nuestra voluntad aquello que queremos, y luego de
algún esfuerzo, lo vemos ante nosotros como cosas reales. Acaso, la raíz de los males humanos sea que por puro extravío
moral pensamos y luego realizamos aquello superfluo o perverso, que como un bumerang que lanzamos sin saber para
dónde, vuelve contra nosotros y nos golpea; o como aquella araña que en su torpeza se enreda entre sus propias redes.
Además, también, usualmente, por ignorancia de las reglas del juego o por enturbiamiento de la conciencia, al no
conjurarlos o eliminarlos con disciplina en el ámbito mental, se nos realizan también los temores, y entonces vemos en la
realidad cosas indeseables o situaciones imprevistas que terminan en metas inconclusas o adversas. Podemos hacer un
balance porcentual de lo que hacemos tal como lo planeamos, y de aquello que se desvió de nuestros propósitos previos;
y la conclusión es que la mayoría de nuestros actos concientes fueron pensados y luego realizados, desde los más simples
hasta los más complejos, y que después captamos como elementos sensibles de nuestra conciencia. Cuando somos
concientes del mundo circundante y de nuestros estados del ánimo; todo ello, no es más que el resultado de esos
elementos síquicos conjugados, dados en la expresión intencional de la conciencia. Es decir, somos y sentimos lo que
queremos ser y sentir, para bien o para mal: ¡Nosotros lo decidimos!. Solo que ante tan enorme acerbo de sensaciones,
sentimientos y pensamientos, tan diversos, variables y hasta opuestos entre sí, agolpados en un instante dado en la
conciencia, por causa de la mayor o menor maraña del mundo que elegimos, o que permitimos que nos impongan,
resulta muy difícil manejarlos libremente, y entonces se nos descuaderna la atención y se nos enturbia la conciencia, y
por tanto, se precariza nuestra capacidad realizante, resultando de ello el caos de eventos que después ya vemos como
una realidad doméstica más o menos adversa.
Así las cosas, con mucha higiene mental, disciplina y concentración podemos realizar cuanto deseamos para satisfacer
nuestras necesidades; y aún mucho más, pero ello es temática de otras consideraciones filosóficas, religiosas, científicas,
sociológicas, políticas, económicas, ect. que rebasan la aspiración conceptual de este modesto escrito. En el mundo
moderno encontramos muchos libros y revistas fundados en el mentalismo, el optimismo y la autorrealización personal,
para que mediante la voluntad, la disciplina y la pureza espiritual realicemos las cosas que anhelamos; y existen muchos
métodos, estrategias y manuales o guías para alcanzar ciertos logros, sin olvidar que el hombre más rico no es aquel que
mucho tiene, sino el que menos necesita para ser feliz; es decir, para crecer espiritualmente, que en últimas, es el
objetivo y misión suprema de nuestra vida sobre la tierra. Oportuno es consignar aquí que lo que místicamente llamamos
Fe, no es más que la mayor o menor confianza en nuestra propia capacidad realizante, que de suyo tenemos por el solo
hecho de ser creatura intencional de Dios, fuente infinita del ser, y de donde manan todas las cosas que percibimos como
existentes y reales. Esa confianza interna, o Fe, procede necesariamente del ser supremo, y la alimentamos por petición
intencional y sumisión expresa y conciente del sujeto ante Él; bien sea en forma de abnegación sacramental, retiro
místico, oración, súplica, meditación, penitencia, o perseverar en la virtud; pero declina justamente por lo contrario.
Podríamos decir que sin ninguna creencia religiosa también funciona la mecánica de nuestra capacidad realizante por el
solo hecho de ser creados por Dios, con solo ser éticamente aceptables, o incluso, como lo vemos en la historia humana,
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hasta los perversos realizan sus intenciones, pero, ¿A qué costos morales? ¿Qué significado tiene la sola conquista de los
bienes materiales? ¿Qué trascendencia tiene vivir para complacer solo los apetitos corporales?. Por otro lado, debemos
saber que aunque el mundo sea mental y todo no sea más que una ilusión de la conciencia, las demás personas sí existen
tal como son, y son reales con sus propias facultades y cualidades, del mismo modo que nosotros. Nos pasa como a
nuestro sol, que es igual a los demás billones de soles que relumbran en el amplio cielo que observamos. Por ello, aparte
de nuestras fuerzas y limitaciones internas para realizar las cosas que deseamos, los deseos o los temores de las otras
personas también se realizan. Y he aquí otra ocasión para afirmarnos como personas cabales dentro de una sociedad
dada; y el prójimo, en base a la credibilidad que le suscitemos, puede ser (o no ser) reflejo de nuestra luz y coadyuvar en
nuestras realizaciones, que pueden ser modestas, grandiosas, maravillosas y hasta fantásticas; pero también los demás
pueden ser obstáculos contra nuestra capacidad realizante, habida cuenta de nuestras flaquezas, errores, pecados,
abusos, delitos y extravíos, desatándose en las otras personas las pasiones negativas, como odios, envidias, traiciones,
incredulidad, intrigas y demás malquerencias humanas que pueden alterar, afectar o truncar nuestras aspiraciones. Para
tal fin, debemos estar alertas de no despertar animadversión en nuestro prójimo, y el mejor blindaje es la humildad, el
servicio desinteresado, el desprendimiento, la abnegación y el buen ejemplo; o por lo menos, vivir con bajo perfil y
mesurada modestia, a menos que el llamado sea para realizar otros designios. Queda por esa vía planteada la indiscutible
vigencia del Amaos los unos a los otros de la Doctrina Cristiana como fórmula inmortal para la superación personal y la
trascendencia de la existencia humana.
Con todo, uno de los mayores anhelos del hombre es conocer por su propia cuenta la mecánica íntima de eso que
llamamos realidad material, sobre sus límites internos, su naturaleza, sus leyes y sobre los límites externos del cosmos,
cuestión que en la medida que avanza, más se amplían los horizontes que le aguardan, cuyos logros, concedidos por la
Providencia divina al paso de las eras, gratifican el denodado esfuerzo del ingenio humano. Pero la materia sigue allí en
frente de nosotros, constituyéndonos, conformándonos, beneficiándonos y al mismo tiempo limitándonos y hasta
asfixiándonos entre sus herméticos confines. Otro anhelo humano es dominarla y someterla a su libre voluntad, y a fe
que lo ha logrado mediante la ciencia y la técnica en los distintos ámbitos naturales. Sin embargo, la materia siempre le
ofrece al hombre una esencial resistencia que lo reta y también lo inspira, y al mismo tiempo lo frustra y lo exaspera; ora
como barrera inextricable que lo restringe, como amenaza incisiva contra su integridad personal, caso de la enfermedad o
la muerte, o, más cruelmente, como elemento miserable del destino, que lo vulnera, lo desnuda, lo burla, lo hiere y lo
destruye. La voluntad viciada por el mal, por la duda o la ignorancia, torna más rígido, áspero y más grávido el fruto de
su realidad. Uno de los más grandes anhelos del hombre, devenido de su doble condición, corporal y espiritual, es
dominarla directamente, para liberarse de sus tediosas cadenas, de la angustia existencial, la sed del infinito y de las
traicioneras asechanzas del destino. Pero ella sigue allí, más que como nido que nos acoge, como muralla infranqueable
que nos asfixia, espejo turbio de nuestra conciencia. Son leyes inflexibles de aplicación automática, y las leyes morales,
como las físicas, también rigen sobre el hombre para bien o para mal de su existencia. Nuestra vida es lo que queremos
que sea; y solo hay una salida, una esperanza: La realidad, por concreta, rígida y hasta cruel que nos parezca, se
subordina ante la voluntad del sujeto que la dicta, así como la barca al marinero que la dirige. Sin embargo, repito, dada
la dual condición que nos anima, corporal y espiritual, debemos priorizar los objetivos de nuestra vida; si la satisfacción
de los apetitos corporales que nos encorvan contra la tierra, o la perfección espiritual que nos eleve hacia el bien
supremo. Esa motivación deviene de la mayor o menor certeza que tengamos de la existencia de Dios, y lo que ello
implica respecto a la actitud de nuestra vida; pues Él, Dios, aunque en cada instante lo pasemos por alto por mero
embotamiento de nuestros sensorio, es el ser Infinito del que recibimos el ser, la vida, el amor y todo bien, y la esperanza
en que nuestros dolores, pesares, dudas, angustias y los males del mundo, alguna vez tengan significados, y con la
conciencia de ello, por fin reine la paz y la concordia entre los hombres, con miras al ascenso trascendental del espíritu
humano. Dice el buen Jesús: En la casa de mi Padre hay muchas moradas… Juan, 14, 2, y no solamente soles, planetas,
seres humanos, animales, plantas y minerales y oros y diamantes, sino espíritus infinitamente más radiantes y puros que
los hombres, y que por mérito propio, también podemos alcanzar como frutos de la verdad, del bien y del amor.
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