Quien lea hoy, casi doscientos años después, el registro de la

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(no citar sin el permiso de la autora)
“Nuestra antigua legislación constitucional”, ¿modelo para los liberales de 18081814?
María Cruz Romeo Mateo
Universitat de València
Quien lea hoy, doscientos años después, el registro de la primera sesión de las
Cortes Generales y Extraordinarias de 24 de septiembre de 1810 no puede dejar de
sentir una cierta extrañeza y perplejidad. Los diputados que se reunieron en la Real Isla
de León se habían congregado previamente en la iglesia Mayor de San Fernando “a
implorar la asistencia divina por medio de la misa del Espíritu Santo”. Después del
Evangelio y de la oración exhortatoria pronunciada por el obispo de Orense, presidente
del Supremo Consejo de Regencia, el Secretario de Estado y del Despacho de Gracia y
Justicia pronunció la fórmula del juramento, que dice así:
“¿Juráis la santa religión católica, apostólica, romana, sin admitir otra alguna en estos Reinos?
¿Juráis conservar en su integridad la nación española y no omitir medio alguno para libertarla de
sus injustos opresores? ¿Juráis conservar a nuestro amado soberano el Señor Don Fernando VII
todos sus dominios, y en su defecto a sus legítimos sucesores, y hacer cuantos esfuerzos sean
posibles para sacarlo del cautiverio y colocarlo en el Trono? ¿Juráis desempeñar fiel y
legalmente el encargo que la Nación ha puesto a vuestro cuidado, guardando las leyes de España,
sin prejuicio de alterar, moderar y variar aquellas que exigiesen el bien de la nación?”
Los diputados juraron, por supuesto, y pasaron de dos en dos a tocar los
Evangelios. Los actos religiosos finalizaron con el himno Veni, Sancte Spiritus y el Te
Deum. Se dirigieron luego en comitiva hacia el Teatro de la ciudad, habilitado para sede
de las Cortes, cuyas galerías de asistentes estaban preparadas para la ocasión, según un
orden prefijado: cuerpo diplomático, nobleza, militares de alta graduación, señoras de
distinción y, por último, el público en general. Después del discurso del obispo de
Orense y de la lectura de la memoria de la Regencia, tomó la palabra el diputado Diego
Muñoz Torrero y expuso la conveniencia de decretar que
“las Cortes Generales y extraordinarias estaban legítimamente instaladas; que en ellas reside la
soberanía; que convenía dividir los tres Poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, lo que debía
mirarse como base fundamental, al paso que se renovase el reconocimiento del legítimo Rey de
España el Señor Don Fernando VII como primer acto de la soberanía de las Cortes; declarando al
mismo tiempo nulas las renuncias hechas en Bayona, no solo por la falta de libertad, sino muy
principalmente por la del consentimiento de la nación”.
Casualmente, o tal vez no tanto, y tras otras intervenciones del mismo tenor, un
diputado, Manuel de Luján, leyó la minuta del decreto que se había preparado para la
ocasión. Fue el primer decreto de las Cortes de Cádiz y, en opinión de muchos
historiadores, el más trascendental de todos. Vale la pena recordar cuatro de sus puntos:
los diputados decían representar a la nación; en las Cortes residía la soberanía nacional;
se declaraba nula la cesión de la Corona, acaecida en Bayona en 1808, y se establecía la
separación de poderes, reservándose las Cortes el ejercicio del legislativo1.
¿Había nacido el liberalismo? En todo caso, el triunfo de quienes por entonces
comenzarían a llamarse liberales fue indudable. Sin embargo, desde entonces, sus
1
Diario de Sesiones de las Cortes Generales y Extraordinarias (DSC), 24 de septiembre de 1810.
Agradezco los comentarios de Jesús Millán, Xavier Andreu y Joseph Ramon Segarra.
1
fundamentos no han dejado de ser discutidos y, en parte, con razón. El giro radical que
representaban las nociones de soberanía y de nación respecto al imaginario político del
Antiguo Régimen y a la estructura de la monarquía hispánica se produjo,
paradójicamente, en un entorno simbólico y material –la escenificación de la primera
sesión- que privilegiaba el poder de la religión, la presencia del rey ausente y la
jerarquización de la sociedad en estados y rangos. ¿Cómo fue posible este giro? ¿Cómo
fue posible que en una monarquía como la hispánica, que para todo europeo informado
era ejemplo de fanatismo religioso y retraso cultural, se produjera una revolución
política como la que se escenificó el 24 de septiembre de 1810?
Esta pregunta no ha dejado de plantearse desde entonces. Para unos, era la
providencia; para otros, era el resultado del sacrificio de un pueblo que, tras siglos de
despotismo, rompía las cadenas que lo esclavizaban; otros, en fin, responsabilizaban a la
filosofía moderna que, adueñándose de las conciencias de unos pocos, había logrado
destruir las esencias patrias. Fuera cual fuese la respuesta que entonces se dio, todas
coincidían en envolver de un cierto misterio lo ocurrido en Cádiz entre 1810 y 1812; un
misterio, que la historiografía ha intentado desvelar.
A vueltas con los orígenes de 1812
Durante buena parte del siglo XX, en especial de su segunda mitad, ha sido
hegemónico un modelo explicativo que implícita o explícitamente veía 1808-1814
como el momento fundacional de la España contemporánea, como el arranque de un
tiempo nuevo, que la Constitución de 1812 sintetizaba como expresión más acabada de
la nueva ideología liberal o del programa revolucionario de la burguesía liberal2. En
cierta forma y salvando las distancias de todo orden, 1812 sería un 1789 a la española.
También en Francia la historiografía alimentó durante mucho tiempo la imagen
de 1789 como el “año cero de un mundo nuevo”. Aceptando la definición temporal de la
identidad nacional elaborada por los protagonistas de la revolución de 1789, la historia
como disciplina tenía la “función social” de conservar “este relato de los orígenes”,
según el cual 1789 representaba un cambio radical, una ruptura con el pasado y el
advenimiento de una nueva época. Como es bien sabido, esta imagen fue radicalmente
criticada por François Furet, quien encontró en Tocqueville el fundamento de su
interpretación: “¿y si en este discurso de la ruptura sólo existiese la ilusión del
cambio?”3. Como es también conocido, las respuestas a este interrogante impulsaron un
espacio más complejo de reflexión en torno a ese acontecimiento.
La historiografía político-cultural de las dos últimas décadas del siglo XX
sostuvo que la revolución francesa se inscribía en un proceso cuyos materiales básicos
no se habían creado en 1789. Para Keith M. Baker, la pregunta clave era entender cómo
se inventó la revolución, cómo pudo pensarse en el interior de la cultura política de una
monarquía absoluta como era la francesa de la segunda mitad del XVIII. Plantear este
problema obligaba a una reconsideración de la dinámica del antiguo régimen que
atendiera a “la invención” del escenario revolucionario, de sus principios y de sus
prácticas, en el interior de la cultura política dieciochesca, a su vez modificada por la
aparición de un lenguaje de la disensión que, además de colocar en el centro del debate
la opinión pública, se inscribía en un contexto de disputas sobre el orden político
2
Miguel Artola, Antiguo Régimen y revolución liberal, Barcelona, Ariel, 1978, p. 164. La obra clásica en
esta cuestión es Los orígenes de la España contemporánea, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1975
(2ª edición), II vols.
3
François Furet, Pensar la Revolución Francesa, Barcelona, Petrel, 1980, pp. 11-29.
2
religioso de la monarquía4. Desde otros planteamientos teóricos –que, si bien críticos
con el giro lingüístico defendido por Baker, parten del concepto de cultura política
definido por éste-, también Roger Chartier ha mostrado cómo el itinerario que enlazaba
ilustración y revolución, ideas filosóficas y ruptura revolucionaria, fue menos evidente,
lineal y progresivo del que en su día sostuvo Daniel Mornet. Para Chartier no se trata de
apuntar, como sostiene Baker, que los orígenes culturales sean la causa de la revolución,
de modo que ésta está escrita antes de su advenimiento, sino de analizar las condiciones,
es decir, los cambios de sensibilidades, los modos de interpretación de la realidad, que
la hicieron posible, restituyendo la radicalidad del surgimiento de 1789 y encontrando
las continuidades que lo insertan en la historia de la monarquía francesa5.
La historiografía francesa, por lo tanto, ha propuesto como problema la
conciencia histórica de los actores de 1789, obsesionados por la certidumbre de la
ruptura absoluta con el pasado, y ha cuestionado el relato de la identidad del que
hablaba Furet. En el caso español, un interés semejante por discutir la supuesta
inauguración de la contemporaneidad -aunque fundado en otros presupuestos teóricometodológicos- ha animado los estudios sobre los orígenes ideológicos y políticos del
debate constitucional de 1810-1812. En España, sin embargo, el problema no era tanto
histórico como historiográfico o de las visiones del pasado y del peso de los
paradigmas.
En efecto, el relato de los orígenes de la contemporaneidad encontraba más de
una dificultad cuando se hacía partir de la conciencia histórica de los individuos del
momento fundacional de 1808 y de las Cortes de Cádiz. A diferencia de 1789, la
revolución política iniciada en Cádiz no se presentó como discontinuidad sustancial con
el pasado, sino como reforma, tal y como se argumentó en el famoso Discurso
preliminar a la Constitución de 1812, atribuido a Agustín de Argüelles: “La ignorancia,
el error y la malicia alzarán el grito contra este proyecto. Le calificarán de novador, de
peligroso, de contrario a los intereses de la nación y derechos del Rey. Mas sus
esfuerzos serán inútiles y sus impostores argumentos se desvanecerán como el humo al
ver demostrado hasta la evidencia que las bases de este proyecto han sido para nuestros
mayores verdades prácticas, axiomas reconocidos y santificados por la costumbre de
muchos siglos”. Para los redactores del proyecto constitucional, se trataba de adaptar las
leyes fundamentales de Aragón, Navarra y Castilla a un “nuevo método”, acorde con “el
adelantamiento de la ciencia del gobierno”6.
En los últimos años, en consecuencia, se han hecho grandes y valiosos esfuerzos
por poner de relieve el trasfondo doctrinal y político-cultural del que surgió la
Constitución de 1812, tenida, a su vez, como síntesis y expresión del primer liberalismo
español. En cierta forma, el punto de partida de esas investigaciones, procedentes de los
campos de la historia o el derecho, ha sido la inadecuación entre los fundamentos de la
cultura constitucional movilizados entonces y los presupuestos historiográficos que
veían en aquel momento los inicios de una nueva era. ¿Hasta qué punto se puede aplicar
4
Keith Michael Baker, Inventing the French Revolution. Essays on French Political Culture in the
Eighteenth-Century, Cambridge, Cambridge University Prees, 1990. Su definición de cultura política
permanece desde entonces invariable, cf. “El concepto de cultura política en la reciente historiografía
sobre la Revolución francesa” Ayer, nº 62 (2006), pp. 89-110. Sobre las disputas en torno a la monarquía
y sus consecuencias constitucionales, véanse Dale K. Van Kley, Los orígenes religiosos de la Revolución
francesa, Madrid, Encuentro, 2002, y D. K. Van Kley (ed.): The French idea of freedom. The Old Regime
and the Declaration of Rights, Stanford, Stanford University Press, 1994.
5
Roger Chartier, Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII. Los orígenes culturales de
la Revolución francesa, Barcelona, Gedisa, 1995, p. 233.
6
Agustín de Argüelles, Discurso preliminar a la Constitución de 1812, Madrid, Centro de Estudios
Constitucionales, 1981, pp. 128 y 68.
3
en el caso español el itinerario francés que conduce de la filosofía política ilustrada,
iusnaturalista y contractualista, al proceso constituyente de 1789 y 1791? ¿Fue
realmente ese hilo cultural el que sostuvo el armazón constitucional de los liberales
gaditanos?
De estos trabajos surge una interpretación que vincula estrechamente la reflexión
gaditana con el pensamiento ilustrado español, bien diferente al francés, y con los
debates políticos acaecidos durante el reinado de Carlos IV. En este sentido, más que
inaugurar un tiempo nuevo, 1812 fue la culminación de un proceso cuyas raíces se
encontraban en el siglo XVIII.
En general, se pueden destacar tres caracterizaciones básicas que definirían la
cultura constitucional de 1812 y, por extensión, el propio liberalismo. En primer lugar,
más que de orígenes de un tiempo nuevo, estaríamos ante las postrimerías de una
manera de entender la nación y el individuo fruto de una cultura ilustrada y católica que
no “llegó a integrar una idea secularizada y natural del hombre, ni una concepción
contractual de la sociedad y el orden político”7. Las implicaciones de esta ilustración
católica se manifestaron en la ausencia de una declaración formal de derechos
individuales y de un establecimiento real de la división de poderes y en la relevancia
otorgada a la nación católica, como sujeto político, pero sobre todo como titular de
derechos.
En segundo lugar, la cultura constitucional de 1812 sería, además de católica,
profundamente historicista. Ese historicismo y en especial el entramado de constitución
histórica y leyes fundamentales de la monarquía, que la reflexión doctrinal de la
segunda mitad del siglo XVIII subrayó, conformarían “la piedra angular del edificio
gaditano”. El arraigo de las leyes fundamentales fue tal que éstas se convirtieron “en
4
proclamada por los revolucionarios franceses, “con el fin de trastornar su gobierno
monárquico, derribar su trono y ponerse a la vanguardia de las demás naciones para
convertirlas en repúblicas”, en palabras de Villanueva, un divulgador del modo en que
los católicos podían entender la asignación radical y esencial de soberanía a la nación en
unos términos que no fueran contradictorios con su propia teología9.
No hay dudas de que gracias a estas aportaciones historiográficas se dispone de
una interpretación mucho más rica y compleja sobre el momento de 1810 y se han
descubierto itinerarios sólidos de conexión entre 1812 y el mundo ilustrado anterior. Al
fin y al cabo, la generación liberal de 1808 se formó en las tres últimas décadas del siglo
XVIII y el movimiento ilustrado no puede restringirse a las aportaciones del
pensamiento radical, ni en Europa ni, con mayor razón, en España. Sin embargo, creo
que el anclar en exclusiva las propuestas liberales en el universo católico, pactista,
escolástico e historicista anterior limita lo que de invención y ruptura tuvo 1812,
oscurece la comprensión y la diversidad de matices de las propuestas de aquellos
primeros liberales y nos devuelve una imagen de un liberalismo cuyos tintes de
radicalidad se han evaporado a favor de unos ideales reformistas, moderados y
respetuosos con la tradición católica, cultural y monárquica del pasado.
Este texto tiene como objetivo apuntar algunos interrogantes que surgen del
encuentro de esas investigaciones con las percepciones que los sujetos protagonistas de
aquella época tenían de ese mundo que para ellos se había trastocado dramáticamente en
1808. Las continuidades que insertan los planteamientos gaditanos en una historia de los
debates políticos y culturales de reforma de la monarquía absoluta es una parte
sustancial de los orígenes del liberalismo español, pero no es toda la historia. La otra es
cómo articular la radicalidad del surgimiento de un acontecimiento que, no en último
lugar, fue discursivo. El liberalismo no fue una reforma de la tradición pasada, incluso
aunque ésta estuviera muy presente. El universo conceptual del liberalismo conllevó un
desplazamiento del campo de discusión en el que las ideas o los motivos se
desenvolvían hasta entonces10.
El constitucionalismo histórico como lenguaje: un vocabulario compartido
No hubo que esperar al golpe de Fernando VII de mayo de 1814 para que el
liberalismo gaditano adquiriera, en otro contexto político, connotaciones radicales. Éstas
se expresaron ya en el momento de instalación de las Cortes y giraron en torno al
significado político, práctico y concreto, del decreto de 24 de septiembre de 1810. Entre
otras cuestiones, éste habilitaba al Consejo de Regencia para que continuara en el
ejercicio del poder ejecutivo previo juramento, cuya fórmula fue elaborada para la
ocasión:
“¿Reconocéis la Soberanía de la Nación representada por los diputados de estas Cortes generales
y extraordinarias? ¿Juráis obedecer sus decretos, leyes y Constitución que se establezcan, según
los santos fines para que se han reunido, y mandar observarlos y hacerlos ejecutar? ¿Conservar la
9
J. M. Portillo, Revolución de nación..., pp. 318-343.
Véanse reflexiones interesantes sobre lenguaje y política en, Elías José Palti, La invención de una
legitimidad. Razón y retórica en el pensamiento mexicano del siglo XIX (Un estudio sobre las formas del
discurso político, México, Fondo de Cultura Económica, 2005. La perspectiva lingüística del liberalismo
gaditano ha sido desarrollada sobre todo por Javier Fernández Sebastián; cf., entre otros trabajos suyos,
“Liberales y liberalismo en España, 1810-1850. La forja de un concepto y la creación de una identidad
política”, Revista de Estudios Políticos, nº 134 (2006), pp.125-176 y “Construir el “idioma de la libertad”.
El debate político-lingüsístico en los umbrales de la España contemporánea”.
10
5
independencia, libertad e integridad de la Nación? ¿La Religión católica apostólica romana? ¿El
gobierno monárquico del reino? ¿Restablecer en el trono a nuestro amado Rey don Fernando VII
de Borbón? ¿Y mirar en todo por el bien del Estado?”.
Que la fórmula del juramento no era inocente y establecía con claridad un orden
de prelación en absoluto inocuo, se demostraría con prontitud, cuando el obispo de
Orense, Pedro Quevedo, se negó a acatarla. Fue éste el primer reto al que tuvieron que
enfrentarse las Cortes y lo protagonizaba un obispo que había rechazado participar en la
Junta de Bayona en nombre, precisamente, de la nación. En su escrito de 3 de octubre
de 1810, agradeciendo a las Cortes el haber aceptado su renuncia a la presidencia de la
Regencia y a la representación como diputado por Extremadura –fue sustituido por José
María Calatrava-, el obispo presentó unas observaciones, cuyo objeto era criticar el
principio de la soberanía nacional contenido en el primer decreto de las Cortes: “Esta
enunciación absoluta sin limitación alguna, y sin tomar el nombre del Rey nuestro
Señor D. Fernando VII, [...] parece desde luego dar al Cuerpo nacional congregado
todos los poderes sin respeto a la cabeza de la nación, al monarca o a cuerpo alguno que
lo represente”11. El problema era por tanto de definición del concepto de soberanía.
Desde una interpretación pactista y neoescolástica, el obispo no concebía que:
“los representantes del Cuerpo nacional en su congreso, se estimen árbitros soberanos, y a la
nación por ellos representada sin ninguna subordinación ni sujeción a sus Monarcas; y que si los
particulares son vasallos de éstos, son los Reyes como los primeros vasallos de la nación; y está
siempre libre para disponer del trono o gobierno español según le parezca conveniente tomada en
cuerpo o considerada en sus representantes. ¿Se podría mirar los Reyes de España conforme a las
leyes y constitución españolas solo como Ministros de la nación y ejerciendo un poder
ministerial, quedando siempre la soberanía radicada en el cuerpo de la nación, y ésta sin
impedimento para traspasarlo a otras manos o disponer la forma de gobierno que le parezca? [...]
Y así reservándose el poder legislativo en toda su extensión, se reservó la sanción de sus propias
leyes; y un cuerpo representante de súbditos y vasallos quedó Pueblo y Monarca a un tiempo, y
pudo atribuirse la majestad, rebajándola al Consejo de Regencia, representante del Soberano, y
todas las funciones del cuerpo y de cabeza”12.
En consecuencia con estos postulados, el obispo sostenía en su extensa y
razonada representación que el Congreso no había sido formado “para crear nuevas
formas de gobierno o hacer nueva constitución, sino para restablecer la antigua dando
vigor a las leyes anticuadas que convenga renovar, para hacer en las que rigen la
variación que en alguna de ellas pida la necesidad y el bien común de la Nación” 13.
Ante tales observaciones, las Cortes endurecieron inmediatamente su postura – se
revocó el permiso para reintegrarse a su diócesis y se le ordenó permanecer en Cádiz, al
tiempo que se le obligó a jurar en tanto que obispo la fórmula prescrita-, lo que condujo
a un fuerte enfrentamiento entre ambos. De poco sirvió la mediación de Antonio
Oliveros, quien intentó convencerle en cartas particulares del verdadero sentido de las
palabras, coincidente, según él, con el del obispo. Para Oliveros, no había “secretas
intenciones” tras el decreto y la fórmula del juramento: las Cortes estaban congregadas
para “mejorar la Constitución, que asegura la soberanía del rey y la libertad de sus
11
Obispo de Orense, Manifiesto del Obispo de Orense a la nación española, Valencia, Imp. de Francisco
Brusola, 1814 (reimpresión), p. 4.
12
Obispo de Orense, op. cit., pp. 5 y 7. Opinión que poco tiempo después sería compartida por el regente
Lardizábal; cf. Miguel Lardizábal y Uribe, Manifiesto que presenta a la Nación el Consejero de Estado...,
uno de los cinco que compusieron el Supremo Consejo de Regencia de España e Indias. Sobre su
conducta política en la noche del 24 de septiembre de 1810, Alicante, Nicolás Carratalá Menor y hnos.,
1811.
13
Obispo de Orense, op. cit., p. 12.
6
pueblos”, los diputados “no nombran de nuevo, sino reconocen, juran y proclaman de
nuevo al Rey” y, en fin, no cabía duda de que en las circunstancias extraordinarias que
atravesaba España residía en las Cortes la soberanía nacional:
“El infame tirano urdió de tal modo la trama, que dejó la nación en una completa orfandad; pero
Dios, que es el autor de la autoridad real es también padre de los pueblos: no autoriza la
usurpación, iniquidad [...] ama el orden, lo manda y prescribe; de donde el poder de los pueblos,
y en especialidad del huérfano español para organizarse de nuevo, y establecer un gobierno
interino hasta la venida de su Rey. Y vea V. S. I. la soberanía nacional confiada a los
representantes de este pueblo en el estado en que se halla en las Cortes generales y
extraordinarias; es decir, que en la ausencia del Rey ellas poseen toda la soberanía. De donde se
infiere que cuando se reservan el poder legislativo en toda su extensión, el sentido literal es que
se lo reservan ahora en la ausencia del Rey no excluyéndolo, sino excluyendo a todos los demás
Cuerpos...” 14.
Similares recelos a los expresados por el obispo cundieron en el ánimo de
Jovellanos, cuando tuvo conocimiento del primer decreto de las Cortes. Reticencias que
expuso reiteradamente en la correspondencia con lord Holland y con su sobrino, Alonso
Cañedo y Vigil, diputado en Cádiz y miembro de la Comisión de Constitución en 1810
y 1811.
Para Jovellanos, el problema no estaba tanto en el enunciado, sino “en el sentido
en que está concebido” y ese sentido “destruye nuestra antigua constitución”. Desde sus
planteamientos ideológicos, la nación no era soberana, sino suprema, por lo que no
podía crear ex novo una constitución, sino que poseía una reserva de poder que le
permitía tan solo alterarla o reformarla: “La Constitución es siempre la efectiva, la
histórica, la que no en turbulentas Asambleas ni en un día de asonada, sino en largas
edades fue lenta y trabajosamente educando la conciencia nacional, con el concurso de
todos y para el bien de la comunidad. ¡Qué mayor locura que pretender hacer una
Constitución como quien hace un drama o una novela”15.
Jovellanos se quejaba a lord Holland a primeros de diciembre de 1810 de la
“forma libre y confusa en que se constituyeron” las Cortes; de que se hubiera negado a
la Regencia la posibilidad de intervenir en las leyes (“ni veto, ni sanción, ni revisión, ni
nada”) y, en consecuencia, de la práctica desaparición del “poder ejecutivo”; del modo
en que se tomaban resoluciones tan trascendentales sin preparación y reflexión previas;
de los inconvenientes del juramento y, sobre todo, de su primera fórmula, “que declara
la soberanía de la nación sin explicación alguna, se destruye nuestra antigua
constitución, y aunque envuelve un dogma generalmente reconocido por los políticos en
la teórica, era cosa muy grave para presentarle desde luego a una nación que no le
conocía ni penetraba su extensión en la práctica”16. El obispo de Orense había
manifestado idénticas inquietudes, con otras palabras.
14
Obispo de Orense, op. cit., p. 30.
Gaspar Melchor de Jovellanos, “Consulta sobre la convocación de las Cortes por estamentos”, 21 de
mayo de 1809, en D. Gaspar de Jovellanos a sus compatriotas: Memoria en que se rebaten las calumnias
divulgadas contra los individuos de la Junta Central y se da razón de la conducta y opiniones del autor
desde que recobró su libertad, 1811, edición digital en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Sobre la
evolución del concepto de constitución en su pensamiento, veánse Fernando Baras, El reformismo
político de Jovellanos (Nobleza y Poder en la España del siglo XVIII), Zaragoza, Universidad de
Zaragoza, 1997, p. 227 y ss. e Ignacio Fernández Sarasola, “Estado, constitución y forma de gobierno en
Jovellanos”, Cuadernos de estudios del siglo XVIII, nº 6-7 (1996-1997), pp. 77-118.
16
G. M. de Jovellanos, Correspondencia, Obras completas, Tomo V, Oviedo, Instituto Feijoo de Estudios
del siglo XVIII, Ayuntamiento de Gijón, 1990, p. 422; comentarios del mismo tenor en pp. 427, 484 y
486.
15
7
Desde posiciones ideológicas diferentes, ambos coincidían en su crítica al primer
decreto de las Cortes, aquel que poco tiempo después la Comisión de Constitución
justificaría en clave historicista y de reforma de las leyes fundamentales. Los tres
sujetos, el obispo de Orense, Jovellanos y los diputados gaditanos, compartían un
lenguaje común, el del constitucionalismo histórico. Utilizaban el mismo vocabulario y
sin embargo el significado de los conceptos –el sentido de las palabras del que hablaba
Antonio Oliveros- no era coincidente. De ahí que se pueda decir que aquel
constitucionalismo como lenguaje compartido y por sí solo no determinaba el contenido
de los discursos políticos respectivos.
Ciertamente, el constitucionalismo histórico se había instalado en las últimas
décadas del siglo XVIII como eje del debate y, también, de la oposición al despotismo
monárquico, y no desapareció en 1808. La atracción por la historia, en especial por la
época medieval, se abrió paso como una vía de resolución de las encrucijadas políticas
del presente. La valoración utilitarista del goticismo alcanzó gran relieve en el debate
político y cultural en torno a la idea de nación o el problema de identificar unas leyes
históricas fundamentales que formaban la constitución de la monarquía hispánica17. Las
aportaciones sobre el pasado jurídico medieval y la propia tradición escolástica de
transmisión del poder a través del pueblo contribuyeron a propiciar una interpretación
de la relación entre gobernantes y gobernados en clave de pacto y consenso. Esto era
especialmente importante cuando, cerradas por última vez las Cortes castellanas en
1789 en un clima enrarecido, a raíz de un cierto enfrentamiento entre el rey y el Reino,
y producida la revolución francesa, se buscaba superar la vertiente despótica, es decir,
patrimonial del proyecto monárquico de Godoy18. En ese contexto, marcado también
por los problemas económicos, las tensiones sociales y las dificultades internacionales,
la memoria del pasado evocaba un paraíso de limitación del poder regio y de
representación de la comunidad.
El interés creciente por recuperar el momento fundacional de la monarquía abría
múltiples posibilidades, que no conducían necesariamente hacia la ruptura con el
absolutismo y hacia el liberalismo. Constituían más bien una amalgama de significados
plurales, que, desde planteamientos tradicionales y desde la asimilación de las nuevas
corrientes europeas, señalaban los riesgos de la corrupción de la historia y del
absolutismo protagonizada por Godoy; una corrupción fruto de su idea monárquica, que
ni era tradicional, ni se ajustaba a la visión legitimadora preponderante, según la cual el
gobierno de la Corona, para ser justo, requería la representación de los reinos y cuerpos
constitutivos del orden social19.
En esa apelación a la historia medieval y a las leyes fundamentales cabían tanto
propuestas absolutistas, reformistas en la estela de Jovellanos, académicas como las de
17
Los pormenores del recurso histórico en los debates pueden seguirse en, J. M. Portillo, Revolución de
nación..., op. cit.; Carmen García Monerris, “El debate preconstitucional: Historia y Política en el primer
liberalismo español (Algunas consideraciones)”, en Emilio La Parra y Germán Ramírez (eds.), El primer
liberalismo: España y Europa, una perspectiva comparada, Valencia, Biblioteca Valenciana, 2003, pp.
39-77 y José Manuel Nieto Soria, Medievo constitucional. Historia y mito político en los orígenes de la
España contemporánea (ca. 1750-1814), Madrid, Akal, 2007; también, José Antonio Maravall, Estudios
de historia del pensamiento español (siglo XVIII), Madrid, Mondadori, 1991 y Santos Manuel Coronas
González, “Las Leyes Fundamentales del Antiguo Régimen (Notas sobre la Constitución histórica
española)”, Anuario de Historia del Derecho Español, nº 65 (1995), pp. 127-217.
18
El conflicto en esas Cortes, Juan Luis Castellano, Las Cortes de Castilla y su Diputación, (1861-1789).
Entre pactismo y absolutismo, Madrid, Centro de Estudios Políticos, 1990, pp. 225 y ss. Emilio La Parra,
Manuel Godoy. La aventura del poder, Barcelona, Tusquets, 2002.
19
Sobre estas cuestiones, véase Jesús Millán, “Del poble del regne al poble de la nación: la guerra del
francès i l’espai social de la política”, en prensa.
8
Martínez Marina o radicales al estilo de León de Arroyal 20, y podían remitir a la
tradición neoescolástica tanto como al iusnaturalismo. Cabía también una interpretación
de los cambios que por aquel entonces experimentaba Francia en clave historicista
nacional, como fue el caso de una anónima carta de un “religioso amante de su patria”
remitida a otro religioso “sobre la constitución del reino y abuso de poder”, fechada en
Toro en 1794. Según Elorza, la firma “fr. M. S.” corresponde a fray Miguel de
Santander, reputado predicador capuchino, reformador ilustrado y más tarde
afrancesado. Un afrancesamiento que Santander justificaría tiempo después en razón del
desorden que cundió en España a partir de 1808: “Todos se metían a mandar, nadie se
sujetaba a obedecer”21. En 1794, sin embargo, nada hacía prever el horizonte que se
abriría en 1808 y otros eran los motivos de descontento.
El autor de la misiva –impresa en el verano de 1808 y recomendada por el
Semanario Patriótico- proponía una defensa de la Revolución francesa basada en la
experiencia histórica española, lo que significaba legitimar las novedades políticas
apelando al pasado constitucional. El mito de las viejas libertades era la demostración
más palpable del abuso de poder que existía con Carlos IV: “en Castilla ejercía el rey el
poder ejecutivo bastante limitado; y el poder legislativo residía en las Cortes, que se
componían de la nobleza, de los eclesiásticos más condecorados por su dignidad y de
los representantes del pueblo. Estas asambleas de nuestra nación eran antiquísimas, y su
origen llega a la primera constitución de nuestro estado civil, es decir, a los siglos más
remotos”. Los tres órdenes, a quienes correspondía colectivamente el derecho de
imponer contribuciones, velaban “sobre la conducta de los reyes para no permitirles
abusar de su jurisdicción, ni abrogarse más facultades que las que se les habían
concedido por sus leyes”. El experimento francés no era distinto, en la medida en que la
Constitución de 1791 proclamaba la división de poderes y asignaba el legislativo al
cuerpo nacional. El olvido de la historia patria era la muestra de la ignorancia actual
cuando se atacaba la revolución francesa: “no sabiendo que esto mismo hicieron sus
antepasados y que esto mismo hicimos nosotros por muchos siglos, y se halla
establecido en nuestras leyes más claro que la luz del medio día. Y si no dígaseme,
[¿]qué quiere[n] decir estas leyes nuestras, cuya observancia juran los Príncipes sobre
los santos Evangelios en la misma casa de Dios a los pies del más respetable prelado de
la Iglesia de España, y en presencia de todo el reino?”22.
Según el autor, los principios de la política revolucionaria francesa se hallaban
plenamente insertos en el pasado español, en una historia patria, además, receptiva a la
diversidad de trayectorias que la habían configurado. Si Castilla era el ejemplo de unas
Cortes limitadoras del poder monárquico, la corona de Aragón mostraba hasta qué
punto su constitución era republicana, al exigir el consentimiento de las Cortes a toda
ley, defender los derechos imprescriptibles del hombre en sociedad y establecer el
juramento real como expresión del pacto o contrato entre el príncipe y el pueblo, un
20
En este caso, León de Arroyal, Cartas económico-políticas, Oviedo, Universidad de Oviedo, 1971, se
hacía una extensa lectura histórica que le llevaba a concluir la ausencia de “constitución”. Cf. Simonetta
Scandellari, “Il “costituzionalismo storico” di León de Arroyal: una possibile lettura delle Cartas
económico-políticas?”, Historia Constitucional, 5 (2004), http://hc.rediris.es/05/Numero05.html y
C. García Monerris, “Volver a la constitución”: entre la eficiencia ilustrada y la nueva idea de
constitución a finales del siglo XVIII”, en Actas de las V jornadas nacionales de Historia Moderna y
Contemporánea, Mar del Plata, 2006.
21
Antonio Elorza, “Cristianismo ilustrado y reforma política en fray Miguel de Santander”, Cuadernos
Hispanoamericanos, 214 (1967), pp. 76-107, la cita en p. 78.
22
Carta de un religioso amante de su patria escrita a otro religioso amigo suyo sobre la constitución del
reino y abuso de poder, pp. 3 y 4. Edición digital Biblioteca Virtual de Historia Constitucional Francisco
Martínez Marina. Semanario Patriótico, 1 de septiembre de 1808, pp. 19-20.
9
convenio según el cual “si el rey violaba sus privilegios y sus derechos, la nación podía
legítimamente deponerle de la soberanía, y elegir otro en su lugar”23.
La historia, sin embargo, era pasado; el pasado de una nación que había
disfrutado del “pleno goce de su libertad”. El presente por contraposición era tenebroso:
sin convocatoria de Cortes, que dieran su consentimiento al cúmulo de contribuciones
impuestas, y con constantes abusos del poder monárquico. “¿No son cosas
diametralmente opuestas a nuestras leyes fundamentales, a nuestra constitución nacional
y a nuestros derechos inalienables que los Príncipes han jurado mantener?... ¿Puedes
concordar este arbitrario procedimiento, y este abuso del poder con la libertad
originaria, propia, esencial e imprescriptible de nuestra nación?”24.
En el contexto del reinado de Carlos IV, las lecturas de la historia tenían una
vocación pedagógica-política similar. Eran, en primer lugar, una crítica al despotismo, a
la deriva patrimonial de una monarquía dirigida por Godoy. La lucha contra el
despotismo creó un espacio de consenso entre los diversos proyectos constitucionales,
que tendió a vincular el poder del monarca con el “interés general” de la comunidad y el
desarrollo de reformas. Eran también demandas de participación política del pueblo, de
representación de aquella nación que en una época ya lejana había gozado de plena
libertad y de derechos. Ambas reclamaciones, que no implicaban necesariamente una
alternativa liberal25, sostuvieron y dieron sentido a la insurrección de 1808. Los
contenidos ideológicos no estaban predeterminados por el recurso al mito medieval. Por
eso nada tiene de extraño que, quien fuera uno de los máximos impugnadores de la
labor de las Cortes de Cádiz, el obispo de Orense, hubiera rechazado poco tiempo antes
la invitación a formar parte de la Asamblea de Bayona y exigido, frente al autoritarismo
de Napoleón, la voluntad soberana de la nación, en consonancia con el rey, como
requisito del poder político.
¿Qué constitución histórica fue la del liberalismo?
1808 modificó el debate, modificó el contexto de enunciación, y comenzaron a
perfilarse discursos, ahora sí, claramente alternativos. El problema radicó en el sentido
concreto que adquiría la invocación al historicismo constitucional. El relativo consenso
escondió profundas divergencias: la constitución histórica de Argüelles no era
precisamente la que propugnaba Jovellanos, proclive al modelo británico de
representación. El pasado se había vuelto objeto de debate público y ello porque desde
1808 se reconfiguró de manera drástica el terreno de la discusión. En todo caso, la
constitución que debía ser restaurada era algo que solo podía establecerlo la propia
opinión pública. En consecuencia, la historia se había vuelto objeto de debate y, como
señala Palti, el punto clave fue el descubrimiento de que se podía alterar la constitución.
“El primer liberalismo español comenzaría así apelando a la Historia para terminar
encontrando en ella su opuesto: el poder constituyente, es decir, la facultad y la
herramienta para cancelarla”26.
En la sesión inaugural de las Cortes, Muñoz Torrero sentó el principio de la
soberanía nacional que marca el punto de inflexión del proceso. Con toda seguridad, su
23
Carta de un religioso..., op. cit., p. 7.
Idem, p. 8.
25
Pedro Ruiz Torres, Reformismo e Ilustración, Barcelona, Crítica/Marcial Pons, 2008, p. 616 señala la
línea reformista de refundación constitucional desde arriba, en una especie de “absolutismo
constitucional”.
26
E. J. Palti, El tiempo de la política. El siglo XIX reconsiderado, Buenos Aires, Siglo XXI, 2007, pp. 6566.
24
10
intervención, que no conocemos, rechazaría, al igual que pasó en el debate sobre el
artículo 3 de la Constitución de 1812, que en su planteamiento hubiera “teorías o
hipótesis filosóficas, sino una exposición breve y clara del derecho que han ejercido
nuestros mayores, con especialidad los navarros y aragoneses”27. En la práctica, como
intuyeron desde el primer momento Jovellanos, los reformistas de su entorno o el propio
obispo de Orense, quedaba establecido el poder constituyente, cuyo fundamento se fijó
en el mencionado artículo: “la soberanía reside esencialmente en la Nación y, por lo
mismo, pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes
fundamentales”.
En realidad, previo al descubrimiento apuntado por Palti hubo una constatación
más dramática para todos aquellos que abrazaron el bando patriota, la imposibilidad de
acordar unas leyes fundamentales que debían ser alteradas. No hubo unanimidad ni al
evocarlas ni al definirlas, como pondría de manifiesto la opinión que le mereció a
Jovellanos el trabajo histórico de Martínez Marina, ni coherencia al invocarlas, como se
expresó en la propia distorsión de las viejas leyes que el gijonés llevó a cabo cuando se
enfrentó al “grande affaire” de Cortes. Que no era posible ni siquiera exponerlas con
claridad y exactitud fue lo que se constató en la junta de Legislación, auxiliar de la
Comisión de Cortes, creada para coordinar los trabajos preparatorios de la convocatoria
de Cortes.
La Instrucción de dicha junta, redactada por Jovellanos en septiembre de 1809,
no dejaba lugar a dudas sobre cuál debía de ser su cometido: “meditar las mejoras que
pueda recibir nuestra Legislación, así en las leyes fundamentales como en las positivas
del Reino y proponer los medios de asegurar su observancia”. Su objeto era entonces
reunirlas, ordenarlas y sistematizarlas respecto “1º a los derechos del Soberano, 2º a los
de la Nación considerada como cuerpo social, 3º a sus individuos considerados como
miembros y partes constituyentes de la sociedad española. También considerará como
tales las que determinan la esencia y forma de gobierno y las que pertenecen al Derecho
público interior de España”. El sentido restaurador de la tarea era rotundo –a pesar de lo
que más tarde haría creer Argüelles-, hasta el punto de que, si se formulaban nuevas
leyes, la junta debía observar “dos máximas muy importantes, una, que las Leyes que se
propusiere sean conformes al espíritu de las ya establecidas, y otra, que sean pocas y
claras para que su observancia sea más segura”28.
Según parece, los dos miembros más destacados de la junta fueron Antonio Ranz
Romanillos, a quien se le encargó el trabajo de recopilar las leyes esparcidas por los
códigos, y Agustín de Argüelles, secretario con voto y el único que asistió a todas las
reuniones, incluida la última celebrada el 19 de enero de 1810. Poco tiempo después,
ambos formarían parte de la Comisión de Constitución de las Cortes Generales y
Extraordinarias. La propuesta de Ranz Romanillos, presentada el 5 de noviembre de
1809, poco tenía que ver con las instrucciones recibidas. Tal vez, como señala Tomás y
Valiente, por el “absurdo” de la operación recopilatoria de leyes dispersas, heterogéneas
y contradictorias, tal vez por la ambigüedad del concepto de ley fundamental contenida
en la instrucción, la junta cambió de cometido y adoptó ese día “por máxima
fundamental del sistema de reforma que deba establecerse, que no habrá en adelante
sino una Constitución única y uniforme para todos los Dominios que comprende la
27
DSC, 29 de agosto de 1811, p. 1725.
Cito de la trascripción realizada por Francisco Tomás y Valiente, “Génesis de la constitución de 1812:
I, De muchas leyes fundamentales a una sola Constitución”, Anuario de Historia del Derecho Español, nº
65 (1995), pp. 13-126. Para el proceso, véanse Federico Suárez, El proceso de la convocatoria a Cortes
(1808-1810), Pamplona, Eunsa, 1982; también Manuel Morán Orti, “La formación de las Cortes (18081810)”, Ayer, 1 (1991), pp. 13-36.
28
11
Monarquía Española, cesando desde el momento de su sanción todos los fueros
particulares de Provincias y Reynos”. Al efecto, Ranz Romanillos “presentó una serie
de cuestiones preliminares que comprenden las bases de la constitución Monárquica”,
que debían permitir señalar “con precisión los límites del poder legislativo, ejecutivo y
judiciario que deben constituir una Monarquía moderada, según lo ha sido en su origen
el gobierno de España”. “En el estado donde esto no sucede no hay más que Señor y
Esclavos”, y esta era la situación de España29. Se había producido un cambio radical con
respecto al cometido inicial asignado. Cuando finalmente aquél remitió la clasificación
de leyes, ésta no era más que una lista selectiva de hechura castellana, que, además, se
iniciaba no por los derechos del soberano –tal y como prescribía la instrucción-, sino
por las “leyes pertenecientes a los derechos de la Nación”. Una lista que sólo servía para
demostrar que desde los tiempos visigodos España era una Monarquía moderada por la
separación de poderes. Nada más. Si la vaguedad jurídica es importante, más lo es el
hecho de que en ningún momento se tomó como objeto de discusión para la reforma
constitucional, como pretendía Jovellanos. La relación ad hoc simplemente se olvidó,
porque era inservible como punto de partida para el proyecto constitucional que la junta
llevaba entre manos.
Antes que la junta, ya lo había señalado Martínez Marina. La constitución
histórica en España, la del reino visigodo y la incipiente corona castellana, parecía
imposible por ser en realidad un cúmulo de escombros y ruinas antiguas. Su discurso
historiográfico proponía la reforma radical del derecho, no su sistematización:
“Así que, creen los doctos, que para introducir la deseada armonía y uniformidad en nuestra
jurisprudencia, dar vigor a las leyes y facilitar su estudio [...] conviene y aún tienen por necesario
derogar nuestras antiguas leyes y los cuerpos que las contienen, dejándolos únicamente en clase
de instrumentos históricos para instrucción de los curiosos y estudio privado de los letrados; y
teniendo presente sus leyes, formar un Código legislativo original, único, breve, metódico; un
volumen comprensivo de nuestra constitución política, civil y criminal” 30.
De este modo, las decisiones que la junta adoptó respecto a “las cuestiones
preliminares que han de servir de fundamento a la nueva Constitución” muestran hasta
qué punto el historicismo reformista había dejado de ser la guía de la práctica política de
muchos de aquellos que, en teoría, llevaban las riendas del patriotismo antifrancés: el 8
de diciembre de 1809 se consideró como única base de representación la población; el
15 de diciembre se decidió la reunión trienal de Cortes sin necesidad de convocatoria
real, la diputación permanente y la iniciativa legislativa; el 17 de diciembre se fijó el
veto suspensivo y la imposibilidad de reformar la Constitución “sin el consentimiento
de tres Cortes o legislaturas conformes y consecutivas”; el 29 de diciembre se acordó la
sucesión al trono y la asignación de presupuestos para la casa real; el 31 de diciembre y
el 5 y 7 de enero de 1810 se establecieron las facultades y prerrogativas del poder
ejecutivo, sin referencia alguna a su capacidad legislativa; el 12 de enero se comenzó a
hablar del poder judicial y de la libertad civil del ciudadano; por último, el 14 de enero
se anunció el “arreglo administrativo de las provincias”, al frente de cada una de ellas se
instalaría una Diputación Provincial y se indicaba que los ayuntamientos serían
29
F. Tomás y Valiente, op. cit., pp. 108 y 109. Ranz Romanillos había trabajado intensamente en
Plutarco, quien presenta una noción de polis próxima a la “voluntad común” y la igualdad política; no por
casualidad, Rousseau decía saberse de memoria las Vidas paralelas.
30
Francisco Martínez Marina, Ensayo histórico-crítico sobre la legislación y principales cuerpos legales
de los Reinos de León y Castilla, especialmente sobre el Código de las Siete Partidas de Don Alfonso el
Sabio (1808), Madrid, Atlas, 1966, p. 292. Véase un análisis pormenorizado de su discurso
historiográfico en, J. M. Portillo, Revolución de nación..., op. cit. pp. 295 y ss.
12
“libremente elegidos por los Pueblos”31. Así acabó la junta el encargo recibido de
meditar sobre la reforma de la legislación, proponiendo en realidad una alternativa
política con carácter normativo, que meses después harían suya las Cortes de Cádiz32.
¿En qué leyes fundamentales concretas habían basado Ranz Romanillos,
secretario de la Asamblea de Bayona y encargado de traducir la Constitución de 1808, y
Agustín de Argüelles el proyecto constitucional uniformizador de monarquía templada?
Fuera una ambigüedad consciente o fuese el recurso al lenguaje de la época, lo cierto es
que la evocación historicista no escondía sino que permitía la ruptura con el pasado.
Tomás y Valiente señala un episodio acaecido en las Cortes, que vale la pena traer a
colación. En el debate del artículo primero del Proyecto de Constitución, el diputado por
Sevilla Gómez Fernández planteó una cuestión de procedimiento al exigir que cada
artículo fuera acompañado de la correspondiente ley fundamental que se reformaba o
derogaba. Tal petición causó sensación en el Congreso, y Calatrava sentenció que era
“menester poner fin a estas cosas. Continuamente estamos viendo citar aquí leyes, como
si fuera este un colegio de abogados y no un cuerpo constituyente”33. Para los liberales,
incluso para los más historicistas de ellos, la constitución histórica no tenía valor
normativo o prescriptivo alguno. Si hasta entonces había tenido un sentido orientativo,
de guía para el pensamiento, después de 1808–1810 sería una apelación simbólica
siempre que no representase un límite al ejercicio del poder constituyente. Así había
actuado el propio Argüelles como secretario con voto de la junta de Legislación y así lo
expuso en las Cortes de Cádiz: “Al decir la Comisión que su objeto es restablecer las
leyes antiguas no es sentar por principio que el Congreso no pudiese separarse de ellas
cuando le pareciese conveniente o necesario”34. Este fue el sentir común de todos
aquellos patriotas que desde 1808-1809 impulsaron una reforma radical de la
monarquía:
“Al buscar las huellas de los antiguos, no debe intentarse clavar sobre ellas religiosamente
nuestra planta: este sería el medio de conservar eternamente en su niñez al género humano.
Nótense enhorabuena sus pasos: si vemos que no forman alguna especie de senda, busquémosla
por nosotros mismos: si observamos alguna uniformidad constante, respetemos la experiencia de
tantos hombres, y adelantémosla con nuestro examen” 35.
Los deseos del Semanario Patriótico se convertirían en un clamor muy poco
tiempo después, cuando se iniciaron los trabajos de la junta de Legislación. Alberto
Lista, desde El Espectador sevillano, escribió en octubre de 1809 que no había que
mirar “nuestra antigua legislación constitucional como un modelo” al que debía
obedecerse ciegamente. Lo que había que hacer era establecer la sociedad, no sobre las
bases que pudo tener en otras épocas, sino sobre aquellas que habría debido tener en
todo tiempo. Opinión ampliamente compartida por otros periódicos, para quienes la
31
F. Tomás y Valiente, op. cit., pp. 120, 121 y 125.
Sobre la evolución del concepto de constitución, véase Mauricio Fioravanti, Constitución. De la
antigüedad a nuestros días, Madrid, Trotta, 2001.
33
F. Tomás y Valiente, op. cit., p. 94.
34
La intervención continuaba señalando “Sabía, sí, que la Nación, como soberana, podía destruir de un
golpe todas las leyes fundamentales si así lo hubiera exigido el interés general, pero sabía también que la
antigua legislación contenía los principios fundamentales de la felicidad nacional, y por eso se limitó en
las reformas a los defectos capitales que halló en ellas”, citado en Joaquín Varela Suanzes-Carpegna,
“Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812”, en Antonio Moliner Prada (ed.), La Guerra de la
Independencia en España (1808-1814), Barcelona, Nabla, 2007, p. 405. Su obra fundamental para los
debates constitucionales es La teoría del Estado en los orígenes del constitucionalismo hispánico: Las
Cortes de Cádiz, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1983.
35
Semanario Patriótico, 3 de agosto de 1809, p. 226.
32
13
tarea prioritaria era elaborar una constitución sobre la cual construir el edifico social36,
otros destacadísimos liberales, como Flórez Estrada, y en algunas de las respuestas a la
Consulta al País de 180937.
La persistencia de las tradicionales invocaciones a la historia y a las leyes
fundamentales, a las que los liberales no renunciaron, no puede ocultar los cambios
fundamentales en el significado que aquellos conceptos adquirieron entonces. A este
respecto, fueron los contrarios a la labor de las Cortes de Cádiz quienes más insistieron
en mostrar que la apelación servía para transformar de modo radical la tradición. Lo
expuso con claridad meridiana el diputado Pedro Inguanzo al discutirse el artículo 3 de
la Constitución: “Ni en la historia, ni en los Códigos antiguos y modernos de nuestra
Constitución, se hallará monumento alguno en que poder afianzar el sistema de
soberanía que aquí se presenta”38.
Una literatura abundante y reiterativa afloró a partir de 1810 con la sola idea de
expulsar a los liberales de la tradición y hegemonizar en clave antiliberal el pasado y el
constitucionalismo histórico. Éste se había convertido en un terreno en disputa, una vez
roto el consenso relativo de 1808; en realidad, una vez se fueron conformando discursos
políticos diferenciados que, por necesidad y por lógica, utilizaban un vocabulario
común. En este sentido resulta paradigmático el esfuerzo desplegado por el autor de
unas Observaciones sobre los atentados de las Cortes contra las leyes fundamentales de
la Monarquía española. Sus dieciocho observaciones pretendían demostrar, por una
parte, la existencia desde “hace muchos siglos” de una “Constitución política que
combina del mejor modo posible el poder del Príncipe con la libertad de los súbditos” y,
por otra, la ilegitimidad de las Cortes de Cádiz. En el primer caso, se entendían las leyes
fundamentales como verdaderos “pactos de la sociedad, a cuya observancia están
obligados los súbditos y los Príncipes. En virtud de ellos adquirieron nuestros Reyes
con el nacimiento la autoridad legislativa, ejecutiva y judicial, y sin su consentimiento
no es lícito a los súbditos separarse de la convención estipulada, porque en virtud de ella
poseen sus bienes y gozan sus derechos y prerrogativas”. A partir de una interesada
lectura de la historia, se llegaba a la conclusión de que los monarcas en España fueron
siempre absolutos, pero no despóticos, “pues aunque dictaban libremente las leyes [...]
se reconocieron obligados a observar las antiguas costumbres de la nación como unas
leyes fundamentales de la Monarquía”. En razón de esas leyes inderogables y
prescriptivas, los reyes gozaron de la plenitud de la soberanía, como había indicado el
propio Martínez Marina cuando todavía “no era ciudadano”. A finales del reinado de
Carlos IV se podía reconocer que “la nación gemía”, pero, aseveraba el autor en una
línea muy propia del universo antiguorregimental, nadie cuestionó el sistema de
gobierno, sino a “los cortesanos, que no permitían que escuchara el rey los clamores de
sus súbditos”. Por lo tanto, sin el consentimiento del monarca y sin el voto de la nación
–no representada en su totalidad-, las Cortes de Cádiz olvidaron que ésta estaba
políticamente constituida, trastornaron y destruyeron las leyes fundamentales y dictaron
una norma que dejó “al arbitrio del pueblo mudar cuando quiera la persona o la dinastía
de su Soberano, pues declaran que en la soberanía reside esencialmente en la nación, la
36
Richard Hocquellet, “Les Patriotes espagnols en révolution. La convocation des Cortes extraordinaires
de Cadix (1808-1810) », Revue historique, nº 623 (2002/3), pp. 683-684.
37
M. Artola, Los orígenes de la España contemporánea..., op. cit., vol. II, pp. 318-320 (Junta de Trujillo),
531 (Joaquín Acosta), 532-533 (J. Batllé y Jover) o 565 (Antonio Panadero).
38
DSC, 29 de agosto de 1881, p. 1723.
14
que, según decían los revolucionarios de Francia, no conoce límites en su poder y puede
cuando quiere mudar la forma de su gobierno, y destronar al Rey” 39.
La crítica antiliberal debería ser muy tenida en cuenta cuando se proponen
lecturas del liberalismo gaditano en exceso continuistas con el pasado. La conmoción
francesa fue el espejo que proyectó una imagen distorsionada del proceso español, sin
duda. A diferencia de Sieyès y de tantos otros revolucionarios, los liberales –si bien con
excepciones, como el conde de Toreno o Fernández Golfín- hicieron gala de un
historicismo goticista digno de mejor causa. Porque, ¿cuál fue su significado político?
¿Cómo se manifestó políticamente ese lenguaje en el discurso liberal? “La comisión no
olvidó un solo instante que las Cortes estaban congregadas para restablecer la primitiva
Constitución, mejorándola en todo lo que conviniese; así es que sabía que habían venido
no tanto a formar de nuevo el pacto, como a explicarle e ilustrarle con mejoras”, sostuvo
Argüelles en la discusión del artículo 3 de la carta magna precisamente frente a aquellos
que clamaron, con éxito, por la supresión de la cláusula final, que decía así: “y de
adoptar la forma de gobierno que más le convenga”40. Como he señalado anteriormente,
las invocaciones de este tenor no tenían concreción material y, como muestra este
ejemplo, constituían una rotunda distorsión del pasado. Se hacía un uso antihistórico,
anacrónico y presentista de la historia: la nación siempre ha sido soberana, siempre ha
gozado del poder constituyente y no reconoce ninguna legalidad preexistente y siempre
ha habido una monarquía moderada, es decir, limitada. Con estos mimbres, la historia
no podía ser vinculante, o mejor dicho, lo realmente determinante era esa lectura liberal
del pasado, que exigía la restauración de un paraíso no solo perdido, sino mítico.
El historicismo liberal encontraba su razón de ser no en la continuidad con unas
leyes fundamentales, sino en la continuidad temporal de la nación soberana, que goza en
exclusiva del poder de expresar la ley. Ésta fue la ruptura que representaron las Cortes
de Cádiz. El edificio constitucional se asentaba sobre la narrativa histórica de una
nación liberal que había existido desde tiempos inmemoriales y que en 1810 se
organizaba políticamente, respetando aquellos rasgos identitarios que habían definido la
especificidad nacional española a lo largo de la historia, por ejemplo, la monarquía o la
religión.
Joaquín Lorenzo Villanueva pretendió hacer derivar aquella ruptura de la
filosofía pactista del tomismo. Pero este intento dice más del deseo y empeño del
diputado valenciano de enlazar la ortodoxia religiosa con el liberalismo que del sentido
político de dicha ruptura. La tentativa ni fue aceptada, como demostró la beligerancia
del obispo de Orense y de tantos otros antiliberales posteriores, ni fue simple, por
cuanto exigía una interpretación liberal de Santo Tomás de Aquino y de la ortodoxia
española. Lo cual indicaba no tanto la lógica de la doctrina tomista cuanto la entidad del
39
Observaciones sobre los atentados de las Cortes extraordinarias de Cádiz contra las leyes
fundamentales de la Monarquía española, y sobre la nulidad de la Constitución que formaron. P. D. M.
R., Madrid, Imprenta de Ibarra, 1814, pp. 30, 27, 5, 15 y 17. Las referencias a Martínez Marina procedían
del Ensayo histórico-crítico sobre la legislación..., op. cit. El académico sostenía que en el gobierno
visigodo los monarcas tenían la “facultad de hacer nuevas leyes, sancionar, modificar, enmendar y aun
enmendar las antiguas habiendo razón y justicia para ello”, mientras que las Cortes no tenían potestad
legislativa, sino derecho de representar, suplicar y aconsejar al rey (p. 40). El autor de las Observaciones
también podría haber recurrido en esta cuestión al Jovellanos de la Consulta sobre la convocación de las
Cortes por estamentos..., op. cit. Para el estudio de la crítica antiliberal sigue siendo referencia Javier
Herrero, Los orígenes del pensamiento reaccionario español, Madrid, Alianza, 1994 (1ª reimpresión);
más recientemente, Antonio Rivera, Reacción y revolución en la España liberal, Madrid, Biblioteca
Nueva, 2006, pp. 15-91.
40
DSC, 28 de agosto de 1811, p. 1709.
15
cambio acaecido, que obligaba a resignificar los materiales del pasado a partir de los
cambios de contexto.
La doctrina de Santo Tomás formuló una definición del poder político basada en
el “orden natural” y no en el orden religioso revelado. Pero no esto no lleva
necesariamente a un planteamiento liberal. Para Santo Tomás, el poder debía estar
limitado para impedir el surgimiento de la tiranía, pero ni expuso cómo debían ser esas
limitaciones ni, parece, defendió el tiranicidio. Reconoció que era preferible soportar
una tiranía moderada que oponerse a ella, porque tal oposición podía implicar peligros
mayores, y, si no había solución humana contra el tirano, siempre quedaba el último
recurso, Dios. Los ciudadanos no sólo delegaban su original autoridad soberana, sino
que la alienaban en el acto de instituir al gobernante, quien, además, no estaba sujeto a
las leyes positivas que él introducía. Es significativo que en esta cuestión, el obispo de
ortodoxia tomista y talante liberal –personaje creado por Villanueva- no dejara pasar la
oportunidad de apuntar “la gran distancia” que mediaba entre Santo Tomás y los
extravíos de Mariana al legitimar el tiranicidio. El diputado valenciano rechazaba el
pensamiento radical de éste último41.
De los juristas católicos de los siglos XVI y XVII, uno de los más
representativos de la tradición ortodoxa dominante en política fue Francisco Suárez.
Según su doctrina, el poder de dirección del Estado “es transferido de manera
irrevocable al gobernante por el pueblo por medio de un pacto expreso o tácito, como
sucede cuando se acepta una conquista. Dado que el poder procede del pueblo, no puede
haber una realeza por la gracia de Dios y la resistencia es completamente legítima si el
príncipe llega a romper el pacto de dominación”. Se reconocía el principio del origen
comunitario del poder y su transferencia por consentimiento. La justificación teórica del
origen del poder es un punto en común con las Cortes de Cádiz. Pero en Suárez las
consecuencias políticas de esa justificación permanecen en el terreno de lo moral; no se
plasman ni en instituciones orientadas hacia ese fin, ni en derecho positivo. La doctrina
católica no prefigura el liberalismo. En relación con las teorías paraestatales del antiguo
régimen, Cádiz supuso un giro radical. Si la soberanía se concentra en el poder
legislativo –encarnación máxima del poder soberano, según Bodin-, el primer
liberalismo representa una clara ruptura. No era ya que se afirmase, como proclamó la
Constitución de 1812, que la nación era libre y no podía ser patrimonio de ninguna
persona o familia. Es que además se creó una “persona jurídica” nacional, que
concentraba todo el poder soberano y que se constituía a través del sufragio
prácticamente universal masculino activo y pasivo. Las Cortes eran el supremo poder
legislativo42.
41
Las formulaciones sobre el tiranicidio en, Santo Tomás de Aquino, La monarquía, Madrid, Tecnos,
1995, pp. 29-34. La referencia al obispo en, Joaquín Lorenzo Villanueva, Las angélicas fuentes o el
tomista en las Cortes, Cádiz, Imp. de la Junta de Provincia, 1811, pp. 17-19, cito por la edición digital de
la Biblioteca Virtual de Historia Constitucional Francisco Martínez Marina.
42
Wolfgang Reinhard, Geschichte der Staatsgewalt. Eine vergleichende Verfassungsgeschichte Europas
von den Anfängen bis zur Gegenwart, Múnich, Verlag C. H. Beck, 2002 (3ª edición), pp. 102-113, la cita
en p. 111. Agradezco a Jesús Millán el conocimiento y la traducción de esta parte del estudio. Quentin
Skinner, Los fundamentos del pensamiento político moderno, México, Fondo de Cultura Económica,
1985, vol. II, pp. 141 y ss. Skinner reconoce en la Escuela de Salamanca un papel destacado en la
construcción de la teoría moderna del derecho natural. En el mundo hispánico, pensadores como Mariana,
Vázquez de Menchaca o Bartolomé de Las Casas alimentaron un pensamiento radical a partir de las ideas
del consentimiento de la comunidad, el bien común como objetivo de la transferencia de la soberanía, la
revocabilidad de la transferencia de la soberanía o la sujeción de la autoridad a la ley; cf. Mónica Quijada,
“España, América y el imaginario de la soberanía popular”, en Francisco Colom González (ed.),
Modernidad iberoamericana. Cultura, política y cambio social, Madrid, Iberoamericana-Vervuert-CSIC,
2009, pp. 229-267.
16
La nación liberal se situaba por encima del rey e incluso por encima de la
religión. Con respecto al monarca, el primer liberalismo trascendió el antidespotismo de
la cultura de la Ilustración y las opiniones antidespóticas de cariz conservador,
reflejadas en las respuestas a la Consulta al País de 1809. Los liberales sometieron la
figura del monarca a la voluntad nacional, como quedó establecido en el título IV de la
Constitución. Las doce restricciones del artículo 172 y la posibilidad de destituir al rey
por imposibilidad “física o moral” para ejercer su autoridad eran, entre otras
consideraciones que allí se hacían, insólitas en la tradición monárquica española. La
manera de pensar la monarquía poco tenía que ver con el goticismo dieciochesco de
imaginar al rey. Como dijo el historicista Argüelles, la experiencia demostraba la
ineludible necesidad de establecer “condiciones o limitaciones” a la autoridad
monárquica, porque “la independencia de la Nación debía ser tan absoluta, que a ella
sola le tocase adoptar hasta la forma de gobierno que más le conviniere”43. Si se quiere
entender esto como el respeto al pacto entre el rey y el pueblo, ¿dónde queda la total
unilateralidad del mismo en beneficio exclusivo de la nación liberal? La concentración
de la soberanía en unas Cortes, que eran legisladoras imprescindibles y representaban a
una nación no estamental, incorporaba, por el contrario, un planteamiento rupturista
respecto al pasado: el de la ley como expresión de la voluntad común y la consideración
de las autoridades, incluido el monarca, como instrumentos incluso revocables de esa
voluntad.
Con respecto a la religión, y más allá de las fundamentaciones ideológicas sobre
las que se asentó “la nación católica”, valdría la pena tener en cuenta tres cuestiones
previas. Por una parte, el discurso patriótico generado a partir del verano de 1808 fue
eminentemente peninsular44. La percepción de la patria remitía a la España europea y
ésta había alcanzado un alto grado de homogeneidad religiosa, como producto de la
labor de la monarquía en los últimos siglos. Por otra, la catolicidad de los españoles no
fue discutida, y menos en el contexto de guerra contra los ejércitos herederos de la
revolución francesa. Dicho de otra forma, no era la religión lo que estuvo en el orden
del día de los patriotas, sino los problemas derivados del vacío de poder ocasionado por
la crisis –soberanía, poder e integridad territorial-, unos retos que remitían a la
estructura social y política de la monarquía. Finalmente, la historiografía europea de los
últimos años ha debilitado mucho la tesis de la secularización y el Estado moderno,
demostrando que hasta el siglo XX el cristianismo contribuyó a la formación de las
naciones. Salvo en Francia, los nacionalistas europeos se esforzaron en legitimar la
nación moderna asociándola a lo “sagrado”45.
Los liberales de Cádiz no legitimaron la nación por medio de preceptos
seculares. Pero eso no significa que la tradición católica quedara incólume. La
“respublica christiana” se transformó en un contexto político muy distinto del que
presentaban los escolásticos. El vínculo entre la nación y el catolicismo, que, como
señala Portillo, tenía una notable utilidad política en la crisis imperial de la monarquía,
fue el fundamento que permitió suprimir la Inquisición, proyectar una reforma del clero
secular, de las órdenes religiosas y de sus bienes y privilegios y plantear la celebración
de un Concilio Nacional46.
43
DSC, 28 de agosto de 1811, p. 1710.
R. Hocquellet, Résistance et révolution durant l’occupation napoléonienne en Espagne, 1808-1812,
París, La Boutique de l’Histoire, 2001, p. 129.
45
Un excelente estado de la cuestión en, Anthony J. Steinhoff, “Religion and modern Europe: new
prespectives and prospects”, Neue Politische Literatur, nº 53 (2008), pp. 225-267.
46
J. M. Portillo, “De la monarquía católica a la nación de los católicos”, Historia y Política, nº 17 (2007),
pp. 17-35; E. La Parra, El primer liberalismo y la Iglesia. Las Cortes de Cádiz, Alicante, Instituto de
Estudios Juan Gil-Albert, 1985.
44
17
En definitiva, la cultura ilustrada de las últimas décadas del siglo XVIII no se
pudo trasplantar sin más al liberalismo, entre otras razones porque la triple crisis abierta
en 1808 modificó el campo de la discusión. Si aquélla, a pesar de su diversidad y
complejidad, había girado en torno a la posibilidad de reformar, con el poder del
monarca, el ordenamiento político y social, 1808 descubrió práctica y simbólicamente
un nuevo protagonista, el pueblo español. Este hecho reconfiguró las coordenadas que
habían ordenado el debate político hasta entonces.
Como señala Sewell, hay acontecimientos históricos que cambian las estructuras
y las prácticas de una sociedad y provoca una transformación cultural que da un nuevo
sentido a lo que existe y a lo que es posible. El levantamiento de 1808 tuvo algo de ese
carácter, en la medida en que ese pueblo tantas veces evocado se hizo visible tras
conocerse las abdicaciones de Bayona y este acto se convirtió en expresión de la
voluntad de independencia y libertad de la nación española. El discurso patriótico
reconstruyó o dotó de nuevos significados categorías de la cultura política anterior y de
la acción política –constitución, pueblo, nación, violencia-. La interpretación simbólica
o discursiva de lo que había sucedido fue de este modo una parte crucial de lo que
sucedió47.
1808 como ruptura
La necesidad de alterar el orden político y social hasta entonces vigente en
España fue, como bien se sabe, fruto de las circunstancias engendradas por la ocupación
francesa. No surgió de impulsos revolucionarios protagonizados por un puñado de
individuos que más tarde recibirían el nombre de liberales. Sin embargo, habría que
estudiar con más detenimiento a los actores que, con el lenguaje de la época, lograron
formular, con una rapidez inusitada, una alternativa política al vacío de poder acaecido
en 1808 y encontraron múltiples posibilidades para mantener sus postulados a lo largo
de un proceso absolutamente contingente y no predeterminado que llevó desde la
formación de las Juntas en 1808 hasta la apertura de las Cortes en septiembre de 1810.
Sin poder entrar a discutir esa cuestión, vale la pena insistir en la capacidad de
articulación de una propuesta específica, más tarde liberal, dentro del discurso patriótico
general.
Mucho antes de que las Cortes decretaran la libertad de imprenta, ésta se había
instalado en la vida política. Este fenómeno implicó dos cambios sustanciales por lo que
respecta a la cultura política del Antiguo Régimen, caracterizada en sus rasgos más
generales por la sacralización divina de las autoridades y la obediencia sumisa. Desde el
verano de 1808, el debate político dominó el espacio público y se impulsó la crítica al
poder despótico, responsable último de las circunstancias que se vivían.
La desarticulación de aquella cultura política fue objetivo esencial del
Semanario Patriótico, de Manuel José Quintana, exponente a su vez de una opinión
pública que por entonces comenzaba a estructurarse. Para sus redactores, 1808 abría una
perspectiva única y extraordinaria, como únicos y extraordinarios habían sido los
acontecimientos vividos desde octubre de 1807 en la monarquía española. Se
enfrentaban a una situación singular y única, tanto por lo que se refiere a las
abdicaciones de Bayona –sin parangón en Europa- como por la decisión del emperador
47
William H. Sewell, Logics of History. Social Theory and Social Transformation, Chicago-Londres,
University of Chicago Press, 2005, pp. 225-270. Un análisis minucioso del discurso patriótico en, R.
Hocquellet, Résistance et révolution..., op. cit. Una excelente reflexión sobre algunas de las aportaciones
recientes al estudio de la guerra de la Independencia es la de Francisco Carantoña, “Un conflicto abierto.
Controversias y nuevas perspectivas sobre la Guerra de la Independencia”, Alcores, nº 5 (2008), pp. 1351.
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de destruir un trono de la entidad imperial del de Fernando VII. Ante estos hechos
inauditos, la pedagogía política consistió desde el 1 de septiembre de 1808 en formar un
público entendido en los nuevos significados de pueblo, patria, nación, libertad e
igualdad y afín a la solución de unas Cortes que elaboraran una constitución. Un
público, en fin, autónomo y racional, capaz de comprender y discernir los asuntos
políticos.
Allí donde otros abrazaron una cultura eminentemente elitista como la
afrancesada, así fray Miguel de Santander, o manifestaron enormes recelos hacia el
protagonismo político del pueblo, como Jovellanos, el grupo de Quintana encontró
precisamente en este sujeto el actor esencial de la recuperación de la soberanía perdida y
de la unidad nacional48. Solo una patria de ciudadanos legisladores podía ser el bastión
contra la tiranía, por cuanto sin unas leyes “moderadas libremente discutidas y
consentidas” no había patria:
“La Patria [...] es una madre tierna que ama igualmente a todos sus hijos; y no los distingue sino
en cuanto se distinguen ellos mismos por sus acciones. Sufre, sí, que haya opulencia y medianía;
desigualdad necesaria producida por la industria y la fortuna; pero no quiere que haya indigentes
en su seno; no permite que se oprima a ninguno; y restablece el equilibrio entre todos
haciéndolos iguales en la ley, y abriéndoles el camino de los puestos principales. No se contenta
con dar el ser a sus hijos si también no les procura el bien estar [...] somete a sus leyes del mismo
modo a los que mandan que a los que obedecen”49.
Como otros publicistas del momento, la identificación entre patria, nación y
pueblo recorre las páginas del semanario. En este caso, además, el mito del pueblo
como nación que actúa legitima la transformación de la constitución histórica. Un mito
que es elaborado a partir de tres coordenadas. En primer lugar, la naturalidad del
sentimiento patriótico, una pasión que “se siente más bien que se define, se inspira y no
se explica”. Era una virtud que se había corrompido en España cuando expiraron
Padilla, Lanuza y Pau Clarís. Al “amor patriótico” concebido como un sentimiento
natural había consagrado Quintana su teatro y su poesía, tras los pasos del ilustrado
Cadalso50. Su Pelayo, de 1805, escenificaba aquella pasión con asombrosa fuerza
mediante el icono por excelencia de la naturaleza, la mujer. La Hormesinda de Quintana
permitía a Pelayo cumplir con su deber:
“¡No hay patria, Veremundo! ¿No la lleva
todo buen español en su pecho?
Ella en el mío sin cesar respira:
la augusta religión de mis abuelos,
sus costumbres, su hablar, sus santas leyes
tienen aquí un altar que en ningún tiempo
profanado será”51.
48
Semanario Patriótico, 29 de septiembre de 1808, pp. 77-81.
Semanario Patriótico, 15 de septiembre de 1808, pp. 51 y 47-48.
50
Xavier Andreu, “¿”Razón crítica” vs. “sentimiento patriótico”? Cadalso y el debate europeo sobre los
caracteres nacionales”, en prensa
51
Manuel José Quintana, Pelayo. Tragedia en cinco actos, 1805. Resulta muy significativa la
comparación con la obra de Jovellanos de igual temática, Munuza. Tragedia en cinco actos, (1792
primera versión); ambas consultadas en la edición digital de Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Para
Jovellanos, la recuperación de España, que no exige el sacrificio de la hermana de Pelayo, estriba en la
colaboración del rey con la nobleza. En Quintana, el protagonismo nobiliario se desvanece ante el
binomio rey-pueblo.
49
19
Esta virtud política descubierta, de claro resabio republicano, encontraría su
lugar en la Constitución de 1812, a través del compromiso de los españoles con la
nación.
El segundo eje del mito elaborado por el Semanario Patriótico era la idea del
rescate de la patria dormida por el pueblo. Su “prodigio” fue dar vida a “ese cuerpo ya
moribundo” con el levantamiento contra los franceses. Pero el renacimiento nacional no
se inició entonces, sino el 31 de octubre de 1807 (conspiración de Fernando VII contra
Godoy y el rey). Ese “memorable día” unió estrechamente los intereses del príncipe de
Asturias y los de su pueblo; “empezó a desmoronarse el alcázar del poder arbitrario que
nos oprimía; y en aquel punto se reanimó en nuestros pechos esta llama de lealtad y
patriotismo que ha repelido a nuestros tiranos”; comenzó a desplegarse “la bandera de la
libertad española” y fue el precursor de marzo de 1808, del 2 de mayo madrileño y de la
valentía de valencianos y zaragozanos52. Se trataba de subrayar el protagonismo del
pueblo desde el principio de la llamada “revolución” enfrentado a la corrupción de la
corte de Carlos IV y Godoy.
El objetivo de ese relato era político: la lucha del pueblo contra el despotismo
interior y exterior debía desembocar en unas Cortes, que aseguraran “la nave del Estado
con el áncora de una buena constitución”. La convocatoria de Cortes, exigida desde el 1
de septiembre de 1808, derivaba de la inmediata experiencia histórica. El pueblo había
rescatado a la patria, demostrándose así que “la verdadera soberanía” residía en la
nación y que era a ésta, a través de sus representantes, a quien competía reconstruir el
poder ejecutivo y proponer una constitución nueva. La historia, en especial el derecho
histórico aragonés, ofrecía ejemplos, pero no convenían a la España de 1808. El
horizonte de futuro debía ser una nueva ley fundamental, que, además de hacer
imposible la tiranía y asegurar los derechos de los españoles y la defensa de la patria,
“haga de todas las Provincias que componen esta vasta Monarquía una Nación verdaderamente
una; donde todos sean iguales en derechos, iguales en obligaciones, iguales en cargas. Con ella
deben cesar a los ojos de la ley las distinciones de Valencianos, Aragoneses, Castellanos,
Vizcaínos: todos deben ser Españoles [...] Solo cuando esta grande obra se haya ejecutado, es
cuando podemos felicitarnos de haber sacado todo el fruto de la crisis presente” 53.
La fuerza mítica atribuida al pueblo derivaba de la interpretación de 1808 como
un contexto de corrupción, que amenazaba con destruir los vínculos sociales si no se
actuaba con presteza. El origen de la decadencia, que podría ser irreversible, era el
despotismo ejercido por la arbitrariedad de los reyes españoles desde el siglo XVI –al
frente de los cuales se encontraba la corte de Carlos IV- y la tiranía napoleónica. El
poder absoluto adormece a los pueblos y sus “efectos son siempre mortalmente
perniciosos a las naciones, y al fin acaban por disolverlas”. En un país de tiranía se
degrada el Estado, se disuelven los lazos que lo unen a la ciudadanía, se corrompen las
virtudes privadas y se aniquila la prosperidad pública. Este lenguaje de afirmaciones
republicanas describía un mundo de caos, del que los hombres solo podían salvarse
mediante la restitución de la patria, es decir, a través de su autorreconstrucción política:
“la Nación de repente tomó forma de tal, el pueblo quiso y puso ser algo”. Las
circunstancias excepcionales de 1808 conducían a replantear drásticamente el orden
político –fuente de la corrupción-, porque “querer ejercer con fuerzas y potencias
52
Semanario Patriótico, 17 de noviembre de 1808, pp. 202-203 y 10 de noviembre de 1808, pp. 189-191.
Semanario Patriótico, 22 de septiembre de 1808, p. 67, 1 de septiembre de 1808, p. 15, 3 de noviembre
de 1808, pp. 165-170 y 22 de septiembre de 1808, p. 70.
53
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limitadas un poder ilimitado es pretender locamente elevarse sobre la naturaleza
humana”54.
En definitiva, desde el mismo verano de 1808 se propuso a la opinión pública un
discurso que rezumaba planteamientos revolucionarios y que constituyó, también, el
núcleo político del liberalismo que se fue gestando como tal en el transcurso de la
guerra. No pretendo con ello establecer ni una genealogía unívoca o lineal, ni una
definición exclusiva de los primeros liberales españoles. Se trata más bien de dar cuenta
de que el legado del pasado tuvo que confrontarse con un momento de ruptura, que
exigió a algunos patriotas dotar de nuevos significados a viejos conceptos, elaborar
otros y trazar líneas alternativas a la crisis entonces abierta: el patriotismo constitucional
y la retórica de la nación cultural, que no sólo no eran excluyentes entre sí, sino que se
requerían mutuamente. Solo en la nación, como sujeto político y como proceso
dinámico de autoafirmación, podría realizarse la libertad.
54
Semanario Patriótico, 227 de octubre de 1808, pp. 153, 151 y 158.
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