retrato de una mentirosa

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RETRATO DE UNA MENTIROSA
© Rosario Vila, 2014
AGRADECIMIENTOS
Gracias a Eli Rapunzel, Ana, Noelia, Vicki, Rosi y Álex por aguantar a Sara Sanz y evitar que se
desmadrara en exceso. Por ello, los personajes de este libro os estarán, también, siempre
agradecidos.
1
La primera vez que recuerdo haber mentido fue cuando tenía seis años. Mi madre me había
llevado a casa de una nueva vecina donde se iba a celebrar una reunión de Avon. Había faltado al
colegio para ir al médico, así que no tuvo más remedio que ir conmigo si no se la quería perder.
En un principio todo discurría con normalidad. Algunas señoras se probaban en el dorso de la
mano nuevos tonos de barra de labios. Otras se ponían gotas de perfume en las muñecas y las
más atrevidas se probaban saltos de cama ante las risitas escandalizadas de algunas de las
presentes. Hasta que entre geles y cremas hidratantes llegó el momento que cambió mi vida para
siempre.
–¿Qué tomará la nena?, ¿quieres merendar algo, cariño? –me preguntó la anfitriona de la
reunión. Yo miré a mi madre buscando su aprobación y al verla asentir con la cabeza contesté
tímidamente que sí. Recuerdo que se me había caído un diente y me daba vergüenza que se me
viera la mella, así que en aquel momento no quise abrir mucho la boca para que el mundo no
descubriera que me había convertido en la hija secreta de Pozí–. ¡Tengo en la nevera una tarta de
almendra que te va a encantar! –me dijo entusiasmada mi vecina.
La amable mujer se fue meneando el trasero alegremente y volvió de la cocina con un trozo de
tarta para mí. A simple vista tenía buen aspecto, pero cuando me metí en la boca el primer trozo
me di cuenta enseguida de lo seca que estaba. Después de conseguir despegarme la primera
bola de miga seca del paladar y de tragármela con mucho esfuerzo, tiré a mi madre del jersey y le
dije:
–Mamá, ¡esta tarta no me gusta!
–¡Shhh! ¡No seas desagradecida!, ¡no será para tanto! Trágatela sin pensar y dale las
gracias a la señora –me ordenó ella susurrando.
Como pude me la fui comiendo. Quería pedir leche para ayudarla a bajar, pero entonces pensé
que si lo hacía mi vecina se daría cuenta, como por arte de magia, de lo que realmente pensaba
de su tarta. Había experimentado varias veces cómo mi profesor de matemáticas sabía que no
había hecho los deberes solo con verme mirarle de reojo temblorosa, así que no quise correr el
riesgo y ganarme un pellizco de mi madre. Cuando todas las mujeres terminaron de hacer sus
pedidos de cremas y demás productos de belleza conseguí comerme el último trozo. Mi vecina se
acercó a mí y entonces mi madre me dio disimuladamente un pequeño tirón de la coleta.
–Bmuchas pgracias por la frarta, feñora. Estabfa muy fbuena –dije yo con la boca más seca
que la toalla de un hippy al captar la señal amenazante de mi madre.
–No hay de qué, cariño. ¡Qué niña tan mona y tan educada tienes, Carmen!
Al salir de la reunión mi madre me dio una pequeña charla sobre buenas maneras, la cual,
parece ser, me caló hondo. Me explicó que a veces hay que mentir para ser educados. Que en
ciertas circunstancias es mejor no decir la verdad para no herir los sentimientos de las personas y
que en algunos casos una mentira es lo que la gente espera de nosotros. Yo rechisté diciendo que
ella siempre me regañaba cuando le mentía y que si no podía engañarle a ella no veía por qué se
lo tenía que hacer a gente que no conocía. Entonces mi madre que, por cierto, nunca ha
destacado por su tacto, me hizo una revelación por la que le dejé de hablar hasta que tuve que
pedirle la paga semanal unas horas más tarde.
–Verás, Sara, te contaré algo para que lo entiendas mejor. ¿Recuerdas que la semana
pasada vino el Ratoncito Pérez mientras dormías y te dejó cinco duros debajo de la almohada?
–Sí, ¿por qué lo dices, mamá? ¿Te ha dicho que se los devuelva? ¡Pero mamá, si los había
dejado para mí! –empecé a quejarme con un nudo en la garganta.
–No, no es eso. Mira, Sara, el Ratoncito Pérez no es un animalillo peludo, ni viste con un
gorro y un chaleco, ni tampoco puede saber cuándo se le caen los dientes a todos los niños del
mundo... Sara, el Ratoncito Pérez no existe. Tu padre se levanta cuando te duermes y te deja el
dinero debajo de la almohada, ¿comprendes? Es una mentira que los padres os decimos a los
niños para que seáis felices.
–Mamá, no puede ser –le dije llorando–. Entonces, ¿dónde está mi diente? Tú me dijiste que
el Ratoncito Pérez se lo llevaba a su taller para hacerlo más grande y que dentro de poco me lo
devolvería –le pregunté angustiada al pensar que me iba a quedar mellada toda la vida.
–Sara, no hay ningún taller. El diente te crecerá solo, ya lo verás. Dentro de unas semanas,
cuando tu padre se haga pasar por Papá Noel, ya lo tendrás otra vez –me contestó mi madre
acariciándome la cabeza para consolarme.
–¿Por qué se va a hacer papá pasar por Papá Noel? ¿No puede venir él en persona estas
Navidades? –le pregunté faltándome el aire.
–Sara, lo de Papá Noel también es mentira. Es solo una manera de ganar tiempo hasta el
día de Reyes, cuando vamos a buscar tus regalos a la tienda y te decimos que los han traído ellos
mismos desde Oriente.
Se acabó. Esto debe ser el fin del mundo ese del que hablan en la tele, pensé horrorizada.
No fue una experiencia para nada agradable pero, como consuelo, parece ser que mi
obligada mentira causó muy buena impresión a la nueva vecina, la anfitriona de la reunión de
Avon. Desde entonces, cada vez que me la cruzaba por la escalera me daba golosinas y me hacía
carantoñas, como si fuera la niña mellada más buena del barrio. Esto de mentir es un chollo, me
dije asombrada, y además de la recompensa que conlleva parece ser que pone a la gente muy
contenta.
A partir de ese momento se puede decir que todo vino rodado. A fuerza de mucho practicar,
me di cuenta de que no era necesario pasar momentos incómodos gracias a decir, digamos... “no
verdades”. En vez de mirar de reojo a mi profesor de matemáticas cuando no hacía los deberes
observé que era más efectivo poner cara de interés y hacer como si los corrigiera. Cuando fui
creciendo me inventaba novios moteros que me invitaban a salir cuando alguna amiga presumía
de sus nuevas zapatillas de deporte Adidas y cuando alguien me refregaba sus buenas notas yo le
hablaba en un idioma inventado que había aprendido durante mis vacaciones en un país llamado
“Grindimer”. Mentir se convirtió en una costumbre que cultivé casi sin querer durante mi infancia y
toda mi adolescencia, costumbre que domino hoy en día a la perfección. De todas maneras,
tampoco es que lo haga con maldad. No creo que sea tan grave mentir por compasión o porque
de otra manera no te valoran tanto como te mereces, ¿no? Al menos, eso creo que me quiso
enseñar mi madre. Además, lo que yo suelo hacer es analizar la pertinencia de la supuesta “no
verdad”. Aplico el método de la Verdad vs. Realidad. Y funciona, al menos a nivel de justificación
personal. Yo me digo, por ejemplo...
V.: ¿Qué diferencia hay entre una persona que dice conocer a Ashton Kutcher y otra que no?
R.: Desde un punto de vista fisiológico ninguna, pero milagrosamente serás el centro de toda
las fiestas si dices que lo conoces.
Pues entonces, ¿para qué admitir que no te codeas con las estrellas? No tendría sentido.
V.: ¿De cuántas entrevistas de trabajo te llamarán si pones en tu currículo que has trabajado
en una peluquería del Soho de Nueva York en vez de en una en Horta?
R.: De cientos, porque lo americano es lo más y una peluquería que se llame Paqui García
es lo peor según una regla no escrita.
Pues si se puede usar una regla que no está publicada en ningún Boletín del Estado yo también
puedo decir que trabajé en el Soho, y me quedo tan ancha.
V.: ¿Qué mal puede hacer decirle a una amiga que el vestido que se está probando le sienta
bien?
R.: Ninguno, porque los psicólogos dicen que somos lo que proyectamos. Si la amiga en
cuestión se imagina más guapa entonces todo el mundo la verá así, ¿no? Es cuestión de sentido
común.
Así que el método de la Verdad vs. Realidad es mi guía para moverme entre los que viven
para aparentar. Y los que se creen con derecho a decir lo que piensan de ti porque valoran la
sinceridad por encima de todo. Y los que son extremadamente sensibles a las críticas. Y los que
no me dan lo que pienso que me merezco justamente. Bueno, y también lo uso cuando quiero
salir de un lío en el que yo misma me he metido, ¡sí! Pero en mi defensa diré que siempre aplico el
método convenientemente. Me pregunto...
V.: ¿Qué hay de malo en mentir para cubrir otra mentira?
R.: Nada. El daño ya está hecho.
Lo que me recuerda que ayer me marqué un Verdad vs. Realidad para tener la mañana libre
en el trabajo y ya debería haber aparecido por allí. El caso es que tengo un vecino en mi mismo
rellano que vive solo como yo: el abuelo Ramón. El abuelo Ramón es viudo desde hace muchos
años y como sus hijos viven en Madrid pasa la mayor parte del tiempo solo o paseando por el
Raval. Es un coleccionista del Rock 'n' Roll de los cincuenta y su piso es como un museo de la
época. Su salón está lleno de fotos de todos sus ídolos y tiene una colección de discos tan grande
que una parte se la tengo guardada yo en mi casa. El abuelo Ramón es un tanto peculiar, así que
todo el barrio lo conoce y le tiene cariño. Suele vestir con un traje chaqueta entallado a rayas y
aunque solo le quedan unos cuantos pelos blancos se peina con lo que pretende ser un tupé. El
tema es que el abuelo Ramón estaba loco por hacerse un tatuaje desde hace tiempo, pero como
tiene mal la tensión le daba miedo ir solo por si se mareaba. Así que me preguntó si podía
acompañarlo una mañana, por lo que me inventé una visita al ginecólogo como excusa para faltar
al trabajo y allá que hemos ido los dos. Y ha sido muy divertido, se ha puesto tan contento cuando
ha visto su Pin-Up terminada que se ha empeñado en invitarme a comer. No paraba de decir:
“¡Sara!, ¡verás cuando me vea el brazo la sieso de mi nuera, se le va a cortar la leche!”. Sí, el
abuelo Ramón tiene un nuevo nieto que, por cierto, todavía no conoce. Porque su hijo parece ser
que no tiene unas horas para venir a buscarlo y llevárselo en el AVE. De hecho, creo que ya hace
más de un año que ningún familiar viene a verlo.
Pero aplicar el método en este caso no ha sido casi necesario, porque Pietro, mi jefe, me
debe horas extraordinarias desde hace meses. Pietro, que en realidad se llama Pedro y nació en
Barbate, es un personaje al que cualquier palabra en inglés le suena mejor que en español. Por
ejemplo, Pietro nunca le dice a una clienta: “este peinado te sienta genial”. En el “idioma Pietro”
eso se traduce a “¡te queda so cool!”. Lo que nunca he entendido, porque muchas de nuestras
clientas como la Señora Costa no tienen ni idea de lo que dice la mayor parte tiempo. Entre otras
cosas porque es medio sorda y le cuesta bastante entender hasta el español. Pero en fin, cada
uno es como es... Lo que me hace llegar a la conclusión de que si Pietro puede decir que todas
esas horas que pasa en su despacho está repasando la contabilidad, yo también puedo decir que
al autobús que me llevaba al trabajo se le ha pinchado una rueda. O no... mejor aún, le contaré
que el ginecólogo me ha invitado a comer mientras me hacía la citología esta mañana. Eso le
encantará, sí. En el fondo Pietro siempre ha sido un romántico. Tampoco es que importe decir otra
“no verdad”, ni siquiera he estado en el ginecólogo esta mañana, así que el daño ya estaría
hecho, ¿no? Pues eso. Sí, señor. Le pido otro café al camarero y me hago la sopa de letras del
Pronto.
–¡Yuhu, Sara! ¿Qué haces por aquí a estas horas? ¿Tiene Pietro hoy la peluquería cerrada?
Oooh, no... ¿A que me pillan? La Señora De Silva, o Juliaforeveryoung, como la llamamos
secretamente en la peluquería, se acerca haciendo aspavientos a mi mesa del bar con lo que
intenta ser una amplia sonrisa. La Señora De Silva, alias, Juliaforeveryoung, ya no puede sonreír
a causa de tantas operaciones de cirugía estética. Lo que me dio licencia para decirle que tengo
veintidós años cuando en realidad ya tengo casi treinta. Si ella pretende aparentar que tiene
cuarenta cuando debe de tener cincuenta y pico, ¿por qué no puedo yo decir que tengo veintidós
cuando en realidad los aparento? No sería lógico...
–¡Señora De Silva! Cada día está usted más guapa. ¿No se habrá echado un novio cubano
en sus últimas vacaciones? Lo que no me extrañaría nada, porque dicen que el amor rejuvenece,
¡y parece usted una adolescente! –le digo fingiendo asombro y esperando que mi alabanza desvíe
la conversación sobre mi ausencia del trabajo.
–¿De verdad? ¡Muchas gracias, Sara! Bueno, la verdad es que no eres la primera que me lo
dice esta semana. Lo cierto es que llamé el otro día a uno de esos videntes telefónicos y me dijo
que por el color de mi aura no podía tener más de treinta y cinco. Verás, resulta que el domingo
por la noche estaba viendo la tele y... bla, bla, bla... y me dije, ¡pues, por qué no!... bla, bla, bla...
Ya es oficial. Conversación desviada a causa de monólogo.
–… de modo que llamé y... bla,bla,bla...
¡Jesús! O como diría Pietro, “¡Oh, my God!”. Esta mujer es una metralleta.
Ahora que veo ese sándwich, no sé si apagué la tele esta mañana. Recuerdo haber cogido el
bolso mientras escuchaba hablar al hombre del pelo blanco y encrespado que sale en el anuncio
del Pan Bimbo, pero no recuerdo haberle dado al mando para apagarla... Por cierto, ¿es eso tarta
de queso? Vaya, qué pinta tiene...
–… me ha asegurado que voy a conocer al amor de mi vida muy pronto y... bla, bla, bla...
¿De qué hablaba hoy el de Redes? Sí... creo que era algo sobre la percepción de la belleza
según la biología. Menudo rollo... ¿Qué sabrán los biólogos de peinados y estética? Hoy en día
cualquiera puede hablar de cualquier cosa. ¡Y encima lo repiten por la mañana! ¡Toma ya!, doble
dosis de mier...
–¿No, Sara?
–¿Si? –contesto con una sonrisa inocente.
–Que si crees que debería volver a llamar y preguntarlo. Estos videntes telefónicos del canal
Claxon cobran más que un cirujano plástico, ¡pero se merecen hasta el último euro! ¡El otro día le
acertaron a una mujer que llamó hasta dos de los números de su DNI!
–¡Claro!, hace bien. Debería llamar –me aventuro a contestar. No es que tenga mucha idea
de lo que me está preguntando, pero conociendo a esta mujer seguro que tiene que ver con
hombres o fiestas y lo de los videntes es un monotema al que ya me tiene acostumbrada.
–Sara, ¿pero cuántas veces tengo que decirte que no me trates de usted? Me haces más
mayor de lo que soy. ¡Y todavía ni se me ha retirado el periodo!
Oh, vaya. Ahora me dirá que hasta lleva puesto un Tampax. Aunque tiene razón. No en lo del
periodo, o eso creo, porque la verdad es que no tengo forma de probarlo. Pero nunca he querido
llamarla por su nombre de pila para evitar este tipo de confianzas con ella. Aunque tampoco es
que funcione no tutearla, así que... ¡Mierda!, ahora que lo pienso me siento un poco mal. Ella está
aquí contándome lo que en su mundo de rica, barra, ociosa, guión, operada, debe ser de lo más
crucial y yo pensando en el Pan Bimbo. Si casi se le saltan las lágrimas por la emoción. La pobre
mujer no conoce otra cosa y, además, seguro que se siente muy sola. Desde que su exmarido le
dejó el chalé y se llevó a Puchi, su chihuahua y el único que aguanta sus conversaciones, se pasa
la vida de vidente en vidente. Dice que necesita que la guíen espiritualmente, sea lo que sea lo
que eso signifique.
–Es verdad, Julia. ¡Perdona!, pero eres tan elegante y tienes tanta clase que muchas veces
me parece que estoy hablando con Rania de Jordania –miento yo sin aplicar el método.
Pero esta “no verdad” es de las de agradecimiento. Lo cierto es que Juliaforeveryoung siempre me
deja buenas propinas e incluso a veces me defiende cuando Pietro me llama Eduardo
Manostijeras. Resulta que de adolescente llevé el pelo a lo Robert Smith, el cantante de The Cure,
aunque ya estaba pasado de moda. Y no se me ocurrió otra cosa que enseñarle las fotos de mi
antiguo look una noche que vino con mis compañeros de trabajo, Macarena y Rufi, a cenar a
casa. Me tendría que haber deshecho de esas fotos, los álbumes de fotos de la adolescencia los
carga el Diablo.
–Pues sí, realmente creo que deberías llamar. No tienes nada que perder y así puedes
adelantarte a los acontecimientos –añado tanteando el terreno de la forma más neutral posible
para no meter la pata.
–Seguiré tu consejo –dice Juliaforeveryoung. Y de repente baja la voz como si me fuera a
contar un secreto de Estado–. Ese vidente tan bueno, Maya Andino, me dijo que el amor de mi
vida tiene relación con el agua. ¿Qué crees que puede significar eso, Sara? ¿Que tiene un yate?
¿O quizá que es el director de un spa?
–Pues... no sé. Quizá, ¿que vive en otro continente y que hay un océano en medio de
vosotros dos?
Realmente, podría significar cualquier cosa. ¿Qué clase de pista es esa, de todos modos? Ya,
claro, una que siempre puede funcionar de una manera u otra. Si el horóscopo de su siguiente
ligue es un signo de agua habrá acertado. Si nació en cualquier ciudad de la costa, también. Si le
gusta la playa, pues también.
–Sí, yo creo que va a ser eso, Julia. Seguro que lo conoces en tu próximo viaje. ¿No tenías
pensado ir a Nueva York a visitar a tu hermana?
–Claro... eso es. Seguro que tienes razón –dice como si le acabara de llegar una
revelación–. Ya puedo incluso verlo... Yo estaré patinando en Rockefeller Center y el amor de mi
vida se me acercará como atraído por una fuerza misteriosa. Patinará unos metros a mi lado y me
dirá con voz profunda y sexy: “se desliza usted con una gracia inusitada, Mademoiselle, pero sus
delicadas mejillas se ven muy sonrojadas. ¿Le gustaría que parásemos y nos tomáramos unos
Martinis?”.
Perfecto. Juliaforeveryoung ya tiene una misión y el tema de mi ausencia del trabajo ya está
enterrado para siempre bajo sus extensiones de pelo. Lo que me da vía libre para planear una
escapada rápida sin mucho esfuerzo.
–Bueno, Julia. Me sabe muy mal, pero tengo que irme. Tengo visita con el ginecólogo y ya
sabes cómo te hacen esperar los médicos si se te pasa la hora. Ya puedes ir planeando la ropa
que te vas a llevar a Nueva York, ¡que el amor de tu vida no se conoce todos los días!
–Oh, ¿ya te vas? –dice Juliaforeveryoung con semblante triste–. Pues sí. Creo que es lo que
haré. Aunque ahora sin los trajecitos de Puchi me puedo llevar todo lo que quiera en la maleta.
¡No sabes cuántos collares y modelitos necesita para viajar una criatura tan delicada como él! Una
vez se me olvidó meter en la maleta sus botitas de agua y no paró de llover en tres días. ¡Se
resfrió y tuve que llevarlo al veterinario porque pensaba que había cogido el moquillo! Pero bueno,
no te entretengo más. Nos vemos el sábado en la peluquería, cariño. Es que se me ha hecho una
onda en la nuca por la humedad y ya sabes que no las soporto.
–Sí, ¡dichosas ondas! ¿No tenemos suficiente las mujeres con que se nos rompan las uñas
que también tenemos que soportar que el pelo se nos ondule con la humedad? Por Dios... –
exclamo con fingida empatía poniendo los ojos en blanco–. Me alegro de que nos hayamos
encontrado. El sábado me cuentas qué más averiguas sobre tu futuro. ¡Aunque no sé si podré
aguantar hasta entonces! –añado mientras cruzo los dedos detrás de la espalda como medida
contra represalias celestiales. Hoy ya he soltado unas cuantas y no me quiero arriesgar. Y
seguidamente me alejo a paso ligero entre las mesas de la cafetería sin parar de agitar la mano a
modo de despedida.
Una vez en la calle respiro aliviada. La verdad es que no es tan sencillo ser peluquera.
Todas las clientas te cuentan sus dramas y tú tienes que hacer como que te importan para que no
se sientan mal. Lo cierto es que cuando era pequeña lo que quería era ser abogada, o juez...
Porque me encantaba cuando en las películas pronunciaban el “¿Jura decir la verdad, toda la
verdad y nada más que la verdad?”. Yo siempre me levantaba dando un salto del sofá y decía muy
fuerte: “¡sí, lo juro!”. Pero entonces mi padre me miraba de reojo y me decía: “si, si... pues sería la
primera vez...”. ¡Qué manera de robarle los sueños a una pobre niña ilusionada! ¿Es que este
hombre nunca había oído hablar del método? ¿Y de las mentiras por compasión? ¿Y de los
premios millonarios que te meten en el buzón? De verdad, ¡y que me lo dijera una persona que se
hacía pasar por un ratón! Más tarde, ya de adolescente, empezó a gustarme el glamour de los
salones de belleza y el poder que emanaban los estilistas. Me pasaba largas horas ojeando en el
¡Hola! los peinados de las famosas y hasta me grababa en vídeo los anuncios del estilista John
Gueras. Veía a ese hombre como a un gurú de los tintes y me decía que si Dios se arreglaba la
barba seguro que se la recortaba como él. Así que cuando terminé el instituto decidí que a la
peluquería era realmente a lo que me quería dedicar, por lo que me saqué el título y he estado
cortando, secando, peinando y haciendo mechas desde entonces.
Cruzo andando Plaza Cataluña a paso decidido y me paro en el paso de peatones
esperando a que el semáforo se ponga en verde. Estoy solo a un par de manzanas del trabajo,
pero en el último momento me lo pienso mejor y saco el móvil del bolso. Total, ya son casi las seis
y no me apetece ir a trabajar para un par de horas.
–Pietro's Hairdressers. ¿En qué puedo ayudarle?
–Hola, Rufi. ¿Está Pietro por ahí?
–¡Hey, Sara! Sí y hace un rato me ha preguntado por ti. Ahora te lo paso. Chao, nena.
Oigo a Pietro acercándose al mostrador mientras se queja de que todavía no me he presentado
en la peluquería y al coger el teléfono oigo cómo masca chicle furiosamente.
–¿Y bien? ¿Qué hora es en la tierra de Eduardo Manostijeras? ¿Hay diferencia horaria allí, o
qué?
–Ja, jaja –me río para disimular–. Si algún día tengo que meterte un rollo para no ir a trabajar
ya sé qué excusa inventarme. No, qué va. Tengo el reloj en hora española, Pedrín. Pero no te vas
a creer lo que me ha pasado. ¿Recuerdas aquel ginecólogo del que te hablé?, ¿al que le dije que
no podía reconocerme porque todavía era virgen el día que se me había olvidado la cita y llevaba
puestas las bragas de Supercoco?
–Uh-hum.
–Bien, pues resulta que esta mañana mi ginecólogo de siempre no ha podido pasar visita y
en su lugar estaba él. La cosa es que hemos empezado a hablar de la importancia de hacer un
descanso durante la jornada de trabajo y de cómo una comida distendida con amigos puede evitar
ataques al corazón. Total, que ha acabado invitándome a comer y yo no sabía si ir porque tenía
que entrar a trabajar a las dos. Y pensé, ¿pero cómo no vas a ir a trabajar? La peluquería estará
llena y Pietro no se merece bajo ningún concepto que lo dejes colgado. Pero, Pietro, es que me
proponía comer en el Arts, ¿cómo iba a decirle que no? Después una cosa ha llevado a la otra y
cuando me he querido dar cuenta ya eran las cinco. Lo siento –añado, aunque no es así en
absoluto.
–En fin. Espero que al menos te lo hayas tirado. Y que sepas que te lo descontaré del
sueldo.
–¿Qué? ¡Pero si me debes seiscientos euros! –le digo asombrada.
–¿Cómo dices, Macarena?, ¿que ya está aquí la Señora Avilés? –oigo decir a Pietro
retirándose un poco el teléfono–. Sara, my darling. Mañana te veo a las nueve. Ya me contarás
entonces la cita con más detalle.
Y tal como vino se fue. Y sé que lo de la Señora Avilés no es más que una excusa del muy
liante. Conozco a Pietro desde hace tiempo y sé que gasta más de lo que tiene, así que tengo
claro que solo me queda esperar hasta que su cuenta corriente se recupere. En el fondo Pietro no
es mala persona. Tiene sus cosillas, como todos las tenemos, pero siempre se puede contar con
él para hacerte un favor. Creo que su problema es que nunca pudo ser él mismo. No era
demasiado fácil ser homosexual en los ochenta y los noventa y se ha acostumbrado a aparentar
algo que no es. Por eso vive una vida que no se puede permitir y habla un idioma que no es el
suyo. Necesita encajar como sea, pero, en mi opinión, de una manera equivocada. Porque ser un
mentiroso debe ser agotador.
Me doy la vuelta y comienzo a pasear tranquilamente camino a casa. Está empezando a
llover y la gente aligera el paso para no mojarse, pero a mí el agua no me importa. Me encanta
sentir las gotas fresquitas cayéndome en los brazos. Los días ya han comenzado a hacerse cortos
y las hojas de los árboles ya se han puesto de color marrón. Los turistas se hacen fotos en Las
Ramblas como ajenos a la lluvia y los camareros de los bares recogen con prisa los servilleteros
de las mesas de las terrazas. Me apoyo en un árbol para contemplar la escena con más
tranquilidad. No todos los días puede una parase a mirar cómo transcurre la vida y si te paras a
pensar, es tan maravilloso vivir en esta ciudad y ser parte de ella que, que...
¿Qué? ¿Se me acaba de cagar una paloma en toda la cara? ¡Mierda, qué plasta tan grande!
¿Pero qué comen estos bichos?, ¿jamones?, me pregunto a mí misma asqueada.
Corro hacia una terraza y cojo rápidamente unas servilletas de una mesa segundos antes de
que se las lleve el camarero, pero el muy rácano se enfada y me sujeta la mano antes de que
pueda limpiarme.
–¡Eh!, ¡que esto no es un servicio público! –me grita.
–¡Bueno!, ¡no se irá a arruinar por unas míseras servilletas de papel! Espero que nunca se
rompa usted una pierna delante de mí y que no haya nadie más para ayudarle, ¡que va a avisar a
la ambulancia Perrins!
Menuda porquería de ciudad...
De hecho, la odio tanto que voy a coger el metro aunque estoy solo a dos manzanas de casa. El
bullicio de Barcelona es insoportable y odio este clima cambiante del mes de octubre. ¡Nunca
sabes si coger un paraguas o las gafas de sol cuando sales de casa y si no aciertas te pones
chorreando!
El metro está hasta arriba de gente y mientras espero en el andén a que llegue se me
acerca un hombre para pedirme dinero. Pero yo, como ya estoy un poco cansada de que me lo
pidan un día sí y el otro también, ni corta ni perezosa lo envío a pedirle a una mujer con pinta de
estar bien situada que está a unos metros de mí.
–Señor, no llevo dinero. Pero, ¿ve a esa señora de ahí?, ¿la del bolso verde? Pues
precisamente acabo de oírle decir que ella nunca puede negarse a hacer una obra de caridad.
Creo que es miembro de la Cruz Roja, ¿sabe? –le termino diciendo en un susurro.
El pobre hombre se dirige a ella, pero no sé si le acaba dando algo, porque disimuladamente me
alejo hasta un punto donde ya no puedo verlo.
Vale, no he visto a la mujer del bolso verde abrir la boca, pero...
V.: ¿Qué le puede suponer darle a este pobre hombre un par de euros cuando lleva un bolso
de piel de cocodrilo?
R.: Pues seguro que nada y solo por el hecho de llevar un pobre bicho que ahora mismo
podría estar tomando el solecito en un pantano se merece esta pequeña trola. ¡He dicho!
Cuando llego a casa compruebo que realmente me había dejado la tele encendida esta
mañana, así que aprovecho el descuido para tirarme directamente en el sofá en vez de poner una
lavadora como debería hacer. Están repitiendo por millonésima vez El juego de tu vida, concurso
que nunca entenderé. Porque, ¿qué sentido tiene mentir cuando sabes que si lo haces no te
llevas ni un duro? Se pasan todo el concurso contestando con sinceridad a cientos de preguntas
que harían ruborizarse a Jorge Javier Vázquez y cuando llega el momento de ganar pasta gansa
se cortan. ¡Que digan la verdad, por favor! Menudo rollo de programa... Y encima no puedo
cambiar de canal porque el mando se ha quedado sin pilas.
Decido que si no tengo más remedio que levantarme para cambiarlo, pues que ya, de paso,
debería poner la lavadora.
Sí, allá voy, me digo convencida.
Entro al cuarto de baño con resolución y empiezo a separar la ropa sucia de la cesta por colores.
Cuando ya lo tengo todo listo, miro los montones con orgullo y me decido por empezar a lavar la
ropa de color.
Bien hecho, Sara. Aunque te hayas pasado prácticamente todo el día ganduleando tú nunca
reniegas de tus responsabilidades, me dice Pepe, mi amigo imaginario de la infancia, que estaba
esperándome sentado encima de la lavadora.
Sí, ya soy muy mayor para esto, lo sé. Pero es que le tengo cariño y no me veo capaz de decirle
que se busque otro piso, el tema del alquiler está fatal en Barcelona. De todas formas, Pepe me
ayuda a decidir cosas importantes desde que era pequeña, como qué ponerme o con quién
quedar y la verdad es que hace más compañía que un canario. El último que tuve murió
atragantado con una aceituna y todavía no lo he podido superar. Yo pensé que podría pelarla
como hacía con las pipas, pero parece ser que ese pobre animalillo nunca había visto un olivo y
no sabía lo que se estaba comiendo.
Pobre Jinklins, que en paz descanse, Pepe, le digo a mi amigo santiguándome.
Cargo la lavadora canturreando en honor a Jinklins. Meto el detergente. La enciendo. Pero no
arranca. Ni coge agua. Ni nada de nada. ¿Y si la desenchufo y la vuelvo a enchufar?, porque si es
eso lo que se hace con el router cuando no funciona Internet a la lavadora también le debe ir bien,
¿no?
Pues no...
Pues esto no funciona...
Pues recuerdo que el técnico ya me dijo la última vez que debería comprarme otra.
Si, claro... el técnico se piensa que trabajo en la fábrica del timbre y la moneda, ¿no te
jod...?
Pues sí. Ahora que lo pienso, creo que algo así le comenté.
¡Por el lunar de Rupert! ¿Y ahora qué hago yo? Si espero a que Pietro me pague lo que me debe
para comprar una lavadora nueva se me pueden caer los nudillos de tanto lavar a mano. ¿Y si le
pido dinero prestado a alguien? ¿A mis padres, quizá? ¿A Macarena o a Rufi? No, no puedo hacer
eso... Rufi y Macarena están siempre igual de pelados que yo y a mis padres todavía les debo el
dinero que les pedí prestado para comprar la nevera el año pasado.
Bueeeno, es verdad, Pepe. Quizá no fuera una nevera en lo que me gasté el dinero. Pero todo el
mundo necesita irse de vacaciones, ¿no? El otro día vi en la tele que un mes de vacaciones te
alarga la vida dos días, lo que, si haces cuentas, neutraliza los dos días de vida al mes que te
quita el tabaco. Si añado a eso los beneficios de una copa de vino tinto diaria me alargo la vida
otro dos. A los cuales, si les resto los dos que me la acorta la bollería industrial, me quedo a cero.
Así que no me puedo permitir desaprovechar un mes de vacaciones. ¡Los números nunca
mienten!, me digo mientras vuelvo a estirarme en el sofá a valorar el problema.
Piensa, piensa... Tiene que haber alguna manera de conseguir el dinero. No está bien que
con veintiocho años le pidas más dinero a tus padres. Si proyectas tus pensamientos
positivamente y con decisión la solución se materializará. Es de todos bien sabido que desear
algo con mucha fuerza hace que se convierta en realidad. Sí... ya puedo verlo... Un fajo de euros
se desliza lentamente por debajo de la puerta del salón... ya casi puedo cogerlo... Sí, estira la
mano y tócal...
No me lo puedo creer. He debido quedarme dormida en algún momento de mi proyección,
porque miro el reloj y marca la una de la madrugada. La televisión sigue encendida y como me he
despertado con hambre decido quedarme un rato más viéndola mientras como algo. Me levanto y
cambio al canal Claxon y veo a un hombre con túnica rosa, acento raro y voz de pito que dice algo
sobre un ángel guardián. Me acurruco en el hueco del sofá y estiro el brazo para coger la bolsa de
patatas fritas que dejé abierta anoche sobre mi mesita de Ikea. El hombre con voz de pito parece
ser un vidente telefónico. Está atendiendo la llamada de una mujer y en la parte inferior de la
pantalla hay un enorme faldón con un número 800.
–… cuando la paloma del amor se pose sobre tu cabesa. ¿Conoses a alguien que se llame
Juan, querida?
–Pues... creo que no. ¿No podría ser Jesús, Maya Andino? –pregunta la mujer con voz
temblorosa.
–Sí, amor. Es Jesús, no Juan. A veses los áheles vienen de dimensiones tan lehanas que no
conosen bien nuestro santoral.
Oh, vaya. Ahora resulta que los áheles conocen a San Juan Bautista pero no conocen a Jesús de
Nazaret. Pero qué morro... ¿Y qué leches quiere decir “cuando la paloma del amor se pose sobre
tu cabesa”? ¿No será una mosca en el brazo? Menuda chorrada...
–Pues estate atenta, amor, porque la ayuda vendrá de la mano de un tal Jesús. Pero de
todas formas, te recomiendo que pongas un calsetín usado de tu marido debajo de tu almohada.
Esto te revelará mientras duermes por dónde ha andado durante el día.
–Gracias, Maya Andino. Haré lo que me dices –responde la mujer casi al borde de las
lágrimas. Pero de repente se recupera como milagrosamente–. ¿Antes de colgar puedo saludar?
Saludo a mi hijos y a mi vecina Cati que me estará oyen...
Pi, pi, pi...
–Vaya, se nos cortó la conesión. Espero que nuestra amiga tenga mucha suerte y para ello
le envío desde aquí un buen puñado de rahios cósmicos. Siguiente llamada, compañeros. ¿Si?,
¿quien solisita la ayuda de los áheles? ¡No!, no me lo digas. Eres un hombre y te llamas
Eustaquio, ¿verdad?
Claro, como que no se lo han chivado ya por el pinganillo. No me creo que los áheles
conozcan a San Eustaquio si no conocen a Jesús. “Sí, hombre, ¡Eustaquio! Aquel que vive
girando a la izquierda pasando la aurora boreal, ¿no te acuerdas? ¡El que nos invitó una vez a
unas cañas!”, casi puedo oír comentar a los áheles. La verdad es que no sé cómo la gente se
gasta el dinero en estas cosas. Todo lo que les dice el Maya Andino este se lo podría decir
cualquiera, incluso yo. Solamente les dice lo que la pobre gente quiere oír. De hecho, es lo que
hago yo continuamente en la peluquería y, además, no debe ser ni sano dormir con un calcetín
sucio debajo de la almohada.
Me termino los últimos trozos de patatas fritas que quedan en el fondo de la bolsa
levantando la cabeza y volcándomela directamente en la boca, lo que hace que se desparramen
por todo el sofá y se llene de aceite. ¡Mierda! Bueno, no es para tanto, solo ha sido un accidente,
me digo. Entonces cojo el Pronto y un boli de encima de la mesa y me pongo a hacer mi sopa de
letras.
–Y ya saben, queridos. Mi consulta de videntes siempre nesesita hente como tú. Si tienes el
don y puedes comunicarte con los áheles o con los seres del más allá, llámanos y forma parte de
nuestro equipo. Apunta, 5555 666 777. Te resibiremos con los brasos abiertos. Nos vemos
mañana aquí a la misma hora en La Mano Amiga de Maya Andino. Que la fuersa del cosmo os
acompañe. ¡Chaíto!
Al escuchar el mensaje de Maya Andino levanto la vista del Pronto y me quedo mirando la
pantalla de la tele pensativa. ¿Cómo se le hace una entrevista de trabajo a un vidente? ¿Cómo
pueden comprobar si realmente tienes un don? Rápidamente apunto el número de teléfono que
acaba de dar el listo del calcetín. Sí, era fácil de memorizar, 5555 666 777. ¿Y si llamo mañana y
digo que yo también puedo hablar con los áheles? ¿Podría hacerme pasar por vidente y trabajar
en la consulta de Maya Andino por las tardes cuando salgo de la peluquería? ¿O los domingos?
¿O cuando encarte? Total, lo que hace este tío lo sé hacer yo con los ojos cerrados y necesito el
dinero para la lavadora.
Sí, creo que lo voy a intentar... Te vas a enterar de lo bien que hablo yo con los áheles,
rollero.
Pongo la alarma del móvil a las siete y media y me estiro más cómodamente en el sofá con mi
manta de pelusilla violeta. Ya empieza a hacer fresco y aquí, con mi manta, en mi sofá, frente a la
tele, me siento tan a gustito que no me apetece irme a dormir a mi cama. Aaah, esto es vida... sí,
señor. Puedo oír levemente al abuelo Ramón cantando al son de uno de sus discos de Johnny
Cash. Sé que está al otro lado de mi pared del salón y eso me reconforta. Además, ahora que
tengo una misión que cumplir me siento mucho más contenta y con ganas de ir mañana a trabajar.
Me voy durmiendo con el sonido de la televisión de fondo y, en algún momento de la noche, sueño
que vuelo sobre el océano empujada por la brisa.
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