Unidad 2 - Universidad América Latina

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Unidad 2
• EL SUICIDIO
PROLOGO
Durkheim afirma en el breve prólogo de El suicidio que si bien la sociología estaba de moda y había
despertado expectativas en mucha gente, no había abandonado el campo de las argumentaciones generales. No se ha impuesto —dice— "la tarea de arrojar luz sobre una porción restringida del campo social".
Las generalizaciones ejemplifican con hechos sociales, pero no aportan pruebas. En esta obra se
propone el estudio de un tema circunscrito, en el que siempre las proposiciones van acompañadas de
pruebas. Tales proposiciones se refieren: al matrimonio, la viudez, la familia, la sociedad religiosa, etc.,
que, si no nos equivocamos, nos enseñan acerca de la naturaleza de las condiciones o instituciones más
que las teorías corrientes de los mora-listas. También se desprenderán de nuestro estudio algunas
indicaciones, relativas tanto a las causas del malestar general que experimentan actualmente las
sociedades europeas, como los remedios que pueden atenuarlo.
El trabajo se basa en la revisión de los expedientes de 26 000 suicidas.
DE LA INTRODUCCIÓN
Corno primer paso, Durkheim define la palabra suicidio, para distinguirla del
lenguaje corriente que es ambiguo y trae, confusiones. Antes de la definición establece
que la sociología explica científicamente por medio de comparaciones, pero que para
comparar es necesario que los hechos sean comparables.
El suicidio es una especie de muerte ejecutada por la propia víctima: el agente y
el paciente son la misma persona. Hasta aquí la definición es más o menos común con
la del dominio público. Pero Durkheim señala que no es suficiente:
No se podrían colocar en la misma clase ni tratar del mismo modo la muerte del
alucinado que se precipita desde una ventana elevada porque la cree al mismo nivel del
piso, y la del hombre de mente sana que se estrella a sabiendas de lo que hace.
Las intenciones, sin embargo, son demasiado íntimas como para poder captarlas
desde afuera. A pesar de ello las intenciones, cuando se detectan con cierta precisión,
no nos llevan a afirmar o negar que ha existido suicidio, sino que el suicidio puede ser
de distintos tipos cuando obedece a razones y circunstancias diversas. Ese ya es otro
asunto.
La definición que presenta nuestro autor es la siguiente:
Se llama suicidio todo caso de muerte que resulte dírecta o indirectamente de un
acto positivo o negativo, ejecutado por la propia víctima, a sabiendas de que habría de
producir este resultado. La tentativa es ese mismo acto, pero interrumpido antes de que
sobrevenga la muerte.
La definición que Durkheim hace para efectos de su estudio excluye aquellas
muertes que provoca la propia víctima, si ellas no tenían el conocimiento de que como
consecuencia de sus actos sobrevendría tal resultado. Esto lo reduce a escoger para el
estudio sólo aquellos casos en que ese conocimiento es patente. Excluye, en
consecuencia, las muertes ocasionadas por negligencia.
Después se pregunta por qué puede interesar al sociólogo el suicidio, cuando es
un acto individual en el que intervienen factores como el temperamento o el carácter,
que más bien estudia el psicólogo. El enfoque del sociólogo para estudiar el suicidio es
distinto y no parte de factores individuales; él examina el conjunto de suicidios ocurridos
en una sociedad dada, es decir, los estudia como un hecho social.
En primer lugar, Durkheim aporta datos estadísticos que prueban que los
suicidios van en aumento en los países más importantes de Europa: Francia, Prusia,
Inglaterra, Sajonia, Baviera y Dinamarca; después establece que cada sociedad tiene
una situación distinta y una aptitud distinta para el suicidio:
Para medir la intensidad relativa de dicha aptitud hay que hallar la razón entre la
cifra global de muertes voluntarias y la población de cualquier edad y sexo. Llamaremos
a este dato numérico tasa de la mortalidad por suicidio propia de la sociedad
considerada. Se lo calcula, generalmente, con relación en un millón o en cíen mil
habitantes.
Durkheim inicia un análisis de variaciones anuales de los suicidios y encuentra
que éstos aumentan en forma constante y en mayor proporción que la tasa de
mortalidad:
En el curso de los tres periodos que se comparan, el suicidio aumenta en todas
partes; empero, en esta marcha ascendente, los distintos pueblos mantienen sus
respectivas distancias. Cada uno de ellos tiene un coeficiente de aceleración que le es
peculiar.
La primera conclusión a la que llega es que la tasa de suicidios constituye un
orden único de hechos sociales. La tendencia creciente a los suicidios aflige
colectivamente a cada sociedad. Se propone estudiar las condiciones de las que
depende la tasa social de suicidios.
Durkheim deslinda lo que corresponde al psicólogo y al sociólogo en el estudio
del suicidio: al primero tocan las condiciones individuales que pueden llevar a
cometerlo; al segundo, que la sociedad como conjunto induzca a que un grupo
significativo de sus miembros lo cometa.
Lo que el sociólogo busca son aquellas causas por cuyo intermedio es posible
actuar, no sobre los individuos aisladamente, sino sobre el grupo. Por lo tanto, entre los
factores del suicidio los únicos que le conciernen son los que hacen sentir su acción
sobre el conjunto de la sociedad. La tasa de suicidios es el producto de esos factores.
Señala, por último, que se propone analizar las causas sociales, la forma en que
se producen sus efectos y la relación que guardan con los estados individuales que
acompañan a los distintos tipos de suicidios.
LOS FACTORES
PSICOPATICOS
EXTRASOCIALES:
EL
SUICIDIO
Y
LOS
ESTADOS
Para comenzar, Durkheim establece que hay dos tipos de causas extrasociales a
las que se puede atribuir a priori influencia sobre la tasa de suicidios: las disposiciones
orgánico psíquicas y la naturaleza del medio físico. Se propone examinar estos dos
órdenes de factores a fin de determinar si tienen alguna participación en el fenómeno
estudiado.
En este capítulo recorre las diversas posibilidades de suicidio, según lo cometan
personas que sufren algún tipo de locura, sea ésta permanente o efímera. Define cuatro
tipos de suicidios de alienados:
•
Suicidio maniaco. Se debe a alucinaciones o a concepciones delirantes. El
enfermo se mata por escapar a un peligro o a una vergüenza imaginarios, o
bien por obedecer a una orden misteriosa que ha recibido desde arriba,
etcétera. Pero los motivos de este suicidio y su modo de evolucionar reflejan
los caracteres generales de la enferme-dad de la que deriva: la manía. Lo que
distingue a esta afección es su extrema movilidad. Las ideas, los sentimientos
más diversos y hasta más contradictorios se suceden con una extraordinaria
celeridad en el espíritu de los maniáticos. Es un perpetuo torbellino. Apenas
nace un estado de conciencia y ya es reemplazado por otro. Lo mismo ocurre
con los móviles que determinan el suicidio maniaco: nacen, desaparecen o se
transforman con asombrosa rapidez.
•
Suicidio melancólico. Está vinculado a un estado general de extrema
depresión, de tristeza exagerada, que hace que el enfermo no aprecie más
juiciosamente las relaciones que con él tienen las personas y cosas que le
rodean. Los placeres no ejercen ningún atractivo sobre él: todo lo ve negro. La
vida le parece aburrida y dolorosa. Como tales disposiciones son constantes,
también lo son las ideas de suicidio: están dotadas de una gran perseverancia,
y los motivos generales que las determinan son siempre sensiblemente los
mismos.
Con frecuencia se sobreponen a esta desesperación general alucinaciones e
ideas delirantes que conducen directamente al suicidio. Sólo que no son inestables
como las que señalábamos hace un momento en los maniacos; por el contrario, son
fijas así como es fijo el estado general del cual provienen. Los temores que agobian al
sujeto, los reproches que se hace, los pesares que lo acongojan, nunca varían. De
manera que si este tipo de suicidio es determinado por razones imaginarias, lo mismo
que el precedente, se distingue, sin embargo, de aquél por su carácter crónico.
También es muy tenaz.
Los enfermos de esta categoría preparan con calma sus medios de ejecución;
incluso despliegan en la persecución de su propósito una perseverancia y, en
ocasiones, una astucia increíble.
•
Suicidio obsesivo. En este caso, el suicidio no es causado por ningún motivo,
real o imaginario, sino solamente por la idea fija de la muerte que, sin razón
aparente, se ha adueñado de la mente del enfermo. Este se halla obsesionado
por el deseo de matarse, por más que sepa perfectamente que no tiene una
razón valedera para hacerlo. Como el individuo se da cuenta del carácter
absurdo de su obsesión, en un principio intenta luchar. Mas durante todo el
tiempo que se prolonga su resistencia, permanece triste y oprimido, y siente en
la cavidad epigástrica una ansiedad que aumenta día a día. Por tal motivo se
ha dado a veces a este tipo de suicidios el nombre de suicidio ansioso.
•
Suicidio impulsivo y automático. No es más motivado que el anterior; no tiene
razón de ser ni en la realidad ni en la imaginación del enfermo, sólo que, en
lugar de ser determinado por una idea fija que persigue a la mente durante un
tiempo más o menos largo, y que sólo progresivamente se apodera de la
voluntad, resulta de un impulso brusco e irresistible en el momento. En un abrir
y cerrar de ojos, la idea surge en toda su plenitud y suscita el acto o, cuando
menos, un comienzo de ejecución. Esta subitaneidad recuerda lo que hemos
observado antes en la manía, sólo que el suicidio maniaco obedece
invariablemente a alguna razón, por insensata que sea, pues tiene origen en
las concepciones delirantes del sujeto. Aquí, por el contrario, el impulso suicida
irrumpe y produce sus efectos con un verdadero automatismo, sin estar
precedido por ningún antecedente de tipo intelectual.
En resumen: todos los suicidios vesánicos, o están exentos de motivos, o son
determinados por motivos puramente imaginarios. Ahora bien, existe un gran número
de muertes voluntarias que no encajan en ninguna de las dos categorías; la mayor
parte de ellas tiene motivos, y éstos no carecen de fundamentos en la realidad. Por
tanto, no podemos, a menos de abusar de los términos, ver un loco en cada suicida. De
todos los suicidios que acabamos de caracterizar, el que parecería más difícil de
reconocer entre los que observamos en los hombres de mente sana, es el suicidio
melancólico; en efecto, cuando un hombre normal se mata, suele hallarse en el mismo
estado de abatimiento y depresión que el alienado. Pero entre ambos se da siempre
esta diferencia esencial: mientras que en el primero tanto su estado como el acto a que
da lugar provienen de una causa objetiva, en el segundo no tienen ninguna relación con
las circunstancias exteriores.
Pero no todos los suicidios son causados por la locura o vesania. Muchos se
deben, como ya apuntaba Durkheim, a una causa objetiva o que tiene bases en la
realidad; hay suicidas que se matan por salvar a su país, por cumplir la ley, por la fe
religiosa, por los principios políticos o por sentimientos de ternura exaltada (como
Romeo y Julieta). De todos ellos, la locura está ausente. Pero hay otros suicidios cuya
causa es menos "elevada" que los que mencionamos y ellos tampoco son atribuibles a
la locura.
Los suicidios causados por la locura, plantea Durkheim, no pueden descubrirnos
la inclinación colectiva, que es lo que interesa al sociólogo detectar y explicar. Por otra
parte, señala que "entre la alienación propiamente dicha y el perfecto equilibrio de la
inteligencia existe una serie completa de estados intermedios: las diversas anomalías
comprendidas habitualmente bajo el nombre genérico de neurastenia. Así, existen
motivos para investigar si, a falta de la locura, no desempeñan un papel importante en
la génesis del fenómeno que nos ocupa".
La neurastenia es, según nuestro autor, una especie de locura rudimentaria muy
difundida entre las sociedades modernas, que se ha venido generalizando cada vez
más. Ve en la neurastenia un estado que puede inducir o facilitar el suicidio. Pero,
desde luego, advierte que la neurastenia tiene grados y se hace más crítica en
individuos menos resistentes, los cuales constituyen un terreno propicio para el suicidio.
Los sentimientos del neurópata se hallan siempre en equilibrio inestable. Las
impresiones más leves tienen en él una resonancia anormal. Su organización mental se
transtorna por completo ante el impacto de conmociones ininterrumpidas. Como la
estabilidad es una situación necesaria para que el individuo se realice con su medio
físico y social, cuando se carece de ella en alguna medida se es más proclive al
suicidio.
Queda por averiguar qué papel desempeña esa condición puramente individual
en la producción de muertes voluntarias. ¿Puede bastar para suscitarlas, por poco que
le ayuden las circunstancias, o bien no tendrá otro efecto que el de tornar a los
individuos más accesibles a la acción de las fuerzas externas a él, que constituyen por
sí solas las causas determinantes del fenómeno?
Se propone enseguida comparar las variaciones del suicidio con la neurastenia.
No puede hacer una correlación porque carece de estadísticas sobre la neurastenia y
resuelve el problema dando un rodeo. Destaca el hecho de que tanto el suicidio como la
locura están más expandidos en las ciudades que en los campos. Después, argumenta:
Para medir la acción que los estados psicopáticos pueden ejercer sobre el
suicidio debemos, pues, eliminar los casos en que varían juntamente con las
condiciones sociales del mismo fenómeno, porque cuando ambos factores obran en el
mismo sentido es imposible disociar en el resultado total la parte que le corresponde a
cada uno. Es preciso considerarlos exclusivamente allí donde se presenta en razón
inversa uno de otro, pues sólo cuando se establece entre ellos una especie de
conflictos, se puede llegar a saber cuál es el determinante. Si los desórdenes mentales
desempeñan el papel esencial que a veces se les ha atribuido, deberán revelar su
presencia por efectos característicos aun cuando las condiciones socia-les tiendan a
neutralizarlos; y a la inversa, éstas no podrán manifestarse cuando las condiciones
individuales actúen en sentido contrario. Ahora bien, los hechos que a continuación se
consignan demuestran que es precisamente lo contrario lo que constituye la regla:
Todas las estadísticas establecen que en los asilos de alienados la población
femenina es ligeramente superior ala población masculina. La proporción varía según
los países, pero conforme lo muestra el cuadro siguiente es, en general, de 54 o 55
mujeres por 46 o 45 hombres:
Por cada 100 alineados
Años
Hombres
Mujeres
Silesia
1858
49
51
Sajonia
1861
48
52
Wurtemberg
1853
45
55
Dinamarca
1847
45
55
Noruega
1851
44
56
Nueva York
1855
46
56
Massachusetts
1855
46
54
Maryland
1854
47
54
Francia
1890
46
53
Francia
1891
48
52
Koch reunió los resultados del censo efectuado en once estados diferentes sobre
el conjunto de la población alienada. Sobre 166 675 dementes de ambos sexos,
encontró 78 584 hombres y 88 091 mujeres, o sea 1.18 alienados por cada mil
habitantes del sexo masculino y 1.30 por cada mil habitantes del otro sexo. Mayr, por su
lado, encontró cifras análogas.
Algunos se han preguntado, es verdad, si este excedente de mujeres no se
debiese simplemente al hecho de que la mortalidad entre los locos es superior a la que
se observa entre las locas. Es un hecho cierto que en Francia, por cada cien alienados
que mueren en los asilos, alrededor de 55 son hombres. Así pues, el número más
considerable de individuos femeninos registrados en un momento dado no probaría que
la mujer tiene una tendencia más fuerte a la locura, sino únicamente que en tal
circunstancia como, por lo demás en cualquier otra, sobrevive mejor que el hombre.
Pero no es menos cierto que entre la población efectiva de alienados figuran más
mujeres que hombres, pues, como parece legítimo, derivado de los locos a los
nerviosos, hay que admitir que en todo momento existen más neurasténicos en el sexo
femenino que en el otro. Por consiguiente, si entre la tasa de suicidios y la neurastenia
existiera una relación de causa y efecto, las mujeres deberían matarse más que los
hombres. Por lo menos deberían matarse tanto como ellos. Efectivamente, aun
teniendo en cuenta su mortalidad más baja, y corrigiendo en consecuencia las
indicaciones de los censos, a lo sumo podría llegarse a la conclusión que tienen para la
locura una predisposición sensiblemente igual a la del hombre. Su más débil tributo
mortual y la superioridad numérica que acusan en todos los empadronamientos de
alienados se compensan de este modo con aproximada exactitud.
Ahora bien, su aptitud para la muerte voluntaria está muy lejos de ser superior o
equivalente a la del hombre; el suicidio es, sin duda alguna, una manifestación
esencialmente masculina. Por una mujer que se mata hay, término medio, 4 hombres
que se dan muerte. Cada sexo tiene, pues, una inclinación definida hacia el suicidio,
que es incluso constante para cada medio social. Mas la intensidad de tal tendencia de
ningún modo varía lo mismo que el factor psicopático, el cual se evalúa según el
número de casos nuevos que se registran por año o el de los sujetos censados en el
mismo momento.
Cifras absolutas
Por cada 100
de suicidios
suicidios
Hombres
Mujeres
Hombres
Mujeres
Austria (1873-77)
11 429
2 478
82.1
17.9
Prusia (1831-40)
11 435
2 534
81.9
18.1
Prusia (1871-76)
16 425
3 724
81.5
18.5
Italia (1872-77)
4 770
1 195
80.0
20.0
Sajonia (1851-60)
4 004
1 055
79.1
20.9
Sajonia (1871-76)
3 625
870
80.7
19.3
Francia (1836-40)
9 561
3 307
74.3
25.7
Francia (1851-55)
13 596
4 601
74.8
25.2
Francia (1871-76)
25 341
6 839
78.7
21.3
Dinamarca (184556)
3 324
1 106
75.0
25.0
Dinamarca (187076)
2 485
789
76.9
23.1
Inglaterra (186367)
4 905
1 791
73.3
26.7
Una vez que plantea la cuestión de los sexos, toma la variable religión y compara
la intensidad de la tendencia a la locura en los diferentes cultos; constata que la locura
es más frecuente entre los judíos que entre los católicos o entre los protestantes, pero
que la inclinación al suicidio de los judíos es menor. En este caso —destaca
Durkheirn—, "el suicidio varía en razón inversa a los estados psicopáticos, en lugar de
ser su prolongación". Y agrega:
Ciertamente, no hay que inferir de este hecho que las taras nerviosas y
cerebrales pueden preservar el suicidio, pero deben tener muy poca eficacia para
determinarlo, ya que desciende hasta ese punto en el mismo momento en que aquéllas
alcanzan su mayor desarrollo.
Si comparamos solamente los católicos con los protestantes, veremos que la
inversión no es tan general; sin embargo, es muy frecuente. La tendencia a la locura de
los católicos es inferior a la de los protestantes tan sólo en 4 casos sobre 12, y aún
entonces la diferencia entre ellos es muy pequeña... en todas partes, sin excepción, los
primeros se matan mucho menos que los segundos.
Después analiza la variable edad en relación con la locura y la tendencia a los
suicidios. Señala lo siguiente:
Más adelante consignaremos que en todos los países la tendencia al suicidio
crece regularmente desde la infancia hasta la ancianidad más avanzada. Si bien en
ocasiones retrocede después de los 70 u 80 años, el retroceso es mínimo; en este
periodo de la vida se mantiene siempre dos o tres veces más vigorosa que en la época
de la madurez. A la inversa, es precisamente durante la madurez cuando la locura
irrumpe con más frecuencia. El peligro es mayor hacia los treinta años; pasada esta
edad disminuye, y en la vejez es menor que nunca. Tal antagonismo sera explicable si
las causas que hacen variar el suicidio y las que determinan las perturbaciones
mentales no fuesen de naturaleza diferente.
Al comparar la tasa de suicidios en cada edad, ya no con la frecuencia relativa
de los nuevos casos de locura que se producen durante el mismo periodo, sino con el
efectivo proporcional de la población alienada, la ausencia completa de paralelismo no
es menos evidente. Hacia los 35 años los locos son más numerosos con relación al
total de la población. La proporción es aproximadamente la misma hasta los 60 años;
luego disminuye rápidamente. O sea que es mínima cuando la tasa de suicidios es
máxima y, ante todo, resulta imposible percibir ninguna relación regular entre las
variaciones que se producen de una y otra parte.
Compara después las diferentes sociedades desde el punto de vista del suicidio
y de la locura y encuentra que, aparentemente, los países que cuentan con menos
locos son aquellos en que se producen más suicidios. Esa conclusión se saca de los
cuadros estadísticos de dos autores. Sin embargo, involucra en la misma categoría de
alienados a dos tipos, los que llama Durkheim "locos propiamente dichos" y a los
idiotas. Eso oscurece el panorama en lugar de aclararlo, porque la idiotez más preserva
del suicidio que lo induce. Después de hacer varios matices, concluye:
Bien puede decirse que, en conjunto, donde abundan los locos y los idiotas
abundan también los suicidios, y viceversa. Pero entre ambas escalas no existe una
correspondencia continuada que muestre la existencia de un vínculo causal
determinado entre los dos órdenes de fenómenos.
Finalmente, argumenta que si bien locura y suicidio se han venido
incrementando considerablemente en el último siglo, no puede establecerse una
relación de causa a efecto entre ellos ya que, en lo que Durkheim llama "sociedad
inferior", la demencia es muy rara, mientras el suicidio es muy frecuente. La conclusión
primera es, pues: la tasa social de suicidios no mantiene una relación definida con la
tendencia a la locura ni tampoco, por vía de inducción, con la tendencia hacia las
distintas formas de neurastenia.
Ahora bien, si ni la locura ni la neurastenia son causas de suicidio, el alcoholismo
podría serlo, ya que se le atribuyen los progresos de la locura, del pauperismo y de la
criminalidad. La hipótesis parece a Durkheim poco verosímil a priori. Razona que entre
las clases acomodadas y cultivadas es donde el suicidio recoge más clientes. Luego va
a los hechos:
Cuando se compara el mapa francés de suicidios con el de procesos por abuso
de bebidas, casi no se advierte ninguna relación entre ellos. Lo que caracteriza al
primero es la existencia de dos grandes focos de contaminación, uno de los cuales está
situado en la de France y se extiende hacia el este, mientras que el otro ocupa la costa
mediterránea, entre Marsella y Niza. Muy distinta es la distribución del alcoholismo en el
mapa. Aquí encontramos tres centros principales: uno en Normandía, especialmente en
Seine inferior; otro en Finistere y en los departamentos bretones en general; el tercero,
finalmente, en Rhóne y en la región vecina. A la inversa, desde el punto de vista del
suicidio, Rhóne no se halla por encima de la cifra media, la mayor parte de los
departamentos están por debajo, y Bretaña aparece casi indemne.
La geografía de ambos fenómenos difiere demasiado para que sea posible
atribuir a uno de ellos una influencia considerable en la producción del otro.
Después compara las distintas regiones de Alemania, su consumo de alcohol y
número de suicidios y llega a una conclusión semejante:
Se comprueba que el grupo en que se producen más suicidios es uno de
aquellos en que se consume menos alcohol. En el examen de detalle se encuentran
incluso verdaderos contrastes: la provincia de Posen, que es de todo el Imperio la
región casi menos atacada por el suicidio... es aquella donde la gente se alcoholiza
más; en Sajonia, donde la gente se suicida casi cuatro veces más... se bebe dos voces
menos...
Concluye el capítulo con un significativo párrafo, en tanto que es el
planteamiento del problema que va a investigar:
Según esto, no existe ningún estado psicopático que mantenga una relación
regular e incontrastable con el suicidio. No porque una sociedad contenga mayor o
menor cantidad de neurópatas o de alcohólicos se dan en ella más o menos suicidas.
Aunque, bajo sus diferentes formas, la degeneración constituya un terreno psicológico
eminentemente propicio a la acción de las causas que pueden empujar al hombre a
matarse, no es en sí misma una causa. Puede admitirse que en idénticas circunstancias
el degenerado se mata más fácilmente que el individuo sano, pero no se mata
necesariamente en virtud de su estado. La virtualidad que hay en él no puede hacerse
acto sino bajo la acción de otros factores que nos es preciso investigar.
El suicidio y los estados psicológicos normales. La raza y la herencia
Durkheim se pregunta primero si existe relación entre la raza y el suicidio.
Reflexiona en torno del concepto de raza; deja de lado el origen de las diversas razas
por ser motivo de debate y señala:
Vale más definirla por sus atributos inmediatos, tal como pueden ser percibidos
directamente por el observador, y aplazar todo problema de origen. Sólo quedan,
entonces, dos caracteres que la singularizan: en primer término, consiste en un grupo
de individuos que presentan semejanzas; pero otro tanto ocurre con los miembros de
una misma confesión o profesión. Lo que acaba de caracterizarla es que sus
semejanzas son hereditarias. Se trata de un tipo que, como quiera que se haya formado
en su origen, es actualmente transmisible por herencia.
Y remata refiriendo una definición más o menos operativo que permite el trabajo
del sociólogo:
Acordemos, no obstante, que existen en Europa algunos grandes tipos cuyos
caracteres más generales se perciben globalmente, y entre los cuales se reparten los
pueblos, y convengamos en darles el nombre de razas. Morsellí distingue cuatro: El tipo
germánico, que comprende como variedades él lama, el escandinavo, el anglosajón y el
flamenco; el tipo celticorromano, esto es belgas, franceses, italianos y españoles; el tipo
eslavo y el tipo uraloaltaico.
Características que se encuentran
En los pueblos de raza alemana el suicidio está más desarrollado que en la
mayor parte de las sociedades céltico romanas, eslavas y hasta anglosajonas y
escandinavas. Pero esta es la única conclusión que podemos sacar de las cifras
precedentes. En cualquier circunstancia, éste es el único caso en que, en verdad,
podría sospecharse de cierta influencia de los caracteres étnicos. Aún vamos a ver
cómo, en realidad, la raza no influye para nada en el suicidio.
Pero si fuera una cuestión racial la causa de los suicidios, los alemanes se
suicidarían más, estuvieran donde estuvieran, y eso no queda comprobado por los
datos que Durkheim aporta. La tendencia suicidógena de los alemanes no corre por sus
venas, sino que está en la civilización en cuyo seno son educados, según se desprende
del análisis de cifras que hace Durkheim de los alemanes y los franceses en los
cantones suizos. Lo mismo pasa cuando se estudian los suicidios entre los franceses;
no están determinados por factores de las dos razas que los integran (celtas y kimris).
Las causas sociales del suicidio están en otro lado.
Otro factor que Durkheim analiza junto con el de la raza, es el de la herencia
La teoría que ve en la raza un factor importante de la inclinación al suicidio
admite implícitamente que es hereditaria, porque sólo con esa condición puede
configurar un carácter étnico. Pero, ¿está demostrado el carácter hereditario del
suicidio?
Primero, recoge una serie de casos en los que los padres y los hijos de ciertas
familias han sido suicidas, pero advierte que no hay que sacar conclusiones prematuras
basadas en la experiencia de los fisiólogos. Una enfermedad puede atacar a padres e
hijos, sin que necesariamente sea hereditaria, porque no se transmite la afección, sino
solamente un terreno propicio a su desarrollo.
No basta que se repitan los casos de padres e hijos que se suicidan para decidir
que la herencia es un factor determinante; es necesario saber qué proporción de los
suicidas, dentro de un grupo observado, tiene padres o antecesores que también fueron
suicidas. Los datos que presenta Durkheim sobre el particular, aunque reducidos, no
aportan un número significativo de hijos suicidas con antecesores suicidas. Ahora bien,
señala que si ésta fuera la única causa que pudiera pensarse para explicar el
fenómeno, habría que darle un mayor peso a ese pequeño porcentaje. Pero en su
criterio hay otras dos posibles causas:
En primer lugar, casi todas estas observaciones fueron hechas por alienistas y,
por consiguiente, en alienados. Ahora bien, la alienación es, quizás, entre todas las
enfermedades, la que se transmite con mayor frecuencia. Cabe, pues, preguntarse si lo
que se hereda es realmente la inclinación al suicidio o si no será más bien la alienación,
de la que aquélla es un síntoma frecuente pero, no obstante, accidental. La duda es
tanto más fundada cuanto que, según confesión de todos los observadores, los casos
favorables a la hipótesis de la herencia se presentan por lo general, si no es que
exclusivamente, en los alienados suicidas. Es indudable que aun en esas condiciones
desempeña un papel importante. Pero ya no se trata de la herencia del suicidio; lo que
se transmite es la afección mental en sus lineamientos generales, la tara nerviosa de la
que el homicidio de sí mismo es una consecuencia contingente. En ese caso, la
herencia no actúa en la tendencia al suicidio más de lo que actúa en la hemoptisis en
los casos de tisis hereditaria.
Si el desdichado —en cuya familia se dan a un tiempo locos y suicidas—, se
mata, no es porque sus padres se hubieran eliminado sino porque estaban locos. Por la
misma razón, como los desórdenes mentales varían al transmitirse (así, por ejemplo, la
melancolía de los ascendientes se convierte en delirio crónico o demencia instintiva en
los descendientes) puede ocurrir que varios miembros de una misma familia se den
muerte, y que todos esos suicidios, por cuanto resultan de diferentes formas de locura,
pertenezcan a tipos diferentes.
Sin embargo, esta primera causa no es suficiente para explicar todos los hechos.
Efectivamente, por una parte, no se ha probado que el suicidio se repita únicamente en
las familias de alienados; por otra, llama la atención el hecho de que en algunas de
esas familias el suicidio parece hallarse en estado endémico, si bien la alienación no
implica necesaria-mente tal consecuencia. No todo demente se ve impedido a matarse.
¿De dónde, pues, proviene que haya familias de locos que parecen
predestinadas a destruirse? Esta concurrencia de casos parecidos supone
evidentemente la presencia de un factor distinto del precedente. Y, efectivamente,
puede explicarse sin necesidad de atribuirlo a la herencia. Basta para producirlos la
fuerza contagiosa del ejemplo.
Después, argumenta largamente sobre el elemento contagioso o la influencia del
ejemplo del antecesor, incluso en las formas de llevar a cabo el suicidio. A veces en la
familia suicida se usa una misma arma. Dice que si es difícil hipotetizar sobre la
herencia suicida, es mucho más difícil argumentar en el sentido específico de que la
herencia sea el suicidio de horca o el de pistola. Los recuerdos obsesivos del hijo sobre
lo ocurrido por el padre, pueden explicar mucho más que la herencia.
Otro argumento que le sirve para desechar la fuerza explicativa de la herencia
como causa del suicidio es la variable sexual. Si la herencia fuera un factor decisivo, los
suicidios tendrían lugar por parejo entre hombres y mujeres. Pero esto no es así: el
suicidio es más frecuente entre varones. Un último elemento para desechar a la
herencia como factor significativo en la explicación es la edad. Los niños usualmente no
se suicidan; son excepcionales los suicidios de infantes, en tanto que en la vejez del ser
humano llega a su apogeo. Después de los 16 años, mientras más avanzada es la
edad, más suicidios ocurren. La tasa más alta es la de mayores de BO años en Francia,
Prusia y Sajonia; en cambio en Italia y Dinamarca las tasas más altas se dan entre los
50 y 70 años. En Suecia es el único lugar en que el máximo tiene lugar entre los 40 y
los 50 años. Durkheim concluye:
Por consiguiente, ¿cómo atribuir al factor hereditario una tendencia que sólo
aparece en la edad adulta, y que, a partir de entonces adquíere cada vez más fuerza a
medida que el hombre avanza en la vida? ¿Cómo calificar de congénita a una afección,
que nula o muy débil en la infancia va desarrollándose paulatinamente hasta alcanzar
su máxima intensidad en los ancianos?
Según Durkheim, la influencia hereditaria se reduce, cuando mucho, a una
predisposición muy general e indeterminada:
Finalmente, la forma en que varía el suicidio según las edades prueba que, de
cualquier manera, un estado organicopsíquico no puede ser la causa determinante,
porque todo lo que depende del organismo, por estar sometido al ritmo de la vida,
atraviesa sucesivamente por una fase de crecimiento, otra de estacionamiento y otra,
por último, de regresión. No hay carácter biológico o psicológico que progrese
indefinidamente; antes bien, todos los caracteres, una vez llegados a un momento de
apogeo, entran en decadencia. El suicidio, por el contrario, alcanza su punto culminante
sólo en las postrimerías de la carrera humana. Hasta el retroceso que se comprueba
bastante a menudo alrededor de los 80 años, aparte de que no es significativo y
absolutamente general, es sólo relativo, puesto que los nonagenarios se matan tanto o
más todavía que los sexagenarios, y mucho más que los hombres en plena madurez.
¿No es esto una prueba de que la causa que hace fluctuar al suicidio no puede consistir
en un impulso congénito e inmutable, sino en la acción progresiva de la vida social? Así
como la tendencia suicida aparece antes o después, de acuerdo con la edad en que los
hombres inician su vida en sociedad, crece a medida que se ven comprometidos más
íntegramente a ella.
Llegamos así a la misma conclusión del capítulo anterior. Sin duda que el
suicidio sólo es posible cuando la constitución de los individuos no lo rechaza. Pero el
estado individual que le es más favorable no consiste en una tendencia definida y
automática (salvo en el caso de los alienados), sino más bien en la aptitud genera! y
vaga, susceptible de asumir diversas formas según las circunstancias, que hace posible
el suicidio, pero sin implicarlo necesariamente y que, por consiguiente, tampoco la
explica.
El suicidio y los factores cósmicos
En este capítulo, Durkheim se pregunta si el clima y la geografía intervienen de
alguna manera en la generación de suicidios. Los descarta a ambos como causas del
suicidio, pero reconoce que la influencia de la temperatura estacional, particularmente
la de la prima-vera —a diferencia de lo que pudiera pensarse por la inclemencia de
otras estaciones—, está mejor establecida. Dice al respecto:
Si, en efecto, se divide el año en dos semestres, uno que comprenda los seis
meses más cálidos (de marzo a agosto inclusive) y otro los seis meses más fríos, el
primero cuenta invariablemente con el mayor número de suicidios. No hay un solo país
que constituya la excepción de esta ley... Por cada 1 000 suicidios anuales, entre 590 y
600 se cometen en primavera y solamente 40 durante el resto del año.
Si en lugar de hacer la división en dos semestres, la hacemos en cuatro
trimestres (primavera, verano, otoño e invierno) en el segundo, que va de junio a
agosto, es donde cae el mayor número de suicidios.
Ante la constatación de los hechos anteriores, Ferry y Morsell llegaron a la
conclusión de que la temperatura tenía una influencia directa sobre la tendencia al
suicidio: debido a la acción mecánica que ejerce sobre las funciones cerebrales —
decían—, el calor arrastra al hombre a matarse. A Durkheim la teoría le parece simplista
y la conclusión ingenua. La rechaza, en primer lugar, porque implica una concepción
equivocada del suicidio, al suponer que éste tiene siempre como antecedente
psicológico un estado de sobreexcitación, que consiste en un acto violento y sólo
posible mediante gran despliegue de fuerza, que se logra en periodos de calor.
Durkheim sostiene que no sólo el calor, sino cualquier temperatura extrema,
puede favorecer el desarrollo del suicidio.
Para echar abajo la tesis de esos autores, Durkheim argumenta:
Si la temperatura fuera la causa fundamental de las oscilaciones que hemos
comprobado, el suicidio debería oscilar regularmente como ella. Pero este no es el
caso. La gente se suicida mucho más en primavera que en otoño, aunque por esta
época haga más frío. Por otro lado, en todas partes, la diferencia entre primavera y
verano es muy débil en lo que concierne a los suicidios.
Si se hace el seguimiento por mes, los suicidios no son mucho más altos cuando
llegan los meses de mayor calor (julio o agosto), ni descienden radicalmente en el mes
más frío (enero), sino en diciembre. No hay, pues, una oscilación constante y
correlativa. El remate durkheimiano de la argumentación --que es mucho más amplia de
lo que aquí reproducimos— es terminante:
Las variaciones termométricas y las del suicidio no guardan, pues, relación
alguna.
Un dato significativo que Durkheim aporta es el siguiente
En cualquier estación, la mayor parte de los suicidios tiene lugar durante el día.
Barriere de Boismont pudo revisar los expedientes de 4 595 suicidios cometidos en
París entre 1834 y 1843. De 3 518 casos en que se logró establecer el momento de
cometerse el hecho, 2 094 habían sido cometidos durante el día, 766 al atardecer y 658
por la noche. Los suicidios del día y del atardecer representan, pues, los cuatro quintos
de la suma total y los primeros, por sí solos, constituyen los tres quintos.
Otras estadísticas confirman las conclusiones de Boismont
Por consiguiente, si el día se muestra más fecundo en suicidios que la noche, es
natural que éstos proliferen a medida que el día se hace más largo (primavera y verano.
Pero los suicidios no suceden, como podrían juzgar los temperaturistas, en los
momentos de mayor calor (mediodía), sino los de menor (mañana o tarde). Durkheim
explica que los suicidios son mayores durante el día y, precisamente, "durante el
momento en el que los negocios son más activos, las relaciones se cruzan y
entrecruzan y la vida social es más intensa". Las causas sociales del suicidio empiezan
a emerger de la interpretación durkheimiana: si hay menos suicidios en invierno es
porque la vida social se detiene, o se reduce en intensidad, lo mismo que en el
anochecer. El capítulo termina con la síntesis de esta conclusión fundamental:
En resumen: hemos comenzado por establecer que la acción directa de los
factores cósmicos no podía dar cuenta de las variaciones mensuales o estaciónales del
suicidio. Sabemos ahora de qué naturaleza son las verdaderas causas y en qué
dirección deben buscarse; resultado tan positivo confirma las conclusiones de nuestro
examen crítico. Si las muertes voluntarias menudean entre enero y julio, no es porque
el calor ejerza una influencia perturbadora sobre los organismos, sino porque la vida
social es más intensa. Sí ésta adquiere tal intensidad es, sin duda, porque la posición
del sol en la elíptica, el estado de la atmósfera, etc., le permiten seguir su curso más
fácilmente que en invierno. Pero no es el medio físico lo que la estimula directamente;
al menos no es el factor que afecta al curso de los suicidios. Este depende de
condiciones sociales.
La imitación
Antes de entrar a estudiar las causas sociales del suicidio, nuestro autor revisa
en este capítulo el último factor psicológico al que se le ha atribuido extrema
importancia en la generación del suicidio y de otros fenómenos sociales: la imitación.
Señala que ésta se hace en función de capacidades individuales, luego, si ella es la
generadora de suicidios, resulta que ellos dependen de causas individuales.
Primero reflexiona sobre todas las situaciones que se involucran dentro de lo que
se denomina imitación:
El término se emplea comúnmente para designar a un mismo tiempo los tres
grupos de hechos que siguen:
•
Ocurre que en el seno de un mismo grupo social, cuyos elementos están
sometidos en su totalidad a la acción de una misma causa o de un haz de
causas semejantes, se produce una especie de nivelación entre las diferentes
conciencias, en virtud de la cual todo el mundo piensa o siente al unísono.
Pues bien, muy a menudo se ha dado el nombre de imitación al conjunto de
operaciones de las que resulta este acuerdo.
La palabra designa, entonces, la propiedad que tienen los estados de conciencia,
simultáneamente experimentados por cierto número de sujetos distintos, de influirse
mutuamente y de combinarse entre sí de manera de dar nacimiento a un estado nuevo.
Al emplear el término en este sentido queremos decir que dicha combinación se debe a
una imitación recíproca de cada uno por todos y de todos por cada uno. Se ha dicho
que "en las tumultuosas asambleas de nuestras ciudades, en las grandes escenas de
nuestras revoluciones" es donde la imitación así concebida manifiesta mejor su
naturaleza. En tales circunstancias se ve mejor cómo los hombres, al estar reunidos,
pueden transformarse mutuamente, en virtud de la acción que ejercen los unos sobre
los otros.
•
Se ha dado el mismo nombre a la necesidad que nos impulsa a ponernos a
tono con la sociedad de que formamos parte y, con este propósito, a adoptar
las maneras de pensar o de hacer que son comunes en nuestro alrededor. Así
es como seguimos las modas y los usos y, dado que las prácticas jurídicas no
son sino usos establecidos y particularmente inveterados, así es como
obramos de ordinario cuando actuamos en el plano moral.
En todas las ocasiones en que no alcanzamos haber las razones de la máxima
moral a que obedecemos, nos conformamos con ella única-mente porque tiene a su
favor la autoridad social.
En este sentido se ha distinguido la imitación de las modas de la imitación de las
costumbres según tomemos como modelos a nuestros antepasados o a nuestros
contemporáneos.
•
Finalmente, puede suceder que reproduzcamos un acto que haya tenido lugar
ante nosotros o con nuestro conocimiento, únicamente porque ha ocurrido ante
nosotros o porque hemos oído hablar de él. En sí mismo no posee un carácter
intrínseco que constituya una razón para reeditarlo. No lo copiamos porque lo
juzguemos útil, no para armonizar con nuestro modelo, sino sencillamente por
copiarlo.
La representación que nos hacemos de él determina automáticamente los
movimientos que lo realizan de nuevo. Así bostezamos, reímos o lloramos cuando
vemos que alguien bosteza, ríe o llora. Así, la idea homicida pasa de una conciencia a
otra. Es la imitación simiesca por sí misma.
Ahora bien, estas tres clases de hechos son muy diferentes entre sí.
Por lo pronto, la primera no puede ser confundida con las siguientes, puesto que
no comprende ningún hecho de reproducción propiamente dicha, sino síntesis sui
generis de estados diferentes o, cuando menos, de orígenes diferentes. La palabra
imitación no puede servir, por lo tanto, para designarla, a menos que pierda otras
acepciones distintas.
Aclara que actuar por respeto o por temor a la opinión no es obrar por imitación.
Distingue la imitación simiesca de la humana. Lo que quiere decir con las distinciones
anteriores lo expresa en el siguiente párrafo:
En resumen: si queremos entendernos, no podemos designar con un mismo
nombre el processus en virtud del cual, en el seno de una reunión de hombres, se
elabora un sentimiento colectivo, aquel de donde resulta nuestra adhesión a las reglas
comunes o tradicionales de la conducta y, por último, el que hace que los carneros de
Panurgo se arrojen al agua porque uno de ellos lo hizo primero.
Una cosa es sentir en común, otra cosa inclinarse ante la autoridad de la opinión,
otra, en fin, repetir automáticamente lo que otros han hecho. La reproducción está
ausente de la primera categoría de hechos; en la segunda es tan sólo la consecuencia
de operaciones lógicas, de juicios y de razonamientos, implícitos o formales, que
constituyen el elemento esencial del fenómeno. Allí no hay más que reproducción: el
nuevo acto no es otra cosa que el eco del acto inicial. No sólo lo reedita sino que esta
reedición sólo tiene razón de ser fuera de sí misma, y no tiene otra causa que el
conjunto de propiedades que nos convierte, en determinadas circunstancias, en seres
imitativos. Por tanto, si se quiere que el nombre de imitación posea una significación
definida, debe reservarse exclusivamente para señalar los hechos de esta categoría y,
en consecuencia, diremos:
Hay imitación cuando un acto tiene por antecedente inmediato la representación
de un acto semejante, previamente realizado por otros, sin que entre dicha
representación y la realización se intercale ninguna operación intelectual, explícita o
implícita, que se imprima sobre los caracteres intrínsecos del acto reproducido.
En relación con el suicidio, dice; debemos entender por imitar la definición
anterior
Lo que corrientemente se ha llamado imitación recíproca no es un fenómeno
psicológico, sino eminentemente social; es la elaboración en común de un sentimiento
común. De la misma manera, la reproducción de los usos y de las tradiciones es efecto
de causas sociales, puesto que obedece al carácter obligatorio, al prestigio especial del
que están investidas las creencias y las prácticas colectivas, por el solo hecho de ser
colectivas. Por consiguiente, en la medida en que puede admitirse que el suicidio se
expande por una u otra de estas vías, se verá que depende de causas sociales y no de
condiciones individuales. No puede dudarse que la idea del suicidio se comunica por
contagio (esto lo señaló antes en el capítulo II). Para estar seguros de que una idea o
una tendencia se expanden por imitación, es menester que se la vea salir de los medios
en que ha nacido para invadir otros que, por sí mismos no tienen capacidad para
producirla. Porque tal como lo hemos demostrado no hay propagación imitativa sino en
la medida en que el hecho imitado, y sólo él, sin el concurso de otros factores,
determina automáticamente los hechos que lo producen. Para establecer la parte que
corresponde a la imitación en el fenómeno que nos ocupa, hace falta, pues, un criterio
menos simple que aquel con que tan a menudo nos hemos contentado. Ante todo, no
podría haber imitación si no existiera modelo a imitar; no hay contagio sin foco de
donde emane; y donde tenga, en consecuencia, su máxima intensidad. De manera
análoga, no será fundado admitir que la inclinación al suicidio se comunica de un lado a
otro de la sociedad, sólo a condición de que la observación revele la existencia de
determinados centros de irradiación.
Se observa que en las grandes ciudades el fenómeno de contagio es más
marcado y se puede apreciar mejor. Aquí pues, Durkheim señala que el fenómeno de
los suicidios y su imitación debiera producirse en gran medida en París, Pero no sucede
exactamente así; en distritos centrales de París, la tasa de suicidios es menor que en
distritos más periféricos y aun alejados. En Italia no se localizan las zonas de mayor
tasa de suicidios cerca de las ciudades más grandes e importantes, Así, lo que nos
muestran todos los mapas es que el suicidio, lejos de disponerse más o menos
concéntricamente alrededor de ciertos focos, a partir de los cuales iría decreciendo
progresivamente, se presenta, por el contrario, en grandes masas aproximadamente
homogéneas (sólo aproximadamente) y desprovistas de cualquier núcleo central. Tal
configuración no tiene nada que delate la influencia de la imitación. Indica solamente
que el suicidio no obedece a circunstancias locales, variables de una ciudad a otra;
antes bien, las condiciones que lo determinan tienen siempre cierta generalidad.
No hay aquí ni imitadores ni imitados, sino identidad relativa en los efectos,
debida a identidad relativa en las causas. Y se explica fácilmente que así sea si, como
ya lo hace prever todo lo que se ha dicho anterior-mente, el suicidio depende
esencialmente de ciertos estados del medio social, porque este último presenta
generalmente la misma constitución en vastas extensiones de territorio. Luego, es
natural que, donde quiera que encontremos el mismo medio, se produzcan las mismas
consecuencias, sin que el contagio intervenga para nada.
Si el medio social cambia, la tasa de suicidios también cambia;
En resumen: si bien es cierto que el suicidio es contagioso de individuo en
individuo, jamás se ha visto que la imitación se propague en forma que afecte a la tasa
social de suicidios. Puede, sin duda, dar nacimiento a casos individuales más o menos
numerosos, pero no contribuye a determinar la desigual inclinación que arrastra a las
diferentes sociedades y, en el seno de cada sociedad, a los grupos sociales más
particulares, al homicidio de sí mismo. La irradiación que de ella resulta es siempre muy
limitada y, además, intermitente. Cuando alcanza cierto grado de intensidad, siempre es
muy poco tiempo.
El suicidio contagioso sólo se da en individuos fuertemente predispuestos:
Por lo tanto, puede decirse que, salvo en muy raras excepciones, la imitación no
es factor originario del suicidio, antes bien, sólo pone de manifiesto un estado que
constituye la causa generadora del acto y que, con toda verosimilitud, hubiera
encontrado siempre la manera de producir su efecto natural aun cuando aquélla no
hubiese intervenido; porque es preciso que la predisposición sea particularmente fuerte
para que tan poca cosa baste para hacerla activa. Luego no es de extrañar que los
hechos no lleven la marca de la imitación, dado que ésta no tiene acción propia e
incluso la que ejerce es muy limitada.
CAUSAS SOCIALES Y TIPOS SOCIALES
Método para determinarlos
En esta parte del trabajo Durkheim empieza por remarcar lo dicho en la anterior,
es decir, por descartar las implicaciones orgánicas o psíquicas en la explicación del
suicidio, para pasar al análisis de las causas sociales. Después plantea una hipótesis
alternativa.
Vale la pena conocer el planteamiento literalmente
Los resultados del libro precedente no son puramente negativos. Hemos
establecido en él que para cada grupo social existe una tendencia específica al suicidio
que no explican ni la constitución orgánico psíquica de los individuos ni la naturaleza del
medio físico. Por eliminación resulta que debe depender necesariamente de causas
sociales y constituir por sí misma un fenómeno colectivo.
Lo mejor será, al parecer, investigar en primer término si dicha tendencia es
simple e incapaz de descomponerse, o sí no consistirá más bien en una pluralidad de
tendencias diferentes que pueda aislar el análisis y que convendría estudiar por
separado. En ese caso, veamos cómo se debería proceder.
Puesto que, única o no, sólo es observable a través de los suicidios individuales
que la manifiestan, será preciso partir de estos últimos. Se observará, por tanto, el
mayor número posible dejando aparte, por supuesto, los que dependen de la
alienación, y se los describirá.
Si fuese el caso que todos ellos tuvieran los mismos caracteres esenciales, se
los incluiría en una sola y misma categoría; en la hipótesis contraria, que es con mucho
la más verosímil —porque son por demás diversos para no comprender algunas
variedades—, se constituiría cierto número de especies conforme a sus semejanzas y
diferencias. Por tantos tipos distintos como se reconociesen, se admitiría otras tantas
corrientes suicidó genas, cuyas causas e importancia respectiva se procuraría
determinar en seguida. Este es, aproximadamente, el método que hemos seguido en
nuestro examen sumario del suicidio vesánico.
En vista de que no cuenta con descripciones más o menos detalla-das, decide
intentar otro camino, ortodoxamente empírico y respetuoso de la teoría de la
causalidad, con los siguientes argumentos: sólo puede haber tipos diferentes de
suicidios en tanto sean diferentes las causas de que dependen. Para que cada uno de
ellos tenga naturaleza propia, es menester que también las condiciones de su
existencia le sea peculiares. Un mismo antecedente o un mismo grupo de antecedentes
no puede producir ya una consecuencia, ya otra, porque, en ese caso, la diferencia que
distingue a la segunda de la primera carecería ella misma de causa, lo que sería la
negación del principio de causalidad. Toda distinción específica comprobada entre las
causas implica, pues, una distinción semejante entre los efectos. Por lo tanto, podemos
constituir los tipos sociales del suicidio no clasificándolos directamente según sus
caracteres previamente descritos, sino clasificando las causas que los producen. Sin
preocuparnos por saber en qué se diferencian unos de otros, averiguaremos sin
demora cuáles son las condiciones sociales de que dependen; después agruparemos
estas condiciones según sus semejanzas y sus diferencias en cierto número de clases
separadas, y podremos estar seguros de que a cada una de esas clases corresponderá
un tipo determinado de suicidio.
Conocida la naturaleza de las causas, según la argumentación durkheimiana, se
pasa a analizar la de los efectos. Las pocas descripciones de los suicidios (morfología)
de que dispone Durkheim las utiliza sólo como complementarias una vez que las
clasificaciones han sido establecidas por la otra vía. Además de complementarias,
Durkheim acepta las descripciones con que cuenta como verificatorias.
Puntualiza lo que le interesa, la tasa social del suicidio y los tipos de suicidio que
contribuyen a formar y a hacer variar dicha tasa. No está interesado en las modalidades
individuales de la muerte voluntaria porque ellas no explican —ni se explican por— lo
social. En el párrafo siguiente destaca lo que, a su juicio, es materia sociológica:
No es, por tanto, una descripción de los casos particulares, por bien hecha que
esté, lo que podrá enseñarnos cuáles son los que tienen carácter sociológico. Si
queremos saber de qué confluencias diversas resulta el suicidio, considerado como
fenómeno colectivo, es en su forma colectiva, es decir, a través de los datos
estadísticos, como debemos examinarlo desde el primer momento. Hay que tomar
directamente la tasa social como objeto de análisis; hay que ir del todo a las partes.
Pero está claro que no puede ser analizado más que en relación con las diferentes
causas de que depende porque, en sí mismas, las unidades por cuya adición se ha
formado son homogéneas y no se distinguen cualitativamente.
Empieza por estudiar los llamados "motivos" que tuvieron los suicidios, según las
investigaciones judiciales, para descartarlos por considerar que en realidad son
"opiniones de esos motivos, que se formaron las gentes"; además, porque los móviles
aparentes no necesariamente revelan las verdaderas causas. Después, argumenta que
las causas sociales varían dependiendo del tipo de grupo a que sé pertenece:
No hay ocupaciones más diferentes entre sí que la agricultura y las profesiones
liberales. La vida de un artista, de un científico, de un abogado, de un oficial o de un
magistrado, no se parece en nada a la de un agricultor. Luego, debe tenerse por cierto
que las causas sociales del suicidio no son las mismas para unos y otros.
Ahora bien, no solamente se atribuye a las mismas razones los suicidios de
estas dos categorías de individuos, sino que, además, la importancia relativa de esas
diferentes razones sería casi rigurosamente igual en ambas. Veamos, en efecto, cuáles
han sido en Francia, durante los años 1874-78, las proporciones centesimales de los
principales móviles del suicidio en estas dos profesiones:
Agricultura
Profesiones
liberales
Pérdida de empleo, reveses de fortuna, miseria
8.15
8.87
Problemas de familia
14.45
13.14
Amor contrariado y celos
1.48
2.01
Embriaguez y alcoholismo
13.23
6.41
Suicidios de autores de crímenes o delitos
4.09
4.73
Sufrimientos físicos
15.91
19.89
Enfermedades mentales
35.80
34.04
Hastío de la vida, contrariedades diversas
2.93
4.94
Causas desconocidas
3.96
5.97
Total
10.000
100.00
Salvo las cifras de ebriedad y el alcoholismo, las demás, sobre todo las que
tienen mayor importancia numérica, difieren muy poco de una a otra columna. Así,
atendiéndose únicamente a la consideración de los móviles, podría decirse que las
causas suicidógenas son, no seguramente de la misma intensidad, pero sí de la misma
naturaleza en ambos casos. Y, no obstante, son en realidad fuerzas muy diferentes las
que impulsan al suicidio al labrador y al hombre refinado de las ciudades.
Sucede, por tanto, que las razones que se dan del suicidio o que el suicida se da
a sí mismo para explicar su acto, son, por lo general, tan sólo sus causas aparentes.
El suicidio egoísta (segunda parte)
En este capítulo nuestro sociólogo analiza la influencia de las confesiones
religiosas. Encuentra, primero, que en países católicos (España, Portugal e Italia), el
suicidio está poco desarrollado, mientras llega a su máxima expresión en los
protestantes (Prusia, Sajonia y Dinamarca). No queda conforme con ese hallazgo
inicial, ya que argumenta que las condiciones de la vida social en cada país son muy
variadas y que además de la religión hay otros factores que inciden en el fenómeno.
Se dispone, pues, a comparar ambas religiones en el seno de una misma
sociedad: Alemania. En ese país hay estados predominantemente católicos y otros
predominantemente protestantes. Además, observa las provincias dentro de los
estados y concluye:
Los suicidios están en ellas en razón directa del número de protestantes y en
razón inversa del número de católicos. En Suiza, los cantones católicos dan cuatro y
cinco veces menos suicidios que los cantones protestantes, sea cual fuere su
nacionalidad.
En su planteamiento acerca de los judíos encuentra, primero, que el suicidio es
menor entre ellos que entre los protestantes y que, por lo general, también es inferior
(aunque en menor proporción) al de los católicos. Sin embargo, detecta que esto es
válido hasta la primera mitad del siglo XIX; posteriormente los suicidios entre los judíos
aumentan, aunque sin sobrepasar la tasa de los católicos. Destaca el hecho de que los
judíos normalmente viven en ciudades, dedicados a profesiones intelectuales en
proporción mayor que los miembros de otras profesiones, lo que !os inclina más al
suicidio. Supone, así, que la religión judía frena la tendencia al suicidio, a pesar de que
otras condiciones sociales lo alimentan.
¿Cómo explica los hechos anteriores?
Primero, señala que las confesiones minoritarias se ven forzadas a observar una
moralidad más alta e inciden menos en el suicidio. Confirma lo anterior al analizar las
estadísticas y encuentra, entre otras cosas, que "cuando el protestantismo se torna
minoritario (Austria), su tendencia al suicidio disminuye".
Durkheim analiza la naturaleza de las confesiones católica y protestante. Puesto
que ambas prohíben el suicidio de modo terminante, luego no se encuentra en ellas la
causa de una práctica desigual del mismo.
El libre examen, propiciado por el protestantismo, hace a la religión más
inestable, "el protestante es más autor de su creencia" se llega así a una religión
individualizada, poco sujeta a jerarquías y a tradiciones. Eso, entre otras razones, los
ha llevado a constituir una enorme multiplicidad de sectas, que contrasta con la unidad
católica.
Durkheim coloca en primer plano el factor de integración y de socialización que
tienen católicos y judíos, lo que reduce su tendencia grupa! a caer en el suicidio:
•
Si el protestantismo tiene más en cuenta el pensamiento individual que el
catolicismo, es porque contiene menos creencias y prácticas comunes. Ahora
bien, una sociedad religiosa no existe sin un credo colectivo y es tanto más una
y tanto más fuerte, cuanto más extendido está ese credo. Efectivamente, ella
no une a los hombres por el intercambio y la reciprocidad de los servicios, lazo
temporal que comporta y supone incluso diferencias, pero que es incapaz de
anudar. No los socializa sino adhiriéndolos a todos a un mismo cuerpo de
doctrinas, y los socializa tanto mejor cuanto más basto y más sólidamente
constituido está éste.
Cuantas más maneras hay de obrar y de pensar, marcadas por un carácter
religioso y sustraídas, por consecuencia, al libre examen, más presente está también la
idea de Dios en todos los detalles de la existencia y hace converger hacia un solo y
mismo fin las voluntades individuales. A la inversa, cuanto más se abandona un grupo
confesional al juicio de los particulares, más ausente se halla de sus vidas, y menos
cohesión y vitalidad tiene. Llegamos, pues, a la conclusión de que la superioridad del
protestantismo, desde el punto de vista del número de suicidios, proviene de que se
trata de una iglesia integrada con menos fuerza que la iglesia católica.
Al mismo tiempo queda explicada la situación del judaísmo. En efecto, la
reprobación con que el cristianismo los persiguió durante largo tiempo creó entre los
judíos sentimientos de solidaridad de particular energía. La necesidad de luchar contra
una animosidad general y la misma imposibilidad de comunicarse libremente con el
resto de la población, los obligó a permanecer estrechamente unidos entre sí. Por
consecuencia, cada comunidad se convirtió en una pequeña sociedad, compacta y
coherente, poseedora de un sentimiento muy vivo de sí misma y de su unidad. Todos
en ella pensaban y vivían en igual forma; las divergencias individuales se volvían poco
más o menos que imposibles a causa de la vida en común y de la estrecha e incesante
vigilancia ejercida por todos sobre cada uno. La iglesia judía resultó así más
fuertemente concentrada que ninguna otra, rechazada como lo fue por sí misma por la
intolerancia de que era objeto. Por consiguiente y por analogía con lo que acabamos de
observar a propósito del protestantismo, debemos atribuir a esta misma causa la
escasa inclinación de los judíos al suicidio, a pesar de las circunstancias de toda clase
que deberían, por el contrario, predisponerlos a él. En cierto sentido, seguramente
deben tal privilegio a la hostilidad que los rodea. Pero si tiene tal influencia no es porque
les imponga una moralidad más alta, sino porque les obliga a vivir estrechamente
unidos. Es porque la sociedad religiosa a que pertenecen está sólidamente cimentada
por lo que se encuentran hasta tal punto preservados.
Por otra parte, el ostracismo que cae sobre ellos es tan sólo una entre las causas
que producen ese resultado; la naturaleza misma de las creencias judías debe de
contribuir en buena parte a ello. El judaísmo, en efecto, como todas las religiones
inferiores, consiste esencialmente en un cuerpo de prácticas que reglamentan
minuciosamente todos los detalles de la existencia, dejando poco espacio al juicio
individual.
Al analizar el campo protestante, escribe que en Inglaterra se producen mucho
menos suicidios que en Alemania. Explica que la religión anglicana es mucho más
integrada y jerarquizada que otras confesiones protestantes. El anglicanismo, en última
instancia, es más parecido al catolicismo que a otras confesiones protestantes.
Otra reflexión de nuestro autor en relación con el libre examen, es que éste es
alimentado o propiciado por el cultivo de la ciencia y de la educación. En países
protestantes, los niños en edad escolar asisten a la escuela en un 31% más que en
países católicos; por otra parte, menciona un indicador más en el hecho de que hay
más analfabetos católicos que protestantes.
Después, estudia a cada confesión religiosa en su interior. Toma el caso de
Italia, país completamente católico. Allí "la instrucción popular y el suicidio se
distribuyen exactamente de la misma manera", lo que equivale a decir: a mayor
educación, mayor suicidio. Lo mismo encuentra en Francia. Luego, continúa con países
protestantes y encuentra el mismo paralelismo. Al contemplar la estratificación social,
Durkheim advierte claramente que las capas altas tienden más a cultivar la ciencia y a
cometer suicidios; aquellos que ocupan profesiones liberales son los más proclives a la
autodestrucción.
Después, analiza el asunto por sexos; las mujeres, señala, tienden a suicidarse
menos que los hombres, entre otras cosas por ser menos instruidas y más
tradicionalistas.
En relación con el suicidio egoísta, todo parece confirmar la explicación
durkheímiana de que a mayor integración social, menor tendencia social al suicidio. En
torno a los judíos especifica algo interesante. Efectivamente, entre los miembros de
esta confesión religiosa se cultiva notablemente la ciencia y la cultura en general y, al
mismo tiempo, es en la que se dan menos suicidios. Nuestro autor da una explicación
que permite mantener en pie su tesis:
Mas si el judío encuentra el medio de ser a la vez muy instruido y muy
débilmente inclinado al suicidio, es porque la curiosidad de que da pruebas tiene origen
muy especial.
Es ley general que las minorías religiosas, para poder mantenerse con mayor
seguridad frente al odio de que son objeto o simplemente, por una especie de
emulación, se esfuerzan por ser superiores en saber a las poblaciones que las rodean.
Es así como los mismos protestantes muestran tanto más gusto por la ciencia cuanto
que constituyen un sector minoritario de la población general...
El judío busca, pues, instruirse, no para reemplazar por nociones reflexivas sus
prejuicios colectivos, sino, sencillamente, por estar mejor armado en la lucha. Encuentra
en ello un medio de compensar la situación desventajosa en que lo coloca la opinión y,
algunas veces, la ley. Y como, por sí misma, fa ciencia nada puede contra la tradición
que ha conservado todo su vigor, superpone esta vida intelectual a su actividad habitual
sin que la primera cercene a la segunda. De ahí viene la complejidad de su fisonomía.
Primitivo en ciertos aspectos, es en otros cerebral y refinado. Une así las ventajas de la
fuerte disciplina que caracteriza a los pequeños agrupamientos de antaño, a los
beneficios de la cultura intensa de cuyo privilegio gozan nuestras grandes sociedades
actuales. Posee toda la inteligencia de los modernos, pero sin compartir su
desesperanza.
Después, concluye que el asunto no está en el cultivo de la ciencia sino en el
grado de integración de una sociedad, como lo prueba precisamente el caso judío:
En primer lugar, vemos en él por qué, en general, el suicidio progresa con la
ciencia. No es ella la que determina ese progreso. Ella es inocente y nada hay más
injusto que acusarla; el ejemplo del judío es, a este respecto, demostrativo. Pero ambos
hechos son productos simultáneos de un mismo estado general que traducen en forma
diferente.
El hombre procura instruirse, y se mata porque la sociedad religiosa de la que
forma parte ha perdido su cohesión; mas no se mata porque se instruye. Ni siquiera es
la instrucción adquirida lo que desorganiza la religión; antes bien, es porque la religión
se desorganiza por lo que la necesidad de instruirse se despierta. No se la busca como
medio para destruir las opiniones recibidas, sino porque su destrucción ha comenzado.
Sin duda, una vez que la ciencia existe puede combatir en su nombre y por su cuenta y
erigirse en protagonista de los sentimientos tradicionales. Mas sus ataques quedarían
sin efecto si tales sentimientos estuviesen aún vivos o, más bien, no podrían siquiera
producirse.
La fe no se desarraiga con demostraciones dialécticas; es preciso que ya esté
profundamente quebrantada por otras causas para que no pueda resistir el choque de
los argumentos.
Finalmente, explícita la acción de la religión sobre la tendencia social al suicidio
egoísta:
•
En segundo lugar vemos por qué, y de modo general cómo, la religión ejerce
sobre el suicidio una acción profiláctica. No es, como se ha dicho a veces,
porque lo condene con menos vacilación que la moral laica, ni porque la idea
de Dios comunique a sus preceptos una autoridad excepcional que hace que
se plieguen a ellos las voluntades, ni tampoco porque la perspectiva de una
vida futura y de las penas terribles que en ella esperan a los culpables den a
sus prohibiciones una sanción más eficaz que aquellas de que disponen las
legislaciones humanas.
•
El protestante no cree menos en Dios y en la inmortalidad del alma que el
católico. Más aún, la religión que muestra menos inclinación hacia el suicidio, o
sea, el judaísmo, es precisamente la única que no proscribe formalmente y es
también aquella en que la idea de inmortalidad desempeña el papel menos
importante. La Biblia, en efecto, no contiene ninguna disposición que prohíba al
hombre matarse y, por otro lado, las creencias relativas a otra vida son en ella
muy vacilantes. Seguramente, acerca de uno y otro punto la enseñanza
rabínica ha ido llenando poco a poco las lagunas del libro sagrado, pero no
tiene autoridad.
•
La influencia bienhechora de la religión no se debe, pues, a la naturaleza
especial de las concepciones religiosas. Si protege al hombre contra el deseo
de destruirse no es porque le predique, con argumentos sui géneris, el respeto
de su persona, sino porque es una sociedad. Lo que constituye esta sociedad
es la existencia de cierto número de creencias y de prácticas, comunes a todos
los fieles, tradicionales y, en consecuencia, obligatorias. Cuanto más
numerosos y fuertes son esos estados colectivos, más fuerte-mente integrada
está la comunidad religiosa; también posee más capacidad preservadora.
El detalle de los dogmas y de los ritos es secundario. Lo esencial es que sean
capaces de alimentar una vida colectiva suficientemente intensa. Porque la iglesia
protestante no tiene el mismo grado de consistencia que las otras, es por lo que no
ejerce sobre el suicidio la misma acción moderadora.
El suicidio egoísta (tercera parte)
Después de analizar el aspecto religioso y los efectos preservadores del suicidio,
Durkheim examina en esta misma línea la significación de la familia y de la sociedad
política.
Aparentemente, los casados se suicidan más que los solteros. (Se explica que
los primeros están más sujetos a presiones que los segundos.) Durkheim prueba que la
afirmación es falsa; al introducir el factor edad en el análisis, argumenta que un número
alto de solteros tiene menos de 16 años y que entre los jóvenes en general, se registran
menos tendencias al suicidio. Esa atenuación se debe a la edad y no a la soltería o
celibato.
Después de varios análisis, determina que el estado matrimonial disminuye
aproximadamente en la mitad el peligro del suicidio.
Los datos de que dispone le permiten encontrar resultados semejantes en
Francia, Italia y Prusia. Estudia después qué pasa con los viudos y encuentra que
tienen una mayor inclinación al suicidio que los casados de la misma edad. Entonces
establece un coeficiente de preservación, que le permite ver en qué condiciones el
estado civil tiene influencia sobre el suicidio y de qué tipo. Sistematiza los datos por
edades, diversos estados civiles (solteros, casados, viudos) y saca coeficientes de
preservación de los casados (en relación con solteros y con viudos) y de los viudos (en
relación con los solteros).
Después, destaca las conclusiones:
•
Los matrimonios demasiado precoces ejercen una influencia agravan-te sobre
el suicidio, sobre todo en lo que concierne a los hombres.
•
A partir de los veinte años, los casados de ambos sexos se benefician
con un coeficiente de preservación en relación con los solteros.
•
El coeficiente de preservación de los casados en relación con los solteros varía
con los sexos;... el sexo más favorecido en el estado matrimonial varía según
la sociedad, y... la amplitud de la diferencia entre las tasas de ambos sexos
varía asimismo conforme a la naturaleza del sexo más favorecido.
•
La viudez disminuye el coeficiente de los casados de ambos sexos, pero, de
ordinario, no lo suprime completamente. Los viudos se matan más que los
casados, pero menos que los solteros. Tal como sucede con los casados, el
coeficiente de preservación de los viudos en relación con los solteros varía
según los sexos.
He aquí cómo explica lo anterior
La inmunidad de que gozan los casados sólo puede atribuirse a una de las dos
causas siguientes:
O se debe a la influencia del medio doméstico y, en tal caso, sería la familia la
que, por su acción, neutralizaría la inclinación al suicidio o le impediría manifestarse; o
se debe a lo que puede llamarse la selección matrimonial.
El matrimonio, en efecto, opera mecánicamente, en el conjunto de la población,
una especie de selección. No se casa el que quiere hay pocas probabilidades de
conseguir fundar una familia cuando no se reúnen ciertas condiciones de salud, de
fortuna y de moralidad. Los que no las satisfacen, a menos de un concurso excepcional
de circunstancias favorables, resultan, de buen o mal grado, devueltos a la categoría de
los solteros, que comprenden, de este modo, todo el desecho humano del país. En ella
se encuentran los disminuidos, los incurables, la gente demasiado pobre o
notoriamente tarada. Por consiguiente, si esta parte de la población es a tal punto
inferior a la otra, es natural que atestigüe su inferioridad por una mortalidad más
elevada, por una criminalidad más considerable, en fin, por una mayor aptitud para el
suicidio, el crimen o la enfermedad. El privilegio de los casados provendría
sencillamente de que sólo son admitidos a la vida de familia aquellos que ofrecen seria
garantía de salud física y moral.
Los argumentos anteriores no son aceptados por Durkheim
Sin duda, es bastante verosímil que los casados tengan, en general, una
constitución física y moral mejor que los solteros. Muy lejos se está, sin embargo, de
que la selección matrimonial sólo deje llegar al matrimonio a la élite de la población.
Sobre todo, es dudoso que las gentes sin fortuna y sin posición se casen sensiblemente
menos que las demás. Tal como se lo ha hecho notar, tienen generalmente más hijos
que las clases acomodadas. Si, en consecuencia, el espíritu de previsión no es
obstáculo para que aumenten sus familias más allá de toda prudencia ¿por qué habría
de impedirle fundar una? Por otra parte, repetidos hechos probarán más adelante que
la miseria no es uno de los factores de que depende la tasa social de suicidios.
Si fuera efecto de la selección matrimonial, debería acusarse desde que la
selección comienza a obrar, es decir, a partir de la edad en que los jóvenes empiezan a
casarse. En ese momento debería comprobarse una primera diferencia, que luego iría
creciendo poco a poco a medida que se efectúa la selección, es decir, a medida que las
gentes casables se casan y de que de este modo cesan de ser confundidas con una
turba predestinada por su naturaleza a formar la clase de los solteros irreductibles.
Finalmente, el máximo debería alcanzarse a la edad en que el buen grano se ha
separado completamente de la cizaña, en que toda la población admisible al matrimonio
ha sido realmente admitida, en que ya no quedan entre los solteros sino los que están
irremediablemente consagrados a esta condición por su inferioridad física o moral. Este
momento debe situarse entre los 30 y los 40 años; más allá de esta edad apenas se
realizan matrimonios.
Ahora bien, de hecho, el coeficiente de preservación evoluciona según una ley
muy distinta
En su punto de partida es reemplazado con mucha frecuencia por un coeficiente
de agravación. Los casados muy jóvenes se hallan más inclinados al suicidio que los
solteros; esto no ocurriría si llevasen en sí mismos y desde el nacimiento su inmunidad.
En segundo lugar, el máximo sobreviene casi sin esfuerzo. Desde la primera edad en
que la condición privilegiada de los casados comienza a afirmarse (entre los 20 y los 25
años) el coeficiente alcanza una cifra que apenas supera en adelante. Empero en este
periodo hay tan sólo 148 000 casados contra 1 430 000 solteros, y 626 000 casados
contra 1 049 000 solteras (números redondos). Así pues, los solteros de ambos sexos
comprenden la mayor parte de esa élite de la que se dice que, por sus cualidades
congénitas está llamada a formar más tarde la aristocracia de los casados; la diferencia
entre las dos clases desde el punto de vista del suicidio debería ser por consecuencia
escasa, en tanto que es ya considerable. Igualmente en la edad siguiente (entre los 25
y los 30 años), del total de dos millones de casados que deben aparecer entre los 30 y
los 40 años, existe más de un millón que no se ha casado todavía y, a pesar de ello,
lejos de beneficiarse con su presencia entre sus filas, es entonces cuando el celibato
hace el peor papel. En ningún momento, por lo que se refiere al suicidio, estas dos
partes de la población se encuentran tan distantes entre sí. En cambio, de los 30 a los
40 años, cuando se ha efectuado la separación y la clase de los casados tiene sus
cuadros casi completos, el coeficiente de preservación, en lugar de alcanzar su apogeo
y de expresar así que la selección conyugal ha llegado a su término, sufre un descenso
brusco e importante. Pasa en los hombres de 3.20 a 2,77; en las mujeres, la regresión
es aún más acentuada: 1.53 en vez de 2.22 o sea una disminución del 32%.
Después de analizar la situación, por sexos, de los casados, concluye que si bien
el matrimonio es (en general) un elemento que contribuye a la preservación del suicidio,
participa (en Francia) menos en las mujeres que en los hombres, en virtud de que en
ese país los casados están más protegidos que las casadas. Eso no pasa en todos los
países; en Oldemburgo las mujeres resultan más favorecidas. Tal contraste lo llevó a
pensar que el elemento fundamental que debe ser sometido a estudio, es "la
constitución del grupo familiar".
La familia se compone de dos asociaciones distintas, señala Durkheim, la de los
padres entre sí (grupo conyugal) en la de éstos con los hijos (grupo familiar
propiamente dicho). Esto nos conduce a otro planteamiento aún más específico: el
grado de preservación que puede producir el matrimonio, respecto del suicidio, es
menor cuando el matrimonio cuenta sólo con el primer tipo de asociación, es decir,
cuando no tiene hijos. Incluso prueba que los viudos con hijos están en mejor situación
que los casados sin hijos.
Lo anterior permite advertir la influencia limitada del matrimonio como
preservador del suicidio:
.la inmunidad que presentan los casados, en general, se debe... a la acción no
de la sociedad conyugal, sino de la sociedad familiar.
Después estudia la relación entre los suicidios y la densidad familiar es decir, el
número de miembros que compone la familia y su manera de relacionarse. Señala, con
base en el análisis estadístico, que a medida que los suicidios disminuyen, la densidad
familiar crece regularmente y remarca una reflexión interesante:
Así, los hechos están lejos de confirmar la concepción corriente, según la cual el
suicidio se debería principalmente a las cargas de la vida, puesto que disminuye por el
contrario, a medida que dichas cargas aumentan.
El siguiente párrafo remata el punto con la siguiente conclusión
Pero decir que un grupo tiene menos vida común que otro, es decir también que
está menos fuertemente integrado, pues el estado de integración de un agregado social
no hace más que reflejar la intensidad de la vida colectiva que circula por él. Es tanto
más uno y tanto más resistente, cuanto más activo y continuo es el comercio entre sus
miembros.
Así pues, la conclusión a que habíamos llegado puede completarse así: por lo
mismo que la familia es un preservativo poderoso del suicidio, preserva tanto mejor
cuanto más fuerte constituida se halle.
Si las estadísticas no fueran tan recientes, sería fácil demostrar, con auxilio del
mismo método, que esta ley se aplica a las sociedades políticas. La historia nos
enseña, efectivamente, que el suicidio, que por lo regular es raro en las sociedades
jóvenes en vías de evolución y de concentración, se multiplica, en cambio, a medida
que se desintegran.
En Grecia y en Roma aparece desde que la vieja organización de la ciudad
vacila y los progresos realizados marcan las etapas sucesivas de la decadencia. El
mismo hecho puede señalarse en el Imperio Otomano. En Francia, en vísperas de la
Revolución, la perturbación que inquieta a la sociedad a consecuencia de la
descomposición del antiguo sistema social, se tradujo en un brusco aumento de
suicidios del que nos hablan los autores de la época.
En cambio, ante las crisis sociales que preparan una revolución o escenifican
sus momentos más intensos, los suicidios tienden a disminuir. Incluso durante periodos
de agitación colectiva como son los de elecciones, los suicidios disminuyen. Lo mismo
ocurre en tiempos de guerra. En los párrafos siguientes Durkheim despeja una duda y
especifica la influencia de las crisis en la disminución del suicidio:
Algunos se han preguntado también si este retroceso momentáneo que se
observa en tiempos de crisis no provendría de que, por estar entonces paralizada la
acción de la autoridad administrativa, la comprobación de los suicidios se hace con
menos exactitud. Empero, numerosos hechos demuestran que esta causa accidental no
es suficiente para explicar el fenómeno.
En primer lugar está su gran generalidad. Se produce tanto en los vencedores
como en los vencidos, en los invasores como en los invadidos. Además, cuando la
conmoción ha sido muy fuerte, los efectos se hacen sentir incluso mucho después que
ha pasado. Los suicidios sólo se elevan lentamente; transcurren algunos años antes de
que vuelvan a su punto de partida; así ocurre hasta en los países donde, en tiempos
normales, aumentan regularmente todos los años.
Por otra parte, aunque sean posibles, y aun probables, omisiones parciales en
esos momentos -de perturbación, la disminución acusada por las estadísticas es
demasiado constante para que podamos atribuirla como su causa principal a una
distracción pasajera de la administración.
Pero la mejor prueba que tenemos delante, no de un error de contabilidad, sino
de un fenómeno de psicología social, es que no todas las crisis políticas o nacionales
tienen esa influencia. Únicamente influyen las que excitan las pasiones. Ya hemos
observado que nuestras revoluciones siempre afectaron más a los suicidios de París
que a los de los departamentos, y, sin embargo, la perturbación administrativa era la
misma en provincias y en la capital. Sólo que ese tipo de acontecimientos siempre
interesó mucho menos a los provincianos que a los parisienses, quienes eran sus
autores y asistían a ellos más de cerca.
A fin de que no se dude de lo que Durkheim quiere establecer, el párrafo
siguiente destaca:
Estos hechos tienen, pues, una sola explicación. Sucede que las grandes
conmociones sociales, así como las grandes guerras populares, avivan los sentimientos
colectivos, estimulan tanto el espíritu de partido como el patriotismo, la fe política como
la fe nacional y, concentrando las actividades hacia un mismo fin, determinan, al menos
por un tiempo, una integración más fuerte de la sociedad. La saludable influencia cuya
existencia acabamos de establecer, no se debe a la crisis sino a las luchas desatadas
por dicha crisis. Como ellas obligan a los hombres a acercarse para hacer frente al
peligro común, el individuo piensa menos en sí mismo y más en la cosa común. Por
otra parte, se comprende que esta integración pueda no ser puramente momentánea y
que en ocasiones sobreviva de sus causas inmediatas, sobre todo cuando es intensa.
Para finalizar esta unidad, Durkheim recuerda sus proposiciones sintéticamente:
El suicidio varía en razón inversa del grado de integración de la sociedad
religiosa, doméstica o política; o dicho de otra manera, a mayor integración de la
sociedad —religiosa, doméstica o política— menor inclinación al suicidio.
El siguiente párrafo aclara esta conclusión
Esta comparación demuestra que si esas diferentes sociedades ejercen
influencia moderadora sobre el suicidio, no es como consecuencia de caracteres
particulares de cada una, sino en virtud de una causa común. La religión no debe su
eficacia a la naturaleza especial de los sentimientos religiosos puesto que las
sociedades domésticas y las sociedades políticas, cuando están fuertemente
integradas, producen los mismos efectos; esto es por otra parte, lo que ya hemos
probado al estudiar directamente la manera en que las diferentes religiones actúan
sobre el suicidio. Inversa-mente, la inmunidad que confieren el vínculo doméstico o el
vínculo político no puede ser explicada por lo que uno y otro tienen de específico, pues
la sociedad religiosa tiene el mismo privilegio.
La causa no puede encontrarse más que en una propiedad que todos estos
grupos sociales posean en común, aunque, tal vez, en diferentes grados. Ahora bien, la
única que satisface esta condición es la de que todos ellos son grupos sociales,
fuertemente integrados.
En los párrafos siguientes justifica el nombre de este tipo de suicidios a que se
ha venido refiriendo en los dos últimos capítulos: el suicidio egoísta. Veamos:
Pero la sociedad no puede desintegrarse sin que, en igual medida, el individuo
se desprenda de la vida social, sin que sus propios fines devengan preponderantes
sobre los fines comunes, sin que su personalidad, en una palabra, tienda a ponerse por
encima de la personalidad colectiva.
Cuanto más debilitados están los grupos a que pertenece, menos dependerá de
ellos y, por consecuencia, más exclusivamente se remitirá a sí mismo para no
reconocer otras reglas de conducta que las fundadas en sus intereses privados. Luego,
si convenimos en llamar egoísmo a ese estado en que él yo individual se afirma con
exceso frente al yo social y a expensas de este último, podremos dar el nombre de
egoísta al tipo particular de suicidio que resulta de una individualización desmesurada.
En este capítulo Durkheim escribió párrafos muy importantes en los que destaca
la influencia de la sociedad sobre nuestras acciones individuales:
Es la acción de la sociedad la que ha suscitado en nosotros esos sentimientos
de simpatía y solidaridad que nos inclinan hacia el prójimo; ella es quien, haciéndonos a
su imagen, nos ha imbuido de esas creencias religiosas, políticas, morales, que
gobiernan nuestra conducta; para poder desempeñar nuestro papel social hemos
trabajado en ensanchar nuestra inteligencia, y la sociedad, al transmitirnos la ciencia
cuyo depósito tiene, nos ha provisto de los instrumentos de ese desarrollo.
Por lo mismo que esas formas superiores de la actividad humana derivan de un
origen colectivo, tienen una finalidad de la misma naturaleza. Como derivan de la
sociedad, a ella también se remiten o, más bien, son la sociedad misma encarnada e
individualizada en cada uno de nosotros. Pero, en ese caso, para que tengan una razón
de ser a nuestros ojos, es preciso que el objeto a que tienden no nos sea indiferente.
No podemos, pues, sentirnos ligados a unas sino en la medida en que nos
sentimos ligados a la otra, es decir, a la sociedad. Por el contrario, cuanto más
desligados nos sentimos de esta última, más también nos desligamos de esta vida de la
que es, a la vez, el principio y el fin.
La tentación o inclinación al suicidio no existe
Para el creyente firmente apegado a su fe, para el hombre fuertemente aferrado
por los lazos de una sociedad familiar o política... Por sí mismos y sin reflexionar
refieren lo que son o lo que hacen, el uno a su iglesia o a su dios, símbolo viviente de
esa misma iglesia; el otro, a su patria o a su partido. En sus propios sufrimientos sólo
ven medios para servir a la glorificación del grupo al que pertenecen, y le hacen
homenaje de ellos. Así es como el cristiano llega a amar y a buscar el dolor, para
testimoniar mejor su desprecio de la carne y aproximarse más a su divino modelo. Pero
en la medida en que la creyente duda, es decir, se siente menos solidario de la
confesión religiosa de que forma parte y se emancipa de ella, en la medida en que
familia y ciudad se vuelven extrañas al individuo, éste se convierte en un misterio para
sí mismo y entonces no puede escapar a la pregunta irritante y angustiosa: ¿para qué?
En otros términos, si, como se ha dicho a menudo, el hombre es doble, es
porque el hombre físico se sobreañade al hombre social. Ahora bien, esto último
supone necesariamente una sociedad a la que pueda expresar y servir. Si ésta, en
cambio, llega a disgregarse, si ya no la sentimos viva y operante alrededor y por encima
de nosotros, lo que hay en nosotros de social se encontrará desprovisto de cualquier
fundamento objetivo. Ya no será más que una combinación artificial de imágenes
ilusorias, una fantasmagoría que un poco de reflexión bastará para desvanecer; nada,
por consiguiente, que pueda servir como finalidad de nuestros actos. Y, sin embargo,
ese hombre social es la totalidad del hombre civilizado; es el precio de la existencia. De
ello resulta que nos faltan las razones para vivir, pues la única vida a la que podíamos
tener apego ya no responde a nada en la realidad, y la única que todavía está fundada
en lo real no responde más a nuestras necesidades.
Por haber sido iniciados en una existencia más elevada, ya no puede
satisfacernos la que contenta al niño y al animal, y he así que la otra se nos escapa y
nos deja desamparados. Así, pues, ya no hay nada en que puedan empeñarse nuestros
esfuerzos, y tenemos la sensación de que se pierden en el vacío.
He ahí en qué sentido es verdad que nuestra actividad necesita un objeto que la
trascienda. No es porque nos haga falta para mantenernos en la ilusión de una
inmortalidad imposible, sino porque está implícito en nuestra constitución moral y no
puede eludirse, ni siquiera parcialmente, sin que en igual medida pierda su razón de
ser. No hay necesidad de mostrar que en tal estado de conmoción, las menores causas
de desaliento pueden fácilmente dar origen a resoluciones desesperadas. Si la vida no
vale la pena de ser vivida, todo se convierte en pretexto para desembarazarse de ella.
Una última reflexión sobre el suicidio egoísta y las distintas edades resulta muy
significativa para captar una idea durkheimiana central.
Sabemos que el suicidio es excepcional en el niño y que disminuye en el anciano
llegado a los postreros límites de la vida; sucede que, tanto en uno como en otro, el
hombre físico tiende a ser nuevamente todo el hombre. La sociedad está aún ausente
del primero, al que no ha tenido tiempo de formar a su imagen; comienza a retirarse del
segundo o, lo que viene a ser lo mismo, éste se retira de ella. Por consecuencia, se
bastan más por sí solos. Por tener menos necesidad de completarse por algo distinto
de ellos mismos, están menos expuestos a carecer de lo necesario para vivir.
El suicidio altruista
Si el suicidio egoísta se debe a una separación excesiva de la sociedad —
extremo individualista—, el altruista se debe precisamente a lo contrario: integración
demasiado fuerte a ella. En las sociedades llamadas por Durkheim "inferiores", no se
daba el suicidio egoísta, pero sí el altruista. Documenta muchos ejemplos del suicidio
entre pueblos antiguos. Un caso, es el de ciertos pueblos en donde las viudas estaban
obligadas a matarse al morir sus maridos; otro, es el de fieles servidores que no podían
sobrevivir a su líder. Durkheim establece tres categorías de estos suicidios:
•
Suicidios de hombres llegados al umbral de la vejez o atacados por
enfermedades.
•
Suicidios de mujeres a la muerte de sus esposos.
•
Suicidios de clientes o de servidores a la muerte de sus jefes.
Ahora bien, en todos los casos, si el hombre se mata no es porque se arrogue el
derecho de hacerlo, sino porque tiene él deber de hacerlo, lo que es muy distinto. Si
falta a esta obligación es penado con el deshonor y también, en los casos más
frecuentes, con castigos religiosos.
Sin duda, cuando se nos habla de ancianos que se dan muerte, en el primer
momento nos inclinamos a creer que la causa de ello es el cansancio, o los sufrimientos
corrientes a esa edad. Mas, si verdaderamente esos suicidios no tuvieran otro origen, si
el individuo se matara únicamente para desembarazarse de una vida insoportable, no
estaría obligado a hacerlo; nadie está obligado a gozar de un privilegio.
Ahora bien, hemos visto que, si persiste en vivir, pierde la estimulación pública:
en un sitio se le rehúsan los honores ordinarios de los funerales; en otro, se supone que
una vida espantosa le espera más allá de la tumba. Por tanto, la sociedad pesa sobre él
para que se destruya; sin duda interviene también en el suicidio egoísta, pero su
intervención no es la misma en ambos casos. En uno se conforma con usar con el
hombre un lenguaje que lo desligue de la existencia; en otro, le prescribe formalmente
abandonarla. Allí sugiere o, todo lo más, aconseja; aquí obliga y ella es la que
determina las condiciones y las circunstancias que hacen exigible esta obligación.
La explicación de esos suicidios la da en estas líneas
Para que la sociedad pueda constreñir así a algunos de sus miembros a
matarse, es menester que la personalidad individual cuente bien poco. Porque, desde
que empieza a constituirse, el primer derecho que se les reconoce es el de vivir al
menos no se suspende sino en circunstancias muy excepcionales, como la guerra. Pero
esta débil individuación no puede tener más que una sola causa. Para el individuo
ocupe tan poco lugar en la vida colectiva, es preciso que esté totalmente absorbido en
el grupo y, por consiguiente, que éste se halle muy fuertemente integrado. Como sólo
comprende reducido número de elementos, todo el mundo vive allí la misma vida; todo
es común a todos: ideas, sentimientos, ocupaciones.
Al mismo tiempo, por lo mismo que el grupo es pequeño, está cerca de cada uno
y así le es posible no perder a nadie de vista; resulta de ello que la vigilancia colectiva
es constante, se extiende a todo y previene más fácilmente las divergencias. Le faltan
al individuo, pues, los medios para crearse un medio especial, a cuyo abrigo pueda
desenvolver su naturaleza y hacerle una fisonomía propia. Indistinto de sus
compañeros, no es, por así decirlo, más que una parte alícuota del todo, sin valor por sí
mismo. Su persona tiene tan poco precio, que los atentados dirigidos contra ella por los
individuos particulares sólo son objeto de una represión relativa-mente indulgente. Es
por lo tanto natural que se encuentre aún menos protegido contra las exigencias
colectivas y que la sociedad, por el menor motivo, no vacile en exigirle que ponga fin a
una vida que ella estima en tan poco.
Estamos, pues, en presencia de un tipo de suicidio que se distingue del
precedente por caracteres netos. Mientras que éste se debe a un exceso de
individuación, aquél tiene por causa una individuación demasiado rudimentaria.
El uno se produce porque la sociedad, disgregada en ciertos puntos o aun en su
conjunto, deja al individuo escapársele el otro, porque lo tiene demasiado
estrechamente bajo su dependencia. Puesto que hemos llamado egoísmo al estado en
que se encuentra el yo cuando vive su vida personal y no obedece más que a sí mismo,
la palabra altruismo expresa bastante bien el estado opuesto, aquél en el que el yo no
se pertenece, en que se confunde con otra cosa que no es él, esto es, en uno de los
grupos de que forma parte.
Estos argumentos ya fueron expresados en su primera obra (La división del
trabajo social).
Después, establece que no todo suicidio altruista es necesariamente obligatorio.
Hay algunos dentro de este tipo que tienen carácter facultativo. Por supuesto, en este
último, el suicida que se priva de la vida sin estar totalmente obligado, es altamente
valorado en la sociedad. Establece una tercera forma que llama altruismo agudo y que
tiene rasgos de misticismo:
También ocurre que el individuo se sacrifica únicamente por el placer del
sacrificio, porque el renunciación, en sí y sin razón especial, se considera laudable.
En este último caso, el carácter altruista es muy marcado. En ellos, la sociedad,
ola creencia social, se antepone a cualquier sentimiento mínimo de individualidad. La
parte se considera tan integrada al todo que tiende a confundirse con él.
Tanto en el caso del suicidio egoísta como en el del altruista, los suicidas
aparecen como tristes o melancólicos. Pero no hay que atribuir a la tristeza la causa del
suicidio. Las causas son distintas —según nuestro autor— en uno y otro casos:
Mientras que el egoísta está triste porque no ve nada de real en el mundo más
que el individuo, la tristeza del altruista intemperante proviene, en cambio, de que el
individuo le parece destituido de toda realidad.
El uno está desligado de la vida porque, al no percibir ningún fin del cual poder
asirse, se siente inútil y sin razón de ser; el otro, porque tiene un fin situado fuera de
esta vida, la cual se le presenta, por lo tanto, como obstáculo.
La diferencia entre las causas también se reconoce en los efectos, y la
melancolía del uno es de naturaleza muy distinta de la del otro. La del primero está
hecha de un sentimiento de cansancio incurable y de sombrío abatimiento; expresa un
derrumbamiento completo de la actividad que al no poder emplearse provechosamente,
se desmorona sobre sí misma. La del segundo, al contrario, está hecha de esperanza
porque, justamente, obedece a que se entrevén más bellas perspectivas más allá de
esta vida. Implica incluso el entusiasmo y los impulsos de una fe impaciente por
satisfacerse, que se afirma mediante actos de gran energía.
Durkheim compara creencias cristianas con las de otras religiones, con las
cuales la vida es paso y la eternidad es destino, pero destaca que el cristianismo
introduce un individualismo moderado, al exigir el cumplimiento de ciertos deberes en
vida y establecer que las obras son las que dan derecho a la vida eterna. Tal
individualismo impide que se favorezca el suicidio.
Otro factor de la religión cristiana que bloquea el suicidio es la creencia en un
Dios personal. Las creencias panteístas favorecen el suicidio en la medida en que todo
se pierde en la idea de un dios impersonal que está confundido con todos los seres.
Ahora bien, las religiones no se dan por generación espontánea, ni son un conjunto de
ideas abstractas que preceden a la sociedad, sino que también son producto del medio
social. Este último' asunto lo estudió Durkheim profundamente en su última obra: Las
formas elementales de la vida religiosa.
El suicidio altruista —continúa Durkheim—, tiene su caldo de cultivo más propicio
en las sociedades antiguas con religión panteísta, pero no se da solamente en ellas, se
produce también en civilizaciones más recientes, Para Durkheim, los mártires cristianos,
en tanto que se hacen matar voluntariamente, caen dentro del tercer tipo de suicidio
altruista (agudo).
Suicidio altruista en el ejército
Dentro de estos últimos casos de suicidio altruista Durkheim señala a los
soldados que prefieren la muerte a la humillación de la derrota, o de quienes se matan
para evitar una vergüenza a su familia. El ejército es en nuestras sociedades
contemporáneas el medio por excelencia para propiciar suicidios altruistas. Nuestro
autor se interroga acerca de la razón para que esto ocurra, ya que en el ejército se
supone que se encuentran personas seleccionadas por su capacidad física, con espíritu
de cuerpo, con disciplina, todo lo cual debiera sostener la vida más que inducir a su
cancelación por propia voluntad. Así, analiza varias causas posibles (edad, celibato,
alcoholismo al interior del ejército, aversión por el servicio sobre todo en los soldados
rasos sujetos a mayores penurias, etc.), sin que ninguna de ellas explique la situación;
sin embargo, descubre que aquellos que tienen mayor vocación por la carrera militar
son los que cometen más suicidios:
La causa no es la antipatía por la profesión, sino el conjunto de estados, hábitos
adquiridos o predisposiciones naturales que constituyen el espíritu militar.
Y continúa su explicación, que coincide con el mismo sentido de sus argumentos
—mencionados antes— sobre el suicidio:
Ahora bien, la primera cualidad de soldado es una especie de impersonalidad
que en ninguna parte existe, en igual grado, en la vida civil. Es preciso que esté
ejercitado en hacer poco caso de su persona, puesto que debe hallarse dispuesto a
sacrificarla en cuanto se le ordene. Inclusive fuera de estas circunstancias
excepcionales, en tiempo de paz y en la práctica cotidiana del oficio, la disciplina exige
que obedezca sin discutir y aun, a veces, sin comprender. Mas para eso es necesario
una abnegación intelectual que apenas es compatible con el individualismo.
Hay que estar muy débilmente apegado a la individualidad para someterse tan
dócilmente a impulsos exteriores. En una palabra, el soldado tiene los principios de su
conducta fuera de sí mismo, que es lo que caracteriza el estado de altruismo.
El suicidio anémico
Durkheim empieza este capítulo con una afirmación muy propia de su sociología
y muy representativa de su concepción de la sociedad:
Pero la sociedad no es solamente un objeto que atrae hacia sí, con desigual
intensidad, los sentimientos y la actividad de los individuos. Es también un poder que
los regula: entre la manera de ejercer esta acción reguladora y la tasa social de
suicidios existe una relación.
Después, examina la influencia de las crisis económicas sobre el suicidio. Le
preocupa explicar por qué se produce esa influencia. De entrada, descarta la
explicación simplista, de sentido común, que dice que cuando la vida se hace más difícil
se prescinde de ella.
En análisis anteriores, dentro de esta misma obra, Durkheim ha descubierto que
las dificultades no son necesariamente causales del suicidio sino que, por el contrario,
pueden incluso preservar a los grupos sociales de la tendencia autodestructora. En esta
ocasión dice:
En efecto, si las muertes voluntarias aumentasen porque la vida se hace más
dura, deberían disminuir claramente cuando el bienestar aumenta.
Lo anterior no ocurre. Más aún, en muchas ocasiones, sucede lo contrario;
coinciden varias etapas en que los precios disminuyen o son bajos, o bien las de
aumentos de salarios, con un incremento de suicidios, por lo que no se advierte una
correlación entre ambos fenómenos. En general, Durkheim prueba que la prosperidad
no reduce los suicidios, por el contrario, coincide con su incremento.
Lo que constituye las causas de suicidio no son la pena colectiva, la pobreza, el
aumento de la miseria, etc, sino la crisis, la ruptura del equilibrio social. Si la integración
social es inferior o superior al equilibrio requerido para la vida humana, hay riesgo
mayor de suicidio.
La sociedad, para Durkheim, juega un papel regulador de las apetencias,
necesidades y esperanzas de los individuos quienes, sin este límite exterior, las
tendrían en forma desbordada y necesariamente insana. En efecto:
Únicamente la sociedad, ya directamente y en su totalidad, ya por mediación de
uno de sus órganos, está en condiciones de desempeñar ese papel moderador; porque
ella es el único poder moral superior al individuo y cuya superioridad es aceptada por
éste. Únicamente ella tiene la autoridad necesaria para declarar el derecho y señalar a
las pasiones el punto más allá del cual no deben ir. Únicamente ella, también, puede
estimar qué prima debe ofrecerse en perspectiva a cada orden de funcionarios, en
beneficio del interés común.
Continúa con su concepción de la sociedad y sus formas específicas de
operación:
Y, en efecto, en cada momento de la historia existe en la conciencia moral de las
sociedades un sentimiento oscuro de lo que valen respectivamente los diferentes
servicios sociales, de la remuneración relativa que se debe a cada uno de ellos y, por
consiguiente, del grado de bienestar que conviene al término medio de los trabajadores
de cada profesión. Las diferentes funciones están como jerarquizadas en la opinión, y
se atribuye a cada una cierto coeficiente de bienestar, según el lugar que ocupa en la
jerarquía. Según las ideas admitidas hay, por ejemplo, determinada manera de vivir que
se considera el límite superior que puede proponerse el obrero en los esfuerzos que
hace para mejorar su existencia y un límite inferior por debajo del cual difícilmente se
tolera que descienda, si no se ha desacreditado gravemente.
Uno y otro son diferentes para el obrero de la ciudad y para el del campo, para el
criado y para el jornalero, para el empleado de comercio y para el funcionario, etc. Del
mismo modo se vitupera al rico que vive como pobre, pero se le vitupera también si
persigue con exceso los refinamientos del lujo. En vano los economistas protestan;
siempre será un escándalo para el sentimiento público que un particular pueda emplear
en consumos absolutamente superfluos una cantidad demasiado grande de riquezas, y
hasta parece que esta intolerancia sólo se suaviza en épocas de perturbación moral.
Hay, pues, una verdadera reglamentación que, no por tener siempre forma jurídica, deja
de fijar con relativa precisión el máximo de bienestar que cada clase de la sociedad
puede procurar alcanzar legítimamente.
Por lo demás, la escala así establecida nada tiene de inmutable. Cambiará
según que la renta colectiva crezca o decrezca y según los cambios que se produzcan
en las ideas morales de la sociedad. Bajo esta presión, cada uno en su esfera se da
cuenta vagamente del punto extremo hasta donde pueden ir sus ambiciones y no aspira
a nada más allá. Si al menos es respetuoso de la regla y dócil ala autoridad colectiva,
es decir, si tiene sana construcción moral, siente que no está bien exigir más. Así se
señala a las pasiones un objetivo y un término. Sin duda esta determinación nada tiene
de rígido ni de absoluto.
El ideal económico asignado a cada categoría de ciudadanos está comprendido
entre ciertos límites, dentro de los cuales los deseos pueden moverse con libertad; pero
no es limitado. Esta limitación relativa y la moderación que resulta de ella hacen que los
hombres estén contentos con su suerte, al mismo tiempo que los estimula con mesura
a hacerla mejor; y es este contentamiento medio el que da nacimiento a ese
sentimiento de goce tranquilo y activo, a ese placer de ser y de vivir que, tanto para las
sociedades como para los individuos, es la característica de la salud. Cada uno, al
menos en general, está entonces en armonía con su condición y no desea más que lo
que puede legítimamente esperar como precio normal de su actividad.
Por otra parte, el hombre no está por ello condenado a una especie de
inmovilidad. Puede procurar embellecer su existencia, pero las tentativas que hace en
ese sentido pueden malograrse, sin dejarlo por ello desesperado. Porque, como ama lo
que posee y no pone toda su pasión en perseguir lo que no posee, las novedades a las
que aspira pueden sustraerse a sus deseos y a sus esperanzas, sin que le falte todo a
la vez. Le queda lo esencial. El equilibrio de su felicidad es estable porque es definido y
no bastan algunos disgustos para trastornarlo.
En otro párrafo afortunado, Durkheim habla de estados de paz y armonía que
guarda la sociedad durante un tiempo, hasta que sobre-viene una crisis, y destaca
elementos que no fueron suficientemente bien evaluados por los marxistas sino hasta el
tiempo de Gramsci y que ahora se empieza a tomar en serio por esa corriente.
El concepto de hegemonía de Gramsci tiene interesantes paralelos con la
concepción durkheimiana que a continuación reproduzco. No está por demás aclarar,
una vez más, que hay diferencias sustanciales entre ambas concepciones, ya que la
graciana es dialéctica y la de Durkheim, no. Veamos:
Sólo que esta disciplina, lo mismo que la precedente, no puede ser útil más que
si los pueblos sometidos a ella la consideran justa. Cuando solamente se mantiene por
el hábito y la fuerza, la paz y la armonía no subsisten sino en apariencia; el espíritu de
inquietud y el descontento están latentes; los apetitos, superficialmente contenidos, no
tardan en desencadenarse.
Fue lo que ocurrió en Roma y en Grecia cuando las creencias en que
descansaba la vieja organización del patriciado y de la plebe fueron quebrantadas; y en
nuestras sociedades modernas, cuando los prejuicios aristocráticos comenzaron a
perder su antigua ascendiente. Pero este estado de desquiciamiento es excepcional;
sólo sobreviene cuando la sociedad atraviesa por alguna crisis enfermiza.
Normalmente, la gran generalidad de los sujetos reconocen equitativo el orden
colectivo. Luego, cuando decimos que es necesaria una autoridad para imponerla a los
particulares, de ningún modo queremos decir que la violencia sea el solo medio de
establecerla. Puesto que tal reglamentación está destinada a contener las pasiones
individuales, es preciso que emane de un poder que domine a los individuos mas es
preciso igualmente que ese poder sea obedecido por respeto y no por temor.
De manera que no es cierto que la actividad humana pueda ser liberada de todo
freno. No hay nada en el mundo que pueda gozar de tal privilegio. Porque todo ser,
corno parte del universo, es relativo al resto del mismo; tanto su naturaleza como su
forma de manifestarla no dependen solamente de él sino de los demás seres que, por
consecuencia, lo contienen y lo regulan.
Desde este punto de vista, sólo existen diferencias de grado y de forma entre el
mineral y el sujeto pensante. Lo que el hombre tiene de característico es que el freno al
que está sometido no es físico, sino moral, es decir, social.
Solamente cuando la sociedad está perturbada, ya sea por una crisis dolorosa o
por felices aunque demasiado repentinas transformaciones, se muestra
provisionalmente incapaz de ejercer esta acción; y he ahí donde vienen esos bruscos
ascensos de la curva de suicidios cuya existencia hemos establecido más arriba.
En efecto, en los casos de desastres económicos se produce como un
desplazamiento que arroja bruscamente a ciertos individuos a una situación inferior a la
que ocupaban hasta entonces. Es menester, pues, que reduzcan sus exigencias, que
restrinjan sus necesidades, que aprendan a contenerse más. Todos los frutos de la
acción social se pierden en lo que les concierne; su educación moral debe rehacerse.
La crisis es llamada por Durkheim estado de irregularidad o de anomia. Aparece
así este concepto fundamental de la sociología durkheimiana. Al explicarlo habla de las
clases sociales, concepto que usa con poca precisión y que normalmente parece
identificar con estratos de la sociedad y no como grupos con alguna organicidad.
Dice en algún momento: Todas las clases están eh lucha porque ya no hay
clasificación establecida
La lucha de clases se debe, en la concepción de Durkheim, a que se ha roto el
equilibrio social. Explica que la pobreza es un freno para el suicidio, porque los pobres
tienen como referencia los pocos bienes que poseen y se ven menos inclinados a
extender sin límites la esfera de sus necesidades o aspiraciones.
La impotencia, al obligarnos a la moderación, nos habitúa a ella, aparte de que
allí donde la moralidad es general nada viene a excitar el deseo. La riqueza, por el
contrario, a causa de los poderes que confiere, nos da la ilusión de que nos elevamos
por nosotros mismos. Al disminuir la resistencia que nos oponen las cosas nos induce a
creer que pueden ser vencidas indefinidamente.
Empero, cuando menos limitado se siente uno, más insoportable parece
cualquier limitación. No sin razón, pues, tantas religiones han celebrado los beneficios y
el valor moral de la pobreza. Sucede que es, efectivamente, la mejor de las escuelas
morales para enseñar al hombre a contenerse. Al obligarnos a ejercer sobre nosotros
una disciplina constante, nos prepara para aceptar dócilmente la disciplina colectiva, en
tanto que la riqueza, al exaltar al individuo, siempre corre el riesgo de despertar ese
espíritu de rebelión que es la fuente misma de la inmoralidad.
La anomia se presenta en forma constante —a la que Durkheim llama
"crónica"— en el mundo del comercio y de la industria, o, más claramente, en el mundo
de los negocios. Con el proceso de secularización, la religión perdía fuerza y sus
normas eran olvidadas o rebajadas en gran proporción.
La libre competencia y libre concurrencia impedían el establecimiento de normas
precisas y se abría un gran margen de inseguridad. El Estado era débil, gendarme,
intermediario, con poca fuerza para imponer normas:
En este mundo anémico lo real parece sin valor en comparación con lo que
entrevén como posible las imaginaciones calenturientas; así, se lo aparta; mas para
apartarse enseguida de lo posible cuando, a su vez, se convierte en real. Se tiene sed
de cosas nuevas, de goces ignorados, de sensaciones innominadas, pero que pierden
todo su sabor apenas se conocen. Por eso, cuando sobreviene el primer revés, faltan
las fuerzas para soportarlo.
Durkheim pone de manifiesto que los industriales y comerciantes son
profesionales que aportan un volumen alto de suicidios. Compiten con los que poseen
profesiones liberales —que frecuentemente tienen el liderazgo en suicidios— e incluso,
llegan a ponerse por encima de ellos.
El contraste con quienes se dedican a la agricultura es muy fuerte. Cuando en la
industria se separan patrones y obreros, se encuentra que los primeros tienden mucho
más al suicidio que los segundos. Mientras más fortuna se tiene, más inclinación al
suicidio se descubre.
Durkheim compara el suicidio anómico con los otros dos: el egoísta y el altruista.
Y dice:
•
Difiere de ellos en que depende, no de la manera en que los individuos están
ligados a la sociedad, sino en la manera en que ella los reglamenta. El suicidio
egoísta proviene de que los hombres ya no vislumbran en la vida una razón de
ser; el suicidio altruista, de que dicha razón les parece hallarse fuera de la vida
misma; la tercera clase de suicidio (el anómico), cuya existencia acabamos de
comprobar, proviene de que su actividad está desorganizada y de que sufren
por ello...; este suicidio y el suicidio egoísta no dejan de estar emparentados.
Tanto uno como otro se debe a que (a sociedad no está suficientemente
presente en los individuos. Pero la esfera en donde está ausente no es la
misma en los dos casos. En el suicidio egoísta, falta en la actividad
propiamente colectiva, dejándola de ese modo desprovista de objeto y de
significación; en el suicidio anómico, falta en las pasiones propiamente
individuales, dejándolas así sin un freno que las regule.'
El suicidio egoísta tiene su mayor clientela entre los profesionales liberales; el
anómico, entre los hombres de negocios.
Además del empresario, Durkheim descubre el suicidio anómico entre los viudos.
Llama a esta auto privación de la vida "suicidio”
Subrayado de F. P.anómico doméstico". También analiza dentro de este tipo el
que provocan los divorcios y separaciones de parejas. En este último caso, sostiene
que los suicidios aumentan en las zonas de mayores índices de divorcio. Lo
complementa cruzando la variable religión y encuentra que en las zonas protestantes,
donde hay mayores divorcios, hay también más suicidios. En realidad, se trata de una
sola causa en la explicación de Durkheim, pero que se expresa de modos distintos.
Un hallazgo importante en este análisis se produce con la introducción de la
variable sexo. Estudia los datos de varios países y sus regiones. Allí donde el divorcio
es más difícil, se dan más suicidios de mujeres. En cambio, donde hay divorcios o la
separación de cuerpos (separación matrimonial, de acuerdo con las reglas del
catolicismo), el suicidio es menos frecuente en las mujeres y en los hombres más
amplio.
La conclusión de Durkheim es que, en términos generales, el hombre aprovecha
más el matrimonio. Si hay una gran insatisfacción de las mujeres casadas y ésta no
puede expresarse con el divorcio o la separación, porque la sociedad lo impide,
entonces la proclividad de las mujeres al suicidio es mayor. A este respecto formula lo
que para él es una ley:
•
El matrimonio favorece tanto más a la mujer desde el punto de vista de la
preservación en contra del suicidio, cuanto más se practica el divorcio y
viceversa.
•
El análisis y la conclusión de Durkheim coinciden ampliamente con tesis del
actual movimiento de liberación femenina.
La opresión de la mujer es social. En el matrimonio, recordemos, hay dos tipos
de intereses: uno común que es el de los padres respecto de los hijos, y otro, que llega
a ser antagónico, que es la relación entre los cónyuges. Por eso los matrimonios con
hijos tienen un grado mayor de preservación respecto del suicidio. Los intereses
comunes balancean a los antagónicos.
El matrimonio
Dentro de esta argumentación, durkheim nos proporciona su concepción del
matrimonio:
Y, en efecto, ¿qué es el matrimonio? Una reglamentación de las relaciones de
los sexos que se extiende no solamente a los instintos físicos que este comercio pone
en juego, sino también a los sentimientos de toda índole que la civilización ha injertado
poco a poco sobre la base de los apetitos materiales. Porque el amor es, entre
nosotros, un hecho mucho más mental que orgánico. Lo que el hombre busca en la
mujer no es solamente la satisfacción del deseo genésico. Si esta inclinación natural ha
sido e; germen de toda la evolución sexual, se ha complicado progresivamente con
sentimientos estéticos y morales, numerosos y variados, y hoy ya no es más que el
elemento menor del proceso total y complejo a que ha dado nacimiento. Al contacto de
esos elementos intelectuales, él mismo se ha liberado parcialmente del cuerpo y se ha
intelectualizado.
Las razones morales le despiertan tanto como las solicitaciones físicas. Por lo
tanto, ya no tiene la periodicidad regular y automática que presenta en el animal.
Una excitación psíquica puede despertarlo en cualquier época: es de todas las
estaciones. Pero, precisamente porque esas diversas inclinaciones, así transformadas,
no están colocadas directamente bajo la dependencia de necesidades orgánicas, les es
indispensable una reglamentación social, Puesto que nada hay en el organismo que las
contenga, es menester que sean contenidas por la sociedad. Tal es la función del
matrimonio: regula toda esta vida pasional, y el matrimonio monogámico más estrechamente que cualquier otro, pues, al obligar al hombre a no consagrarse sino a una
sola mujer, siempre la misma, asigna la necesidad de amar un objeto rigurosamente
definido y cierra el horizonte.
Esta determinación es la que crea el estado de equilibrio moral con que se
beneficia el esposo. Porque no puede, sin faltar a sus deberes, buscar otras
satisfacciones que las que de este modo se le permiten, y limita a ellas sus deseos.
La saludable disciplina a que está sometido le impone el deber de encontrar su
felicidad en su condición y, por eso mismo, le provee de los medios de hacerlo. Por lo
demás, si su pasión está obligada a no variar, el objeto sobre el que se fija está
obligado a no fallarle: porque la obligación es recíproca. Si sus goces son definidos,
también están asegurados, y esta certidumbre consolida su consistencia mental. Muy
distinta es la situación del soltero. Como puede dedicarse legítimamente a lo que le
plazca, aspira a todo, y nada le contenta.
Este mal del infinito que la anomia porta consigo a todas partes, puede alcanzar
lo mismo esta zona de nuestra conciencia que cualquier otra; asume con mucha
frecuencia una forma sexual que Musset ha descrito.
Hay un último tipo de suicidio, contrario al anómico, que es precisamente el que
se propicia con la excesiva reglamentación; sin embargo, no es tratado ampliamente
por Durkheim debido a su escasa ocurrencia. Por oposición al anómico, lo llama
suicidio fatalista.
Formas individuales de los diferentes tipos de suicidios
De nuestra investigación se desprende, hasta ahora, un resultado: no hay
suicidio, sino suicidios. Sin duda, el suicidio es siempre el acto de un hombre que
prefiere la muerte a la vida. Pero las causas que lo determinan no son de la misma
naturaleza en todos los casos; a veces, hasta son opuestas entre sí. Ahora bien, es
imposible que la diferencia entre las causas no se vuelvan a encontrar en los efectos.
Podemos, pues, estar ciertos de que hay varias clases de suicidios cualitativamente
distintas entre sí.
Pero no basta con haber demostrado que deben existir esas diferencias;
querríamos poder aprehenderlas directamente por la observación y saber en qué
consisten. Querríamos ver agruparse también los caracteres de los suicidios
particulares en clases distintas, correspondientes a los tipos que acaban de distinguirse.
De este modo, seguiríamos a la diversidad de corrientes suicidógenas desde sus
orígenes hasta sus manifestaciones individuales. Esta clasificación morfológica, que
apenas era posible al principio de este estudio, puede emprenderse ahora que una
división etiológica proporciona la base. En efecto, no tenemos más que tomar como
puntos de referencia las tres clases de factores que acabamos de asignar al suicidio y
averiguar si las propiedades distintivas que reviste, al realizarse en los individuos,
pueden derivarse de ellos y de qué manera. Por supuesto que no pueden deducirse así
todas las particularidades que puede presentar, porque tiene que haber algunas que
dependan de la naturaleza propia del sujeto.
Cada suicida da a su acto un sello personal que expresa su temperamento y las
condiciones especiales en que se encuentra, y que, por consiguiente, no puede
explicarse por las causas sociales y generales del fenómeno. Pero éstas, a su vez,
tienen que imprimir en los suicidios que determinan una tonalidad sui generis, una
marca especial que las expresa. Se trata de reconocer esta marca colectiva.
En seguida, Durkheim analiza suicidios individuales, de los que encuentra alguna
documentación sobre su proceso y racionalizaciones. Incluso recurre a la literatura que
se ocupa de muertes voluntarias célebres, al suicidio visto por Séneca y otros, como el
estudio de Brierre Boismont quien analizó 1 507 escritos de suicidas. Con ellos, y
median-te el empleo deductivo de los tipos de suicidio que ha establecido, verifica,
matiza y complementa algunos de sus hallazgos anteriores.
La lectura de este capítulo es agradable por la profundidad de las reflexiones y
por la literatura que Durkheim realiza en el mejor sentido artístico.
Aunque nuestro autor acepta que el procedimiento deductivo es peligroso, lo
usa; pero hay que agregar que lo utiliza con escrúpulo y de manera complementaria.
Lo importante para él es señalar que los suicidios, al ser de distintos tipos,
obedecen a causas sociales. De esa manera combate la concepción romántica e
individualista que ve en los suicidios actos libérrimos y estrictamente particulares. Hay,
en esas muertes, alguna marca personal del suicida que depende de varias
circunstancias como la personalidad, el carácter y otras pero en realidad, los suicidios
son prolongación de las causas sociales en el interior de sus protagonistas. Aún los
suicidios que parecen más pasionales, están explicados por alguna suerte de anomia.
O bien, algunos suicidios con muchos rasgos de individualidad (como los cometidos
siguiendo doctrinas epicureístas) se pueden identificar con el suicidio egoísta.
Entre los matices importantes que Durkheim establece a partir de suicidios
individuales, está el de que "las diferentes causas sociales del suicidio pueden obrar
simultáneamente en un mismo individuo y mezclar en él sus efectos... (que) se
refuerzan mutuamente". Con esto aplica de alguna manera, lo que Weber ha llamado
tipos ideales puros —que nunca se dan completamente en la realidad—; aunque en
algunos casos predomine alguno de los tipos sociales formulados por el teórico, puede
advertirse la caracterización parcial que corresponde a otro tipo. En un mismo individuo
pueden reunirse causas egoístas y anémicas (ambas sociales) que lo induzcan al
suicidio.
Después, Durkheim se ocupa de los instrumentos o modos con que el suicida se
quita la vida. Al principio, el sentido común parecería indicar que ellos son escogidos
por la víctima. Durkheim encuentra, sin embargo, que eso no es exacto, ya que también
hay causas sociales que determinan, en gran medida, la selección de modos e
instrumentos.
Al analizar las estadísticas encuentra que cada pueblo tiene su género de muerte
preferido, y el orden de sus preferencias se altera sólo en casos excepcionales.
Los grupos urbanos tienden a presenciar suicidios de determinada índole,
distintos de aquellos que se testimonian en los grupos rurales. Cada uno, siguiendo
siempre la línea de mayor resistencia en tanto que no intervenga un factor contrario,
tiende a emplear el medio de destrucción que encuentre más inmediatamente a mano y
que una práctica diaria le ha vuelto familiar. He ahí por qué, por ejemplo, en las grandes
ciudades la gente se mata más que en el campo arrojándose desde un sitio elevado; es
porque las casas son más altas. De igual modo, a medida que el suelo se cubre de vías
férreas, se generaliza el hábito de buscar la muerte bajo un tren. El cuadro que
representa la parte correspondiente a los diferentes modos de suicidio en el conjunto de
muertes voluntarias traduce, pues, parcialmente, el estado de la técnica industrial, de la
arquitectura más difundida, de los conocimientos científicos, etc.
En resumen, el tipo de muerte que eligen los suicidas no se relaciona con las
causas (altruistas, egoístas, etc.), sino con el medio y las usanzas sociales.
EL SUICIDIO COMO FENÓMENO SOCIAL EN GENERAL: EL ELEMENTO SOCIAL
DEL SUICIDIO
Las condiciones individuales de las que se podría suponer a priori que depende
el suicidio, son de dos clases.
Tenemos, por de pronto, la situación exterior en que se halla colocado el agente
Los hombres que se matan, o han tenido problemas de familia o decepciones de
amor propio, o han sufrido miseria o enfermedad, o tienen alguna falta moral que
reprocharse, etc. Ya hemos visto que estas particularidades individuales no pueden
explicar la tasa social de suicidios, ya que ésta varía en proporciones considerables,
mientras que las diversas combinaciones de circunstancias, que sirven así de
antecedentes inmediatos a los suicidios particulares, conservan aproximadamente la
misma frecuencia relativa. Sucede, pues, que ellas no son las causas determinantes del
acto que preceden. El importante papel que desempeñan, a veces en la deliberación,
no es prueba de su eficacia.
Se sabe, efectivamente, que las deliberaciones humanas, tal como las alcanza la
conciencia reflexiva, no son, a menudo, más que pura forma y no tienen otro objeto que
el de corroborar una resolución ya tomada, por razones que la conciencia ignora. Por lo
demás, las circunstancias que pasan como causas del suicidio porque lo acompañan
con bastante frecuencia, se dan en número casi infinito. Uno, se mata en la abundancia;
otro, en la pobreza; uno era desdichado en el matrimonio y otro acaba de poner fin con
el divorcio a un matrimonio que lo hacía desgraciado. Aquí, un soldado renuncia a la
vida después de haber sido castigado por una falta que no cometió allí, un criminal cuyo
crimen ha quedado impune, se mata.
Los acontecimientos más diversos de la vida y aun los más contradictorios
pueden igualmente servir de pretexto para el suicidio. Sucede, pues, que ninguno de
ellos es su causa específica.
De los distintos análisis planteados en las dos primeras partes de la obra,
concluye:
De todos estos hechos resulta que la tasa social de suicidios sólo se explica
sociológicamente. Es la constitución moral de la sociedad la que fija a cada instante el
contingente de muertes voluntarias. Existe, por tanto, para cada pueblo una fuerza
colectiva, de determinada energía, que impulsa a los hombres a matarse.
Los movimientos que el paciente ejecuta y que, en el primer momento, parecen
expresar tan sólo su temperamento personal, son, en realidad, la continuación y la
prolongación de un estado social que manifiesta exteriormente.
Durkheim reconoce que el desarrollo de sus tesis para plantear las causas
sociales del suicidio (las cuales contravienen el sentido común, que tiende a señalar
causas individuales), fue en alguna medida inspirado por el sabio estadístico belga
Quételet, quien descubrió el tipo medio, que se obtiene tomando la medida aritmética
de los tipos individuales. Pero este es sólo un punto de partida que hay que profundizar
y especificar. Si sólo se tomara en cuenta el tipo medio, se llegaría a conclusiones
erróneas.
El medio social —para nuestro autor— está hecho esencialmente de ideas, de
creencias, de hábitos, de tendencias comunes. Para que puedan impregnar de ese
modo a los individuos es menester, pues, que existan de alguna manera
independientemente de ellos; entonces nos acercamos a la solución que hemos
propuesto. Porque, si se admite implícitamente que existe una tendencia colectiva al
suicidio de la que proceden las tendencias individuales, todo el problema estriba en
saber en qué consiste y cómo actúa.
Pero hay más; de cualquier forma que se explique la generalidad del hombre
medio, en ningún caso podría tal concepción, dar razón de la regularidad con que se
reproduce la tasa social del suicidio. En efecto, por definición, los únicos caracteres que
ese tipo puede comprender son los que se encuentran en la mayor parte de la
población. Ahora bien, el suicidio es el hecho de una minoría. En los países donde está
más desarrollado, se encuentran a lo sumo 300 o 400 casos por millón de habitantes.
La energía que el instinto de conservación guarda en el tipo medio de los
hombres lo excluye radicalmente; el hombre medio no se mata. Pero, en ese caso, si la
inclinación a matarse es una rareza y una anomalía, es completamente extraña al tipo
medio y, por consiguiente, un conocimiento aun profundizado de este último, muy lejos
de ayudarnos a comprender a qué se debe que el número de suicidios sea constante
para una misma sociedad, ni siquiera podría explicarnos por qué hay suicidios.
La teoría de Quételet descansa, en definitiva, sobre una observación inexacta.
Consideraba como establecido que la constancia no se observa más que en las
manifestaciones más generales de la actividad humana; empero, se encuentra, y en
igual grado, en las manifestaciones esporádicas que sólo tienen lugar sobre puntos
aislados y raros del campo social. Creía haber respondido a todos los desiderata
haciendo ver cómo, en rigor, se podía volver inteligible la invariabilidad de lo que no es
excepcional; pero la misma excepción tiene su invariabilidad, que no es inferior a
ninguna otra.
Todo el mundo muere; todo organismo vivo está constituido de tal suerte que no
puede disolverse. En cambio, muy pocas gentes se matan en la inmensa mayoría de
los hombres no hay nada que los incline al suicidio. Sin embargo, la tasa de suicidios es
todavía más constante que la de la mortalidad general. No hay, pues, entre la difusión
de un carácter y su permanencia, la estrecha solidaridad que admitía Quételet.
Por lo demás, los resultados a que conduce su propio método confirman esta
conclusión. En virtud de su principio, para calcular la intensidad de un carácter
cualquiera del tipo medio, habría que dividir la suma de hechos que lo manifiestan en el
seno de la sociedad considerada, por el número de individuos aptos para producirlos.
De manera que, en un país como Francia, donde durante largo tiempo no hubo más de
150 suicidios por millón de habitantes, la intensidad media de la tendencia al suicidio se
expresaría por la relación 150 /1 000 000 = 0.00015 y en Inglaterra, donde no hay más
que 80 casos para la misma población, dicha proporción será tan sólo de 0.00008.
Habría, pues, en el individuo medio una inclinación a matarse de esta magnitud.
Pero tales cifras son prácticamente iguales a cero. Una inclinación tan débil está
de tal modo alejada del acto, que puede considerarse nula. No posee fuerza suficiente
para poder, por sí sola, determinar un suicidio. No es, pues, la generalidad de una
tendencia semejante lo que puede hacer comprender por qué se cometen anualmente
tantos suicidios en una u otra de esas sociedades.
Además, esta evaluación está infinitamente exagerada. Quételet sólo pudo llegar
a ella al adjudicar, arbitrariamente, al promedio de los hombres cierta afinidad con el
suicidio y al estimar la energía de esta afinidad conforme a las manifestaciones que no
se observan en el hombre medio, sino solamente en un pequeño número de sujetos
excepcionales. Se ha empleado así lo anormal para determinar lo normal.
En realidad, lo que expresa la proporción calculada por Quételet es simplemente
la probabilidad que existe de que un hombre, perteneciente a un grupo social
determinado, se mate en el curso del año. Si, para una población de 100 000 almas,
hay anualmente 15 suicidios, puede sin duda deducirse que hay 15 probabilidades
sobre 100 000 de que un sujeto cualquiera se suicide durante esta misma unidad de
tiempo. Pero esta probabilidad no nos da de ningún modo la medida de la tendencia
media al suicidio, ni puede servir para probar que tal tendencia existe.
El hecho de que un tanto por ciento de individuos se den muerte no implica que
los otros estén expuestos a ello en un grado cualquiera, y no puede enseñarnos nada
relativo a la naturaleza y a la intensidad de las causas que determinan al suicidio. De
manera que la teoría del hombre medio no resuelve el problema. Retomémoslo y
veamos cómo se plantea. Los suicidas constituyen una ínfima minoría dispersa en los
cuatro puntos cardinales; cada uno de ellos lleva a cabo su acto por separado, sin
saber que otros hacen otro tanto por su lado. Sin embargo, en tanto que la sociedad no
cambie, el número de suicidas es el mismo. Luego, es preciso que esas
manifestaciones individuales, por independientes que parezcan entre sí, sean, en
realidad, el producto de una misma causa o de un mismo grupo de causas que dominen
a los individuos. Porque si no, ¿cómo explicar que, cada año, todas esas voluntades
particulares que ignoran mutuamente conduzcan, en igual número, al mismo resultado?
No actúan, a lo menos en general, unas sobre otras; no hay entre ellas ningún
concierto; sin embargo, todo sucede como si ejecutasen una misma orden. Luego, en el
medio común que las envuelve existe alguna fuerza que las inclina a todas en ese
mismo sentido y cuya intensidad, más o menos grande, produce el número, más o
menos elevado, de suicidios particulares. Ahora bien, los efectos mediante los cuales
se revela esta fuerza no varían conforme a los medios orgánicos y cósmicos, sino
exclusivamente conforme al estado del medio social. Es, pues, colectiva. Dicho de otro
modo, cada pueblo muestra colectivamente una tendencia al suicidio que le es propia, y
de la que depende la importancia del tributo que pasa a la muerte voluntaria.
Más adelante precisa el sentido de sus términos y vuelve sobre el principio
ampliamente tratado en Las reglas del método sociológico, donde afirma —como
vimos— que había que tratar a los hechos sociales como cosas:
De ordinario, cuando se habla de tendencia o de pasiones colectivas, se está
inclinado a no ver en esas expresiones más que metáforas y maneras de hablar, que no
designan nada de real, salvo una suerte de promedio entre cierto número de estados
individuales. Se rehúsa a considerarlos como cosas, como fuerzas sui generis que
dominan las conciencias particulares. Tal es, no obstante, su naturaleza, y esto es lo
que la estadística del suicidio demuestra brillantemente.
Los individuos que componen una sociedad cambian de un año a otro. Sin
embargo, el número de suicidas es el mismo, en tanto que la sociedad misma no
cambia.
Las causas que fijan así el contingente de muertes voluntarias para una sociedad
o una parte de una sociedad determinada han de ser, pues, independientes de los
individuos, puesto que guardan la misma intensidad cualesquiera que sean los sujetos
particulares sobre los que ejerce su acción.
Se dirá que es el género de vida el que, siempre el mismo, produce siempre los
mismos efectos. Sin duda, pero un género de vida es algo y su constancia necesita ser
explicada. Si se mantiene invariable cuando se producen cambios incesantes en las
filas de quienes lo practican, es imposible que proceda de ellos toda su realidad.
En este capítulo del libro tercero, explicita extensamente todos los fundamentos
más característicos de su teoría y metodología, cuyos ejes centrales son:
•
Que los hechos sociales son objetivos (cosas).
•
Que son distintos y exteriores a los individuos, aunque originalmente se deban
a la asociación de ellos. "Pero el hecho social no sale de éstos (los individuos),
sino cuando aquéllas (las propiedades elementales de las que resulta el hecho
social) han sido transformadas por la asociación, ya que solamente aparecen
en ese momento."
•
La asociación es también un factor activo que produce efectos especiales.
Empero, por sí misma es algo nuevo. Cuando las conciencias, en lugar de
permanecer aisladas unas de otras, se agrupan y se combinan, algo ha
cambiado en el mundo. Por consecuencia, es natural que ese cambio produzca
otros, que esta novedad engendre otras novedades, que aparezcan fenómenos
cuyas propiedades características no se encuentran en los fenómenos de que
se componen.
•
Si verdaderamente bastase con abrir los ojos y mirar bien para percibir en
seguida las leyes del mundo social, la sociología sería inútil o, al menos, sería
muy simple. Desgraciadamente, los hechos no hacen sino mostrar demasiado
bien cuán incompetente es la conciencia en la materia.
•
La vida social está hecha fundamentalmente de representaciones, y en ellas,
por supuesto, hay un elemento psíquico, pero "las representaciones colectivas
son de distinta naturaleza que la del individuo". En este punto invoca el ejemplo
de la religión, que no se da entre los animales gregarios sino sólo en los
hombres, a pesar de que los primeros experimentan ciertas experiencias que
se consideran en la base de la religión, como el temor.
Afirma a este respecto: "La religión es, en definitiva, el sistema de símbolos por
los cuales la sociedad toma conciencia de sí misma; es la manera de pensar del ser
colectivo".
•
Los hechos sociales no sólo son distintos a los individuos, sino exteriores a él.
No sólo porque los hechos sociales no están compuestos por elementos que
provienen de los individuos sino de elementos geográficos, cósmicos,
elementos materiales en general; sino porque aun las fuerzas que vienen de
los individuos en asociación se materializan fuera de ellos:
Por ejemplo, un tipo determinado de arquitectura es un fenómeno social; empero,
está encarnado parcialmente en casas, en edificios de toda clase que, una vez
construidos, se vuelven realidades autónomas, independientes de los individuos.
Ocurre lo mismo con las vías de comunicación y de transporte, con los instrumentos y
las máquinas empleadas en la industria o en la vida privada y que expresan el estado
de la técnica en cada momento de la historia, del lenguaje escrito, etc. La vida social,
que de este modo se ha cristalizado y fijado sobre soportes materiales, se encuentra,
pues, por esto mismo, exteriorizada y obra en nosotros desde afuera.
•
El tipo colectivo es distinto del tipo medio. El primero se constituye en la
sociedad en tanto que una realidad distinta y exterior a los individuos. El
segundo proviene de ellos, de su promedio. El tipo colectivo desborda la
conciencia media por todas partes. Las tendencias individuales —y su
promedio— son centrífugas, las tendencias o fuerzas colectivas son
integradoras.
Relaciones del suicidio con los demás fenómenos sociales
En este capítulo dilucida el lugar que ocupa el suicidio en relación con otros
hechos sociales. Empieza por plantear su rechazo en el cristianismo como elemento
causal. Describe actos ejemplares con el cuerpo de los suicidas, así como sus bienes y
derechos.
La revolución de 1789 abolió las medidas represivas y excluyó el suicidio de la
lista de crímenes legales. La prohibición religiosa del suicidio es general.
En el tiempo de Durkheim había más indulgencia que antes respecto de los
suicidas, aunque el acto seguía siendo repudiado. El cómplice del suicida seguía siendo
perseguido como homicida. Las ceremonias especiales, magras, seguían indicando un
signo de repudio social en muchas sociedades. En las legislaciones, la tentativa de
suicidio también estaba penada. Todo esto por lo que se refiere a legislaciones de la
era cristiana.
En las ciudades griegas y latinas, en cambio, sólo se consideraba ilegítimo el
suicidio cuando no estaba autorizado por el Estado. En ese caso, los cadáveres eran
mutilados como señal de deshonor. Aquellos que no querían vivir, debían exponer sus
razones al Estado; entonces éste las consideraba y podía dictaminar la auto privación
de la vida.
Los actos de ejemplarización para evitar el suicidio han existido en todas las
sociedades, a partir de la cultura grecolatina; sin embargo, en lo que Durkheim llama
sociedades "primitivas", la cuestión era distinta. Al parecer, el suicidio no estaba
formalmente prohibido. Empero, en todas aquellas sociedades en las que se había
sobrepasado ese "estado inferior", el suicidio no estaba permitido, con la sola excepción
del periodo en que el régimen de las ciudades-estado cayó en la decadencia, en la que
se dio cierta tolerancia.
Se trata, en el juicio de Durkheim, de un tiempo de perturbación social intensa
A medida que se avanza en la historia, la prohibición, en lugar de relajarse, no
hace sino tornarse más radical. Luego, si hoy la conciencia pública parece menos firme
en su juicio sobre este punto, este estado de flaqueza debe provenir de causas
accidentales y pasajeras, pues está en contra de toda verosimilitud que la evolución
moral, después de ser perseguida en el mismo sentido durante siglos, vuelva atrás
hasta tal punto.
En efecto, las ideas que le imprimieron esta dirección son siempre actuales. Se
ha dicho algunas veces que si el suicidio está prohibido y merece estarlo, es porque, al
matarse, el hombre se sustrae a sus obligaciones para con la sociedad. Pero si sólo
nos moviera esta consideración deberíamos, como en Grecia, dejar a la sociedad en
libertad de levantar a su gusto una defensa que sólo se habría establecido para su
provecho. Si le negamos esta facultad es porque no vemos simplemente en el suicida
un mal deudor del que ella sería acreedora. Porque un acreedor puede siempre
cancelar la deuda de que es beneficiario. Por otra parte, si la reprobación de que es
objeto el suicidio no tuviera otro origen, debería ser tanto más formal cuanto más
estrechamente subordinado al Estado se halle el individuo; por consiguiente, alcanzaría
su apogeo en las sociedades inferiores.
Ahora bien, muy por el contrario, toma más fuerza a medida que los derechos del
individuo se desarrollan frente a los del Estado. Por lo tanto, si se ha vuelto tan formal y
severa en las sociedades cristianas, la causa de este cambio debe encontrarse, no en
la noción qué estos pueblos tienen del Estado, sino en la nueva concepción que se han
formado de la persona humana. Esta se ha convertido a nuestros ojos en algo sagrado,
e incluso en la cosa sagrada por excelencia, sobre la cual nadie puede poner las
manos.
Sin duda, bajo el régimen de la ciudad el individuo ya no tenía una existencia tan
borrosa como en los poblados primitivos. Por consiguiente, se le reconocía valor social,
pero se consideraba que éste pertenecía por completo del Estado.
La ciudad podía, por tanto, disponer libremente de él, sin que él tuviera sobre sí
mismo los mismos derechos. Pero hoy ha adquirido una especie de dignidad que lo
coloca por encima de sí mismo y de la sociedad.
A partir del proceso de secularización, con la paulatina pérdida de influencia de
la religión (y, en consecuencia, de la consideración de la persona como poseedora de
un alma inmortal), y con el advenimiento de una civilización racionalista que ya no
atribuye a Dios la explicación de los actos humanos, hay quienes sostienen que la
penalidad legal y social del suicidio debe concluir.
Durkheim piensa distinto. Lo que antes se atribuía a Dios y a la trascendencia, se
atribuye hoy a la colectividad, a la sociedad, en tanto que ser distinto, externo y superior
al de los individuos.
Tales concepciones tienen el riesgo de concluir a un individualismo extremo y
pernicioso que Durkheim denuncia, entre otras cosas, porque conduce al suicidio.
Argumenta de la manera siguiente:
•
Lejos de desprender a los individuos de la sociedad (como lo hace ese
individualismo extremo) y de toda meta que los sobrepase, los une en un
mismo pensamiento y los hace servidores de una misma obra. Porque el
hombre que de ese modo se propone al amor y al respeto colectivos no es el
individuo sensible, empírico, que es cada uno de nosotros; es el hombre en
general, la humanidad ideal, tal como lo concibe cada pueblo en cada
momento de su historia. Empero, ninguno de nosotros la encarna
completamente aunque ninguno de nosotros le sea completamente extraño. Se
trata, pues, no de concentrar cada sujeto particular en sí mismo y en sus
propios intereses, sino de subordinarlo a los intereses generales del género
humano.
Durkheim clasifica al suicidio entre los actos inmorales, porque niega un principio
de lo que él llama —con resonancias comtelanas en una "religión de la humanidad"; se
sigue protestando contra el suicidio, se continúa desalentándolo, porque tales medidas
son controles socia-les que permiten la conservación de los conjuntos humanos.
Rechaza, desde luego, las medidas feroces que en la antigüedad cayeron sobre los
suicidas y sus circunstancias, pero reivindica normas sociales de reprobación expresa.
Más adelante, pasa a determinar el grado de inmoralidad que tiene el suicidio,
así como sus relaciones con otros actos antisociales. Primero, reflexiona sobre las
analogías entre el suicidio y los delitos contra la propiedad, sin encontrar nexo alguno;
después, relaciona suicidio y homicidio, en busca de las causas sociales de ambos.
Encuentra que los homicidas, sobre todo cuando son detenidos o encarcelados,
muestran tendencias al suicidio. Sin embargo, matiza el asunto al señalar que la
reclusión por sí desarrolla una inclinación fuerte al suicidio.
Al analizar la correlación entre suicidios y homicidios, en el sentido de que buen
número de veces, aunque no siempre, cuando uno aumenta el otro disminuye,
Durkheim encuentra que allí donde el homicidio está muy desarrollado, confiere una
especial inmunidad contra el suicidio. Esto sucede en países como España, Italia e
Irlanda, donde menos gente se suicida. En cambio, en países como Francia y Prusia,
fecundos en suicidios, registran menos homicidios. También percibe que en tiempo de
guerra los crímenes tienden a disminuir, con excepción del homicidio. Exactamente lo
mismo ocurre con las crisis políticas. Estipula:
El suicidio es mucho más urbano que rural: Lo contrario pasa con el homicidio
Hemos visto que el catolicismo disminuye la tendencia al suicidio, mientras que
el protestantismo la aumenta. Inversamente, los homicidios son mucho más frecuentes
en los países católicos que en los pueblos protestantes.
Finalmente, en tanto que la vida de familia ejerce acción moderadora sobre el
suicidio, estimula más bien el homicidio.
El tipo de suicidio que actualmente está más extendido y contribuye más a elevar
la cifra anual de las muertes voluntarias es el suicidio egoísta. Lo que lo caracteriza es
un estado de depresión y de apatía producido por una individuación exagerada.
La conclusión durkheímiana es diáfana
Si el suicidio y el homicidio varían frecuentemente en razón inversa el uno del
otro, no es porque sean dos fases diferentes de un solo y mismo fenómeno; es porque
constituyen, en ciertos respectos, dos corrientes sociales contrarias. Se excluyen
entonces como el día excluye a la noche, como las enfermedades propias de la
extrema sequedad excluyen a las de la extrema humedad. Si, con todo, esta oposición
general no impide toda armonía, es que ciertos tipos de suicidios, en vez de depender
de causas antagónicas de aquellas de que derivan los homicidios, expresan, en
combinación, el mismo estado social y se desarrollan en el seno del mismo medio
moral.
No es exacto aclara que el suicidio tenga felices repercusiones que disminuyan
su inmoralidad, y que pueda haber interés, por consiguiente, en estorbar su desarrollo.
No es un derivativo del homicidio. Sin duda que la constitución moral de que depende el
suicidio egoísta, y la que hace retroceder el homicidio en los pueblos más civilizados,
son solidarias.
La anomia, en síntesis, propicia tanto los suicidios como los homicidios.
Consecuencias prácticas
Ahora que sabemos qué es el suicidio, cuáles son sus especies y leyes
principales, nos hace falta investigar qué actitud deben adoptar las sociedades actuales
respecto de él.
Durkheim regresa al planteamiento del suicidio como un estado anormal que
lastima la conciencia moral. El suicidio revela una cierta patología social, pero no hay
sociedad en donde el crimen no sea parte de la vida social cotidiana. En ese sentido, se
le puede considerar como moral, al menos sociológicamente normal, lo que no quiere
decir que no deba desalentársele y castigársele.
Cada tipo de suicidio, argumenta nuestro autor, tiene una correspondiente
constitución moral determinada. Una tendencia no puede ser limitada por sí misma,
requiere ser limitada por otra tendencia. En esta argumentación, Durkheim presenta a la
sociedad como un sistema en equilibrio, el cual se logra por el contrabalanceo de
fuerzas contrarias.
El suicidio se incrementa en las sociedades más modernas y aún más entre los
grupos dotados de mayores conocimientos, es decir, en las regiones más cultas.
Un razonamiento contra el que hay que ponerse en guardia, según Durkheim, es
que las causas del progreso son las mismas que las del suicidio.
La agravación de la tendencia al suicidio se debe, no a la naturaleza intrínseca
del progreso, sino a las condiciones particulares en que se efectúa éste. Se trata de un
estado patológico por el que la civilización moderna pasa, pero que no es su condición
necesaria. En las líneas siguientes, Durkheim describe cierto tipo de alteración por la
que atraviesan las sociedades:
La rapidez con que los suicidios aumentan ni siquiera permite otra hipótesis. En
efecto, en menos de cincuenta años se triplicaron, cuadruplicaron, y hasta
quintuplicaron según los países.
Por otro lado, sabemos que están ligados a lo que hay de más inveterado en la
constitución de las sociedades, puesto que expresan su humor de los pueblos, y el
humor de los pueblos, como el de los individuos, refleja el estado del organismo en lo
que tiene de más fundamental. Luego, es preciso que nuestra organización social se
haya alterado profundamente en el curso de este siglo para haber podido determinar
semejante aumento en la tasa de suicidios. Empero, es imposible que una alteración, a
la vez tan grave y tan rápida, no sea morbosa, pues una sociedad no puede cambiar de
estructura con esa subitaneidad.
Sólo por una serie de modificaciones lentas y casi insensible llega a revestir
otros caracteres. Aun las transformaciones de este modo posibles son restringidas. Una
vez que se fija un tipo social, ya no es indefinidamente plástico; pronto se alcanza un
límite que no puede traspasarse.
Los cambios que supone la estadística de los suicidios contemporáneos no
pueden, por tanto, ser normales. Sin siquiera saber con precisión en qué consisten,
podemos afirmar por anticipado que resultan, no de una evolución regular, sino de una
conmoción enfermiza que pudo muy bien desarraigar las instituciones del pasado, pero
sin poner nada en su lugar; porque la obra de los siglos no se rehace en algunos años.
Pero, en ese caso, si la causa es anormal, no puede ocurrir de otro modo con el efecto.
Lo que atestigua, por consiguiente, la manera ascendente de las muertes voluntarias,
no es el resplandor creciente de nuestra civilización, sino un estado de crisis y de
perturbación que no puede prolongarse sin peligro.
El asunto no es privativo de las sociedades contemporáneas. Cuan-do Roma
devino en una sociedad decadente, los suicidios se incrementaron. La crisis social, la
inseguridad, el desequilibrio que padecen los grupos humanos, es la razón suicidógena.
¿A qué medios recurrir para evitar el suicidio? Algunos piensan que el
restablecimiento de penas mayores es una solución. Durkheim opina que la indulgencia
de su tiempo respecto del suicidio es excesiva, pero advierte que las penas severas no
son posibles, porque no puede tolerarlas la conciencia pública.
Porque el suicidio es, como se ha visto, pariente cercano de verdaderas virtudes
de las que sólo es una exageración. La opinión se divide, pues, fácilmente al juzgarlo.
Como procede, hasta cierto punto, de sentimientos que ella estima, no lo vitupera sin
reservas ni vacilaciones. De allí vienen las controversias perpetuamente renovadas
entre los teóricos acerca de saber si es o no contrario a la moral. Como se vincula por
una serie de grados intermedios con actos que fa moral aprueba o tolera, no es
extraordinario que a veces se le creyera de la misma naturaleza que estos últimos, y
que se haya querido beneficiarlo con la misma tolerancia. Semejante duda sólo se ha
suscitado raramente en el caso del homicidio y del robo, porque aquí la línea de
demarcación resalta más netamente. Además, el solo hecho de la muerte que se ha
infligido la víctima inspira, a pesar de todo, demasiada piedad como para que el
vituperio pueda ser inexorable. Por todas estas razones, sólo se podrían decretar
sanciones morales. Todo lo más, sería posible rehusar al suicida los honores de una
sepultura regular, privar, al auto de la tentativa, de ciertos derechos cívicos, políticos o
familiares; por ejemplo, ciertos atributos de la potestad paternal y la elegibilidad para la
función pública. Creemos que la opinión aceptaría sin esfuerzo que quienquiera
intentara sustraerse a sus deberes fundamentales, fuese castigado en sus derechos
correspondientes. Pero por legítimas que fueran estas medidas, sólo podrían tener
influencia muy secundaria; es pueril que puedan bastar para contener una corriente de
semejante violencia.
Por otra parte, por sí solas, no alcanzarían el mal en su raíz. En efecto, si hemos
renunciado a prohibir legalmente el suicidio, es porque sentimos harto escasamente su
inmoralidad. Le dejamos desenvolverse en libertad porque ya no nos subleva en el
mismo grado que antaño. No es por disposiciones legislativas como se podría despertar
nunca nuestra sensibilidad moral. No depende del legislador que un hecho se nos
aparezca o no como moralmente odioso.
Cuando la ley reprime actos que el sentimiento público juzga inofensivos, es ella
la que nos indigna, no el acto que castiga. Nuestra excesiva tolerancia en el caso del
suicidio procede de que, como se ha generalizado el estado de espíritu de que deriva,
no podemos condenarlo sin condenarnos a nosotros mismos; estamos demasiado
impregnados de él, para no excusarlo en parte. Pero entonces, el único medio de
hacernos más severos es actuar directamente sobre la corriente pesimista, conducirla
nuevamente a su cauce normal y contenerla allí, sustrayendo a su acción la generalidad
de las conciencias y fortaleciéndolas. Una vez que hayan recuperado su asiento moral,
reaccionarán como viene contra cuanto las ofende.
Ya no será necesario imaginar de arriba abajo un sistema represivo; se instituirá
por sí mismo bajo la presión de las necesidades. Hasta entonces resultaría artificial y,
por consiguiente, no tendría gran utilidad.
La educación
La educación tampoco puede ser un medio definitivo de combate a las
tendencias suicidógenas. La educación no es sino el reflejo de la sociedad. La imita y la
reproduce en escorzo, no la crea. La educación es sana cuando los pueblos mismos
están sanos; pero se corrompe con ellos, sin poder modificarse por sí misma. Si el
medio moral está viciado, como los propios maestros viven en él, no pueden dejar de
ser penetrados por él. Durkheim evita que se piense en una solución voluntarista:
Las voluntades más enérgicas no pueden sacar de la nada fuerzas que no
existen, y los fracasos de la experiencia vienen invariablemente a disipar esas fáciles
ilusiones.
Además, aun cuando por un milagro ininteligible llegara a constituirse un sistema
pedagógico en antagonismo con el sistema social, quedaría sin efecto a causa de ese
mismo antagonismo. Si la organización colectiva, de donde resulta el estado moral que
se quiere combatir, se mantiene, el niño, a partir del momento en que entra en contacto
con ella, no puede menos que sufrir su influencia. El medio artificial de la escuela sólo
puede preservarlo por un tiempo y escasamente.
A medida que la vida real se adueñe de él, destruirá la obra del educador. La
educación sólo puede, por tanto, reformarse si la sociedad se reforma también. Por eso
hay que atacar en sus causas el mal que padece.
Tampoco la sociedad política —la patria—, o la religión, proporcionan poderosos
efectos para evitar las tendencias suicidógenas. Están demasiado lejos de los
individuos. Se constituyen como entidades abstractas. La excepción la constituyen los
tiempos, siempre cortos, en los que se ponen en juego los grandes intereses políticos,
en los que se siente intensamente la dependencia del cuerpo político; sólo ellos son
capaces de preservar a la población contra el suicidio.
Con la religión pasa otra cosa semejante. Sus grandes máximas morales, sobre
todo en la vida moderna, están despegadas de la vida cotidiana.
Las religiones tienen cierta fuerza preservadora contra el suicidio, pero hay que
agregar que más la tienen (en la concepción de Durkheim) cuanto más arcaicas son: el
judaísmo lo es más que el catolicismo y éste más que el protestantismo. Invocar su
protección y restauración intensa sería en alguna medida retroceder.
La familia
Queda la familia, cuya virtud profiláctica es favorable. Pero sería ilusorio creer
que bastará con disminuir el número de solteros para detener el desenvolvimiento del
suicidio. Porque si los casados exhiben menor tendencia a matarse, esa misma
tendencia va aumentando con la misma regularidad y según las mismas proporciones
que la de los solteros.
De 1880 a 1887, los suicidios de casados aumentaron en un 35% (3 706 casos
en lugar de 2 735); los suicidios de solteros en un 13% solamente (2 894 casos en lugar
de 2 554). En 1863-83, con arreglo a los cálculos de Bertillon, la tasa de los primeros
era de 154 por millón, y en 1887 de 242, con un aumento de 57%. Durante el mismo
tiempo, la tasa de solteros no se elevaba mucho más; pasaba de 173 a 289, con un
aumento del 67%. La agravación que se ha producido en el transcurso del siglo es,
pues, independiente del estado civil.
Efectivamente, se han producido en la constitución de la familia cambios que ya
no le permiten tener la misma influencia preservadora que en otro tiempo. En tanto que,
antiguamente, mantenía a la mayor parte de sus miembros en su órbita desde su
nacimiento hasta su muerte y formaba una masa compacta, invisible, dotada de una
suerte de perennidad, hoy sólo tiene duración efímera. Apenas se ha constituido, se
dispersa. Así que los hijos que han sido materialmente criados, van muy a menudo a
proseguir su educación fuera; sobre todo, en cuanto son adultos, es casi una regla que
se establezcan lejos de los padres, y el hogar queda vacío. Podemos, por tanto, decir
que, durante la mayor parte del tiempo, la familia se reduce ahora tan sólo a la pareja
conyugal y ya sabemos que ésta actúa débilmente sobre el suicidio.
Pero, sobre todo, dicha dispersión periódica reduce a nada a la familia como ser
colectivo. Antaño, la sociedad doméstica no era solamente un conjunto de individuos,
unidos entre sí por lazos de afecto mutuo, sino que era también el propio grupo en su
unidad abstracta e impersonal.
Era el nombre hereditario con todos los recuerdos que suscitaba, la casa familiar,
el campo de los mayores, la posición y la reputación tradicional, etc. Todo esto tiende a
desaparecer. Una sociedad que se disuelve a cada instante para volver a formarse
sobre otros puntos, pero en condiciones completamente nuevas y con elementos
totalmente distintos, no tiene la suficiente continuidad para crearse una fisonomía
personal, una historia que le sea propia y a la que puedan apegarse sus miembros.
Esta causa multiplica no sólo los suicidios de casados, sino también los de
solteros. Porque dicho estado de la familia obliga a los jóvenes a dejar su hogar natal
antes de que se hallen en condiciones de fundar otro.
Durkheim se plantea, entonces, si el suicidio es un mal incurable. Encuentra que
la asociación profesional, la de los que desempeñan un mismo trabajo o cometido, es,
en las sociedades modernas, la que tiene mayor capacidad para propiciar la vida
común, la cohesión social que es la verdadera preservación:
•
El grupo profesional posee sobre todos los otros la triple ventaja de que es de
todos los instantes y de todos los lugares, y que el imperio que ejerce se
extiende a la mayor parte de la existencia. No actúa sobre los individuos de
manera intermitente como la sociedad política, sino que está siempre en
contacto con ellos por la sola razón de que la función cuyo órgano es y con la
que todos colaboran está siempre en ejercicio. Sigue a los trabajadores por
todas partes a donde vaya, lo que no puede hacer la familia. En cualquier
punto donde estén, les rodea, les recuerda sus deberes, les sostiene llegado el
caso.
Por último, como la vida profesional es casi toda la vida, la acción corporativa se
hace sentir sobre todos los detalles de nuestras ocupaciones, que son de este modo
orientadas en sentido colectivo. La corporación tiene, pues, todo lo que hace falta para
encuadrar al individuo, para sacarlo de su estado de aislamiento moral y, dada la
influencia actual de los restantes grupos, ella es la única que puede desempeñar este
indispensable oficio.
Pero, para que tenga esta influencia, es preciso que esté organizada sobre
bases muy distintas de las actuales. Por de pronto es esencial que, en lugar de quedar
como grupo privado que la ley permite, pero que el Estado ignora, llegue a ser órgano
definido y reconocido de nuestra vida pública. No queremos decir con esto que sea
forzoso volverla obligatoria, antes bien, lo que importa es que esté constituida de
manera que pueda cumplir un cometido social, en lugar de expresar tan sólo
combinaciones diversas de intereses particulares.
No es esto todo. Para que ese marco no quede vacío, es preciso depositar en él
todos los gérmenes de vida capaces de desarrollarse allí. Para que esta agrupación no
sea mero rótulo hay que atribuirle funciones determinadas, y hay una que está en
condiciones de cumplir mejor que ninguna otra.
El grupo profesional a que Durkheim se refiere como el máximo preservador
contra el suicidio, tiene muchas características de lo que son los sindicatos activos, bien
organizados, propiciadores de relaciones positivas entre sus miembros. Se trata de
corporaciones ideales que no acaba de definir.
No deja de reconocer que el Estado tiene funciones importantes que cumplir en
materia de cohesión social y de equilibrio orgánico de la sociedad, al evitar que las
corporaciones o grupos profesionales intensifiquen su particularismo. Su acción, sin
embargo, depende de la existencia vigorosa de tales órganos secundarios o
intermedios entre el Estado y el individuo.
Los partidos políticos, sobre todo los que fomentan una militancia constante e
impulsan valores compartidos, podrían ser otro tipo de instituciones preservadoras del
suicidio.
Esa solidaridad nueva, orgánica como la llamó Durkheim en la primera de las
obras presentadas (La división del trabajo social), no se logra sólo o fundamentalmente
con órdenes.
El "sistema mental de un pueblo" responde a la manera en que están agrupados
y organizados los elementos sociales (supuesto un pueblo y formado por cierto número
de individuos dispuestos de cierta manera), resulta de ello un conjunto determinado de
ideas y prácticas colectivas, que permanecen constantes en tanto que fastidia las
condiciones de que depende son y también idénticas.
Prosigue
En efecto, según las partes de que está compuesto sean más o menos
numerosas y estén ordenadas conforme a tal o cual plan, la naturaleza del ser colectivo
varía necesariamente y, por consecuencia, varían sus mane-ras de pensar y de actuar;
pero no se pueden cambiar estas últimas más que cambiándolo a él mismo, y no se
puede cambiarlo sin modificar su constitución anatómica.
Parecería, pues, que al calificar de moral el mal cuyo síntoma es el progreso
anormal de los individuos, queremos reducirlo a una afección superficial cualquiera, que
pudiéramos adormecer con buenas palabras. Muy por el contrario, la alteración del
temperamento moral que así se nos revela atestigua una alteración profunda de nuestra
estructura social. Para curar la una es, pues necesario reformar la otra.
Sin ser revolucionario el pensamiento de Durkheim, no puede evitar llegar a
conclusiones como la anterior, que puede interpretarse, sin duda, desde una
perspectiva revolucionaria.
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