la literatura al final de la vida

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LA LITERATURA AL FINAL DE LA VIDA
Jesús Honorato Pérez
La literatura al final de la vida
El final de la vida es uno de los momentos más trascendentes en
la existencia humana precisamente porque su consecuencia más
directa es la inexistencia. Es por ello por lo que la presencia del final
de la vida en las manifestaciones de todas las bellas artes es una
constante absolutamente universal y la literatura no sólo no puede
ser una excepción, sino que es probablemente la manifestación artística en la que más veces y más profundamente se ha tratado, expresado, involucrado en distintas tramas y utilizado para la expresión
poética el fenómeno de la muerte.
No hay prácticamente ni un solo escritor que no haya tocado el
tema del final de la vida de una u otra forma en su obra literaria. Pero
la aproximación a la muerte puede ser muy diferente según los diversos autores.
A veces se hace, sin mencionarla, sugestiva o subrepticiamente.
A veces, con referencias atroces, descarnadas y con un realismo
que llega hasta lo macabro.
A veces, de una manera natural, como algo que ya se sabe y que
es habitual o inherente al fenómeno de la vida que de alguna forma
comienza y que de alguna forma tiene que terminar.
Otras veces se achaca a la muerte su arrogancia como Rasputin
que decía.
“La muerte está tan segura de su triunfo que nos da una vida por delante”
Otras veces se ha tratado a la muerte de poderosa, como Pablo
Neruda en el Fulgor y la muerte de Joaquín Murieta, o de respetable,
como León Felipe.
Viendo como cavaba una fosa
Y cantaba, al mismo tiempo
Un sepulturero
Me dije a mi mismo
No sabiendo los oficios
Los haremos con respeto
Para enterrar a los muertos
Cualquiera sirve, cualquiera
Menos un sepulturero
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Jesús Honorato Pérez
Otras veces el final de la vida aparece como un ingrediente cotidiano, inevitable y noble de la vida como lo hace William Shakespeare que dice:
Los cobardes mueren muchas veces antes de su verdadera muerte; los
valientes gustan la muerte sólo una vez.
En una de sus obras más conocidas, como es Hamlet, la muerte
es uno de los temas centrales. La idea de vivir en este mundo lleno
de corrupción y soportar el sufrimiento que ello supone, o por el
contrario, suicidarse para acabar con esa agonía que atormenta a
Hamlet flota a lo largo de todo este drama. Recuerden el famosísimo
soliloquio:
¡Ser o no ser, esta es la cuestión!
¿Por qué debe optar mas dignamente el alma noble
entre sufrir de la fortuna impía el porfiado rigor,
o rebelarse contra un mar de desdichas,
y afrontándolo desaparecer con ellas?
Morir, dormir, no despertar ya nunca
Poder decir todo acabó; en un sueño
Sepultar para siempre los dolores del corazón
Los mil y mil quebrantos que heredó nuestra carne
¡Quien no ansiara concluir así
¡Morir....quedar dormidos.....
Dormir ....tal vez soñar.
Cuando del mundo no percibamos ni un rumor
¡Que sueños vendrán en ese sueño de la muerte!
Observen como también Shakespeare utiliza la idea de comparar la muerte con un sueño, idea que es querida por muchos autores.
Recuerden en este sentido a Calderón y su obra “La vida es sueño”.
Esta idea se repite muchas veces en la obra de Shakespeare.
En otras ocasiones dice:
Es el sueño tu reposo más dulce; lo invocas con frecuencia y luego
eres lo bastante estúpido para temblar delante de la muerte que no es nada
más que un sueño
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La literatura al final de la vida
o
Estamos hechos de la misma materia que los sueños y nuestra pequeña vida termina durmiendo
Otros autores la han tratado como el final de todo, a la manera
de Goethe y de Manrique que une la idea del final de la vida con la
de que la muerte iguala a todos los humanos por muy diferente que
fuera la vida que han llevado.
Recuerden aquello de:
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar
qu’es el morir
allí van los señoríos
derechos a se acabar
e consumir
allí los ríos caudales
allí los otros medianos
e más chicos
allegados, son iguales
los que viven por sus manos
e los ricos
En ocasiones a la muerte se le pone hora fija y se repite hasta el
vértigo su puntualidad como hace García Lorca.
A las cinco de la tarde.
Eran las cinco en punto de la tarde
Un niño trajo la blanca sabana
A las cinco de la tarde
Una espuerta de cal ya prevenida
A las cinco de la tarde
Lo demás era muerte y solo muerte
A las cinco de la tarde
Un ataúd con ruedas es la cama
A las cinco de la tarde
El toro ya mugía por su frente
A las cinco de la tarde
El cuarto se irisaba de agonía
A las cinco de la tarde
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A lo lejos ya viene la gangrena
A las cinco de la tarde
Trompa de lirio por las verdes ingles
A las cinco de la tarde
Las heridas quemaban como soles
A las cinco de la tarde
Y el gentío rompía las ventanas
A las cinco de la tarde
A las cinco de la tarde
¡Ay que terribles cinco de la tarde!
¡Eran las cinco en todos los relojes!
¡Eran las cinco en sombra de la tarde!
Incluso a veces se refiere el final de la vida a un objeto simbólico bastante inusual como es el cadáver de la Úrsula muerta y momificada de García Márquez en Cien años de soledad.
“Poco a poco se fue reduciendo, fetizandose, momificándose en vida,
hasta el punto de que en sus últimos meses era una ciruela pasa perdida
dentro del camisón y el brazo siempre alzado terminó por parecer la pata
de una marimonda. Se quedaba inmóvil varios días, y Santa Sofía de la
Piedad tenía que sacudirla para convencerse de que estaba viva. Amaranta y Aureliano la llevaban y la traían por el dormitorio, la acostaban en el
altar para ver que era apenas más grande que el Niño Dios y una tarde la
escondieron en el armario del granero donde hubieran podido comérsela
las ratas. Era como una anciana recién nacida.
Amaneció muerta el jueves santo. La enterraron en una cajita y muy
poca gente asistió al entierro, en parte porque no eran muchos los que
se acordaban de ella y en parte porque ese mediodía hubo tanto calor
que los pájaros desorientados se estrellaban como perdigones contra las
paredes y rompían las mallas metálicas de las ventanas para morirse en
los dormitorios”
Es difícil ironizar sobre la muerte de una forma más colorida y
más simbólica como hace García Marquez en estos párrafos.
Otras veces se cita a la muerte como antagonista de si misma por
que se desea su inmediatez. Es el caso de Santa Teresa cuando,
empleando metros cortos, según la antigua escuela tradicional castellana escribe:
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¡Ay! ¡qué larga es esta vida!
¡Que duros estos destierros,
esta cárcel y estos hierros
en que el alma está metida!
Solo esperar la salida
me causa un dolor tan fiero
que muero porque no muero.
En realidad la muerte no tiene límites ni contornos. No tiene figura, aunque insistamos en representarla como una horrible vieja, descarnada, buscando con una guadaña feroz donde segar una vida. La
muerte es infinita y amorfa. Su secreto es que no existe en si misma,
su esencia se afirma en su contraste, la ausencia de vida.
Como tema literario la muerte es al mismo tiempo tema y trasfondo, asunto y contexto. Por expresarlo de alguna manera, es
como la sombra de un fantasma y al mismo tiempo el propio fantasma en una sola unidad inseparable e inmanente. Es un final con
transcurso y con precedente. Es al mismo tiempo término, principio y recorrido.
El hombre piensa en la muerte como un drama por que intuye
que la vida es un don que se pierde por la muerte y ese sentimiento es en la mayor parte de las ocasiones más fuerte que la convicción de que hay vida más allá de la muerte. El transcurso de los
años hace que vaya creciendo en el hombre la resignación y le
vaya restando fuerza al dolor por la perdida de lo tangible que es
la vida.
En este sentido decía Fernando de Rojas:
Nadie es tan joven que no se pueda morir mañana, ni tan viejo que
no pueda vivir un día más.
Cuando escribe sobre el final de la vida el escritor suele alternar
todas estas condiciones íntimas del hombre, las equilibra, las superpone, las ordena, las combina o las desgaja y desordena pero casi
siempre expresa su preocupación por el final de la vida como un proyecto, como una pesadilla recurrente, como una fatalidad generalmente a largo plazo o como angustia y miedo que impregnan
constantemente su vida.
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Al fin y al cabo el escritor se aproxima a la muerte, como cualquier otro ser humano, a través de la experiencia ajena, no es posible escribir a partir de la muerte propia. Ya lo decía Séneca:
”Podemos sentir y conocer la pérdida de un familiar muy querido,
de una fortuna, etc. Pero no podemos sentir nuestra propia muerte porque instantáneamente, en el mismo momento de ocurrir, ella nos hace
insensible a todo. Es absurdo el temor por lo que, cuando ocurra, no lo
podemos ya sentir.”
No faltan escritores que juegan con la muerte y se la toman en
términos divertidos pero solamente se suele hacer cuando el escritror
está fuera de sí mismo, es decir, cuando anula su sentimiento fatal y
no trata de sublimarlo tomándoselo a broma.
Es por ejemplo como se la toma Nicolás da Rocha cuando escribe:
“Estoy cansado de escuchar cosas acerca de la muerte, de sus juegos
macabros, de ese acecho constante qué suele destrozar más de una vida
en vida. Quizás sea porque ha llegado hasta el punto mismo de hacerme sentir demasiado pequeño frente a la sola noción de su existencia,
pero es verídico: la muerte me tiene harto. No tengo nada claro si la muy
infame logrará alguna vez convencerme de hacer el viaje propuesto,
francamente no puedo asegurarlo, pero si tengo muy claro que la muy
idiota se cree que lo puede todo, y no puede darse cuenta de que lo
único que logra es fomentar más y más el amor en todos nosotros, aquellos que somos vulnerables a su existencia.
Y sigue Da Rocha:
Cuanto más pasa la muerte a buscar a los nuestros, mas nos aferramos
a los que quedan. Sin embargo, hay que reconocerle muchos méritos: Ha
logrado despertar en algunos mucho más que la mejor musa inspiradora.
Ha podido subsistir en el tiempo y es muy probable, aunque suene a irónico, que la muerte sea inmortal; eterna. Una estupidez eterna, como la
nuestra, que nos empeñamos en darle mayor crédito de lo que en realidad
merece. Si fuera ella quien debiera hacer todo el trabajo, estoy más que
seguro que no podría cumplir con sus objetivos ni un solo día. Pero cuenta con nuestra propia imbecilidad, la imbecilidad humana. No le hace falta
recorrer todas las rutas ni todos los mares, ni todos los cielos para lograr su
objetivo. Debemos reconocer que ha sido muy astuta”.
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En este mismo sentido de tomárselo a broma pero en serio
Ramón Gómez de la Serna decía.
“Hay suspiros que comunican la vida con la muerte, Tengamos, pues,
cuidado al suspirar.”
Antonio Machado por boca de Juan de Mairena escribía:
“El hombre es el animal que usa relojes. Mi maestro paró el suyo poco
antes de morir, convencido de que en la vida eterna a que aspiraba no
había de servirle de mucho, y en la Nada, donde acaso iba a sumergirse,
de mucho menos todavía. Convencido también, y esto era lo que más le
entristecía, de que el hombre no hubiera inventado el reloj si no creyera
en la muerte.”
Sin embargo, otros autores dan una visión fría, desolada y despechada de la muerte.
Uno de nuestros más grandes poetas del siglo XX, Claudio Rodríguez, escribía:
Cualquier cosa valiera por mi vida esta tarde.
Cualquier cosa pequeña si alguna hay
Martirio me es el ruido sereno, sin escrúpulos,
sin vuelta, de tu zapato bajo
¿Qué victorias busca el que ama?
¿Por qué son tan derechas estas calles?
Ni miro atrás ni puedo perder ya de vista el final
Mi boca besa lo que muere y lo acepta
Y la piel misma de la muerte es la del viento.
Adiós. Es útil norma este suceso, dicen.
Queda tú con las cosas nuestras, tú, que puedes,
que yo me iré donde la noche quiera
El final de la vida está cerca de toda obra literaria o mejor podría
decirse que está dentro o invade o impregna toda obra literaria. Está
en todos los escritores y no hay ningún reducto que sea infranqueable para ella.
La muerte está en Cervantes, Santa Teresa, Bécquer, Miguel Hernández, Machado, Lope de Vega, Cortazar, Borges, Rulfo, Octavio
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Paz, Baudelaire, Verlaine, Flaubert, Aragón, Yourcenar, Ionesco,
Rilke, Calderón... por mencionar únicamente a los autores que últimamente he frecuentado o más me han impresionado en su acercamiento al final de la vida.
En el fondo escribir acerca de la muerte es el responder a una de
las preguntas que desde siempre se ha planteado el hombre de cualquier época, cultura o creencia.
Tampoco ha habido ningún momento en la literatura, a lo largo
de toda su evolución histórica y a lo ancho de sus diferentes estilos
que haya obviado el fenómeno de la muerte.
Los escritores realistas y naturalistas ven el final de la vida como
un hecho biológico y no le prestan demasiada atención por si
mismo, porque a los escritores de este estilo lo que les interesa es
mezclarse con la gente, pisar la calle, frecuentar todos los ambientes
y saber que piensan los personajes que crean, pero siempre desde un
punto de vista muy vital y la muerte se presenta únicamente como
un punto final sin más protagonismo que el de aquello que es absolutamente necesario que suceda.
En las obras literarias realistas los seres vivos crecen, se reproducen y mueren. Cuando el protagonista muere solamente hay que
enterrarlo lo más dignamente posible pero sin darle mas vueltas a lo
que pudo haber sido y no fue. Lo que ha pasado es lo normal. Podría
decirse que las características más definitorias de estas obras es su
absoluta fidelidad a la realidad. Como mucho, el escritor realista
cuando hace aparecer a la muerte lo hace rodeándola de una aureola de tristeza o de lastima, pero poco más. Si muere una persona
joven se describen las vivencias moderadamente tristes de los otros
personajes. Si el que muere es un anciano, se describen los acontecimientos con placidez y serenidad. Si muere alguien que se arrepiente de sus pecados, se le trata con benevolencia y si no se
arrepiente igual porque llegados a ese punto no sirven de nada las
venganzas.
Para los naturalistas la muerte es siempre real, nunca imaginada,
llega a su hora y hace lo que tiene que hacer. En principio, no apetece que llegue pero cuando llega el fin de la vida hay que aceptarlo con
dignidad, aunque no todas las criaturas saben hacerlo, de ahí la diferencia entre héroes y villanos. Saber morir también es una distinción.
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Sin embargo, esta forma “natural “de ver la muerte no suele ser
corriente en los autores del siglo XX. Por ejemplo cuando se produce la muerte de una persona joven la visión que se da es profundamente trágica y el escritor suele sublevarse frente a ella sin
aceptarla ni mucho menos de buen grado como es el caso de
Miguel Hernández:
Yo quiero ser, llorando, el hortelano
De la tierra que ocupas y estercolas
Compañero del alma, tan temprano
Alimentando lluvias, caracolas
Y órganos mi dolor sin instrumento
A las desalentadas amapolas
Daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado
Que por doler me duele hasta el aliento
Un manotazo duro, un golpe helado
Un hachazo invisible y homicida
Un empujón brutal te ha derribado
No hay extensión más grande que mi herida
Lloro mi desventura y sus conjuntos
Y siento más tu muerte que mi vida
Ando sobre rastrojos de difuntos
Y sin calor de nadie y sin consuelo
Voy de mi corazón a mis asuntos
Temprano levantó la muerte el vuelo
Temprano madrugó la madrugada
Temprano estás rodando por el suelo
No perdono a la muerte enamorada
No perdono a la vida desatenta
No perdono a la tierra ni a la nada
Quiero escarbar la tierra con los dientes
Quiero apartar la tierra parte a parte
A dentelladas secas y calientes
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
Y besarte la noble calavera
Y desamordazarte y regresarte
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Jesús Honorato Pérez
Volverás a mi huerto y a mi higuera
Por los altos andamios de las flores
Pajareara tu alma colmenera
A las aladas almas de las rosas
Del almendro de nata te requiero
Que tenemos que hablar de muchas cosas
Compañero del alma, compañero.
Difícilmente se puede expresar poéticamente la desolación que
produce el final de la vida de una persona joven y querida, a la que
si fuera posible se intenta “regresar” por cualquier método por trágico, contundente e imposible que sea.
También es verdad que la diversidad de la literatura del siglo XX
es posiblemente su característica más definitoria y así otros autores
se acercan al final de la vida de una manera absolutamente sobria y
sencilla
Decía Antonio Machado:
Cuando llegue el día del último viaje
Y esté al partir la nave que nunca ha de tornar
Me encontrareis a bordo, ligero de equipaje
Casi desnudo, como los hijos de la mar.
Es difícil expresarlo de una forma más limpia y sincera.
La aproximación al final de la vida en la literatura del siglo XX es
extraordinariamente diversa. Hay tantas posturas como corrientes
literarias, como autores y como personas.
El principio de siglo viene marcado por una época dolorosa, las
dos guerras mundiales, para nosotros también la guerra civil, y ello
es posiblemente el motivo de que surgieran muchos movimientos de
vanguardia: futurismo, superrealismo, existencialismo. Hubo dolor y
horror ante tanto sufrimiento que se plasmó básicamente en la literatura de postguerra que dio en llamarse Literatura Social en la que
la muerte es tratada de una forma muy de puntillas como si ya estuviera saturado todo el mundo de ella.
Gabriel Celaya, en plena poesía social, ve en la solidaridad la
única forma de aceptar la muerte, de compartirla, de asumirla.
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Cada vez que muere un hombre
Todos morimos un poco, nos sentimos como un golpe
Del corazón revulsivo que se crece ante el peligro
Y entre espasmos recompone
La perpetua primavera con sus altas rebeliones
Somos millones. Formamos
La unidad de la esperanza
Lo sabemos. Y el saberlo
Nos hace fuertes, nos salva.
Solamente en algunas novelas del siglo XX aparecen muertes de
personajes descritas con más o menos intensidad. Sin embargo hay
que destacar algo importante y posiblemente significativo, en el
siglo XX no suele ser el muerto el que más importa, sino los vivos,
el dolor que causa en los que quedan, las sensaciones que provoca
su falta, los pensamientos de recuerdo hacia el desaparecido, etc.
De esta forma se consigue que el lector se identifique mejor con la
acción que se desarrolla en el relato ya que no le interesa saber
como será su muerte, sino como encajar la muerte de los demás e,
incluso, aprender a mentalizarse de ese hecho; pero desde la experiencia de los demás, porque la muerte, por desgracia, no es una
experiencia de la que nadie haya podido hablar, al menos de la suya
propia.
Algunos autores del siglo XX se cuestionan el hecho de morir y
acaban aceptándolo de mejor o peor grado, pero siempre fundamentándolo sobre unas bases de pensamiento firmes.
Miguel de Unamuno se plantea la muerte como parte de la vida,
como esa aliada que siempre viaja con nosotros. Recordemos como
lo recrea en su soneto “La vida de la muerte”
Oír llover no más, sentirme vivo:
El universo convertido en bruma
Y encima mi conciencia como espuma
En que el pausado gotear recibo
Muerto en mi todo lo que sea activo
Mientras toda visión la lluvia esfuma
Y allá abajo la sima en que se suma
De la clepsidra el agua; y el archivo
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De mi memoria, de recuerdos mudo;
El ánimo saciado en puro inerte;
Sin lanza, y por tanto sin escudo
A merced de los vientos de la suerte
Este vivir, que es el vivir desnudo,
¿No es acaso la vida de la muerte?
Otra vez Antonio Machado nos habla del anuncio de su muerte,
una muerte que será serena calmada y limpia pero que él no verá llegar porque en el momento supremo, cerrará los ojos para siempre:
Daba el reloj las doce...y eran doce
golpes de azada en tierra...
¡Mi hora! –grité–. El silencio
me respondió: –No temas;
tú no verás caer la última gota
que en la clepsidra tiembla.
Dormirás muchas horas todavía
sobre la orilla vieja,
y encontrarás una mañana pura
amarrada tu barca a otra ribera.
Juan Ramón Jiménez siente un mundo que se vacía de él mismo
y le da pena que todo siga igual; pero lo acepata en la medida en que
su palabra quedará en aquellas personas que lo han amado alguna
vez, y por ello escribe:
Y yo me iré. Y se quedaran los pájaros
cantando
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco
Todas las tardes, el cielo será azul y plácido
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario
Se morirán aquellos que me amaron;
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado;
mi espíritu errará, nostálgico...
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Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol verde,
sin pozo blanco
sin cielo azul y plácido...
Y se quedarán los pájaros cantando.
¡Qué forma tan bella de intentar trascender al final de la vida
mediante el canto de los pájaros!
No se puede hablar de la literatura del siglo XX sin tener en cuenta a los autores hispanoamericanos que tan ricas aportaciones han
hecho a la literatura universal. Ya hemos citado a García Marquez
pero quizás de todos ellos el que más ha tratado a la muerte de una
manera inmisericorde ha sido Jorge Luis Borges.
Borges tenía una insobornable inclinación hacia la muerte, hacia
la aniquilación de la conciencia, en las múltiples maneras que tenemos los humanos de imaginarla. Borges era implacable cuando describía el óbito de sus personajes, sin paños calientes ni obstáculos.
Sus narraciones conducen hacia el abismo insalvable de la nada aterradora hacia la densa neblina donde no hay nada mas que silencio,
donde no puede desembocar ningún fenómeno ninguna acción,
donde no existen ni causas ni efectos, donde yacerán los secretos, y
la forma pura de la conciencia y la memoria se disuelven como hielo
bajo el sol.
Borges decía “La muerte es una vida vivida y la vida es una muerte que viene”
Quizás la mejor definición de cómo entiende Borges el final de
la vida es su famoso poema “Remordimiento por cualquier muerte”
Libre de la memoria y de la esperanza
ilimitado, abstracto, casi futuro,
el muerto no es un muerto: es la muerte
Como el Dios de los místicos,
de Quien deben negarse todos los predicados,
el muerto ubicuamente ajeno
no es sino la perdición y ausencia del mundo.
Todo se lo robamos,
no le dejamos ni un color ni una sílaba:
aquí está el patio que ya no comparten sus ojos,
allí la acera donde acechó su esperanza.
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Hasta lo que pensamos podría estarlo pensando él también;
nos hemos repartido como ladrones
el caudal de las noches y de los días.
Como se ve hay muchos elementos en la obra de Borges que
recuerdan su visión implacable y sórdida del final de la vida.
Para terminar es absolutamente necesario hablar de cómo ven el
final de la vida los autores románticos porque ha sido probablemente el motivo sobre el que más han centrado sus obras y por que sin
su visión sobre la muerte probablemente se perdería la esencia más
definitoria de este estilo literario
Para los escritores románticos la vida no es un bien, sino un mal.
El alma de los románticos es un alma atormentada, triste, moralmente enferma, en busca de un ideal inalcanzable, de un sueño que
nunca se podrá realizar. El pesimismo lo envuelve todo. Si se mira la
juventud, el tiempo la destruye. Si se sueña con el amor, el desengaño lo carcome, si se cree en la riqueza o en la fama, pronto se desvanecen. Vivir ¿para qué? El escritor romántico esta invadido por una
angustiosa melancolía, una desesperación incontrolable. Si la vida es
un mal, el final de la vida es en consecuencia, el gran amigo de los
románticos, es lo que trae la libertad al alma atormentada.
Los románticos se sienten atraídos por la temática necrófila, es el
tema de las noches, de los sepulcros, de la aspiración a lo infinito
puesto que la muerte es los caminos para alcanzarlo y es el tema de
la soledad absoluta.
No ha faltado, sobre todo entre los románticos, la aproximación,
no solo al final de la vida sino a lo que sucede un poco más allá, y
además impregnado de los matices más desgarradores como es frecuente en este estilo.
Recordemos a Gustavo Adolfo Bécquer que tan dado era al tremendismo pero impregnado a su vez de un realismo absolutamente
eficaz:
Cerraron sus ojos
que aun tenía abiertos
taparon su cara
con un blanco lienzo
y unos sollozando
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La literatura al final de la vida
otros en silencio
de la triste alcoba
todos se salieron
De la casa, en hombros
llevaronla al templo
y en una capilla
dejaron el féretro
de la alta campana
la lengua de hierro
le dio volteando
su adiós lastimero
Del último asilo
oscuro y estrecho
abrió la piqueta
el nicho a un extremo
Allí la acostaron,
tapiáronle luego
y con un saludo
despidiose el duelo
La piqueta al hombro
el sepulturero
cantando entre dientes
se perdió a lo lejos
La noche se entraba
el sol se había puesto
perdido en las sombras
yo pensé un momento
¡Dios mío, que solos
se quedan los muertos!
¿Vuelve el polvo, al polvo?
¿Vuela el alma al cielo?
¿Todo es sin espíritu,
podredumbre y cieno?
No sé; pero hay algo
que explicar no puedo,
algo que repugna
aunque es fuerza hacerlo
el dejar tan tristes
tan solos los muertos.
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BIBLIOGRAFÍA
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