Las piedras sagradas de los awara 1 Miguel A. Martín González 2 El primer pueblo que se asentó en la Isla procedía del Norte de África y pertenecía a la confederación de los Houara, hawara o awara. Sea como fuera, de una manera voluntaria o forzosa, vinieron para colonizar; trajeron sus costumbres y sus ideas de vida social y religiosa, adaptándolas a la singularidad de la nueva tierra. Este asentamiento definitivo supuso la posibilidad de abordar una extraordinaria variedad de ecosistemas y de alimentos potenciales, diferentes a los de su lugar de origen, con una variabilidad que permitió una flexibilidad asombrosa en la adaptación frente a la gran diversidad de circunstancias medioambientales que hallaron y explotaron; eso sí, regulando la capacidad productiva para garantizar la supervivencia. Se calcula un poblamiento continuado desde el 300/200 a.C. hasta 1493. Colonizaron una isla que pasó a llamarse Benawara (la isla [la tierra] de los awara). Sus instalaciones eran muy humildes, aprovechando las cuevas más espaciosas, construyeron cabañas modestas y uniformes que indicaban una sociedad igualitaria, donde la riqueza estaba distribuida de forma bastante igualitaria. No era un pueblo guerrero; a parte de las escaramuzas entre familias y facciones, no tenían ni enemigos no ambición por conquistar nuevos territorios en islas adyacentes. Celebraron fiestas para resaltar la solidaridad. Establecieron acuerdos firmes y vinculantes sobre los derechos de pastos, la cría de ganado, el matrimonio y el intercambio de bienes. Era una sociedad oral, no hacían efigies de sus dioses y usaban el ritual para mantener el orden del mundo. Estas acciones ceremoniales podían controlar las fuerzas de la naturaleza y hacer que la lluvia llegue en su tiempo y que los cuerpos celestiales permaneciesen en sus cursos fijados. El cielo se podía comunicar con la tierra y los humanos podían compartir la comida con los antepasados y los dioses. Tenían sus santuarios al aire libre, experimentaron el paisaje como algo rico en sentido espiritual, veneraron los elementos más destacados de su territorio (roques, montañas…), establecieron los cuatro puntos solsticiales y, por encima de todo, se encontraba una diosa del cielo (Abora). El hombre prehistórico depende para su subsistencia de la naturaleza, ya que aún no puede dominarla. Por ello, y ante su incapacidad para explicar determinados fenómenos naturales que 1Texto incluído en el catálogo de la exposición Raíces: Pepe Valencia en Awwa Art celebrada en San Andrés y Sauces durante los meses de diciembre y enero del 2014. www.awwa.es/exhibitions/002.html 2Profesor e historiador de la antigüedad y director de la Revista Iruene La Palma: www.iruene-lapalma.blogspot.com inciden directamente en los rendimientos agrícolas y/o ganaderos, su pensamiento mágico le conduce a adorar como dioses a esas fuerzas naturales visibles o invisibles que condicionan su vida. En última instancia, no hace otra cosa más que interceder ante la divinidad. Basta, que no es poco, con adaptarse a los ciclos de la fecundidad y respetar la naturaleza para creer en conseguir los bienes que necesitan para subsistir. Bajo esta mentalidad, los pueblos viven el tiempo y la historia de forma cíclica: cada año se repite lo mismo. El futuro no puede ser más que la repetición del presente, el cual, a su vez, es repetición del pasado. A esta dinámica no escaparon los awara, pues sacralizaron la tierra y sus principales elementos como las montañas, el cielo y sus destacados luceros, palpable a través de los restos materiales en forma de amontonamientos de piedras, canales y cazoletas esculpidas sobre la roca y la talla de símbolos geométricos sobre las piedras. Aquí en la tierra adoraron, por encima de todo, la montaña, el arquetipo de todos los templos. En La Palma, la arqueología, la antropología, la etnografía… y la astronomía han cruzado las miradas, unos al suelo y otros al cielo, para coincidir en una misma dirección, interrelacionando las observaciones hasta confirmar la importancia de los astros entre los antiguos habitantes de Benawara. La perseverancia en nuestros métodos de trabajo nos guió hasta el fundamento, lo palpable, la materialidad de la religión. Ahora conocemos sus santuarios, sus símbolos y, lo más importante, hacia donde se dirigían sus construcciones. El sustrato religioso awara y canario en general se nos ha manifestado. Después de muchos años, nuestro trabajo, en libertad, se ha visto recompensado y hemos empezado a ver luz al final del túnel. Los amontonamientos de piedras son las primeras iglesias que se construyeron en Benawara mucho antes de la propia existencia de Cristo. Las cumbres que contornean la Caldera de Taburiente son testigos mudos de la presencia de los primeros humanos que construyeron, al aire libre, unos amontonamientos de piedras de forma circular con un perímetro, en el mayor de los casos, de lajas hincadas en el suelo y rellenos de rocas y/o lajas de distintos tamaños. Se trata de sencillos recintos sagrados que suponen la primera manifestación arquitectónica religiosa de la isla de La Palma. Los amontonamientos de piedras se dispersan aislados o agrupados configurando un sistema que rinde culto al Sol en el momento de la llegada del Nuevo Año (solsticio de invierno), justo en el mismo instante en que asoma, al amanecer, por los picos más elevados de las montañas de las cumbres de Garafía, Puntagorda, Tijarafe y Tenerife. Esta tradición ancestral de orientar los templos hacia los solsticios continuó hasta nuestros días. Las iglesias cristianas, no sólo las de la isla de La Palma, orientan su cabecera hacia el Sol naciente del verano y los pies hacia el Sol poniente del invierno. La coordinación que existía entre el tiempo y el espacio en la cosmovisión awara encontró su expresión en la posición de la arquitectura mediante la orientación de los amontonamientos de piedras, la montaña y el Sol del invierno. Hasta hace muy pocos años, los estudios arqueológicos en Canarias no habían prestado atención al conjunto de cazoletas y canalillos (agujeros de diferentes tamaños excavados en la toba volcánica y sobre el propio basalto, muchos de ellos comunicados entre sí mediante canales artificiales) que también encontramos en la isla de la Palma. Nos acercamos a una de las manifestaciones más palpable de un mecanismo nacido de una angustia cósmica como es la falta de lluvias que se traduce en la sequía de la tierra y de los pastos. El sentido de la fertilidad y la vinculación astronómica mediante ritos de derramamiento de líquidos simbolizan la lucha por la supervivencia. Dentro de esta misma circunstancia descubrimos en la base de Risco Liso, en el interior de La Caldera de Taburiente, un entramado de canales de grandes dimensiones en cuanto a profundidad y anchura de surco que los diferencia. El simbolismo viene representado por la geometría de las formas de los grabados rupestres: espirales, meandros, círculos y una combinación ilimitada de trazas. La isla de La Palma destaca por poseer uno de los más ricos patrimonios de arte rupestre a nivel mundial. De hecho, reúne una de las mayores densidades de grabados rupestres del mundo: unas 400 estaciones, cerca de 1.000 paneles y más de 12.000 motivos en apenas una superficie de poco más de 700 km2. Los motivos se repiten, aunque tengan diferencias formales aparentes, frecuentan las proyecciones y las orientaciones de sus imágenes principalmente (más del 99 % de los casos) hacia los puntos extremos por donde sale o se pone el Sol (solsticios), el resto dirigen su plano hacia los equinoccios, el cenit, algunas montañas emblemáticas y algunas estrellas como Canopo, Sirio, Kochab, Polaris... Son, pues, un intermediario que hace posible la comprensión del sentido, testimonios del espíritu creador primitivo de los indígenas en relación con el ciclo infinito de la existencia y proporcionan interpretaciones de tipo cosmológico. Por lo tanto, un petroglifo evoca una idea que se transforma en una imagen. Tiene una estructura constructiva que se repite y nunca es igual. Solo el movimiento continuo caracteriza plenamente al cosmos. Esa es la esencia. Un grabado rupestre debe encontrarse permanentemente en movimiento para representar adecuadamente el modelo. Rememora un principio cíclico del tiempo sagrado, el que marcan con su oscilación el Sol, la Luna y las estrellas. Mención: Martín González, Miguel A.: Las piedras sagradas de los awara, en Awwa Art editions, 2013. Enlace a: www.awwa.es/exhibitions/002.html