La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia

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infancia
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AsunciónGonzálezdelYerroValdés
UniversidadAutónomadeMadrid
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La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
Asunción González del Yerro Valdés
1. Introducción
La autorregulación continúa siendo en la actualidad un concepto pluridefinido, una
especie de “concepto mosaico” que como un caleidoscopio refleja en cada una de
sus caras el interés de cada científico y el ámbito que se constituye en su objeto
de estudio. Este ámbito es en ocasiones estrecho. Algunos investigadores
aproximan su lente y generan dominios específicos de conocimiento sobre los
diferentes procesos o esferas susceptibles de ser regulados como el aprendizaje
(Zimmerman, 1989), la expresión emocional (Holodynski, 2004) o la salud
(Bandura, 2005). Otros alejan su punto de mira, adoptan una perspectiva más
general y la definen como el proceso por el que se controlan, supervisan y
corrigen las acciones con el fin de alcanzar las propias metas (Carver y Scheier,
1990).
La autorregulación no es un constructo nuevo. Hay quien lo considera tan
antiguo como la humanidad (Pantoja, 1981). Wiener (1948) desde el modelo
cibernético lo introdujo en el panorama científico, en su acepción más general,
definiéndolo como el proceso por el que un sistema se regula a sí mismo para
alcanzar metas específicas (Shapiro y Schwartz, 2000). El funcionamiento del
sistema se basaba en el denominado “bucle de retroalimentación”, un mecanismo
que tras comparar el estado actual con el estado ideal prescrito ponía en marcha
las actuaciones necesarias para alcanzarlo. El funcionamiento del aire
acondicionado que mide la temperatura de la habitación con la solicitada por el
usuario y activa el sistema de refrigeración necesario para alcanzarla constituye
un buen ejemplo del funcionamiento de este sistema que Vancouver (2000) y
Carver y Scheifer (2000) explican con un detalle mayor.
El bucle de retroalimentación puede actuar de manera automática y en
ausencia de conciencia. Constituye el mecanismo básico de las denominadas
máquinas inteligentes y del sistema homeostático más primitivo de los seres
vivos, que les impulsa a actuar para restablecer el equilibrio fisiológico que
necesitan para sobrevivir, cada vez que se altera. Watt (2004) sugiere que los
seres vivos más evolucionados deben participar de una forma más activa en su
propia autorregulación y que utilizan sus sistemas cognitivos y afectivos para
mejorar el funcionamiento de este mecanismo homeostático básico. Y que al
hacerlo, invierten su tendencia, así, mientras la actuación de los animales más
primitivos se rige por procesos gobernados por impulsos e instintos, por procesos
de abajo arriba, los seres humanos actúan, además, guiados por procesos de
arriba abajo, que subordinan la conducta a la actuación de procesos mentales
más complejos, que son, a su vez, susceptibles de ser regulados por el individuo
(Bandura, 1991; Wegner y Wenzlaff, 1996).
Pero los seres humanos no son capaces de realizar esta acción voluntaria en
sus edades más tempranas. Lo saben bien los profesionales de la educación que
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La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
afirman, como Grolnick y Ryan (1989), Kochanska, Coy y Murray (2001) y
Kochanska y Thompson (1997), la necesidad de proponer como objetivo
educativo el desarrollo de la autorregulación entendida como “la capacidad que
tiene el individuo para regular por sí mismo el afecto, la atención y la conducta
con el fin de responder con eficacia a las demandas internas y externas”
(Raffaelli, Crockett y Shen, 2005, pp. 54-55). Su aspiración es, como veremos en
el siguiente capítulo, optimizar una actuación autorregulada, y no una actuación
regulada externamente. Esta aspiración debe descansar, por una parte, en el
conocimiento sobre el nivel de autorregulación que se puede pedir a los niños en
las distintas edades con el fin de ajustar el nivel de exigencia a sus posibilidades
y, por otra, en el conocimiento de sus componentes y de los mecanismos
responsables de su desarrollo. Veamos pues qué nos dice la Psicología al
respecto.
2. La autorregulación cognitiva y afectiva: componentes y
variables mediadoras
El estudio de la autorregulación se ha abordado desde perspectivas muy diversas
que, quizás, podríamos dividir en dos grupos en función del carácter cognitivo o
afectivo del proceso regulado. En el primero figurarían los investigadores que
estudian el proceso mediante el que el individuo es capaz de regular procesos
cognitivos tales como el aprendizaje (Núñez, Solano, González-Pienda, Rosario,
2006; Zimmerman, 2000) o la lectura comprensiva (Sanz Moreno, 2003), en el
segundo, los que centran su interés en la autorregulación de la experiencia
emocional (Bell y Wolfe, 2004; Gray, 2004; Metcalfe y Mischel, 1999).
La polémica sobre el número de sistemas que debemos considerar
responsables de estos procesos se encuentra en la actualidad abierta. Así,
mientras la Neuropsicología actual apuesta por la existencia de un único sistema
responsable de la autorregulación de los procesos cognitivos y afectivos
(Prencipe y Zelazo, 2005). Metcalfe y Mischel (1999) diferencian dos sistemas de
autorregulación distintos: 1) un sistema cognitivo frío responsable de las funciones
de planificación, supervisión y mantenimiento de la información en la memoria a
corto plazo y, en general, de las funciones psicológicas implicadas en la
resolución de problemas, y 2) un sistema emocional cálido que se encuentra
controlado por la estimulación ambiental y que genera una respuesta rápida,
inflexible, estereotipada y con gran carga emocional. Este último sistema
dominaría la conducta durante los primeros años de vida, hasta que el sistema
cognitivo, que se desarrolla de forma más lenta, lograra imponerse como sistema
prioritario.
En cualquier caso, el estudio de la autorregulación invita, con Goleman (1996)
y Salowey y Mayer (1990), a tomar conciencia de los vínculos existentes entre la
emoción y la cognición, las dos grandes esferas de la personalidad del ser
humano que han sido tradicionalmente analizadas de manera independiente, pero
que estrechan sus lazos e invierten su relación jerárquica cuando el individuo trata
de regularse a sí mismo. Así, el sistema afectivo se pone al servicio del sistema
cognitivo cuando el sujeto, a pesar de la fatiga, redobla sus esfuerzos para
alcanzar una meta o resolver un problema, mientras, como veremos, son recursos
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La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
cognitivos como la atención o el pensamiento los que debemos ejercitar para
controlar nuestra conducta y, con ella, nuestra experiencia emocional.
Ambos tipos de autorregulación son importantes en el ámbito escolar. Veamos
qué dice la Psicología sobre ellos.
2.1. La autorregulación de los procesos cognitivos
Vamos a examinar únicamente las dos perspectivas más relevantes que han
estudiado este tipo de autorregulación: la Psicología Cognitivo-Social y la
Neuropsicología.
2.1.1. La perspectiva de la Psicología Cognitivo-Social
Bandura, el padre de la Psicología Cognitivo-Social, considera que el modelo
cibernético ofrece una explicación excesivamente simplista del ser humano, pues
se limita a describir únicamente cómo se regula una actividad que ya ha sido
iniciada y deja sin explicar la amplia gama de reacciones que presentan las
personas cuando constatan que no han podido alcanzar sus metas (Bandura,
1991, 1996); este abanico se extiende desde el abandono de las exigencias
iniciales, hasta el incremento del esfuerzo y/o la modificación del medio, de la
actividad, y/o un sinfín más de respuestas intermedias (Zimmerman, 2000).
La teoría Cognitivo-Social trata de superar estas carencias. Considera que la
autorregulación, proceso por el que el individuo intenta alcanzar sus propias
metas, es un proceso cíclico determinado por tres determinantes: la conducta, los
procesos personales y las condiciones ambientales. Son determinantes que se
encuentran en un estado constante de cambio y que requieren la existencia, no
de uno, sino de tres bucles de retroalimentación capaces de modificar cada uno
de ellos en la dirección necesaria para facilitar el logro de los objetivos
propuestos. Se trata de bucles abiertos que no se limitan a actuar tras percibir una
discrepancia entre la actuación y el sistema de referencia, sino que pueden
conducir proactivamente a la acción.
Zimmerman (2000), basándose en la teoría de Bandura, diferencia tres fases
en este proceso cíclico: 1) la fase de planificación, 2) la actuación o la fase de
control voluntario y 3) la fase de reflexión. Vamos a explicarlas con algo de
detalle.
1. La fase de planificación.
En esta fase se ponen en marcha dos procesos: a) los procesos
motivacionales, constituyen el motor de la conducta y están condicionados por el
interés intrínseco que uno siente hacia la actividad y por la autoeficacia (o
percepción que uno tiene de su capacidad para realizarla), y b) los procesos de
análisis de tareas, responsables de establecer las metas, de tomar decisiones
con respecto a los resultados de la conducta (o del aprendizaje) y de lo que
denominan “planificación estratégica” que consiste en determinar y secuenciar los
procesos y acciones necesarias para alcanzar esas metas, y de reajustar el plan
55
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
inicialmente establecido en función de las modificaciones que pueda sufrir el
ambiente y/o el sujeto.
2. La actuación o la fase de control voluntario.
En esta fase se desarrolla el plan de acción guiado por dos procesos de
control voluntario: el autocontrol y la observación de sí mismo.
a) El autocontrol supone la aplicación de técnicas que ayudan a centrarse
en la tarea y a optimizar el esfuerzo. Las técnicas más frecuentes son:
1) las autoinstrucciones (o descripciones que uno se da a sí mismo
sobre cómo debe actuar para realizar la tarea), 2) la visualización (o
formación de una imagen mental que facilita la codificación de los
elementos relevantes de una situación), 3) las estrategias centradas en
la tarea (que consisten en descomponer la tarea en sus elementos más
simples y en reorganizarlos de forma significativa como ocurre, por
ejemplo, al realizar un resumen de una lectura tras destacar y anotar las
ideas principales) y 4) el control de la atención (o conjunto de
estrategias que permiten mejorar la concentración y realzar los
procesos que son relevantes para la tarea, como la estructuración
ambiental dirigida a eliminar la influencia de los estímulos distractores o
el enlentecimiento de la actividad realizado con el fin de facilitar la
coordinación de las acciones que la componen).
b) La observación de sí mismo es el seguimiento de los aspectos
específicos de la propia conducta, de las condiciones que la rodean y
de los resultados que produce. Es un proceso condicionado por cuatro
variables: 1) el intervalo temporal existente entre la conducta y la autoobservación (a mayor intervalo temporal, menor probabilidad de
emprender una acción correctiva), 2) la “validez” de la retroalimentación
(de la información sobre la conducta realizada), determinada por su
grado de concreción (cuanto más concreta y precisa sea la información
sobre la conducta realizada, más fácil será emprender acciones que la
optimicen) y por el grado de estructura de la tarea, 3) la “fiabilidad” de
las observaciones, es decir, el grado en el que se ajustan a la realidad,
y 4) la “valencia de la conducta” o el carácter positivo o negativo de las
conductas observadas.
Las técnicas de registro facilitan la recogida de información de las autoobservaciones, permiten reducir el intervalo temporal, incrementar su
fiabilidad y, con frecuencia, optimizar la valencia de las conductas
observadas.
3. La fase de la autorreflexión
En esta fase se ponen en marcha dos procesos: 1) un proceso por el que el yo
se juzga a sí mismo y 2) los procesos involucrados en las reacciones del yo (que
dependen de la sensibilidad que tenga el individuo ante sus propios juicios).
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La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
El primer proceso incluye a su vez dos tipos de procesos: a) la evaluación del
yo (o la comparación entre los resultados obtenidos y la meta inicialmente
propuesta) y 2) la atribución de un significado causal a los resultados. La
atribución de los errores a habilidades fijas propicia el desánimo y la falta de
esfuerzo. La atribución de los errores a las estrategias de aprendizaje conduce a
probar estrategias diferentes y prolonga la motivación del estudiante.
Las reacciones del yo afectan a la percepción de satisfacción/insatisfacción
con respecto a la propia actuación, (que es una percepción importante pues sólo
en el primer caso el yo optará por prorrogar el curso de la acción), y a la
realización de inferencias sobre la actuación subsiguiente. Estas inferencias
pueden ser adaptativas e impulsar a la persona a mejorar la actividad regulada, o
defensiva y conducir a la persona a limitarse y a protegerse de los sentimientos
de insatisfacción y fracaso.
Las reacciones del yo determinan el subsiguiente proceso de planificación y
tienen un impacto decisivo en el posterior curso de acción y en la percepción que
tiene el sujeto de su capacidad para hacer algo.
2.1.2. La Neuropsicología
La perspectiva neuropsicológica propone un término diferente “función
ejecutiva” para referirse a un concepto similar, a todos aquellos procesos que
están implicados en el control consciente del pensamiento, la acción y la emoción
(Zelazo, 2005a)1. Ozonoff, Strayer, McMahon y Filloux (1994) la definen como el
constructo cognitivo utilizado para describir las conductas que están dirigidas
hacia una meta y orientadas hacia el futuro. La actuación de esta función depende
del grado de dificultad de la tarea, de su complejidad y de la experiencia que
tenga el individuo en ella (Norman y Shallice, 1986). Las demandas que plantean
las tareas sencillas y bien aprendidas son mínimas, generan respuestas
automáticas, sin embargo, las tareas nuevas y complejas requieren que el
sistema ejecutivo dirija y controle todos los recursos cognitivos del individuo.
El término “función ejecutiva” se utilizó inicialmente para agrupar la serie de
alteraciones en funciones psicológicas que manifestaban los pacientes que
habían sufrido una lesión en la corteza prefrontal2. Desde entonces, los
investigadores han abordado su estudio siguiendo una de las dos perspectivas
que las connotaciones del término “ejecutivo”, en inglés: “executive”, entraña
(Zelazo, Carter, Reznick y Frye, 1997; Zelazo y Müller, 2002): 1) procesos de alto
nivel, responsables de la planificación y/o control de otros recursos y 2) procesos
responsables de la ejecución de programas. Vemos ambos tipos de procesos en
la lista que ofrecen Cabarcos y Simarro (2000) tras revisar la literatura existente
1
Aunque como ocurre con la autorregulación, a pesar de que la función ejecutiva es en la
actualidad uno de los temas que está suscitando un interés científico más vivo, se encuentra todavía
a la espera de encontrar una definición unánime (Zelazo y Müller, 2002).
2
El córtex prefrontal es el área del cerebro anterior a la corteza premotora y al area motora
suplementaria, es una región privilegiada para la integración de la información y la regulación del
pensamiento, la emoción y la acción por la complejidad y riqueza de conexiones que mantienen
con otras áreas del cerebro (Zelazo y Müller, 2002).
57
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
sobre el abanico de funciones psicológicas incluidas en la función ejecutiva:
•
•
•
•
•
•
•
Planificación o elaboración de un plan estratégicamente organizado de
secuencias de acción motoras y cognitivas.
Flexibilización o capacidad para alternar entre los distintos criterios de
actuación que pueden ser necesarios para responder a las demandas
cambiantes de una tarea o situación.
Activación (o mantenimiento en la memoria a corto plazo) de la información
necesaria para guiar la conducta, información referida al objetivo de la
conducta y a las variables relevantes del entorno.
Monitorización o supervisión de la actividad mientras ésta se realiza que
permite optimizar la actuación y los procedimientos en curso.
Inhibición o interrupción de una respuesta previamente automatizada con el
fin de permitir la producción de otra más adecuada para la situación actual.
Control de la atención con el fin de rechazar los estímulos que no son
relevantes para la acción.
Capacidad para reconocer la consecución de los objetivos y para finalizar
la acción.
Insatisfechos con el sustrato teórico en el que se apoyan estas alternativas,
limitado con frecuencia a enumerar simplemente el listado de las funciones que
puede englobar el término “función ejecutiva” sin explicar las posibles relaciones
existentes entre ellas, Zelazo, Carter, Reznick y Frye (1997), siguiendo la
propuesta de Luria (1973), consideran que esta función es un sistema funcional
interactivo que implica la integración de otros subsistemas y que, como tal, debe
definirse en términos de sus funciones (de lo que permite alcanzar), de sus
subfunciones y de cómo éstas se organizan para alcanzar un objetivo común. De
esta forma, proponen que la función ejecutiva es el conjunto de procesos
implicados en la solución de problemas y los organizan temporal y funcionalmente
en torno a las cuatro fases implicadas en la solución de los mismos (fases
parcialmente coincidentes con las propuestas por la Psicología Cognitivo-Social,
como veremos posteriormente).
El estudio de la función ejecutiva ha estado fundamentalmente dirigido al
estudio de la denominada “función ejecutiva fría”. Sin embargo, la función
ejecutiva extiende también su radio de acción al ámbito afectivo. La evidencia
procedente de la neurología invita a pensar que existen diferencias funcionales
entre las distintas regiones de la corteza prefrontal (área del cerebro comúnmente
considerada responsable de la función ejecutiva), de manera que mientras la
región dorso lateral se activa en la resolución de problemas abstractos y
descontextualizados, las regiones ventral y media intervienen en la resolución de
problemas que requieren la regulación del afecto y la motivación (Hongwanishkul,
Happaney, Lee y Zelazo, 2005; Zelazo, 2005c). No obstante, como veíamos
previamente, ambas funciones (la función ejecutiva fría y la cálida) son partes de
un mismo y único sistema que opera de forma coordinada en cada actuación,
aunque en cada caso se enfatice el uso de una u otra (Prencipe y Zelazo, 2005).
Aunque la función ejecutiva está íntimamente vinculada al desarrollo emocional,
pues su déficit se asocia, entre otros, con distractibilidad, impulsividad,
intolerancia al retraso en la gratificación y dificultades en la adquisición de la
teoría de la mente (ver revisión en Riggs, Jahromi, Razza, Dillworth-Bart y Ulrich
58
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
Mueller, 2006), por el momento, las explicaciones sobre los aspectos más cálidos
de la autorregulación que ofrecen los psicólogos interesados en la regulación
emocional son más completas. Veámoslo.
2.2. El estudio de la autorregulación emocional
Los psicólogos de la personalidad consideran que tanto la autorregulación
emocional como la reactividad son dos componentes del temperamento. Definen
la reactividad como la forma peculiar que tiene el individuo de responder a los
estímulos del medio y, la autorregulación emocional, como el conjunto de
procesos que ponen en marcha para modular esa reactividad (Fox, 1989;
Rothbart y Derryberry, 1981) o, de una manera más completa, como “el conjunto
de procesos, de carácter intrínseco y extrínseco, responsables de identificar,
supervisar, evaluar y alterar las reacciones emocionales, especialmente su
intensidad y sus rasgos temporales, con el fin de alcanzar las propias metas”
(Thompson, 1994, pp.27-28).
Esta definición refleja, como señalan Ato, González y Carranza (2004), los
cambios que, en los últimos años, ha experimentado el estudio de la
autorregulación emocional, tradicionalmente centrado en la inhibición de las
emociones y en su carácter perturbador, pues con ella Thompson: a) destaca el
valor funcional y el carácter adaptativo de la experiencia emocional, al resaltar
que el proceso se pone en marcha con el fin de alcanzar las metas que persigue
el individuo, invitándonos, de este modo, a valorar la importancia de activar y
mantener los estados emocionales positivos, b) subraya el carácter social del
proceso al incluir, junto a las estrategias utilizadas por el sujeto, las que pone en
marcha su contexto social y c) sugiere algunos de los parámetros de la emoción
susceptibles de ser regulados: la intensidad y los parámetros temporales. No son
éstos los únicos. La emoción es un fenómeno multifacético que incluye
componentes neurofisiológicos, cognitivos y conductuales. Todos ellos, unidos al
contexto social, pueden afectar y ser afectados por el proceso controlado o
automático, consciente o inconsciente por el que un individuo se regula a sí
mismo (Gross, Richards y John, 2006).
Del mismo modo, la perspectiva teórica sobre el origen del temperamento se
ha modificado sustancialmente en la última década. La Psicología de la
Personalidad tradicional defendía que el temperamento estaba determinado
genéticamente. La perspectiva actual reserva este origen innato únicamente al
primer componente del temperamento, a la reactividad, y reconoce que, el
segundo, la autorregulación emocional, es una habilidad que se desarrolla a lo
largo de la infancia (e incluso de la adolescencia) en función de las características
intrínsecas del individuo y de la interacción que establece con el medio social
(Fox, 1989; Thompson, 1994; Stiffter y Braungart, 1995).
Este desarrollo supone la adquisición de una serie de estrategias que Gross
(1998, 1999, 2002) y sus colaboradores (Gross, Richards y John, 2006) dividen
en dos grupos: a) estrategias que actúan en las condiciones antecedentes a la
situación que genera la emoción y b) estrategias que actúan en la propia situación
emocional.
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La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
a) Las estrategias que actúan en las condiciones antecedentes
Son todas las estrategias que se ponen en marcha antes de que aparezca la
experiencia emocional. Los investigadores diferencian dos tipos: la selección y la
modificación de la situación. La primera es la estrategia usualmente denominada
“de aproximación o retirada” (Carranza, Galián, Fuentes, González y Estévez,
2001) que consiste en decidir aproximarse o evitar lugares, personas o
situaciones con el fin de influir en la experiencia emocional, por ejemplo, decidir ir
al cine la noche antes de un examen. El segundo consiste en modificar una
situación susceptible de generar emociones como por ejemplo, solicitar no hablar
sobre el grado de preparación para un examen con la persona con la que se
decidió ir al cine.
b) Las estrategias que actúan en la propia situación emocional
Son las estrategias que intervienen cuando el estado emocional se ha
activado. Estas estrategias pueden ser de carácter conductual o cognitivo
(Ochsner y Gross, 2005).
Entre las estrategias de carácter cognitivo se diferencian las estrategias
centradas en el control de la atención y las que conducen al cambio cognitivo.
1. Las estrategias centradas en el control de la atención son las siguientes:
•
•
•
La distracción o proceso por el que la atención se centra en los aspectos
menos emotivos de la situación o en los que nada tienen que ver con ella.
La concentración o proceso por el que uno se deja absorber por estímulos
o tareas alejados de los que genera la experiencia emocional.
El rumiado o proceso por el que el individuo centra su atención sobre sus
sentimientos y sobre sus consecuencias (proceso que, al parecer, se
pone típicamente en marcha en los estados depresivos y que sólo
conduce a acentuar sus síntomas).
2. El cambio cognitivo consiste en modificar el significado o el valor atribuido
a la situación que genera la experiencia emocional con el fin de hacerla
más tolerable (por ejemplo, tras haber suspendido un examen pensar:
“bueno, sólo es un examen….”).
Las estrategias de carácter conductual (o las implicadas en la
modulación de la respuesta) son las que modifican las características
conductuales que acompañan la experiencia emocional, es decir, la expresión
emocional y/o sus características fisiológicas (Gross, Richards y John, 2006).
A todas estas estrategias deberíamos añadir las que tienen un carácter más
social como las conductas comunicativas y la búsqueda de apoyo y consuelo que
aparecen temprano en el desarrollo y se mantienen a lo largo de toda la vida,
aunque la tendencia a recurrir a los otros para recibir apoyo emocional varía de
unas personas a otras como indican Ryan, La Guardia Solky-Butzel, Chirkov y
Kim (2005).
60
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
Martin y Tesser (1996) se muestran tajantes a la hora de valorar la eficacia de
las diferentes estrategias; consideran ineficaces la distracción (por ejemplo,
intentar pensar en algo alegre para distraer la propia tristeza) y el empeño en
convencerse de que uno no está experimentando la experiencia emocional que
realmente siente (por ejemplo, intentar convencerse de que uno no está triste). Y
valoran positivamente el recordar sucesos alegres y el ejercicio físico (estrategia
que mencionamos ahora por primera vez). Sus conclusiones, especialmente las
referidas a la autodistracción, no son siempre avaladas por los estudios realizados
con la población infantil, como veremos en próximos apartados.
3. El desarrollo de la autorregulación durante la Educación
Infantil
En este apartado vamos a explicar algunos mecanismos responsables del
desarrollo de la autorregulación y a describir su desarrollo en la primera infancia.
3.1 Los mecanismos responsables del desarrollo de la autorregulación
Es norma habitual dividir las teorías del desarrollo, como hicieron Rivière y Coll
(1987), en teorías “inside-out” (“de dentro-a-afuera”) o teorías que explican el
desarrollo y la adquisición del conocimiento partiendo de los mecanismos o
estructuras existentes en el interior de la mente infantil, y teorías “outside-in” (“de
fuera-a-dentro”) o teorías que dan más importancia a los factores externos en sus
explicaciones sobre los mecanismos responsables del desarrollo y de la
adquisición del conocimiento.
Según esta clasificación podríamos dividir los mecanismos responsables del
desarrollo de la autorregulación en mecanismos endógenos situados en el interior
del individuo y mecanismos exógenos situados en el contexto de la interacción
que mantiene el individuo con su medio social.
Vamos a examinar estos mecanismos teniendo en cuenta que, en la
actualidad, dada la divulgación y aceptación generalizada de las propuestas
formuladas por la Psicología Soviética, existe una tendencia casi unánime a
considerar estas teorías complementarias y a situar con Kaye (1982) el origen de
la vida mental (en este caso, de los mecanismos endógenos responsables de la
autorregulación) en la comunicación y en la interacción social (Demetriou, 2000;
Siegel, 2001).
3.1.1. Los mecanismos
autorregulación
endógenos
responsables
del
desarrollo
de
la
Al hablar de los mecanismos endógenos responsables del desarrollo de la
autorregulación sólo podemos referirnos, por el momento, a los mecanismos
responsables del desarrollo de la función ejecutiva, ubicada en la corteza
61
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
prefrontal3 del lóbulo frontal que abarca entre un cuarto y un tercio de la corteza
cerebral de las personas y que, al parecer, constituye una estructura privilegiada
para la integración de la información y para el control de la emoción, el
pensamiento y la acción, por el elevado número de conexiones que esta zona
establece con otras áreas cerebrales (Zelazo y Müller, 2000).
Los mecanismos neuronales responsables del desarrollo del lóbulo frontal no
difieren de los que rigen el desarrollo de otras partes del cerebro aunque su
evolución es más lenta (Zelazo, 2005c). La explicación que ofrece Siegel (2001)
sobre los que considera más importantes, pone de manifiesto que su evolución se
encuentra determinada por el contexto social.
El primero de ellos es la sinaptogénesis o el proceso de formación de sinapsis
o conexiones entre las neuronas. Este proceso se caracteriza por una
sobreproducción inicial de sinapsis, especialmente, en la última etapa del periodo
de gestación y durante los dos primeros años de vida. A partir de esta edad, la
densidad de las sinapsis va decreciendo hasta alcanzar, a los siete años, el nivel
adulto (excepto en el córtex prefrontal, según Zelazo [2005c]). La sinaptogénesis
de estos primeros años de vida se considera esencial para explicar las
habilidades que con sorprendente facilidad adquieren habitualmente los niños
durante esta primera fase del desarrollo (el desarrollo de la función simbólica, la
adquisición del lenguaje, la deambulación, etc.).
Siegel, siguiendo a Greenouch (1987), señala que el segundo mecanismo se
compone de los “procesos que aguardan la experiencia”. Éstos son los procesos
responsables de la progresiva pérdida de sinapsis que se produce a lo largo del
desarrollo. Mientras la superproducción inicial de sinapsis está determinada
genéticamente, su eliminación progresiva depende de la experiencia, de manera
que las conexiones que no se utilizan se van perdiendo gradualmente (y con ellas
el cerebro va perdiendo su inicial plasticidad). Estos procesos son importantes
para la recuperación en los casos de daño cerebral y para explicar la existencia
de los periodos críticos.
Reafirmando la tesis de Greenouch, Siegel propone como tercer mecanismo,
los “procesos dependientes de la experiencia” que son los procesos de formación
de sinapsis derivados del aprendizaje.
La ontogenia de la función ejecutiva discurre, según Zelazo y Müller (2002),
paralela al proceso de maduración de la zona del cerebro que más tarda en
madurar (Zelazo, 2005c), el córtex prefrontal. En este área del cerebro, el proceso
de mielinización (o el proceso por el que las neuronas se cubren de mielina) se
alarga desde el nacimiento hasta la juventud, la densidad de las sinapsis que en
ella se producen alcanza su máximo al finalizar el primer año de vida (momento
en el que alcanza un nivel superior al del adulto), permanece alta hasta los siete
años, y va declinando hasta los 16 cuando alcanza el nivel adulto. Y, del mismo
3
La corteza prefrontal no es la única área del cerebro implicada en el ejercicio de las funciones ejecutivas.
Existe en la actualidad un gran interés en buscar las bases corticales de cada una de las funciones ejecutivas.
El lector interesado puede consultar los trabajos realizados por Bell y su equipo de investigación en la
página: http://www.psyc.vt.edu/labs/devcogneuro/publications/index.html
62
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
modo, los picos del perímetro de la cabeza se muestran a los siete, a los once y a
los quince años.
Bronson (2000) resalta un dato que parece indicar que la influencia que
ejercen las emociones sobre el sistema cognitivo es mayor que el que éste ejerce
sobre las emociones, ya que el número de fibras nerviosas que conducen
información del sistema límbico a los centros racionales del cerebro es mayor que
el número de fibras que llevan información desde los centros racionales hasta el
sistema límbico. Estas conexiones parecen constituir la evidencia empírica de las
estrechas relaciones existentes entre el sistema cognitivo y el afectivo que a la
Psicología, a pesar de las advertencias de Vygotski (1993), le ha costado tanto
tiempo rescatar.
3.1.2. El contexto social como mecanismo responsable del desarrollo de la
autorregulación: algunas perspectivas teóricas
La Psicología Soviética y la Psicología de la Intersubjetividad son las que
explican con una claridad mayor el papel que ejerce el contexto social sobre el
mecanismo responsable del desarrollo de la autorregulación.
! La Psicología Soviética y el desarrollo de la autorregulación
Para comprender la explicación que ofrece la Psicología Soviética sobre el
desarrollo de la autorregulación debemos partir de la distinción que Vygotski
establece entre los procesos psicológicos elementales y los superiores. Los
procesos psicológicos elementales son los que se encuentran sujetos a la
estimulación ambiental, son procesos naturales que actúan en función de
directrices programadas biológicamente; los procesos psicológicos superiores son
procesos conscientes que se encuentran bajo el control del individuo (Vygotski,
1934). Los procesos psicológicos elementales se hacen superiores, cuando el
individuo toma conciencia de ellos y los domina, cuando en lugar de estar
sometidos a los caprichos de la estimulación ambiental, se someten al control
voluntario (Vygotski, 1934).
Es esta distinción la que marca, según Vygotski (2003), la diferencia
fundamental entre el ser humano y el resto de los animales. En los animales y en
los niños pequeños la percepción y el movimiento constituyen una unidad
indivisible, los movimientos no son más que una continuación dinámica de su
percepción (Vygotski, 2003), o dicho de otra forma, la percepción es una
invitación a realizar diferentes tipos de conducta (Gibson, 1979). El uso de signos
destruye esta fusión primitiva existente entre el campo sensorial y el sistema
motor originando formas de conducta nuevas, originando en último término, la
acción voluntaria que “…más que el intelecto altamente desarrollado es lo que
distingue a los seres humanos de los animales que biológicamente están más
próximos a ellos (Vygotski 2003, p.66).
De esta manera, Vygotski defiende que el desarrollo de la autorregulación se
debe al uso de los signos, un tipo de instrumentos que median la relación que el
individuo establece con la realidad, y que modifican tanto a la persona que los
63
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
utiliza, como la interacción que esa persona establece con su medio4.
Pero antes de que lo hagan los sistemas simbólicos, las personas se
interponen entre el mundo y el niño, permitiéndole realizar un tipo de actividad
que no podrían llevar a cabo sin su presencia; una actividad que requiere una
habilidad superior a la que de momento tiene, una actividad situada en su zona de
desarrollo potencial (Vygotski, 2003).
Luria (1930) explica con claridad este proceso de mediación aplicándolo a la
transformación que sufre la atención, actualmente considerada como el
mecanismo responsable del desarrollo de la autorregulación (Rothbart y Posner,
2001; Posner y Rothbart, 2000, 2005), que pasa de ser una atención involuntaria,
una atención controlada por el mundo exterior, una función psicológica elemental,
a una atención internamente regulada, a una atención voluntaria, a una función
psicológica superior.
Luria observa que la atención está presente desde el momento del nacimiento
y que la elicitan los estímulos más relevantes del medio (la cara humana, las
voces, los sonidos altos, etc.). Pero que pronto, la madre comienza a señalar y a
nombrar los diferentes objetos del entorno, destacándolos y consiguiendo centrar
sobre ellos la atención de su bebé (recordemos que Scaife y Bruner [1975]
observan que hacia los seis meses de vida la atención del bebé era así mediada
por primera vez).
Posteriormente, la aparición del lenguaje permite al niño prolongar su atención
sostenida, el tiempo que es capaz de mantener el procesamiento de la
información sobre un tipo de estímulos sin dejarse influir por otros presentes en el
ambiente o internos, lo hace, al principio, ayudado por la guía verbal que el adulto
le ofrece y, posteriormente, por su propio lenguaje que actúa como regulador de
su propia actividad. En esto consiste la famosa ley de la doble función formulada
por Vygostki:
"En el desarrollo cultural del niño, toda función aparece dos veces:
primero a nivel social, y más tarde, a nivel individual; primero entre
personas (interpsicológica), y después, en el interior del propio niño
(intrapsicológica). (...) Todas las funciones superiores se originan
como relaciones entre seres humanos." (Vygotski, 2003, p. 94).
El lenguaje desempeña, en la Psicología de Vygotski, un papel fundamental en
este proceso de interiorización tras el que se convierte en el instrumento que
permite al individuo guiar y controlar el pensamiento y la acción. El proceso
parece sencillo. Al principio, el adulto guía verbalmente la conducta infantil,
posteriormente, el niño habla durante la ejecución de su actividad y al hacerlo
utiliza la guía verbal que previamente le ofrecía el adulto, para regularse a sí
mismo. Finalmente, hacia los siete años, esta guía verbal se convierte en lenguaje
interior, aunque probablemente sea más importante la experiencia y la práctica
que la edad en determinar esta transición (Azmitia, 1992). Esta premisa teórica ha
4
En las últimas décadas, Karmiloff Smith (1994) explica este proceso mediante un proceso de redescripción
representacional.
64
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
guiado el diseño de numerosos programas dirigidos a ayudar a los niños a regular
su conducta y su aprendizaje siguiendo la directriz marcada por Meichenbaum y
Goodman (1971).
! La autorregulación y la teoría de la intersubjetividad
Si Vygotski sitúa en los signos el elemento que posibilita el desarrollo de la
autorregulación, Trevarthen (1998, 2001) lo hace en los procesos socioafectivos.
Defiende la existencia de lo que denomina “intersubjetividad primaria”, una
motivación a la comunicación y a la cooperación interpersonal (Trevarthen 1974,
1977, 1978, 1979) que se manifiesta al principio de la vida en la preferencia que
muestran los bebés para percibir las características propias del ser humano, en
las respuestas que dan ante ellos (protogestos, sincronía interactiva,
protoimitación) y en las protoconversaciones.
Este motivo, sólo inscrito en el genoma de nuestra especie, hace de nuestra
mente una mente dual (Brâten, 1987), una mente capaz de albergar tanto al otro
como a uno mismo. Es el motivo responsable de la “socialización de la mente
humana”, el que posibilita que el otro se interponga entre el individuo y el mundo
mediatizando la atención y posibilitando que la acción se doblegue a planes
ajenos. En alguna estación del tren evolutivo de la inteligencia, afirma Trevarthen
con Logotheti en 1987, los motivos de los hombres se transforman dejando de
servir a las necesidades de una mente singular. La supresión de una motivación
reguladora de la existencia a nivel individual, modifica sustancialmente la mente
de los sujetos de la especie que perciben, piensan y actúan en una realidad que
les es común y que construyen a través de la comunicación (Trevarthen, 1980).
Por ello, Trevarthen rechaza la posibilidad de analizar el desarrollo de la
autorregulación del bebé como si se tratase de un individuo aislado y afirma la
necesidad de abordar su estudio considerando e incluso formando parte del
contexto social en el que el bebé se haya inmerso, pues sobre la capacidad
humana para comprender y sintonizar con las emociones y sentimientos de los
otros se asienta su sistema autorregulador (Reddy y Trevarthen, 2004;
Trevarthen, 1998; Tucker, Luu y Derryberry, 2005).
Trevarthen (2001) resalta el valor funcional de las emociones y el papel que
desempeñan como elementos reguladores de la actividad del individuo; considera
que son causas y no efectos de la actuación humana; afirma que ejercen su
función tanto en el medio interno, en el cuerpo, como en el mundo físico y social.
Lo hacen en el medio interno para velar por el mantenimiento de las funciones
vitales del individuo, en el contexto físico, guiando la percepción y la acción, para
regular la conducta de exploración de los distintos objetos y eventos, y en el
medio social, para regular las relaciones sociales.
Las emociones implicadas en el contexto social son las más elaboradas y las
que tienen una importancia mayor para el desarrollo mental y para la integración
del niño en la sociedad, mediatizan los procesos de transferencia de significados
en la enseñanza y en el aprendizaje, determinan la perspectiva cognitiva del
65
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
individuo y regulan el proceso por el que los niños interpretan el mundo y su forma
de comportarse en él (Trevarthen, 2001).
3.2. Las etapas del desarrollo de la autorregulación durante la educación
infantil
Con el fin de abordar el estudio del desarrollo de la autorregulación, la Psicología
Soviética propone adoptar la actividad como unidad de análisis (Elkonin, 1971 y
Galperin, 1992, citado por Arievtich y Haenen, 2005; Leontiev, 1977) y analizar,
por una parte, cómo ésta se va diversificando a lo largo del desarrollo y, por otra,
cómo comienza a estar guiada por representaciones internas, en lugar de estar
guiada por la estimulación ambiental o, por decirlo utilizando las palabras de
Galperin, cómo la actividad material se va transformando en actividad mental.
Aunque expondremos en este apartado una revisión de los estudios realizados
desde perspectivas teóricas diferentes, vamos a estructurarlo en función de las
etapas que Karpov (2005), siguiendo a Vygotski, distingue en el desarrollo de la
autorregulación. El autor diferencia cinco fases en función de la actividad que se
constituye en actividad dominante. Nosotros examinaremos las tres primeras,
pues son las que tienen lugar durante la Educación Infantil.
3.2.1. Primera etapa: “La interacción afectiva con el cuidador como actividad
dominante” (0-1 años). La creación de un vínculo de apego
La característica fundamental de esta etapa es la creación de un vínculo de
apego entre el niño y las personas más relevantes de su contexto. El apego es un
vínculo afectivo que una persona o animal establece entre sí mismo y otra
persona o animal determinado que les impulsa a estar juntos en el espacio y que
permanece con el paso del tiempo (Ainsworth y Bell, 1970). Bowlby, siguiendo la
teoría psicoanalítica, afirma que el bebé construye sobre este vínculo un modelo
(o una representación) sobre la figura de apego y su disposición a responder a
sus señales, y sobre sí mismo como ser capaz de generar conductas de
protección y cuidado, como “alguien con derecho a ser amado” (Delval, 1997). Y
destaca que esta representación guiará las relaciones sociales que el bebé
establecerá a lo largo de su vida. El autor afirma que la base afectiva del yo
constituye un reflejo de las relaciones afectivas que ese yo ha establecido con las
personas que le rodean y, por ello, resalta la importancia de rodear al niño de un
ambiente en el que se sienta aceptado y querido por ser como es y que le
transmita confianza en sí mismo y en sus posibilidades.
Los estudiosos del apego, siguiendo a Ainsworh y Bell (1978), destacan la
importancia que tiene el establecimiento de esta primera relación afectiva en el
desarrollo intelectual y socioafectivo. Los niños que desarrollan un apego seguro
sienten gran curiosidad por el medio, incrementan sus conductas de exploración y
se relacionan mejor con las otras personas. Son niños que muestran una
confianza grande en sí mismos y esa confianza les permite establecer relaciones
adecuadas con el medio. Por el contrario, las dificultades en el establecimiento de
66
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
este vínculo generan inestabilidad, dependencia y reducen el interés por explorar
el mundo físico y social.
La importancia del apego (y de su calidad) en la interiorización de las normas y
valores sociales (o como diría el psicoanálisis en los procesos de identificación
que subyacen a la formación del super-yo, instancia de la personalidad
responsable del control de los impulsos que emanan de la naturaleza instintiva de
las personas) continúa resaltándose de continuo en la psicología actual
(Kochanska y Thompson, 1997; Siegel, 2001; Strage, 1998) que analiza, además,
las características y las consecuencias de los métodos que emplean los padres
en la educación de sus hijos, como veremos en el próximo capítulo.
Durante esta etapa, se sientan las bases que permiten el desarrollo de la
autorregulación: se “socializan” los mecanismos responsables de su desarrollo y
los bebés comienzan a utilizar diferentes estrategias para regular su nivel de
activación. Veámoslo.
! La “socialización” de los mecanismos responsables del desarrollo de la
autorregulación
Como veíamos en la introducción los animales también se autorregulan. La
forma en la que lo hacen se diferencia fundamentalmente de la autorregulación
humana en que el sistema regulador de las personas está mediado socialmente,
está “socializado”. Para analizar cómo se produce esta socialización dividiremos
este periodo, como Rivière (1996), en cuatro fases que denominaremos: a) el
ejercicio de los programas de sintonía y armonización (0-1/2 meses), b) la
regulación emocional de las primeras relaciones sociales (1/2-4 meses), c) la
regulación de las intenciones en el interior de la diada (4-8 meses) y d) la
socialización de los mecanismos responsables de la autorregulación.
a) El ejercicio de los programas de sintonía y armonización (0-1/2 meses)
Esta etapa se caracteriza por el ejercicio de los denominados “Programas de
sintonía y armonización” (Riviére y Coll, 1987), una preparación innata para la
relación social que conduce a los bebés a preferir percibir los estímulos del medio
que definen perceptivamente a las personas como la voz y la cara humana (ver la
ya clásica revisión bibliográfica realizada por Schaffer en 1977) y a exhibir una
serie de conductas especiales ante el mundo social como los “protogestos”
(Trevarthen, 1977) y la imitación de gestos sencillos como abrir y cerrar la boca,
o sacar la lengua (Meltzoff y Moore, 1977).
Junto a esta preparación perceptiva y conductual, los bebés poseen un
mecanismo detector de contingencias (base de la motivación a la eficacia de la
que nos hablaba White en 1959) que les permite percibir los efectos que su
conducta produce en el ambiente desde los primeros meses de vida (Watson,
1972) y que, como siguiendo los dictados de estos programas de sintonía y
armonización, se muestra más sensible cuando el contexto que responde a la
conducta del niño tiene un carácter social (González del Yerro y Rivière, 1992) y
67
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
que, probablemente, intervenga en la repetición que realizan los bebés de las
expresiones que han sido previamente imitadas por el adulto, con el fin aparente y
eficaz de provocar o invitar a mantener la interacción de una manera muy precoz
(ver la revisión de Trevarthen, 2001, 2006).
b) La regulación emocional de las primeras relaciones sociales (1/2-4 meses)
Este periodo se caracteriza por el carácter emocional del mecanismo que
regula las interacciones en el interior de la diada. Y lo hace desde el inicio,
aunque desde el tercer mes, adquiere unas características especiales debido a la
prolongación del contacto ocular y a la aparición de la sonrisa social (Emde, 1998;
Shonkoff y Phillips, 2000).
Durante el tercer mes de la vida del bebé, las madres (o, en general, las
figuras de crianza) establecen con sus hijos pautas de interacción caracterizadas
por el intercambio de expresiones faciales, vocalizaciones y movimientos
corporales que Trevarthen (1974) denomina “protoconversaciones”. Conducen a
una especie de "co-acción", a un actuar con la pareja interactiva, a una imitación
de expresiones emocionales que Stern (1985) denomina "sintonía interactiva" y
define como la realización de conductas que expresan el estar experimentando un
estado afectivo compartido aunque no se imite la expresión exacta del mismo. Es
una relación que ha recibido diferentes nombres en la literatura: “sistema de
reciprocidad” (Brazelton y Als, 1979), “diálogo intersubjetivo” (Stern, 1985),
“unidad de regulación afectiva” (Tronick, 1982).
Este reflejo recíproco de estados emocionales constituye el principal proceso
organizador de las interacciones tempranas y va modificando la representación
que el niño tiene de sí mismo a medida que va siendo percibido por los otros
(Trevarthen, 1986). A través de estos intercambios el niño aprende que puede
compartir sus estados internos con otras personas (Stern, 1985), aprende a
conocer al otro como receptor.
La interacción está sometida a una regulación mutua. Trevarthen (1987)
subraya el carácter activo de la participación infantil en esta primera relación en la
que las expresiones faciales del bebé, sus movimientos corporales,
vocalizaciones y las veces que interrumpe y reestablece el contacto ocular
influyen en las expresiones maternas, en su atención y en sus repuestas. Observa
una primera fase de orientación y reconocimiento en la que el bebé es altamente
receptivo a las expresiones y "mensajes" de los otros y una fase expresiva en la
que busca activamente una respuesta. La evidencia experimental muestra el
carácter activo de la participación del recién nacido tanto en la producción como
en la comprensión de esta comunicación prelingüística (Cohn y Tronick, 1982;
Fogel, Diamond, Langhorst y Demos, 1982; Murray,1980; Murray y
Trevarthen,1985).
Junto a estas protoconversaciones, guiadas por la tendencia a compartir un
mismo estado emocional, aparecen durante esta época lo que Rivière y Coll
(1987) denominan "juegos circulares", son juegos de repetición en los que las
madres suscitan determinadas respuestas expresivas mediante la repetición de
las conductas que las originaron, como hacer pedorretas, tocar diferentes partes
68
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
del cuerpo del niño, soplar, etc. Estas conductas brindan al bebé una estimulación
lo suficientemente repetitiva, estable y relacionada con su propia actividad, como
para que pueda percibir la relación de contingencia existente entre sus conductas
y las acciones maternas, pero también lo suficientemente imprevisible y variable
como para mantener su atención despierta.
Mediante estos juegos los adultos van estableciendo las posibilidades de
predictibilidad y anticipación necesarias para el desarrollo posterior de la
comunicación intencional. Riviére y Coll (1987) proponen como ejemplo claro de
este desarrollo la conducta de levantar los brazos para ser cogido. Al principio, el
adulto levanta inadvertidamente los brazos del bebé cuando lo toma en brazos,
después, el niño "echa los brazos" anticipando la conducta del adulto. Esta
conducta anticipatoria, recalcan los autores, no genera en la figura de crianza una
intención que no poseyera previamente. Aunque, posiblemente, como sugiere
Lock (1978), la interpretación errónea de estas señales conduzca al bebé a
levantar los brazos y a la madre, a interpretar esta señal como una petición de ser
alzado. Y así la madre comienza a tratar al bebé como si se comunicara y esta
estrategia de atribución excesiva permite al bebé ir otorgando intención
comunicativa a la conducta en cuestión. La intención comunicativa tiene al
principio un carácter intermental. Éste es un bonito ejemplo con el que Rivière y
Coll (1987) ejemplifican la famosa “Ley de la Doble Función” de Vygotski que
recordábamos en el apartado anterior.
c) La regulación de las intenciones en el interior de la diada (4-8 meses)
Después de las “protoconversaciones” (Trevarthen, 1974) propias del segundo
y del tercer mes de vida, las características perceptivas de la cara de la madre
pierden su primacía en la jerarquía de preferencias perceptivas del bebé y la
actividad materna comienza a centrar el interés del niño (Rivière, 1996). Las
interacciones diádicas (sin objetos) se modifican paulatinamente. Aparecen
rutinas de acción conjunta en las que la actuación de la madre y la del bebé
coinciden en la forma y/o en el ritmo. Las madres empiezan a realizar con sus
hijos actos repetidos acompañados de sonidos rítmicos (como “palmas palmitas”)
en los que comparten, no sólo estados afectivos, sino también, el sentido de las
interacciones pasadas y las metas (Emde, 1998), la de actuar de una determinada
manera sometiendo su actividad a un mismo ritmo.
En esta misma época, hacia los seis meses, los bebés comienzan a realizar
una serie de conductas con las que tratan de dirigir la atención del adulto hacia sí
mismos. Son sus primeras gracias y bromas. Estas conductas, comúnmente
denominadas "showing off" o conductas de exhibición, no pueden explicarse sin
asumir que el niño reconoce la capacidad del otro para comprender su mensaje
(Reddy, 1991); revelan la existencia de un yo que se siente observado
(Bretherton, McNew y Smith, 1981) y que deja que los estados mentales del otro
(en este caso, sorpresa, admiración o aprobación) o, más específicamente, la
anticipación de estos estados, medie su conducta.
Adamson y Bakeman (1985) señalan que durante esta etapa la madre
extiende al mundo de los objetos el carácter afectivo propio de la primera relación.
La madre socializa el objeto de la interacción vivificándolo como si extendiera sus
69
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
características perceptivas más allá de sí misma (Adamson y Bakeman, 1984) y
proporciona con sus actos repetitivos sobre los objetos la estructura temporal
dominante en los juegos cara a cara (Adamson y Bakeman, 1985). El objeto gana
significado en cuanto a elemento constituyente de una rutina compartida más que
por sus características intrínsecas o por las acciones que elicita (Adamson y
Bakeman, 1984).
Las manifestaciones afectivas que hasta entonces constituían el componente
principal del sistema comunicativo infantil se convierten en su soporte temático.
Pasan de ser utilizadas como tema de la interacción a constituir el medio que
permite comentar sobre los objetos que proporcionan ahora el tema principal de la
interacción. Es interesante destacar que estos objetos constituyen focos de
atención conjunta y compartida, requisito imprescindible para el establecimiento
de la referencia conjunta posterior (Bruner, 1995). En estas interacciones
triangulares el bebé se muestra todavía incapaz de coordinar esquemas de acción
dirigidos a personas con esquemas dirigidos a objetos y es el adulto el que intenta
convertir en juego social el juego manipulativo del bebé que fascinado por sus
nuevas habilidades visomotrices dedica con frecuencia, a los cuatro meses, todos
sus recursos atencionales a intentar coger los objetos.
d) La socialización de los mecanismos de autorregulación (8-12 meses)
El último cuatrimestre del primer año de vida se caracteriza por la aparición de
la "intersubjetividad secundaria", una motivación dirigida a compartir los intereses
y experiencias con otras personas. Es el estadio de la triple relación personapersona-objeto (Trevarthen y Hubley, 1988; Trevarthen, 1987, 1989), el estadio en
el que los adultos se interponen entre los niños y el mundo, “socializando” su
acción y su percepción, la etapa en la que los pequeños empiezan a aceptar al
otro como maestro de los distintos motivos que pueden dirigir el uso de objetos
(Trevarthen, 1980). Por ello, comienzan a “utilizarlos convencionalmente”, como
afirman Rodríguez y Moro (1998,1999), al ver a bebés de diez meses empezar a
llevarse el auricular de un teléfono a la oreja e incluso emitir algunas
vocalizaciones, e inician el juego cooperativo, juego en el que los participantes
coordinan sus acciones para la consecución de un fin común (Trevarthen y
Hubley, 1978).
La intersubjetividad secundaria permite ampliar el repertorio comunicativo del
niño, y con él, el abanico de estrategias que utiliza para regularse, incorporando
actos comunicativos intencionales como los protoimperativos y los
protodeclarativos, mediante los que el niño dirige la atención del receptor hacia
algún aspecto del mundo circundante, en el primer caso para pedir, en el
segundo, para compartir con el receptor el interés y/o la reacción emocional que
los objetos suscitan.
Estas primeras peticiones, en las que como decían Bates, Camioni y Volterra
(1979), los niños utilizan al adulto para obtener el objeto deseado, requieren la
adquisición del “concepto sensoriomotor de sujeto” (Gómez, 1990), la
comprensión de que las personas son agentes causales, seres capaces de
generar sus propios movimientos y acciones, y seres que perciben objetos y
70
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
sucesos y reaccionan ante ellos; y también, en la confianza que tiene el pequeño
en que el adulto le facilitará lo que solicita con su petición. Los protoimperativos
regulan la actividad del adulto, tienen como fin satisfacer un deseo. Los segundos,
los protodeclarativos, se emiten con el fin de compartir con el receptor el interés
y/o la reacción emocional que los objetos suscitan; tienen en esta transmisión
“desinteresada” de los estados mentales propios su único fin. Exigen, como afirma
Rivière (1997), que los niños se den cuenta de que las otras personas son
“sujetos de experiencia” con los que es posible y deseable compartir sus propias
vivencias (ver en González del Yerro [1993] una discusión más amplia sobre este
tema).
Al final del primer año, los otros se convierten en el sistema de referencia
desde el que valorar el mundo que se muestra incierto o ambiguo. A esta edad,
los niños empiezan a buscar en la expresión emocional del adulto indicios que les
ayuden a determinar qué postura adoptar ante objetos, situaciones o personas
extrañas. Es la denominada “referencia emocional” (Campos y Sternberg, 1981;
Gunnar y Stone, 1984), nuevo ejemplo, de la mediación social de los mecanismos
de aprehensión de la realidad.
Este proceso por el que se imputa por primera vez una valencia positiva o
negativa a los hechos y al mundo circundante en función de cómo se percibe la
expresión emocional del adulto, vuelve a ponerse en marcha en años posteriores
en la negociación no verbal basada en miradas gestos y expresiones faciales de
lo que constituyen o no acciones prohibidas (Fox, 1998).
! Las estrategias utilizadas para regular el nivel de activación
Demetriou (2000), basándose en gran parte en el estudio de Kopp (1982),
considera que durante el primer año de vida se alcanza “el logro de la
modulación”, una autorregulación centrada en el estado de activación y
caracterizada por su carácter irreflexivo, inconsciente y carente de intención
previa. En esta primera fase diferencia, a su vez, dos subestadios: a) la
modulación neurofisiológica y b) la modulación sensomotora.
a) La modulación neurofisiológica (0-2 meses)
En los dos primeros meses, el nivel de activación de los bebés se ve con
frecuencia alterado tanto por estímulos del entorno intensos, repentinos o
inadecuados, como por estímulos endógenos relacionados con algunos estados
fisiológicos. Son estímulos que alteran el equilibrio del recién nacido, su cerebro
detecta una alarma y activa una serie de respuestas reflejas como llorar, girar la
cabeza, llevarse la mano a la boca o succionar. El éxito de estas respuestas
conduce a su repetición y con ella a la aparición de las típicas reacciones
circulares primarias5 descritas por Piaget (Kopp, 1989).
5
La reacción circular primaria es la repetición de conductas caracterizadas por centrarse en el propio cuerpo
y por haber producido fortuitamente un resultado interesante.
71
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
Este sistema de actuación es al principio automático, inconsciente y
dependiente de la actuación del medio social. La responsabilidad de la tarea de
regular el nivel de activación infantil recae fundamentalmente en los padres que,
al principio, calman al bebé cogiéndolo en brazos y meciéndolo o utilizando
estrategias basadas en el contacto corporal, cuya eficacia para calmar a los
bebés de dos meses parece predecir la duración del llanto de los bebés dos
meses más tarde (Jahromi, Putnam, Stifter, 2004).
Durante estos dos primeros meses de vida, la atención del bebé parece estar
determinada por la red de alerta; es un sistema muy primitivo que se encarga de
mantener y de ajustar los distintos estados de alerta, y de centrar la atención
hacia los estímulos más relevantes del medio generando una “mirada obligatoria”,
una mirada que se queda como atrapada en determinados estímulos, impidiendo
al bebé desviar su foco de atención y, por lo tanto, utilizar esta estrategia para
regular su nivel de activación (González, Carranza, Fuentes, Galián y Estévez,
2001).
Actuar como una extensión del sistema autorregulador infantil no es siempre
una tarea fácil; requiere la habilidad de leer y comprender las necesidades del
bebé y el conocimiento, los recursos y la energía necesaria para responder
adecuadamente (Shonkoff y Phillips, 2000). Brazelton se mostró siempre
sorprendido por la capacidad que mostraban los recién nacidos para utilizar y
controlar sus estados de conciencia (Brazelton, 1981). Afirmaba que esta
capacidad se encontraba estrechamente ligada al umbral sensorial. Observó que
los niños de riesgo tenían, por lo general, un umbral sensorial muy bajo y grandes
dificultades para habituarse a los estímulos. Eran niños que tendían a
desorganizarse, a interrumpir la respiración y a llorar con frecuencia con el fin de
evitar una estimulación que les resultaba excesiva. Estos recién nacidos, sin
embargo, respondían adecuadamente ante los estímulos suaves y reducidos que
se les presentaban por una sola modalidad sensorial. Brazelton enseñaba a los
padres a observar a sus hijos para descubrir cómo reaccionaban ante el entorno
y, en consecuencia, cómo debían modificar su actuación para optimizar su
relación con el bebé.
Durante estos primeros meses, la preocupación de la mayoría de los padres
se centra fundamentalmente en regular los ritmos de sueño y vigilia, y el llanto
excesivo (Shonkoff y Phillips, 2000). El primero parece obedecer tanto a factores
endógenos como exógenos. Shonkoff y Phillips (2000) lamentan que los factores
que determinan el momento en el que este reloj interno comienza a funcionar no
se conozcan actualmente en su totalidad y describe las observaciones realizadas
sobre el tema. Los ciclos de sueño-vigilia experimentan un gran cambio a lo largo
de los tres o cuatro primeros meses de vida tanto en su estructura como en su
organización. Así, mientras los recién nacidos duermen durante 16-17 horas al
día, en ciclos que parecen ajustarse más a los 90 minutos que al que marcan la
noche y el día (llegando a dormir como mucho cuatro horas seguidas), hacia los
tres meses, las horas de sueño se reducen hasta llegar a las 14-15 horas y los
ciclos de sueño se amplían, pudiendo llegar a tener una duración de entre ocho y
diez horas, generalmente, durante la noche. Como ocurre en los adultos, en este
periodo, el sueño profundo se alterna con el sueño superficial, interrumpido en
ocasiones por breves periodos de vigilia. Los bebés que comienzan a dormirse
72
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
con la ayuda de los padres se espabilan en estos momentos y vuelven a
demandar su ayuda para reiniciar el sueño. La regulación de este ciclo se
encuentra determinada por las pautas de alimentación y por las pautas de crianza
propias de cada cultura.
A pesar de las distintas creencias y costumbres existentes, la pauta de
aparición del llanto parece seguir un ritmo similar en las distintas culturas. El llanto
infantil se incrementa paulatinamente durante las primeras seis u ocho semanas,
momento en el que comienza a descender poco a poco. No obstante, su cantidad
sí varía en los diferentes contextos. Se reduce en las culturas, que cargan a los
bebés a lo largo del día debido, no a una disminución de la frecuencia de lloros,
sino a que los niños se calman con una facilidad mayor. Cuando los padres
responden al llanto infantil y se muestran sensibles a sus señales, consiguen que
sus hijos, hacia los tres o cuatro meses, reduzcan significativamente los lloros y
se calmen con una facilidad mayor (en ausencia de cólicos y de otros estímulos
molestos de carácter interno o ambiental). La ausencia habitual de respuesta a los
lloriqueos, frecuente en los bebés que viven en instituciones, les impiden percibir
la eficacia de esta conducta expresiva y, en consecuencia, provocan su total
desaparición, una desaparición que se acompaña de otros problemas
emocionales graves.
b) La modulación sensomotora (3-12 meses)
Demetriou (2000) afirma que el logro de la conducta intencional es el más
relevante de este periodo pues muestra la capacidad del bebé para mantener en
su mente una meta que guíe su conducta (Zelazo, 2005b).
La aparición de la conducta intencional, es decir, la coordinación de acciones
con el fin de alcanzar una meta es la característica con la que la psicología
piagetiana describía el cuarto subestadio del periodo sensoriomotor (8-12 meses),
precedido por las reacciones circulares secundarias (o repetición de conductas
que han causado fortuitamente un espectáculo interesante en el medio) típicas del
subestadio anterior (que se extendía desde los cuatro hasta los ocho meses)
(Piaget, 1965).
Las estrategias que utilizan los bebés para regular su estado de activación
mejoran a lo largo de esta etapa. Kopp (1989) describe estos logros con detalle. A
partir del tercer mes, los mecanismos neuronales que gobiernan la atención, las
vías visuales y el sistema motriz del bebé maduran. Aparece la denominada “red
de orientación” que libera al bebé de la “mirada obligatoria” a la que nos
referíamos previamente y le permite desviar la mirada del estímulo que genera
insatisfacción (González, Carranza, Fuentes, Galián y Estévez, 2001), objetivo
que también pueden alcanzar a los tres meses moviendo la cabeza, gracias a la
adquisición del control cefálico (Kopp, 1989).
No obstante, continúa siendo un sistema de regulación muy limitado; no está
planificado, no actúa sobre la causa que genera insatisfacción y sólo funciona en
estados de excitación limitados (González et al., 2001; Kopp, 1989). Por lo tanto,
la regulación del nivel de activación continúa siendo una tarea conjunta. Los
padres, aprovechando las nuevas habilidades que muestran sus hijos, empiezan
73
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
a utilizar una estrategia nueva para ayudarles a regular su estado de activación
que consiste en mostrar objetos para apartar la atención del bebé del estímulo
que le resulta molesto (Posner y Rothbart, 2000, 2005; Rothbart y Posner, 2001).
La estrategia resulta eficaz a juzgar por el resultado de las investigaciones que
muestran que los indicadores de estrés de niños de seis meses (vocalizaciones,
movimientos, etc.) alterados por la presentación de luces intensas y sonidos
estridentes, cesan mientras dura la respuesta de orientación al objeto, aunque
vuelven a aparecer cuando ésta desaparece (Posner y Rothbart, 2000, 2005;
Rothbart y Posner, 2001).
Poco tiempo después, entre los cinco y los seis meses, aparece un nuevo
recurso cognitivo, la atención focalizada, y con ella, una nueva estrategia
denominada “autodistracción” que consiste no sólo en desviar la atención del
estímulo molesto, sino en centrarla sobre otro más atractivo; con ella los bebés
consiguen regular la emoción negativa y, por tanto, disminuir los llantos y enfados
(González et al., 2001). Stifter y Braungart (1995) observan, sin embargo, que el
estímulo distractor no siempre tiene un carácter visual, y que, de hecho, las
estrategias que utilizan con mayor frecuencia los bebés entre los cinco y los diez
meses son la succión del dedo o la succión no nutritiva y otras formas como
estirar las manos, los pies, el pelo y realizar conductas rítmicas como batir las
manos o mecerse.
Hacia los seis meses aparecen las nuevas habilidades motrices que permiten
los primeros desplazamientos mediante el volteo y la adopción de nuevas
posturas como mantenerse sentado y, dos meses más tarde, el gateo. Son
avances que explican la aparición de estrategias más activas y complejas de
autorregulación, como las conductas de aproximación a los estímulos atractivos y
de alejamiento de los que generan malestar, y el juego con objetos que hacen
olvidar el estímulo molesto (Ato, González y Carranza, 2004).
Stephen, Dunlop, Trevarthen y Marwick (2003) sintetizan en tres las
estrategias que debe aplicar el adulto para optimizar el desarrollo de la
autorregulación en esta etapa: 1) regular la intensidad de la emoción que
experimentan los bebés calmándolos o estimulándolos mediante el contacto
corporal, hablándoles y cogiéndolos con afecto y cuidado, 2) facilitar y promover
la comunicación sintonizando con las emociones del bebé y compartiendo la
atención hacia los objetos y personas y 3) proporcionar un ambiente seguro que
ofrezca oportunidades suficientes para el descanso, responda de forma inmediata
a las necesidades, señales y estados de agitación del bebé y ofrezca la
oportunidad de establecer interacciones frecuentes con un adulto en un ambiente
que invite a la intimidad.
3.2.2. Segunda etapa: “La actividad conjunta centrada en los objetos” (1 - 3
años)”
A lo largo de esta etapa, el niño accede a las representaciones mentales
internas y éstas empiezan a actuar regulando distintas funciones cognitivas como
la planificación, la solución de problemas y el control voluntario. De esta manera,
el niño se hace más capaz de regular su acción y su experiencia emocional.
74
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
El acceso a las representaciones encuentra sus orígenes en la interacción
social. Karpov (2005) señala, como veíamos, que hacia el final del primer año de
vida, los niños comienzan a aceptar a los adultos como mediadores de la
actividad que desarrollan con los objetos y empiezan a utilizarlos en función de su
significado social. Las acciones que realiza el niño constituyen, durante el
segundo año de vida, una “imitación literal” de las que observa realizar a sus
cuidadores, posteriormente, generaliza estos esquemas y los aplica a objetos y
situaciones diferentes a aquellas en las que los aprendió.
Belinchón, Rivière e Igoa (1992) encuentran, del mismo modo, el origen de los
símbolos en una actividad práctica, real, socialmente compartida que se contrae y
se condensa con fines comunicativos. Ponen el ejemplo de Pablo, que días
después de haber jugado a los globos con sus abuelos, pone su puño
semicerrado frente a la boca, sopla y se da un golpecito en la boca con la mano
diciendo: “¡paf!”. El niño representa la actividad, replica con sus actos una
situación vivida, consiguiendo centrar la atención de sus abuelos sobre un
aspecto de la realidad, como hacía en la etapa anterior con sus protodeclarativos
y protoimperativos, pero, en este caso, se trata de una acción compartida en el
pasado.
Vamos a examinar cómo utiliza el niño esta recién estrenada función simbólica
(y otras funciones cognitivas) para regular su acción, su experiencia emocional y
su conducta.
! La regulación de la acción
Demetriou (2000) afirma que a los dos años se inicia la autorregulación, que el
control de la actuación del niño pasa de estar situado en el ambiente a hacerlo en
la persona y que ello supone que el niño toma conciencia tanto de la acción, como
de la intención de modificarla. La Psicología Soviética denomina este proceso por
el que una actividad externa, práctica, material, empieza a ocurrir en la mente,
“interiorización” (Leontiev, 1977). Y asume que es un proceso por el que se crea
un plano mental que no existía previamente (Leontiev, 1977). Leontiev (1977)
señala la conveniencia de diferenciar distintos niveles de actividad psíquica
interna, un nivel preconsciente, propio de los animales, y un nivel consciente al
que acceden únicamente los seres humanos. Al principio, señala, la consciencia
es sólo una imagen mental que como una pintura, ofrece al individuo la visión de
sí mismo, de sus acciones y de las condiciones en las que ocurre, conservando
las características con las que la actividad se desarrollaba en el exterior. La
percepción de las acciones de los demás permite al niño, recordemos a Pablo,
comunicarse sobre ellas. Esta comunicación transforma la imagen mental en
actividad consciente, permite al individuo emanciparse de la actividad práctica y
comenzar a ser capaz de dirigirla.
La realización de una actividad dirigida a alcanzar un fin es un logro que se va
adquiriendo de forma progresiva. Aunque desde el último trimestre del primer año
de vida aparece la conducta intencional, los niños de tres años no pueden
organizar sus acciones para alcanzar un fin establecido de antemano, pues
olvidan con facilidad su objetivo (Petrovski, 1985). La descripción del juego
simbólico que realiza Gortázar (2006) permite analizar los avances que va
75
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
experimentando la capacidad para planificar a lo largo del periodo. Al principio,
hacia los 17/19 meses, los niños, como indica Zelazo (2005a), pueden retener
una unidad de información en su mente para guiar su conducta y aplican un solo
esquema a los objetos en su juego simbólico, por ejemplo, dan de comer a una
muñeca. Desde entonces y hasta el final del segundo año de vida, empiezan a
combinar varias acciones en su juego; son combinaciones que no constituyen
verdaderas secuencias pues a menudo son ilógicas, por ejemplo, peinar a una
muñeca, acostarla y volverla a peinar. Entre los tres y los tres años y medio, los
niños representan las mismas escenas que en las etapas anteriores pero los
acontecimientos dejan de estar aislados, el juego sigue una secuencia, como
preparar un pastel, cocinarlo, servirlo y lavar posteriormente los platos utilizados
tras el banquete. Estas secuencias aparecen de modo espontáneo, no están
planificadas. Hacia los tres años y medio se inician los planes de acción y éstos
comienzan a dirigir el juego como lo muestra la preparación previa del material
(Delval, 1997).
El equipo de Rothbart considera que el desarrollo de la atención proporciona la
base que posibilita el desarrollo de la autorregulación, y enfatiza el papel que ésta
juega tanto en la selección, organización y almacenamiento de la información,
como en el control de la emoción y de la conducta (Rothbart y Bates, 1998;
Rothbart y Posner, 2001; Rothbart y Rueda, 2005). Grolnick, McMenamy y
Kurowski (1999) resaltan la importancia de la atención ejecutiva. La definen como
el sistema responsable de dirigir la atención hacia una tarea en función de un
objetivo previamente establecido, y de mantenerla centrada en la actividad
durante su realización. Se inicia al final del primer año de vida (Posner y Rothbart,
2000). Rothbart y Posner (2001) encuentran la evidencia empírica que apoya este
logro en el estudio de Diamond (1991) que observa que los niños de doce meses
(y no los de nueve) pudieron coger el objeto que se encontraba en una caja
transparente aunque sólo se les permitía ver la parte de la caja que estaba
cerrada, y lo explican afirmando que una representación interna actuaba como
guía de su conducta. Hacia los 30 meses, la atención ejecutiva experimenta otra
importante mejoría. A esta edad, el equipo de Rothbart, junto a Bell y Wolfe
(2004) y basándose en el estudio de Mischel (1983), observa que los niños
empiezan a realizar mejor las tareas que requieren el control voluntario de la
atención y que exigen inhibir una respuesta motriz prepotente.
La atención ejecutiva permite la aparición de nuevas estrategias para regular
la experiencia emocional.
! La regulación de la experiencia emocional
Parece evidente que los cambios del nivel de activación se acompañan de una
experiencia emocional. Un ruido intenso incrementa el nivel de activación de los
bebés, y, sin duda, su nivel de estrés o quizás de miedo y/o sorpresa. Sin
embargo, entre los estudiosos del desarrollo de la autorregulación, parece existir
un acuerdo tácito que les obliga a considerar que durante el primer año de vida lo
que los bebés pueden regular es su nivel de activación, nivel que refleja la
existencia de una experiencia emocional poco diferenciada que oscila entre el
bienestar y el malestar (Navarro, Enesco y Guerrero, 2003; Shonkoff y Phillips,
2000).
76
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
El desarrollo emocional durante el primer año de vida parece constituir un
proceso caracterizado por la diferenciación progresiva de distintos estados
emocionales. Navarro, Enesco y Guerrero (2003) resumen la literatura existente
sobre el tema. Los investigadores sugieren, a partir del análisis de la expresión
emocional, que a lo largo del primer año de vida van apareciendo las distintas
emociones básicas: la alegría, a los tres meses, la tristeza, a los cuatro o cinco, el
enfado y la sorpresa al final de la primera mitad del primer año de vida y el miedo,
a los seis.
De este modo, el acceso a diferentes estados emocionales, la primera
dimensión de las siete identificadas por Cole, Michel y Teti (1994), constituiría la
dimensión crítica del primer año de vida.
La literatura muestra que esta dimensión resulta también crítica en los
siguientes doce meses. En el segundo año de vida aparecen las denominadas
emociones conscientes o morales, emociones como la pena, el arrepentimiento o
el orgullo que muestran el inicio de la comprensión de sí mismo y de la capacidad
del niño para verse a sí mismo como objeto de observación y evaluación del otro
(Emde, 1998; Navarro, Enesco y Guerrero, 2003; Thompson y Goodvin, 2005),
cuyos antecedentes más tempranos se sitúan en las conductas, comúnmente
denominadas "showing off" o conductas de exhibición, que explicamos
previamente.
Denham y Weissberg (2004) resaltan el papel que ejerce el estado emocional
que uno experimenta en los procesos de regulación conductual, afirmando que
constituye una señal que indica si una conducta o situación debe o no ser
perseguida en el futuro, así, los niños que juegan contentos con otros
compañeros tenderán a buscar a esos mismos compañeros para realizar otra
actividad o incluso pedirán a sus madres que los inviten a sus casas. La
experiencia emocional actúa como un mecanismo que asigna una valencia
positiva o negativa a objetos, acontecimientos y personas.
Del mismo modo, la percepción de la expresión emocional de los otros,
proporciona información que invita a actuar de una determinada manera, así, el
niño que ve la expresión de enfado de un compañero, se alejará o no con
prudencia en función de lo que haya sucedido en situaciones similares previas
(Denham y Weissberg, 2004).
En el segundo año de vida, el rango de emociones que el niño experimenta se
incrementa y con ellas se fortalecen las bases sobre las que se establecen
vínculos entre las personas. La revisión de Shonkoff y Phillips (2000) muestra que
hacia los dos años los niños no se limitan a interpretar las emociones de los que
le rodean sino que intentan que los que están junto a ellos, hasta sus muñecos y
animales de juguete, se sientan mejor, que empiezan a manifestar una empatía
genuina.
Cole, Michel y Teti (1984) consideran que existen otras dos dimensiones de la
autorregulación emocional, estrechamente vinculadas entre sí, que resultan
77
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
críticas en los tres primeros años de vida: a) la modulación de la intensidad y la
duración de la emoción y b) el control del paso de una emoción a otra.
La evidencia empírica disponible parece avalar su tesis, muestra que,
efectivamente, a lo largo de esta etapa, se incrementan y diversifican las
estrategias de autorregulación gracias, al parecer, a los progresos que
experimenta la atención ejecutiva y, en general, a las habilidades implicadas en el
procesamiento de la información.
Grolnick, McMenamy y Kurowski (1999) observaron las estrategias que
utilizaban niños de 12, 14 y 24 meses cuando sus madres les quitaban el juguete
con el que estaban jugando. Los últimos se mostraron más hábiles para reducir la
intensidad de su enfado al implicarse con éxito en la realización de actividades
con juguetes diferentes.
Por su parte, Kopp (1989), tras revisar la literatura existente sobre este tema,
señala como ejemplo de estos avances el estudio que muestra que los niños de
24 meses fueron a buscar ayuda con mayor rapidez que los de 18, cuando el
experimentador interpuso una barrera entre ellos y el juguete que querían
alcanzar, pues a esa edad tardaron menos en identificar la causa de su
insatisfacción y en diseñar y ejecutar el plan de acción necesario para erradicarla.
No obstante, la estrategia más popular que utilizan los niños en este momento
es la utilización de objetos para incrementar la sensación de seguridad y
mantener la calma. El uso de estos denominados “objetos transicionales” que
pueden adquirir formas diversas como telas, ositos de peluche u otro tipo de
muñecos alcanza su punto más alto a los 18 meses (aunque, a veces, se
prolonga hasta el inicio del segundo ciclo de la Educación Infantil). Esta
estrategia, que resulta eficaz cuando los niveles de excitación no son
excesivamente altos, revela de nuevo los progresos cognitivos de los niños pues
manifiesta que toman conciencia del papel que juega el objeto para conseguir la
calma, que prevén estados de insatisfacción y que ponen en marcha planes para
calmarlos (Bronson, 2000; Kopp, 1989).
A pesar de que la aparición de la función simbólica se sitúa clásicamente en el
sexto subestadio del desarrollo sensoriomotor (18-24 meses), los niños de dos
años no parecen utilizar estrategias de carácter simbólico para regularse a sí
mismos, al menos no lo hicieron en el estudio de Grolnick, Bridges y Connell
(1996) en el que presentaron dos situaciones experimentales clásicas: a) la del
retraso en la recompensa en la que pidieron a los niños esperar a que volviera el
experimentador para tomarse las golosinas que les había enseñado justo antes
de marchar y b) la utilizada por Ainsworth y Bell (1970) en el estudio del apego en
el que la madre salía durante unos minutos de la habitación en la que se
encontraba con su hijo y una extraña. Los autores clasificaron las estrategias de
autorregulación utilizadas en las siguientes cuatro categorías que nos resultan
útiles para resumir las estrategias que utilizan los niños en esta etapa:
1) Estrategias basadas en retirar la atención del estímulo que genera
ansiedad; estas estrategias son de una complejidad variable que se
78
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
extiende desde apartar la mirada del estímulo que genera ansiedad, hasta
implicarse activamente en un juego con objetos.
2) Estrategias dirigidas a buscar el confort y la calma, mediante conductas
realizadas por los propios niños como apoyar la cabeza, frotarse el pelo o
chuparse el dedo, o mediante estrategias dirigidas a las personas que
pueden calmarles.
3) Estrategias de carácter simbólico como jugar a obtener el objeto prohibido
o utilizar el lenguaje para controlar e inhibir la conducta.
4) Dirigir la atención hacia el estímulo estresor.
La implicación activa en un juego y las estrategias dirigidas a buscar el control
y la calma fueron las estrategias más comúnmente empleadas por los niños en
estas situaciones generadoras de ansiedad (retraso en la gratificación y
separación de la madre) cuando el adulto se encontraba presente.
La utilización de la última estrategia descrita por Grolnick et al. (1996), dirigir la
atención hacia el estímulo estresor, generó mayor malestar y enojo, y las
estrategias de carácter simbólico, como hemos anticipado, no fueron utilizadas.
! La autorregulación conductual
En el tercer año de vida, los adultos comienzan a esperar que los niños sean
capaces de controlarse, que respondan a ciertas peticiones, incluso aunque los
padres no estén presentes (Kopp, 1982).
Este control conductual descansa en la capacidad de discernir si la conducta
se ajusta o no a las directrices marcadas, requiere un yo que se evalúe a sí
mismo. Stipek, Recchia, McClintic y Lewis (1992, citado por Navarro, Enesco y
Guerrero, 2003) proponen una secuencia de tres estadios en el desarrollo de este
proceso de autoevaluación. En el primero, de los 18 meses al final del segundo
año de vida, los niños muestran saber que son agentes causales y así lo
manifiestan alegrándose tras sus logros, pero carecen de la capacidad de
representación necesaria para evaluarse a sí mismos y no anticipan las
reacciones que tendrán los adultos ante los resultados que obtienen al realizar la
tarea propuesta, en el segundo estadio, que se inicia algo antes de los 24 meses,
los niños prevén tanto la reacción positiva que experimentará el adulto ante sus
éxitos como la negativa que observarían tras sus fracasos si no evitaran mirar al
experimentador y, en el tercero, hacia los tres años, los niños interiorizan las
normas adultas y comienzan a evaluar su actuación con independencia de las
reacciones de los mayores.
No obstante, la anticipación de las reacciones adultas y el conocimiento
incipiente de los criterios normativos no conduce siempre a su seguimiento. El
inicio del segundo año marca los comienzos de la marcha y con ella de un nuevo
nivel de autonomía que compite con frecuencia con las demandas crecientes del
entorno. Las aspiraciones del niño se oponen a las del contexto (Emde, 1998).
Empieza una etapa, conocida generalmente como “la etapa de afirmación del yo”,
en la que los niños tratan de afirmar su propia identidad y lo hacen,
fundamentalmente, oponiéndose al adulto, explorando sus posibilidades de
actuación y la resistencia que ofrece a los límites que impone a su conducta
79
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
(Delval, 1997). Constituyen la manifestación de un yo que busca particularizarse a
sí mismo (Wallon, 1965). Dunn (1988), citada por Delval (1997), observa que los
niños durante su segundo año de vida se resisten a las órdenes de los adultos, se
saltan sus prohibiciones, les mienten y engañan, provocan disgustos, rompen el
orden, la limpieza, etc. Así, la reciente capacidad infantil para seguir las órdenes y
las normas más sencillas se estrena junto a una muchas veces obstinada
determinación a oponerse a ellas, inaugurando un periodo de conflictividad que el
habla popular inglesa denomina “The terrible two´s” (o “los terribles dos años”) y
que pone de manifiesto que, como afirma Kopp (1989), el curso del desarrollo de
la autorregulación, como el de otros logros infantiles, no sigue una línea continua
ascendente, sino que encuentra mesetas, regresiones y pérdidas temporales,
como las rabietas típicas de esta edad, que constituyen la expresión de un
conflicto entre el desarrollo de la autonomía y el deseo de actuar por sí mismo, y
las exigencias sociales (Bronson, 2000).
Del mismo modo, Crockenberg y Litman (1990), siguiendo a Spitz (1957),
consideran que la adquisición del “No” con el que los niños rechazan las
propuestas adultas constituye el indicador de un nivel nuevo de autonomía que
acompaña la creciente diferenciación yo/otro en el segundo año de vida. Sin
embargo, advierte que este rechazo es una estrategia más madura que la
obediencia cuando ésta se produce por temor como suele ocurrir en los casos de
abuso, y que este “no” suele dar pie a diferentes procesos de negociación que no
aparecen tras las conductas desafiantes con las que a veces los más pequeños,
como retando al adulto, responden eventualmente a sus órdenes.
La reacción infantil depende en gran medida de las estrategias utilizadas por
las madres, unas modifican sus propuestas ante el rechazo de sus hijos, otras
dan razones y un último grupo se empeña en intentar llevar a cabo su propuesta
original. Las que utilizan el poder para conseguir el control obtienen con
frecuencia nuevos rechazos y respuestas desafiantes (como veremos con más
detalle en el próximo capítulo).
En todo caso, la capacidad de los niños de esta etapa para adaptarse a las
demandas ambientales, para esperar y para retrasar las recompensas es limitada.
La autorregulación propia de la siguiente fase, como señala Kopp (1982), es más
flexible y capaz de adaptarse a los cambios.
3.2.3. Tercera etapa: “El juego sociodramático como actividad dominante del
periodo comprendido entre los 3 y los 6 años”
El juego sociodramático es el juego en el que un conjunto de niños se dedica a
reproducir las relaciones sociales que los personajes típicos de su cultura
establecen de modo habitual, como la relación entre profesores y alumnos,
dependientes de una tienda y clientes, o médicos y pacientes. Karpov (2005)
señala que en oposición a la perspectiva teórica dominante que considera que
durante estos juegos los niños se liberan de las normas socialmente establecidas,
la Psicología Soviética defiende, que surgen como consecuencia del enorme
interés que el mundo de las relaciones sociales suscita en los niños de tres años,
80
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
y de su afán por incorporarse a él, por asumir las funciones de los adultos y los
roles que desempeñan en la sociedad.
En este juego, los niños se someten libremente a las normas que rigen la vida
social y ello les exige desplegar un nivel de habilidades superior al que realmente
tienen en el momento del juego; generan, como decía Vygotski, zonas de
desarrollo potencial que se muestran especialmente válidas para el desarrollo de
la autorregulación (Berk, Mann y Ogan, 2006; Linaza, 1997; Lindsay y Colwell,
2003). El juego simbólico proporciona la oportunidad de practicar las habilidades
implicadas en la regulación emocional pues constituye un marco en el que los
niños crean y modifican situaciones que elicitan diferentes emociones, y pactan,
establecen y rompen acuerdos sobre sus normas de expresión (Lindsay y Colwell,
2003).
Kopp (1982) atribuye a las nuevas posibilidades de representación que se
adquieren a lo largo del periodo, el logro de esta forma de control más madura, de
la autorregulación que requiere utilizar procesos de reflexión, introspección y
metacognición que aparecen entre los tres y los cuatro años de edad. Las nuevas
habilidades transforman la capacidad para planificar y solucionar problemas, la
autorregulación emocional y la autorregulación de la conducta. Vamos a
examinarlo con algo de detalle.
! La autorregulación en la resolución de problemas.
El proceso de solución de problemas experimenta cambios notables entre los
dos y los cinco años que afectan a sus cuatro fases. Zelazo, Carter y Reznick
(1997) las describen del siguiente modo:
1. La primera fase es la representación del espacio del problema, (del
problema y de sus posibles soluciones); en esta fase, los autores resaltan
la importancia de las siguientes variables: a) la reestructuración de las
representaciones, b) la atención selectiva que permite centrarse en los
aspectos más relevantes de la situación e ignorar el resto y c) la flexibilidad
para cambiar la atención de un foco a otro.
2. La planificación o elaboración de un plan de acción que precisa utilizar
estrategias de planificación (como la estrategia medios fines), seleccionar
un plan entre diferentes alternativas posibles y secuenciar las acciones en
el tiempo.
3. La ejecución del plan de acción que requiere mantener el plan de acción en
la mente el tiempo necesario para guiar el pensamiento y la acción, y
realizar las conductas previstas.
4. La evaluación de la actuación, el reconocimiento de si se ha alcanzado el
objetivo, la detección y la corrección de errores.
Las mejorías que se observan en la fase de planificación son especialmente
relevantes. Zelazo (2005b) las analiza tal y como se manifiestan en una tarea de
clasificación en la que pide a los niños utilizar una regla consistente en poner en
una bandeja tarjetas con dibujos de objetos que están generalmente dentro de
una casa y en otra, tarjetas con imágenes de objetos que suelen encontrarse en
el exterior. Observa que los niños de dos años y medio comienzan a realizar bien
81
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
la tarea, pero, tras varios ensayos, tienden a depositar la tarjeta en el lugar en el
que lo hicieron previamente, perseveran, afirma Zelazo, en el uso de una
representación inadecuada. A partir de los tres años, superan este error de
perseveración, y realizan la tarea con éxito haciendo que su conducta se rija
voluntaria y flexiblemente en función de las normas acordadas.
No obstante, la inflexibilidad cognitiva que conducía a los niños de dos años y
medio a cometer errores de perseveración no desaparece por completo a los tres
años, sino que reaparece cuando se presentan tareas más complejas, como las
que implican cambiar el criterio de clasificación (por ejemplo, clasificar por la
forma objetos que habían clasificado previamente por el color). Los niños de tres
años conocen los nuevos criterios y, sorprendentemente, son capaces de
responder a las preguntas que se les formulan sobre ellos, pero no pueden actuar
en función de las nuevas reglas y continúan clasificando las cartas en función del
criterio de clasificación utilizado en primer lugar. Es a los cuatro años cuando
alcanzan esta habilidad para cambiar de un criterio de clasificación a otro, edad
en la que pueden también representar mejor los diferentes aspectos del problema,
y formular un plan y mantenerlo en su mente para guiar voluntariamente la acción
(Prencipe y Zelazo, 2005).
La fase de evaluación experimenta, del mismo modo, cambios notables. Las
investigaciones revisadas por Zelazo, Carter y Reznick (1997) confirman la
predicción de que la capacidad de detectar errores precede a la de corregirlos.
Así, los estudios muestran que los niños de dos años diferencian entre las tareas
realizadas correcta e incorrectamente (como hacer una torre), y que a los 26
meses son capaces de supervisar consistentemente su actuación con el fin de
alcanzar una meta (construir una torre idéntica al modelo). No obstante, la
detección del error no permite modificar la propia actuación en todas las tareas.
Los estudios que analizan la extinción de respuestas previamente reforzadas,
muestran que los niños menores de tres años se mantienen realizando las
conductas que recibieron inicialmente una recompensa, mientras que los de
cuatro años y medio, dejan de responder en el momento en que constatan que
han dejado de percibir un premio por sus respuestas (Zelazo y Müller, 2002).
! La autorregulación emocional
Shonkoff y Phillips (2000) señalan con razón que la vida emocional de los
niños refleja los cambios que experimenta su desarrollo psicológico. Durante el
primer año de vida el nivel de activación se ve alterado fundamentalmente por
causas relacionadas con la satisfacción de las necesidades físicas (aunque, a
partir del segundo mes, también por la ausencia de contacto social y por el
aburrimiento [Kopp, 1989]). Durante el segundo ciclo de Educación Infantil, los
estados emocionales provocados por causas relacionadas con la satisfacción de
las necesidades fisiológicas disminuyen en frecuencia. Sus sentimientos, en este
ciclo, dependen más de cómo interpretan las experiencias, de sus creencias
sobre lo que los otros piensan y de cómo les responden los demás. En esta
etapa, comienzan a diferenciar mejor las cualidades propias de los diferentes
estados emocionales y a identificar mejor las emociones que los otros
experimentan, incluso cuando no coinciden con las suyas (Denham y Weissberg,
2004). En la primera infancia sus emociones eran intensas, difíciles de regular; al
82
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
final de esta etapa, pueden prever sus emociones y las de los otros, hablar sobre
ellas, controlar su expresión para optimizar las relaciones sociales y progresan en
su capacidad para regular su experiencia emocional.
Es una capacidad que tienen que ejercitar casi de continuo. Sus vidas se
encuentran repletas de situaciones caracterizadas por una gran carga emocional
y por la presencia de numerosas demandas que se oponen a sus intereses. Les
exigen de continuo controlar sus emociones, inhibir su conducta, realizar
conductas opuestas a sus deseos o manejar apropiadamente los conflictos que
surgen en sus relaciones sociales; son situaciones que requieren ser capaces de
autorregular la experiencia emocional.
Cole, Michel y Teti (1994) afirman que las dimensiones de la autorregulación
emocional que resultan críticas en el periodo comprendido entre los tres y los seis
años son: 1) tolerar el retraso de la gratificación, 2) regular verbalmente las
emociones y 3) ajustar la expresión emocional a las normas culturales. La primera
y la última se refieren a ámbitos a regular, la segunda, al instrumento que permite
la regulación. Veamos cómo describe la literatura el desarrollo de cada una de
ellas.
a) Tolerar el retraso de la gratificación
El dominio de esta dimensión de la autorregulación emocional constituye una
tarea difícil y los avances que experimenta esta habilidad al inicio de este periodo
son casi imperceptibles. Demetriou (2000), tras revisar algunos estudios sobre la
tolerancia al retraso de la gratificación, señala que los niños, a los 18 meses, son
incapaces de resistirse a las “tentaciones” como dejar de coger un teléfono de
juguete o las golosinas escondidas bajo una taza en ausencia del adulto, los de
24 meses, consiguen esperar un minuto y, los de treinta, dos. Y es que retrasar la
gratificación es un reto que resulta prácticamente imposible para los niños
menores de cuatro años (Metcalfe y Mischel, 1999). Hasta entonces, hasta la
edad de tres o cuatro años, el mecanismo de inhibición se encuentra todavía
inmaduro (Zelazo, Müller, Frye y Marcovitch, 2003). A los cuatro años, como
siguiendo las previsiones formuladas por el equipo de Rothbart, los niños
empiezan a inhibir su conducta utilizando estrategias basadas en el control de la
atención, evitan mirar el objeto que les han prohibido coger (Carlson, Davis y
Leach, 2005) y prefieren esperar para recibir una recompensa mayor, en lugar de
obtener una menor de manera inmediata (Prencipe y Zelazo, 2005). La utilización
de esta estrategia para regular la experiencia emocional se empieza a utilizar de
forma temprana. Recordemos que entre los tres y los seis meses, los niños
empezaban a cambiar voluntariamente el foco de atención para evitar mirar el
estímulo que causaba ansiedad y conseguir recuperar la calma. En el inicio del
segundo ciclo de Educación Infantil, los niños empiezan a utilizar esta técnica,
que ya tienen ensayada, para un fin más ambicioso, para inhibir la conducta y
tolerar así el retraso de la gratificación.
No obstante, la estrategia de dirigir la atención hacia los aspectos más
positivos de una situación como forma de hacerla más tolerable es algo que no
pueden realizar hasta el segundo o el tercer ciclo de la Educación Primaria
(Thompson 1994; Stifter y Braungart, 1995).
83
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
Durante esta tercera etapa del desarrollo de la autorregulación, se inicia el uso
de otra estrategia, el cambio cognitivo, o la modificación del significado atribuido a
las situaciones que generan ansiedad u otras emociones negativas con el fin de
reducir su impacto. Así lo explican Stifter y Braungart (1995) que afirman que, a
esta edad, empiezan a cambiar su atribución causal, llegando a pensar, por
ejemplo, “No, Tom no quiso pegarme” y que modifican también sus expectativas
iniciales cuando se sienten incapaces de asumir la frustración derivada de su
incumplimiento, como ocurre, por ejemplo, cuando terminan pensando que jugar
con el tren es igual de divertido que escuchar el cuento que su madre, finalmente,
no les pudo contar. Su afán por mantener positiva la valencia de su estado
emocional parece extenderse incluso a la fantasía, pues inventan un final feliz tras
escuchar una historia trágica, según nos comentan estos mismos investigadores.
Hacia esta edad, los niños no sólo comienzan a utilizar estas estrategias, sino
que parecen comprender los beneficios de su utilización. Dennis y Kelemen
(1999) muestran que hacia los tres/cuatro años, comprenden la estrategia de la
distracción (intentar pensar en algo diferente a lo que produce malestar), la que
actúa sobre la causa que origina la experiencia emocional y la búsqueda del
apoyo social en los adultos o amigos; aunque ya desde los tres años, parecen
saber que la experiencia emocional es algo que se puede controlar.
A pesar de los avances que hemos descrito, a lo largo de toda la Educación
Infantil, los niños necesitan apoyo externo para regular sus emociones (Denham,
Blair, DeMulder, Levitas, Sawyer, Auerbach-Major y Queenan, 2003), existen
diferencias importantes en la capacidad real que muestran en este control. Estas
diferencias se atribuyen en gran medida a las distintas prácticas de socialización
(que revisaremos en el próximo capítulo).
b) Regular verbalmente las emociones
Veíamos en apartados anteriores el papel que desempeña el lenguaje en el
proceso por el que el individuo comienza a regular su acción y diferentes
procesos cognitivos como la atención. Este papel se extiende al mundo
emocional y lo hace, de forma incipiente, desde el segundo y el tercer año de
vida, edad en la que comienzan a hablarse para darse ánimos y para
tranquilizarse (Shonkof y Phillips, 2000).
No obstante, el lenguaje comienza a actuar como instrumento que facilita la
comprensión de la vida emocional de una manera más precoz. El diálogo sobre
las emociones se inicia casi con el habla; cuando los niños empiezan a compartir
sus experiencias y observaciones sobre el mundo, se muestran vivamente
interesados por las emociones que ellos y otros experimentan, por sus causas y
por la forma en que se expresan (Dunn, 1987). Los padres interpretan y clarifican
los comentarios de sus hijos ayudándoles a comprenderlas mejor y les transmiten
las normas sobre su expresión (Thompson y Goodvin, 2005). En estas relaciones
se expresan valores que influyen en la forma en la que aprenden a interpretar las
emociones y a reaccionar ante ellas (Shonkoff y Phillips, 2000). Cuando los niños
comprenden sus emociones se vuelven más hábiles para regular sus sentimientos
(Shonkoff y Phillips, 2000; Thompson, 1994).
84
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
Por otra parte, la adquisición del lenguaje permite a los niños expresar con
mayor claridad emociones que hasta entonces podían estar expresando de
forma inapropiada y, de hecho, esta adquisición explica, en gran parte, la
progresiva disminución que experimenta el llanto infantil entre los tres y los
cuatro años (Thompson, 1994). El uso del lenguaje les ayuda a regular sus
emociones en las interacciones sociales, así, pueden empezar a hablar con el
compañero con el que se enfadan en lugar de llorar o agredirle físicamente.
c) Ajustar la expresión emocional a las normas culturales
La convivencia exige con frecuencia modular la expresión de las emociones.
Los niños empiezan a comprender que el estado emocional que las personas
experimentan no coincide siempre con la emoción que expresan y la necesidad
de controlar la expresión emocional para evitar dañar los sentimientos de los
demás entre los tres y los cuatro años (Denham y Weissberg, 2004), edad en la
que intentan, por ejemplo, disimular lo poco que les gusta el regalo que un
experimentador les ofrece (Cole, 1986, citado por Thompson, 1994 y por Navarro,
Enesco y Guerrero, 2003).
Holodynski (2004), adoptando una perspectiva funcional, considera que la
expresión de las emociones constituye el medio por el que los niños indican a los
adultos la necesidad de que les ayuden a regular la experiencia emocional y que,
por ello, las expresan siempre abiertamente. Y supone que a medida que van
aprendiendo a regularse a sí mismos, la ayuda del adulto va siendo menos
necesaria y la expresión emocional tiende a desaparecer. Sus observaciones
parecen corroborar su predicción pues efectivamente la expresión emocional que
muestran los chicos entre los seis y ocho años en contextos solitarios se
minimiza.
Es interesante destacar que la expresión emocional que los niños muestran de
modo habitual ejerce un papel importante en el establecimiento de relaciones de
amistad. La expresión de afecto positivo facilita el establecimiento de relaciones
sociales, mientras que la prolongada y frecuente expresión de enfado y otras
emociones negativas suele resultar problemática. Junto a la expresión, Denham
et al. (2003) destacan el papel que ejercen otros componentes de la competencia
emocional en el desarrollo de las habilidades sociales como identificar las
emociones de los compañeros a partir de las distintas formas de expresión, y
comprender sus causas y las de la experiencia emocional propia, componentes
que suelen asociarse a la realización de conductas prosociales.
! La autorregulación de la conducta
Kochanska y Thompson (1997) sugieren que la progresiva interiorización de
las normas requiere por una parte suprimir o inhibir acciones deseadas y, por otra,
realizar las conductas socialmente estipuladas. Son habilidades que descansan
en dos sistemas inhibitorios diferentes. El primero es pasivo, se basa en el miedo
y la ansiedad. Los psicólogos de la personalidad sugieren que la tendencia al
temor es un rasgo de la personalidad que se manifiesta ya desde los primeros
meses de vida, por ejemplo, en las reacciones opuestas atracción/ rechazo a los
85
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
estímulos novedosos que muestran los bebés de cuatro meses, que como
señalan Shonkoff y Phillips (2000), parece mantenerse estable a lo largo del
desarrollo y conduce a los niños a seguir las normas.
El segundo es un mecanismo activo; se identifica usualmente con el “control
voluntario” que Rothbart y Rueda (2005) definen como la habilidad para suprimir
una respuesta dominante, con el fin de producir otra menos dominante, controlar
el error e implicarse en la planificación.
El primer sistema inhibitorio produce un control pasivo, sólo el segundo refleja
una regulación emocional real (Eisenberg, Valiente, Fabes, Smith, Reiser,
Shepard, Losoya, Guthrie, Murphy y Cumberland 2003). Por ello, el exceso de
control inhibitorio propio de algunos niños que no presentan problemas de
conducta no presume la existencia de una autorregulación óptima y se acompaña
con frecuencia de problemas emocionales como ansiedad y temor (Eisenberg,
Cumberland, Spinrad, Fabes, Shepard, Reiser, Murphy, Losoya y Guthrie, 2001).
Su autorregulación es de alguna manera reactiva, no sometida al control
voluntario. Los niños que se autorregulan bien tienen la habilidad de responder a
las demandas del entorno con un abanico de respuestas socialmente aceptadas
lo suficientemente amplio como para permitir la flexibilidad y la inhibición cuando
es precisa (Cole, Martin y Dennis, 2004).
Kochanska, Coy y Murray (2001) someten la capacidad infantil para seguir
normas a estudio científico analizando las respuestas que daban los niños a las
órdenes maternas durante los cuatro primeros años de vida. Diferenciaron dos
tipos de órdenes, unas pedían hacer algo (recoger los juguetes tras jugar con
ellos) y las otras, como los estudios comentados previamente, evitar hacerlo (no
coger juguetes atractivos). Encontraron que los dos tipos de cumplimiento
analizados, el cumplimiento ocasional (que requería la vigilancia del adulto) y el
cumplimiento por compromiso (en el que el niño aceptaba como propia la
instrucción materna y la cumplía en ausencia de control externo), experimentaban
una tendencia alcista a lo largo de toda la etapa.
Los autores consideran que el cumplimiento ocasional, que aparece muy
pronto, antes de los dos años, refleja una voluntad incipiente para colaborar con el
adulto, y que el cumplimiento por compromiso constituye el primer eslabón del
desarrollo del autocontrol: el niño experimenta como propia la indicación materna
y, por lo tanto, no percibe que su cumplimiento se oponga a su autonomía. El
análisis de los resultados muestra que las dificultades que presentan las
instrucciones que conducen a realizar una acción son mayores que las
prohibiciones, pues en este último contexto el cumplimiento por compromiso fue
mayor que el ocasional en todas las edades analizadas: 14, 22 y 33 meses.
Kochanska y Thompson (1997) afirman que los mecanismos que guían el
aprendizaje del “buen comportamiento” en los primeros dos años de vida son
enormemente sencillos, el condicionamiento operante o aprendizaje asociativo a
los doce meses y el aprendizaje por observación en el año posterior. Y que entre
el segundo y el tercer año de vida se inicia la comprensión de los criterios de
conducta a medida que los niños van construyendo representaciones,
denominadas habitualmente “guiones”, sobre las rutinas características de su vida
86
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
diaria, (sobre las que realmente actúan los mecanismos de influencia educativa
[Giné, 1995]) y sobre las normas que rigen su comportamiento en ellas. El
progresivo desarrollo de las representaciones permitiría generalizar estos criterios
a otras situaciones y los avances del razonamiento causal, captar su sentido.
Posteriormente, los progresos en la comprensión de los sentimientos, deseos,
pensamientos y experiencias emocionales de las otras personas, la teoría de la
mente, les permitiría comprender su necesidad y enmarcarlos en una filosofía
más humanista. Aunque son numerosos los autores que sitúan los primeros
eslabones de la adquisición de la teoría de la mente en edades más precoces, en
la actualidad se considera que hacia los tres años los niños comprenden que las
personas actúan en función de sus deseos, sentimientos, necesidades e
intenciones (Wellman, 1990), y hacia los cuatro o cuatro años y medio, que sus
ideas y creencias pueden también determinar su conducta, por ello, es ésta última
la edad en la que se supone que adquieren esta capacidad denominada “teoría de
la mente” (Baron-Cohen, Leslie y Frith, 1985; Wimmer y Perner, 1983).
Grolnick, Deci y Ryan (1997) señalan que la interiorización de las normas y
valores socialmente aceptados no finaliza hasta que los niños no los integran en
un concepto coherente de sí mismos. El proceso de interiorización no es un
proceso de todo o nada; el proceso se constituye como un continuo en el que los
autores diferencian los siguientes cuatro niveles sucesivos:
1. Autorregulación mínima (o regulación externa). Es la que regula las conductas
motivadas por las contingencias externas, como las recompensas que ofrecen
los padres a sus hijos para que cumplan sus órdenes.
2. Autorregulación moderadamente baja (o regulacion introyectada6). Es la
regulación que asume una regulación impuesta externamente, una regulación
que no se percibe como propia, sino como coercitiva y controladora.
3. Autorregulación moderadamente alta (o regulación por identificación). Es la
regulación situada en el interior de una persona que se identifica con el valor
de la conducta a realizar y la considera importante para sus propias metas
(como no fumar para mejorar la salud). En esta regulación se experimenta un
grado de elección y valor personal mayor.
4. Autorregulación plena. En este tipo de autorregulación, la persona no sólo se
identifica con el valor de la conducta a realizar, sino que lo integra en un
sistema coherente y unificado de motivos, valores y metas (por ejemplo,
además de dejar de fumar, se hace ejercicio, se sigue una alimentación sana,
etc.).
El conocimiento de sí mismo experimenta en esta etapa cambios importantes.
Si en la etapa anterior, la aparición de las emociones autoconscientes (el orgullo,
la vergüenza, etc.) reflejaba el inicio de la comprensión de sí mismo, hacia los
cuatro años esta comprensión experimenta un nuevo avance, con la construcción
de una representación que integra las características y habilidades de uno mismo
y su experiencia personal; es la denominada memoria autobiográfica. Thompson
(1998) señala que esta memoria autobiográfica contiene la percepción que tienen
los padres de sus hijos y de sus características y habilidades, y que, desde
entonces, la percepción de la valoración que realizan los otros de la capacidad
6
En inglés: “introjected”.
87
La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia
para ajustar la conducta a los criterios normativos se convierte en fuente de
autoestima (Kochanska y Thompson, 1997; Thompson, 2002).
La psicología actual destaca el papel que juega la competencia narrativa, que
se inicia entre los tres y cuatro años, en el desarrollo de la autorregulación y en la
comprensión de sí mismo, de las propias experiencias y del mundo exterior
(Emde, 1998; Oppenheim, Nir, Warren y Emde, 1997). No se trata, en este
momento en el que las habilidades narrativas de los pequeños son aún muy
precarias (ver la revisión realizada por Sebastián en 1991), de una construcción
individual, sino de un proceso social en el que el adulto mediante el diálogo y el
juego ayuda al niño a comprender y a organizar mejor su experiencia.
En la actualidad esta actividad narrativa encuentra un escenario natural en los
centros escolares, en la denominada “asamblea”; se considera un acto de
identidad mediante el que los alumnos presentan una imagen de sí mismos y de
su experiencia vital, consiguiendo estrechar sus vínculos sociales y crear retazos
de realidad en los que se ilustran y muestran las creencias, valores y actitudes
que van siendo compartidas por el grupo (Poveda, Sebastián y Moreno, 2003).
El contexto escolar constituye junto a la familia el principal microsistema de la
vida del niño y, por tanto, uno de los determinantes principales del desarrollo de
su autorregulación. Vamos a reflexionar en el próximo capítulo sobre los objetivos,
principios y estrategias educativas que podrían optimizarlo.
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