la máquina müller o cómo sobrevivir al siglo xx

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ENSAYO
LA MÁQUINA MÜLLER O CÓMO
SOBREVIVIR AL SIGLO XX
(SOBRE HAMLET-MACHINE DE HEINER MÜLLER)
Marco Antonio de la Parra
En este artículo se sostiene que la obra del controvertido dramaturgo
alemán Heiner Müller (1929-1995) desgarra la historia de Alemania,
reinterpretando toda la enseñanza de Brecht, la posibilidad sospechosa de poder ser un artista y un comunista en la RDA. Su pieza
Hamlet-machine, afirma Marco Antonio De la Parra, es seguramente
la mejor muestra de una propuesta absolutamente revulsiva, cuyos
efectos aún resuenan en la definición de un arte profundamente
crítico de la situación social del fin de siglo.
V
i por primera vez Hamlet-machine casi por descuido, en un festival internacional de teatro en Bogotá. Había escuchado hablar algo acerca
de Heiner Müller y de esta misteriosa pieza teatral que parecía terminar con
toda la escritura teatral al modo tan frecuente del siglo que en estos días
finaliza. No recordaba más, ni dónde ni a quién, ni qué. La presentaba un
grupo canadiense, Carbono 14, de gran prestigio, en una enorme sala de
cine del centro de la capital colombiana. Esto era a fines de los años 80 y la
MARCO ANTONIO DE LA P ARRA (1952). Escritor, médico psiquiatra y dramaturgo.
Miembro de número de la Academia Chilena de Bellas Artes.
Estudios Públicos, 77 (verano 2000).
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discusión en los foros aún flotaba sobre la responsabilidad revolucionaria
del intelectual y la crisis del teatro pequeño burgués. Aún había Muro en
Berlín y la guerra fría sólo a duras penas mostraba señales de descongelamiento. Sabemos lo que es, aún, Colombia. Un país sudamericano duro, de
alta peligrosidad y gente cariñosa. El festival era hecho a todo trapo y a
pesar de un aviso de bomba en el primer estreno del evento, seguía adelante.
Recuerdo el montaje de la pieza de Müller en un clima agitado,
mucho público, una ciudad desconocida y sucia, un ritmo de videoclip,
monitores centelleantes, un enano, Hamlet-el-personaje triplicado, el escenario tapizado de terciopelo rojo. Quedé perplejo y sobresaturado y creo
que salí echando chispas mientras el público más joven parecía fascinarse
sin remilgos. Desconfío de mis rechazos viscerales y me sé guiar por mis
perturbaciones. Decidí seguirle la huella como a otros nombres de la dramaturgia europea de las últimas décadas. Así había conocido a BernardMarie Koltés y me quedaba aún estremecerme con el Roberto Zucco del
malogrado autor francés. El dramaturgo alemán, verdadero monstruo de la
escritura teatral contemporánea, resultaría una especie de esencial resumidero de la zona más agreste y áspera de la posmodernidad.
Con el tiempo pude conocer mejor el trabajo de Heiner Müller.
Recuerdo el acceso a las traducciones realizadas por el poeta español Jorge
Riechman para la revista Primer Acto y la perplejidad de mis alumnos
cuando leímos el texto de Paisaje con argonautas, solamente tres páginas
sin distinguir personajes, sin reconocer el argumento, sintiendo el fragor de
su poesía, el arremeter de su verso y el oficio de un dueño del habla
escénica como pocos en mucho tiempo. Recuerdo, años después, en plena
alza del reconocimiento a Müller en los escenarios sudamericanos, el montaje esplendoroso de Viviana Steiner en Santiago de Chile, bajo el título de
“Medea material”.
Hay cierta teatralidad del texto duro y puro que se reconoce al
leerlo. Cualquier conocedor del medio teatral lo puede sentir. Es el fraseo
de energía vibrante, relinchando en la garganta, levantándose como un
animal vivo al hacerlo sonoro. La escritura de este tipo no requiere adherirse a esquema alguno, se vuelve visual sin describir y es muscular sin dejar
de ser gráfica. Es una escritura que duele, turbulenta, haciendo tropezar las
imágenes en un estallido mental que demuele al lector-auditor-espectador.
La escritura de Müller, llegando a su apogeo vibrante en La máquina
Hamlet o Hamlet-machine, sacude al más defendido. Puede quedar ahí,
sola, y ser teatro. Es una escritura que sucede, escritura carne, escritura
sangre, escritura metal, escritura corpórea. La palabra es cosa, el tiempo
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verbal es una acción, la sola pronunciación de sus sílabas atrae la mutación
en fisiología letal, se diría mago, quizás hasta brujo.
Le debo el feliz y final encuentro con Heiner Müller a Daniel Veronese. El montaje del ‘Periférico de objetos’ de La máquina Hamlet lo pude
ver en una función incómoda en todos los sentidos de la palabra, en el
apretujado escenario del Teatro La Comedia en Santiago de Chile, ya después de los noventa. Subversivo hasta el tuétano, recuerdo el dolor, la daga,
el falso fusilamiento que puede ser una representación de dientes en ristre
para un espectador entregado. La belleza y el dolor dispuestos, entendí lo
que Heiner Müller subrayaría tiempo después:
PARA
QUE ALGO VENGA TIENE QUE MARCHARSE LA PRIMERA FORMA DE LA
ESPERANZA ES EL TEMOR LA PRIMERA MANIFESTACIÓN DE LO NUEVO ES EL
ESPANTO.
Uso las mayúsculas y el vacío de puntuación con el mismo vértigo
del texto original. Escribir es crear una partitura. La sonoridad de Müller
restituye esa fidelidad temible de la esperanza al miedo, mutua, señera,
donde reconocer quizás lo que más necesitamos, aquello que tanto tememos, el cambio, la salida.
En el uso tremebundo de la pausa, en la puntuación violentada y la
tipografía aparentemente azarosa, no hay ni un solo respiro lúdico, tan sólo
la sensación de un instinto asesino, el que un artista del siglo XX, un
verdadero hijo del siglo, debe tener como primera condición para Müller.
Poco antes de ver el espectáculo de Müller-Veronese, había estado
en Berlín. Ya había visto la película de Wim Wenders, aquella de los
ángeles, con Bruno Ganz, Nick Cave y Peter Falk incluido y el Muro se
había venido abajo. Era un encuentro de escritores, el viaje que solemos
hacer los sujetos de esa especie y nos llevaron como buenos teatristas al
Berliner Ensemble que ya dirigía Heiner Müller. Moriría unos años después. Yo ya habría visto cuatro veces el montaje argentino de La máquina
Hamlet en su escenario natural de la calle Corrientes al 3000. Ya cumplen
tal vez cinco años de presentaciones y giras. Su escritura dentada y atrevida
se instala entre nosotros con la estatura de un clásico.
Cuando le preguntaron sobre su relación con los clásicos y su propia
condición de clásico actual, Müller, un entrevistado zigzagueante, rápido,
sagaz y ponzoñoso, se limitó a decir que la literatura clásica es sólo literatura de clase. El juego de palabras funciona en muchos idiomas. Advierte
del gélido humor de Müller, el gran sobreviviente del espanto. Ése es el
gran tema de sus obras: ¿cómo se sobrevive al siglo XX? Fragmentado,
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corroído, con el aliento pútrido, un cigarro tras otro y mucho whisky, con
un cúmulo de traiciones en el cuerpo, contradictorio y paradójico.
El texto de Müller comenta el Hamlet original, ese que nunca lo fue,
el de Shakespeare. En realidad entra a saco en la resonancia ‘Hamlet’ de
nuestras cabezas de enciclopedia de crucigramas y la entrecruza con citas a
granel y construcciones en estado de alto voltaje, latencia permanente, una
fragilidad amenazante desde la sintaxis hasta el perverso uso de las acotaciones.
Divide la pieza en cinco partes, como el texto isabelino, pero esto es
apenas un resto, un muñón mutante, un híbrido desmadrado, de lo que
alguna vez se entendió como escritura escénica. La primera parte la llama
‘Álbum de familia’ y no hay acotación donde guarecerse. Otras piezas
suyas la tienen pero no sé si permiten alguna certeza.
De esa incerteza trata la obra de Müller, la misma incertidumbre
acentuada que le costó en la República Democrática Alemana (RDA) el ser
expulsado de la Unión de Escritores, considerado pesimista y reaccionario
ante una lucidez ácida que no renunciaba al estudio profundo de la contradicción del sistema comunista en el cual veía el futuro deseado pero no el
posible, sabedor de la condición humana.
Yo era Hamlet. De pie junto a la costa hablaba con el oleaje BLABLá, a mi espalda las ruinas de Europa.
Arranca la pieza en pretérito, cita la imagen del roquerío y el mar,
destruye Europa, apocalíptico el narrador (¿quién?) dice haber sido Hamlet.
El montaje de Veronese elige como protagonista un enorme muñeco de
tamaño natural con la máscara de Müller. La máscara mortuoria, los ojos
cerrados, este ex Hamlet que será despedazado a lo largo de la representación mientras el texto es vertido de manera neutral y uniforme por los
altavoces de la sala. Los actores no hablan. Operan muñecos, se disfrazan
de ratas, arrojan maniquís con ruedas contra las paredes. Ofelia viste de
rojo y fuma en una jaula, tras unas gafas de sol. Suponemos que es Ofelia.
Hamlet o Müller (las iniciales de Hamlet-machine pueden leerse como
Heiner-Müller)
Aquí viene el espectro que me engendró, con el hacha todavía en el
cráneo. No te quites el sombrero, sé que tienes un agujero de más.
Ojalá mi madre hubiera tenido uno de menos cuando todavía eras
de carne: yo me hubiera visto libre de mí mismo. Habría que coserles la vulva a las hembras, un mundo sin madres. Podríamos degollarnos unos a otros con tranquilidad, y no sin cierto optimismo,
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cuando la vida se nos hace demasiado larga o la garganta demasiado
angosta para los gritos. Qué quieres de mí.
Recibe al fantasma el ex Hamlet/Müller, recibe luego a Horacio y lo
detiene.
LLEGAS
/ EN MI TRAGEDIA NO
Horacio ¿me conoces? ¿Eres amigo mío, Horacio? Si me conoces, cómo puedes ser amigo mío. Quieres representar el papel de Polonio, que quiere acostarse con su hija, la encantadora Ofelia, aquí acude al oír su entrada, mira como menea el culo,
un papel trágico.
AMIGO MÍO TARDE A POR TU SUELDO
HAY SITIO PARA TI.
La segunda parte se intitula ‘La Europa de la mujer’. Su título es un
desafío fortísimo en todo el trabajo de Müller, el rol de la mujer en el
desarrollo de una sociedad verdaderamente libre. La mujer como provincia
del hombre. Este tema no escapará a sus tremendas y terribles paradojas.
Acá nos salva una acotación.
[Enormous room. Ofelia. Su corazón es un reloj.]
OFELIA (CORO/HAMLET)
Soy Ofelia. La que no ha guardado el río. La mujer ahorcada La
mujer con las venas de las muñecas abiertas La mujer de la sobredosis EN LOS LABIOS NIEVE La mujer con la cabeza metida en el horno
de gas. Ayer paré de matarme. Estoy sola con mis pechos mis
muslos mi vientre.
La cita de la mujer suicida remite sin reparos a la biografía de
Heiner Müller. Entre sus escritos breves incluye ese texto estremecedor
compuesto a raíz del suicidio de su segunda esposa, Inge Schwenker, poeta
también, autora de cuentos para niños, de poderosa influencia en la creatividad de Müller y con quien compuso sus primeras piezas:
“ESQUELA DE DEFUNCIÓN”:
Estaba muerta cuando llegué a casa. Yacía en la cocina encima del
embaldosado, apoyada a medias sobre el vientre y a medias sobre el
costado, con una pierna doblada como cuando dormía y con la
cabeza cerca de la puerta...
Si algo atraviesa toda la obra de Müller es esa relación perturbadora
entre la biografía y la historia, entre la conciencia de clase y el individualismo, entre la obsesión por la utopía y el desaliento. Su autobiografía, Guerra sin batalla, no cede ante esta conflictiva convivencia. Describe su “vida
bajo dos dictaduras”, con la sensación culpable de estar superando el pro-
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pio devenir de todos los acontecimientos a su alrededor. La culpa del
sobreviviente que describe Canetti en Masa y poder.
Nacido en Eppendorf, Sajonia, después RDA, distrito de Karl-MarxStadt, hoy Alemania, en enero de 1929. Vería a su padre ser arrestado por
la SS y enviado a un campo de concentración a los cuatro años de edad. El
pequeño Heiner se hace el dormido cuando su padre intenta despedirse y
luego revisita este doloroso recuerdo de diminuto traidor en varios escritos.
Su padre es detenido al día siguiente de asumir Adolf Hitler como canciller
del Imperio Alemán. El joven Müller crece con un padre desempleado, se
enrola en las juventudes hitlerianas y alcanza a ser enviado al frente para
caer prisionero de los norteamericanos en lo que sería el lado occidental.
Nombrado su padre en un alto cargo en Sajonia tras la ocupación rusa,
Heiner se reúne con su familia sólo hasta la expulsión de su padre del
Partido Socialista Unificado de Alemania Democrática. Todos parten a la
RFA y Heiner Müller decide permanecer en la RDA.
Un padre muerto hubiera sido
Mejor padre. Lo mejor de todo
Un padre nacido muerto.
Siempre vuelve a brotar hierba sobre la frontera.
Hay que arrancar la hierba
Que crece sobre la frontera una y otra vez
La continua vivencia de despojos y desgarros se hace carne en él. Su
familia, su país, sus ideas, han sido arrancadas de cuajo destrozando toda
ilusión de continuidad. Ha crecido en la Alemania nazi, ha sido concebido
en medio del caos nacional, ha sido adolescente bajo la Segunda Guerra
Mundial, ha visto su territorio patrio invadido y dividido. Su excelente
inglés de estudiante le permite convivir con los norteamericanos mientras
es prisionero. Luego convivirá con los soviéticos. Un primer matrimonio
juvenil con una muchacha embarazada termina en un fracaso. Sus hijos
parecen importarle poco, como él a la historia de su país. Empleado de la
Unión de Escritores de Alemania Oriental, se casa con Inge y comienza su
carrera de artista mayor. Desde 1954 hasta 1961 será una suerte de promesa
nacional, premiado y halagado por sus piezas teatrales escritas en colaboración con su mujer.
En 1956 muere su gran maestro y mentor, Bertolt Brecht. Su referencia será permanente, junto a Shakespeare construirá un polo de constante discusión interior. De él aprende lo didáctico y el distanciamiento dramático, pero lo critica y lo tergiversa intencionalmente. “No criticar a Brecht
es traicionarlo”, dirá. “Shakespeare me ha servido para protegerme de
MARCO ANTONIO DE LA PARRA
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Brecht”, agrega luego. Queda entre ellos el plan insospechado de montar en
el Berliner Ensemble la obra teatral de Samuel Beckett Esperando a Godot,
bajo todo el peso racional del sueño socialista del reino en este mundo.
Tras la muerte de su maestro, comienzan los problemas. Die Korrektur (La rectificación) debe, justamente, ser revisada para satisfacer al
Partido. Es severamente criticada durante los ensayos en Berlín. Pieza asfixiante y desconcertadora, el Partido la rechaza. Debe atenuar su versión
final para verla estrenada. El mismo año estrenan con Inge Der Lohndrucker (El hundesalarios) y obtienen el Premio Heinrich Mann.
Los problemas surgen en cuanto asoma su aguda mirada crítica
sobre estilo, forma y contenido. Apegándose a la forma didáctica brechtiana pero al mismo tiempo subvertiéndola, intenta estrenar Die Bauern (Los
campesinos) y Die Umsiedlerin (El recolocador), que son retiradas de programa una en su primera presentación y la otra en la prueba de vestuario.
Esto le gana la expulsión de la Unión de Escritores y comienzan sus calamidades. En 1965, tanto Müller como otros autores de la RDA son violentamente atacados en el comité central del Partido. Dice el informe de Erich
Honecker:
Si queremos incrementar la productividad y con ella nuestro nivel
de vida, no podemos permitirnos difundir filosofías nihilistas, desesperanzadas y moralmente subversivas en la literatura, el cine, el
teatro, la televisión y la prensa.
Es la censura. Müller debe realizar una serie de obras por encargo,
revisitando mitos clásicos y reescribiendo a Shakespeare, Sófocles y Hölderlin. Aún así, estas piezas están entre lo mejor de su obra y son el punto
de partida de un desarrollo que llegará muy lejos.
En 1966, tras sucesivos intentos de suicidio, Inge Müller es encontrada muerta por Heiner “con la cabeza en el horno de la estufa”.
En 1968 escribirá Die Horatier (El Horacio), donde plantea la contradicción flagrante del asesino y el héroe en la misma persona y en la
misma acción.
Ahí está el victorioso. Su nombre: Horacio.
Ahí está el asesino. Su nombre: Horacio.
Muchos hombres en un hombre.
Uno triunfó para Roma en un solo combate
El otro mató a su hermana
Sin necesidad.
Esta paradoja político guerrera puede hacer saltar todas las lógicas
históricas en cualquier sitio de la sociedad occidental. Exprime la pregunta
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moral hasta sus últimas consecuencias. Conserva temerariamente el verso
que ya muchos de sus coetáneos han abandonado.
En 1967 su Oedipus tyrann es estrenado en Bochum, en la RFA. Al
año siguiente contrae matrimonio con una germanista búlgara, Ginka Tscholakowa. Con ella dirigirá en 1979 su celebrada pieza Der Auftrag (La
misión) donde el conflicto de posiciones es inaudito. Comenzando como
una novela de aventuras, en el estilo irónico tan propio de Müller de seducir al espectador-lector con señas conocidas para luego conducirlo al matadero de las ideas ambivalentes y al fulgor de la contradicción y la polémica
sin resolver, concluye con el grupo de protagonistas dispersos en sus discursos, atados a su naufragio personal, social e histórico, en un retrato más
que inquietante de lo que serán las dos últimas décadas del siglo. Pocos
años después se separará de Ginka. No así del músico con que realiza
varios de sus trabajos, Heiner Goebbels, autor de las poderosas partituras
de varias de sus puestas en escena. Su cuarta esposa será una fotógrafa
varias décadas menor, ya en los años 90.
Antes, lentamente, con la ayuda de Ginka, ha ido mejorando sus
relaciones con el sistema hasta convertirse en dramaturgo del Berliner Ensemble entre 1970 y 1976. Una auténtica comedia se le estrena, basada en
un trabajo con Inge, La comedia de las hembras, sobre el devastador efecto
en el trabajo de un grupo de obreros al exponerse a la visión desnuda de la
jefa de brigada. Este trazo de humor donde se mezcla sexo, muerte, trabajo,
deber político y laboral, será remarcado una y otra vez en todos sus materiales posteriores.
De los años 70 proviene su compleja y sorprendente pieza Germania tod in Berlin, en la cual dirá que “la dilatación de la dramaturgia épica
hasta sus límites hace estallar el teatro del abecé brechtiano”. Su malignidad como dramaturgo, pensada como treta desestabilizadora que parte de
una aparente ingenuidad narrativa de tipo épico para fundirse con un payaso horrendo y llegar a cimas como el grotesco diálogo transexual entre
Hitler y Goebbels, marca su territorio y establece su originalidad. Comienza lo que algunos han dado por llamar el ‘efecto Müller’.
La liviana concepción de la posmodernidad le queda corta. No hay
solamente un todo vale, menos un mero juego de discursos, su trabajo
intenta saltar por encima de lo que él llamará el poscapitalismo, conteniendo aún hoy en día profundas críticas a cualquier optimismo ciego que
conduce al vacío de la experiencia social mercantilizada.
La relación de esperanza y temor es convertida en obra de arte.
“Cito mi esperanza en un mundo en el que ya no puedan escribirse obras de
teatro como Germania tod in Berlin, porque la realidad ya no suministrará
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material para ello”. Obra del alto grotesco, cita de Mayakosvki con un
reelaborado Kleist, el Brecht + Beckett de ese Godot, Kafka en clave de
clown, que jamás se montó, instala un trabajo con la historia oficial y la
intrahistoria, cruzando sin detenerse entre el mundo de los grandes jerarcas
y la imaginación popular y el inconsciente más privado.
Un texto vive de la contradicción entre intención y material, autor y
realidad.
Su más dura pieza, Mauser (tanto ‘muda de plumas’ como el nombre del famoso fusil de la guerra civil rusa), introduce una vez más la
pregunta sobre la relación entre moral pública y privada, muerte y culpa,
interrogando a toda revolución y todo anhelo histórico por su precio. Debate hasta malentendido, es una puerta para entender el humanismo radical de
Müller:
Uno tiene dificultades con una obra como Mauser cuando parte del
punto de vista y la medida de una vida individual como de algo
absoluto. Lo que distingue al hombre de otros animales, en última
instancia, es que hace algo más de lo que es estrictamente necesario
para él mismo.
El texto, para Müller, es un revulsivo, un generador de cataclismos,
un laboratorio de la imaginación social. No se asiste a sus obras (ni se les
lee, siempre en voz alta) sin consecuencias. El arte, para Müller, es una
zona de irresponsabilidad, un estado de ingenuidad maligna. Sus personajes
tienden a convertirse en payasos aforísticos donde la autocrítica es permanente y la demolición de las ilusiones queda al servicio de una esperanza
cuyo poder de verdad sobreviva a la destructiva y sucesiva caída de todas
las máscaras. Lo impresionante de toda la obra de Müller es la consecuencia interior de sus pretensiones artísticas. El texto en sí solo se convierte en
una pieza de teatro. Como los grandes autores de la escena mundial, todos
soberbios literatos sin importar el género, su escritura se autosostiene y
tolera las entradas a matar de los directores de escena yendo de un contexto
a otro con plena y absoluta conciencia de la relación del teatro con el
espacio-tiempo del espectador, esa ‘lectura’ de cuerpo presente a través del
actor-cuerpo y la palabra-organismo que traza ejes sociales y personales
entrelazándolos. El mismo Heiner Müller se integra en este pleno montaje
del escritor-artista y se sabe reputado y prestigioso sometiéndose a entrevistas que convierte en sesiones de riesgo mental para sus interlocutores.
Durante una misma entrevista puede ofrecer varias facetas, pero más que
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ESTUDIOS PÚBLICOS
contradecirse en la idea más plana del término, parece completar su imagen
y su volumen, al estilo del cubismo, ofreciendo simultáneos puntos de vista
de una misma idea. Esta densidad del pensamiento de Müller lo coloca en
una estatura literaria de difícil comparación. Agrega a esto la condición
tragicómica de cada línea, donde ofrece un descarado llamado a la muerte,
una celebración de la esperanza por encima de la masacre, o mejor dicho,
gracias a la destrucción y el escándalo, la posibilidad de rescatar la salida.
Restaura en un enorme acto de coraje intelectual el derecho de todo ser
humano a la cobardía, sancionándolo en el mismo acto de bendición y
denuncia. Deduce la imposible integridad moral y persigue con su escritura
todo ocultamiento.
“Necrofilia es amor por el futuro”, escribirá, en una intensa arenga
hacia el diálogo con los muertos, con lo dado por muerto, con el descenso a
los infiernos sin prisa. “Orfeo es un personaje que no sabe esperar”, dice.
Así, acude a toda una erudición de complejidad poco frecuente. Un citador
como James Joyce, como T. S. Eliot, como Borges, como Pound, que
redime en la figura de Shakespeare al autor que se encuentra con sus raíces
e influencias de manera oblicua y a través de interpósitos autores. Intenta
recorrer la mala huella seguida por Shakespeare, releyendo a Séneca y
Tácito, para tener el mismo acercamiento bastardo a lo griego. ¿Qué otro
mundo cultural puede tener sentido para un muchacho ex nazi, comunista,
alemán, que contempla cómo el mundo se deshace bajo sus pies? Ríe
cuando dice que con la desaparición de la Alemania Democrática desapareció también la Alemania Federal. Un chiste de Müller, un chiste de muertes. ¿Cuántas veces murió su país? Las ruinas de Europa de su obra
‘postdramática’, escrita contra la obra de arte y sin embargo obra de arte en
sí, La máquina Hamlet.
El célebre director tejano Robert Wilson llegará a pedirle ayuda para
poner en escena este texto que no consigue entender. Reirá, o sonreirá,
Heiner Müller. “Que no dure más de cincuenta minutos, es cuanto puedo
decirle”. Wilson traza una partitura de movimientos que nada y poco tienen
que ver con lo dicho por el texto. Las palabras se dejan oír y los jóvenes
actores poco se enteran. Pero la fuerza del espectáculo, la cita de texto e
imagen marca un hito del teatro de fin de siglo. Heiner Müller no se ha
limitado a reponer a Brecht (+ Beckett) y a reescribir a Shakespeare tras
(re)leer y (re)escribir a Genet. Ha escrito un comentario sobre el Hamlet a
lo Borges pero, aún más, ha sepultado la nitidez del argentino universal y
sustituido su ambigüedad irónica y fantasiosa por su remedo agotado y
perverso de la obra que no tiene lugar. El autor ha desaparecido detrás de sí
mismo. En sus acotaciones (poquísimas) incluye el destrozo de la foto del
MARCO ANTONIO DE LA PARRA
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autor. Wilson lo cumple cuidadosamente. Veronese lo subraya y convierte
a Müller en el modelo-para-desarmar hasta el total desmantelamiento de la
figura del personaje-dramaturgo que termina con sus miembros de madera
colgados en los muros del galpón-sala-escenario ‘El Callejón de los Deseos’ de un barrio de Buenos Aires.
En alguna ocasión, un coloquio en 1987, lo interrogaron sobre sus
influencias. Müller, no en vano calificado por Hans Magnus Ensenzberger
como “el viejo cínico”, el único sobreviviente al colapso cultural de la
reunificación alemana, contestó: “Perdón, pero tengo pocas influencias”,
luego soltó una carcajada y escuchó el silencio de la audiencia perpleja.
Difícilmente haya otro autor con tantas influencias como Heiner Müller o,
tal vez no se trate de cinismo sino de sinceridad, él no se deje influir sino
que, en lugar de leer, ‘devore’ literatura, como señala en otro escrito. Canibaliza los autores con el ancestral deseo de hacerse de su alma. Los destruye y al mismo tiempo los recrea al interior de su obra. Su manera de
manejar lo clásico y lo vanguardista, en un solo nivel de funcionamiento, es
el mismo trato que otorga a las categorías de fantasía o realidad. La única
realidad, para él, es el texto. Acentúa esa violenta sensación de irrealidad,
es decir, una nueva realidad, retomando el verso. Comenta a Goethe en su
versión de Ifigenia, eligió el verso yámbico “porque la historia no es soportable en prosa, la prosa no ha tenido éxito en detener la barbarie”.
“Los textos se vuelven municiones. Y el cañón o el fusil de donde
son disparadas esas municiones, no eres tú. Es el público”, declara en una
serie de largas entrevistas a Alexander Kluge, dramaturgo y cineasta alemán.
En La máquina Hamlet su blanco, o su munición (ambas definiciones son equivalentes en el más duro Müller), es el teatro mismo. La literatura cumple aquí su función de resistencia, de enlentecimiento exasperante,
de energización por bloqueo de la misma materia tratada, de contención
forzosa. Su trabajo se emparenta con otro gran monstruo del siglo XX,
Antonin Artaud, el artista que desafió la escritura escénica hasta su esencia,
el que terminó con el lenguaje, devorado también por el ávido Müller.
Peter Weiss, Edward Bond, Peter Brook y Jerzy Grotowski, entre
los más célebres, ya han hecho ese camino con éxito. Müller realizará una
nueva incursión (lo podemos imaginar siempre como una tropa de asalto,
una tropa de elite, un comando despiadado) en pos de la erradicación final
de la literatura dramática a través de la misma literatura dramática, el
choque entre el drama escrito y el teatro. El texto es el resultado de un
choque, una colisión espantosa. Entre fierros retorcidos podemos reconocer
su propia muerte, la del autor, su suicidio.
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ESTUDIOS PÚBLICOS
Ya hemos señalado la fascinación por la muerte de Müller como
creador. La máquina Hamlet es el sacrificio de Shakespeare, incombustible, insumergible, inmortal, en garras de un autor desesperado que pide a
gritos un ya imposible nuevo Shakespeare para salvar una Europa arrasada
por guerras y guerras y guerras, para una humanidad ya devastada. No hay
tiempo para príncipes en la lectura del Hamlet mülleriano. En otra entrevista cedida a Alexander Kluge realizada en 1990 en Garath, un barrio periférico de Dusseldorf, larguísima (siete horas y media), comentan largamente
el montaje que ha realizado Müller de Hamlet/Hamlet-machine, de la misma duración, casi ocho horas, en que ha tomado el texto imán de Shakespeare y lo ha intervenido quirúrgicamente (el cuerpo herido es siempre la
metáfora favorita de Müller) con su (es un decir) propia obra Hamletmachine y ha permitido, además, el desplazamiento de textos a lo largo de
una pieza a la cual no ha hecho prácticamente ningún corte y que celebra
como la obra más larga y más compleja del teatro occidental. Ya sabemos
que Gordon Craig, a comienzos de siglo, declaraba imposible de montar el
texto de Shakespeare. Müller solamente elimina la figura de Fortinbrás y
coloca a Hamlet como un intelectual enfrentado a una historia demasiado
convulsionada. Una visión absolutamente contingente para su propia condición en la Alemania de fines de los años 80. De alguna forma, este montaje
escenifica el intento del cual La máquina Hamlet es la huella —o predicción— de la pisada de un monstruo o, mejor dicho, el paso de una columna
de carros blindados arrancando la hierba de raíz.
Ya comentamos las dos primeras partes del simulacro de cinco con
que se refiere a la construcción shakesperiana clásica.
Tras la segunda parte, centrada en La Mujer o también Ofelia, expone el ‘Scherzo’, escena de violencia infinita que parte con unas supuestas
señales para el montaje:
[Universidad de los muertos. Cuchicheos y murmullos. Desde sus
tumbas (cátedras), los filósofos muertos arrojan sus libros a Hamlet. Galería (ballet) de las muertas La mujer ahorcada La mujer
con las venas de las muñecas abiertas etc. Hamlet las contempla
con la actitud de un visitante de museo (espectador de teatro). Las
muertas le arrancan la ropa. De un ataúd vertical con la inscripción HAMLET 1 salen Claudio y Ofelia, esta última vestida y maquillada como una prostituta. Strip-tease de Ofelia.]
OFELIA: ¿Quieres comerte mi corazón, Hamlet?
[Ríe.]
HAMLET: [Tapándose el rostro con las manos.] Quiero ser mujer.
El vértigo no cesa. Las libertades otorgadas al director de escena son
absolutas y al mismo tiempo abisales. La cuarta parte se intitula ‘Peste en
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Buda batalla por Groenlandia’, donde emerge otro de sus fetiches shakesperianos, Macbeth, a quien también dedicó una versión de alta polémica en
la RDA.
El acto final lo intitula con una cita (ha realizado tantas) de Hölderlin, el poeta loco y suicida —esas señales que multiplica en la invocación
del Artaud creador y psicótico—: ‘Esperando con saña/en la terrible armadura/milenios’.
El mismo Müller ha coincidido con sus críticos en considerar esta
pieza como un momento de crisis, un fin del camino.
Desde mis comienzos hasta Hamletmachine todo es una sola historia, un lento proceso de reducción. Con mi última obra Hamletmachine esto ha llegado al final. No existe más sustancia para diálogos
porque no hay más historia.
El optimista fin de la historia de la lectura hegeliana de Fukuyama
se convierte en el fin del lenguaje, el fin de la narración, las turbulencias
finales del fin de los tiempos del drama. Los textos son largos monólogos
de personajes que fluyen como las aristas de un sueño, diluyéndose unos
con otros. Quizás retengamos borrosamente el género. No hay ninguna
posibilidad en diferenciar lo vivo de lo muerto. Lo más seguro es que todos
estén muertos. Lo están, de hecho, y por eso son fantasía. Aquí no está la
preparación del rito sagrado de Artaud, queda solamente el sarcasmo, las
bromas perversas intelectuales, la supremacía brechtiana de la razón y la
dialéctica es violada e irrumpe como un tren la violencia surrealista.
La versión de Robert Wilson, mecánica, estilizada, bellísima, abre el
camino de una larga colaboración entre ambos. Su punto más alto es “Descripción de un cuadro”, texto que contiene solamente lo que dice el título
pero lleva la muerte, el crimen una vez más, como acción central. El
lenguaje, la escritura está al servicio irritante de ralentizar la amenaza y
convertirla en intensidad dramática a todo vapor.
El citado ‘efecto Müller’ ataca a toda la escritura del fin de siglo. Ha
rescatado en su voraz tragar influencias a todos los grandes maestros de un
teatro que permite ser reprocesado y rearmado desde sus fragmentos. La
historia, dada de baja, es retomada desde la vida misma. No existe la
historia menor ni la mayor, no existe otra cosa que la fatalidad, no existe
otro alivio para la conciencia ilustrada que la sana desesperación filosófica,
dejando atrás todo coqueteo nihilista o cualquier flirteo con una espiritualidad que ha sido vencida por el peso de plomo de los hechos.
Su teatro solamente era posible bajo dictaduras evidentes. Entrenado
en la venganza, se autocalificará.
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ESTUDIOS PÚBLICOS
¿Cuáles son las ventajas para el teatro en el sustrato dictatorial en la
RDA? En lo que a mí me concierne, se trata de un doble sustrato:
yo he sido alumno de una dictadura y después he crecido en otra. En
el afán de satisfacer mi deseo de vengar una infancia prácticamente
demolida, yo he podido identificarme un tiempo con la segunda. Es
un impulso de venganza elemental…
Su revelada relación con la Stasi, la policía política de la RDA, la ha
manejado con el mismo cinismo desconcertante. Ha dicho que solamente
conversaba con ellos, que sobrevivía en ese régimen, que no delataba, que
no le interesaba.
El rol de los intelectuales es producir caos, desafiar las concepciones del orden que son siempre ilusorias, que proceden siempre de
puntos de vista estrechos…
Enfrentado muchas veces con su propio comportamiento político y,
sobre todo, con su identificación con la dictadura de la RDA, comenta un
encuentro con Paul Virilio en París:
Él me ha dicho que la última esperanza y la única alternativa para
Europa está en la alianza de los culpables. No hay inocentes. Solamente cuando los culpables se hayan aliado, reconociendo mutuamente sus faltas y las hayan compartido, sólo ahí habrá una posibilidad…
Este texto puede resonar duro y hasta cruel pero no deja de ofrecer
un marco realmente implacable para conseguir contener todas las complicidades que luchan por aparecer con la cuenta en blanco a la hora de los
balances finales. Müller no perdona ni al Terror Rojo ni al Terror Blanco.
Trabajo, revolución, sexualidad y muerte son acaso los grandes temas de la poesía dramática de Müller. Lo comenta Riechmann en un estudio publicado antes de la caída del ‘muro’ que termina siendo la ‘caída’ del
muro.
Su último gran trabajo resulta ser su celebrado Quartett (Cuarteto)
que reescribe la novela de Choderlos de Laclos (1782) Les laisons dangereuses, con mucho más arrojo y coraje que Cristopher Hampton en su pieza
teatral que sirvió de guión a Stephen Frears para su film con Glenn Close y
John Malkovich. El Quartett de Müller nos asalta desde el título, son
solamente dos actores que darán cabida a varias voces, las de ellos mismos
en cruce de uno a otro incluso y las de la víctima de la seducción maligna
de Valmont inducido por Merteuil, la bella Tourvel. Decadente, retorcido,
MARCO ANTONIO DE LA PARRA
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torturado, triste y doloroso, el texto conoció en Chile un bello montaje con
Delfina Guzmán y Alfredo Castro, bajo la dirección de Rodrigo Pérez.
Cuando ya la hecatombe de las estructuras había terminado con el
autor, el autor reaparece tomando las convenciones de la narración más
aristocrática para hablarnos de la relación profunda entre sexo y poder,
entre vida y muerte. De escritura perfecta, Quartett transgrede una vez más
la construcción de los personajes para sostener un texto de acero en que a
pesar del extravío del hablante, el género y el pronombre, conseguimos
asistir a la batalla siniestra del amor y el odio, las dos fuerzas fundamentales de todo acto de conocimiento, posesión, destrucción o entrega. Texto
conmovedor, desgarrado, da pie a numerosas puestas en escena a lo largo
de todo el mundo. El mismo Müller la monta pero, enemigo de su propia
condición de autor, la cruza con otra obra de autoría, Mauser, la pieza
maldita de la muerte pura, la muerte y el deber político. El resultado es la
amalgama de sus temáticas, el ser humano en toda su peligrosa precariedad
de bestia y su lucha siempre perdida contra la barbarie intrínseca de la
civilización.
El teatro es un lugar de escritura de la historia, señalará en 1993,
bocetando una pieza que nunca escribió, una obra ‘plenamente terrorista’:
He aquí la situación: un bar o una discotheque, Stalin está detrás del
mostrador y prepara los cocktails y Lenin es el camarero. Hay una
dama que hace striptease, es Rosa Luxemburgo, y un señor sentado,
es Marat [...]. Lo que me interesa es que no exista verdadero texto
sino que el director de escena cree la historia únicamente a partir de
textos originales, en colaboración con comediantes o aficionados,
como lo desee. Así pues Lenin no dice más que Lenin. Rosa
Luxemburgo no dice que más que Rosa Luxemburgo, Stalin que
Stalin y etcétera.
Fallecido en diciembre de 1995 a consecuencia de las complicaciones broncopulmonares de un cáncer de larga data, sin dejar de fumar y sin
conseguir estrenar su Germania 3, su funeral provoca un masivo homenaje
del pueblo alemán, su público, al cual siempre se dedicó sin renunciar ni un
ápice a las demandas artísticas de su talento y su visión. Sin duda, tal faena
habría sido imposible en un país como la RFA, donde se podía escribir de
todo pero no había con quién. El dolor dictatorial, paradójicamente, cargó
de libertad su trabajo como dramaturgo conduciéndolo a una de las escrituras más arriesgadas del siglo. Probablemente porque, en su labor, se constituía una bocanada de alivio tras vivir o sobrevivir, quizás, dos de los peores
totalitarismos imaginables. No renunció a la lengua, no renunció a la
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ESTUDIOS PÚBLICOS
cultura, apertrechado en ella resistió con la lucidez cínica que denuncia
Ensenzberger. Sus textos permanecen, aferrados a la vida, a la humanidad
dada por perdida, a la filosofía banalizada, a la ideología sangrienta. Su
lectura, su puesta en escena, ilustra dolorosamente el fracaso de la historia,
pero, también, los caminos de eso que enseñó a reconocer por su parentesco delirante y perturbador con el terror: la esperanza.
BIBLIOGRAFÍA
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