Al-Qaeda en guerra contra el islam

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Al-Qaeda en guerra contra el islam
Jean-Pierre Filiu
En primer lugar quiero agradecer a Casa Árabe, y especialmente a su directora, Gema Martín
Muñoz, su invitación para participar en esta excepcional tribuna de intercambio y de diálogo. Es para
mí un honor compartir esta ocasión con ella y con
Felipe Sahagún, muy respetado en el ámbito universitario y mediático por sus análisis sobre la realidad
internacional. Y me agrada mucho dirigirme a todos
ustedes, que me honran con su numerosa presencia
en esta Sala de Juntas. Voy a intentar explicarles los
mecanismos de la auténtica guerra de Al-Qaeda
contra el islam y los musulmanes.
Jean-Pierre Filiu, nacido en París en 1961, es
profesor adjunto a la
cátedra Oriente MedioMediterráneo del Instituto de Estudios Políticos
de París, donde enseña
en francés, en árabe y
en inglés. Entre sus
obras destacan Mitterand
et la Palestine, Fayard,
2005, y Frontières du
jihad, Fayard, 2006.
El presente texto es
una conferencia pronunciada en Madrid el 5 de
noviembre de 2007 en el
marco del programa La
Tribuna de Casa Árabe.
Texto original en francés.
Traducción de Catalina
Martínez.
Al-Qaeda está librando desde hace diez años una guerra implacable
contra el islam contemporáneo. Le resulta muy fácil dirigir la ira de sus partisanos y de sus kamikazes contra Estados Unidos y otros países «judeocristianos», a quienes señala como el «enemigo lejano», pero su objetivo estratégico es en realidad el «enemigo próximo» y musulmán, los regímenes a
los que tacha de «impíos» y de corruptos; y son sobre todo los pueblos a
los que acusa de haberse desviado del islam, de haberlo traicionado. La
abrumadora mayoría de las víctimas del terror de Al-Qaeda son musulmanas; y la guerra de Al-Qaeda contra los valores y los principios islámicos es,
en todos los sentidos, una guerra sin piedad que, lamentablemente, no se
entiende con la debida claridad en nuestras sociedades occidentales.
I. La guerra contra los valores
Es imposible comprender la profundidad de la labor de zapa que AlQaeda está llevando a cabo contra los principios islámicos sin insistir en la
incultura religiosa que prevalece en la jerarquía de la organización. Osama
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Bin Laden no llegó a terminar sus estudios de gestión en Arabia Saudí. Su
lugarteniente, Ayman Zawahiri, sí es licenciado por la Universidad de El Cairo, pero en Medicina. Mustafa Settmariam Nasar, el yihadista sirio, nacionalizado español y más conocido por el nombre de guerra de Abu Musab alSuri (el sirio), estudió ingeniería. Y Zarqawi ni siquiera obtuvo el título de
bachillerato.
Los dirigentes de Al-Qaeda no tienen por tanto una formación específica en teología, y su conocimiento del islam es muy pobre. Su producción
ideológica presenta así todas las características y todos los defectos de las
construcciones autodidactas, donde la acumulación de citas enmascara a
menudo la escasez de contenido. El único dirigente de Al-Qaeda que cuenta
con un bagaje religioso, por lo demás modesto, es Mohammed Hasan, llamado Abu Yahya al-Libi (el libio), que dedicó varios años a los estudios islámicos en Mauritania. Su prestigio, sin embargo, no responde tanto a esta
legitimidad relativa como a su espectacular evasión de la cárcel estadounidense de Bagram, en Afganistán, en julio de 2005. Abu Yahya al-Libi interviene regularmente desde entonces en los escenarios yihadistas, como eco
y como contrapunto de las arengas de Zawahiri a los musulmanes del mundo entero. Todos los jefes de Al-Qaeda, tanto Bin Laden como Zawahiri, o
incluso el difunto Zarqawi, se han dado a sí mismos el respetable título de
«jeque» con el fin de imponerse en el plano religioso, donde su falta de credibilidad es sin duda notoria.
A. La tergiversación del islam
La increíble tergiversación de los valores islámicos llevada a cabo por
Al-Qaeda se ha perpetrado con celo neófito y con intolerancia sectaria. La
inmensa riqueza del Corán ha quedado reducida a un limitado número de
versículos revelados tras las batallas entabladas por el profeta Mahoma en
contra de los politeístas de La Meca. Estas citas se han sacado de contexto
y, en muchos casos, manipulado, y se repiten sistemáticamente un modo
categórico. El mismo proceso de selección agresiva se ha realizado con la
Sunna, un rico patrimonio de decenas de miles de hadices, que recoge las
tradiciones transmitidas por los compañeros del profeta y compiladas en el
curso de los dos primeros siglos del islam. También en este caso Al-Qaeda
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maneja tan sólo un centenar de hadices, siempre los mismos, y no tiene
reparos en recurrir a los hadices considerados «endebles» por la escolástica
islámica, puesto que su cadena de transmisión (isnād) es particularmente
discutible.
Tomemos como ejemplo un hadiz que Bin Laden y sus seguidores repiten hasta la saciedad: «Si la oración es la base del islam, su cumbre es el
yihad». A partir de esta frase atribuida al profeta, Al-Qaeda elabora toda
una construcción normativa que ha terminado por invertir los cinco pilares
del islam: la profesión de fe, la oración, el ayuno de ramadán, la peregrinación a La Meca y la limosna de la zakāt, que constituyen las cinco obligaciones canónicas de todo musulmán tras la revelación coránica. Al-Qaeda, sin
embargo, sostiene que el yihad es una obligación individual de todos los
musulmanes, la «cumbre» de una práctica religiosa de la cual la oración
sería la «base».
Resulta extraño constatar que los yihadistas, envueltos en su supuesta ortodoxia, coinciden en este punto con el primero de los cismas del islam, el de los jariyíes, quienes en el año 657 se negaron a la conciliación
entre sunníes y chiíes. El dogma jariyí convierte efectivamente el yihad en
sexto pilar del islam, junto con las cinco obligaciones comunes tanto para
chiíes como para sunníes. El sunnismo exacerbado e intolerante de AlQaeda entronca así, a través de los siglos, con la herejía de los albores islámicos, que ya entonces se caracterizó por un terrorismo sangriento: el
califa Ali, primo y yerno del profeta, fue asesinado por un militante jariyí en
661.
Pero Al-Qaeda no se limita a expoliar el extraordinario patrimonio de
la tradición islámica o a insistir en las frases que le resultan más convenientes para tergiversar su sentido original. Se empeña además en invalidar las
tradiciones que contradicen de un modo demasiado notorio sus postulados
subversivos. Hace especial hincapié en ese hadiz según el cual, tras regresar de su última expedición militar en Tabuk, el año 630, el profeta estableció una diferencia entre el «pequeño yihad», una acción militar, y el «gran
yihad», la lucha espiritual que debe emprender todo musulmán para expulsar a su demonio interior. Esta tradición ha alimentado siglos de misticismo
musulmán y de especulación esotérica, y es reverenciada por las diferentes
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hermandades sufíes, así como por las órdenes contemplativas del islam. AlQaeda dedica sin embargo páginas enteras a la refutación de este hadiz,
con la misma intensidad con la que combate mediante la violencia al sufismo bajo cualquiera de sus formas.
Así pues, es en el yihad donde Al-Qaeda concentra esencialmente su
terrorismo intelectual. En éste, como en otros casos, practica una política de
tierra quemada para destruir el fruto de siglos de reflexión islámica y construir sobre sus ruinas sus propios preceptos religiosos. El término yihād procede de la raíz árabe y-h-d, que denota esfuerzo, que significa «el esfuerzo
necesario para alcanzar un objetivo», y carece de connotaciones específicamente guerreras. El yihad, apenas mencionado en el Corán, engloba en el
texto coránico el conjunto de los modos de ayuda y de acompañamiento de
los musulmanes «en la vía de Allah». Es la acción del profeta durante el
conflicto entre La Meca y Medina, entre 624 y 630, lo que confiere al yihad
su dimensión militar; y la formidable expansión que experimentó entonces
el islam en el lapso de un siglo, desde el Indo hasta los Pirineos, es indiscutiblemente fruto del yihad.
La estabilización de las fronteras islámicas supone la formalización jurídica del yihad en el curso de los siglos IX y X: el yihad ofensivo, o yihad de
conquista, no puede realizarse sino bajo la dirección del califa o de sus representantes, y siempre con perspectivas razonables de éxito; debe prevalecer el yihad defensivo cuando se produce una agresión contra la comunidad musulmana de la que resulta la ocupación de alguno de sus territorios.
En todo caso, el yihad es una obligación colectiva (fard kifāya), que no puede ser dictada más que por los ulemas, los doctores de la ley, y que puede
ser asimilada por una parte de la comunidad en nombre del conjunto. Los
últimos yihads de conquista tuvieron lugar en el siglo XVII, bajo la enseña
del Imperio Otomano, en Europa oriental, y del Imperio Mongol, al sur del
Indo. El yihad ofensivo, dirigido por unidades de élite, cayó más tarde en
desuso, mientras que el yihad defensivo, alimentado por la expansión colonial, cobró una clara dimensión popular de resistencia nacionalista de la
mano de personajes carismáticos como el emir Abd al-Qader, en Argelia o el
comandante Masud en Afganistán. A lo largo de estos trece siglos de práctica y de evolución del yihad se elabora una forma de derecho de la guerra
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islámico, que distingue escrupulosamente entre adversarios militares y civiles, a quienes no se puede atacar, y que establece un número de prohibiciones absolutas.
Esta tradición viva y enraizada ha sido sencillamente barrida por AlQaeda y su yihad global, que rompe el vínculo entre un pueblo y un territorio para proyectarse hacia una comunidad (umma) abstracta y globalizada.
El «Frente Islámico Yihadista Mundial contra los Judíos y los Cruzados» que
Bin Laden y Zawahiri establecieron en 1998, llama a «todo musulmán creyente en Allah y deseoso de ser recompensado por su Dios a cumplir la orden de Allah de matar a los estadounidenses y destruir sus bienes en cualquier lugar y en cualquier momento, cuando y donde la situación lo
permita». El yihad, el deber colectivo de los musulmanes organizados en su
tierra, se transforma así en un imperativo individual (fard 'ayn) de obligado
cumplimiento en cualquier momento y en cualquier lugar. Al-Qaeda va todavía más lejos en este llamamiento, aboliendo cualquier diferencia entre
civiles y militares, o entre estadounidenses y aliados: «Matar a los americanos y a sus aliados, ya sean civiles o militares, es la obligación de todo musulmán que tenga la oportunidad de hacerlo, en cualquier país del mundo».
Al-Qaeda destruye así en unas líneas una jurisprudencia islámica milenaria,
y con ello desvirtúa radicalmente uno de los principios fundamentales del
islam, el yihad, invistiéndolo de un sentido completamente desconocido a lo
largo de la historia.
Este hecho escandaloso no fue sino el comienzo de una ofensiva en
toda regla, de la que no se han salvado ninguno de los valores islámicos. AlQaeda fustiga sin cesar a los «ulemas de la corte», a quienes acusa de estar
sometidos a regímenes corruptos, y opone a ellos la supuesta rectitud de
los «ulemas yihadistas», quienes, como ya se ha visto, carecen de cualquier
cultura teológica. Zawahiri es el más pretencioso en este sentido, pues se
permite desafiar al gran mufti de Arabia Saudí, el jeque Abd al-Aziz Ben Baz
(1909-1999), quien defendía la legitimidad de la participación parlamentaria:
Esta fatwa del jeque Ben Baz conduce al fin del yihad contra los tiranos que gobiernan ajenos a la ley revelada. Al autorizar la participación en la vida democrática, el
jeque ha abierto la puerta para que los musulmanes renuncien al yihad, que es una
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obligación individual, e incluso lo condena. De ahí que su consejo legal sea deplorable desde el punto de vista religioso, tanto hoy como en el futuro. Le pedimos por
ello a Allah que lo inspire para que se retracte de esta fatwa.
El mismo Zawahiri va todavía más lejos, acusando de traición a todos
los gobiernos musulmanes... por haberse integrado en la ONU: «Las Naciones Unidas son una institución internacional impía, a la que no debemos
pertenecer, de cuyo arbitraje hay que desconfiar, pues se basa en el rechazo de la ley revelada».
Sería tedioso multiplicar los ejemplos de la arrogancia dogmática de
Al-Qaeda, que ha encontrado en Internet un vehículo de difusión privilegiado, pues la dudosa sencillez de sus preceptos y el carácter hipnótico de sus
mensajes se adaptan maravillosamente al universo cibernético. Los servicios especializados y la opinión pública occidental tienen motivos para inquietarse ante la difusión en la red de toda una panoplia de técnicas terroristas. La dimensión dogmática de este ciberyihad no es menos angustiosa,
toda vez que la disolución de las referencias morales del islam conduce a
menudo a un verdadero llamamiento al martirio. La población a la que se
dirige carece de la cultura islámica necesaria para resistir semejante acto de
destrucción intelectual. El exilio interior de los militantes radicalizados por
Internet a título individual es sin duda uno de los peligros más graves generados por la guerra de Al-Qaeda contra el islam.
El ciberyihad se convierte así en un instrumento privilegiado, que permite a Al-Qaeda subrayar la legitimidad dogmática de su yihad global. El
desafío es grande para una organización prácticamente desprovista de líderes religiosos (los diferentes «jeques» lo son por proclamación propia), cuya
subversión a escala planetaria supone una ruptura radical con catorce siglos
de tradición islámica. Con el fin de promover este yihad ofensivo y global,
Al-Qaeda difunde sistemáticamente un puñado de citas sacadas de contexto
e inunda la Red de incitaciones al asesinato.
B. La recuperación de la historia
La otra guerra simbólica que Al-Qaeda ha emprendido contra el islam
es la del apropiamiento y la reescritura de la historia musulmana. La epopeya profética, de una densidad extraordinaria, rica en avatares, combates y
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golpes teatrales, es reducida a una sucesión de implacables batallas, en las
que la intervención divina siempre garantiza la victoria final de los creyentes. Tras sus primeras incursiones en Afganistán en 1987-1989, Bin Laden
juega explícitamente con el registro de la Hégira armada y da a sus seguidores el nombre de ansār, como se llamaba a los seguidores de Mahoma en
Medina. El líder de Al-Qaeda cultiva la imitación de la figura profética tanto
en su indumentaria como en su retórica. Compara el 11 de septiembre con
la batalla de Badr, la primera victoria musulmana en 624 (el 11 de abril de
2007, Al-Qaeda en el Magreb Islámico, AQMI, califica el triple atentado suicida en Argel como «Badr del Magreb». La destrucción del santuario talibán
en el otoño de 2001 entronca, según la retórica yihadista, con la derrota del
profeta en Uhud, el año 625. Mohammed Atef, pariente de Bin Laden y jefe
de operaciones de Al-Qaeda bajo el nombre de Abu Hafs al-Masri (el Egipcio), murió en los bombardeos estadounidenses tal como Hamza, tío del
profeta, cayó mártir en Uhud. Y bajo la cobertura de las Brigadas de Abu
Hafs al-Masri, Al-Qaeda reivindica los atentados del 11 de marzo de 2004
en Madrid.
El yihad medieval contra los cruzados en el siglo XII es también revisado por Al-Qaeda, que hace un relato en futuro perfecto al servicio de su
propaganda. Bin Laden y Zawahiri ensalzan respectivamente las figuras de
Nur al-Din, por su unificación de las huestes musulmanas, y de Saladino,
por su reconquista de Jerusalén, sin mencionar en ningún momento que la
batalla fue tanto política como militar. En cuanto a la caída de Bagdad, en
1258, se reconstruye en consonancia con el actual conflicto en Iraq: se describe a los estadounidenses como a mongoles modernos, y se acusa a sus
aliados chiíes de traicionar al islam, como si hubieran traicionado al califato
abbasí. Siete siglos y medio más tarde, Al-Qaeda pretende creer que la historia se repite entre el Tigris y el Éufrates, mientras que su propaganda
identifica a los dirigentes chiíes con los colaboradores «herejes» de los
mongoles. En este mismo sentido, los líderes yihadistas bautizan a sus «batallones» y sus «brigadas» con el nombre de los grandes muyāhidīn de la
Edad Media.
Al-Qaeda se jacta de poder recuperar el islam de sus sueños, «de
Qashgar a Granada», un inmenso territorio que sólo estuvo brevemente
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unificado, bajo la tutela de un poder omeya por lo demás bastante débil,
durante un corto período en el siglo VIII. Al-Ándalus, o la península ibérica
antaño musulmana, debe ser reconquistada según el aberrante principio de
la «islamidad» eterna de toda la tierra que un día fue musulmana (Al-Qaeda
pretende asimismo restablecer el sultanato de Pattani, en el sur de Tailandia, si bien no dice nada al respecto de Sicilia). La invocación de Andalucía,
que Bin Laden y Zawahiri realizan sobre unos principios históricos de los
cuales no parecen tener sino unas nociones bastante vagas, tiene un poder
simbólico y movilizador (Al-Qaeda no reivindica los atentados de Atocha en
nombre de una Andalucía fuera del tiempo sino en el marco «de un antiguo
ajuste de cuentas con la España cruzada, aliada de Estados Unidos en su
guerra contra el islam»). Finalmente, la idea de la coexistencia interreligiosa
en el momento de máximo esplendor de Al-Ándalus es violentamente combatida por Al-Qaeda. Zawahiri ha dedicado un panfleto en exclusiva a la
obligación de «romper» con los «infieles», ya sean judíos o cristianos,
prohibiendo expresamente todo vínculo de intimidad y excluyendo cualquier
posición de «confianza», con el objetivo de su expulsión o su conversión.
Al-Qaeda ha sabido aprovechar rápidamente los recursos que ofrece
Internet para su plan de subversión global. Ha encontrado en la Red el modo de compensar sus debilidades objetivas, creando una ilusión de ubicuidad planetaria y de extraordinaria capacidad de intervención. El efecto del
eco figura entre los principales objetivos de Al-Qaeda; así, por ejemplo, un
atentado del antiguo Grupo Salafista para la Predicación y el Combate
(GSPC) recibe el aplauso simultáneo del mullāh Omar, del «Estado islámico
de Iraq» o de un portavoz yihadista en Arabia. Este proceso de amplificación se realiza mediante la difusión regular de documentos visuales con voluntad de adoctrinar (discursos políticos, ceremonias de juramentos de fidelidad o celebraciones militares) o de deslumbrar (imágenes de ataques o de
atentados, martirios filmados en directo). Cerca de cuatro mil quinientas
páginas web yihadistas participan hoy directamente en esta red de propaganda, sin contar los repetidores involuntarios o pasivos.
Ayman Zawahiri, el verdadero ideólogo de la organización, considera
que el «yihad mediático» representa «más de la mitad» de la guerra global.
Al-Qaeda ha desarrollado desde entonces su propia productora, Al-Sahab,
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(por medio de la cual presta sus servicios a sus aliados talibán), y ha mejorado sensiblemente la calidad de sus grabaciones. Asimismo ha constituido
un «frente global, islámico y mediático» que entre 2003 y 2005 difundió
cuatrocientos documentales multilingües, y ha duplicado su producción en
el año 2006. Iraq proporciona una inagotable reserva de imágenes ultraviolentas, en las que los yihadistas, siempre victoriosos, se ensañan con enemigos impotentes o débiles. Periódicamente se cuelgan en la red los mejores «clips» del yihad antiestadounidense, bajo el título de top ten (sic).
En cuanto a Zawahiri, se sirve de esta tribuna virtual para dirigirse
una vez al mes a la «nación musulmana». Interviene en todas las crisis de
actualidad, incluidas aquellas en las que nada tiene que ver Al-Qaeda. Así,
arremete contra Hamás por haber aceptado la participación en las elecciones y por haber entregado «Palestina a los judíos». Lanza sus imposiciones
y exhortaciones de Mauritania a Filipinas, con el fin de establecer la ficción
de la omnipresencia de Al-Qaeda. Abu Yahya al-Libi, cada vez más presente
en la escena mediática, no es nunca parco en sus llamamientos de apoyo a
los «hermanos» iraquíes o palestinos. En cuanto al «Estado islámico de
Iraq», cuenta con su propio «Ministerio de Información» a través de la televisión online La Voz del Califato, que emite en inglés con subtítulos desde
principios de 2007.
II. La guerra contra los pueblos
Esta guerra simbólica y dogmática de Al-Qaeda contra el islam, y la
ya señalada malversación de sus valores en nombre de un programa inédito
de yihad global, se acompaña de una violencia metódica y feroz contra los
propios musulmanes, llamados a someterse a la nueva doctrina. Es imposible establecer estadísticas exactas, si bien sabemos que, a pesar del sangriento balance de los atentados de Al-Qaeda en los países occidentales, la
gran mayoría de sus víctimas son civiles musulmanes, asesinados en países
musulmanes.
A. La excomunión colectiva
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El islam prohíbe expresamente el yihad contra otros musulmanes, a
fin de evitar la calamidad más temida por el profeta, la fitna, la discordia o
sedición que inflige a la comunidad de los fieles, la umma, los tormentos de
la guerra civil. Para eludir esta prohibición dogmática, Al-Qaeda sistematiza
un concepto formulado a principios del siglo XIV por el jurista sirio Ibn Taimiyya, con el propósito de luchar simultáneamente contra los árabes chiíes
y contra los mongoles recién convertidos al islam. Se trata del concepto del
takfīr, que significa literalmente «la designación como infiel» (infiel se dice
kāfir) y permite negarle a un musulmán su condición de fiel para excluirlo
de la comunidad de los creyentes (de ahí la frecuente equiparación del takfīr
a los principios cristianos, y a priori poco trasladables, de excomunión o
anatema).
Tras reducir el islam a la estrecha visión más favorecedora para su
yihad global, Al-Qaeda utiliza sin freno el takfīr con el propósito de descalificar a las personalidades y comunidades musulmanas que rechazan sus imposiciones. Esta infidelidad solapada equivale para Al-Qaeda casi a apostasía y merece por tanto la pena de muerte. Fue así como el comandante
Masud, héroe del yihad antisoviético en Afganistán, fue tachado de infiel por
resistirse tenazmente al totalitarismo de los talibán y a la transformación de
Afganistán en un «Yihadistán» bajo el control de Al-Qaeda. Dos días antes
del 11 de septiembre, Masud fue asesinado por dos yihadistas tunecinos
que seguían órdenes personales de Bin Laden. El anatema de Al-Qaeda está
acabando en Iraq con la vida de personalidades de muy distinta procedencia: autoridades religiosas, tanto chiíes como sunníes, jefes de clan, gobernadores, parlamentarios o diplomáticos árabes, a quienes se acusa de todos
los vicios de la impiedad antes y después de ser liquidados.
Al-Qaeda, que en árabe significa «la base», sólo puede prosperar en
las dos acepciones fundamentales del término: base de datos (qā'idat alma'lūmāt), en el sentido de red para la movilización de los voluntarios y
refugio del yihad global; y base sólida (qā'ida solba), es decir, anclaje territorial a partir del cual puede proyectarse la subversión transfronteriza. La
vanguardia yihadista de la «base de datos» no puede efectivamente desplegarse sin el apoyo físico de la «base sólida». Al perder su refugio talibán, AlQaeda ha quedado literalmente desarraigada y condenada a vagar en el
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limbo del terrorismo internacional. El año posterior a su espantada de Afganistán, la organización sólo pudo perpetrar dos atentados de alcance bastante limitado: el primero en abril de 2002, contra la sinagoga tunecina de
Yerba; y el segundo en octubre de 2002, contra un petrolero francés en
aguas del Yemen.
Esta derrota militar se acompaña de un fuerte rechazo de Al-Qaeda
entre los islamistas saudíes. Privada por completo de salidas políticas o sociales en Arabia, la organización de Bin Laden se concentra en la preparación clandestina de un yihad terrorista de largo recorrido, puesto que la
«tierra de las dos santas mezquitas» es el objetivo último de Al-Qaeda, cuyo primer acto público, en 1996, consistió en consagrar su yihad a la «liberación» de esa tierra sagrada. He aquí la razón por la que algunos de los
colaboradores más cercanos a Bin Laden han sido asignados a la misión
saudí como prioridad absoluta. Al-Qaeda no tenía ninguna presencia en Iraq
antes de la invasión estadounidense en marzo de 2003, cuando toda su
fuerza subversiva se concentraba en Arabia Saudí. La organización decidió
esperar a la caída de Saddam Husein y la visita de Colin Powell a Riad para
desencadenar, el 12 de mayo de 2003, su yihad antisaudí: tres atentados
suicidas conmocionaron la capital, causando la muerte de 35 personas,
nueve de las cuales eran estadounidenses. Estos hechos señalan el comienzo de una auténtica guerra de desgaste entre Al-Qaeda y la seguridad saudí, salpicada de enfrentamientos mortales, atentados espectaculares y redadas masivas.
En ese mismo momento, en Iraq, un aventurero jordano del yihad
global conocido bajo el nombre de guerra de Abu Musab al-Zarqawi, dirige
La Unificación y el Yihad, una organización forjada en los campos de entrenamiento afgano, pero distinta de Al-Qaeda. Este grupo armado, implantado hasta entonces en suelo del Kurdistán, se sirve de la invasión estadounidense y de su abolición de las fronteras interiores del país para extender
sus redes por todo Iraq. Calificando la intervención estadounidense de «favor divino», Zarqawi calibra las posibilidades de movilización directa contra
la despreciada «América» y señala a partir de ese momento a los actores
susceptibles de obstaculizar su yihad «bendito». Así, en agosto de 2003
ataca la sede de la ONU en Bagdad, asesinando entre otros al representante
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del secretario general de la ONU sobre el terreno, el diplomático brasileño
Sergio Viera di Mello. Días más tarde es el ayātollāh Bakr al-Hakim, jefe
histórico de la oposición chií en el exilio, quien sucumbe en una matanza
terrorista en Nayaf.
Los contactos entre Al-Qaeda y Zarqawi son numerosos, si bien es
necesario un año y medio de complicadas negociaciones antes de que el
yihadista jordano se integre formalmente en la organización de Bin Laden y
sea honrado con el título de «emir» (literalmente «comandante») «de AlQaeda en Mesopotamia». El ascenso de Zarqawi en el marco del «triángulo
sunní», favorecido por los dos cercos sobre Faluya en abril y noviembre de
2004, va acompañado de una progresiva concentración militar que tropieza
con la principal milicia chií, el Ejército del Mahdi, en el proceso político auspiciado por Estados Unidos. Al-Qaeda decide entonces que el yihad antiestadounidense con fines movilizadores se enmarque en una estrategia del
terror antichií netamente más asesina, liderada por Zarqawi. Pero la organización de Bin Laden registra severas pérdidas en Arabia Saudí, donde la
eliminación de sus líderes y la persistente hostilidad de los ulemas contestatarios empujaban cualquier posibilidad de éxito yihadista hacia un horizonte
indefinido. Al-Qaeda opta así por trasladar a Iraq, donde el yihad parece
ofrecer perspectivas más favorables a corto plazo, sus recursos militantes y
materiales hasta entonces invertidos en Arabia.
Los grupos vinculados a Al-Qaeda en Iraq se engloban bajo la denominación genérica de takfīrī, puesto que la excomunión formal equivale a
sentencia de muerte. Poblaciones enteras se convierten así en blanco de
algún colectivo takfīr. Zarqawi ha convertido las matanzas de civiles chiíes
en programa estratégico, porque la comunidad chií, mayoritaria en Iraq, lo
instaba a participar en el proceso electoral, mientras que el yihadista jordano preconizaba una «guerra total contra el principio satánico de la democracia». La minoría yezidí, absolutamente hereje a ojos de Al-Qaeda, sufrió en
agosto de 2007 el atentado más sangriento de la crisis iraquí. Cualquier
clan que haya tenido la desgracia de contrariar o combatir a Al-Qaeda queda estigmatizado por un takfīr homicida, y es posteriormente masacrado o
eliminado. Recordemos que estas sentencias individuales o colectivas las
dictan los muftis de Al-Qaeda, cuya cultura religiosa es casi tan pobre como
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la de sus dirigentes. Tal es el caso del jordano-kuwaití Omar Yusef Yumaa,
más conocido como Abu Anas al-Shami, que participa junto a Zarqawi en la
decapitación de un rehén civil estadounidense en mayo de 2004, y muere
meses más tarde en la periferia de Bagdad.
Iraq es hoy el gran laboratorio de pruebas del terror takfīr. Sin embargo, allí donde Al-Qaeda intenta imponerse sobre una población harta de
tanta violencia, o reducir a los movimientos nacionalistas que rechazan su
yihad global, se lanza el takfīr para que comiencen las ejecuciones individuales o colectivas. Así sucedió siempre en Afganistán, en Cachemira, en
Argelia o en el Cáucaso.
B. Un proyecto totalitario
Al-Qaeda jamás ha desarrollado una visión clara de su proyecto político a largo plazo. Bin Laden, pero sobre todo Zarqawi, han diseñado las
líneas maestras de su programa de reconquista de La Meca y de Medina, del
que surgirá un espléndido califato moderno llamado a extenderse «de Qashgar a Granada». Pero tanto Afganistán, entre 1996 y 2001, como Iraq a
partir de 2006 han visto surgir en sus territorios auténticos «yihadistanes»,
espacios consagrados a la protección del yihad global, y posteriormente
«purificados» de toda oposición, incluso de cualquier presencia inasimilable.
Al-Qaeda también ha logrado superar en Iraq el impacto que causó la eliminación de Zarqawi, proclamando a través de Internet, en octubre de 2006,
el primer califato de la era cibernética con la adhesión formal de los jefes de
clan prudentemente enmascarados bajo el nombre de un misterioso Abu
Omar al-Bagdadi.
En marzo de 2007, este califa posmoderno dicta los principios fundadores y rectores de su «Estado islámico en Iraq». El análisis de estos principios permite imaginar la pesadilla totalitaria que supondría la toma del poder por parte de Al-Qaeda, aun cuando fuera limitada en el espacio y en el
tiempo. El chiismo, pero también el nacionalismo y el comunismo, se consideran herejías que merecen la muerte. El takfīr permite condenar por infiel
a cualquier musulmán que colabore con «la ocupación» (término que para
Al-Qaeda engloba a cualquier funcionario o persona que mantenga cualquier
clase de relación con las autoridades iraquíes). El rechazo del yihad se deTextos de Casa Árabe
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nuncia como el peor de los delitos, inmediatamente después de la apostasía. Cualquier policía o militar «apóstata» (y la definición no puede ser más
amplia) debe ser eliminado, tal como los fundamentos del régimen «apóstata» deben ser destruidos.
Cualquier territorio regido por las reglas de la «apostasía» es un
campo de batalla legítimo para Al-Qaeda en Iraq, aun cuando la mayoría de
su población sea musulmana. En cuanto a los cristianos y a los judíos, no
pueden escapar al castigo yihadista sino solicitando la protección de AlQaeda, que decidirá según el caso conforme a los precedentes establecidos
por los primeros califas. Pero la organización no se conforma con dirigir, con
un celo a veces maníaco, la vida cotidiana de las poblaciones a las que domina. Pretende además negar a cualquier otro partido iraquí el derecho de
mantener relaciones con Estados Unidos, declarando de antemano nulo y
sin valor cualquier acuerdo realizado sin su participación. Son estas imposiciones de Al-Qaeda y su brutalidad lo que finalmente ha desencadenado el
vuelco de los clanes sunníes, hasta entonces comprometidos con el yihad
contra el ocupante, hacia posiciones contrarias a la insurrección. Al-Qaeda
ha respondido a este cambio con la difusión en Internet de una baraja con
las figuras sunníes a las que es preciso eliminar, y ya ha eliminado a algunas de las más eminentes.
Al-Qaeda necesita, para su supervivencia, desarrollar permanentemente las dos dimensiones de «la base» que le da su nombre árabe: «la
base de datos», es decir la red inmaterial y transfronteriza por un lado, y la
«base sólida», el anclaje territorial y físico por el otro. Lo necesita porque, a
pesar de sus esfuerzos persistentes y su terror metódico, carece a día de
hoy de una base social, étnica, tribal o geográfica. Además, pesa sobre ella
la amenaza de verse relegada al limbo terrorista, donde, si bien su capacidad de hacer daño sigue siendo considerable, sus perspectivas políticas son
nulas. En tanto se encuentre reducida al nomadismo de un territorio de
yihad a otro, Al-Qaeda no puede sino debilitarse progresivamente, mientras
que la toma de un «Yihadistán» le permitiría multiplicar sus posibilidades de
expansión y de subversión.
La recuperación de Al-Qaeda desde el invierno de 2001-2002 no ha
sido un proceso lineal. La implacable represión sobre las redes yihadistas en
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Arabia Saudí desestabilizó entre 2003 y 2004 el núcleo duro de la organización, que para sobreponerse a la situación tuvo que emplearse a fondo en el
escenario iraquí. Con la proclamación de un «Estado islámico de Iraq», sumada a un ilusorio califato, Al-Qaeda ha desvelado sus ambiciones de implantar un Yihadistán con vocación expansionista al menos en algún punto
de las provincias bajo el mando de la insurrección sunní. Su principal obstáculo para la consolidación de este objetivo no es tanto la acción de las tropas estadounidenses como la determinación de la guerrilla nacionalista de
no consentir que esta nueva forma de ocupación que pretende Al-Qaeda se
perpetúe.
La suerte de esta batalla por el Yihadistán es esencial para Al-Qaeda,
que se juega con ello su futuro político y militar en el corazón del mundo
araboislámico. Incapaz hasta la fecha de implantarse en los escenarios palestino y libanés, la organización de Bin Laden cuenta con relanzar su campaña terrorista en Arabia Saudí desde un Yihadistán iraquí. Este frente iraquí-saudí es clave para Al-Qaeda, que en adelante puede apoyarse tanto en
Afganistán como en el Magreb a través de sus redes estructuradas y ofensivas. Ambas bases, situadas respectivamente en los extremos oriental y occidental del islam clásico, alimentan (y reciben) un flujo permanente de recursos humanos, materiales y financieros hacia (y desde) el eje mediooriental de Al-Qaeda.
La organización de Bin Laden busca asimismo optimizar sus recursos,
en realidad limitados, y encuentra en Internet el vehículo ideal para mantener su espejismo de ubicuidad planetaria. Pero, no obstante la violencia de
los atentados antioccidentales, es contra las sociedades musulmanas y en
tierras islámicas donde Al-Qaeda pretende implantarse mediante el terror, y
son principalmente las fuerzas musulmanas las que hoy pelean en primera
línea para impedir que la pesadilla del Yihadistán se renueve.
Algunos analistas afirman que los musulmanes guardan silencio frente a Al-Qaeda. Yo, por mi parte, he intentado demostrar aquí el coraje con
que los musulmanes, mediante la palabra y con las armas, combaten la
amenaza de Al-Qaeda. Para ello he escogido como ejemplo una larga cita de
un texto que se difundió durante la celebración del último Ramadán. Se trata de una carta abierta dirigida a Osama Bin Laden por una de las personaTextos de Casa Árabe
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lidades más respetadas de la oposición islamista en Arabia Saudí, el jeque
Salman al-Awda. Poco sospechoso de complacencia con el régimen que lo
mantiene en prisión desde hace mucho tiempo, el jeque Al-Awda se muestra terriblemente severo contra el líder de Al-Qaeda, aun cuando sigue llamándole «hermano Osama». Juzguen ustedes mismos.
¿Cuánta sangre has derramado? ¿Cuántos niños, mujeres y ancianos inocentes han
sido asesinados, mutilados, expulsados de sus hogares en nombre de Al-Qaeda?
¿Podrás reunirte felizmente con Allah llevando esta pesada carga sobre tus hombros?
Pues sin duda que se trata de una carga muy pesada, como mínimo de cientos de
miles de personas, por no decir millones [...]. ¿Quién es responsable de que tantos
jóvenes musulmanes, que aún se encuentran en la flor de la vida, que aún conservan
todo su ardor juvenil, se vean atrapados en un camino que no saben adónde va a
conducirles?
La imagen del islam esta hoy mancillada. La gente cuenta por todo el mundo que las
enseñanzas del islam obligan a matar a quienes no aceptan la religión. Dice también
que quienes siguen los preceptos salafistas asesinan a los musulmanes que no están
de acuerdo con ellos. Sin embargo, la realidad del islam es que nuestro profeta (la
paz sea con él) no mató a los hipócritas y a los traidores que lo rodeaban, por más
que Allah le hubiese revelado que lo eran y que estaban condenados a terminar en lo
más profundo del infierno. ¿Por qué contuvo su brazo? «No quiero que puedan decir
que Mahoma mató a sus compañeros.»
Hermano Osama, lo ocurrido el 11 de septiembre —crímenes que nosotros condenamos desde el primer momento— causó la muerte a miles de personas, casi tres mil.
Ése es el número de personas que murieron en las torres y en los aviones. [...]
Nuestro Señor nos dice: «Aquel que matara a otro no condenado por asesinato o por
depravación es como si matara a todo el género humano. Y aquel que reviviera a
otro es como si reviviera a toda la humanidad». (Corán V, 32) [...] Hermano Osama,
¿qué ganamos con la destrucción de naciones enteras, tal como estamos presenciando en Afganistán y en Iraq? [...] La pesadilla de la guerra civil que se ha apoderado
de Afganistán y de Iraq no aporta ninguna alegría a los musulmanes. [...] ¿Quién es
responsable, hermano Osama, de la promoción de la cultura de la excomunión
(takfīr), que ha destrozado familias enteras y conducido a los niños a traicionar a sus
padres infieles? ¿Quién es responsable de difundir una cultura de la violencia y del
asesinato que ha llevado a la gente a derramar con sangre fría la sangre de su prójimo? [...] ¿Quién es responsable de que los jóvenes dejen a sus madres deshechas
en llanto; de que abandonen a sus mujeres; de que los niños despierten todos los días preguntando cuándo regresará su padre? ¿Qué respuesta podemos darles, cuando
es muy posible que su padre esté muerto, que haya desaparecido sin que nadie conozca su suerte? [...] ¿Quién es responsable, hermano Osama, de que las prisiones
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del mundo musulmán estén llenas de nuestros jóvenes, lo que no puede sino alimentar el extremismo, la violencia y la muerte en nuestras sociedades?
A pesar de su postura radical en el contexto saudí, el jeque Salman
al-Auda no encuentra ninguna excusa para el terror de Al-Qaeda, que ya
había condenado públicamente con anterioridad. En esta ocasión se dirige
abiertamente a Bin Laden, a quien acusa, no sólo de haber desencadenado
la violencia ciega del takfīr, sino de justificar todas las represiones y todos
los despotismos. Esta carta abierta, escrita por un islamista militante y ampliamente difundida por sus seguidores, no es sino un ejemplo entre muchos de la incesante campaña emprendida por los musulmanes convencidos
de que es preciso neutralizar la amenaza de Al-Qaeda contra su fe.
Los varios miles de guerrilleros de Al-Qaeda dirigen literalmente sus
esfuerzos a tomar como rehén a una comunidad musulmana integrada por
más de mil millones de personas. Se emplean metódicamente en la tarea de
cavar las fosas del odio y de la violencia entre los musulmanes y el resto del
mundo, con el fin de imponerse como último recurso y poder absoluto. Las
represalias indiscriminadas y las alianzas racistas sólo sirven para favorecer
lo peor de Al-Qaeda.
Estoy personalmente convencido de que uno de los objetivos de la
matanza del 11 de marzo de 2004, que podría haber sido aún más brutal si
las bombas hubieran llegado a explotar en la estación de Atocha, era provocar una violencia ciega contra los musulmanes que viven en España y extender así por el continente europeo parte de esta guerra civil de la que AlQaeda se alimenta en tierras del islam. La grandeza de España, de su pueblo y de sus instituciones, consistió en no caer en la trampa que Al-Qaeda le
tendía, negándose a producir una espiral de violencia. Esta actitud de madurez cívica y de coraje colectivo han infligido a Al-Qaeda una de las peores
derrotas de su historia terrorista.
Al-Qaeda debe ser vencida, y es posible conseguirlo si se la desenmascara no sólo como enemiga de los valores occidentales, sino también
como enemiga de los valores islámicos. España ha sabido comprenderlo tras
el 11 de marzo, y con ello ha dado al mundo una gran lección. Esta tarde he
pasado unos minutos de recogimiento en el monumento a las víctimas en la
estación de Atocha. De esos momentos de intensa emoción me he quedado
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con dos frases; una estaba escrita en francés, y decía: «Estas matanzas
sólo sirven para herirnos, pero seremos más fuertes que esta barbarie»; la
otra estaba escrita en español y decía: «La barbarie no tiene ni religión, ni
cultura, ni raza». Y deseo terminar mi intervención en Madrid con estas dos
frases de rechazo de la barbarie, con este homenaje a las víctimas de Atocha y con este homenaje a la grandeza moral de España.
Muchas gracias.
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