El JUEZ Y LA BALANZA El par conceptual Poder Judicial-Administración de Justicia, si bien presenta algunos espacios de intersección, alude a dos realidades distintas: la jurisdicción, concebida como potestad de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, función que la Constitución atribuye con exclusividad a Jueces y Magistrados, y el espacio prestacional de servicio público, integrado por los medios materiales y personales que hacen posible el ejercicio de la jurisdicción, encomendado, en nuestro diseño orgánico, a diversas Administraciones Públicas. Que la Administración de Justicia ha alcanzado un punto crítico es una afirmación incontestable. Por diversas razones, arrastramos un modelo ineficaz, anclado en el siglo XIX, absolutamente inadecuado para servir de soporte a los retos que el siglo XXI depara a la jurisdicción. Una planta judicial deficitaria y asimétrica y unas estructuras administrativas de Juzgados y Tribunales ineficientes, diseñadas a modo de compartimentos estancos no constituyen, desde luego, el mejor marco en el que Jueces pueden llevar a cabo su relevante función de garantes de los derechos de los ciudadanos. Diversos estudios revelan que, en relación a la población, el Estado español cuenta con menos Jueces que los países de nuestro entorno, pero con muchos más funcionarios judiciales. Países como Alemania, Austria o Bélgica duplican el número de Jueces españoles por habitante, con plantillas de funcionarios más reducidas, prestando un mejor servicio en términos de tiempo y calidad en la respuesta judicial. Este dato, por sí, es significativo de que no se trata sólo de invertir en la creación de órganos judiciales, que reproducirían, con un elevado coste económico, las disfunciones del modelo, sino de replantearse el propio modelo, racionalizándolo. La reforma de la Oficina Judicial ha constituido, sobre el papel, un gran paso en esta línea. Por desgracia, la situación de crisis económica permite aventurar que un proyecto imprescindible, quedará varado nuevamente. Pero siendo éste, sin duda, un problema de enorme trascendencia cuya solución en última instancia compete no, desde luego, a los Jueces, sino a las Administraciones competentes, pues las condiciones en que se desenvuelva la prestación del servicio por las Administraciones influyen, de forma determinante, en el modo en el que los Jueces ejercen la jurisdicción, hay otro, no menos relevante, que suele quedar soslayado en el debate público: la instauración de una nueva lectura de la función del Poder Judicial. En el modelo de Estado Constitucional, esta función no se limitaba a la defensa de los derechos de unos ciudadanos frente a otros, sino también, frente a los otros Poderes del Estado. El espacio del Poder Legislativo y del Ejecutivo (confundidos en la democracia de partidos) es, en síntesis, el de la definición y ejecución de políticas generales. Pero la aplicación de las mismas a las personas individuales exige la concurrencia del Poder Judicial, desligado de aquéllas finalidades colectivas, asegurando espacios reglados de debate que respeten los derechos, garantías e intereses en juego, para resolver, de forma imparcial, el conflicto que se somete a enjuiciamiento. Obviamente, los Jueces aplican la normativa desarrollada con finalidades políticas colectivas, por lo que tienen un deber de lealtad institucional a quien tiene democráticamente asignadas las decisiones sobre las mismas. Pero los Jueces aplican normas, no optan entre criterios de oportunidad conforme a esas finalidades colectivas. El Poder Judicial asegura que se aplica lo que la norma dispone, no asume como propia la finalidad política que llevó a la redacción de la norma. Los contornos de esta relación son difusos y sumamente complicados y exceden de los cometidos este texto. Lo que ahora interesa es poner de relieve cómo ha cambiado paulatinamente este enfoque. En los últimos años, se ha ido elaborando un nuevo discurso de esa relación. El Poder Judicial debe asumir como propias las finalidades políticas generales. El cambio de modelo es radical. Debe partirse de que la legitimidad del Poder Judicial, en gran medida, se justificaba en el hecho de que su decisión venía delimitada por la norma y se debía ceñir a la resolución del caso concreto con equilibrio de aquella norma y de los derechos, garantías e intereses de las personas concretamente afectadas. Sin embargo, se ha pasado a reclamar del Poder Judicial que asuma como propias esas finalidades políticas, al tiempo que se le recuerda que carece de legitimidad para cuestionar tales decisiones colectivas. La potencialidad democrática de una Judicatura Constitucional reside en saber respetar el ámbito de decisión que corresponde a la Política, si bien realizando una lectura de las normas acorde con los principios constitucionales, cuestionando no las decisiones políticas, sino la aplicación a los casos concretos de las normas que han concretado esas decisiones, salvaguardando, inexcusablemente, los derechos fundamentales. Esos son los límites, pero al mismo tiempo la fuerza del poder que los Jueces ostentan. Sin embargo, la nueva percepción de las relaciones rompe ese equilibrio. El Poder Judicial debe ser partícipe de las finalidades políticas colectivas, pero carece de legitimidad para cuestionarlas, por lo que aquél debe ser otro brazo ejecutor de esas políticas. La función del juicio ha dejado de ser la de espacio de debate equilibrado, para convertirse en el espacio de escenificación pública del triunfo de las políticas generales marginando el caso concreto para priorizar un resultado predefinido en aquellas políticas. Si eso no sucede, se procurará rápidamente un responsable: el Juez, por no haber cumplido con su nueva función. El modo de abordar determinados problemas (terrorismo, violencia de género, agresiones sexuales a menores, la pequeña delincuencia de subsistencia y un largo etcétera) constituyen epítomes de este nuevo paradigma. En un escenario en el que, por múltiples razones, el Poder político se ve en serias dificultades para abordar las verdaderas bases de los problemas de la ciudadanía, se acude a la creación de figuras que representen el papel de enemigos: el “terrorista”, el “maltratador”, el “multirreincidente”, entre otros, ocupan los espacios en que se produce suficiente consenso social para identificar a un extraño a la Comunidad, un enemigo a batir. La nueva concepción de la función estatal exige un Poder global preparado para la respuesta rápida y adaptable a las exigencias mediáticas, un único Poder en el que la separación de poderes desaparece y que exige que todos los poderes actúen de consuno para golpear con inestimable eficacia las cortinas de humo que ocultan los verdaderos problemas de la convivencia en sociedad, pero no para disiparlas, sino para extender con más eficacia ese humo que no aborda el verdadero origen de dichos problemas. De ahí las exigencias a los Jueces de que den determinadas respuestas. Pero también de ahí la búsqueda por el Ejecutivo de responsabilidades en los Jueces cuando acaece un mal que no puede conjurar por otros medios. Lo que no se puede permitir ese Poder Político es la autocrítica a las medidas adoptadas o no adoptadas (como la influencia del desmantelamiento de las instituciones de protección social en determinados hechos criminales), ni tampoco el afrontar con responsabilidad ante la Sociedad el hecho de que existen desgracias cuya desaparición es imposible asegurar. La manipulación que supone imputar al Juez de un caso anterior la responsabilidad de lo supuestamente realizado por una persona es éticamente inaceptable, sitúa a quien emite el mensaje en zonas de dudosa respetabilidad. Pero, es más, a nivel institucional significa romper los mínimos de deferencia entre instituciones que permiten salvaguardar las funciones democráticas de cada uno de los Poderes Constitucionales. En este contexto, el papel de los medios de comunicación, con excepciones, ha coadyuvado al actual estado de cosas, profundizando en la gradual pérdida de legitimación social del Poder Judicial, minando el grado de confianza y credibilidad que tiene entre la ciudadanía. Desde posiciones progresistas, bajo el falso pretexto de controlar teóricos sesgos reaccionarios provenientes de un Poder tradicionalmente conservador, y, desde posiciones conservadoras, con el designio de perpetuar la visión burocrático-funcionarial del papel de la jurisdicción. Unos y otros han pasado por alto, consciente o inconscientemente, que la legitimidad social es un presupuesto imprescindible de una institución básica para la convivencia por su papel de garante de la democracia y de los derechos de los ciudadanos. Los Jueces no hacen políticas colectivas. Ni pueden, ni debe hacerlas. La función jurisdiccional consiste en comprobar, en el contexto de un juicio contradictorio en el que las partes concurran en condiciones de igualdad, si la hipótesis sostenida por A frente a B se encuentra avalada por pruebas bastantes para hacerla acreedora de la consecuencia jurídica prevista en la norma C. Como recuerda Ferrajoli, la actividad jurisdiccional no está dirigida a la satisfacción de intereses preconstituidos. El Parlamento, el Gobierno, las Administraciones, aun operando con las formas y dentro de los límites establecidos por las leyes, fijan o siguen líneas o finalidades políticas más o menos contingentes, unas veces informadas por la voluntad de la mayoría, otras por el propio interés de la Administración pública. Los Jueces, por el contrario, no persiguen ningún interés prejudicial. En este sentido, la imparcialidad del Juez respecto de los fines perseguidos por las partes, no sólo es personal, esto es, el Juez no debe tener ningún interés privado en el resultado de la causa, sino también institucional. El Juez debe ser un tercero, un extraño ajeno a los intereses en conflicto, sensible a la complejidad del mundo que le rodea, atento con quienes acuden a la jurisdicción, empático con quienes sufren, pero no por ello, menos consciente de su necesaria, de su obligada equidistancia. Afortunadamente, frente al prototipo pretendido de Juez posmoderno, más preocupado de la corrección política y mediática de su decisión que del ejercicio independiente e imparcial de la jurisdicción, son muchos todavía los Jueces que siguen creyendo, en palabras de Meyer, citado por Perfecto Andrés en “Imparcialidad Judicial e Independencia Judicial”, que “quien sostiene la balanza no puede moverse de su puesto sin que ésta se incline para un lado”. José Luis Ramírez Ortiz Portavoz Jueces para la Democracia (Publicado en la revista El Foro de Vigo, en especial dedicado al estado de la justicia. Junio de 2010)