aprender a aprender

Anuncio
¿Qué cosa es `aprender a aprender´?
Escribe: Hugo M. Castellano
Maestro Normal Nacional especializado en el uso educativo de las nuevas tecnologías. Co-fundador y webmaster de Nueva
Alejandría. Ha publicado numerosos artículos en revistas pedagógicas y en la Web.
Uno de los lugares comunes más fatigados en la pedagogía moderna es el de
“aprender a aprender”. Está en boca de todas las maestras, los directivos y un grueso
sector de los teóricos de la enseñanza, y como los medios de comunicación han
reconocido de inmediato en él ese ritmo contagioso de los buenos eslógans, en los
últimos tiempos se ha incorporado incluso al vocabulario de todos los padres con hijos
en edad escolar, que lo aceptan y lo repiten sin saber muy bien de qué se trata.
Algunos autores sostienen que el término fue acuñado por William Kaye Estes, un
psicólogo estadounidense -nacido en 1919- que enseñó en Indiana, Stanford, Harvard
y otras afamadas universidades, autor de una teoría mecanística del aprendizaje que
define el “aprender a aprender” como “la tendencia de los aprendices a volverse
crecientemente efectivos en la resolución de problemas” en la medida en que
resuelven más y más. Otros, en cambio, lo atribuyen a Jerome Bruner –también
psicólogo y norteamericano, nacido en 1915 y considerado el “padre” del cognitivismopara quien el aprendizaje es “un proceso activo de construcción de nuevas ideas o
conceptos basados en el conocimiento previo o actual”.
“Instruír a alguien (...) no es conseguir que guarde resultados en la mente. En cambio,
es enseñarle a participar del proceso que hace posible el conocimiento. No
enseñamos una materia para producir bibliotecas vivientes sobre el tema, sino para
conseguir que el estudiante piense matemáticamente por sí mismo, para que
considere los asuntos como lo haría un historiador, para que sea parte del proceso de
adquisición del conocimiento. Conocer es un proceso, no un producto”. (J.
Bruner,1966)
El concepto de “aprender a aprender” está fuertemente asociado a la idea de la
metacognición, esto es la conciencia activa sobre los mecanismos que conducen al
conocimiento, lo hacen posible y lo sostienen. Lo que se sugiere es que el estudiante
aprendería mejor si la pregunta “¿cómo aprendo?” formase parte sustancial de su
búsqueda. Conociendo los mecanismos que regulan el aprendizaje debería resultarle,
al menos en teoría, mucho más sencillo aprender cualquier cosa.
Estos postulados se han propagado con gran rapidez en el mundo de la educación.
Por ejemplo, la Universidad Politécnica de Hong Kong creó un “Proyecto Aprender a
Aprender” con el objetivo de “desarrollar metodologías y recursos para responder a las
necesidades (individuales) de los estudiantes de aprender a aprender, y evaluar su
eficacia”, en lo que representa apenas uno de los innumerables casos de instituciones
educativas de todo el planeta que en los últimos años han incorporado el eslógan a
sus programas de estudio. En Inglaterra, una “Campaña por el Aprendizaje” define el
término como “un proceso de descubrimiento sobre el aprendizaje”, que “involucra un
conjunto de principios y habilidades que, bien entendidos y usados, ayudan a los
aprendices a aprender más eficazmente y a volverse aprendices de por vida. En su
núcleo está la creencia de que el aprendizaje es aprendible” (Campaign for Learning:
19 Buckingham St., Londres WC2N 6EF). Y así en tantos otros lugares.
A pesar de su popularidad, no es difícil advertir una cierta endeblez conceptual en el
fraseo del “aprender a aprender”. Si realmente se tratase de un “descubrimiento sobre
el aprendizaje”, tal vez hubiera sido más llano plantearlo como un “aprender sobre
cómo se aprende”, lo cual echaría luz sobre el verdadero sentido de la metacognición.
Si fuese en verdad una “tendencia a resolver mejor los problemas”, cabe preguntarse
si no habría sido mejor aplicarle la Navaja de Ockam simplificándolo como mero
“aprendizaje”. Por último, y para cubrir los ejemplos dados hasta aquí, si de lo que se
tratase es de hacer al alumno partícipe activo del proceso de aprendizaje –como
propone Bruner- entonces el lema podría haberse limitado a establecer la necesidad
de “aprender a involucrarse” en dicho proceso.
Sin embargo, “aprender a aprender” posee una sonoridad tan especial que hace muy
difícil combatir sus inconsistencias con argumentos tan simples. Pero antes de
continuar consideremos unos pocos casos más.
También tiene su propio programa “Aprender a Aprender” el Boston College, de
Chestnut Hill, Massachusetts (EEUU), aunque allí los objetivos empiezan a aparecer
algo mezclados, al punto que se establece como misión del programa “asistir a los
estudiantes necesitados, noveles o con dificultades académicas, brindándoles un
conjunto de servicios que les permitan matricularse exitosamente en (nuestra)
Universidad. Estos servicios incluyen asistencia académica, consultoría individual o
grupal, consejos sobre ayuda financiera y programas de enriquecimiento cultural, así
como un curso sobre teoría del aprendizaje”. Una lectura rápida de esta declaración
nos deja pensando si el “aprender a aprender” –tan jerarquizado por ser el propio
nombre del programa- no termina resultando al fin demasiado subsidiario de otros
objetivos, no despreciables pero sin duda menos afines con la metacognición.
Asimismo, se han escrito incontables libros que llevan el lema en su cubierta o que
adornan el capítulo central con él. Por citar uno solo, en la contratapa de “Aprender a
Aprender”, de Carolyn Olivier y Rosemary Bowler (Simon & Shuster, ISBN 0-68480990-7) se puede leer que las autoras discuten “en lenguaje corriente, la naturaleza
del aprendizaje y cómo procesamos información (...) y describen cómo las técnicas de
enseñanza que tienen en cuenta los distintos modos de aprender han abierto las
puertas del éxito académico (para muchos)”. Ahora bien, el sentido de este párrafo
pone de cabeza todo lo que hemos venido presuponiendo hasta ahora, ya que
claramente alude a una didáctica (privilegio del educador) y no a una habilidad o a un
conocimiento metacognitivo (propio del estudiante).
Pero tal vez quien delata con mayor candidez que la expresión puede ser interpretada
de modos muy diferentes del que previeron sus creadores es una instructora que tomó
el curso del Boston College y comenta en su página web: “(el programa) además de
permitirme aprender valiosas técnicas de estudio, me ha llevado a acrecentar mis
habilidades de liderazgo para tutorear a los estudiantes de mi clase”.
En la misma vena podríamos catalogar como un acto fallido lo que proclama en sus
primeras páginas un popular libro de texto de Lengua y Literatura para alumnos
argentinos de séptimo grado, al anticipar al lector la inminencia de un capítulo titulado
“Técnicas de estudio: una sección para ‘aprender a aprender’, con estrategias y
formas de acercamiento al material de estudio”. El entrecomillado, sin lugar a dudas,
denota que la expresión no debe ser tomada literalmente, detalle que no parece menor
en un libro fuertemente constructivista.
Por último, la sensación de estar ya frente a una confusión de proporciones se
acrecienta si consideramos la cita con que la “Campaña por el Aprendizaje” inglesa mencionada más arriba- encabeza la sección de su sitio web titulada “¿Qué es
aprender a aprender?” (http://www.campaign-for-learning.org.uk) :
“Desde que no podemos saber qué conocimientos serán más necesarios en el futuro,
carece de sentido tratar de enseñarlos por adelantado. En su lugar, deberíamos tratar
de producir personas que amen tanto aprender, y que aprendan tan bien, que sean
capaces de aprender cualquier cosa que haga falta ser aprendida”. (John Holt)
Lo curioso es que este John Holt (ver http://www.holtgws.com) -un maestro
neoyorquino nacido en 1923 y criado en Nueva Inglaterra- es un conspicuo defensor
de la escuela hogareña y por ende acérrimo enemigo del sistema educativo formal, al
que considera inapropiado para los niños e “imposible de reformar”.
Su visión se sintetiza en el siguiente párrafo, extraído de una entrevista que le hiciera
Robert Gillman en 1984, para su libro “The Way of Learning”:
“Pronto se volvió aparente para mí que los niños son, por naturaleza y desde el
nacimiento, muy curiosos sobre el mundo que los rodea, y muy enérgicos, hábiles y
competentes para explorarlo, descubrirlo y dominarlo. En breve, mucho más
dispuestos a aprender, y mucho mejores para aprender, que la mayoría de los adultos”
(el subrayado es nuestro).
Suena evidente que Holt no consideraría razonable enseñar a los niños a aprender a
aprender, siendo que –según él- ya saben hacerlo mejor que sus mayores. De hecho,
esa es exactamente su filosofía, basada en el postulado de que la escuela
efectivamente anula la curiosidad infantil y provoca a los estudiantes a desear no
aprender antes que a hacerlo (o a hacerlo mejor). Salta a la vista que los impulsores
de esta “Campaña por el Aprendizaje” no tienen ni idea de cómo piensa de verdad
este señor al cual se han tomado el trabajo de citar en su página web, para quien el
desafío más grande a que se enfrentan los padres que no desean enviar a sus hijos a
una escuela ordinaria es “confiar en ellos, aprender que no tienen que ‘hacerlos
aprender’” porque “el viejo lema que dice que los niños van a la escuela a aprender a
aprender no tiene ningún sentido. ¡Ellos son mejores en eso que nosotros!”.
Aún pasando por alto la curiosidad de que se cite en defensa de una idea justamente
a quien la rechaza, algunos hechos nos tientan a dar la razón a Holt.
Para la edad de cinco años, un niño típico ha aprendido a caminar, a reconocer olores
y sabores, a manipular objetos tridimensionales y a identificarlos por su color, tamaño
o textura; a dibujar, a cantar, a hablar, e incluso a escribir y a calcular sin haber pisado
una institución donde se lo eduque formalmente. Eso sin contar otras habilidades,
como las de reconocer personas y lugares, distinguir sentimientos e intenciones,
apropiarse de un código de valores, decir la verdad, mentir, actuar con generosidad o
con egoísmo en las circunstancias correctas o en las más convenientes. Además ha
aprendido a comportarse en situaciones sociales, a resolver problemas concretos, a
plantear y plantearse áridas preguntas filosóficas; ha aprendido numerosos juegos (y
aun ha inventado otros por sí mismo), junto con técnicas y estrategias de diversa
índole, y se ha hecho de un vocabulario tan extenso que los lingüistas y los psicólogos
todavía no alcanzan a discernir el portentoso mecanismo de su adquisición.
Lo maravilloso de todo este aprendizaje infantil es la velocidad con que se adquieren
los conocimientos. Con frecuencia, al niño le basta un solo ejemplo para apropiarse
del significado de un término, para adquirir un hábito o para volverse experto en una
técnica. Y más sorprendente aún es que todo ese aprendizaje es alcanzado sin
intervención de la volición ni la consciencia, ya que a edades tempranas no hay una
voluntad manifiesta por aprender porque no se tiene todavía noción de estar
aprendiendo con algún propósito o finalidad, mucho menos se poseen las
herramientas intelectuales para alcanzar una comprensión profunda de los procesos
cognitivos que hacen posible adquirir conocimientos.
Pongámoslo de otro modo: si bien suele decirse que el niño pequeño “busca satisfacer
su curiosidad”, es un hecho que esa búsqueda no está dirigida por la consciencia.
Ningún niño de tres o cuatro años se levanta por la mañana y establece que su
objetivo del día será aprender diez o veinte palabras nuevas, descubrir por qué van en
fila las hormigas o indagar sobre la naturaleza de las nubes. Su monumental
aprendizaje es informal y espontáneo, dictado apenas por el azar de las circunstancias
y una presión innata.
En este proceso automático, la presencia de educadores –sean maestros, los propios
padres o personas del entorno- tiene un valor relativo. Por cierto, el estímulo que
proporcionan y su guía y explicaciones ayudan mucho, pero si esos educadores no
existiesen –y de hecho no están activos la mayor parte del tiempo- el niño aprendería
igual, aunque sólo fuese llenando autónomamente el vacío de explicaciones. Si
recordamos el postulado de Bruner cuando dice que aprender es “un proceso activo
de construcción de nuevas ideas o conceptos basados en el conocimiento previo o
actual”, notaremos que no se hace mención alguna a la veracidad o pertinencia de
esos conceptos. El cerebro aprende tanto al hacerse de la idea de que “las nubes son
vapor de agua” como al concluir erradamente que “las nubes son copos de algodón”.
Según Bruner, aprender es construir una idea o concepto nuevo, pero no importa si el
concepto es una estupidez o si la idea es limitada o perniciosa, en tanto no se
comprometa la supervivencia inmediata del individuo.
No obstante, debemos enfatizar que esta definición tan clásica y aceptada está
incompleta, porque también se aprende a hacer, e igualmente se aprende a
apropiarse de ideas y conceptos ajenos por imitación o memorización. Estrictamente
hablando, toda modificación más o menos permanente de los patrones neuronales del
cerebro representa un aprendizaje, de modo que la visión idealizada del cognitivismo
resulta ser insuficiente para dar cuenta de todo lo que aprendemos los humanos.
Otra visión más realista del aprendizaje, tal como la que se nos ofrece al considerar al
cerebro como un órgano dedicado a adquirir y procesar información, apunta a
confirmar que la capacidad de aprender es innata, parte constitutiva de nuestra
“máquina informática” sin la cual la misma existencia de un organismo tan complejo
como el humano sería imposible. ¡Hasta los cordados más primitivos pueden aprender
con unos pocos ganglios neuronales!
Por otro lado, la metacognición sobre el aprendizaje no parece ser tampoco una
condición necesaria para aprender. Como ya dijimos, hasta una cierta edad ese
recurso ni siquiera está disponible para el aparato intelectual, pero en cuanto se hace
posible... ¿qué tanto se lo usa? ¿Cuál es la diferencia entre el que aprende sin saber
cómo y el que reflexiona sobre los procesos que lo llevan a aprender?
En infinidad de situaciones cotidianas nos vemos directamente impedidos de controlar
nuestro aprendizaje. Pongamos por caso que un amigo nos traiciona, y de inmediato
nos decimos “he aprendido a no confiar en la gente”. Este aprendizaje empírico,
impensado y muchas veces hasta indeseado, es uno de los más habituales en la vida
de todas las personas. ¿Cambiaría algo que nos pusiésemos a analizar cómo es que
hemos aprendido eso? Tal vez una persona inteligente cuestionaría (siempre a
posteriori) la exagerada conclusión de su aprendizaje considerando que fue hecha
bajo la influencia de una emoción fuerte, y al cabo de unos instantes decidiría que la
traición de su amigo no amerita tratar a todos los demás humanos como potenciales
traidores. Esta elaboración racional, no obstante, no opaca el hecho de que –lo quiera
o no- quien es traicionado ha perdido su “estado de inocencia” y ya nunca podrá
confiar en los demás con la misma ingenuidad de antes. Así vemos que con mucha
frecuencia aprendemos sin quererlo y sin control sobre el resultado, pese a efectuar
todos los análisis correspondientes. Y cabe mencionar en este punto que, ante
situaciones como la presentada, una metacognición previa a los hechos es
virtualmente imposible: nunca podemos estar preparados para ciertos aprendizajes.
No aprender está fuera de nuestro alcance, en tanto “aprender a aprender”
presupondría que las personas no saben hacerlo y deben ser enseñadas. En esta
acepción básica, entonces, el famoso eslógan carece de lógica. Por ejemplo, cuando
se pide que la escuela “enseñe a aprender a aprender”, resulta contradictorio proponer
que alguien que no tiene la capacidad de aprender pueda aprender algo que es al
mismo tiempo herramienta y objeto, causa y efecto de sí mismo. Esto sería como
construir un martillo con un martillo ¡sin tener uno para empezar! Se nos antoja
evidente que al menos otras herramientas deberían ser incluídas en el proceso. Por
ende, parafraseando a Bruner, “aprender es un proceso, no un producto”, y la
condición axiomática es poseer de antemano la capacidad para el aprendizaje.
En torno de la metacognición se nos presentan paradojas similares: no parece posible
reflexionar sobre lo que no conocemos. Si de algún modo es viable la metacognición
del aprendizaje es porque de hecho estamos aprendiendo todo el tiempo, porque
conocemos “el aprender” mucho antes de ponernos a pensar sobre él. No podríamos
pensar sobre “el aprender” si no supiésemos de qué se trata, y en el mejor de los
casos deberíamos aprender primero a aprender qué es aprender, antes de ser
capaces de la metacognición. Esto contradice la idea de que “aprender a aprender” es
“aprender sobre el aprendizaje”. Estas dos expresiones no pueden ser equivalentes; a
lo sumo una debe preceder a la otra, lo cual impide toda sinonimia.
Como se ve, el eslógan que nos ocupa puede ser criticado a este nivel con bastante
éxito, pero debemos reconocer que no es el que por lo usual se le asocia.
Normalmente se lo aplica a los aprendizajes escolarizados, a la instrucción formal que
brindan las instituciones del sistema educativo, a la acción profesional de los docentes
o al acto voluntario y consciente de los aprendices. En esta acepción, sin embargo,
también pueden presentarse algunos reparos.
¿Qué es “aprender” para el alumno de una escuela, o para aquel que está sometido a
algún procedimiento de instrucción formal? Primero que nada, admitamos que es una
carga. Segundo, aceptemos que pocos alumnos se interesan por el tipo de
aprendizaje que les propone la escuela. Tercero, hagámosnos a la idea de que casi
ningún estudiante tiene consciencia de qué es lo que está aprendiendo en el salón de
clases.
Estos tres elementos están relacionados por un factor común: la escuela pretende
brindar a sus alumnos una serie de conocimientos que comienzan por lo básico, por
los principios propedéuticos que luego van a hacer posible lo que Bruner llama “la
espiral” de la currícula, donde los temas son tratados una y otra vez con creciente
complejidad y adaptados a las también crecientes aptitudes del estudiante. Para todos
(no sólo para los niños) es penoso tener que recorrer las primeras etapas de este
camino hacia el conocimiento y aprender cosas que parecen muy alejadas del objetivo
final. Pero para los niños es más arduo todavía porque ellos, a diferencia de los
adultos, no pueden comprender del todo cuál es ese objetivo final que les exige tanto
trabajo. Este sentimiento hace que pierdan el interés –o no lo tengan, directamente-
cuando los conocimientos que deben aprender no guardan relación aparente con nada
concreto o aplicable a su vida diaria. El maestro sabe qué es lo que necesitan
aprender para después –mucho más tarde- poder comprender ciertas cosas que les
serán verdaderamente útiles, pero transmitir ese saber del maestro es casi imposible
por la propia naturaleza de los niños, su corta experiencia del mundo y por la inmensa
distancia temporal subjetiva con que ellos perciben el futuro.
Siendo una carga difícil de comprender, que no provoca mucho interés, el aprendizaje
escolarizado se realiza de un modo automático, sin que la consciencia intervenga para
controlarlo o analizarlo. De hecho, casi todos los niños responden “nada” cuando los
padres preguntan “¿qué has aprendido hoy en la escuela?”. Esta contestación tan
común revela, además, que tampoco son conscientes de todos los demás
aprendizajes informales que protagonizan a cada minuto, porque bien sabemos que el
niño hoy ha aprendido que la bibliotecaria es malhumorada, ayer aprendió que si le
pega a la pelota muy abajo el disparo sale alto, y anteayer que la compañerita no
aprecia un buen tirón de trenzas, entre una infinidad de otras cosas.
El asunto cambia un poco cuando la pregunta se transforma en “¿qué has estudiado
hoy en la escuela?”. Y es que este verbo, puesto en lugar de “aprender”, marca toda
una diferencia para el pequeño: estudiar es lo que hace en el colegio, no aprender.
¿Y qué es estudiar? Simplemente ejercitarse para entender o conocer algo; aplicarse
metódicamente a comprender o memorizar un tema. Visto así, el estudio es una
actividad eminentemente voluntaria aplicada a lo conceptual. No se estudia “salto en
largo” o a nadar estilo mariposa. Tampoco estudiamos cómo ser buenos u honrados.
Esas cosas “se aprenden” o “se practican”. En cambio estudiamos historia,
matemática, geografía, lengua... materias en las que hay que recordar datos,
relacionarlos y finalmente comprenderlos (si todo va bien). Así lo entendió la
instructora del Boston College, a quien se la preparó para “aprender a aprender” pero
llegó a la conclusión (correcta) de que lo que había aprendido eran “técnicas de
estudio”.
Todo estudio implica un método, aunque sea uno torpe y empírico, aunque sea tan
simple y primitivo como leer cinco veces un párrafo para recordarlo. ¡Y eso sí que
impresiona a los alumnos, porque los fuerza a encarar una tarea que va contra toda su
experiencia sobre el aprendizaje! Efectivamente, si volvemos a considerar la increíble
cantidad de cosas que un niño aprendió en sus primeros años de vida sin método
alguno, es fácil ver lo incomprensible que debe resultarles tener que “ponerse a
estudiar” el Teorema de Pitágoras o las conjugaciones irregulares, cosas que “no
sirven para nada” en lo inmediato y que parecen pensadas sólo para obligarlos a
perder el tiempo cuando podrían estar ocupándolo en asuntos mucho más importantes
en lo existencial, como saltar, correr, jugar o ver televisión.
A pesar de todo, el tipo de conocimiento propedéutico que ofrece la escuela no puede
ser aprendido sino a través del estudio. Aprender a aprender esas cosas es aprender
cómo estudiarlas. Es descubrir o hacerse del conocimiento sobre cuáles son las
mejores vías para entenderlas o conocerlas. Cuando un adulto declara “me tengo que
aprender este libro para el examen” lo que en realidad está diciendo es “debo
ponerme a estudiarlo”. Es indudable que, si está en posición de hacerlo, utilizará el
método más apropiado para las circunstancias, el tema, el tiempo disponible y sus
propias aptitudes como aprendiz. Uno tomará apuntes y diagramará cuadros
sinópticos; otro recurrirá a la memoria o a la lectura en voz alta; otro pedirá que
alguien que ya sabe sobre la materia le explique los puntos oscuros. Habrá quien
ponga la radio mientras lee, o quien se proponga un sistema práctico para aprender en
situaciones reales. Todo depende, en estos casos, de la voluntad y del grado de
conciencia que el estudiante tenga sobre los procedimientos sistemáticos que lo
llevarán a aprender el asunto en cuestión. Es aquí donde la metacognición cobra un
papel relevante y se vuelve esencial para mejorar todo el proceso y hacerlo más
eficiente.
En suma, aprender no es aprendible; lo que se aprende es a estudiar. Por eso es
curiosamente revelador que la “Campaña por el Aprendizaje” inglesa sostenga que su
método está basado en “la creencia” (the belief) sobre la “aprendibilidad” del
aprendizaje, siendo que resulta imposible encontrar evidencia de ello y sólo un artículo
de fé permitiría sostener que las personas no nacen con la capacidad de adquirir
autónoma y espontáneamente una plétora de conocimientos y habilidades.
Entonces cabe preguntarse a qué viene tanta insistencia con el “aprender a aprender”.
Aquí ya se nos acaban los argumentos racionales. Habría que admitir que hay frases
“pegajosas” y que por más que hayan sido mal pergeñadas terminan prendiendo en el
público tan fuerte como una canción de moda o una superstición, siempre fuera de
toda lógica. Tampoco podemos desdeñar la idea de que hay detrás de ellas un cierto
esnobismo presuntuoso que se solaza en pronunciar este tipo de frases sin sentido,
pero con la apariencia de profundas verdades.
Por más superficiales que sean estos motivos, no deja de ser alarmante que los
expertos recurran a expresiones como “aprender a aprender”, por dos razones. La
primera es que al hacerlo demuestran carecer de una de las principales virtudes del
pensador crítico: la claridad conceptual. O no tienen bien definido el concepto de
“aprender”, o eligen utilizarlo erradamente como sinónimo de “estudiar”, lo cual habla
muy mal de su profesionalismo. La segunda razón es tal vez más importante: no
perciben la confusión con que estos términos falaces o mal definidos son recibidos por
el público en general, y aun por sus destinatarios directos (en este caso los alumnos y
los maestros), o bien percibiendo esa confusión generalizada no hacen nada por
remediarla, con lo cual se vuelven irresponsables en la formulación de unos objetivos
pedagógicos que crean falsas expectativas en la sociedad.
Quizás, a modo de cierre, podríamos imaginar una tercera causa para la amplia
difusión de un eslógan tan vacío como el que hemos venido discutiendo: decirle a los
alumnos que deben aprender a estudiar es bastante antipático y sin duda quien lo
proponga no será muy popular entre ellos. Sin embargo, el deseo de aparecer como
"políticamente correcto" no es excusa para el engaño, y mejor sería sincerarse de una
vez y proclamar al estudio –que no representa otra cosa que la cultura del método y
del esfuerzo en el aprendizaje- como materia obligatoria de todas nuestras escuelas, y
responsabilidad ineluctable de cada niño y joven que aprende en ellas.
Descargar