La innovación en la sociedad del conocimiento

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La innovación vista desde todos
los sentidos: el cruce de caminos
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La innovación en la sociedad del conocimiento:
una visión sociológica
Miguel Beltrán Villalva
Universidad Autónoma de Madrid
resumen
abstract
El artículo señala ante todo los condicionantes socia-
First of all, this paper points out the social determi-
les de la innovación, que varían de unas sociedades a
ning factors of innovation, that change between socie-
otras y en las diferentes épocas. Y para ello se dirige
ties and times. After looking at the Spanish historical
una mirada hacia el pasado de la sociedad española,
tradition of arbitristas, novatores and ilustrados, the
recordando los fenómenos de los arbitristas, los nova-
author analyses how discontinuity and change charac-
tores y los ilustrados. El cambio y la discontinuidad
terize modern society, that can be designated as society
separan a la sociedad tradicional de la moderna, que
of knowledge since it rests on science and technology.
puede denominarse sociedad del conocimiento en la
These have grown exponentially, along with the worry
medida en que descansa en la ciencia y la tecnolo-
about its unanticipated consequences. And for the poli-
gía, cuyo ritmo de producción se ha acelerado expo-
cies of scientific research in Spain, the paper mentions
nencialmente, acompañado por la preocupación acer-
the growth of public funding, and the relative stagna-
ca de sus efectos no queridos o no previstos. Se indica,
tion of administrative procedures.
por último, que en España se viene produciendo últimamente un rápido progreso en la financiación de la
investigación científica y de la innovación, aunque
el modelo de gestión de dichas actividades no ha avanzado tanto como sería deseable.
palabras clave
keywords
Innovación
Innovation
Conocimiento
knowledge
Investigación científica
Scientific Research
Tecnología
Technology
Sociedad postindustrial
Postindustrial Society
Sociedad del Conocimiento
Society of Knowledge
Sociedad de la Información.
Information Society
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1. Introducción
La innovación, o introducción de cambios, de formas nuevas de ver
o de hacer las cosas, no es igualmente aceptada o valorada en todas
las sociedades, ni en todas las formas históricas que éstas revisten. Cada sociedad tiene un conjunto más o menos compartido
de valores, normas, símbolos, creencias y conocimientos (lo que en
ciencias sociales se denomina cultura), del que depende su identidad como tal sociedad. Y en cada cultura, y dentro de ella en
según qué campos y momentos, la predisposición a la continuidad o al cambio responde a un conjunto de razones, o factores,
sumamente complejo.
Piénsese que hay sociedades que tienen como valor compartido
el misoneísmo, u hostilidad a las novedades, mientras que en otras,
por el contrario, las novedades están bien vistas y son apreciadas
por el mero hecho de suponer un cambio. La cultura tiene una
primordial función adaptativa, y depende de cómo la propia sociedad (y los grupos que en ella desenvuelven una posición dominante) aprecie su situación para que sea proclive a, o enemiga
de, los cambios. Pues bien, no estará de más recordar aquí, a
modo de ejemplo histórico previo a la industrialización, la aparición en la España del siglo XVII de los primeros intentos innovadores, de la mano de quienes fueron calificados de arbitristas por
los arbitrios o soluciones que proponían para los males de la patria.
2. Una mirada hacia el pasado
El fenómeno de los arbitristas españoles del siglo XVII, estudiado, sobre todo, por Jean Vilar y John H.Elliott, tiene en la práctica dos orígenes: de una parte, la lucha contra la inercia de una
sociedad dominada por una aristocracia conservadora que a través de la política fiscal penalizaba la productividad y desanimaba
a los más emprendedores. Y de otra, el hecho de la decadencia económica y, sobre todo, moral, que llevaba a añorar una situación
anterior satisfactoria digna de ser restaurada, más que a introducir novedades y cambios. Pero frente al inmovilismo y al restauracionismo se produjo otro planteamiento, el de los arbitristas, que
partía de la convicción de que existía una “ciencia de gobernar” (la
que Sancho de Moncada en su Restauración Política de España de
1619 llamó “ciencia de Reynos”), de orientación mercantilista y
europeísta, que relacionaba explícitamente la noción de conocimiento racional o científico de la realidad social con la introducción de las innovaciones adecuadas, en la línea apuntada en su día
por Giovanni Botero. Lo que supuso abrirse a una notable transformación, ya que la ciencia española todavía en esos momentos
se basaba exclusivamente en los conocimientos del Renacimiento, pues el país había estado aislado de la cultura europea.
Con posterioridad a los arbitristas, y ya en el último cuarto del siglo
XVII, surgirá el movimiento de los novatores, de orientación empirista y antiaristotélica, que extenderá su influencia durante la
primera parte del siglo XVIII, abriendo paso así a los que podemos llamar propiamente ilustrados, de la segunda mitad de dicho
siglo. De estos innovadores se han ocupado, entre otros, Henry
Kamen y Jean Sarrailh, siendo Valencia y Sevilla ámbitos especialmente destacables de su actuación, sobre todo respecto de
las matemáticas, el atomismo, la medicina y el antiaristotelismo
(posición ésta en la que puede destacarse a Avendaño y, más tarde, a Zapata). Salta a la vista la diferencia fundamental que se aprecia entre arbitristas y novatores: los primeros responden a la necesidad de cambiar, sobre todo, las políticas seguidas por la Corona,
y formulan sus propuestas como productos de la razón especulativa: de aquí que muchos de sus arbitrios parezcan a veces arbitrarios, en el sentido negativo que el término tiene. Los novatores, por su parte, rechazan el argumento de autoridad y adoptan
una actitud empírica y antiescolástica, lo que implica ya una posición preilustrada.
De esta suerte, y ya en pleno siglo XVIII, coinciden en la España
ilustrada la crítica de la nobleza y de la sociedad tradicional con
una vehemente fe en la ciencia y en las “artes útiles”: el espíritu
reformador de los ilustrados, vinculado con las propuestas (con
los arbitrios) formuladas con anterioridad y con la disposición
para una innovación basada en los progresos de la ciencia, se
centra en la tarea de rehacer a España “en esa línea de la razón
o, aún más precisamente, de la utilidad racional”, como señala Sánchez Agesta en su Pensamiento político del despotismo ilustrado.
En resumen, si en el siglo XVII aparece una actitud reformista,
que propone diversos arbitrios más o menos racionales para luchar
contra la decadencia y el rechazo del cambio, en la divisoria del
siglo XVIII se produce la eclosión de diversos grupos de Novatores, orientados ya explícitamente a una consideración empírica
de la realidad y a fundamentar en dicha actitud sus innovaciones.
Por fin, años más tarde ese movimiento es ya conscientemente
transformador de la sociedad, y descansa en la ciencia y en sus aplicaciones cotidianas. No puede decirse, obviamente, que la sociedad ilustrada pueda denominarse “sociedad del conocimiento”:
todavía no es más que una sociedad protoindustrial. Con lo que
se diría que la apelación a la ciencia para justificar la innovación
no es necesariamente una característica exclusiva de la sociedad
del conocimiento, sino que se produce en momentos históricos muy
anteriores.
La cadena formada en España por arbitristas, novatores e ilustrados (que puede prolongarse quizás hasta el comienzo del siglo
XX: Elorza habla del “arbitrismo de los regeneracionistas”) pone
de manifiesto un largo camino de dos siglos en una doble lucha:
la de la reforma social y la del progreso de la ciencia, y todo ello
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en una fase histórica anterior a la Revolución Industrial. La innovación rompe así con las fuerzas de la continuidad, y prepara el
camino para que, tras la sociedad industrial, podamos ya hablar
de una sociedad del conocimiento en la que el papel de la ciencia
es central, y el cambio (la innovación) se ha constituido en el modo
cotidiano de experiencia vital: podría decirse que estamos hablando del arco histórico que lleva de la innovación como recurso excepcional en una sociedad preindustrial, a la innovación como forma
de vida en una sociedad postindustrial, que podemos denominar
sociedad del conocimiento. En resumen, la aparición de la Ilustración no permite poder referirse todavía a ella en tales términos, aunque coloque a la ciencia (y a la tecnología, o “artes útiles”) en el centro de la vida social o, al menos, en el centro de
atención de las Academias y salones: pues es la industria, y no la
ciencia, la que va a desplazar a la agricultura como base del PIB,
y en buena medida a la nobleza como clase dominante.
3. El cambio y la solución
de los problemas sociales
Es notorio que para Max Scheler la moderna sociedad del conocimiento no persigue la mera utilidad, sino que son las ideas y el
valor del poder y la libertad humanas respecto de la naturaleza quienes inspiran los grandes siglos de descubrimientos e invenciones.
En todo caso, desde el siglo XVIII hasta ahora se ha producido un
gap entre el presente y el pasado, una discontinuidad que nos impide considerar las experiencias de ayer aplicables a los asuntos de
hoy o de mañana. Y no sólo somos conscientes del cambio, sino
que lo hemos elevado en la escala de nuestros valores a una posición más alta que la estabilidad. Theodor Geiger lo expresa diciendo que la disposición hacia el cambio es el principio estructural
de la sociedad moderna, lo que no significa sólo que la sociedad
acepte los cambios como su destino, sino que los concibe como una
tarea humana. Y es que el hombre moderno no se sitúa pasivamente
ante el cambio, sino que lo promueve consciente y deliberadamente:
“despreciamos el día de hoy en favor del mañana”. La estabilidad
ha dejado de ser nuestro valor más importante, para ocupar su lugar
el cambio y el progreso. Pero aunque la sociedad moderna ha hecho
avanzar el conocimiento del mundo de manera espectacular, desarrollando y aplicando sistemáticamente los métodos de la ciencia físico-natural, no ha sucedido lo mismo en el ámbito de las ciencias sociales que, si bien han aumentado el conocimiento que
tenemos de la sociedad, no han dado respuestas suficientemente
consistentes a sus problemas: y es que las ideas acerca de la aristotélica vida buena están lejos de ser suficientemente compartidas, ni los medios para lograrlas se respaldan sin conflicto. Si se
quiere, puede pensarse que Hume escribió con una gran carga de
ironía que “the world is still too young to fix many general truths
in politics”.
No estará de más insistir en que la sociedad del conocimiento no
es, como pudiera parecer, una sociedad en la que los problemas vinieran identificados y resueltos por la ciencia y la tecnología: pese a
la presencia cotidiana que una y otra tienen en nuestra vida (favoreciendo nuestra salud y ampliando nuestra esperanza de vida, garantizando nuestra alimentación y facilitando nuestra defensa frente a
las hostilidades de la naturaleza, nuestro control del medio y el
éxito adaptativo, nuestra comunicación con los demás, nuestro conocimiento del mundo, etcétera), poco aportan respecto de la determinación de los fines y objetivos de nuestra vida colectiva, y de
los medios que hayan de instrumentarse para su logro. Como antes
apuntaba, ni la ciencia en general, ni las ciencias sociales en particular, tienen capacidad para establecer los fines sociales en un remedo del “gobierno de los sabios”: gobierno que hoy no veríamos con
el talante filosófico con que lo consideró Platón, sino que lo percibiríamos más bien sub specie de tecnocracia: el tecnócrata exige que
se haga lo que él dice, porque él es quien sabe de ello. Pero los
fines de la sociedad humana son cuestión de valores, de opciones
personales que tienen más que ver con las creencias, y en concreto
con las ideologías y con los intereses que las respaldan, que con
los conocimientos, con la ciencia. Los fines alternativos que se
propone la convivencia, y los medios a que se ha de recurrir para instrumentarlos, son una fuente permanente de conflicto social, conflicto que es institucionalizado por los regímenes democráticos.
Las ciencias sociales ni siquiera son el instrumento apropiado para
señalar los problemas sociales, que se constituyen como tales sólo
por decisión de la sociedad: algo se convierte en un problema social
cuando es definido en tales términos por la sociedad en la que acontence, definición que supone un proceso de cambio cultural. El
conflicto es a veces más visible cuando se plantea acerca de los
medios que cuando lo hace respecto de los fines: identificado un problema, para algunos será preferible atribuir al Estado el protagonismo
de su solución, mientras que otros optarán por adjudicárselo al
mercado. Pues bien, no es papel de las ciencias sociales determinar
cuánto Estado y cuánto mercado deben estar presentes en la vida
social, y es inútil tratar de establecer científicamente un óptimo.
4. La sociedad del conocimiento
La noción de sociedad del conocimiento fue una propuesta de Robert
Lane formulada hace ya casi medio siglo, y es el tipo de sociedad
en la que, según Daniel Bell (en su conocido libro de 1973 sobre
El advenimiento de la sociedad postindustrial), nos toca vivir. En
ella los cambios en la ciencia son permanentes, seguidos por los
que tienen lugar en la tecnología y, consecuentemente, en la vida
cotidiana: la sociedad del conocimiento es una sociedad del cambio, y de hecho el cambio social discurre en ella a una velocidad
vertiginosa. Las culturas tradicionales descansaban en la continuidad, mientras que a partir de la Ilustración y la Revolución Indus-
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trial la modernidad implica un corte con el pasado, en el que los
resultados que pueden obtenerse en cualquier campo dependen,
según Samuelson, de la situación de la tecnología. Dicho en otras
palabras, las fuentes de la innovación, incluso antes de que podamos hablar de “sociedad del conocimiento”, dependen cada vez
más de la investigación científica y de su derivación aplicativa,
de suerte que el conocimiento tiene cada vez mayor peso en todas
las magnitudes y medidas de la sociedad actual, postindustrial, o
como se prefiera denominarla. Por lo que, en opinión de Bell, el
principal recurso de la sociedad postindustrial es su personal científico como agente del progreso del conocimiento y la tecnología. De aquí que pueda hablarse de sociedad del conocimiento como
un nuevo tipo, una nueva forma de sociedad. Y aunque a partir
del siglo XVII la humanidad innova voluntaria y conscientemente,
como hemos visto más arriba con la tipología de innovadores españoles, “los occidentales sólo estamos acostumbrados a idolatrar las
novedades desde hace poco más de cien años, pues hasta entonces el hábito dominante era lamentar la desaparición de las tradiciones y resistirse al cambio”, como recuerda Emilio Lamo.
Para este autor, pueden señalarse como características de la sociedad del conocimiento, ante todo, que en ella el ritmo de producción de conocimientos se ha acelerado exponencialmente (tanto si
se adopta la perspectiva de los procesos acumulativos como la de las
revoluciones científicas), de modo que, según Price, se duplica
cada quince años: “hasta ahora se ha investigado artesanalmente;
hoy se investiga industrialmente; la más importante industria de USA
y Japón es la de los conocimientos”. En segundo lugar, el tiempo
necesario para convertir un conocimiento básico en ciencia aplicada, y ésta en tecnología, se reduce cada vez más. Con todo ello,
“la ciencia se ha transformado en el principal factor de producción;
lo importante no es ya el trabajo ni el capital, ni siquiera las materias primas, sino los conocimientos”. De todas formas, hay que señalar la ambivalencia que la ciencia tiene en la sociedad, por las desigualdades que genera y por los efectos perversos o consecuencias no
previstas y no queridas que produce. Ya Veblen había señalado acerca del lugar que la ciencia ocupa en la civilización moderna que
“ese estado de cosas puede no ser del todo afortunado”. En estos
momentos hay una gran preocupación por las consecuencias no
previstas o no queridas del desarrollo tecnológico e industrial sobre
el medio ambiente, de suerte que la condición de sostenible se ha
convertido en cuestión capital. No hay que interrumpir el progreso
de la ciencia y la tecnología, sino plantearlo de una forma nueva que
permita el control sobre todo tipo de efectos.
5. Innovación, ciencia y tecnología
Por otra parte, la sociedad del conocimiento se caracteriza por el
proceso de institucionalización de la ciencia, en el que hay un pro-
tagonismo compartido por los agentes públicos, los centros de enseñanza superior, las fundaciones, y los actores del sector privado
de la economía, que destinan fondos y atribuyen prestigio social
a la investigación científica. Todos ellos cooperan y compiten en
empujar hacia delante la frontera del conocimiento, y esta institucionalización ha terminado por situarlo como motor del cambio
social, tanto más cuanto que el progreso de la ciencia va necesariamente acompañado por el de la tecnología, que se derrama sobre
todos los ámbitos de la vida cotidiana. Todo ello lleva a que pueda decirse que la economía no descansa ya, como en la sociedad
industrial, en la producción de mercancías (que, por supuesto, se
sigue manteniendo y creciendo), sino que lo hace en la producción de nuevos conocimientos y, consecuentemente, de nuevas aplicaciones técnicas. Gil Calvo cree que nuestra condición es la de
nacidos para cambiar (título de uno de sus libros), gracias a la continua expansión del conocimiento, desde la ciencia básica hasta
la consecuencia de su desarrollo en el de la tecnología. Una y
otra están estrechamente ligadas, hasta el punto de que un historiador de la ciencia ha hablado de la “tecnociencia” como principio organizador de la sociedad en la que vivimos.
Pero este papel central de la ciencia en la sociedad del conocimiento no ha llevado a su sacralización, haciendo que ocupe el
lugar que la religión ocupaba en la sociedad tradicional, sino a su
secularización: la propia física ha desempeñado un papel fundamental en la puesta en cuestión de la tradición positivista, sugiriendo la necesidad de un progresivo alejamiento de la ingenuidad de las viejas certidumbres (gracias, por ejemplo, a la
discontinuidad cuántica, al principio de indeterminación, o a la
propia teoría de la relatividad). Y es también la misma operación
de conocer la que impone límites a la seguridad del conocimiento, que no permite ya hablar de certezas absolutas, sino de conocimientos fidedignos que tienen una gran posibilidad de ser verdaderos, como dice Eddington, línea en que se sitúa igualmente
la crítica del razonamiento inductivo planteada por Popper. En todo
caso, y como he escrito en otro lugar, estos “no son factores que
empujen al escepticismo, sino a un modo más complejo de entender el conocimiento científico: a una conciencia de sus límites
que no impide en modo alguno confiar en la ciencia, y que constituye un estímulo para seguir esforzándose en su desarrollo”. La
secularización de la ciencia conduce directamente, por tanto, a la
dinámica de su progreso y a su expansión en la sociedad del
conocimiento.
En un estudio dedicado a las tecnópolis como complejos industriales, Castells y Hall sostienen que el tipo de economía generado por las nuevas tecnologías requiere una expansión constante,
lo que se consigue gracias a una innovación que afecte a todos
los sectores y procesos productivos: “la cultura de una sociedad
basada en la información y tecnológicamente avanzada”, esto es,
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de una sociedad del conocimiento, “no puede ser consumida productivamente si no existe un nivel significativo de innovación en
el tejido social”. Sólo donde se estén produciendo procesos innovadores podrá tener lugar de forma creativa la generación de nuevas ideas y de nuevas formas de organización y gestión. Aunque
Castells tiende a subrayar los aspectos que permiten hablar de sociedad de la información, parece obvia la posibilidad de considerar a
ésta como un aspecto de la sociedad del conocimiento, en la que
el progreso de la ciencia y la tecnología se articulan a través de
las redes informacionales y de los procesos de innovación y cambio. El estudio de las concentraciones tecnológicas del tipo de Silicon Valley lleva a estos autores a sostener que la combinación sinérgica de innovaciones puede medirse en términos de redes que
conectan a los individuos con un sistema que fomenta el libre
flujo de información y, gracias a ello, la generación de innovaciones: se trata, pues, de la formación de un medio innovador en el
que gracias a aquella sinergia se produce una innovación constante
sobre la base de una organización social específica para su producción. Y añaden que el papel de las Universidades parece haber
sido decisivo para el desarrollo de esas concentraciones tecnológicas, a través, sobre todo, de la generación de nuevo conocimiento,
tanto básico como aplicado. No es ninguna novedad insistir en que
la ciencia se ha convertido en un asunto público, más allá de que
pueda existir o no una Ley de la Ciencia: las cuestiones relativas
a la ciencia y la tecnología no interesan sólo a los científicos y a
los expertos, sino que se han abierto camino en la sensibilidad cotidiana de los ciudadanos. Ello implica su concurso a la hora de
emitir opiniones, de hacer valer sus expectativas de efectos sociales positivos y su rechazo de los negativos: esto es, en la sociedad del conocimiento los temas relativos a la ciencia y la tecnología han dejado de estar reservados a los especialistas, pues la
política científica se ha convertido en una más de las policies por
las que se interesan los ciudadanos.
6. Una mirada hacia el futuro
A fines de noviembre del 2007 se ha celebrado en Málaga el segundo Encuentro Sociedad del Conocimiento y Ciudadanía (ENCODE)
que promueve la Consejería de Innovación, Ciencia y Empresa de
la Junta de Andalucía y patrocina su Red de Espacios Tecnológicos.
Obsérvese que la Consejería en cuestión tiene como primera competencia la innovación, y que el encuentro se lleva a cabo preguntándose si es posible acabar con la pobreza del mundo a través del conocimiento y, más concretamente, si las tecnologías de
la información y la comunicación (TIC) pueden contribuir a crear
un nuevo modelo de cooperación al desarrollo y mejorar las condiciones de vida de los millones de personas que viven en situación de extrema pobreza. Es verdad que hay una cierta ambigüedad en algunas formulaciones, como en la de un ex director general
adjunto del Fondo Monetario Internacional que se refirió a la necesidad que impera en el mundo globalizado de “conocer y ser conocido para prosperar”, rompiendo los compartimentos estancos en
que viven por un lado los ricos y por otro los pobres, de modo
que éstos logren ser identificados como tales. Pero en todo caso se
afirmó en el encuentro la necesidad de apostar por la innovación
para superar la pobreza, dejando los ciudadanos de limitarse a ser
espectadores para pasar a ser actores, porque sólo desde la participación se adquiere la experiencia necesaria para contribuir al cambio. En todo caso, y cualquiera que sea el sentido que se atribuya
a la sociedad del conocimiento, lo cierto es que la innovación y
el cambio parecen constituirse hoy en día en factores de progreso: las cosas no pueden seguir como están para buena parte de
los ciudadanos del mundo, y hay que suponer, y esperar, que el
conocimiento (esto es, la ciencia) y las tecnologías de él derivadas, constituyan el factor decisivo para su prosperidad.
Por último, y por lo que se refiere a España, su posición en I+D respecto al resto de los países europeos (entendida como indicador
de su condición de sociedad del conocimiento) sigue siendo todavía poco favorable, pese al esfuerzo inversor llevado a cabo en
los últimos años desde el sector público de la economía. Entre otras
medidas, se ha aprobado un primer plan de infraestructuras tecnológicas que concluirá el año 2015, pero por el momento sólo
23 empresas españolas se sitúan entre las mil firmas europeas
que más invierten en investigación científica y tecnológica y en
innovación, según datos del Instituto de Prospectiva Tecnológica
de la Comisión Europea. Y es que sólo uno de cada cinco de los
científicos españoles trabaja en el sector privado y, en todo caso,
la financiación empresarial de la inversión en I+D supone, según
el INE, sólo el 47 por 100 del total. La sociedad española en su conjunto ha de llevar a cabo en los próximos años un importante esfuerzo en favor de su capacidad investigadora, para garantizar una competitividad creciente y la prosperidad futura en un mundo
globalizado, en el que prima un capitalismo de innovación basado en la investigación científica y tecnológica.
Pero si en lo que hace a la inversión el Gobierno y las Comunidades Autónomas han llevado a cabo un esfuerzo importante, en cambio no han acometido todavía la reforma del sistema de gestión
que vienen utilizando a lo largo de la última década, poco eficaz
en la administración de los fondos. Existe el proyecto de crear
una Agencia de Financiación de la Investigación, en la línea propugnada por el Consejo Europeo de Investigaciones (ERC), así como
el de transformar el CSIC en Agencia para dotarlo de la necesaria
flexibilidad y eficacia en la gestión. Todo ello en relación con el
Plan Nacional de I+D+i (investigación, desarrollo e innovación)
para 2008-2011, que pretende simplificar drásticamente la tramitación de las convocatorias y solicitudes.
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