Descargar manuscrito

Anuncio
Cuentos Cortos: de una colcha de retazos
Fabian H. Buitrago Lopez
Capítulo 1
«He caído rendido ante su belleza, de labios rojos y carnudos, y de
cabellera abundante con ondas, como las olas del mar»
Capítulo 2
¡ADVERTENCIA!
La lectura de este libro sin la aclaración de palabras malentendidas o
palabras poco comprendidas puede ser perjudicial para el disfrute del
libro. Se recomienda leer junto con un buen diccionario. Bajo ninguna
circunstancia cometa el error de continuar leyendo después de
encontrarse una palabra malentendida, se encontrará con que no
comprendió una parte de la lectura, tal vez sienta como que se quedó en
blanco; luego, teniendo esa laguna, es evidente que no tendrá un
completo disfrute de la lectura, y mi mayor interés, como autor, es que lo
tenga. Si tiene duda sobre alguna palabra mientras lee, consúltela en el
diccionario. En el apéndice de este libro encontrará un glosario con las
palabras malentendidas más comunes que se han encontrado después de
numerosas pruebas.
Un ejemplo de lo que puede causar una palabra malentendida es el
siguiente: «A la llegada del entrelubricán, los loros, en los árboles,
parecían alborotados». Es posible que piense que no puede comprender
muy bien la idea de la oración, y tal vez de allí en adelante tenga más
dificultades, pero la única fuente de la incomprensión viene a partir de la
palabra que no pudo definir, entrelubricán, que significa «ocaso o
anochecer».
*Las recomendaciones que se dan aquí sobre las palabras malentendidas
están basadas en los desarrollos y descubrimientos de L. Ronald Hubbard
en el campo de la educación.
Capítulo 3
CUENTO DE UN RATÓN
Tumbada sobre mi cama, ya con los ojos cerrados, y a punto de la
ensoñación, me perturbó un ruidito. «¡Tac, tac, tac!» Parecía que alguien
llamaba a la puerta, pero, «¿Cuál puerta será? La del acceso a mi cuarto
no es pues el sonido no viene de allí. La del baño tampoco, pues, ¿quién
estaría encerrado en mi baño sin poder abrir? Igual esa puerta no se
puede trancar. En ese sentido sigue siendo más probable que la puerta a
la que estén llamando sea la del acceso a mi cuarto. Esa sí tiene seguro»,
pensé. En todo caso, el «¡tac, tac, tac!», persistía, golpeaban la puerta
con los nudillos. Agucé mi oído. Mi mente se debatía entre la pereza de
levantarme y abrir la puerta, y la curiosidad de saber quién estaba
llamando; además de poder verificar si sí era la puerta de mi cuarto,
porque a mí no me parecía. «¡Tac, tac, tac!», escuche nuevamente y
decidí que no podría dormir hasta que no se detuviera el sonido. Abrí los
ojos y con atención busqué su proveniencia. «¡Tac, tac, tac!», «¡tac, tac,
tac!», abrí la puerta de mi cuarto: no había nadie.
—¡De dónde viene ese ruido! —dije.
—Pues de aquí abajo, ¿acaso eres sorda? Abre la puerta —dijo una voz
chillona.
Asomé la mirada debajo de la cama, pero no vi a nadie. «¡Tac, tac, tac!»
por enésima vez y me di cuenta de que había una puerta chiquirritica
sobre la pared en la que se recostaba mi cama. Abrí con cautela y entró
apresuradamente un ratón parlanchín dándome sermones por mi demora.
—¡Por fin abres! Llevo media hora esperándote y ¿crees que el clima allí
afuera está a gusto? Pues no. Pude haber muerto de frío y todo sería tu
culpa ¿te imaginas? Un segundo más y tendrías que vivir con ese
remordimiento. De la que te he salvado al seguir tocando tan
insistentemente.
Hablaba con tanto entusiasmo que le entendí la mitad de las palabras que
dijo, igual, pensaba que sus palabras eran irrelevantes: «¿Por qué alguien
no podría vivir si un ratoncito que perturba tu sueño muere de frío en lo
que sea que esté detrás de esa puertecita? Además ni lo conocía. Terrible
sería la muerte de Moka mi perra labrador chocolate, ¿pero un ratón?».
Aquel ratoncito seguía dándome sermón —para ser ratón, aun así, era
mucho más pequeño que sus semejantes—, se quitó la bufanda y el
gabán. Cerró la puerta. Caminó hasta salir debajo de la cama y ahora con
calma empezó a decir:
—Mira, niña, has estado leyendo con entusiasmo las historias de Alicia y
yo solo soy un producto de tu imaginación que quiere estar en paz.
¿Podrías hacerme el favor de dejar de soñarme? Anda, hazlo… que en
recompensa cortos cuentos escritos en mi colcha de retazos te he venido
a relatar.
Y empezó.
Capítulo 4
GRITA EL RELOJ
«¡TAC, TAC, TAC!», grita el reloj. Nunca había sonado de esa forma y
nunca tan fuerte, porque nunca antes había alzado su voz sobremanera.
El sonido es extraño hasta para el reloj. Lo regular es un simple «tac, tac,
tac», con voz queda. Conveniente será descubrir la razón de este
galimatías. La razón es el segundero, va en contra de las manecillas del
reloj. ¿Lo puedes imaginar?, ¡claro que no!, porque, ¿cómo puede ir un
segundero en contra de las manecillas, luego, él no es también una
manecilla? Entonces el segundero va en contra de sí mismo, y en efecto
así sucedió. El segundero se golpeaba con fuerza desmedida y sonaba
«tac, tac, tac», y parece que no se daba cuenta. El reloj no sabe qué
hacer. Le duelen los golpes del segundero, pues él hace parte de él. Qué
mal tiempo soporta el reloj. Grita y grita pero nadie lo ayuda. Igual, ¿los
demás qué pueden hacer? Es problema del reloj, lo que sucede está
dentro de él. ¡Qué reprenda al segundero!, y si no funciona que vaya al
cirujano, porque por lo menos yo, no me atrevo a meter mi mano en su
problema visceral.
Capítulo 5
LA TRAVIESA
La Traviesa no es como las otras. Ella no hace travesuras ni nada de esas
cosas. Por el contrario es bastante aplicada. La Traviesa no es traviesa. No
corre como loca, ni se trepa en los árboles, ni vive exasperando a los
vecinos jugando rin-rin-corre-corre. Ella cumple con sus tareas diarias,
todo el día trabaja soportando una gran carga. Ella no descansa, ni
siquiera sale de fiesta. La Traviesa solo es traviesa porque cada día y cada
noche se atraviesa sobre su cama de grava, se acuesta, esperando poder
soportar la violencia y la fuerza del tren que se acerca.
Fin.
Capítulo 6
LOS SUEÑOS DE HOY
Para Sara Elisa, de labios rojos y carnudos.
I
«Tac, tac, tac» (¿por qué todo tiene que ver con un «tac, tac, tac»?), a mi
izquierda, a mi derecha, en frente y atrás todos teclean. Se nota que
estamos en época de finales. ¿Y qué era lo que iba a hacer yo? Ah, tengo
que escribir también... pero por ahora no quiero. Por lo menos no antes
de escribir lo que no tengo que escribir. Lo mejor será hacerle caso a
Cortázar y dejarse de pudores para empezar a contar (léanlo en las Babas
del diablo). «¡Tac, tac, tac!», sonó con mayor rapidez —aquel debe tener
mucho afán—. Aunque me gustaría empezar por el principio, en mi mente
está la imagen de su cabellera. No me la puedo quitar. Una cabellera rubia
y frondosa adornada con la siguiente frase: llevaba peinada una corona en
su cabeza. II
«Creo que los ojos nunca dejan de ver. Aun cuando se cierran los
párpados, se sigue viendo, solo que ahora se ve la oscuridad —pensó J—.
Por lo menos eso es lo que yo veo porque los párpados han bloqueado la
luz y pues ¿qué más puedo ver?... ¿Qué hora será? yo creo que ya casi
debe ser hora de levantarse, ¿y cómo lo sé? —no tengo ni idea quién
pregunta, pero pregunta— No sé, bastaría con abrir mis ojos —o tal vez
los párpados—, buscar mi reloj y saber si estoy en lo correcto. Pero no
quiero, aquí me encuentro tan a gusto... Igual tengo que estar pendiente.
Qué tal que me vuelva a dormir y entonces a soñar. Podría despertarme
muy tarde, por ahí a las siete, a esa hora —si es que me levanto
inmediatamente— terminaría saliendo de mi casa como a las ocho y a la
universidad voy llegando a las nueve. Eso no puedo ser. No sé por qué lo
sigo considerando, si es que en la universidad tengo que estar a las siete
y a esa hora no me puedo levantar porque no puedo estar aquí y allá a la
vez. Tengo que revisar la hora porque no puse la alarma en el celular y
nadie me va a despertar. Yo creo que ya casi deben ser las cinco. Ya me
tengo que levantar».
J abrió sus ojos. A tientas en la oscuridad de la madrugada, buscó su
celular para ver la hora. Eran las cuatro y cuarenta de la madrugada. Aún
tiene tiempo para dormir, colocó la alarma a las cinco, para no correr
riesgo y… Al principio todo era oscuro, al principio era pesado —¿sus
párpados que le pesan?—. Apareció la imagen de una calle, pero
no había bordes, solo estaba la calle y al fondo algo se acercaba. J esforzó
su vista para ver con claridad pues es miope —si supiera que está en un
sueño—. Era una rueda, bastante pequeña, pero luego muy grande.
—¡Se acerca con velocidad! ¿Y ahora qué hago? —musitó J para sí
mismo— ¡A correr! —dijo.
«La rueda se acerca con rapidez, me va alcanzar. Si me llegara a
tropezar, todo estaría perdido, la rueda me alcanza y me aplasta y...». No
había bien formulado la oración en su cabeza, cuando dio un paso en falso
y ¡pum! se cayó. Se cayó de verdad, y no fue una caída leve, no era una
de esas caídas que te caes en una calle que no tiene bordes y una rueda
gigante te aplasta. Se cayó de verdad porque en comparación, caerse en
una calle de aquellas parece de mentiras. Cayó en un abismo, sintió el
vacío y no había nada de donde asirse. «No hay salvación, cuando caiga
va a doler», pensó J. ¿Pero no está cayendo ya?
J cerró sus ojos y ahora todo estaba oscuro de nuevo.
—¿Música? ¿Eso es música? Sí lo es. Parece jazz —exclamó J,
sorprendido. Delante de él se formó la imagen de una mujer hermosa, al compás del
jazz, ¿pero cómo puede pasar aquello? Bueno, pregúntenle a J, a él le
sucedió.
Ella apareció de la nada o tal vez fue él. Lo cierto es que mientras cerraba
nuevamente sus ojos, los abrió. Tenía, enfrente, y muy cerca de su cara,
el rostro de esta mujer (es hermosa la voz de Louis Armstrong, ¿no?) y
entonces J la besó. Así, sin más que decir, simplemente la besó. No la
conocía, ¿pero qué importa, no son así los sueños? Allí estaba
él, besándola. Es claro que ella le correspondió, para besar se necesitan
dos. A ella tampoco le importó el hecho de no conocerlo y resulta que
ahora están desnudos, con sus cuerpos abrazados, haciéndose uno. Siente
el roce de su piel, su suavidad, su calor. Es una mujer espléndida, con
singular belleza: piel canela, abdomen plano, piernas torneadas, busto
pronunciado, una cara hermosa… no puedo hablar mucho más de ella, J
no la conoce en realidad, pero vuelve a la imagen de sus labios: rojos y
carnudos. Aunque ésta mujer es tan bella, mientras tienen sexo, no es la lujuria ni el
deseo que el cuerpo de ella pueda generar lo que produce la satisfacción
que a él le embarga, le embriaga. ¿Será el amor? ¿Será
que J. está enamorado de una mujer a la que no conoce, a la que nunca
ha visto en su vida? Él no lo cree así, aunque lo duda. Pero sí es amor,
sólo que no lo conocía. Aquella mujer le es extraña en la inmensa
familiaridad. Comparte su ser con ella y a su vez ella comparte con él. El
clímax se consuma, J la abraza, y ahora todo está en calma. Tiene la
oportunidad de prestar atención a su alrededor. Al lado derecho de la
cama, donde ella lo abrazaba, hay un mueble sobre el que se apoya un
espejo donde J. mira su cuerpo. No es él, ese no es su
cuerpo. Pero, ¿Cómo puede estar en otro cuerpo y a la vez sentirlo tan
propio? Tan propio como el amor que siente por esta mujer, tan propio
como el amor que siente ella por él... «¡Brrr, brr!», (¡por fin no es un tac!)
vibra el celular. Es la alarma que le dice que el tiempo de soñar se ha
acabado ya. III
«Qué molesta es la luz mientras uno se acostumbra a la claridad
—pensaba J—. No se puede ver nada bien. ¡Vaya sueño extraño! Y que
hermosa es esa mujer ¿Qué hora es? Las cinco y once de la madrugada.
Me levantaré de la cama... en cinco minutos. Me gustaría pasar directo de
mis cobijas a la ducha porque qué tortuoso es quitarse la ropa con este
frío y caminar esos terribles cinco pasos hasta el baño y además
¡desnudo! Me levanto ya o se me hace tarde. Ahí sí que de nada sirvió la
alarma del reloj —dentro del celular— que me despertó de ese sueño que
todavía tengo en mi cabeza. Bueno, el hecho que esté en mi cabeza es
obvio, ¿dónde más puede estar si no en ella? Si estuviera fuera sería
preocupante porque entonces la alarma no me habría despertado, seguiría
dormido, seguiría soñando y no llegaría a clase».
IV
Se escucha un grito en la calle. Es desgarrador, está desesperado y es un
niño él que lo produce.
—Señora, ¡por favor! TENGO HAMBRE, ¡QUIERO ALGO DE COMER!
El grito se aleja poco a poco. Esto deja a J un poco asustado, más bien
alerta. «¿Será que esa mujer le ha dado de comer? espero que sí, voy a
llevar galletas en mi morral por si me encuentro con ese niño», pensó J.
Se levantó de la cama y, como siempre, encendió el computador, y colocó
una lista de reproducción —porque le gusta bañarse con música—. «Ahora
sí me voy a bañar», resolvió J. Camino unos cuantos pasos hacia el baño,
entró en la ducha y de verdad que el agua tibia es deliciosa. El vapor
empaña los vidrios, pero por ahora dejemos en paz a J. un momento, para
que disfrute de su intimidad. Mientras J. asea su cuerpo y su boca, se echa perfume, desodorante y
crema para peinar, sigue pensando en el grito del niño que lo levantó de
un brinco de la cama. «Qué cosa extraña. Antes había escuchado gritos de
parejas peleando, pero resulta que siempre sucedían el fin de semana y es
obvio, porque borrachos y después de una fiesta, nada de raro tiene que
alguno de los dos hubiese pecado —usted me entiende, desear la mujer
del prójimo y cosas por el estilo—. Pero hoy es miércoles, nadie va
gritando por la calle y mucho menos un niño a estas horas de la
mañana». «¡Pa-pá-ra!», dos o tres pasos de baile —¡qué buena música!—, y así sale
J del baño, muy feliz y bailando. Mientras abre la puerta que del baño deja
paso a la habitación, la música que se reproduce en el computador se
detiene y suena ese ruido que escuchamos cuando se le va la señal al
televisor, o a la radio. «Muy extraño. A las listas de reproducción no se
les va la señal», J aún no cae en la cuenta de que cosas extrañas y muy
seguidas van sucediendo en este día. Y no sólo eso sino que le seguirán
sucediendo: Unas fotos saltaron de su billetera, se pararon en sus
piernecitas, y luego con un brinquito se escaparon. De nada les sirvió pues
cayeron en la gaveta de la mesita de noche que apresurada se cerró para
no dejarlas salir; aunque esto no tiene nada de impresionante, lo extraño
fue que dos de las fotos cayeron de cara, por lo que J sólo vio sus
espaldas, y se preguntó: «¿Cuáles fotos serán? ¿Tal vez las de mi
hermano y mi mamá?», y a que no adivinan que él adivinó. —¿Qué hora es?, cinco y cuarenta de la madrugada —se dijo J, entre
dientes—, en quince minutos, debo estar saliendo de mi casa hacia el
parador.
Cuando ese momento llegó, J. se preguntó:
—¿Un día soleado? pero si estamos en abril… la contaminación tiene
jodido al clima con tantos cambios. Me imagino a la contaminación
haciéndole pesadas bromas al clima y a éste cambiando a cada rato de
humor. En este punto J ya sentía extrañeza de su día, sabía que algo no iba bien,
o tal vez si iba bien y el que no va bien soy yo… Tal vez, lector, ya te has
dado cuenta de que J y yo, bueno ya sabes… en fin. Voy caminando a la
estación del bus pensando en todo lo extraño del día de hoy. El sueño, el
grito del niño, el sonido de la radio que pierde señal en mi computador,
las fotos que saltaron de mi billetera, —que además no eran cualquier
foto— y en medio de mis divagaciones pasó el bus que me sirve y lo
detuve. Subí y pagué al conductor. No me voy a detener en describir la
vejez del bus, ni a la gordura del conductor, ni la insolencia del amigo del
conductor, ni a la inmensa cantidad de pasajeros que iban en el bus,
aunque de los pasajeros me importa sólo uno. Aquel pasajero
que verdaderamente me sorprendió por quinta vez en la hora y media de
día que llevaba de «vigilia». Ese pasajero que me sorprendió era ella: una
mujer, o si acaso una niña de veinte años. Digo niña porque por alguna
razón la sentí inocente. Rubia, blanca, y de ojos verdes, iba parada
sostenida de los asientos. Quería ubicarme al lado de ella, pero tenía que
moverme para dar paso a los demás que subían al bus. La suerte parece
que estuvo de mi lado, porque como la marea conduce un barco perdido a
la playa, yo terminé a su otro lado. Quiero hablarle, ¿pero qué le digo? El
bus se ha llenado completamente. La miro disimuladamente y luego no,
me parece que ella hace lo mismo conmigo ¿será que también le gusté? V
¿Sabes qué señor lector? ¡Ya no más! Todo esto, en realidad ¡poco me
importa! Ni siquiera me importas tú, pero a alguien se lo tenía que decir.
Todo esto lo he escrito porque lo único que me interesa, es escribir que le
robe una sonrisa y ahora es mía. Es mía así como el lunar de su mejilla
que suavemente se movió saludándome al sonreír. Es mía como el roce de
su piel que acarició la mía. Es mía como el placer que sentí en el extraño
sueño. Me interesa decir que sentí que la amaba sin conocerla. Sí, así, sin
más que decir. Me interesa decir que luego ella se fue y aquí estoy yo, en
medio de gente extraña que teclea rápidamente sus trabajos finales de la
universidad, con la imagen de su cabellera rubia y frondosa que está
adornada con la frase: llevaba peinada una corona en la cabeza. Lo demás
ya no es extraño, lo único extraño es su ausencia. No es extraño que la
ame sin conocerla, no son extrañas las demás cosas, ni el sueño, ni el
grito, ni el sonido, ni las fotos, ni es extraño el día. No es extraño el «tac,
tac, tac», ni el personaje que tengo a mi lado, así como ahora tampoco es
extraño que al verme al espejo todos los días a quién veo no es a
mí; porque he descubierto que yo no soy quién creía ser. Ya no es extraño
que yo sea un sueño de un hombre que ama a una mujer hermosa, de
labios rojos y carnudos, que lo abraza en una cama que está enfrente de
un mueble que encima sostiene un espejo. Extraña es su ausencia, su
suavidad, extraña es su mirada que en ese momento en que sonrió develó
mi alma: la de un sueño.
Capítulo 7
MARIA ES UNA MUJER HERMOSA
María es una mujer hermosa. Piel canela, ojos verde veronés, cara fina,
piernas largas, es morena y tiene ademanes delicados, muy femenina.
Además es una buena mujer, solo que por no poder hacer frente a la vida,
terminó en cosas que no debía. Le gustan las drogas. Consume de todo,
excepto las que ella piensa le pueden hacer daño —se refiere a las drogas
que pueden afectar su belleza, María es una mujer absolutamente
vanidosa—. No se inyecta porque tiene una piel muy sensible y no quiere
morados en sus brazos. Tampoco inhala porque le da miedo quedarse sin
nariz. Antes fumaba, ahora tampoco lo hace. Fumar hizo que sus dientes
se tornaran de un color amarillento, entonces ya no le gustó. Arregló el
problema haciéndose un blanqueamiento dental. El odontólogo le prohibió
también las bebidas negras. Las dejó. Toma alcohol con y sin gusto. Le
gusta la borrachera, pero sabe que el trago la engorda, eso ya no le
agrada.
Sonará gracioso para algunos, tal vez absurdo, pero exceptuando lo
anterior, consume de todo. Para ella lo demás no tiene problema, pues
«no afecta» a su belleza. Lo que más le gustan son las pastillitas, de sus
preferidas el éxtasis. Esa sí que le hace sentir bien, y no le hace daño
—eso piensa ella—.
A causa del post-efecto de las drogas ha pensado en suicidarse. Consideró
en morir por sobredosis, pero no le agrada imaginar cómo se vería su
cuerpo. Podría quedar con baba blanca en la cara, con una expresión
desagradable y con su bello cuerpo sumergido entre el orín y la mierda.
Además la gente pensaría que es una adicta, ella no lo considera así.
Pensó en cortar sus venas —sería rápido si las cortara a lo largo—, pero
no quiere heridas en su cuerpo, y según ella, el rojo no le queda. Pensó en
muchas otras opciones pero ninguna le agradó, excepto una: va a morir
soñando.
La verdad es que no es tan bonito como suena. María aún no lo hace
porque no ha logrado conseguir la fórmula médica para comprar las
pastillas que te duermen para siempre. Quiere morir con su cuerpo intacto
y bello, para tal resultado, en efecto, esta es la mejor opción. Mientras
tanto se sigue sintiendo miserable por su vida, porque no vive, pero
tampoco muere. Para evitar sentirse así se sigue drogando.
A María le desagrada pensar en su nombre, aunque le excita saber que lo
hace profano, hay allí un maligno placer. María es el nombre de la madre
de Jesús, el Dios-hombre de la religión cristiana. María, la madre de
Jesús, lo concibió siendo virgen. Nuestra María se ha acostado con 10
hombres diferentes el último año —piensa que son pocos—. La virgen
María quedó encinta del espíritu santo, luego engendró el hijo de Dios. ¿Si
María quedase embarazada, su hijo que sería? ¿El Anti-Cristo? No, piensa
que ella no es tan importante, ni tan malvada. Su hipotético hijo sería un
bastardo más nacido en este mundo; igual no iba a quedar embarazada,
porque para eso también se drogaba. Además, suficiente castigo había
tenido con la escoria que son los hombres como para también ser la
madre de un Anti-cristo, es estúpido.
Sabe que no todos los hombres son así, tiene todavía algo de cordura,
puede reconocer a hombres con bondad a su alrededor. Incluso se le han
acercado, pero ella los rechaza. En cambio, prefiere a aquellos que la
atacan. Los que le dicen: «Eres una puta drogadicta, y yo puedo hacer
contigo lo que se me venga en gana», «Perra, ¿quieres más droga?, sí la
perra quiere más droga. Ahora haz lo que digo», o “¡Qué vas a hacer! No
sabes hacer más nada que putear, ¡estúpida!”. María siente un horrible
revoltijo, vacío, en sus entrañas, como una implosión, siente que se
contrae cada que un pensamiento de estos se cruza por su cabeza, luego
piensa tristemente: «Es así, así es como me gusta», y recuerda a Camilo,
su noviecito de adolescencia, a los quince años, cuando ella le dijo: «Me
gusta cuando me tratas así, cuando me gritas y me empujas porque estás
enojado». No sabía lo que decía, ni el destino que se forjaba con esas
palabras.
En tal época María era una niña con atisbos de gran belleza, inmadura,
consentida y caprichosa, con las hormonas alborotadas, como es común
en aquella etapa de crecimiento. Hija de un padre asalariado, clase media,
una madre ama de casa, y un hermano homosexual. Ninguno con la
suficiente atención para observar a la niña, para observarla, no más. Para
observarla realmente y ver que no hubo nada de malo en ella nunca, que
simplemente tenía mucha energía —eso es igual a vida—, y que rogaba y
pataleaba solo por un poco de atención, que las drogas psiquiátricas no
eran en absoluto necesarias.
Vivió una infancia con drogas psiquiátricas a causa de su «hiperactividad»
que a fin de cuenta no sirvieron de nada —excepto para mantenerla
dopada por unas horas—, porque la niña seguía siendo grosera, gritando,
y pataleando. Después de un tiempo eso disminuyó, pero no fue por las
drogas, simplemente se cansó de llamar la atención de ellos, su familia, y
se dio cuenta que al crecer sus pechos, reducirse su cintura, y agrandarse
sus caderas, muchos más fijaban su atención en ella si ella usaba una
falda corta y saltaba o movía el culo porque sí. Se fijó en que podía jugar
así, y obtener admiración solo con mostrar sus piernas y dejarse el escote
abierto. Después no fue solo admiración, fueron regalos, salidas, control
de los hombres, dinero. Falló en creer de manera ingenua que en realidad
tenía control de los hombres solo por permitirles tocarla y meter su pene,
dentro, en su vagina.
A veces, al siguiente día de la fiesta, el alcohol, sexo y drogas, y después
de dormir en exceso, cuando vuelve a sentir los deseos de morir, María
llora y piensa en Camilo, no porque lo ame, sino porque ¿qué hubiera sido
de ella si tan solo no lo hubiese dejado?, ¿y lo hubiera valorado?, tal vez
estarían casados, con hijos, una casa, un carro, tal vez hubiera podido
sentirse amada, tal vez no, tal vez no sería Camilo, pero en fin... Paralelo
a ello, se le ocurre que eso nunca hubiera sucedido, porque «ella está
mal», «todos lo saben», por eso le dieron drogas psiquiátricas. Hubiera
dañado a Camilo, mejor que lo dejó. ¡Qué gran mentira!
Por fin ha conseguido la receta médica para comprar sus pastillas, su
psiquiatra personal se las ha recetado. Acabará con la agonía, no tiene
que seguir drogándose. Sólo basta con hacerlo una vez más. Quiere morir,
en especial, porque ha visto su cuerpo y lo ve podrido. No lo está, sigue
bello. Únicamente muestra indicios hacia adónde va a parar. Considera
que ella es mala, que destruye a los demás y ahora reconoce que le hace
daño a su propio cuerpo y quiere evitarlo, por eso se quiere suicidar, para
salvar al cuerpo y dejarlo bello ¡vaya idiota!
Ya tiene las pastillas en una bolsita blanca que lleva en su mano derecha.
Vuelve caminando de la droguería hacia su casa y pasa por la catedral
cercana. Piensa en su homónima. Piensa que su propia existencia, que por
alguna casualidad lleva el mismo nombre que ella, la insulta. Quiere ir a
despedirse, a pedir perdón. Entra en la catedral. Camina a lo largo de la
bóveda principal, de cara a la imagen de Jesucristo. Se sienta en un banco
cerca de una imagen de la virgen María. Por alguna extraña razón siente
consuelo después de tanto tormento. Se suelta a llorar. Deseaba no
haberle mentido a sus padres. Van a sufrir mucho cuando se enteren de
que murió. Tal vez la odien porque se darán cuenta que ella siempre les
mintió, aunque pensándolo bien no van a odiar a María, sino que se van a
odiar a sí mismos. Se culparan por alguna razón. María quisiera evitarles
ese dolor.
Sobre una banca, al lado derecho de María, está sentado un joven que
oraba a Dios con blasfemias:
“Quiero una mujer bendita. Una mujer con la que Dios ha sido generoso.
De pechos grandes, cintura pequeña y cara angelical. En ella se notará el
trabajo divino del poderoso. Que sea obediente y ame a su hombre, que
seré yo. Quiero que se preocupe siempre por estar bella para mí. Dios
bendíceme con una mujer así. Sé que toda tu creación es bendita mi Dios,
pero la mujer que quiero yo, la quiero porque TÚ has sido abundante en
ella”.
El joven está pidiendo un cuerpo, no una mujer. Él hace sus oraciones
susurrando y a María le irritan los murmullos.
—¿Por qué no puede simplemente orar sin mascullar? —pensaba María.
Ella se levantó y caminó hacia aquel joven y le dijo:
—¿Podrías hacer un poco de silencio?
El joven alzó su mirada y sonrió, se disculpó, e invitó a María a tomar un
café, en recompensa de la molestia que le generó. María aceptó. Salieron
juntos de la catedral con una clara idea en la cabeza y en la cafetería de la
esquina fueron a parar. Pidieron dos cafés, el de María con brandy, y el
del joven con whisky irlandés. Ella, coqueta, como siempre. Él, dispuesto
a seducirla. Acabado el café, Santiago, el joven de la iglesia, invita a María
a su casa. Él tiene una botella de vino que es de las mejores, según él.
Deja muy claro que él no tiene ninguna mala intención con ella, y que
nada malo va a pasar, nada que ella no quiera. A María eso poco le
interesa pero igual acepta, ya se dará cuenta usted por qué.
Ambos saben la razón de estar allí, y no es por la botella de vino
—bastante ordinaria era—. Santiago trata de hacer cumplir sus oraciones
y María está allí, no por el placer que le produce el sexo. Hoy está allí, con
media conciencia, por una razón: siente que su cuerpo adquiere una
belleza divina después del acto sexual. Cómo entenderán, quiere morir
bella, sin adornos, desnuda, con la hermosura propia de su cuerpo,
porque la de su alma no la encontró —y morirá sin saber que aquella,
maravillosa es—. Entre besos y la ansiedad febril por penetrar a María,
Santiago se ha fijado en que ella no suelta de su mano derecha la bolsita
donde lleva sus pastillas y le ha preguntado qué tiene ahí. María le
responde que son pastillas para «planificar», y que por favor le regale
agua pues ya es la hora en que se las tiene que tomar.
Y así es como acaba todo, con María y Santiago logrando conseguir sus
deseos. María ,por un lado, murió con un cuerpo bello, tal como quería, y
Santiago… bueno, Santiago quería un cuerpo, y lo tuvo, hermoso, terso,
torneado, frío y pálido, acostado junto a él, en su propia cama.
Capítulo 8
AMADA DOLHMI
Cada noche antes de ir a dormir, la busco a ella. Tengo que tenerle a mi
lado, para poder abrazarla y luego conciliar mi sueño. Me he dado cuenta
que en general a ella le molesta, aunque últimamente sucede algo
curioso: cada noche, cuando nos disponemos a dormir, ella está vestida y
al amanecer se encuentra desnuda. Lo preocupante es que de lo sucedido,
no recuerdo nada. Ahora le gusta desnudarse. Por supuesto, no siempre
fue así, la manía es reciente. Al principio se molestaba porque yo le
abrazara. Tanto le incomodaba que apenas yo caía en ensoñamiento se
salía de la cama, terminando acostada en el suelo, tal vez muy enojada
conmigo. Y así la encontraba yo: muerta del frío en el piso. ¡Culpa de ella,
yo no la obligué!
Tantos días de catarro lograron que dejara de echarse en el suelo. Luego
fue que empezó a quitarse la ropa. El primer día, desperté viéndole su
hombro descubierto —hasta aquí nada de qué alarmarse, ¿a quién no se
le puede descubrir el hombro mientras duerme?—, después desvestía
hasta sus pechos, y al día siguiente vestía únicamente su ropa interior, la
dejó colgando a la altura de sus tobillos —quién sabe, puede ser que ellos,
los tobillos, sean friolentos—. Recientemente amanece completamente
desnuda y siempre en la cama. También parece que ya no le molesta que
duerma abrazado a ella, es más, muchas veces creo que no soy yo quien
la abraza, sino que es ella, Amada Dolhmi, quien se aferra a mí.
Capítulo 9
OJOS DE MADERA
Apoyaba sus brazos en una barra de madera, y mientras observaba las
vetas, identificó en uno de sus nudos la forma de un ojo. Se sintió
observado. Sintió que aquel ojo de madera podía desnudar hasta lo más
profundo de su alma. Sintió miedo. Entonces para evitar esta extraña
sensación, puso un dedo encima de él. Eso lo calmó por un momento, y
siguió observando las vetas de la madera. Se dio cuenta que otro ojo lo
miraba fijamente, y con un dedo de su otra mano lo tapo, pero apareció
uno más. Enseguida, imaginó que lo tapaba con otro dedo y entonces
otro ojo apareció. Descubrió muchos otros ojos dentro de las vetas de la
madera que intentó tapar con dedos imaginarios. Se dio cuenta de lo inútil
de su esfuerzo. Sintió angustia, frustración, pero al final lo aceptó. Dejó
de tapar los ojos con sus dedos, y no sólo físicamente, sino también dejó
de hacerlo con su mente. Pero, ¿quién lo mira tan profundamente? ¿Quién
tiene tal poder? ¿Quién puede descubrirlo en su intimidad? ¿Quién lo
puede afectar de esa manera?, o la pregunta será: ¿Quiénes? En realidad
no hay un «¿quienes?», nadie lo mira, nadie lo mira. Es él mismo, nadie lo
puede afectar, aunque a él le gustaría pensar que así es, y de hecho lo
hace. Lucas sólo está borracho, apoyado en una barra de madera, en un
bar en el centro de la ciudad, culpando a alguien más, tal vez a los ojos,
porque ¿a quién más?
Capítulo 10
SENTÍ FRÍO
Once y once de la mañana, diecinueve de abril de dos mil trece. Mi cuerpo
inclinado hacia adelante. Mi atención, toda sobre ella, quien hablaba. Los
dedos de mis manos se entrelazaron. Sentí el calor de mi cuerpo. Ella
seguía hablando y la verdad, a causa de ello, poca percepción del espacio
podía tener. Por lo menos de aquel espacio físico donde estaba mi cuerpo.
Mis manos sudaban. La temperatura del lugar se elevó ¿en efecto era el
lugar? ¿Cómo podía yo saberlo si no estaba ahí? Me encontraba en el
lugar de su antojo, el espacio de sus palabras, en el recorrido de sus
oraciones. La melodía de su voz a un lugar me transportó. Allí estaba a
gusto, pero de pronto todo se desvaneció. Se detuvo, dejó de hablar.
Ahora estoy en una sala de tapete gris, iluminado por lámparas
halógenas. Una luz fría. Un espacio sombrío. Hay personas a mí alrededor.
¿Quiénes son? No lo sé. A lo lejos el murmullo de la ciudad. Entonces sentí
frío...
«Sentí frío, era el frío que tenían en la alcoba tus mejillas y tus sienes y
tus manos adoradas (...) era el frío del sepulcro, era el frío de la nada»
(José Asunción Silva, Nocturno III)
Capítulo 11
RECUERDO
Recuerdo aquella noche en la que soñé que me quería, la noche en la que
el amanecer no quería volver a ver.
Recuerdo que le hice una pregunta, una de esas que solo ella entendería.
De pronto… el silencio apareció, luego de unos segundos, la respuesta
fue: «No». ¿Y el porqué?, no, eso yo no lo sabía.
Recuerdo su mirada fija sobre la mía, no había para mí otra distracción,
pues la belleza cauta de sus ojos del resto del mundo me apartó.
Recuerdo su sonrisa, deslumbrante y encantadora. Le dije que ella
alegraba mi vida, sonrió un poco y me pregunto: «¿Por qué?». Yo atento
la observaba y le dije: «Solo mira mi cara», entonces su sonrisa se hizo
más pronunciada.
Lo recuerdo todo, recuerdo sus cabellos y su cara, recuerdo que era de
aquellas mujeres a las que fácilmente se ama.
Recuerdo la música de una noche de fiesta, recuerdo a las personas con
sus sonrisas contentas.
Me recuerdo sentado en un sillón sosteniendo en mi mano un vaso de
licor, junto a mí estaba ella, me dijo que bailáramos, yo me levante, pero
en un instante volví a caer.
La recuerdo sentada junto a mis pies, se acercó un poco a mi cara pero yo
solo la miraba y en un momento de distracción me besó.
Recuerdo ese momento, recuerdo que fue corto, recuerdo… que fue
hermoso.
Recuerdo que la abrazaba, que en sus mejillas mis besos yo dejaba, y
recuerdo también, que en sus oídos yo susurraba: «Te quiero».
También recuerdo las caricias que con sus manos dejaba sobre mi rostro.
Recuerdo que me gustaban, porque así, sin hacer nada, poco a poco me
enamoraba.
Recuerdo aquella noche, cuando el fin se acercó. No la quería dejar ir,
pero esa no era mi decisión, el bello momento en un segundo terminó.
Recuerdo que le regale una flor, la flor de mi amor, que en mi aún florece,
pero que no sé si para ella ya es marchita.
Recuerdo que la quiero, recuerdo que la espero, recuerdo que lo intento…
Pero no la olvido.
Capítulo 12
SANGRE EN MI BOCA
Cuando me di vuelta, la vi entre sábanas rojas, sobre la cama. Estaba
medio dormida, o solo lo aparentaba. Era un bulto de carne, un animal.
Era como una vaca echada en el potrero, en ella no reconocí un alma. Y
no quiero decir que las vacas no la tengan, pero la vi como nuestra cultura
de occidente puede ver a una vaca, era simplemente carne. Era un objeto.
Servía para satisfacer una única necesidad. Aunque pensándolo bien, no
era simplemente carne, era carne usada, masticada, devorada, era carne
despedazada. Ya había obtenido de ella lo que necesitaba, se lo había
arrebatado. Y ella estaba allí como una vaca entre sábanas rojas, era un
bulto de carne que no quería ver sobre mi cama, pues ¿qué podía hacer
yo con ella? La he utilizado para mis fines y ya de nada me sirve, necesito
que se vaya. De pronto, se ha resecado mi boca y sobre el labio inferior
ha aparecido una oscura línea roja. Una grieta, una herida, los surcos de
mis labios se han abierto como si hubiesen sido violentados. La imagen de
tu boca besando la mía se hizo fuerte y es a esa violencia a la que me
refiero. Sin embargo tú no estás, ni ahora, ni hace mucho tiempo.
Capítulo 13
SUEÑO PROFUNDO
Y estaba soñando, ¡quién sabe qué! Pero lo cierto es que tenía cerrada la
mano como un puño y la apretaba tan fuerte que las uñas se le
enterraban en la carne viva. La sangre brotaba y corría suavemente, como
tímida de ser descubierta. Apretaba mucho, mas dolor no sentía. Así de
profundo era el sueño, como las heridas.
Capítulo 14
UN PÁJARO
Los rayos de luz llegaron a mis ojos. Se escabulleron a través de las hojas
del árbol que con su sombra me acogía. La somnolencia se apoderaba de
mí mientras permanecía tumbado boca arriba sobre la grama de aquella
ladera. La humedad de la tierra penetró en mi espalda. La aspereza del
prado acarició mi mejilla. A lo lejos un pájaro trinaba… Y ahora reconocí a otro más. No me podía mover pero tampoco me resistía a ello, me había
entregado al malestar y sentía paz.
Un insecto ha pasado volando sobre mi cuerpo, puedo escuchar el
movimiento de sus alas; bastante esfuerzo deberá hacer para moverlas
con tanta rapidez. El pájaro, a lo lejos seguía trinando, ¿qué pájaro será?
Me pregunté. El viento acarició mi cara, besó mi otra mejilla, luego se
acercó a mi oído y susurró.
¡Qué hermosa es su voz!
La sombra me ha quitado su protección, pero la luz ya no es molesta.
Estaba boca arriba, con mi cabeza girada a la derecha y tumbado sobre
aquella ladera. Coloqué la palma de mi mano sobre la tierra y la cerré
como un puño. Sentí la humedad, la aspereza, sentí la tierra que se
acumulaba en mis uñas, la sentí entrar a mi ser. El pájaro trinaba. Los
rayos del sol apenas rozaban mi cuerpo. Mis manos estaban frías. Pasos
sobre la tierra a lo lejos se escuchaban. Venían acompañados de voces, y
yo sin saber que murmuraban. El malestar ya no puede contra mí, me le
he entregado, no he puesto más resistencia, pero en el mismo instante he
descubierto que yo no soy yo. Yo soy la luz, soy el árbol y también la
sombra, soy la ladera, soy la tierra, soy el prado, soy el insecto que ha
pasado volando sobre mi cuerpo y también el pájaro que a lo lejos sigue
trinando. Soy el viento y su susurro, soy las voces y sus murmullos y el
malestar no es nada. ¡Qué tarde lo descubrí!
La plenitud de la eternidad me acoge en su seno y yo no se las puedo
mostrar más que con estas palabras. Entonces anocheció y el pájaro ya no
trino más.
Capítulo 15
YO: EL ENGAÑO
En nuestra relación yo soy el demonio. Quien la induce a la tentación. La
guía hacia el camino incorrecto. Hacia la trampa de mis garras. Sólo busco
engañar a aquella oveja inocente. Para comerla. Devorarla. Desgarrarla.
Nunca le he mentido. De mi boca no han salido falsas promesas, pero solo
de cierta forma —solo miento—. Bien soy consciente que sin prometerle
nada le he prometido todo. Le he narrado sin palabras un mundo de
maravillas. Ella confía en mí. En que no lo haré daño. Tampoco quiero
hacérselo. Pero es mi naturaleza. Todo terminará mal —lo sé— y no voy
hacer nada para evitarlo.
Su cuerpo será mío. Lo entregará sin objeciones, estoy seguro, pues me
ha dado pruebas de ello. He seducido su mente y al parecer le gusta. Ella
es la víctima. Mi víctima. Si quisiera ya estaría muerta. Pero eso no tiene
sentido. La seducción es lo más importante del juego, lo mejor de la
situación. Saborear la carne es mucho más placentero que la llenura
posterior —bastante desagradable—. Acechar la presa es mucho más
exquisito que el momento de su muerte. Ella gimió con dolor. Sus pupilas
se dilataron. En su mirada había ahora otra mujer. Se humedeció. Su cara
cambió de expresión… había pecado. La sangre corrió. En mi boca el
recuerdo de su sabor hacía el momento reconfortante.
Capítulo 16
GLOSARIO
Las palabras incluidas en este glosario se definen únicamente con la
definición que aplica en el contexto de este libro. También se incluye en él
la etimología (origen de las palabras). Si necesita aclarar otra definición
de alguna palabra malentendida, consulte un diccionario.
AGUZAR. Referido al entendimiento o algún sentido, quitarle la torpeza o
forzarlo para que preste más atención o perciba las sensaciones con más
detalle o perfección. [ETIMOLOGÍA] Del latín acutum (agudo).
COLCHA. Cobertura de la cama que sirve de adorno y abrigo.
[ETIMOLOGÍA] Del francés antiguo colche.
ENSOÑACIÓN. De ensoñar, que significa, tener sueños o imágenes
mentales irreales mientras se duerme y que se perciben como reales.
[ETIMOLOGÍA] Del latín insomnium.
FRONDA. Conjunto de hojas o de ramas que forman una espesura.
[ETIMOLOGÍA] Del latín frons (fronda).
RETAZO. Trozo o fragmento de algo, especialmente de una tela.
TRAVIESA1. Referido a una niña, revoltosa, que no se está quieta o que
enreda mucho. [ETIMOLOGÍA] Del latín transversus.
TRAVIESA2. Cada una de las piezas que se atraviesan en una vía férrea
para asentar sobre ella los rieles. [ETIMOLOGÍA] Del latín transversa.
Descargar