CHICAS MUERTAS, de Selva Almada

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Julio
| 47
CHICAS MUERTAS,
de Selva Almada
Bs. As., Literatura Random House, 2014.
Laura Vilches
Lic. en Letras.
El título anticipa la dimensión del flagelo que Selva Almada va a reconstruir en sus tramas íntimas. El genérico “chicas muertas” no es solo la denominación en
los expedientes consultados por la autora; da cuenta
de que, solo en Argentina, el asesinato de mujeres por
el simple hecho de serlo, se materializa en cifras escalofriantes: una muerta cada 30 horas en el último año;
1.236, en los últimos 5. Serena, Nora, María Soledad,
Wanda, María de los Ángeles, Paulina, María Luisa, Andrea, Sara… o Selva. “Tengo cuarenta años y a diferencia de ella y de las miles de mujeres asesinadas en
nuestro país desde entonces, sigo viva. Solo una cuestión de suerte”.
Esta obra no ficcional, de la ya consagrada autora
entrerriana, se basa en el relato de una investigación
hecha por ella misma, sobre tres casos de jóvenes asesinadas en los años ‘80, aún impunes. Andrea Danne,
“Sarita” Mundín y María Luisa Quevedo son las “chicas muertas” cuya historia presenta Almada. La primera, entrerriana como ella, asesinada de una puñalada en
el corazón mientras dormía. Una joven cordobesa y pobre, Sara, atrapada en las mafias de los prostíbulos que
desapareció en 1988. Y la tercera, una chaqueña de 15
años, violada y estrangulada, a poco de conseguir su
primer trabajo como empleada doméstica.
Al mismo tiempo, la autora va a colocarse, como mujer, en el centro de la trama y ocupando un lugar que
lejos está de pretenderse neutral u objetivo. Así, el relato se configura desde la propia experiencia que –como
la frase citada– da cuenta de una marca: ella, una joven
de un pueblo del interior, es testigo epocal del asesinato de Andrea Danne y si hoy puede contarlo, es casi por
simple azar. Este ida y vuelta entre la historia personal
y la de las muchachas articula el texto, a la par de la
propia historia de esta investigación infructuosa. De allí
sabemos que la autora “habla” porque el caso de Andrea estuvo siempre cerca y “volvía cada tanto con la
noticia de otra mujer muerta”. Dar con el derrotero de
las otras dos chicas, en cambio, será casual o deliberado. A María Luisa, la encontrará recordada en un diario
chaqueño a 25 años de su asesinato; a Sara Mundín, la
buscará como otro botón de muestra de una situación
generalizada, cuando aún en la Argentina, “desconocíamos el término femicidio”.
La tensión siempre latente entre lo real y lo literario,
característico del género al que diera origen Rodolfo
Walsh, sustenta este trabajo que se perfila como uno
de los mayores aportes al género de no-ficción en los
últimos tiempos. De este modo, Almada cuenta la historia de estas mujeres (que podría ser la historia de todas, de muchas de nosotras) intercalada con anécdotas
recogidas durante su infancia, juventud e inclusive, en
el presente de la escritura, cuando la investigación estaba desarrollándose. Mientras cuenta cómo era la vida de estas jóvenes y cómo fue su muerte, se despliega
su propia historia. El texto está inundado de relatos,
recuerdos y anécdotas narrados en primera persona,
que bien podrían constituir un repertorio de experiencias “femeninas”: la de jóvenes hijas de trabajadores
que van a estudiar a otra ciudad y hacen “dedo” para
viajar barato, quedando expuestas al acoso de los conductores; la de mujeres sometidas al maltrato verbal de
sus parejas en la calle y a la vista de todo el mundo; la
de una madre amenazada por el marido con el amague
de un cachetazo y la respuesta brava de la mujer, clavándole un tenedor en la mano. “Mi padre nunca más
se hizo el guapo”, sentencia Almada, para luego agregar: “No recuerdo ninguna charla puntual sobre la violencia de género ni que mi madre me haya advertido
alguna vez específicamente sobre el tema. Pero el tema siempre estaba presente”. Lo estaba en los comentarios familiares sobre vecinas que se suicidan porque
el marido le pega; sobre esposas de carniceros violadas
no por un desconocido, sino por propio marido (ante
una sorprendida Selva de 12 años); o sobre un “Cachito” que “sacudía las siestas con los escándalos que le
hacía a su novia”. Son éstas las escenas que “convivían
con otras más pequeñas: la mamá de mi amiga, que no
se maquillaba porque su papá no la dejaba. La compañera de trabajo de mi madre, que todos los meses le
entregaba su sueldo completo al esposo para que se lo
administrara (…) La que tenía prohibido usar zapatos
de taco porque eso era de puta”.
Se devela entonces, lo que intuimos como tesis
central de un trabajo que se solapa con el ensayo: el
femicidio es el último eslabón de una cadena de violencia cotidiana, ejercida sobre las mujeres. Ésta se
asienta sobre los prejuicios que laten en las anécdotas contadas. Imágenes que se vuelven potentes a
la hora de plasmar la denuncia sobre una sociedad
patriarcal que se perpetúa bajo este sistema y hasta nuestros días. La mención de los casos de Paulina
Lebbos, Nora Dalmaso, Ángeles Rawson, por citar
los más resonantes de los últimos tiempos están allí,
en el recuento de Almada, para dar cuenta de la realidad de las mujeres en pleno siglo XXI, tres décadas
después de los hechos investigados, y a pesar de
que el término femicidio tenga plena vigencia.
El testimonio y la investigación no alcanzan a la autora
para “hacer justicia” frente a la impunidad que sobrevive a las “chicas muertas”. Sin embargo, se niega a callarse frente a la violencia machista y su naturalización.
El bello y terrible fragmento del poema de Susana Thénon que abre la obra, daría cuenta de esa necesidad:
esa mujer ¿por qué grita?
andá a saber
mirá que flores bonitas
¿por qué grita?
jacintos margaritas
¿por qué?
¿por qué qué?
¿por qué grita esa mujer?
Pero no es allí donde enmudece Almada. También esboza una crítica a las instituciones sociales cómplices
de sostener tanta violencia e impunidad. Sarita Mundín,
una adolescente iniciada en la prostitución, será “rescatada” por Olivera, cliente devenido amante y protector,
principal sospechoso de su desaparición. Así, mientras
narra, dispara: “De yirar en la ruta, pasó a tener una cartera de clientes del Comité Radical. Ella y su amiga Miriam García eran militantes del partido, dos muchachas
jóvenes y lindas que enseguida llamaron la atención de
los señores mayores, de buena posición social y doble
discurso”. La crítica estará dirigida también, hacia una
justicia que actúa con letargo como en el caso de María
Luisa; mientras asoma, en algunas oportunidades, lo
que pareciera ser una visión de clase: Suárez, el joven
con quien ven a María Luisa por última vez, y su patrón,
son sospechados del asesinato a pesar de que los testigos, curiosamente, cambien sus declaraciones contra
el influyente patrón de pueblo.
Mención aparte merece el personaje de una tarotista
que guía a Selva Almada en este descenso a los infiernos, viendo lo que ella no puede ver sobre estas chicas
muertas. En ese trayecto que Almada desanda buscando las pistas sobre las muertes será guiada como Dante
por Virgilio, por “la Señora”. Ella será sus ojos y sentirá lo que sintieron esas chicas antes de ser asesinadas. Es “la Señora” quien nos acerca a los miedos de
esas niñas, a los miedos de la narradora, a los miedos
propios. Y son estos miedos, recuerdo permanente de
un oprobio milenario, los que alimentarán el odio, que
transformado en fuerza y voluntad de combate, servirá
para que estas historias de “chicas muertas”, no hayan
sido contadas en vano.
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