No deseaba que cesara el dolor, le era necesario contenerlo... en el centro de su ...

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No deseaba que cesara el dolor, le era necesario contenerlo ahí donde vibraba,
en el centro de su vientre, punzándola, acalambrándola, forzándola a salir y
expresar de algún modo toda la furia de su ser.
Aquella tarde su casa, de por sí reducida y mal adecuada, se encontraba en
absoluto desorden. La ropa de los niños, húmeda aún, se amontonaba sobre
las sillas tras haber sido expulsada del tendedero de lazo, por un chubasco
inesperado que se precipitó en la hora más soleada de la तारदे anterior. En el
fregadero no había lugar para un plato más, el basurero se desbordaba
traicionando su proposito contenedor y regando restos de comida por el suelo.
Infiel a su rutina semanal, Karla se levantó esa mañana sólo a tomar café y
servirle céreal a sus hijos antes de desparramarse en el sillón de la sala para
ver una película. El baño se quedó esperando los habituales cepillos y
desinfectantes a base de cloro, con que era restregado cada ocho días; en la
regadera siguieron regados los juguetes de baño con que los niños habían
chapoteado agua unas horas antes. Esa mañana la lavadora no recibió carga,
los muebles no se despolvaron y las habitaciones lucieron aún más
desparramadas.
La sistemática mujer trigueña desafío su propias reglas y decidió quedarse
quieta, viendo sin ver la pantalla, mientras le rogaba al dolor que no cesara. Se
le había metido la idea de que, cuanto más lo contuviera, más grandioso sería
el fruto que gestara. Y es que la joven madre asociaba la creación con la
punzada; la oscuridad con la idea clara. Llevaba años rogando a la Vida que le
diera claridad para definir el rumbo y ahora que veía todo tan oscuro, la certeza
de que su ruego había sido atendido era absoluta. Ningún desorden sería
capaz de crisparle los nervios en esa hora; los pendientes seguirían reposando
serenos en su agenda, el papel y la pluma se encargarían protegerlos, era
momento de centrarse completa en presenciar la aparición del camino. Estaba
pronta como en ninguna otra hora, sin exitación, sin miedo, sin prisa. Estaba
lista, abierta, serena, por eso toda la atmósfera la nutria: los gritos de sus hijos
peléando en la habitación de arriba, la música que se colaba indiscreta por su
ventana, la foto sonriente de la hija de Susana, la pelota que botaba el vecino
de la cuadra, las sombras que cambiaban en secuencia en la pantalla del
televisor, su dolor, su dolor... Que ahí se quedara, que no se escapara, que
aguantara, cada calambre en el vientre dilataba su alma aprestándola para
finalmente dar a luz a esa nueva vida que tanto anhelaba. Su propia vida
reciclada.
El timbre del teléfono la sacó de su plegaria y lastimosamente articuló sus
manos para descolgarlo. Sentía dolor también en la mano y el auricular le
pesaba el triple. Contestó con un susurro de voz que le arrebató al diafragma
contraído por los espasmos, Eustaquio no la reconoció.
Aquel amigo de antaño había heredado el nombre del bisabuelo y el carácter
de su abuelo, era como él un gran macho de pueblo. Eustaquio no creía en el
dolor, ni en la oscuridad, ni en lo sueños. Jamás había rogado por visualizar
con claridad el camino, pues el camino para el siempre había sido claro.
Transitaba a ras del suelo, con los pies bien pegados a la tierra, y si algo quería
sólo iba por ello y lo tomaba. La duda se resolvía consultando manuales
operativos y los misterios más complicados de su existencia se limitaban a
entender cómo las chicas del Table podían estar siempre bien depiladas.
¿sería que habían nacido sin vello? ¿les habrían aplicado cera al primer brote
de su pubertad? Ahh que suave y tersa lucía su piel noche tras noche, en la
mañana, al medio día... Eran los ángeles del glitter que animaban su
existencia, Teniendo eso no le hacía más falta nada. ¿El amor? Lo había
conocido a los 20 años en los jardines de la facultad y más nunca se complico
al respecto. Aquella jovencita de cabello oscuro y ojos dulces fue la elegida
para recibir su corazón, su apellido, su semen y el fruto de su trabajo. Susana
era la razón por la cual se esforzaba año tras año por avanzar en la compañía
de hidrocarburos a la que prestaba sus servicios. Jamás fallaba, cada
diciembre proveía más y mejor a su hermosa esposa, le procuraba
comodidades y numerosas sorpresas para que su mujercita pudiése dedicarse
serena a ser madre, cocinera, decoradora, doctora en finanzas domésticas y
relaciones públicas para la prósperidad de su familia. Susana consideró en
principio que aquél era un buen trato, los regalos de novios le supieron a
románticismo y ganar a un hombre protector como marido le parecía aún más
romántico. Susana sí sabía de dolor y de oscuridad y de sueños y de plegarias
lanzadas al viento para encontrar el camino... La mujer de ojos dulces se
devanaba los sesos en dudas cada día quince de mes, tratándo de entender si
aquellos regalos que Eulogio le daba seguían siendo románticos ¿era amor lo
que el marido le daba?. Noches con aroma a estofado compartido en familia, le
decían que sí; noches con aroma a escocés y perfumes de dama que no eran
los suyos, le decían que no; mañanas con sus mejillas entre las manos frescas,
huesudas y francas del macho, que sonreía y le daba en los labios un beso
tronado, le volvían a sembrar la duda.
- ¿Por qué hablas tan quedo Karlita? ¿qué no desayunaste chulita o qué? - La
juguetona voz del amigo al otro lado de la línea logró sacarle una carcajada.
- ¿Qué pasa gandalla? - Karla tenía la mala costumbre de no saludar, nacida
de la buena costumbre de mantenerse siempre cerca de sus amigos. Los
"holas" y los "adioses" son para los que se separan, pero ella siempre estaba.
- Está visto que tú no saludas ni al Papa caray - era lo que el marido de Susana
invariablemente replicaba- ¿Qué tal te caería llevarte a los niños de playa este
fin de semana? - Le propuso- Mira chula, hotelito en la playa, camastritos,
solecito rico, comida deliciosa, tus chamacos jugando con los míos y tu
platicando con Susana ¿qué tal? ¿te lanzas?
Karla ya conocía las propuestas generosas de su amigo, planeadas siempre
con una semana de anticipación, planteadas siempre un Domingo en la
mañana, cuando la cabeza le dolía de oir a sus chiquillos gritar y verse atado a
su casa empezaba a sacarle ronchas. Le daban ataques de pánico y sentía
venir por él a la mismísima muerte. Necesitaba chupar vida, mamar juventud,
demostrar que todavía podía, irse de prisa a alguna convención imaginaria y
entablar una conquista, un amor de dos noches, concretar sensuales fantasías,
cargar la pila y regresar a su vida. Karla sabía bien de esa necesidad
masculina de ir constantemente de cacería, tenía muchos amigos Eulogios y ya
distinguía los matices que daban al amor y al juego. Por años había sido su
"alacahueta" de correrías y no le causaba remordimiento alguno, pues tenía
bien claro a quién amaba su amigo y a dónde iba a jugar para no dejar de ser
un niño, para no ahogarse en la rutina, para no morir en la monotonía. Más de
cien veces Susana le preguntó a boca en jarro:
- Tu que conoces a Eulogio desde antes que yo ¿crees que me ama?
Y más de cien veces le contestó con la mirada directa y sin temblarle la voz:
- Mucho hermana mía, más que a su vida- mientras una mueca mitad reproche,
mitad extrañamiento le eran dadas como respuesta a su afirmación.
Su recogimiento subitamente interrumpido por la llamada de su cuñado, la
reclamó de vuelta a sus pensamientos, así que apuró su respuesta para
despedirse de Eulogio y concentrarse de nuevo en su alumbramiento.
- Muy bien cuñado, pero que sea un buen hotel. Dile a Susana que paso por
ella el viernes por la tarde, que lleve cartas.
Apenas logró escuchar un gracias entrecortado a modo de despedida, pues se
había apresurado a colgar el teléfono y ya sus manos abrazaban el vientre
adolorido, intentando transmitirles un poco de calor. Un espasmo intenso la
hizo lanzar un grito y sintío romperse sus caderas, cerró los ojos e intentó
recuperar el aire; sus brazos cayeron desfallecidos a sus costados y las llemas
de sus dedos acariciaron el tapíz del sillón en que reposaba. Su tacto
sensibilizado al máximo, la hizo sentir como si se acariciara a sí misma y en
eso encontró gran consuelo. Su pecho se abrió y los pulmones por fín se
llenaron, el dolor se fue haciendo minimo hasta encontrarse sólo sus rastros.
Apoyó los pies sobre el piso y sonrio iluminando con fuego su mirada. La
espera había concluido, por fín lo sabía.
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