Etnicidad, eticidad y globalización

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Etnicidad, eticidad y globalización
Roberto Cardoso
de Oliveira
Etnicidad, eticidad
y globalización
El asunto que me propongo desarrollar aquí puede ser considerado el desdoblamiento de un trabajo anterior sometido a la apreciación de los colegas reunidos hace
cuatro años en la ciudad de México, durante el XIII CICAE.1 Retomo las mismas
preocupaciones dándoles un nuevo rumbo para complementarlas, en especial en lo
que concierne a las relaciones entre etnicidad y eticidad, ante la exigencia -como
así lo entiendo- de que nuestra disciplina las tenga en cuenta de una manera
más sistemática en función de la cuestión de la globalización.
Parto así, de un camino trillado en dirección al cuestionamiento sobre el lugar
ocupado por el relativismo en la antropología como orientación epistemológica,
orientación que la dejó poco interesada en las cuestiones de moralidad y eticidad.
Sin embargo, advertiría desde ya que al retomar aquí una cuestión clásica de la
antropología, no estoy de ningún modo poniéndome en una posición antirrelativista,
pero tampoco me incorporo a ciegas, sin ninguna restricción, a aquella otra –"antiantirrelativista"– preconizada por Geertz de modo tan enfático en una actitud que
puede comprenderse, ya que en su argumentación no queda muy claro si él distingue
el relativismo (con el sufijo ismo indicador de su ideologización) de la mirada relativizadora como una postura indispensable al buen ejercicio de observación antropológica. Sumado a esto, está el hecho de que Geertz evita tratar cuestiones cruciales
para la problemática del relativismo, como las de la ética y la moral, limitándose a
1
Congreso Internacional de Ciencias Antropológicas y Etnológicas. En aquella ocasión desgraciadamente –
por problemas de salud– no pude estar presente, aunque había enviado el texto de mi exposición, el cual
finalmente fue publicado en Antropológicas en 1993 con el título "Etnicidad y las posibilidades de la ética
planetaria", y vuelto a publicar en el volumen organizado por Lourdes Arizpe, The cultural dimensions of global
change, editado por la UNESCO en 1996, bajo el título "Ethnicity what chance global ethics?"
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Autonomías étnicas y Estados nacionales
mencionarlas para detenerse en cuestiones cognitivas, en su crítica al racionalismo
exacerbado expuesto en las conocidas compilaciones de Wilson (1970) o de Hollis
y Lukes (1982).
Esas razones y otras más que son correlativas, pueden ser recordadas, tal como
su afirmación final y perentoria según la cual "la única manera de derrotar (al relativismo) es colocar a la moralidad más allá de la cultura y el conocimiento más allá de
ambas" (Geertz, 1988:18). Ante el hecho de que Geertz pierde la oportunidad de distinguir la postura relativista (ésta sí, merecedora de defensa) de relativismo qua
ideología, sus argumentos no podrían haber sido más adecuados y no se puede dejar
de estar de acuerdo con ellos. Pero si retomo aquí la cuestión del relativismo en nuestra disciplina es para inscribirla en el tratamiento de un tópico muy especial: el que
envuelve cuestiones relacionadas con la idea del "buen vivir", así como las que tienen
que ver con la pretensión del cumplimiento del "deber", aunque se rechace la idea
de que puedan ser descontextualizadas, como de verdad les gustaría a los antirrelativistas más ardientes señalados por las críticas de Geertz. Las cuestiones de moral
y de ética han sido sistemáticamente evitadas en nuestra disciplina por el recelo de
infringir su compromiso con el fantasma del relativismo. Por lo tanto, como fantasma,
sólo cabe exorcizarlo haciendo viables aquellas cuestiones que serán objeto de reflexión y de investigación antropológica.
Entiendo que las nociones del "bien vivir" y del "deber" se insertan respectivamente en el campo de la moral y en el de la ética. También que ambos campos
se insertan de la misma manera en la órbita de los intereses de la antropología. El primero implica valores, en particular los asociados a formas de vida consideradas como
las mejores y, por lo tanto, pretendidas en el ámbito de una determinada sociedad.
El segundo campo –el de la ética– implica normas que posean, además, un carácter
preformativo, una directiva a la cual se debe obediencia, pues seguirlas es obligación
de todos los miembros de la sociedad. En estas consideraciones sobre moral y ética,
se puede ver que me sitúo en el interior de una "ética discursiva" de inspiración
apeliana-habermasiana, si bien reservándome el derecho de hacer una lectura muy
particular, propia de alguien ubicado en una disciplina que no se confunde con la
filosofía. Y digo eso porque mi preocupación en esta exposición es demostrar que
el abordaje antropológico puede ser muy fecundo al tratar las cuestiones de moralidad y de eticidad, o Moralität y Sittlichkeit en lengua alemana, respectivamente. En
la tradición hegeliana, que es de algún modo la de la ética discursiva, es lícito entender la moralidad como la manifestación de una voluntad subjetiva del bien, mientras
eticidad sería esa misma voluntad, pero realizada en instituciones históricas (y culturales) reguladoras de esa voluntad, como la familia, la sociedad civil y el Estado.
Así entendidas, moralidad y eticidad abren un espacio para la mirada antropológica
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por el que no puede dejar de considerarse que nuestra disciplina se legitima de forma
consistente al tratarlas con los recursos de que dispone. Dentro de este cuadro, que
no es originario de nuestra disciplina, procuraré responder por qué pienso que la
antropología no sólo puede tratar temas como esos sino que, además, para decirlo
de forma responsable, debe enfrentarlos por las razones que intentaré demostrar en
esta exposición.
Digo que debe enfrentarlos, pero con las armas propias de esta área y en respuesta a un problema central que la antropología sociocultural carga desde su
constitución como disciplina autónoma. Como ya mencioné, me refiero a la cuestión
de inconmensurabilidad de las culturas, tan apreciada por el relativismo más pertinaz. Ya se escribió mucho sobre este asunto, por lo que me permito omitir citas y
referencias. Basta con considerar que esa idea de las culturas inconmensurables fue
siempre tomada de modo tácito, prácticamente como un dogma no sujeto a cuestionamientos. Pero si volvemos la mirada hacia ciertas dimensiones de la relación
intercultural y aducimos nuevas interrogantes, veremos que esa inmensurabilidad
puede ser más problemática cuanto más envuelve expresiones de juicios de valor
y que, por más compleja que pueda ser nuestra forma de tratar tales dimensiones,
en ningún momento debemos considerarla inmune al análisis y a la reflexión antropológicas. ¿Acaso todas las dificultades son el resultado de un mal uso del método
comparativo, cuando la comparación es conducida de forma mecánica y hasta cierto
punto ingenua?
Por eso no hay que dejar de considerar que los problemas planteados por la
antropología comparada tradicional forman parte de nuestro conocimiento más
ordinario. Así, es siempre útil interrogarnos sobre nuestros propios hábitos intelectuales. Vale, por lo tanto, la pregunta: ¿cómo cotejar las culturas entre sí, a no ser
mediante el uso de un método comparativo que en sí mismo denuncia un compromiso con una cultura (en última instancia, la cultura de la propia antropología, es
decir de la antropología como cultura)? ¿No sería la cultura la "medida" de todas las
cosas? Por tanto, como cultura, o si se quiere, como lenguaje cultural, nuestra disciplina engendra métodos que muchas veces no llegan a ser más que la contrafacción
de sí misma: la antropología sería una tercera cultura que se interpone entre dos o
más culturas en comparación. Lo único que la distingue es el ser artificial (como
lenguaje científico), frente al hecho de que las culturas en comparación son entidades naturales, como una lengua natural. Pero, ¿qué dificultades encontraría un análisis
comparativo? Parece que, aunque no haya mucha dificultad para la comparación de
datos llamados "objetivos" (cantidad de bienes producidos, tecnologías sofisticadas,
etcétera), ¿no restaría siempre la imponderabilidad de los juicios de valor para
confirmar la naturaleza inconmensurable de cada cultura? Y, ¿no deberíamos incluir
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Autonomías étnicas y Estados nacionales
en esta ecuación a la propia antropología en tanto cultura? Fue esto lo que califiqué
hace poco como una contrafacción o autoanulación de nuestra disciplina.
Por lo tanto, es frente a la práctica tradicional de la disciplina que estas cuestiones han sido consideradas como un perenne desafío para el antropólogo, desde el
punto de vista epistemológico. Y cuanto más comprometido está el antropólogo
con programas de política de acción social, más difícil resulta enfrentarlo. Porque un
antropólogo imbuido del deseo de examinar la consistencia de sus propias acciones
en sociedades culturalmente tan diferentes, que detentan con claridad sistemas de
valores propios y singulares, corre el riesgo de quedar atrapado en el enredo de su
propio relativismo. En otras palabras, el desafío que se impone a ese antropólogo
es el de cómo, a través de qué criterios (¿de objetividad?) podría actuar –como ciudadano y como técnico– en el encuentro entre culturas diferentes, sobre todo
cuando las sociedades portadoras de esas culturas guardan entre sí relaciones profundamente asimétricas, caracterizadas por la dominación de una sobre la otra. Y lo
que es moralmente más grave es que, en tanto antropólogo, es ciudadano de la
sociedad dominante. Ésta parece ser, por ejemplo, la situación vivida entre nosotros
por los antropólogos indigenistas, y en la oportunidad de una reunión como ésta en
que muchos de ellos están presentes, mencionar el escenario indigenista es muy
apropiado para someter a examen esas consideraciones.
Todavía está muy viva en nuestra memoria la acusación de que la antropología
–en especial la antropología aplicada y el propio indigenismo latinoamericano– ha
sido desde sus principios un instrumento de dominación del colonialismo externo
e interno. Y el resultado de esto es que nuestra disciplina, en su dimensión académica, siempre confiada en un relativismo dogmático –perdón por la paradoja–, jamás
consiguió liberarse de esa acusación cuando sobre ella la razón especulativa pasa
a ser sustituida por la razón instrumental, a saber, cuando ella se envuelve en prácticas de intervención cultural. ¿Cómo justificar tales intervenciones? Mi primera consideración consiste en decir que sin la aceptación voluntaria de la población que es
objeto de la intervención, esta última es injustificable. Pero el problema no termina
aquí, simplemente se transfiere para el sentido de la expresión "aceptación voluntaria". Aquí recurro a la "ética discursiva". Y, de esta manera, prosigo con las consideraciones que hice en 1993.
En aquella oportunidad usé algunas ideas que me interesaría invocar para dar
consistencia a mi argumentación. Recuerdo, primero, la distinción que siempre se
puede hacer entre costumbre y norma moral: "lo que significa decir que aquello que
está en la tradición o en la costumbre no puede ser tomado necesariamente como
normativo" (véase Cardoso de Oliveira, 1993:24-25), o como escribe el filósofo Ernst
Tugendhat, "es inaceptable que se admita algo como correcto o bueno (por lo tanto
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como norma) porque está dado de antemano en la costumbre, sin poder probarlo
como correcto o bueno" (Tugendhat, 1988:48). Admitida esta distinción, se torna
siempre válida la indagación sobre casos de moralidad y de eticidad en el ámbito
de nuestra disciplina. ¿Es aceptable, por ejemplo, el infanticidio que los tapirapé
practicaban, hasta su erradicación en los años cincuenta por las Hermanitas de
Jesús?2 Indios y misioneras tenían sus razones para tomar una u otra actitud: los
tapirapé tenían una justificación para no dejar sobrevivir al cuarto hijo, ya que éste por una ley demográfica intuida por ellos a lo largo de una experiencia secularaumentaría una población limitada a las potencialidades del ecosistema regional; las
misioneras, por su fe en los mandamientos religiosos, no podían aceptar pasivamente
una costumbre que destruía una existencia. Para los indios la costumbre se justificaba pues el sacrificio de algunas vidas valía la vida de toda una comunidad; para
las misioneras la vida de cualquier persona es un bien incuestionable. ¿Dos morales,
dos éticas? Sí, ambas perfectamente racionales. Por lo tanto, no es la cuestión de la
racionalidad lo que está en juego. Ante esto ¿cómo tratar en la práctica tal situación?
¿cómo guiar nuestra acción cuando no tenemos un dogma para sustentarla? En rigor,
todo el asunto se resume a la intersección de dos campos semánticos diferentes
–el del indígena y el del misionero– cuestión de la que además la teoría hermenéutica ha hecho ya la ecuación mediante el concepto de "fusión de horizontes",
observable en la práctica dialógica discursiva. ¿Quiere decir esto que la solución de
las incompatibilidades culturales, incluso las de orden moral nacidas del encuentro
interétnico, estaría en el diálogo?
Para responder a esto sería válido recurrir a otra idea, ya presentada en la
referida ocasión de la XIII CICAE: la de la distinción de los espacios sociales en que
puede ser observada la actualización de los valores morales. Karl-Otto Apel (apoyándose en Groenewold) distingue tres espacios sociales que denomina las esferas
micro, meso y macro (véase Apel, 1985 y 1992; Cardoso de Oliveira, 1993). Apel
lleva esas esferas al campo de la ética, considerando así una microética, una
mesoética y una macroética. La primera corresponde a la esfera de las relaciones
directas que se dan en el medio familiar, tribal y comunitario; la segunda,
corresponde a las relaciones sociales mediadas por la acción de los Estados (de
derecho) nacionales a través de las instituciones y de las leyes creadas por ellos
mismos; y la tercera, corresponde a las acciones sociales que, por deliberación
internacional, vía órganos
2
Y debo agregar, además, que tal erradicación fue conducida hábilmente, sin ninguna violencia, gracias a
la persuasión dada por el discurso, por el diálogo; este caso –para los que tuvieren interés en conocerlo mejor–
tuve oportunidad de analizarlo en los términos de la ética discursiva en la ponencia sometida al XIII CICAE, al que ya
me referí.
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de representación como la ONU, la OIT, la OMS o la UNESCO, deben ser reguladas por una
ética planetaria. El infanticidio tapirapé, por ejemplo, que podría encontrar
justificación a nivel micro en el interior de la cultura tribal, encontrará su calificación
como crimen tanto en el nivel meso, ya que está inscrito en el código penal, como
en el nivel macro, ya que viola la "Carta de los Derechos Humanos".
Retornamos así un conjunto de ideas importantes para la argumentación que
deseo desarrollar. Sí, por un lado, admitimos que la cuestión de racionalidad de las
normas morales nada tiene que ver con la posibilidad de aceptación o rechazo de
las mismas, ya que ellas pueden justificarse con plenitud en el ámbito de moralidades
tan diferentes, por no decir opuestas, como ilustra bien el caso de los tapirapé y de
las misioneras, por otro lado, el contexto interétnico en que se da la confrontación
de esas normas está contaminado por una indescifrable jerarquización de una cultura
sobre la otra, reflejo de la dominación occidental sobre los pueblos indígenas. El
proceso de dominación –como todos sabemos– no se da sólo por la fuerza o por el
peso de las tecnologías creadas por el mundo industrial, se da también –y es éste
el punto que me interesa desarrollar– gracias a la hegemonía del discurso occidental,
de raíz europea. Ésta es la base de la crítica que se hace actualmente a la ética discursiva apeliana, en un intento de encontrar sus límites. En esa dirección, un debate muy
instructivo viene ocurriendo en escala internacional, y tiene como objetivo a las
comunidades de comunicación y de argumentación presentadas por Apel sine qua
non de la ética del discurso. A fin de cuentas se podría preguntar si el diálogo interétnico o intercultural sería efectivamente democrático. Y cuál es la posibilidad de que
un sistema de fricción interétnica constituya una efectiva comunidad de comunicación y de argumentación que satisfaga los prerrequisitos apelianos.
Desde 1989 ese debate ocurre en el ámbito de las relaciones Norte-Sur y en
torno a la ética discursiva en el enfrentamiento con la "filosofía de la liberación" latinoamericana. Evoco algunos aspectos de este debate para mi argumentación. Los
debates, que tienen lugar desde entonces en Alemania, México, Rusia y Brasil, generaron varias publicaciones, entre ellas un volumen titulado: Debate en torno a la ética
del discurso de Apel: diálogo filosófico Norte-Sur desde América Latina, organizado
por Enrique Dussel (1994), considerado el principal teórico de la filosofía de la liberación. Sin entrar en los méritos de esa filosofía, el debate, por lo menos como se
manifiesta en ese libro, es de extraordinario interés para nuestro propósito de
cuestionar –aunque en el horizonte empírico de nuestra disciplina– la posibilidad
de verificar fácticamente el cumplimiento de uno de los requisitos básicos de la ética
del discurso: el de la simetría o igualdad de posiciones entre las partes involucradas
en el diálogo. Tanto para Apel como para Habermas, lo que legitima el diálogo –
además de cuatro requisitos de pretensión de validez, a saber: la inteligibilidad,
como condición de esa pretensión, la verdad, la veracidad y la rectitud– es su carácter
democrático. Para dejar claro lo fundamental que es este carácter para la plena fusión
de horizontes, vale recordar la crítica de que fue objeto Gadamer por no haber
considerado la cuestión democrática cuando escribió su monumental Verdad y
Método (1993 [1960]). Esto llevó a Habermas a hacer una de sus críticas más pertinentes a la hermenéutica gadameriana en la medida en que plantea la cuestión del
poder en el interior de cualquier comunidad de comunicación, donde tendría lugar
la "comprensión distorsionada", consecuencia del proceso de dominación; un lugar,
además, mejor elucidado, según Habermas, por la "crítica de las ideologías" que por
la hermenéutica de Gadamer (véase Habermas, 1987). Pero cuando esa distorsión
se da en una comunicación intercultural, por lo tanto entre campos semánticos
teóricamente inconmensurables, agrega obstáculos de la más variada índole, y la
constatación obvia de la asimetría en la relación dialógica por sí sola no agota el
problema. Pues, como comenta otro participante del debate Norte-Sur en relación
a la ética del discurso de Apel: "Aquí aparece el problema de si la ética discursiva –
construida en el horizonte de la comunicación intersubjetiva– es capaz de enfrentar
adecuadamente el horizonte de la comunicación intercomunitaria" (Ramírez,
1994:98); o diría, interétnica.
Puede verse así, que la perspectiva abierta por ese debate nos permite vislumbrar la posibilidad de encauzar el problema de modo provechoso. Como mencioné
antes, la relación dialógica entre miembros de comunidades culturalmente distintas
introduce especificidades que merecen un examen pausado. Que lo digan los indigenistas, inmersos en su práctica diaria de lo que se podría llamar confrontación de horizontes semánticos. Es cuando el proceso de fusión de esos mismos horizontes enfrenta
dificultades propias, en mi opinión, mucho más complejas que las que se observan en
la fusión de horizontes ocurrida entre individuos o grupos que pertenecen a culturas
y/o sociedades jerárquicamente yuxtapuestas; en particular, cuando son parte de una
misma y amplia tradición histórica. En este sentido, la hermenéutica de Gadamer ha
mostrado su eficiencia en la exégesis de textos de diferentes periodos de la historia
occidental con el objetivo de insertarlos en la inteligibilidad del lector moderno,
igualmente occidental u occidentalizado. En otras palabras, se trata de someter a los
textos a un proceso de "presentificación". Pero para la fusión de horizontes entre culturas de tradiciones tan diferentes –como suelen ser los pueblos indígenas frente a las
sociedades nacionales latinoamericanas– tanto la hermenéutica de Gadamer como la
ética discursiva de Apel y Habermas generan más problemas que soluciones cuando
se piensa en usarlas sin mayores precauciones. ¿Cuáles son esos problemas?
Al seguir las pistas dejadas por el debate Norte-Sur al cual me refiero, podemos
identificar inicialmente algunos de esos problemas. Sin querer debatirlos en los tér-
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minos en que fueron explorados por los filósofos participantes de aquel evento, ya
que seríamos obligados a abordar temas demasiado técnicos que tornarían muy larga
esta exposición, será suficiente con limitarme a reformular esos problemas desde una
perspectiva antropológica. En este sentido, estamos tratando las relaciones interétnicas
que ocurren en el interior de Estados nacionales, en particular, los de América Latina.
Y para hablar de relaciones interétnicas, recordaremos algunas nociones al respecto
que son de uso corriente en la antropología de la segunda mitad del siglo. Mencionaré la noción de etnicidad, la cual nos induce a vislumbrar un panorama en el que
se encuentran frente a frente (o mejor dicho se enfrentan) grupos en el interior de
un mismo espacio social y político dominado sólo por uno de ellos. Abner Cohén
definió hace años etnicidad como "esencialmente la forma de interacción entre
grupos culturales que operan dentro de contextos sociales comunes" (Cohén,
1974:XI). Me pareció, entonces –y continúo valiéndome de su definición– que ésta
era adecuada para poner en evidencia la noción que se tenía del fuerte componente
político que presidía los sistemas interétnicos, sobre todo cuando las relaciones
observables en su interior eran marcadas por la presencia de un Estado preocupado
por defender a la etnia dominante, es decir, a la que ese mismo Estado representaba.
Era esto lo que se observaba tanto en Brasil, en México, en Guatemala o en muchos
otros países latinoamericanos. En Brasil, cualquier diálogo entre indios y blancos que
produzca resultados de valor legal se realiza a través de la Fundação Nacional do
Índio (FUNAI), brazo indigenista del Estado brasileño. Aunque el Estado constituya
plenamente un Estado de Derecho, democrático aun en sus características formales,
en una confrontación entre indios y blancos, la FUNAI, en su calidad de mediadora de
un diálogo deseable entre las partes, inicialmente interpreta el discurso indígena
para tornarlo inteligible para su interlocutor blanco (esto ocurre en las escasas
ocasiones en que el blanco está dispuesto a dialogar).
Pero imaginemos que el blanco esté dispuesto a dialogar. Aun en este caso,
la ética discursiva gadameriana, que exige una argumentación racional entre los
litigantes como característica básica de cualquier comunidad de comunicación,
comporta siempre un residuo de ininteligibilidad, fruto de la distancia cultural entre
las partes, e incluso en relación con la instancia mediadora: la propia FUNAI. Dussel
muestra, por ejemplo, que cualquier interpelación –clasificada por él como "acto de
habla"– dirigida por el componente dominado al componente dominante de la relación interétnica –el blanco, culturalmente europeo, occidental–, no puede exigirle
al primero la obediencia a las condiciones de inteligibilidad, verdad, veracidad y
rectitud que se espera que estén presentes en el ejercicio pleno de la ética del
discurso. La propia interpelación hecha por el indio al blanco dominador –no sólo
porque éste es parte del segmento dominante de la sociedad nacional, sino también
Etnicidad, eticidad y globalización
como dominador del lenguaje del propio discurso– se vuelve muchas veces de difícil
inteligibilidad y, en consecuencia, también dificulta su pretensión de validez, ya que
falta la condición básica para el proferimiento de un acto de habla que sea verdadero
(esto es, que sea aceptado como verdadero por el oyente extraño); que tenga veracidad, por tanto, que sea aceptado con fuerza ilocucionaria (de convicción) por el
mismo oyente; y que manifieste rectitud o, en otras palabras, que cumpla las normas
de la comunidad de argumentación éticamente constituida, normas establecidas (e
institucionalizadas) en términos de la racionalidad vigente en el polo dominante de
la relación interétnica.
Como dice el propio Dussel "son dichas normas (la institucionalidad dominadora) la causa de su miseria", o sea, de la miseria e infelicidad del polo dominado.
De todas maneras –continúa Dussel– por cuanto la dignidad de la persona es
estimada en toda comunicación racional como la norma suprema, éticamente
puede no afirmar las normas vigentes, poniéndolas en cuestión desde su propio
fundamento; desde la dignidad negada en la persona del pobre que interpela [o
del indio, o de cualquier excluido, agrego yo]. La no-normatividad de la
"interpelación" es exigida por encontrarse en un momento fundacional u
originario de nueva normatividad: la institucionalidad futura donde el que
interpela tendrá derechos vigentes que ahora no tiene (Dussel, 1994:71).
Quiere decir que en la relación entre indios y blancos, mediada o no por el Estado
–en este caso a través de la FUNAI, aunque se formara una comunidad interétnica de
comunicación y argumentación que presupusiera relaciones dialógicas democráticas
(al menos, en la intención del polo dominante), aun así, el diálogo estaría
comprometido por las reglas del discurso hegemónico. Esta situación sería superada
si el indio que interpela pudiera contribuir, por medio del diálogo y de modo efectivo, a institucionalizar una normatividad nueva, fruto de la interacción que ocurre
en el interior de la comunidad intercultural. En el caso opuesto, persistiría una comunicación distorsionada entre indios y blancos con consecuencias negativas para la
dimensión ética del discurso argumentativo.
La necesidad de asegurar las mejores condiciones posibles para una comunicación no distorsionada es más indispensable cuanto mayor la distancia entre los
campos semánticos en interacción dialógica. Ilustraré esto a partir de un caso observado en Estados Unidos, y que tuve la ocasión de explorar en otra oportunidad
(Cardoso de Oliveira, 1990). Se trata de un choque de puntos de vista entre los indios
norteamericanos y la "comunidad de los museos", esta última decidida a establecer
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un código de ética para regular su política de captación de elementos culturales
indígenas para sus acervos (véase R. Hill, 1979). El desacuerdo puede ser registrado
en relación a los siguientes tópicos: el derecho a colectar restos humanos y a hacer
excavaciones arqueológicas en el territorio tribal, y el derecho a expatriar objetos
indígenas. El primer tópico se refiere a derechos invocados por la comunidad de los
museos, mientras el segundo se refiere al derecho reivindicado por los indios. Este
conjunto de derechos es cuestionado según las diferentes visiones.
Relativamente al primer tópico, mientras los museos argumentan que el
pueblo en general tiene el derecho de aprender acerca de la historia de la
humanidad y no sólo limitarse a la historia de su propio grupo étnico, los
indios responden que eso representa una profanación y una forma de racismo. Los museos alegan que los indios, por tradición, no dan mucha importancia al cuerpo sino al espíritu. Los indios responden que la vida es un
ciclo con origen en la tierra a través del nacimiento y con retorno marcado
por la muerte; además, este ciclo no puede romperse. Los museos reivindican
sus derechos en nombre de la ciencia: los indios responden que las necesidades culturales –es decir, de la cultura indígena– son mucho más
importantes que las de la ciencia (Cardoso de Oliveira, 1990:17).
Como podemos verificar relativo a este primer tópico, los derechos reivindicados por
los museólogos chocan de modo evidente con el derecho indígena a la autopreservación.
En relación al segundo tópico, en que se aboga por el retorno de artefactos
indígenas a sus lugares de origen, es decir, por su repatriación, los museos
ponderan que si esto ocurre en un siglo, una nueva generación nada podrá
aprender sobre sus objetos religiosos (cabiendo, por lo tanto, a los museos la
responsabilidad de garantizar ese aprendizaje). Los indios argumentan que los
objetos sagrados poseen una importancia clave para la supervivencia de las
culturas indígenas americanas y que esos objetos son mucho más importantes
para perpetuar sus culturas que para la enseñanza de las nuevas generaciones
de blancos. Dicen los museos que los objetos rituales no pertenecen solamente
a quienes los fabrican, a lo que los indios responden con el argumento del
derecho del productor original. En contra de eso, los museos contestan que los
indios no saben cómo conservar esos objetos; los indios, a su vez, argumentan
que los museos no pueden ponerse en contra de los valores sagrados, pues si
los objetos son destruidos es porque (gracias
Etnicidad, eticidad y globalización
a la feliz expresión indígena) ellos se autodevoran, ¡y esto debe respetarse! Al
contrario de lo que dicen los museos –que los artefactos sagrados son
estudiados e interpretados de forma respetuosa–, para los indios dichos
artefactos sólo pueden ser interpretados por las entidades religiosas tribales. Y,
finalmente, contra la acusación de los museos según la cual los indios tienden
a decir que todos sus artefactos son sagrados, argumentan que no hay una
palabra en la cultura indígena que pueda traducirse por "religión", pues dicen
que pensamientos espirituales, valores y deberes están totalmente integrados a
los aspectos sociales, culturales y artísticos de la vida diaria. Esa unidad de
pensamiento es la religión indígena (Cardoso de Oliveira, 1990:17-18).
Naturalmente en este caso específico en que el diálogo interétnico se mostró posible
–porque los líderes indígenas participantes ya estaban, en gran medida, socializados
en el mundo de los blancos (algunos de ellos incluso egresados de universidades
estadunidenses)–, hubo un escenario en el que el nivel de distorsión del discurso
puede ser considerado bastante tolerable. Seguramente no ocurriría lo mismo en las
situaciones más corrientes en Brasil y en muchos de los países latinoamericanos, en
los cuales la distancia cultural entre los interlocutores no tendría la misma posibilidad
de disminución. Con campos semánticos tan distintos, prácticamente opuestos como
ilustra el ejemplo de Estados Unidos, ¿qué esperar de las relaciones interétnicas en
que una de las partes –la indígena– no tendría ni siquiera condiciones discursivas
mínimas para poder oponerse al punto de vista manifestado por el blanco, punto de
vista muchas veces ininteligible para ellos? ¿Cómo hablar de ética discursiva sin
mostrar sus límites? Son ésos los límites que el debate acerca de la ética discursiva
de Apel busca identificar.
Frente a este cuadro bastante desfavorable para los líderes indígenas, para
acceder a un diálogo con eventuales interlocutores de la sociedad dominante, faltaría
saber cuáles son las posibilidades reales de emergencia de una ética discursiva que
efectivamente considere el contexto socioeconómico en el cual se insertan indios y
blancos. Un contexto que, por su lógica perversa, excluye a los pueblos indígenas
de la condición del "buen vivir" y los incluye dentro de la gran lista de las minorías
sociales, como los pobres urbanos, los campesinos sin tierra y toda clase de despojados. En el caso de los indios, quiero alertar que lo que nos acostumbramos a llamar
"conflicto interétnico" hoy no es suficiente para indicar el contenido sustancial de
las relaciones entre indios y blancos, ya que muchas veces la palabra "conflicto"
encubre la naturaleza específica de esas relaciones. Como recuerda Dussel, "En realidad, el eufemismo de 'conflicto' no indica claramente que se trata de estructura de
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dominación, explotación, enajenación del Otro. En la temática que estamos exponiendo se manifiesta como 'exclusión del Otro de la respectiva comunidad de comunicación'" (Dussel, 1994:78). Una vez señalados algunos de los problemas que envuelve
la etnicidad, así como las dificultades que una comunidad de comunicación y de
argumentación intercultural encuentra para lograr instituir nuevas normas capaces
de regular y garantizar el diálogo democrático, cabe, todavía, alguna reflexión en el
espacio de esta conferencia. Retomaré la cuestión crítica sobre el papel del Estado
en el proceso de intermediación entre indios y blancos. Sin embargo, creo que es
mejor especificar la instancia en la que se requiere, se observa y se verifica la intervención estatal.
Me refiero a la instancia de la eticidad. Vimos al comienzo de esta exposición
la importante distinción de la ética apeliana relacionada con las tres esferas sociales
donde se actualizan valores morales: la micro, la meso y la macroesfera. Ya en 1993,
observaba que
...mientras en la microesfera las normas morales poseen carácter particularista y
siempre pueden ser observadas en las instancias más íntimas (como aquellas que
regulan la vida sexual, por ejemplo), en la macroesfera se encuentran los intereses
vitales de la humanidad, y las normas morales que incorporan esos intereses
cobran una dimensión universalista (como las que regulan los derechos humanos,
por ejemplo). Si en la primera esfera el ideario relativista de la antropología posee
buenos argumentos para defender el carácter intocable de los valores morales
vehiculados por esas normas, no siendo muy difícil para el antropólogo
indigenista defender su preservación, en la macroesfera ese mismo indigenista
encontrará una mayor complejidad para defender ciertas normas particularistas –
como el infanticidio Tapirapé– que infringen una ética planetaria en la cual ese
infanticidio es visto desde una perspectiva universalista y, por lo tanto, como un
crimen contra los derechos humanos. Esas normas morales universalistas, una
vez inscritas en convenciones promulgadas por órganos internacionales como la
Organización de las Naciones Unidas, no pueden ser ignoradas; y varias son las
razones para ello, incluso porque tales normas universalistas terminan por
favorecer al discurso indigenista cuando –y este caso es cada vez más frecuente–
se trata de defender el derecho a la vida de los pueblos indígenas o del medio
ambiente en que ellos y todos nosotros vivimos (Cardoso de Oliveira, 1993:31).
No es necesario ir muy lejos para encontrar ejemplos: véase el caso de los yanomami,
cuya situación actual hubiera sido mucho peor si no fuera por la gran presión inter-
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Etnicidad, eticidad y globalización
nacional que actuó en su defensa, basada, naturalmente, en la Carta de los Derechos Humanos. Este ejemplo, así como muchos otros que podemos encontrar en
toda América Latina, apoya la idea según la cual el proceso de globalización en que
cualquiera de las sociedades humanas está envuelta, no puede dejar de ser foco
de atención prioritario para la investigación, la reflexión teórica y la práctica antropológicas.
Me gustaría concluir esta conferencia haciendo algunas consideraciones sobre
lo que creo debe de ser el lugar del Estado (Estado de derecho) en la indispensable intermediación de los intereses particularistas y los universalistas situados, respectivamente, en la microesfera y la macroesfera. Empecemos examinando un poco la
mesoesfera, particularmente en relación a la política indigenista. Sabemos que los
Estados nación latinoamericanos no han mostrado mucha sensibilidad al multiculturalismo como política de gobierno sino, por el contrario, han buscado disolver las
etnias indígenas en el interior de la sociedad nacional sin preocuparse por respetar
sus especificidades culturales. La política asimilacionista rondoniana, de inspiración
positivista y que aún encuentra seguidores en Brasil, o de igual modo las políticas
mexicana y peruana volcadas hacia el mestizaje, son ejemplos elocuentes de una
actitud poco interesada en defender la diversidad cultural. Sin embargo, cabe señalar
que la defensa de esa diversidad se está transformando en una de las posiciones más
firmemente asumidas en los foros internacionales, de modo que los Estados nacionales se ven presionados para que reconozcan y respeten las especificidades étnicas.
Tal actitud, que no deja de ser guiada por un principio relativista –cuyo lugar original
es la microesfera– ¡pasa a adoptarse a nivel planetario como práctica política en los
foros internacionales!
¿Cómo entender esta aparente contradicción? Creo que podemos interpretarla
como el resultado de la intersección de la microesfera, dominio de la particularidad,
garantizada, a su vez, por la vigencia del punto de vista relativista, y la macroesfera,
en la que la defensa de la diversidad cultural y del respeto a los derechos humanos
se ha transformado, en esta segunda mitad de siglo, en un presupuesto moral y ético
universalista, pues se adopta planetariamente gracias a los foros internacionales. Tal
intersección, sin embargo, no se produce directamente en la práctica sino a través
de la mesoesfera, donde los Estados nacionales, de derecho, por la presión de órganos internacionales como la ONU o la OIT, son obligados a administrar ese conjunto de
valores particularistas y universalistas al mismo tiempo.
Actualmente, tenemos un escenario trasnacional resultante del proceso de
globalización que, al envolver a todo el mundo moderno terminó por incorporar a
su dinámica también a los pueblos indígenas con sus demandas por el derecho al
territorio en que viven, a la identidad étnica que pueda ser asumida con libertad y
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Autonomías étnicas y Estados nacionales
a sus modos de vida particulares, sin los cuales pondrían en riesgo su propia existencia. Al mismo tiempo, tal proceso –como mencioné antes– integró a esos pueblos
en el horizonte de una ética planetaria, por tanto, universalista, en la cual los derechos y deberes preconizados por los foros internacionales se tornan extensivos a
ellos. Aunque esto de alguna manera abra posibilidades de intervención discursiva
en los valores vigentes en la macroesfera –a través de una argumentación persuasiva,
como se observó en el caso tapirapé–, hay que admitir que gracias a esa eticidad
institucionalizada en el ámbito de la macroesfera, los pueblos indígenas, así como
también una variedad de segmentos sociales dominados, pueden obtener apoyo
internacional para defender sus derechos frente a los Estados nacionales.
No quisiera cerrar esta conferencia sin antes ofrecer un buen ejemplo de cómo
la instancia internacional viene desempeñando un papel estratégico para la sustentación de las reivindicaciones de los pueblos indígenas frente a los Estados nacionales. En 1990 tuve la oportunidad de participar en la elaboración del Plan
Quinquenal del Instituto Indigenista Interamericano (1991-1995), en esa época dirigido por José Matos Mar. Durante la semana que pasamos en la ciudad de México
dedicados a la redacción del texto, pudimos listar más de una docena de documentos producidos por organismos internacionales, con consejos, ideas y recomendaciones dirigidos a los gobiernos del hemisferio con la intención de promover con
rapidez la democratización de sus relaciones con los pueblos indígenas insertos en
los territorios nacionales. De esta forma, constatamos que en las últimas décadas han
ocurrido cambios significativos en el comportamiento indígena, destacan algunos
cambios bastante esperanzadores:
1) el aumento de la capacidad de organización étnica, que permite acciones
más eficientes de presión sobre los organismos de gobierno;
2) el crecimiento de la tendencia que lleva a una afirmación de la identidad
étnica y de su autoestima, entendidas como núcleo de una propuesta
política en condiciones de igualdad;
3) la existencia de un creciente número de etnias que por iniciativa propia
emprenden el camino del desarrollo económico, integrándose en el mercado nacional sin abandonar su identidad ni su tradición cultural;
4) la capacidad de vincularse a diversas organizaciones nacionales e internacionales que apoyan el movimiento indígena;
5) la aparición de un liderazgo propio que incluye desde indios monolingües
hasta intelectuales graduados en universidades;
6) el interés en la política, lo que los aproxima, con algunas reservas, a partidos políticos;
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Etnicidad, eticidad y globalización
7) el rencuentro con emigrantes indios localizados en las ciudades, lo que
significa una base de sustentación que les facilita el vínculo con organismos estatales y organizaciones populares urbanas; y, finalmente,
8) la identificación en el ámbito mundial con otros pueblos indígenas y sus
destinos (véase Instituto Indigenista Interamericano, 1990:80-81).
Podemos decir que en la actualidad los pueblos indígenas, a pesar de todas las dificultades, comienzan a vivir en un nuevo escenario político resultante de la globalización. Si tomamos como ilustración de este hecho el cambio sufrido por la famosa
Convención 107 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), sustituida por
la Convención 169 del 27 de junio de 1989, podemos verificar el progreso de la lucha
indígena en la reivindicación de sus derechos. El Instituto Indigenista Interamericano, en el texto de su Plan Quinquenal, lo reconoce y hace el siguiente comentario:
Esta nueva convención es una versión modificada de la convención 107 que,
desde 1957, había sido la norma internacional más importante en materia de
defensa de los pueblos indígenas, constituida en ley nacional de 27 Estadosmiembro de la oit, entre ellos 14 de América Latina. Las modificaciones fueron
aprobadas después de un extenso, minucioso y arduo debate en el cual, durante
tres años consecutivos, participaron las principales instituciones y organizaciones
indígenas y pro-indígenas del mundo junto a representantes de los gobiernos, de
las organizaciones patronales y de trabajadores de, virtualmente, todos los países
[...] El espíritu que orientó estas modificaciones fue el rechazo explícito a
referencias, enfoques o propuestas integracionistas. En su lugar, la nueva
convención contiene medidas que, aunque con ciertas reservas, favorecen o
preservan la autonomía y la singularidad étnica de los pueblos indios. A
diferencia de la convención 107 que sólo los denominaba como "poblaciones", la
169 los llama "pueblos" y les reconoce el derecho a poseer "territorios", aparte de
las "tierras que les eran reconocidas por la 107" (ídem, 1990:82-83).
Hay mucho por conquistar todavía en los planos internacional y sobre todo en el
nacional, empezando por la firma de todos los gobiernos de esa nueva convención
que, entre sus varias conquistas, tiene una principal, en mi opinión: que las poblaciones indígenas sean, finalmente, reconocidas como pueblos y, como tales, son legítimos postulantes a la singularidad étnica y a la autonomía, aunque sea en el ámbito
de los Estados nacionales. Considero que la aparición de un instrumento político de
esta magnitud fue posible gracias a la percepción de las entidades internacionales,
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Autonomías étnicas y Estados nacionales
situadas en la macroesfera, de los graves problemas de etnicidad que se generaron
en países como los de América Latina, a pesar de que actualmente no se pueda hablar
de algún continente que no tenga este tipo de problemas –recordemos la gran
cantidad de movimientos de autonomía que florecen en todas las latitudes del
planeta. Más que el buen "sentido común cartesiano", se puede decir que la etnicidad
es hoy "¡la chose du monde la mieux partagée!"3 Esta percepción de la etnicidad se
explica en gran parte por la creciente participación de los representantes de los
pueblos indígenas en organismos nacionales e internacionales (así como de otros
segmentos sociales despojados de su plena ciudadanía), que acceden al reconocimiento de sus pueblos como sujetos morales y que merecen mejores condiciones
de existencia. El "buen vivir" como hecho moral vivido sólo por algunos pueblos se
admite ahora, aunque formalmente, como objetivo de todos los pueblos. Si esto no
representa todo, tampoco significa poco al mirar hacia atrás. Lo cierto es que el crecimiento aún lento de la participación gradual de representantes étnicos en las comunidades cada vez más amplias de comunicación –a pesar de todas las dificultades
mencionadas para la plena efectivización de la ética discursiva–, es algo que tenemos
que tomar en cuenta para entender mejor el cuadro en el cual se insertan actualmente
las relaciones interétnicas y para que siempre que sea posible presionemos por su
democratización.
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3
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