la intervención humanitaria en Somalia

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ANÁLISIS
ITZIAR RUIZ-GIMÉNEZ
El camino al infierno está lleno de
buenas intenciones: la intervención
humanitaria en Somalia
os encontramos, sin duda, en tiempos de cambios importantes en el sistema internacional. Algunos estados occidentales liderados por Estados
Unidos pretenden crear un nuevo orden internacional que les permita intervenir militarmente en otros estados, ocuparlos e incluso recolonizarlos.
N
Sin embargo, dichos intentos no son nuevos ni consecuencia de los atentados del
11 de septiembre. Son, más bien, parte del esfuerzo desplegado por Occidente desde su «victoria» tras la guerra fría por imponer sus normas y valores. Así, a principios de los 90, los países occidentales formularon nuevos títulos de guerras justas
(intervenciones en defensa de los derechos humanos, la democracia o para reconstruir estados colapsados) que probaron en diversas ocasiones: Irak, Bosnia-Herzegovina, Somalia, Ruanda y Kosovo. Parecía que emergía un nuevo estándar civilizatorio por el que aquellos países que no protegiesen los derechos humanos de sus ciudadanos, que no fueran democráticos o que se hubiesen colapsado no eran
soberanos y, por tanto, podían ser intervenidos para civilizarlos.
En los albores de un conflicto en el que se han utilizado motivos humanitarios,
como el de Irak, puede ser interesante analizar el caso de la intervención humanitaria en Somalia. No sólo fue la más extensa (cerca de 30.000 participantes) y costosa
(más de 7.000 millones de dólares) de las que se llevaron a cabo entre 1989 y
1994. Se convirtió, además, en un ejemplo paradigmático de los límites del intervencionismo humanitario y de los problemas del emergente estándar civilizatorio.
Pero antes es necesario destacar como el conflicto bélico de Somalia ha sido comúnmente visto como el resultado de las luchas de los clanes que estructuran la sociedad somalí. Aunque no nos podemos detener aquí en las causas y origen del
conflicto 1, este tipo de análisis plantea dos problemas. En primer lugar, esencializa
el clanismo (al igual que la etnicidad en otros conflictos africanos) como si fuera
producto de un irracionalismo atávico, esencialmente conflictivo. De esta forma se
despolitiza el proceso por el cual en África se produce la violencia y se oscurecen
las responsabilidades de actores locales e internacionales. En segundo lugar, supoItziar Ruiz-Giménez, Universidad Autónoma de Madrid.
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análisis
ne atribuir al conjunto de la sociedad somalí, a través de un atributo común (los
clanes), la responsabilidad sobre la violencia, olvidando que amplios sectores de la
población fueron, ante todo, víctimas de la misma. A pesar de ello, este análisis prevaleció en medios de comunicación y políticos durante la intervención, con importantes consecuencias.
Analicemos pues, cómo fue la intervención en Somalia, dividiéndola en tres fases:
■ La fase del humanitarismo clásico: 1991-1992
En enero de 1991, en medio de una cruenta guerra civil, el régimen somalí se colapsaba al abandonar su presidente, Siad Barre, la capital Mogadiscio. El derrumbe
estatal y la violencia entre los clanes se extendía por todo el país y producía una
crisis humanitaria de dimensiones enormes.
En este contexto, las agencias de las Naciones Unidas eran evacuadas mientras
permanecían la Cruz Roja y algunas ONGs humanitarias. Sin embargo, su trabajo
se complicaba por los ataques y el saqueo de la ayuda por parte de los señores de
la guerra que la «desviaban» para sus tropas, compra de armas o distribución entre
la población.
De esta forma, la ayuda humanitaria se incorporaba a la economía política de la
guerra y producía una crisis en el paradigma clásico del humanitarismo. En efecto,
su imagen de imparcialidad y neutralidad desaparece cuando la población civil a la
que se pretende socorrer se convierte en el principal objetivo bélico. Cuando se admite la «protección» de alguna facción, cuando la ayuda se «desvía» para sus tropas o cuando se otorga reconocimiento político a los señores de la guerra al negociar con ellos el acceso a las víctimas, entonces ya no se puede pretender ser neutral o no influir en el desarrollo del conflicto.
En este sentido, a principios de 1991, se criticó enormemente a las Naciones
Unidas por negociar exclusivamente con las dos facciones del Congreso Unido
Somalí (que luchaban por el control de Mogadiscio) para abrir el puerto y distribuir
la ayuda. De esta forma, se promovió a sus líderes militares (Ali Madhi y el general
Aidid) como los principales actores políticos y se marginó otras iniciativas de la sociedad civil somalí.
Marginalidad que, en mi opinión, se debió en gran parte a la preeminencia en
instancias internacionales de una visión de los africanos como incapaces de resolver sus problemas, como víctimas que necesitan que alguien les salve. Dicha creencia (junto al análisis del conflicto como lucha clánica donde toda la sociedad parti-
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cipa) invisibilizó y relegó a aquellos somalíes que, en cuanto se inició el conflicto,
se movilizaron, crearon redes de solidaridad y buscaron formas de solucionar pacíficamente el conflicto.
Aun así, en marzo, las Naciones Unidas conseguía un acuerdo entre Madhi y
Aidid que permitió al Consejo de Seguridad desplegar una operación de mantenimiento de paz, la Unosom I, con 500 soldados para proteger la distribución de la
ayuda. Además nombraba al diplomático argelino Mohamed Sahnun como representante especial del secretario general para promover una solución pacifica al conflicto.
Sahnun, consciente de que la causa del conflicto no remitía a odios clánicos ancestrales irresolubles, apostó por conseguir, a través de un proceso grasssroots y respetando el complejo juego de alianzas clánicas, el acuerdo de los ancianos de los
clanes y la reconciliación a nivel local, para luego negociar con los señores de la
guerra. Con este enfoque «bottom-up» (opuesto al de las Naciones Unidas hasta entonces), Sahnun se ganaba no sólo el respeto de amplios sectores somalíes.
También obtenía el de la mayoría de las facciones e, incluso, del general Aidid,
opuesto a las Naciones Unidas por los vínculos que Butros-Ghali había tenido con
el régimen de Barre cuando era ministro de Asuntos Exteriores de Egipto.
Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos y del despliegue de la Unosom I, en 1992
se avivaba el conflicto por el control de las rutas de distribución de ayuda o las zonas agrícolas del país. Los señores de la guerra no parecían muy interesados en la
reconstrucción de un estado, que en el nuevo contexto internacional ya no les era
útil para conseguir fondos para mantener sus formas de gobierno patrimoniales.
Parecían preferir buscar en la economía de la guerra los recursos para reconstruir
sus antiguas redes clientelares o crear unas nuevas. 2 Como señala Wollacott, «la
violencia se sostenía comercialmente, a través de un complejo mercado en el cual
las drogas, principalmente el qat y la comida incluida en los cargamentos de ayuda
eran vendidas para obtener combustible, munición y otros suministros, para mantener las armas y las redes clientelares de los señores de la guerra». 3
De ahí que las agencias humanitarias presionaran con más intensidad para que
«se hiciera algo». Dicha presión llevó a que el presidente estadounidense George
Bush (padre), en medio de las elecciones en que aspiraba a ser reeligido, a enviar
aviones con ayuda para los refugiados somalíes en Kenia. Al mismo tiempo, el
Consejo de Seguridad ampliaba a 3.500 los soldados de la Unosom I. Por su parte,
Butros-Ghali anunciaba su despliegue inmediato, deseoso de obtener resultados visibles que fortaleciesen su Agenda para la Paz (que propugnaba la expansión del
papel de las Naciones Unidas en el mantenimiento de la paz y seguridad internacionales). Su anuncio, sin embargo, enfureció a Aidid, que retuvo a los cascos azules en el aeropuerto. Ello, a su vez, favoreció a quienes dentro de las Naciones
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análisis
Unidas defendían una postura más dura y se oponían a Sahnun, que se vio forzado
a dimitir. Con él se evaporaba el intento «bottom-up» de resolver el conflicto.
En este deteriorado contexto, el 25 de noviembre, George Bush anunciaba una intervención militar humanitaria. Hasta ese momento, Estados Unidos, principal aliado
del antiguo dictador Siad Barre, se había mantenido al margen del conflicto por varios motivos: otros focos de interés (Bosnia, Irak, la ex Unión Soviética), la pérdida
de valor geoestratégico de Somalia o la oposición interna del departamento de
Estado (ocupado en Bosnia e Irak), la representación en las Naciones Unidas (contraria a más obligaciones financieras con las peacekeeping de la ONU) y el Consejo de
Seguridad Nacional (que no quería un nuevo Vietman). Sin embargo, en noviembre
de 1992, cuando la fase álgida de la crisis humanitaria ya había remitido, Estados
Unidos ponía en marcha la operación «Rescatar la Esperanza». Se pasaba así del paradigma clásico del humanitarismo a un novedoso humanitarismo de corte militar.
■ La primera intervención humanitaria: diciembre 1992 - marzo 1993
¿Cuáles son las razones y dinámicas que llevaron a Estados Unidos a intervenir
en Somalia? Algunos analistas atribuyen el cambio de actitud estadounidense al
«efecto CNN». Así, el envío de aviones a Kenia habría convertido a Somalia en foco de noticia hasta el punto de que las imágenes de las miles de víctimas de la crisis
humanitaria, de los saqueos de la ayuda o a los trabajadores humanitarios habrían
conmocionado a la opinión pública estadounidense, que pidió que se «hiciera algo». Esta tesis evidencia que lo humanitario ha calado en la opinión pública occidental y que existe una creciente empatía por el sufrimiento de quienes viven en lugares remotos. Sin embargo, el «efecto CNN» no fue la causa de la intervención,
aunque no cabe duda de que la cobertura mediática del envío de los aviones a
Kenia permitió a los dirigentes estadounidenses justificar ante la opinión pública su
posterior decisión de intervenir.
Otros fueron los factores que confluyeron en el origen de la intervención. En primer lugar, las motivaciones de Bush y sus consejeros políticos en las que se mezclan impulsos humanitarios, la euforia por la guerra del Golfo y la intervención humanitaria en el Kurdistán iraquí y el deseo del presidente, tras perder su reelección,
de finalizar brillantemente su mandato mostrando que su «Nuevo Orden Internacional» no era pura retórica. Y para ello, nada mejor que intervenir en un país donde ya no tenían intereses geoestratégicos.
En segundo lugar, la nueva postura del entorno de Bush favoreció el cambio de
opinión del resto de la administración estadounidense y que, entonces sí, se escuchase a las agencias humanitarias. Así, la representación en las Naciones Unidas
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empezaba a ver con buenos ojos la operación para incrementar la credibilidad de
Estados Unidos dentro de la organización. Otro tanto ocurría con el Consejo
Nacional de Seguridad deseoso de frenar los recortes presupuestarios tras la desaparición del «enemigo» (la URSS). Sin embargo, insistirá en una intervención de baja
intensidad, confinada al sur del país, limitada a dos meses y restringida a la defensa
militar de la ayuda humanitaria. Detrás de esta decisión estaba el «síndrome
Vietman» y el posible impacto de los body bags (soldados muertos) en la opinión
pública. De ahí que el enviado especial de Bush, Robert Oakled, insistiese públicamente en dichas condiciones y en que no pretendían diseñar una nueva arquitectura política para Somalia. Algo que hubiese encontrado el rechazo de muchos países
pues hubiese puesto en cuestión el principio de soberanía, piedra angular del sistema internacional. Sin embargo, la defensa militar de la ayuda era algo más aceptable y resultaba difícil oponerse públicamente a una intervención con ese objetivo.
Por otra parte, el interés por minimizar costes y riesgos explica el deseo estadounidense de obtener la autorización de las Naciones Unidas. La Casa Blanca necesitaba que ésta tomase rápidamente el relevo para conseguir una «salida rápida», sin
costes que les permitiera mantener el apoyo de su opinión pública. Por ello, el apoyo del Consejo de Seguridad era absolutamente «vital».
En suma, aunque es difícil encontrar en la decisión estadounidense de intervenir
en Somalia intereses geopolíticos o económicos, tampoco se basó en un deseo moral de actuar en defensa de los derechos humanos. Más bien, se sustentó en el cálculo de los grandes rendimientos políticos (internos y en la esfera internacional) que
podría otorgar una intervención rápida y sin costes.
Finalmente, el Consejo de Seguridad autorizaba, invocando el capítulo VII de la
Carta, la propuesta de Estados Unidos y descartaba la planteada, entre otras, por
Butros Ghali de que la ONU dirigiese la operación. Además, por vez primera en la
historia, se declaraba que las violaciones masivas de los derechos humanos y los ataques a trabajadores humanitarios en el interior de un país eran una amenaza a la paz
y seguridad internacionales. Es interesante destacar que, a pesar de la oposición que
muchos países habían mostrado durante la guerra fría a la figura de la intervención
humanitaria por miedo a veleidades imperialistas, el Consejo de Seguridad aprobaba
por unanimidad la intervención. Parecía que los derechos humanos y las intervenciones en su nombre se consolidaban en el contexto normativo internacional.
El desarrollo de la operación
El 9 de diciembre de 1992 una coalición de 24 países liderada por Estados
Unidos y con el nombre de Fuerzas de Tareas Unificadas (Unitaf), desembarcaba en
Mogadiscio bajo los focos de los medios de comunicación.
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análisis
A los pocos días se producían, sin embargo, las primeras fricciones entre Estados
Unidos y las Naciones Unidas en relación con el mandato de Unitaf. Mientras los
primeros querían limitar su misión a la defensa de la ayuda, las Naciones Unidas
pedía que desarmase a las facciones y crease un entorno seguro para reconstruir el
colapsado Estado somalí. Algo que Estados Unidos rechazaba enérgicamente puesto que implicaba un mayor compromiso político, a más largo plazo y con mayores
costes humanos y económicos, que no estaba dispuesto a asumir.
Subyacen aquí dos visiones del intervencionismo humanitario radicalmente diferentes. Una, defendida por Estados Unidos y reducida a la defensa militar de la ayuda para limitar al mínimo las bajas propias y los costes económicos y políticos. La
otra, apoyada por las Naciones Unidas, que quería conseguir la paz y la reconstrucción del Estado somalí, incluso a través de un protectorado internacional de facto.
Esta última opción que, más que paliar los síntomas, parece querer ir a las causas
del conflicto, requiere una intervención militar a medio o largo plazo, más recursos,
tropas y personal civil, así como un mayor compromiso político. Y con ella, se aumenta el riesgo de muertes entre las tropas internacionales. Algo que, en los 90, parecían temer enormemente los políticos occidentales.
Se trata, sin duda, de dos modelos diferentes denominados por Consuelo Ramón
como «expedición humanitaria» (rápida y de bajo coste, propia del imperio americano) o «modelo guarnición» (misiones más largas, estáticas) 4. Veamos qué ocurrió
con esta controversia.
Al principio los señores de la guerra somalíes dieron, al igual que la población, la
bienvenida a las tropas internacionales, conscientes quizás de la inutilidad de resistirse. Y, en el caso del general Aidid, a la intuición de que Estados Unidos se opondría al deseo de Butros-Ghali de crear un protectorado internacional.
Sin embargo, los señores de la guerra mostrarían una enorme habilidad para operar en el contexto político emergente con la llegada de Unitaf. En primer lugar, a la
espera de su anunciada salida en dos meses, escondieron su armamento y trasladaron sus combates lejos de las tropas internacionales. Segundo, descubrieron nuevos
recursos para su economía de guerra gracias el alquiler desorbitado de locales, viviendas y transportes para los internacionales mientras seguían con el saqueo de la
ayuda y el negocio del qat. Por último, salieron políticamente fortalecidos del enfoque negociador «up-down» que, de nuevo, adoptaba la comunidad internacional.
En efecto, se volvió a dar a los señores de la guerra todo el protagonismo político
y se marginó a los líderes tradicionales y a otras iniciativas sociales pacíficas. Y, en
ello influyó enormemente que los políticos y medios de comunicación siguiesen
viendo el conflicto como una lucha interclánica. Olvidaban que la división real en
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Somalia no era entre clanes sino entre los grupos poderosos y armados frente a los
vulnerables y no armados. Con ello se negaba que la causa del mismo era la lucha
de los señores de la guerra por ciertos recursos. Lucha en la que, sin duda, intentaban movilizar la identidad clánica de la sociedad somalí. Pero una parte importante
de la misma creó estrategias de resistencia que intentaban resolver el conflicto pacíficamente. Se les marginó.
A pesar de ello no se puede negar que Unitaf consiguió reabrir las rutas de ayuda
humanitaria al sur de Mogadiscio. Algunos analistas estiman que se salvaron de inanición a 110.000 personas y se asistió a otro millón. Y que el nuevo clima de seguridad permitió cierta recuperación agrícola y ganadera así como la puesta en marcha
de algunos programas de reconstrucción estatal de las Naciones Unidas. Sin embargo, otras valoraciones son mucho más negativas. Así, Alex de Waal considera que la
operación «Rescatar la Esperanza» estaba «viciada desde su concepción,... diseñada
para suplir masivamente de alimentos a una región que ya no lo necesitaba.. y (sin
que) exista evidencia de que tuviera impacto sobre las tasas de mortalidad» 5. Otros,
incluida las Naciones Unidas, destacan como en el resto del país continuó la violencia, inseguridad, los saqueos de la ayuda y que, incluso, habrían muerto más trabajadores humanitarios que en años y meses precedentes. Todo ello contribuyó a aumentar las discrepancias entre Naciones Unidas y Estados Unidos.
En este contexto, en marzo de 1993, se obtenía un enésimo acuerdo entre los señores de la guerra. Acuerdo que permitió el anuncio por el nuevo presidente estadounidense, William Clinton, de la retirada de sus tropas y el traspaso de la operación a las Naciones Unidas. Para ello, Butros-Ghali pedía al Consejo de Seguridad
que autorizase la creación de la Unosom II. Se iniciaba así una nueva fase en la intervención internacional en Somalia.
■ La intervención humanitaria de la ONU: marzo 1993 - marzo 1995
La Unosom II se diseñó como una guarnición humanitaria fortaleciéndose la lógica de la reconstrucción estatal hasta entonces en lucha con la lógica expedicionaria
de la Unitaf. Muchos la concebían como un laboratorio del nuevo intervencionismo y de la viabilidad de crear protectorados internacionales en la posguerra fría.
Resulta curioso que, a pesar de las resistencias al intervencionismo humanitario
de muchos países (por su pasada vinculación a la expansión colonial), la mayoría
apoyó sin grandes reservas la creación de la Unosom II; incluso Estados Unidos,
hasta entonces reacio a ampliar el mandato de la Unitaf, se mostraba entusiasmado.
Pensaba, como veremos equivocadamente, que no asumiría los costes políticos de
la operación que formalmente había trasferido a las Naciones Unidas.
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análisis
Sin embargo algunos estados, entre ellos España, enfatizaron la excepcionalidad
del caso somalí derivada del colapso de su Estado y, por tanto, de su falta de soberanía. Así China, temerosa del peligroso precedente que se podía sentar, exigía que
la Unosom II se transformase cuanto antes en una operación tradicional de peacekeeping. En el fondo, existía el miedo a la reaparición de nuevas lógicas civilizatorias e imperiales. Por lo acontecido en los últimos tiempos no parecían ir desencaminados.
A pesar de ser la operación más costosa y extensa de la historia de las Naciones
Unidas, la Unosom II se encontró con graves problemas desde su inicio. En primer
lugar, no estaba equipada administrativa ni logísticamente para su mandato ni para
manejar un contingente militar tan extenso, con soldados de 30 países. En seguida
hubo problemas de mando entre Estados Unidos y el resto de participantes. Por
cierto, el dominio del primero de la estructura militar y civil de la Unosom II y la
presencia de su Fuerza de Reacción Rápida (Usforsom) reforzaron la idea de que la
intervención seguía siendo estadounidense. En segundo lugar, la Unosom II pretendía cubrir toda Somalia con el mismo número de soldados con los que la Unitaf había controlado a duras penas un tercio del país. Tercero, tendría un impacto negativo sobre la reconstrucción económica 6. Y por último, pero no menos importante,
parecía más preocupada por su seguridad que por la población civil que debía proteger, lo que le valió múltiples críticas de ONGs y grupos sociales somalíes.
Sin embargo, los problemas más graves llegaron a principios de junio cuando se
reanudaron las hostilidades en Mogadiscio y nurieron 24 soldados paquistaníes. La
noticia conmocionó a la opinión pública internacional y al Consejo de Seguridad el
cual, por unanimidad, ordenaba la captura de los responsables, aparentemente las
fuerzas de la Alianza Nacional Somalí, del general Aidid.
El almirante estadounidense Howe, representante especial del secretario general,
ordenaba sin ulterior investigación la captura de Aidid ofreciendo, como si fuera el
antiguo oeste, 25.000 dólares. Al mismo tiempo, las tropas estadounidenses bombardeaban sus posiciones en Mogadiscio, asesinando a más de 100 civiles. Por su
parte, Aidid respondía ofreciendo un millón de dólares por Howe y atacando a las
tropas internacionales.
De esta forma se iniciaba, en el verano de 1993, la guerra de Estados Unidos y
las Naciones Unidas contra la Alianza Nacional Somalí. Guerra con la que pronto
no estarían de acuerdo los países árabes e Italia (tras la muerte de tres de sus soldados) por considerarla la antítesis de una misión humanitaria. Igualmente, diversas
ONGs de derechos humanos y grupos sociales somalíes denunciaban las reiteradas
violaciones de derechos humanos de las facciones somalíes y las tropas internacionales. Sin embargo, Naciones Unidas no investigó ni condenó la actuación de sus
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tropas, por lo que sería acusada de racismo y doble rasero, ya que parecía importarle más los cascos azules que quienes supuestamente iba a proteger.
Varios fueron los momentos culminantes del enfrentamiento. El primero, el 12 de
julio, cuando helicópteros estadounidenses atacaban la casa de un aliado de Aidid y
asesinaban a 54 líderes religiosos y políticos allí reunidos. Y el segundo, el 3 de octubre, cuando en combate morían 18 soldados estadounidenses y otros 75 caían heridos. La noticia, portada de los medios de comunicación occidentales, silenciaba,
por el contrario, la muerte en el incidente de 500 somalíes en su mayoría civiles.
Pues bien, las imágenes de los soldados estadounidenses muertos en Mogadiscio
llevarán al presidente Clinton a anunciar, el 7 de octubre, la retirada de sus tropas
de Somalia. La sombra de Vietnam revoloteaba sobre la agenda política estadounidense. Su opinión pública pasaba de defender la intervención a preguntarse la razón por la que sus soldados dieron su vida en un lugar donde no había intereses nacionales y habían ido a salvar a moribundos. Se mostraba así la inconsistencia de
una opinión que en casos de violaciones masivas de derechos humanos quiere que
se haga algo pero no está dispuesta a asumir los costes.
A pesar del anuncio, Clinton decidía mantener sus tropas hasta el 31 de marzo de
1994 para paliar el daño que una retirada precipitada podía causar en su credibilidad como única superpotencia mundial. Las otras potencias (Francia, Bélgica,
Alemania) pronto seguirán su ejemplo.
Por el contrario, el anuncio era recibido con alegría por gran parte de la sociedad
somalí, harta de un enfrentamiento que supuso, según algunas fuentes, la muerte de
6.000 somalíes y 113 internacionales y cansados de la actitud arrogante y «colonial» del personal internacional, especialmente de los estadounidenses. Por ello,
despidieron como invasores a quienes habían recibido como salvadores y transformaban a Aidid en héroe por haber derrotado al «ejército más poderoso del mundo». Tras el anuncio estadounidense, Aidid proclamaba un alto el fuego unilateral
que permitiría la retirada pacífica de las tropas occidentales en marzo de 1994.
A pesar de que su credibilidad había quedado irreversiblemente dañada, la
Unosom continuó en el país hasta marzo de 1995, formada exclusivamente por soldados del Tercer Mundo 7 y con un mandato reducido a defender la ayuda humanitaria y a «asistir» en la reconciliación nacional que, ahora sí, se recordaba que debían conducir los propios somalíes.
Sin embargo, cuando la Unosom II abandonaba el país en marzo de 1995, no se
había solucionado el conflicto ni reconstruido el Estado somalí. Todavía hoy
Somalia sigue siendo un Estado sin estado y dominado por los señores de la guerra.
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análisis
Y ello, a pesar de la enorme cantidad de recursos humanos y materiales invertidos en el esfuerzo. En efecto, se estima que los costes de la intervención de Estados
Unidos fueron de 2.000 millones de dólares y otro tanto el presupuesto militar de
las Naciones Unidas mientras que los costes humanitarios fueron de 800 millones y
500 millones, respectivamente. El desequilibrio es evidente. Y así lo había denunciado, ya en julio de 1993, el secretario general adjunto para asuntos humanitarios
de las Naciones Unidas, Jan Eliasson, al evidenciar que se gastaban 10 dólares en lo
militar por cada dólar de ayuda humanitaria. En este sentido, es necesario destacar
que el coste de la operación «Rescatar la Esperanza» supera el de toda la ayuda humanitaria recibida por Somalia desde su independencia en 1960 e, incluso, el total
de ayuda al desarrollo que anualmente recibe África. Sin olvidar que, según algunos autores, del presupuesto de la Unosom II, (1,6 billones) «sólo el 4% entró en la
economía somalí, la mayor parte a manos de los señores de la guerra u otros operadores cuyas actividades financieras distorsionaron la economía somalí, quizá irreversiblemente».
En suma, se puede concluir que, a pesar de los enormes costes económicos y humanos (113 internacionales y, según fuentes, entre 7.000 y 10.000 somalíes), se salvaron con la distribución de la ayuda incontables vidas. Sin embargo, la comunidad
internacional abandonó el país sin poner fin a las violaciones de derechos humanos
al no poner fin a la guerra civil ni reconstruir el estado somalí colapsado.
■ Conclusiones
La intervención humanitaria en Somalia tuvo tres fases claramente diferenciadas:
la del humanitarismo clásico y dos intervenciones militares diferentes. Estas fueron
la de Unitaf, liderada por Estados Unidos para paliar los síntomas de la crisis humanitaria, y la de Unosom II, dirigida a crear un protectorado internacional. Esta última fue, sin duda, el experimento más ambicioso del intervencionismo humanitario
de principios de los 90. Y también su mayor fracaso, ya que puso en cuestión la
credibilidad de las grandes potencias, de las Naciones Unidas y en general de la
comunidad internacional.
Lo acontecido en Somalia evidenció, primero, el fracaso del paradigma clásico
del «humanitarismo» al derrumbarse el mito de su neutralidad cuando se hizo evidente que la ayuda humanitaria se había incorporado plenamente a la economía de
guerra de los señores de la guerra, contribuyendo a la prolongación de conflicto. En
segundo lugar, mostró el conflicto existente entre dos lógicas diferentes: la de la expedición humanitaria (intervenciones limitadas, cortas y de defensa militar de la
ayuda), defendida por los países occidentales; y la de guarnición, apoyada por entonces por las Naciones Unidas, que pretende reconstruir los estados colapsados e
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implicaba un mayor compromiso político. Ambas se pusieron en práctica en
Somalia, si bien se reveló una clara preferencia de los estados por la expedición humanitaria. Mientras los países occidentales la veían como una intervención más limitada, con menos riesgo para sus soldados y menor compromiso político, para los
no occidentales implicaba un menor riesgo de encubrir procesos de recolonización
que la opción protectorado de las Naciones Unidas.
A pesar de los ingentes recursos y esfuerzos invertidos, ambas lógicas encontraron
sus límites en el «laboratorio» somalí. En caso de la lógica de guarnición, se demostraron las limitaciones de las Naciones Unidas para crear de facto un protectorado
internacional. Carece de la infraestructura, recursos, autonomía militar para llevarlo
a cabo sin las grandes potencias y en especial sin los Estados Unidos. Y las grandes
potencias no parecían interesadas, como hemos visto, en esta lógica, sobre todo tras
la muerte de los soldados estadounidenses. Además, se adoptó un enfoque up-down
que favoreció la lógica militar y debilitó las iniciativas locales pacíficas a favor de la
reconstrucción estatal. En el fondo, se demostró el peligro de que dicha lógica se
deslizase hacia una misión civilizatoria que pretende imponer un modelo determinado de sistema político y económico. De ahí que encontrase la oposición de buena parte de la población que inicialmente les había acogido como salvadores.
El modelo expedición también provocó una sensación de fracaso ya que la actuación de la Unitaf y la Unosom II (al igual que sucedió en Bosnia-Herzegovina) puso
de manifiesto el abismo entre el discurso (intervenciones para proteger a la población civil) y la realidad de una comunidad internacional más preocupada de sus soldados que de defender a la población o incluso a la ayuda. Militarismo autodefensivo producto del síndrome de body bag y también de una opinión pública internacional que, aunque quería que se hiciera algo, no estaba dispuesta a asumir los costes al
menos si sus soldados mueren en misiones humanitarias. Reacción que parece indicar que los body bag importan más cuando la intervención es humanitaria que cuando políticos y opinión pública creen que hay intereses vitales para su país en juego.
En suma, Somalia evidenció las dificultades de las expediciones humanitarias que
ni evitan la muerte de soldados ni consiguen su objetivo de proteger a la población
civil. Somalia enseñó a Occidente que lo humanitario no es un negocio de fácil entrada y salida o de altos réditos políticos a bajo coste.
Otro de los motivos del fracaso de la intervención internacional en Somalia fue el
total desconocimiento, con excepciones como Sahnun marginado por la burocracia
de las Naciones Unidas, de la realidad somalí y de las causas y dinámicas del conflicto. Ello favoreció el erróneo enfoque «up-bottom» adoptado por la comunidad
internacional que convirtió a los señores de la guerra en los principales y casi únicos actores políticos, marginando las iniciativas pacíficas de la sociedad somalí. Y
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análisis
en ese error jugaron un papel esencial dos factores. Por un lado, cierto imaginario
colectivo que subsiste en Occidente que ve a las sociedades africanas como pueblos sin capacidad de gobernarse, como sujetos pasivos a la espera de salvación y
no como agentes de historia con capacidad para decidir cómo quieren solucionar
sus problemas. Y, segundo, un análisis del conflicto como una lucha irracional interclánica y no como la lucha de determinados grupos (los señores de la guerra) por
el poder y las riquezas (en este caso de la economía política de la guerra vinculada
al qat y a la ayuda).
Por ello, se puede decir que la participación internacional en el conflicto somalí
fue histórica por dos razones contradictorias. Inicialmente pareció abrir nuevas
fronteras al intervencionismo humanitario pero terminó provocando el enfriamiento
de la euforia humanitaria de los albores de la posguerra fría. En efecto, el denominado «síndrome Somalia» empujó a la inacción internacional en el genocidio en
Ruanda, desaconsejando veleidades humanitarias cuando no hubiese grandes intereses geoestratégicos en juego como en Kosovo o, en los últimos tiempos, en Irak.
1. Sobre las causas del conflicto somalí, ver LYONS, T., & SAMATAR, A. I., 1995: Somalia, State
Collapse, Multilateral Intervention and Strategies for Political Reconstruction. Washington: Brookings
Occasional Papers; SAMATAR, S.S., 1991: Somalia: A Nation in turmoil, Londres: minority Rights
Group; ISSA-SALWE, A.M., 1996: The Collapse of Somali State. The Impact of the Colonial Legacy,
Londres: Haan Publishers, págs 13-76; ADAM, H., 1999: «Somali Civil Wars» en ALI, T.M. & MATTHEWS, R.O. (eds.): Civil Wars in Africa. Roots and Resolution. Londres, Ithaca: McGill-Queen.
2. Sobre la crisis del estado poscolonial somalí y las lógicas económicas de los señores de la guerra, ver
RUIZ-GIMENEZ, I., 2000: «El colapso del estado poscolonial en la década de los noventa. La participación internacional» en PEÑAS, F. J: África en el sistema internacional. Cinco siglos de frontera, Madrid: la
Catarata.
3. WOLLACOTT: «When two Anarchies Meet: International Intervention in Somalia», Journal of
Conflict Studies, vol XVII:1.
4. R AMON C HORNET , C., 1995: ¿Violencia necesaria? La intervención humanitaria en Derecho
Internacional. Madrid: Ediciones Trotta, pág 98.
5. DE WAAL, A., 1994: «Dangerous Precedents?. Famine Relief in Somalia, 1991-1993» en MACRAE, J
& V ZWI, A. (eds): War and Huger. Londres: Zed Books, pág 152.
6. Al inundar el país de alimentos, colapsaba a un mercado local que empezaba a mostrar síntomas de recuperación y reforzaba la dependencia de la población de la ayuda humanitaria y una economía volcada
exclusivamente en la dotación de servicios (locales, transportes, viviendas, comida) a los internacionales.
7. No se debe olvidar que la participación de sus soldados en las operaciones de mantenimiento de la paz
de Naciones Unidas permitía a los países del Tercer Mundo costear los salarios de sus tropas.
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