Las Gaceta del FCE. Febrero de 2008

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Febrero 2008
Número 446
La imagen del vacío
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Mark Rothko
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Georges Bataille
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Philip Ball
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Pascal Quignard
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Giovanni Papini
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Octavio Paz
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Patricia Allderidge
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Vlady
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Enrique Krauze
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Itala Schmelz
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Enrique Padilla
Poemas
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Ulises Carrión
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Francisco Goñi
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Sumario
Tiresias
Francisco Goñi
El mito
Mark Rothko
El milagro de Lascaux
Georges Bataille
Los cuatro colores de Grecia
Philip Ball
La pintura romana
Pascal Quignard
Visita a Picasso (O del fin del arte)
Giovanni Papini
20
Octavio Paz
A Cristo crucificado
Ulises Carrión
Richard Dadd
Patricia Allderidge
Diego
Vlady
Juan Soriano: Pintor auroral
Enrique Krauze
Carla Zabé: Punto sí, puntos no…
Itala Schmelz
Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento
de George Steiner
Por Enrique Padilla
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Ilustración de portada: Roberto Rébora
Ilustraciones de interiores: Roberto Rébora,
Richard Dadd, Juan Soriano y Carla Zabé.
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la Gaceta 1
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Directora del FCE
Consuelo Sáizar
Director de La Gaceta
Luis Alberto Ayala Blanco
Editor
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Consejo editorial
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Ángel Moncada Rueda, Geney Beltrán Félix.
Impresión
Impresora y Encuadernadora
Progreso, sa de cv
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La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es una publicación mensual editada por el Fondo de Cultura Económica, con domicilio en Carretera
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del Pedregal, Delegación Tlalpan,
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15 de junio de 1995. La Gaceta del
Fondo de Cultura Económica es un nombre registrado en el Instituto Nacional del Derecho de Autor, con el número 04-2001-112210102100, el 22
de noviembre de 2001. Registro Postal, Publicación Periódica: pp09-0206.
Distribuida por el propio Fondo de
Cultura Económica.
ISSN: 0185-3716
La pintura es la imagen del vacío. Aunque no del todo, antes que la pintura, la vida
misma ya es una expresión de la Nada, un despliegue furioso de luz y sombras que
conforman nuestro enigmático cosmos. Y el único fin de este despliegue es ofrecer
un espectáculo carente de sentido a la aburrida mirada del vacío. Entonces podemos
decir que el mundo es la pintura primigenia, originaria, el modelo de todas las demás. El pintor representa, con trazos y colores en sus lienzos, pequeños fragmentos
del fragmento policromo de la existencia. Vida e imagen se confunden. Detrás de
toda imagen, representación, pintura o simulacro se deja adivinar otra cosa, otra
imagen que no es ninguna imagen, que es pura ausencia, es decir, el espacio donde
todo confluye como en un en sueño… como en la vida. Si bien la línea, elemento
seminal de cualquier pintura, es un continuum de puntos, y el punto se define como
“espacio inextenso” —como un absurdo, según Aristóteles—, entonces la imagen
continúa siendo un reflejo del vacío, llámese pintura o mundo. Dicha identidad nos
permite comprender el carácter efímero de todo lo que nos rodea, pero a la vez nos
muestra el poder que esa ausencia ejerce sobre sus criaturas, incluyendo, por supuesto, a la más problemática de todas: la humanidad. Los hombres son una imagen
perdida en el vacío de aquello que aparece, en el delirante movimiento de sombras y
luces que dibujan el contorno de nuestra propia irrealidad. Por eso, cuando contemplamos una pintura, nos contemplamos a nosotros mismos, o, por lo menos, vislumbramos aquello que nosotros reflejamos frente al espejo de la Nada. La imagen es
todo lo que somos y todo con lo que contamos. Pero la materia de la imagen, la línea
dispersada en puntos, evoca el vacío del cual provenimos. Lo que no debemos olvidar
es el poder de la imagen, el poder del simulacro insinuándose como el sedimento de
lo real, pero ya no como una realidad a desvelar, sino a afirmar. Como dice Hermann
Broch en La muerte de Virgilio: “¡Casi parecía imposible, más aún, casi parecía ilícito
que nuestra realidad más real, la última accesible, se limitara a ser mera imagen del
recuerdo! No obstante, la vida humana es bendecida en imagen y maldecida en imagen; sólo en imágenes puede comprenderse a sí misma; las imágenes son indesterrables, están en nosotros desde el comienzo del rebaño, son más antiguas y más poderosas que nuestro pensamiento, están fuera del tiempo, abarcan pasado y futuro, son
doble recuerdo del ensueño y tienen más poder que nosotros”.
La Gaceta presenta distintos acercamientos a este poder inefable, que la imagen
ejerce en nuestras miradas, a través de las plumas de grandes escritores y pintores.
Georges Bataille nos habla sobre el milagro de Lascaux, sobre el origen del arte.
Octavio Paz se adentra en el juego entre microcosmos y macrocosmos que el pintor
Richard Dadd esgrime en sus diminutas pinturas. Philip Ball viaja en el tiempo para
hablarnos de los colores que los pintores griegos utilizaban. Enrique Krauze hace una
emotiva remembranza de Juan Soriano, uno de los grandes pintores mexicanos. Vlady, el pintor, pinta con palabras la imagen de Diego Rivera. Giovanni Papini, el escritor, ironiza sobre el personaje Picasso. Pascal Quignard nos guía por el mundo de
la pintura romana. Itala Schmelz realiza una aguda exégesis de la deslumbrante pintura de Carla Zabé. Y, por supuesto, el inigualable Mark Rothko reflexiona sobre la
fuente de todas las imágenes: el mito.
Más allá de la imagen está la nada; más allá de la nada está la imagen. Nosotros
tenemos el privilegio de ser la mirada que ve la imagen a la vez que somos la imagen
que ve la mirada. G
Correo electrónico
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2 la Gaceta
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Tiresias
Francisco Goñi
Deseo ver entre la penumbra:
¿Qué ha sucedido con nosotros, Tiresias?
En un tren vamos directo a la nada
aturdidos, vacíos, enajenados.
Bien sabemos que el mañana nunca llegará
Tiresias, ¿quién firmó nuestra muerte?
Quisiera recobrar la sabia paciencia
de la contemplación
pero de mis ojos he enfermado
y sólo quedan profundos túneles.
El carnaval del mundo hiere:
somos ridículas marionetas,
dementes espectadores.
Oh Tiresias
levántame de las ruinas
con la imagen primigenia
con la palabra creadora que ya no sé pronunciar. G
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la Gaceta 3
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El mito*
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Mark Rothko
El mito del Renacimiento
Aquí es necesario plantear la cuestión del mito. Todos sabemos
que el mito sirvió de lo que podríamos llamar cuerpo tangible,
o medio, para el artista de la Antigüedad, es decir, el artista
griego, romano y cristiano. En este sentido el mito funcionó de
igual manera para el pintor egipcio, hindú y, por lo menos en
parte, para el chino (especialmente para el creador del arte
budista chino), así como para el artista persa.
Cuando nos acercamos al Renacimiento, encontramos que
el mito sigue existiendo, pero la variedad de formas que adquiere no tiene precedentes en los miles de años de la historia
de la Antigüedad. En el período helenístico de los griegos ya
empezamos a encontrar la desaparición de la uniformidad. Sin
embargo, el cambio en sí mismo tiene una mayor uniformidad.
Ocurre como una transición, formas que se despliegan desde la
piedra poco a poco. Aquí coincide con el escepticismo que es
contemporáneo de Platón, sin embargo dicho escepticismo
está bien fundamentado en el respeto por la tradición, y vemos
que el escepticismo de Platón proviene simplemente del deseo
de reforzar la unidad griega a través del examen de la tradición
a la luz de nuevas percepciones y finalmente restablecerla con
unos fundamentos más sólidos que nunca. El énfasis no cambia. Su interés primordial sigue siendo la unidad del estado
como símbolo de la unidad fundamental. Pero resulta significativo que expulsara al poeta, la manifestación más concreta de
la vieja unidad, y lo sustituyera por el filósofo, el símbolo de la
visión de una unidad racional.
Su problema es que quiere registrar todos los hechos desde
el punto de vista de la sensación y la responsabilidad, y hacer
que la unidad fundamental se ajuste a ellos y no a la inversa: que
la sensibilidad individual se ajuste a una unidad a priori. En ese
sentido postula el problema de la responsabilidad individual
cuyo reto es aceptado por el cristianismo. Sin embargo, el cristianismo resuelve el problema simplemente limitando la responsabilidad a la conducta individual y supeditándola a una
unidad más elevada que rige las fuerzas de la naturaleza, mientras que en la filosofía griega sus dioses eran las propias fuerzas
naturales, o sus energías. En otras palabras, el cristianismo
sustituye la abstracción hebraica de Jehová, que no puede ser
visto, cuyo nombre no se debe pronunciar y a quien no se puede representar, por los fundamentos tangibles de los griegos.
* Mark Rothko, La realidad del artista. Filosofía del arte. Editorial
Síntesis, Madrid, 2004.
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Aunque el cristianismo, al hacer esta concesión a la unidad
griega, crea una jerarquía de intercesores cuya función y accesibilidad son comparables a la humanidad de los dioses griegos y,
en un sentido, los acerca aún más al ser humano, pues de hecho
son seres que funcionan en una jerarquía de hombres. Es un acto
democrático en la medida en que el hombre alcanza su posición
en esta jerarquía, no a través de medios místicos sino a través de
su piedad y de sus actos. Es decir, mientras el cristianismo subrayaba la importancia del individuo, su salvación iba por otro camino, lo cual era un reconocimiento implícito de la artificialidad
de la unidad última. Aquellos elementos que no pudo incorporar
a su sistema los llamó pecado y los desterró de la vida inmortal
y por tanto de su permanencia en la unidad suprema.
El Renacimiento desecha esta forma arbitraria de adaptación a la unidad, y a partir de entonces el hombre se encuentra
con la ignota empresa de alcanzar la unidad mediante la confianza en sus propios medios. Esto explica la falta de uniformidad que impera a partir de este momento, la sucesión y simultaneidad de unidades contradictorias, y la falta de convicción
necesaria para establecer un sistema moral o estético equivalente a la finalidad de los antiguos. El hombre en cierto modo
paga un precio por su independencia ilimitada. El ejemplo
perfecto es Fausto.
Durante un tiempo muy breve en el siglo xviii se pensó que
el principio mecánico haría que la finalidad y la convicción de
las antiguas unidades a priori volviesen a germinar. Era tal la
esperanza, y tan necesaria para la fe, que todavía continúa vigente en nuestra época actual. Sin embargo, el principio mecánico no es idéntico a su aplicación en las máquinas, y su desarrollo llevaba la semilla de su propia destrucción. Nuestras
nociones actuales de funcionalismo y sociología tridimensional, y su entusiasta aceptación popular, son una especie de aferramiento histérico a un sueño ya sin fundamento. No obstante, el anhelo de que este sueño se cumpla prevalece desde los
inicios del Renacimiento, cuando el hombre esperaba tomar la
ruta directa a través del poder de su mente para llegar a una
conclusión satisfactoria.
La unidad suprema que alcanzaron las civilizaciones antiguas se pierde para siempre, quizá con la excepción de los pintores venecianos y Shakespeare. Los antiguos lograron integrar
los tres elementos más importantes de la experiencia humana
en un solo símbolo y lo introdujeron en el universo plástico.
Éstos son el sensualismo, las sensaciones y la objetividad. A
partir de entonces las pinturas hacen énfasis en uno u otro, y
expresan al mismo tiempo la angustia de su fallido esfuerzo
prometeico por integrar los tres.
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Porque incluso la religión cristiana tuvo que lidiar con el
sensualismo. Intentó trasladarlo al plano de lo místico pero en
su intento por combatirlo sólo reforzó su importancia. De la
misma manera que en el cristianismo, la figura de la prostituta
y el triunfo sobre ella, así como el nacimiento de Cristo como
una negación del proceso de fertilidad, sirven para reforzar la
existencia real de la sensualidad. La fórmula cristiana es comparable a la del Islam, en cuanto a que las unidades más místicas y menos terrenales se encuentran compensadas por la más
absoluta sensualidad. La religión mahometana sustituye el sensualismo infinito del mundo venidero por las limitaciones aquí
impuestas, aun cuando, en el sentido amplio de la palabra, ese
sensualismo represente el supremo liberalismo. Los griegos, al
descubrir los ropajes, no hicieron más que exaltar la sensualidad de lo que cubrían. Y los cristianos la enaltecieron de manera más concreta incluso al enfatizar la cualidad táctil que es
el elemento primordial de la sensación sexual.
Podemos decir que el Renacimiento es el último bastión del
mito. La última especie de mito, que puede definirse como una
alegoría, es una combinación satisfactoria de todos los factores
de una existencia consciente. Se sitúa en el mismo punto preciso en relación con la realidad del mundo en que, según se
cuenta en Fedón, se situó Sócrates cuando desde su lecho de
muerte disertó sobre las maravillas del mundo venidero. Ya
existen indicios de ese paraíso cristiano en la noción de Sócrates. No hay más que comparar su visión con la oscuridad estigia en la que se adentró Aquiles en busca de su amigo. Ya está
presente la noción de dualidad en cuanto a que el narrador
imagina la otra vida como una fiesta para los sentidos a pesar
de que durante todo el discurso condena la validez de los misnúmero 446, febrero 2008
mos. En otras palabras, espera que la otra vida le ofrezca las
delicias impolutas del placer sensorial que su mente le ha arrebatado en este mundo.
Todo parece indicar que el cristianismo ha aceptado esta
solución cuya incompatibilidad Sócrates no reconoció: mortificar los sentidos en este mundo y ser mil veces recompensado
en el mundo venidero. En el Renacimiento el sensualista Dante ya anuncia la reunificación idealista de las dos nociones. Su
visión de la otra vida es la visualización más intensa de mortificación y fiesta de los sentidos que el hombre haya conocido.
La dualidad entre la mente y los sentidos expresada por
Platón se retoma en el Renacimiento con la siguiente diferencia: Platón pertenece al final de una era y los hombres del
Renacimiento estaban en los inicios de otra. Podríamos decir
entonces que en Platón el mito está en los inicios de su decadencia y, sin embargo, él pertenece al mundo funcional del
mito porque todavía se mueve dentro de él. El cristianismo
provoca la desintegración final del mito, aunque nunca lo
aborda directamente sino que lo desvía y lo amalgama con la
tradición judía y la tradición oriental produciendo la apariencia
de una nueva unidad que el mundo acepta durante los siguientes diez siglos.
Pero el Renacimiento, al estar al inicio de una nueva era,
recuperó esa dualidad, despojó al mito cristiano del poder que
había mantenido hasta entonces, y poco a poco fue terminando
con la existencia del mito unificador. El ser humano no ha
vuelto a tener otro mito tan absoluto y abarcador, y a medida
que pasan los años, las formas míticas —es decir, las alegorías
que se utilizan para expresarlas— van desapareciendo junto
con el mito. En otras palabras, el Renacimiento es el principio
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de la degeneración de esta alegoría particular o anécdota como
el medio utilizado por el artista para expresar sus nociones de
realidad.
En todo el arte a partir de ese momento, la dualidad entre
el mundo de las sensaciones y el mundo de la mente es la expresión básica de la falta de unidad. La integración de estos dos
mundos en un solo sistema —una nueva unidad que fuese comparable en su carácter absoluto a la que ya no servía— se vuelve el incentivo principal de la investigación y la expresión artísticas. Tanto la investigación como la expresión atraviesan por
un proceso de especialización y por lo tanto de diversificación.
Sin embargo, existe un elemento unificador que permite
que los dos procesos ocurran a la vez, que es la fe del hombre
en sí mismo, en su propia mente, para mantener, de modo simultáneo, la conciencia de sí mismo y de su entorno. Le da al
hombre una nueva dimensión heroica de independencia con
respecto a los dioses. Los dioses ya no son las fuerzas en sí
mismas sino más bien los guardianes de poderes que uno a uno
el hombre debe obtener con artimañas o arrebatarles por la
fuerza. Prometeo ya no es un dios sino un hombre que continuamente está acosando o padeciendo el acoso de otros en su
búsqueda heroica. El hombre ha asumido una responsabilidad,
pero esta nueva responsabilidad está relacionada principalmente con una búsqueda de poder e independencia. He aquí el
nuevo mito. La unidad ya no es un hecho que se pueda describir a través de una anécdota sino una abstracción de estatus que
debe ser anunciada y representada.
Es precisamente esta contemplación heroica del estatus del
hombre lo que hace posible que las formas heroicas de los antiguos perduren en el arte del Renacimiento. Los dioses se
transformaron en hombres en el arte antiguo. Aquí los hombres se transformaron en dioses. En el arte antiguo los dioses
asumieron atributos humanos de debilidad, engaño, deshonestidad, irracionalidad, etc. En el arte nuevo los hombres se
transformaron en dioses porque desecharon la trivialidad y
cultivaron sus atributos divinos de superhombres a lo largo de
esta búsqueda heroica. En el sistema antiguo, lo infinito participaba de las características de lo particular y por medio de esta
acción generalizaba lo particular. El Renacimiento tomó lo
particular y lo elevó al plano de lo infinito. En el arte antiguo
toda acción humana estaba situada en el plano de lo heroico.
En nuestro arte, debemos exaltar una acción humana para hacerla participar de la esencia de lo heroico. Esto explica por
qué las anécdotas griegas por lo general expresan sus implicaciones infinitas mientras que para nosotros resulta casi imposible elevar una anécdota a esa dimensión. El arte cristiano podía
representar un incidente heroico ya que, gracias a la figura de
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Cristo, el comportamiento y el sufrimiento humanos intervenían, en cuanto actos humanos, en la salvación, puesto que se
pensaba que cada uno de los actos del hombre contribuía a su
salvación. Sin embargo, nuestra lucha es individualizada, nos
concierne básicamente a nosotros mismos como individuos y
en general no se conecta con la corriente del infinito. De la
misma manera, no podemos pintar las relaciones humanas.
Nuestros grupos tampoco tienen que ver entre ellos. Se encuentran por casualidad, ya sea en la playa, en la calle o en algún otro lugar.
Lo que realmente diferencia al arte de la anécdota meramente ilustrativa es el tema de lo heroico puesto que el arte
siempre es la generalización final. Proporciona las implicaciones de infinitud a cualquier situación. Y si nuestro entorno es
demasiado diverso para que pueda darse la unidad filosófica,
debe al menos encontrar un símbolo que exprese el deseo de
alcanzarla.
Sin embargo, el artista renacentista no se quedó eternamente dándole vueltas a su incapacidad para combinar esta dualidad de lo general y lo particular. El infinito y el individuo se
fascinaron con los nuevos descubrimientos propiciados por su
renovada fe en los sentidos. Las obras de muchos renacentistas
pueden clasificarse de faustianas. No obstante, no desistieron
de su intento por descubrir nuevos principios de visión, de línea, de atmósfera, y pasaban los años totalmente absortos en
aplicar estos nuevos principios a la representación de su nuevo
mito. Pero aun así el artista renacentista se aferraba a las anécdotas de los mitos antiguos, tanto paganos como cristianos,
puesto que no había encontrado ninguno que sustituyera a
éstos para representar la interacción entre seres humanos. Y
desde entonces no se ha vuelto a dar la clase de motivación
para la interacción humana que los mitos antiguos propiciaron.
A partir de ese momento deja de presentarse dicha interacción.
Cuando un artista quiere expresar la interacción tiene que recurrir invariablemente a los mitos antiguos, pero si algo representan estos mitos es un tipo de paganismo nostálgico, o en el
caso del mito cristiano, una emocionalidad forzada, en donde
los giros y el sufrimiento son más de una devoción al pasado y
al servicio del academicismo que la presentación de una experiencia significativa. Desde entonces y hasta Poussin y David,
incapaces de concebir un clasicismo representativo sin los griegos, los artistas fueron capaces de restablecer el clasicismo
formal únicamente tomando prestada la anécdota mitológica
de la época clásica. Y eso sucede con todos los movimientos
neoclásicos. De hecho no podría ser de otra manera.
Por lo tanto, podríamos llamar al Renacimiento la muerte
de la fe, la muerte de la unidad y la muerte del mito. G
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El milagro de Lascaux*
Georges Bataille
El nacimiento del arte
La caverna de Lascaux, en el valle del Vézère, a dos kilómetros
del pequeño poblado de Montignac, no es sólo la más hermosa
y más rica caverna de pinturas rupestres; es también, en su
origen, el primer signo sensible que nos haya sido legado por
el hombre y el arte.
Antes del Paleolítico superior, no puede afirmarse que se
trate del hombre. El ser que ocupaba las cavernas era en algún
sentido semejante al hombre; ese ser en cualquier caso trabajaba, poseía lo que la prehistoria denominaba una industria, talleres donde se trabajaba la piedra. Pero jamás produjo una
“obra de arte”. No habría sabido cómo hacerla y, por otra parte, en apariencia, tampoco sintió el deseo de hacerla. La caverna de Lascaux, que sin duda data si no de los primeros tiempos
al menos sí de la primera parte de lo que la prehistoria denomina el Paleolítico superior, se sitúa en dichas condiciones en
los albores de la humanidad (realizada). Toda génesis supone
aquello que la precede, y si en algún punto el día nace de la
noche, la luz que proviene de Lascaux pertenece a la aurora de
la especie humana. Es con certeza y por primera vez del “hombre de Lascaux” que decir que, habiendo producido una obra
de arte, nos asemejaba y que, con toda evidencia, era nuestro
semejante. Fácil sería afirmar que sólo lo fue de modo imperfecto. Le faltaban muchos elementos —aunque de seguro estos
elementos no tenían el alcance que hoy les damos: debemos,
antes bien, subrayar el hecho, que su obra testimonia, al menos
una virtud decisiva, la virtud creadora, que hoy ya no es por el
contrario necesaria.
A nuestro pesar, hemos añadido muy poca cosa a los bienes
que nuestros inmediatos predecesores nos han dejado: nada
justifica así de nuestra parte el sentimiento de ser más grandes
de lo que ellos fueron. El “hombre de Lascaux” creó de la nada
este mundo del arte, en donde comienza la comunicación de los espíritus. El “hombre de Lascaux” incluso comunica con la lejana
posteridad que la actual humanidad es hoy para él. Nuestra
humanidad, por un azaroso descubrimiento que data de ayer,
ha legado dichas pinturas que no fueron alteradas por la interminable duración del tiempo.
Este mensaje sin ningún otro equivalente, nos llama al recogimiento de todo ser. En Lascaux, en lo profundo de la tie-
* Georges Bataille, Lascaux o el nacimiento del arte, Alción Editora,
Argentina, 2003.
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rra, aquello que nos pierde y nos transfigura es la visión de lo
absoluto lejano. Dicho mensaje está además acrecentado por
una extrañeza inhumana. Vemos en Lascaux una especie de
ronda, de cabalgata animal, proseguida a lo largo de las paredes. Pero dicha animalidad es para nosotros el primer signo, el
signo ciego, y por esto mismo el signo tangible de nuestra presencia en el universo.
Lascaux y el sentido de la obra de arte
Hemos encontrado las huellas de la multitud de seres humanos, todavía rudimentarios, anteriores a los tiempos en que se
formó esa ronda de animales. Pero son en primer lugar las
huellas de los cuerpos que, materialmente, fueron seres vecinos
nuestros: sus osamentas, si han llegado hasta nosotros, nos comunican formas disecadas. Varios milenios antes de Lascaux
(cinco mil años sin duda), estos industriosos bípedos comenzaron a poblar la tierra. Fuera de sus huesos fosilizados, sólo
poseemos algunos utensilios que nos dejaron. Estos utensilios
prueban la inteligencia de los antiguos hombres, pero dicha
inteligencia, todavía grosera, se relaciona tan sólo con objetos
que son los “puñetazos”, las esquirlas o las pequeñas puntas de
sílex que utilizaban; la inteligencia se relaciona con estos objetos, o con la actividad objetiva que perseguían de esta forma…
Jamás distinguiremos antes de Lascaux el reflejo de esta vida
interior, de la que el arte y sólo el arte puede asumir la comunicación, y del que es, en su fulgor, si no su imperecedera
expresión (esas pinturas y las reproducciones que hacemos no
tendrán una duración indefinida), al menos la supervivencia
durable.
Sin duda, parecerá apresurado atribuir al arte este valor
decisivo, inconmensurable. ¿Pero dicho alcance del arte no es
acaso más apreciable en su nacimiento? Ninguna diferencia es
más taxativa: enfrenta la actividad utilitaria, la inútil figuración
de sus líneas que seducen, que nacen de la emoción y se dirigen
a ella. Volveremos más adelante sobre las explicaciones utilitarias que pueden darse. Debemos primero marcar una oposición fundamental: por un lado son claras las razones materiales
aparentes; la búsqueda desinteresada se presta, al contrario, a
la hipótesis… Pero si se trata de la obra de arte debemos inicialmente rechazar la discusión. Si entramos en la caverna de
Lascaux nos oprime un fuerte sentimiento que difícilmente
experimentamos cuando miramos las vitrinas en las que se exponen los primeros restos humanos fosilizados o sus utensilios
de piedra. Es el mismo sentimiento de presencia —de clara y
ardiente presencia— que sólo nos dan las obras maestras de
la Gaceta 7
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todos los tiempos. Aunque no parezca, es también a la amistad,
a la suavidad de la amistad, que está dirigida la belleza de las
obras humanas. ¿Acaso no amamos la belleza? ¿La amistad no
es también la pasión, el interrogante siempre recomenzado
cuya belleza es la única respuesta?
Esto, que marca mucho más seriamente de lo imaginado la
esencia de la obra de arte (que toca al corazón, no al interés),
debe ser afirmado con insistencia a propósito de Lascaux, por
el hecho de que esta caverna se encuentre en primer lugar en
nuestras antípodas.
Digámoslo de una buena vez: la primer respuesta que nos da
Lascaux reside en nuestra propia oscuridad, oscura, sólo inteligible a medias. Es la respuesta más antigua, la primera, y la
noche de los tiempos de la que proviene se ve tan sólo atravesada por los inciertos resplandores del alba. ¿Qué sabemos
acaso de los hombres que sólo nos dejaron insaciables sombras,
aisladas de cualquier tela de fondo? Casi nada. Sino que estas
sombras son bellas, como el más bello cuadro de nuestros museos. Pero de las pinturas de nuestros museos sabemos las fechas, su autor, el tema y el destino. Conocemos los usos y
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costumbres, los modos de vida a los que refieren, leemos la
historia de los tiempos que los vieron nacer. A diferencia de
éstas no han salido de un mundo del que sabemos las limitaciones que tuvo, reducido como estaba a la recolección y la caza;
o de la rudimentaria civilización que creó, de la que atestiguan
los utensilios de piedra, las osamentas y las sepulturas. ¡Inclusive la fecha de estas pinturas sólo puede evaluarse a condición
de dejar flotar el espíritu una decena de milenios! Reconocemos casi siempre los animales representados y debemos atribuir la preocupación de figurarlos a alguna intensión mágica.
Pero desconocemos el lugar preciso que estas figuras tuvieron
en las creencias y ritos de estos seres que vivieron varios milenios antes de la historia. Debemos limitarnos a aproximarlos
de otras pinturas —o a otras obras de arte— de aquella época
y de las mismas regiones, que no son a nuestros ojos menos
oscuras. Estas figuras son numerosas: sólo la caverna de Lascaux ofrece centenas, y existen otros cuantiosos centenares en
las grutas de Francia y España. De las pinturas rupestres más
antiguas, Lascaux sólo nos aporta el conjunto más bello y armónico, el más intacto de todos. Y en tal medida, nada nos
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informa mejor sobre la vida y el pensamiento de aquellos que,
por sí mismos, pudieron darnos esta obra de arte desgajada,
ejemplo de comunicación profunda pero enigmática. Estas
pinturas desplegadas frente a nosotros, son milagrosas, nos
comunican una emoción fuerte e íntima. Pero son sin embargo
—y por esto mismo— poco asimilables. Se ha sugerido relacionarlas con las incantaciones de los cazadores, ávidos de dar
muerte a la presa que los alimentaba; pero estas figuras nos
emocionan, mientras que la avidez nos deja en cambio indiferentes. A tal punto, que la incomparable belleza y simpatía que
despiertan, nos deja penosamente suspendidos.
El milagro griego
y el milagro de Lascaux
Cualesquiera sean las dificultades que tengamos, los sentimientos fuertes que Lascaux nos inspira están vinculados con
este carácter de suspensión. Y por más incómodos que estemos
en estas condiciones de ignorancia, nuestra atención se despliega en su totalidad. La certeza triunfa sobre una realidad
inexplicable, de alguna forma milagrosa, que reclama atención
y lucidez.
Henos aquí frente a un descubrimiento asombroso: antiguas
de casi veinte mil años, estas pinturas poseen toda la frescura
de la juventud. Fueron descubiertas por unos niños que entraron en una de la fisuras dejadas por un árbol descuajado: un
poco más, y la tormenta no nos hubiese dejado las pistas que
conducen a ese tesoro de las mil y una noches que es la gruta.
Se supone que conocemos el arte prehistórico por medio de
cuantiosas obras, a menudo admirables; sin embargo, nada nos
hubiera impedido un grito de estupefacción. Por otra parte,
con esfuerzo adivinamos la forma en que el tiempo alteró su
aspecto y que sin duda no tenía, además, la belleza que fascina
al visitante de Lascaux. El esplendor de las salas subterráneas
es incomparable: incluso frente a semejante riqueza de figuras
de animales, cuya vivacidad y brillo nos sorprenden ¿cómo no
tener siquiera por un instante el sentimiento de un espejismo,
de una manipulación mentirosa? Pero justamente en la medida
en que dudamos, mientras nos frotamos los ojos, nos decimos:
“¿será posible?”, la evidencia de la verdad responde al deseo de
estar deslumbrados, propio del hombre.
Pero por aberrante que parezca, es cierto que contra toda
evidencia, se yergue una duda: incluso si mi demostración es
superflua, me veo obligado a hablar. ¿No he oído acaso en la
gruta a dos turistas extranjeros expresar el sentimiento de haber sido llevados a un Luna Park de cartón? Hoy huelga decir
que la sola suposición de falsedad sólo hace explícita la ignorancia o la ingenuidad de quienes así se pronunciaron. ¿Cómo
enmendar sin errores la fabricación de documentos ya públicamente conocidos? Pero sobre todo, quien hizo el comentario
¿obedece a las exigencias de la crítica culta, que se apoya en la
geología, la química y el minucioso conocimiento de las condiciones de conservación de estas obras milenarias? Es cierto que
en dicho terreno la más ínfima tentativa de falsificación hubiese sido descubierta: ¿qué decir de esta caverna en la que se
acumula una multitud de detalles nimios, de grabados casi indescifrables y perfectos encabalgamientos?1
Insisto sobre el asombro que sentimos en Lascaux. Esta
extraordinaria caverna no deja de sobresaltar a quien la descubre: no dejará nunca de responder a la idea de milagro, que es,
tanto en el arte como en la pasión, la aspiración más profunda
de la vida. Con frecuencia juzgamos infantil dicha necesidad de
ser maravillados, pero volvemos sin embargo a la carga. Lo que
nos parece digno de ser amado es aquello que nos sobresalta,
lo inesperado, lo inesperable. Como si, paradójicamente, nuestra esencia respondiese a la nostalgia de lograr aquello que
sabíamos en un principio imposible. Desde este punto de vista,
Lascaux reúne las condiciones más extrañas: el sentimiento
de milagro que hoy nos da la vista de la caverna se debe a la
extremada suerte de su descubrimiento, que se duplica por el
sentimiento de carácter inaudito que tuvieron estas figuras
ante los ojos de quienes vivieron en la época de su creación.
Lascaux se instaura desde ahora, para nosotros, entre las maravillas del mundo: estamos no obstante en presencia de la increíble riqueza que amasó el paso del tiempo. ¿Cuál era el
sentimiento de los primeros hombres para quienes estas pinturas tenían un prestigio inmenso —aunque no pudiesen sentir
un orgullo semejante al nuestro (tan estúpidamente individualista)—? Se piense lo que se piense, el prestigio se relaciona
con la revelación de lo inesperado. Es en este sentido que hablamos de milagro en Lascaux, pues allí, la juvenil humanidad,
por primera vez, mesuró la amplitud de su riqueza. De su riqueza, es decir, del poder que tenía de esperar lo inesperado, lo
maravilloso.
Grecia también nos da un sentimiento de milagro, pero la
luz que de ella emana es diurna; la luz diurna es menos asimilable: sin embargo, en el breve lapso de un fulgor, deslumbra
mucho más. G
a
1 En el manuscrito, aquí se insertaba la refutación de las dudas
que André Breton tenía respecto a la autenticidad de los frescos de
Lascaux, que en la edición final constituyó, desarrollado, uno de los
apéndices. Ver “La Autenticidad de las cavernas pintadas” en, Notas
y Documentación.
número 446, febrero 2008
la Gaceta 9
a
Los cuatro colores de Grecia*
a
Philip Ball
El arte químico egipcio era de una diversidad rigurosamente
práctica. En cambio, los antiguos filósofos griegos se movían
más a gusto en la teoría que en la experimentación. Por este
motivo la química de la Grecia clásica es relativamente pobre,
casi inexistente: la mayor parte del saber práctico de los griegos
fue importado de Oriente, y quienes lo manejaban eran artesanos de baja condición social. Aquí nos encontramos con el
origen de aquel prejuicio contra las habilidades manuales que
penetró en el pensamiento medieval, que influyó en la mentalidad de los artistas del Renacimiento y que todavía hoy persiste en la división entre ciencia “pura” y ciencia “aplicada”, o
entre ciencia y tecnología.
¿Cómo explicar, salvo por una repugnancia a la experimentación, las curiosas ideas sobre la mezcla de colores que figuran
en los escritos de Platón y Aristóteles, y que un artesano pudiera haber refutado al instante? Demócrito, el “padre de los
átomos”, afirmó con resolución que el verde (chloron) podía
obtenerse mezclando rojo y blanco. Platón defendió su tesis de
que podía obtenerse verde (prasinon) a partir del “color de la
llama” (purron, presumiblemente anaranjado) y el negro (melas)
con la soberbia acotación de que “aquel […] que intentase verificar todo esto mediante experimentos olvidaría la diferencia
entre la naturaleza humana y la divina”.
Aunque no del todo reacio a experimentar, Aristóteles prefería adoctrinar, por lo que su texto Sobre los colores no se asemeja en nada a un manual de pintura.1 En él subraya que el
verdadero estudio del color debía realizarse, no “mezclando
pigmentos como hacen los pintores”, sino comparando los rayos reflejados, eliminando de hecho la sustancia física (como
brillantemente haría Newton más adelante).
¿De dónde sacaron estos académicos esas ideas, que tan
extrañas parecen, sobre las relaciones combinatorias entre los
colores? Para entender los prejuicios de una cultura en relación
con el uso del color debemos mirar su teoría y terminología de
los colores. La escala griega de la luz y la oscuridad descrita en
el Capítulo I revela, por ejemplo, por qué Platón creía que el
rojo podía acercarse al verde añadiéndole un poco de “luz”
(blanco).
Es difícil saber hasta qué punto los griegos rechazaban la
* Phillip Ball, La invención del color, Turner/fce, México, 2001.
1 Este volumen (De coloribus) se atribuye tradicionalmente a Aristóteles, pero ahora se ha extendido la opinión de que su verdadero autor
fue su discípulo Teofrasto. En cualquier caso, podemos estar seguros
de que constituye un fiel reflejo del pensamiento de Aristóteles.
10 la Gaceta
mezcla de pigmentos a causa de un prejuicio teórico o de una
experiencia práctica: la pérdida del brillo. Los artistas antiguos
no podían lograr muchos matices de la naturaleza con los pigmentos puros de que disponían; les faltaba, por ejemplo, un
tono carne convincente para los retratos. Teofrasto afirma que
existía un tipo de ocre rojo llamado miltos (de Mileto) capaz de
dar muchos tonos, entre ellos algunos cercanos al rosáceo de la
carne. Pero la mayoría de los tonos carne, al igual que otras
gradaciones de sombras, se conseguían en el mundo antiguo
mediante un sombreado a rayas de tonos diferentes, no mediante la mezcla de pigmentos.
Como hay muy poco arte pictórico griego que haya sobrevivido, estamos obligados a deducir cómo era el uso del color
entre los griegos a partir de textos antiguos, que nos llegan
principalmente de escritores del Imperio romano como Plutarco, Vitrubio y Plinio, quienes, a diferencia de los clásicos
griegos, escribieron acerca del arte en sí mismo. La creencia de
que las esculturas griegas no estaban coloreadas sino que eran
de un blanco gredoso prevaleció hasta mediados de la era victoriana y constituye quizás el más celebre ejemplo de los equívocos modernos en torno al arte clásico a partir de un prejuicio
estético (la supuesta “pureza” del blanco). Para los griegos no
había nada sagrado en la piedra desnuda que exigiese ser preservado de un vivificante brochazo de pintura. Tampoco eran
muy sutiles en esto: las barbas eran de un azul intenso (un tipo
de negro, recordemos), y a juzgar por las estatuas y relieves
romanos, los dioses tenían caras de un rojo brillante.
Hay muchos motivos para suponer que los pintores griegos
dispusieron de la mayoría de los pigmentos, si no de todos, que
conocían los egipcios. Sin embargo, Plinio y Cicerón insisten
en que la pintura de cuatro colores era una fuerte tradición en
los días de gloria del arte griego clásico, alrededor del siglo iv
a.C. Sin duda la decoloración del arte griego y romano con el
paso del tiempo ha alentado a imaginar una paleta sombría;
pero sobre esto hay mucho más que decir. Plinio nombra a
varios artistas famosos de este período que pintaron con sólo
cuatro colores: el eminente Apeles, junto a Aeción, Melancio y
Nicómaco. La lista de Cicerón llega un poco más lejos; incluye
al pintor de principios de siglo v Polignoto, así como a Ceuxis
y Timantes de principios del siglo iv. La tradición de limitar la
paleta parece haber empezado a mediados del siglo v a.C.,
cuando Empédocles estaba perfeccionando la idea de los cuatro elementos y Demócrito postulaba los átomos.
Nietzsche propuso, con osadía, que los pintores griegos
evitaban el azul y el verde porque éstos “deshumanizan más
que cualquier otro color a la naturaleza”. Pero la verdadera
número 446, febrero 2008
a
razón debió de haber sido más práctica que metafísica. Durante el siglo v a.C. los artistas griegos empezaron a pintar en tres
dimensiones empleando una técnica de claroscuro para representar la profundidad. Este progreso pudo haber motivado el
uso de los cuatro colores como un modo de mantener el color
controlado mientras los artistas descubrían cómo manejar la
luz y la oscuridad. Como descubrirían más tarde los artistas del
Renacimiento, cuanto mayor es la paleta más difícil es lograr
una armonía del matiz y del tono, de manera que ningún color
se destaque de forma discordante sobre los otros. Si se restringe la gama de matices, y además son plasmados en apagados
pigmentos de tierra y no en pigmentos brillantes, se hace más
fácil dominar un mundo tridimensional de luz y sombra.
Una vez establecido este sistema, pudo pasarse de una necesidad técnica a un principio estético. Plinio no disimula su
preferencia por los colores “austeros” sobre los “floridos”. Una
prueba de que Roma heredó esta tradición es el mosaico de
cuatro colores “Alejandro” en la casa del Fauno en Pompeya
(que en realidad es una copia de una pintura de Filoxenos de
Eritrea, discípulo de Nicómaco).
Sin embargo, los colores brillantes puros no desaparecieron
de las artes decorativas. Los griegos los utilizaban para adornar
los edificios, como demuestran los rojos y amarillos de Olinto,
que datan de los siglos v y iv a.C. En la pintura de los muros
de Cnosos en Creta se ha encontrado frita azul egipcia que
data de antes del 2100 a.C., también en los edificios del período micénico en la antigua Grecia (alrededor del 1400 a.C.), y
en objetos a lo largo de todos los altibajos de la civilización
griega. Teofrasto habla de un pigmento azul artificial que se
importaba desde Egipto, lo que sugiere que los griegos no sabían (o no se molestaban en) fabricarlo. Los etruscos empleaban azul egipcio en el siglo vi a.C., y también los romanos que
los sucedieron. Se encuentra en los muros de Pompeya, pero
también, sin usar, en las tiendas de colores de esa ciudad, así
como en las tumbas de los pintores romanos. Pese a su ausencia formal en la lista de Plinio, la inclusión del azul por Owen
Jones entre los colores de la paleta antigua estaba plenamente
justificada.
La química se “encendió” cuando Oriente y Occidente se
encontraron en el crisol de la Alejandría helenística, poniendo
en contacto la cosmovisión lógica de la Grecia clásica y la tendencia oriental a la experimentación práctica. Por lo mismo, el
colorido del arte occidental ganó en novedad y belleza cuando
el imperio de Alejandro descubrió en Oriente nuevos patrones
estéticos y nuevos materiales.
Por ejemplo, el mineral rojo brillante llamado cinabrio (sulfuro de mercurio) era usado como pigmento en China mucho
antes de su aparición en Occidente. Puede que hasta los egipcios lo ignoraran, y son raros los indicios de su presencia en el
arte griego antes de la época de Teofrasto. El índigo se importaba de la India: los griegos lo llamaban indikon, y Vitrubio
relata que los romanos lo empleaban como pigmento para artistas en el siglo i a.C.
La “sangre de dragones y elefantes” menospreciada por Plinio es una resina roja que se extrae de ciertas plantas asiáticas:
según un testimonio, provenía del fruto de la caña de Bengala
Calamus draco, aunque el historiador del arte Daniel Thompson
la atribuye a la savia del arbusto Pterocarpus draco. Los dragones,
su fuente legendaria, han dejado su huella en cada caso. En la
época medieval este colorante era llamado sangre de dragón, y
hasta se pensaba que literalmente lo era. Plinio fue el primero
en mencionar este mito; más adelante tomaría un aspecto sensacionalista, como indica Jean Corbichon en su traducción de
la obra del siglo xiii De proprietatibus rerum (De las propiedades
de las cosas) de Bartholomaeus Anglicus:
a
Según Avicena [un alquimista árabe], el dragón envuelve
con su cola las patas del elefante, y el elefante se deja caer sobre
él, y la sangre del dragón enrojece la tierra, y toda la tierra
tocada por su sangre se convierte en cinabrio, y Avicena lo
llama sangre de dragón.2
Pero quizás más importante que la afluencia de nuevos pigmentos “floridos” fue el contraste de la estética de brillantes
matices de Persia y la India con la austeridad de los griegos.
Esta influencia originó la hermosa riqueza del arte bizantino,
que al ser llevado a Occidente con las cruzadas inspiraría un
uso más atrevido del color entre los europeos.
La cultura helenística tuvo una actitud más flexible hacia la
mezcla de colores, basada más en el empirismo que en prejuicios dogmáticos. Alejandro de Afrodisias en el siglo iii explicó
cómo (en contra de la opinión de Aristóteles) se podía obtener
verde a partir de amarillo y azul, y violeta a partir de azul y
rojo. Pero, según él, estos colores “artificiales” no podían compararse con sus equivalentes puros en la naturaleza. Y ciertamente no se comparan, pues se necesitan buenos primarios
para poder mezclar sin pérdida de brillo. Así, las limitaciones
de los materiales restringían las posibilidades del artista. G
2 Citado en D. Thompson, The Materials and Techniques of Medieval Painting, N ueva York, Dover, 1956, p. 125.
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la Gaceta 11
a
La pintura romana*
a
Pascal Quignard
En un diálogo de Jenofonte, Sócrates interroga a Parrasio sobre la esencia de la pintura. Sócrates fue condenado a muerte
y ajusticiado en el año 399 a.C. Jenofonte compuso las Memorables hacia el año 390 a.C., en Escilunte.
Un día Sócrates entró en el taller de Parrasio, el zográphos.
La palabra pintor se dice en griego zográphos (el que escribe lo
que está vivo). En latín se dice artifex (el que hace un arte, una
obra artificialis).
—Dime, Parrasio —dijo Sócrates—, la pintura (graphiké)
¿no es acaso una imagen de las cosas que vemos (eikasía tõn
oroménon)? Los fondos y los relieves, lo claro y lo oscuro, lo
duro y lo blando, lo erizado y lo liso, la frescura del cuerpo y
la vejez del cuerpo, ¿los imitáis con colores?
—Es verdad lo que dices —le contestó Parrasio.
—Ahora bien, si queréis representar formas bellas (kalà
eíde), como no es fácil encontrar a un hombre en quien todo
sea irreprochable, reunís a varios modelos. Tomáis de cada uno
lo más bello. ¿Entonces componéis un cuerpo totalmente bello?
—En efecto, así es como procedemos —dijo Parrasio.
—Pero, ¡cómo! —exclamó Sócrates—. Lo más sugestivo
que existe, lo más suave, lo más conmovedor, lo más apreciado,
lo más digno de ser buscado, lo que más deseamos, que es la
expresión del alma (tò tẽs psychẽs ẽthos), ¿no la imitáis? ¿O es
que no es posible imitarla (mimetón)?
—Pero Sócrates, ¿cómo imitarla? —respondió Parrasio—.
No tiene proporción (symmetrían) ni color (chrõma) ni ninguna de las cualidades que acabas de enumerar. No es visible
(oratón).
—¡Vaya! —contestó Sócrates—. ¿Acaso no vemos cómo los
hombres expresan unas veces benevolencia con la mirada (blépein) y otras veces, con una mirada distinta, traslucen odio?
—Es cierto —respondió Parrasio.
—Entonces, ¿no es necesario imitar estas expresiones mediante los ojos (ómmasin)?
—Efectivamente —dijo Parrasio.
—Cuando unos amigos son felices o infelices ¿acaso los
rostros (tà prósopa) de los que se preocupan por su felicidad o
su infelicidad son iguales que los de aquellos que no sienten
esta inquietud?
¡Por Dios, no! —exclamó Parrasio—. En los momentos de felicidad, la alegría brilla en el semblante. En los momentos de
* Pascal Quignard, El sexo y el espanto, Editorial Minúscula, Barcelona, 2006.
12 la Gaceta
infelicidad, la sombra cubre la mirada (skythropoí).
—Entonces, ¿se puede hacer una imagen (apeikázein) a partir de esas miradas? —preguntó Sócrates.
—Efectivamente —respondió Parrasio.
—La altivez y la apariencia noble, la humildad y la apariencia servil, la moderación y la justa medida, el exceso (hýbris), así
como lo que carece de toda idea de belleza (apeirókalon), se
transparenta (diaphaínei) gracias al rostro (prosópou) y a través
de las actitudes (schemáton) que adoptan los hombres en su
manera de comportarse y moverse.
—Dices la verdad —dijo Parrasio.
—Es necesario, pues, imitar (mimetá) esas cosas —dijo Sócrates.
—Efectivamente —respondió Parrasio. (Jenofonte, Memorables iii, 10, 1)
Este diálogo entre Sócrates y Parrasio expresa el ideal de la
pintura antigua. Tres etapas jalonan el ascenso de lo visible a lo
invisible. Primero, la pintura representa lo que se ve. Después,
la pintura representa la belleza. Por último, la pintura representa tò tẽs psychẽs ẽthos (el ethos de la psyché, la expresión moral
del alma, la disposición psíquica en el instante crucial).
¿Cómo representar lo visible en lo invisible? ¿Cómo captar
la expresión en el instante crucial del mito (cómo mostrar el
ẽthos del mỹthos con una imagen fija)? En la discusión entre
Parrasio y Sócrates hay muchas palabras que dificultan la lectura. La palabra prósopon significa en griego el rostro visto de frente, y, a la vez, la máscara de teatro (significa también las personas gramaticales; “yo”, “tú”, son los prósopa griegos, los phersu
etruscos, las personae latinas: “rostros-máscaras” para los hombres que hablan). Aristóteles, en su Poética, dice: la mirada ante
la consecuencia del acto es el mejor ẽthos. Por ejemplo, Troya
devorada por las llamas, los muertos en el Hades. Y sólo después vienen el rostro, las actitudes, los movimientos, los trajes
según el papel que representa el héroe en un instante ethikós de
la acción, el instante “crucial” (la crucifixio romana es el instante ético en el relato del ajustamiento del dios nazareno).
En otras palabras, detrás de una pintura antigua siempre
hay un libro, o al menos un relato condensado en un instante
ético.
Los escultores y los pintores griegos eran gente culta y sabia. Los equivalentes modernos de Parrasio o Eufránor no son
Renoir o Picasso, sino Miguel Ángel o Leonardo. Eufránor, el
ateniense, pretendía poseer la universalidad del saber de su siglo. La asamblea de los anfictiones, el gran consejo de Grecia,
decretó que Polignoto recibiría hospitalidad pública en todas
partes y que la ciudad en la que solicitara residir asumiría todos
número 446, febrero 2008
a
sus gastos de alojamiento. Vivían colmados de gloria. Platón
denigró a esos “manuales” (Séneca Hijo dirá esos “sórdidos”) que
recibían unos honores de los que no gozaban ni los matemáticos ni los filósofos. Platón se irritó cuando vio la importancia
que Atenas concedía a Parrasio, ese “sofista de los visible”, ese
ilusionista, ese nuevo Dédalo cuyo oficio era la apariencia engañosa, ese vanidoso que tenía la audacia de ponerse abrigos
bordados. La capa de púrpura bordada de Parrasio es, en la
Atenas de fines del siglo v, su atributo más célebre.
No nos queda nada más que el recuerdo de una capa.
De las obras que fueron más ponderadas sólo poseemos
informaciones dispersas en viejos volumen o fragmentos en
pedazos de copia de otras copias sobre las paredes de las villas.
La arqueología y la lectura los exhuman. Dos mil años después,
de ellas inducimos formas tan inciertas como las siluetas de las
brumas cuando el fin de la noche y los primeros rayos del sol
las desprenden de los matorrales y de los techos borrándolas
durante el día.
El tiempo no conservó las obras de Polignoto, de Parrasio
ni de Apeles como lo hizo con las obras de Esquilo, de Sófocles
y de Eurípides. Los hombres que tanto los admiraron, hasta el
extremo de consentirles semejantes privilegios a expensas de
las ciudades libres, admiraron seguramente pinturas de caballete y frescos tan hermosos como esas tragedias.
No las veremos jamás.
Éste es un libro de sueños ofrendados a los restos de unas
ruinas.
Parrasio venía de Asia Menor. Era de Éfeso. Su padre ejercía allí el oficio de pintor; se llamaba Evenor. Parrasio fue el
pintor más importante de su época. Era más famoso que
Zeuxis. Su orgullo no tenía límites. Un día alzó la mano derecha y declaró: “Esta mano ha descubierto los límites del arte
(technẽs térmata).” Clearco dice que, además de la capa roja,
solía llevar una corona de oro. Sus dibujos sobre piel y sus estarcidos sobre madera (utilizados luego por orfebres y ceramistas) eran tan hermosos que los ciudadanos coleccionaban estos
vestigia en vida de Parrasio. Teofrasto refiere que Parrasio era
feliz y canturreaba (hypokinyrómenos) mientras trabajaba. Procuraba así aliviar la fatiga de su oficio. La técnica de Parrasio
número 446, febrero 2008
era aún convencional. Todavía usaba colores éticos (como en las
sociedades actuales seguimos asociando negro con luto, azul
con varón, verde con esperanza). El pintor ateniense Eufránor,
a comienzos del siglo iv, afirmaba que el Teseo de Parrasio no
tenía un tono rosa de hombre, sino un rosa de rosal.
Parrasio no fue solamente el inventor de la pornografía.
Inventó la línea extrema (la extremitas, el contorno, los térmata
technẽs). Lo que Plinio el Viejo traducía por extremitas, Quintiliano lo llamaba circumscripsio, que en retórica significa el
“período” de la frase. Plinio aclara: Ambire enim se ipsa debet
extremitas et sic desinere ut promittat alia post se ostendatque etiam
quae occultat (Pues la extramidad debe torcerse y rematarse de
modo que dé la impresión de que hay otra cosa detrás, y que se
vea incluso lo que oculta). Parrasio es, en definitiva, el pintor
que añade el fantasma a la visión de lo visible. En la parte inferior del Heracles que representó afrontando la muerte frenética, el pintor puso esta sorprendente inscripción chamánica:
“Puede verse (orãn) aquí al dios tal como a menudo, en las tinieblas de la noche (ennychíos), se me apareció (phantázeto) en
sueños.”
El diálogo entre Parrasio y Sócrates dice lo siguiente: el
naturalismo es la base del arte; si la belleza es su apariencia (el
phántasma), su fin es la expresión ética (las grandes emociones
divinas o sobrehumanas). Arístides de Tebas precisó que a la
representación del ẽthos el arte debía añadir la del páthos.
¿Quién era el gran pintor? El gran pintor era aquel que volvía
sensible, en el interior del personaje figurado, la lucha entre el
carácter y la emoción. Plinio el Viejo describió un cuadro de
Arístides de Tebas que a Alejandro le gustó tanto que lo robó
durante el saqueo de la ciudad en el 334 a.C.: “Una ciudad ha
sido tomada; una madre, herida de muerte; su hijito se arrastra
en busca del pecho desnudo. La mirada de la madre expresa su
espanto al ver que mama sangre en vez de la leche que la muerte ha secado” (Plinio el Viejo, Historia natural xxxv, 98). La
muerte amamantando pintada por Arístides de Tebas es el mismo momento crucialis del Prometeo clavado que pinta Parrasio
de Éfeso a partir del rostro del prisionero de Olinto. Es el
instante de muerte. G
la Gaceta 13
a
a
Visita a Picasso (O del fin del arte)
a
Giovanni Papini
Antibes, 19 de febrero
Hace muchos años compré en París seis cuadros de Picasso, no
porque me gustaran, sino porque estaban de moda y podían
servirme para hacer regalos a las señoras que me invitaban a
comer. Pero ahora, encontrándome solo en la Costa Azul y no
sabiendo cómo pasar los días, se me ha ocurrido ver personalmente al autor de aquellas pinturas.
Vive cerca de aquí, en una villa junto al mar, con su jovencísima y florida esposa. Picasso, según creo, tiene sesenta y
cinco o sesenta y seis años, pero es de buena sangre, fuerte y
bien formado, de buen color y de excelente humor.
Hemos hablado, al principio, de algunos conocidos comunes, pero en seguida el tema se ha circunscrito a la pintura.
* Giovanni Papini, “El libro negro”, en Obras (Tomo I), Aguilar,
Madrid, 1959.
14 la Gaceta
número 446, febrero 2008
a
Pablo Picasso no es solamente un feliz artista, sino también un
hombre inteligente, que no le importa sonreírse, a su debido
tiempo y lugar, de las teorías de sus admiradores.
—Usted no es un crítico, ni un esteta —me ha dicho—, y,
por tanto, con usted puedo hablar libremente. De joven, como
todos los jóvenes, yo tuve la religión del arte, del gran arte.
Pero más adelante, con el paso de los años, me di cuenta de que
el arte, tal como fue entendido hasta el siglo xix inclusive, ya
está concluido, moribundo, condenado, y que la llamada “actividad artística”, con su misma abundancia, no es sino la multiforme manifestación de su agonía. Los hombres van desaficionándose cada vez más de la pintura, escultura y poesía, a pesar
de las apariencias contrarias. Los hombres de hoy han puesto
su atención y su calor en cosas completamente distintas: las
máquinas, los descubrimientos científicos, las riquezas, el dominio de las fuerzas naturales y de todos los países del orbe. Ya
no sienten el arte como una necesidad vital, como una necesidad espiritual, tal como sucedía en otros siglos. Muchos continúan actuando como artistas y ocupándose del arte, pero por
razones que tiene poco que ver con el arte verdadero, es decir,
por espíritu de imitación, por nostalgia de la tradición, por la
fuerza de la inercia, por amor a la ostentación, al lujo, a la curiosidad intelectual, por moda o por cálculo. Viven aún, por
hábito o por snobismo, en un reciente pasado, pero la inmensa
mayoría, tanto alta como baja, no siente una sincera y cálida
pasión por el arte, al que considera, todo lo más, como una
expansión, una distracción o un ornato. Poco a poco, las nuevas generaciones, enamoradas de la mecánica y de los deportes,
más sinceras, más cínicas y más brutales, abandonarán el arte
en los museos o en las bibliotecas, como incomprensibles restos del pasado.
¿Qué puede hacer un artista que ha visto claro este fin
próximo, como me sucede a mí? Será demasiado duro cambiar
de oficio y, además, peligroso desde el punto de vista alimenticio. Para él solamente hay dos caminos: tratar de divertirse y
procurar ganar más dinero.
Desde el momento en que el arte no es ya el manjar que
nutre a los mejores, el artista puede desahogarse a placer en
toda tentativa de fórmulas nuevas, en todos los caprichos de la
fantasía, y en todos los recursos del charlatanismo intelectual.
El pueblo ya no busca en el arte consuelo y exaltación; pero los
refinados, los ricos, los ociosos, los alambicadores de quintaesencias, buscan lo nuevo, lo extraño, lo original, lo extravagante, lo escandaloso. Y yo, a partir del cubismo, he contestado
a esos señores y a esos críticos con todas las variables singularidades que se me han venido a la cabeza, y cuanto menos las
han comprendido, más las han admirado. A fuerza de divertirme con estos juegos, con estos funambulismos, con rompecabezas y arabescos, he llegado a ser célebre rápidamente. Y la
celebridad, para un pintor, significa ventas, ganancias, fortuna,
riqueza. Y ahora, como usted sabe, soy célebre, soy rico. Pero
cuando estoy solo, conmigo mismo, no tengo el valor de considerarme un artista en el sentido grande y antiguo de la palabra. Verdaderos pintores fueron Giotto y Tiziano, Rembrandt
y Goya; yo soy solamente un amuseur public que ha comprendido su época y ha aprovechado, lo mejor que ha sabido, su
imbecilidad, la vanidad y la ambición de sus contemporáneos.
Es una amarga confesión la mía, más dolorosa de lo que pueda
parecerle, pero tiene el mérito de ser sincera.
Et après ça —ha concluido Picasso—, allons boire.
La conversación no ha terminado aquí, pero no tengo la
paciencia necesaria para consignar las paradojas sin prejuicios
que salieron de los labios del viejo pintor.1 G
a
1 Esta fantasía dio lugar a una anécdota muy significativa: las agencias de noticias dieron por auténticas las declaraciones de Picasso,
y como si fueran de él aparecieron en toda la prensa nacional. (N.
del T.)
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la Gaceta 15
a
20*
a
Octavio Paz
Sobre la pared de enfrente se proyecta una claridad tranquila.
Sin duda el vecino ha subido a su estudio, ha encendido la
lámpara que está cerca de la ventana y a su luz lee apaciblemente The Cambrige´s Evening News. Abajo, al pie del muro, brotan
las margaritas blanquísimas entre la obscuridad de las yerbas y
plantas del prado minúsculo. Veredas transitadas por seres más
pequeños que una hormiga, castillos construidos en un milímetro cúbico de ágata, ventisqueros del tamaño de un grano de
sal, continentes a la deriva en una gota de agua. Bajo las hojas
y entre los tallos mínimos del prado, pulula una población
prodigiosa que pasa continuamente del reino vegetal al animal
y de éste al mineral o al fantástico. Esa ramita que un soplo de
* Octavio Paz, “El mono gramático” en Obras completas 11. Obra
poética (1935-1970), fce, México, 1997.
16 la Gaceta
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a
aire mueve débilmente era hace un instante una bailarina de
senos de peonza y de frente perforada por un rayo de luz. Prisionero en la fortaleza que inventan los reflejos lunares de la
uña del dedo meñique de una niña, un rey agoniza desde hace
un millón de segundos. El microscopio de la fantasía descubre
criaturas distintas a las de la ciencia pero no menos reales;
aunque esas visiones son nuestras, también son de un tercero:
alguien las mira (¿se mira?) a través de nuestra mirada.
Pienso en Richard Dadd pintando durante nueve años, de
1855 a 1864, The fairy-feller´s master-Stroke en el manicomio
de Broadmoor. Un cuadro de dimensiones más bien reducidas
que es un estudio minucioso de unos cuantos centímetros de
terreno —yerbas, margaritas, bayas, guijarros, zarcillos, avellanas, hojas, semillas— en cuyas profundidades aparece una población de seres diminutos, unos salidos de los cuentos de hadas y otros que son probablemente retratos de sus compañeros
de encierro y de sus carceleros y guardianes. El cuadro es un
espectáculo: la representación del mundo sobrenatural en el
teatro del mundo natural. Un espectáculo que contiene otro,
paralizador y angustioso, cuyo tema es la expectación: los personajes que pueblan el cuadro esperan un acontecimiento inminente. El centro de la composición es un espacio vacío,
punto de intersección de todas las fuerzas y miradas, claro en
el bosque de alusiones y enigma; en el centro de ese centro hay
una avellana sobre la que ha de caer el hacha de piedra del leñador. Aunque no sabemos qué esconde la avellana, adivinamos que, si el hacha la parte en dos, todo cambiará: la vida
volverá a fluir y se habrá roto el maleficio que petrifica a los
habitantes del cuadro. El leñador es joven y robusto, está vestido de paño (o tal vez de cuero) y cubre su cabeza una gorra
que deja escapar un pelo ondulado y rojizo. Bien asentado en
el suelo pedregoso, empuña en lo alto, con ambas manos, el
hacha. ¿Es Dadd? ¿Cómo saberlo, si vemos la figura de espaldas? No obstante, aunque sea imposible afirmarlo con certeza,
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no resisto la tentación de identificar la figura del leñador con
la del pintor. Dadd está encerrado en el manicomio porque,
durante una excursión en el campo, presa de un ataque de locura curiosa, había asesinado a hachazos a su padre. El leñador
se dispone a repetir el acto pero las consecuencias de esta repetición simbólica serán exactamente contrarias a las que produjo el acto original; en el primer caso, encierro, petrificación;
en el segundo, al romper la avellana, el hacha del leñador rompe el hechizo. Un detalle turbador: el hacha que ha de acabar
con el hechizo de la petrificación es un hacha de piedra. Magia
homeopática.
A todos los demás personajes les vemos las caras. Unos
emergen entre los accidentes del terreno y otros forman un
círculo hipnotizado en torno a la nefasta avellana. Cada uno
está plantado en su sitio como clavado por un maleficio y todos
tejen entre ellos un espacio nulo pero imantado y cuya fascinación siente inmediatamente todo aquel que contempla el cuadro. Dije siente y debería haber dicho: presiente, pues ese espacio es el lugar de una inminente aparición. Y por esto mismo
es, simultáneamente, nulo e imantado: no pasa nada salvo la
espera. Los personajes están enraizados en el suelo y son, literal y metafóricamente, plantas y piedras. La espera los ha inmovilizado —la espera que suprime al tiempo y no a la angustia. La espera es eterna: anula al tiempo; la espera es instantánea,
está al acecho de lo inminente, de aquello que va a ocurrir de
un momento a otro: acelera al tiempo. Condenados a esperar
el golpe maestro del leñador, los duendes ven interminablemente un claro del bosque hecho del cruce de sus miradas y en
donde no ocurre nada. Dadd ha pintado la visión de la visión,
la mirada que mira un espacio donde se ha anulado el objeto
mirado. El hacha que, al caer, romperá el hechizo que los paraliza, no caerá jamás. Es un hecho que siempre está a punto
de suceder y que nada ocurrirá. Entre el nunca y el siempre
anida la angustia con sus mil patas y su ojo único. G
la Gaceta 17
a
a
a
* Ulises Carrión, Poesías, Taller Ditoria, México, 2007.
18 la Gaceta
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a
a
Richard Dadd*
Patricia Allderidge
No cabe duda de que Dadd pintó una de sus dos obras maestras para el dr. Hood y la otra para su colega reformista y civilizador, el igualmente entusiasta joven asistente del hospital
George Henry Haydon. Éstas son las dos pinturas de hadas
Oberon and Titania y The Fairy Feller’s Master-Stroke, las cuales
comparten la dedicación que prodigaba a Hood y Haydon
respectivamente.
Hasta donde se sabe, estas dos pinturas admirables marcan
el único retorno de Dadd a los temas de hadas luego de su
enfermedad, y aunque a primera vista parecen muy alejadas de
sus prototipos de la década de 1840, todavía es posible rastrear
su desarrollo. Esto es particularmente cierto con Oberon and
Titania, que guarda muchas similitudes con Puck y Titania Sleeping. Aquí los rasgos de diseño tipo Maclise apropiados por la
capacidad aparentemente ilimitada de Dadd para llegar a extremos fantásticos que fuerzan los límites de lo creíble, aún son
muy evidentes. Todavía hay un borde decorativo que circunda
el área central, el espacio del arco se ha convertido en el auténtico corazón del cuadro, el patrón superficial adquiere un grado de complejidad sin vacilaciones que desafía el análisis, y la
descripción de los detalles delicados se ha refinado a un nivel
en que la interdependencia total entre visión y técnica alcanza
un límite místico. Es una pintura con la cual se tiene la certeza
absoluta de que representa la consumación perfecta de la inspiración del pintor. Lo ingenioso del diseño, mediante el cual
varios grupos de personajes se apoyan en un óvalo de profunda
concavidad gracias a una serie de plataformas estrafalarias e
improbables, casi se pierde en la incomparable ingenuidad del
detalle y la pureza de su ejecución. Por encima de todo es una
pintura entretenida, incluso juguetona: último atributo que
uno esperaría encontrar en un pintor acosado por malos espíritus y sentimientos de persecución. El primer plano rebosa de
criaturas microscópicas ocupadas en diversas actividades, el
pasto se entrelaza en nudos complejos, hay gotas de rocío que
caen de la parte superior del cuadro y cubren toda la superficie,
las naturalezas muertas de increíble exquisitez dispuestas entre
las hojas se hallan como en casa y la propia Titania perpetra la
broma culminante al aplastar una delicada flor junto con su
habitante fantástico bajo su pie descuidado. Es una broma en
buena medida a costa de un diminuto predecesor, que en 1841
se acurrucaba en un rayo de luna.
Aunque sería justo decir que es una pintura obsesiva, difiere
* Patricia Allderidge, Richard Dadd, Academy Editions, Londres,
1974.
número 446, febrero 2008
principalmente en cantidad más que en calidad de lo que cualquier pintor especialista en “acabados” incluye en su trabajo.
No muchos podrían permitirse pasar cuatro años ininterrumpidos en la misma pintura con el nivel de concentración requerido para producir Oberon and Titania, aunque obviamente ésta
no es toda la historia. The Fairy Feller’s Master-Stroke parece
provenir de un nivel de consciencia distinto; aquí lo obsesivo
no está en la dedicación por el acabado, sino que es parte esencial del acto creativo primario. Se conservan algunos de los
primeros rasgos estilísticos; el pasto ya no forma un borde alrededor de la obra sino que es una maraña que cruza la superficie, a través de la cual tenemos que asomarnos como en la
vitrina de una caja botánica. Aunque el patrón superficial es
igual de sutil e intrincado que en el resto de su obra, es el mundo que Dadd crea por completo lo que ejerce un poder tan
cautivador y, más que estar subordinados a él, los detalles son
una parte inseparable.
En un poema que Dadd escribió posteriormente, dijo que
se quedaba contemplando el lienzo en blanco durante largos
ratos sin que se le ocurriera algo para pintar en él, pero gradualmente los personajes se fueron acomodando según les
apetecía. No es que surgieran de la casualidad; cada uno se
materializaba por la pura fuerza de haber observado con agudeza qué lugar exacto ocupaban dentro de la totalidad del microcosmos. La propia unidad del microcosmos se mantiene
por la intensa y ensimismada concentración de quienes lo habitan: no hay movimiento ni posibilidad de movimiento, ni
antes ni después, los personajes conservan una quietud como
de un estado de trance. La diferencia entre las dos pinturas
queda ejemplificada en parte con el hecho de que Oberon and
Titania, pese a lo genial de su diseño general, suplica se le explore centímetro a centímetro; pero es virtualmente imposible
reproducir un detalle de El leñador-duende sin falsear la selección lo mismo que el resto del cuadro.
Oberon and Titania tardó cuatro años en completarse; The
Fairy Feller’s está fechada en “quasi” 1855-64, lo cual significa
que durante ese lapso fue abandonada o que tomó mucho
tiempo empezarla; de lo único que se puede tener certeza es
que cuando Dadd escribía “quasi” quería decir algo con ello,
pues tenía una cuidado casi ritual con las fechas. Ya que está
inconcluso hay que asumir que trabajó en el cuadro hasta que
fue llevado a Broadmoor en 1864. Al principio y al final de este
periodo también produjo otras pinturas menos complejas pero
de la misma calidad. Al ver los dos temas de hadas resulta difícil imaginar que haya pintado otra cosa y este aire conclusivo
de su obra es lo que vuelve a cada nuevo descubrimiento una
la Gaceta 19
a
a
revelación. En el magnífico Saul and David de 1854, el igualmente magnífico aunque muy diferente Mother and Son de
1860, Negation del mismo año, las dos marinas mágicas de 1861
y Bachanalian Scene de 1862, produjo imágenes definitivas, tan
completas, que de una pintura a otra nada se transfiere, a no ser
por lo contrastante de su intensa visión personal. Si bien esta
misma huella empezaba a notarse en las primeras pinturas de
hadas, sus obras de madurez llevan el sello de lo excepcional.
En su trabajo en acuarela es más fácil descubrir patrones y
20 la Gaceta
desarrollos cronológicos. Luego de los bocetos de “Pasiones”
parece volcarse a los paisajes y después usar la técnica desarrollada para el paisajismo en composiciones que incorporaban
personajes. Si The Island of Rhodes realmente es una de las acuarelas de 1845, entonces la combinación de puntillismo, lavado
y fino delineado con el que está pintado debió ser un método
que utilizaba siempre para esta clase de temas. Es ciertamente
uno de los ejemplos de mayor refinación que se le conocen, el
sol que refleja la superficie de unas rocas ligeramente lavadas
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a
hacia unas sombras punteadas de púrpura, la meseta guijarrosa
y la alfombra de pasto formadas por delicadas líneas enredadas.
Los estudios ampliados de personajes parecen haber continuado un tiempo y a partir de 1857 los paisajes toman forma de un
nuevo punto de partida.
De las inscripciones resulta claro que estaba usando su cuaderno de dibujo y trabajaba en puntos de vista originales, como
en Venecia, que viene directamente de ahí. Las “reminiscencias” y los paisajes y marinas imaginarios parecen seguir de
manera natural. De éstos, A Dream of Fancy y Port Stragglin son
representativos de dos aproximaciones ligeramente distintas.
El primero, pese a ser fruto de la imaginación, es un paisaje
reconocible, de apariencia realista, cuyas cualidades esenciales
radican en el tamaño y la densidad de su visión. Es casi lo contrario a las primeras pinturas de hadas, la naturaleza vista, más
que con un lente de aumento, a través del lado equivocado de
un telescopio.
Puerto Stragglin es un destilado de la más pura fantasía poética, un pueblo místico resplandeciente y frágil, cuya evanescencia es atrapada y detenida por la prodigiosa precisión del
trazo. Aunque Dadd en raras ocasiones alcanzó alturas como
ésta, parte de la misma calidad se encuentra en muchas acuarelas posteriores de finales de la década de 1850, un sentido del
éxtasis en la creación de formas intrincadas por medio de esquirlas de luz y línea y color. Viendo sus acuarelas posteriores
uno irremediablemente recuerda el juramento que Samuel
Palmer se hizo a sí mismo en su cuadernos: “Las visiones del
alma, por ser perfectas, son el único criterio al que debería
someterse la naturaleza… Algunas veces el paisaje se muestra
como en una visión, y luego parece tan delicado como el arte;
pero esto ocurre en raras ocasiones y los fragmentos de la naturaleza por lo general mejoran cuando los recibe el alma …”.
Para Dadd en Bethlem y Broadmoor todo paisaje ha pasado
por el fuego purificador de su alma.
En ciertos sentidos las marinas son lo más destacable de
todo, ya que los barcos y el mar simbolizan la esencia de la libertad, un tema en el que es peligroso ponerse a pensar cuando
se está confinado de por vida. Tener la capacidad para pintar
marinas luego de más de treinta años de reclusión presupone
un amor profundo que debió desgastarse en años de ansiedad
tortuosa; y aun así en pinturas como The Pilot Boat y Fishing
Fleet in a Storm es sublimado en una ternura lírica que coloca
estos pequeños cuadros entre los más agobiantes, porque la
mayoría eran agobiantes, en la obra de Dadd.
En 1864 todos los pacientes criminales de Bethlem fueron
trasladados al nuevo hospital mental de Broadmoor, en Berkshire, donde podían gozar de muchas más libertades, ocupaciones y entretenimientos. Para entonces a Dadd poco debía im-
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portarle, desde el punto de vista de su obra, en qué lugar se
encontrara; si bien su estado físico mejoró bastante, no sorprende que haya pocos cambios inmediatos aparte de una
progresión gradual en el sendero que ya caminaba. La única
excepción es el Retrato del dr. Orange, de 1875, una pieza extraordinaria de realismo que, aun cuando haya sido la respuesta a una petición específica, muestra que nunca perdió su capacidad para trabajar con un estilo vívidamente realista cuando la
ocasión así lo exigía.
Poco de su trabajo en Broadmoor parece haber sobrevivido,
y aunque con el correr de los años pintaba cada vez más lento,
debe haber producido algo más que las pocas acuarelas de tipo
onírico, las dos Fantasías egipcias, el retrato y los Músicos vagabundos, todos estos conocidos en la actualidad. Pero la principal
obra del periodo, la que pudo ocuparle una larga temporada,
sin duda fue destruida hace mucho. El salón recreativo masculino incluía un escenario en el que Dadd pintó escenografía, un
telón que permanecía en la memoria de los antiguos miembros
del personal, murales ricamente elaborados y, las únicas partes
que sobreviven, seis paneles al frente del escenario. Un visitante que habló con él en 1877 también describió que en la mano
llevaba múltiples ilustraciones y motivos decorativos, imágenes
de proyector y diagramas para conferencias, figuras cómicas en
Navidad, cualquier cosa nueva y variada que pudiese arrojar la
vida. Este visitante también recibió una lupa para poder examinar una miniatura sobre marfil, y puesto que la pequeña marina Fishing Fleet in Storm está fechada un mes después de esta
visita, Dadd seguramente trabajó algún tiempo en otras miniaturas durante los últimos veintiún años de su vida en Broadmoor.
Richard Dadd murió el 8 de enero de 1886 y fue sepultado
en el cementerio de Broadmoor. Las pinturas y dibujos que
dejó se desperdigaron y fueron prácticamente desconocidos
por varios años, apenas ahora empieza a apreciarse su notable
cantidad y variedad. Su trabajo es siempre bello y a menudo
profundamente conmovedor, en particular las acuarelas tardías
poseen una curiosa vulnerabilidad frente a la cual uno difícilmente se atreve a respirar por miedo a dispersar su magia.
Como añadidura tienen un tono melancólico y muchos de sus
personajes dejan una imagen de ineludible melancolía. Salvo
excepciones obvias, sorprendentemente dejan la impresión de
ser el trabajo de un espíritu afable. Pero probablemente la
única cualidad que brille a través de toda su obra sea la pureza
de una visión desnudada por la privación de las distracciones
externas tanto como de los estímulos, desnuda hasta la pálida
llama que arde en su corazón. G
a
Traducción de Arturo Gutiérrez Aldama
la Gaceta 21
a
Diego*
a
Vlady
¡Ningún imbécil renace de las cenizas! Para emerger de las
cenizas hacen falta fuego y luz. Así Diego. Lo que Jakobson
llama hominus ludentes, hombres que juegan a la vida; el mexicano por excelencia. Jugar a ser. Lo que sea: político-negociante, policía-asaltante, robolucionario, líder-prevaricador, intelectual maniqueo, marxista de cubículo, pintor de imágenes no
de pintura. Diego fue uno de los artistas que hicieron la nueva
imagen de la pintura “rollo”, rollo políticosocial, conceptual.
El rollo que mata al cuadro. ¡Como rollo es importante, como
pintura no! Los cuadros no pintados del siglo xx pagarán el
precio de su error. Existirán en función de las reproducciones.
El original morirá.
Pero toda materia es efímera, se transforma. La memoria
perpetúa el cuento. Y Diego cultivó el cuento. Como un narrador embustero y fascinante de los mercados orientales, inventando episodios de telenovela del desierto: ¡Mirage! Con beduinos tramposos y zarapes voladores. El mundo, México, que
él presentaba, era como los cuentos de hadas, con enanos y
gigantes (mamá, papá y los demás). Diego habla a un pueblo de
niños inocentes y egocéntricos como el niño artista, Diego
mismo. Comprueba su cuento con todo lo que encuentra a su
paso, dibuja todo lo que encuentra, son pruebas fehacientes.
Todo está a imagen del hombre niño. Como Iván el tonto ruso,
el soldado Shveik checo, Per Ghuint escandinavo, el policía
* Texto publicado en la revista Vuelta número 85, correspondiente
al mes de Diciembre de 1983, páginas 42 y 43.
22 la Gaceta
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a
Berurier de la zaga de “San Antonio”, nuestro Cantinflas; todos antihéroes “chingones” de la venganza del pobre que compensan su indigencia con el pitorreo.
Política, ideología, teoría analítica no eran para Diego más
que una manera de protagonizar un papel. Al fin y al cabo debía en alguna medida participar del medio ambiente. ¿Por qué
no? Sólo los genios son arbitrarios, ¿Lo fue Diego? Para que
una invención resulte verdad alguien tiene que creer en ella.
Diego la proponía como un juguete. Juguete-revolución, juguete-marxismo, juguete trotskismo. ¿No sirve? Lo tiramos,
jugamos stalinismo. ¿No sirve? Jugamos al canibalismo, maoísmo. Lo que nunca falta es el juguete de la utopía y del sueño.
Pero hay en Diego formidables ingredientes. Una grandeza,
una capacidad de ver las cosas desde fuera, desde arriba. A sí
mismo inclusive. Y al mismo tiempo una perspectiva casera, de
amor ilimitado a su país y a su gente. Una ternura que se ha
perdido, y que aquella generación tenía. El libro de Anita
Brenner (Ídolos detrás de los altares) recientemente publicado en
español, con casi medio siglo de retraso, está saturado de esta
pasión y ternura por México, y este espíritu está muy claro en
Diego. Es algo poco común incluso en la literatura rusa, más
crítica. Existe en los Balcanes, que conservan la beta picaresca,
probablemente oriental y muy difundida en Europa luego. La
veta de anónimos romanos y luego españoles: el lazarillo, Rabelais en Francia, el Til Uilenspiguel flamenco, nuestro Canillitas. El escritor ruso Ilya Erhemburg hizo de Diego al picaresco Julio Jurenito.
Diego fraterniza con todo lo que ve en la realidad del país
que lo rodea. Con cada niño de ojos como ojales, con la india,
sus trenzas, su rebozo, el petate, el calzón blanco, el guarache,
chiles, semillas, árboles y ranas, héroes y mártires, amigos convertidos en arquetipos, clientes ironizados, a todos los trata
con fraterna gentileza. Nuestra historia la cuenta como para
niños. Donde unos son buenos y otros son malos, pero todos
son nuestros. Narrador de códices orientales, historia reducida
a cómics, pero finalmente eficaz.
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Y no porque sea eficaz esta manera de conceptuar la historia, sino porque lo hizo bien. ¡Su fresco es admirable! Los cuadros son primarios como estampitas pías y “ficheras” de calendario, pero los frescos son otra cosa.
Diego supo asumir los rigores del fresco. Su lógica material,
en el fresco no tiene fallas. Todas sus “tareas” son transparentes, como el fresco de Giotto y Miguel Ángel. Rara vez llega a
las complicaciones de Masaccio y del Sarto (que vimos en el
Museo de Arte Moderno en Chapultepec). Diego no se esfuerza tanto. Prefiere simplificar, lo cual también es un valor. Trata
formas simplificadas, redondas; figuras de un indio curvado sobre la tierra (¡redonda!), gesto curvo, sombrero redondo, cabeza redonda, pies redondos, el curvo machete. Traza desde una
calca, como los renacentistas, y luego pinta con amplias brochas una finísima grisalla. Diego me decía que su mayor influencia fue Cezanne. Un Cezanne devuelto al Renacimiento,
de donde en realidad procede, por la poco conocida influencia
de Achille Emperaire, que sólo dejó cinco, seis menudos cuadritos. Luego de modelar volúmenes con fina grisalla, Diego
pasa a teñir con tonos locales, reforzando las sombras con la
máxima transparencia posible. Sin jamás llegar al negro, ni a
los oscuros estúpidamente “tapados” (sin vida ni traslucidez).
Diego no añade nada a la pintura. Reintroduce la pureza del
fresco, y esto solo es un mérito aún mal comprendido. Retornar a la constante. ¡Retorno eterno!
A los sociólogos les corresponde hablar de Diego-hacedor
de identidad nacional. No saben hablar de pintura. Les gusta
hablar en nombre de las masas, manejar estadísticas: ¡muy
apantallador! Al pintor le toca la transparencia, el espesor, la
textura, la saturación de los pigmentos y los aglutinantes. En
suma: la música de la pintura y la alquimia de los sentidos, la
confección del alma. Sí, como se confecciona un traje, un automóvil. Se puede fabricar un generalote genocida. Se puede
aspirar a ser Diego Rivera. Vale la pena. ¡Y no fue pena, sino
diversión! G
la Gaceta 23
a
a
Juan Soriano: Pintor auroral*
a
Enrique Krauze
En el gineceo
Cada vez que volvía a Guadalajara, Juan Soriano peregrinaba
al museo regional para contemplar un mural anónimo del siglo
xvii que lo obsesionó desde la infancia: Alegoría de las carmelitas. Un obediente conjunto de monjas guiadas por Jesús en
vida, se reúne, como en un coro musical, para adorar a Cristo
crucificado. En el fondo, el jardín, los cielos y las aves que
cruzan, parecen tomadas de un cuadro del propio Soriano. En
una fotografía tomada en alguna de esas visitas, Juan —en actitud casi devota, la cabeza descubierta, el sombrero de paja
tras la espalda— mira fijamente, o mejor dicho, interroga a la
pintura, en busca de un significado ulterior. La escena, para él,
debió de ser misteriosa y familiar. En esas mujeres Juan veía
una representación de su propia vida: “Soy el único hombre…
mis nanas se creían mis dueñas. Yo era su Niño Dios”.
No sólo sus nanas “lo quisieron —recordaba— sin dejarlo
respirar”:
“Trece tías presiden los recuerdos de mi infancia. Trece tías
vestidas de negro que caminaban lentamente a lo largo de extensas habitaciones llenas de muebles austriacos. Se detenían
junto a alguna mesita y ordenaban objetos menudos. Siempre
tenían el aire de estar posando para invisibles fotógrafos”.
Él sería muy pronto ese fotógrafo del universo femenino, en
todas las edades, en todas situaciones: cotidianas, fugaces, sutiles. “De niño fui espectador de la vida de mis hermanas”, las
veía arreglarse para el baile del palacio y retenía cada detalle:
los pliegues y plisados de las faldas, el carbón de los ojos, la raya
en las medias de seda, los peinados “a la garçonne”. Una era
remota, otra cercana y deslumbrante, otra más, juguetona y
marimacha, como la nana María, que se vestía de hombre
mientras la tía Meche bailaba y se emborrachaba. Y, en el centro del cuadro familiar, generala de aquella tropa, la madre,
doña Amalia Montoya, a quien apodaban “la Leona”: “Creo
que en torno mío hubo demasiadas mujeres, todas como mamás. Me cuidaban y me querían demasiado, me abrazaban, me
asfixiaban y luego me abandonaban. Era natural”. ¿Cómo retenerlas y librarse de ellas? ¿Cómo quedarse y salir de ese sueño?
Viéndolas a distancia, como a su madre:
“Creo que entré al mundo en el momento en que me levanté del suelo, empecé a caminar y vi de lejos a mi madre contra
el cancel de la puerta que daba a la calle. Me sentí libre de
moverme solo e irme corriendo. Antes me la viví colgado del
*
Enrique Krauze, Retratos personales, Tusquets Editores, México,
2007.
24 la Gaceta
cuello de mi madre. Recuerdo sus brazos, su olor. Yo, Juan, era
como su piel, su cabello o su brazo; no podía hacer nada sin
ella. En el momento en que la vi a lo lejos ¡qué cosa extraordinaria! ¡Esa imagen de mi madre lejos de mí es la primera sensación de absoluta felicidad!”
Verlas a distancia era retratarlas. A las hermanas, a las tías,
las nanas, las niñas de las nanas, la madre. Pintarlas con ferocidad, inclemencia y ternura. A los 14 años pinta a su hermana
Marta con colores, pinceladas y encuadres reminiscentes de
Van Gogh, pero Juan desde entonces no imita, pinta como ve:
las facciones a veces desmesuradas, las asimetrías reveladoras.
Hacia 1938, cuando dejó Guadalajara para radicar en la capital
de México, las había pintado a todas.
Las conoce, pero no deja de indagar en ellas. Y pese a que
para él no hay misterio, lo que Soriano nos comunica de ellas
es totalmente misterioso. Están ahí, rotundas, poderosas, delicadas, sensuales. Nunca entregadas, siempre dueñas de sí. Para
Soriano el mundo de la mujer es el de la presencia de la mujer
en el mundo. Carnalidad y bruma. Como en Jardín misterioso
(1943). Una madre y sus hijas, o tres hermanas en el claro de
un bosque, y en ese claro unas ruinas, y en esas ruinas: ellas.
Una juega con un cachorro, otra busca un abrazo y la tercera,
un tanto esquiva, la rehúye. Están sin porqué; son, siempre han
sido, siempre han estado, desde que Juan nació, como el Niño
Dios, rodeado y adorado por un beatífico y a veces frenético
coro de mujeres.
[…]
Rebeldías
Al recibir el Premio Velázquez en España, Soriano explicó:
“Me rebelé contra la familia, contra la tradición, y contra la
propia pintura… Ante mi rebelión, en mi casa decían que iba a
convertirme en facineroso, que iba a morirme de hambre en la
bohemia”. No se moriría de hambre, pero por algún tiempo su
rebeldía fue caótica, como la de sus padres. Esa locura lo atormentaba, pero lo alimentaba también: “Yo no cambiaría una
hora, un minuto de los más significativos de mi infancia por
nada en el mundo… Después de unos quince años en Guadalajara, no me ha sucedido nada más importante”.
Las escenas entre el vidente y la Leona que rememoraba eran
de verdad alucinantes: golpizas, traiciones, reconciliaciones,
cuchilladas. Se amaban y detestaban. Pero de esa experiencia
familiar no podría ni querría “curarse”. Por el contrario, la atesoraba como un pozo de autenticidad, de libertad y rebeldía.
“No se me ocurriría tenerle rencor a mis padres. A fin de
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a
cuentas no me importaron sus pleitos, sus infidelidades, su
promiscuidad, su inconsciencia porque no forzaron mi destino;
jamás me violentaron aunque entre ellos se diera la violencia.
No me quitaron fuerzas para crear; al contrario, en mi niñez
está mi fuerza. Por ellos supe que si el arte es verdadero rompe
el manierismo, las reglas, las convenciones. Ellos se rompían
una vajilla encima. Cuando conocí a otras familias vi que todas
éramos igual de irregulares. Lo que sí, la nuestra era incapaz de
fingir”.
No fingió al confiarle a su padre su homosexualidad. Al vidente no le importó que no fuera como él, macho entre machos; por el contrario, presumiblemente lo cobijó, lo amó. Era
igual a él, era él, en una zona profunda del alma. Con todo, esa
rebeldía tuvo largos periodos de desvarío. Se creía un “Rimbaudcito”. Se ponía unos “cuetes terribles”. Amanecía en el Tenampa. Se complacía en vejar, insultar, desquiciar a sus amigos. Se
orinaba sobre las mesas en las fiestas. No quería vivir. Por fortuna, su rebelión terminó por encontrar siempre cauces creativos.
“Rebelarse es humano —repetía— tal vez lo más humano.”
El rebelde —como ha visto Paz— no es revolucionario. A
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Soriano no le interesa la Revolución, esa “doctrina armada” (de
fusiles, ideas, ideologías, pinceles) que hechizó a Diego Rivera,
a Siqueiros y, en menor medida, a Orozco. Soriano fue rebelde
porque nunca se plegó a una escuela ni se ajustó a una tradición: “No tengo seguidores, giro aislado”. Su ruptura inicial
fue, precisamente, con la lear (Liga de Escritores y Artistas
Revolucionarios), en particular con su maestro Santos Balmori. Por un tiempo (como Paz) participó activamente en la militancia cultural. Hacia 1980, recordaba los años treinta con repulsión:
“Yo iba a todo, a las manifestaciones anitgobiernistas, a las
obreras, y me sentía exaltadísimo, no sabía a quién iba a salvar
ni de qué, porque no puedes salvar a nadie ni de su imaginación, ni de su tristeza, ni de su miseria, pero yo marchaba por
las calles sintiéndome el redentor del mundo. ¡Hasta cargué
pancartas!... Nunca me puse a pensar “¿Qué es el comunismo?”, pero firmé una enorme cantidad de manifiestos socialistas, de llamamientos para encarrilar a la gente. Hoy pienso que
a lo mejor estos desplegados que firmaba tan inconscientemente sirvieron para que en Rusia mataran a más gente”.
la Gaceta 25
a
a
Igual que su amigo Octavio Paz, comenzó a tomar distancia
de la cultura sectaria. La rebelión de ambos era estérica y también moral. “Quizá en lear adquirí —decía Soriano— ese
horror que siento por los cuadros de tema, ya sea político o
religioso”, esa manía de “reformar la vida” que la Revolución
“tenía en común con la Iglesia católica”. Soriano, en particular,
resentía cierta inercia fácil en la pintura de “Los tres grandes”
y un vago elemento de inautenticidad: “No eran como me los
habían pintado. Ni siquiera se parecían en sus obras. Hablaban
de otro modo que sus pinceles. Discurrían acerca del pueblo y
se creían sus salvadores mientras su preocupación íntima era
vender”. De las mujeres de la Escuela Mexicana de Pintura
prefería decididamente a María Izquierdo sobre Frida Kahlo:
“No me cayó bien. Hablaba como el ‘chairas’ y no sé cuántas
madres. Uno no debe aspirar a hablar como peladito. Uno
debe hablar como uno. Frida cayó en la representación”.
Por seguir su camino prestó poca atención a las modas. Fue
rebelde en su vida por no ajustarse a los patrones convencionales. En su obra esa rebeldía se planteó de muy diversas formas.
Cuando lo común era la exaltación de lo popular y masivo,
optó por el retrato íntimo. Cuando en los años cincuenta la
“generación de la ruptura” experimentaba con formas abstractas, él volvería los ojos a Grecia y al cuerpo. No siempre acertó, pero nunca dejó de explorar con honestidad. Una de las
pinturas que mejor expresa su rebeldía ante lo convencional es
la Novia vendida (1943), dura escena de provincia en la que un
padre ausente pacta el matrimonio de su hija por interés. Está
la novia, pero en el espejo enmarcado que le tienden su rostro
es el de la muerte. Un matrimonio por interés es un sepulcro.
Una mujer desnuda, rotunda y libre, la atiende, mientras, al pie
del cuadro, una niña eléctrica y valiente, lidia con un tono
bravo, jalándole la lengua. La escena está coronada por unos
ángeles.
[…]
Sala de retratos
“Los pinté a todos. Retratarlos era conocerlos y conocerlos era
conocerme a mí mismo, descubrir el mundo al que yo quería
pertenecer.” Es verdad. Pintó a sus maestros y amigos, Luis G.
Basurto, Rafael Solana, Xavier Villaurrutia, Diego de Mesa,
entre muchos otros. Pintó parejas hermosísimas, como Ignacio
Bernal y Sofía Verea, con el fondo de la catedral y coronados
por un ángel. Se pintó también a sí mismo. Pero sobre todo las
pintó a todas: niñas, jovencitas, amigas, musas. Como en círculos concéntricos, habiendo agotado el coro femenino y familiar
de Guadalajara, en México se dispuso a pintar al gineceo de la
cultura.
La idea platónica era captar el alma irrepetible de cada mujer. “El retrato de Elena Garro —escribió Juan— seduce a
quien lo conoce.” En efecto, allí está como debió de ser, una
belleza áurea, enigmática y cerebral. Rebeca Uribe, una fiera
del trópico. Lola Álvarez Bravo, sensual y melancólica, a un instante de volverse otoñal. Isabela Corona, retadora, en un suntuoso vestido azul cobalto, a punto de salir de un umbral hacia
el escenario de la vida. Pita Amor como Safo, agradecida y
triste. Olga Costa, en un extraordinario dibujo de tinta sobre
papel, reconcentrada e intensa. La bellísima María Asúnsolo,
musa preferida de la época, como el Moisés de Miguel Ángel,
perfecta, dulce, mundana, maternal. Pero fue otra mujer —co26 la Gaceta
a
mo se sabe— la que fascinó para siempre y desde siempre a
Juan Soriano: Lupe Marín. La pintó en 1945 —majestuosa, con
su pelo recogido, sus manos entrelazadas, ojos de jade, mirada
de lince—, antes de la experiencia griega. Y la pintó profusamente en los sesenta, a la vuelta de aquel vuelo, cuando había
abandonado ya el periodo retratístico, y, tras un breve interludio abstraccionista, estaba en vilo, buscando nuevas formas.
En 1962, a propósito de los cuadros de Lupe, Octavio Paz
publicó una reseña. Nueva convergencia entre poesía y pintura, nueva complicidad creativa entre los hermanos. Así como
Paz, en sus poemas y ensayos, había cribado en el subsuelo
pétreo de México para revelar sus mitos primigenios, su “intrahistoria”, así también Juan Soriano había sondeado el misterio del mito viviente y legendario llamado Lupe Marín:
“La pinta con pinceles fanáticos, con el rigor del poeta ante
la realidad cambiante de un rostro y un cuerpo, con la devoción del creyente que contempla la figura inmutable de la
deidad. Movilidad y permanencia. Lupe aparece en muchos
tiempos y manifestaciones de su existencia terrestre (cada instante es una encarnación diferente) y toda esa pluralidad contradictoria de rostros, gestos y actitudes se funde, como en la
imagen final del abanico, es una visión inmóvil, obsesionante:
Lupe-Tonantzin”.
Había quedado muy atrás la etapa de los retratos. Ya no
trataba de captar una psicología sino algo más genérico y profundo:
“Mis Lupes —reconoce Soriano— tienen mucho de jeroglífico, son devoradoras, Coatlicues, Electras, Medeas, Tlazotéotl, furias y fuerzas de la naturaleza. Ella… sabía el tesoro que
había en sus manazas, en su ademanes, en sus pies, en las telas
con que se cubría… ella intuía por qué podía yo dibujar su
esencia, hacer de ella un símbolo, un mito”.
Paz vio en esa exposición de Soriano un acto casi sacramental cuyo objeto y sujeto no podía ser otro que la mujer. “En un
mundo que ha olvidado casi por completo el sentimiento de lo
que es sagrado, Soriano se atreve, con un gesto en el que el
sacrilegio es casi inseparable de la consagración, a endiosar a la
mujer.” Muchos años después recordaría la contemplación de
esos cuadros como la participación ritual en una liturgia: “El
viejo misterio de la mujer desvelado y vuelto a velar: pintura de
enigmas variables y palpables: Iconos sacrílegos”.
[…]
Salvación creativa
Juan no era un pensador, menos un pensador sistemático, pero
era un observador sutil y un lector voraz de historia, literatura,
filosofía. Pensaba con notable originalidad e inteligencia, amaba las paradojas y el sarcasmo, y siempre se expresaba con una
sorprendente felicidad verbal. Lo conocí —muy tarde para mí,
y lo lamento— en Villahermosa, Tabasco, en 1987, cuando no
quedaban huellas del Juan desbalagado, pachanguero y caótico,
tampoco del depresivo y sombrío. Era nervioso, inquieto, un
compendio gestual de muchos de los animales mágicos que
había llevado a su pintura: pez elusivo, nervioso como una ardilla, mirada de pájaro, ojos de gato, delgadez de mono. De
inmediato empezamos a hablar sobre sus temas favoritos: el
amor, el desamor, los celos, el trabajo creativo, la salvación
individual. Estaba en paz consigo mismo, reconciliado con las
torturas y las dichas de su pasado, sin miedo. “Lo que en el
número 446, febrero 2008
a
fondo te deprime es el miedo a vivir. El pensamiento que no va
seguido de un acto práctico es estéril”, le había dicho años
antes a Elena, y Juan transmitía esa vitalidad, ese amor por sí
mismo que no es egoísta sino un principio de elemental responsabilidad, el cuidado respetuoso del único “instrumento
[que tenemos] para vivir y para conocer”. Vivía, desde hacía
años, en la atmósfera encantada de las tres “A”: amistad, amor
y armonía.
Trabajaba de manera sistemática en México y París. En su
departamento de la Boulevard Saint Martin convivimos por
unos días, en verano de 1988, mi hijo León (a sus 13 años) y
yo. Juan permitió que León visitara su estudio y en la sobremesa me hablaba de un autor favorito, Benedetto Croce: sus libros de estética y poética. Me regaló La historia como hazaña de
la libertad. A partir de entonces nos vimos con cierta frecuencia. ¡Qué dicha compartir con Juan una cena, una charla, una
mesa! Buscaba la forma de divertirse, de reírse de alguien o de
sí mismo, de referir anécdotas espeluznantes de sus hermanas.
Era notablemente histriónico, no por nada había hecho la escenografía y el vestuario de decenas de obras. Huía despavorido de la solemnidad y tenía una marcada aversión por la política. Cuando salían de viaje, Juan y Marek enviaban tarjetas
postales o traían regalos invaluables. No olvidaré, por ejemplo,
los finísimos dibujos a tinta de viejas tumbas judías que Juan
trajo de Polonia. Me regaló uno. Mirándolo, pienso que en esa
tumba descansan en paz todos mis muertos. También me dio
unas ventanas que dan a un árbol de follaje amarillo solar, unas
manos que vuelan como palomas, y mi favorita: una modesta
silla de bejuco, sola con su alma —porque tiene alma como la
de Van Gogh—, pero a ésta le ha brotado vegetación y vida. Es
una silla que me da los buenos días. Así pobló Juan Soriano mi
paisaje personal. Y así pobló el paisaje de nuestra implacable,
horrenda, sufrida ciudad. Explorador incansable, en sus últi-
número 446, febrero 2008
mos años Juan Soriano emigró de la pintura a la escultura para
buscar la libertad de los espacios abiertos y plantar en ellos su
zoología fantástica: la sirena nocturna que emerge del mar del
tiempo; el toro sereno y majestuoso; las ranas inmóviles y atentas, a punto de dar el brinco; las gráciles garzas, las águilas que
rememoran la imaginería de los mexicas, las Dafnes y las quimeras, que recuerdan sus tiempos en Grecia.
El 18 de agosto de 1990 Juan Soriano cumplió 70 años.
Octavio Paz le envió un hermoso tomo azul de su Obra poética,
con esta dedicatoria: “Setenta veces giró la rueda y Juan cumplió otra vez 20 años y otra vez fue milenario”. El libro contenía poemas enteros no corregidos sino reescritos, a mano, por
el propio Paz. El poema “A un retrato”, dedicado por Paz a su
amigo e inspirado en sus retratos, se desplegaba con un doblez
más allá de la página:
Por amarillos escoltada
una joven avanza, se detiene.
El terciopelo y el durazno
se alían en su vestido.
Los pálidos reflejos de su pelo
son el otoño sobre un río.
Sol desolado en un pasillo desierto
¿a quién espera, de quién huye
indecisa, entre el terror y el deseo?
¿Vio brotar al inmundo de su espejo?
¿Se enroscó entre sus muslos la serpiente?
Semanas más tarde, después del “Encuentro Vuelta: La experiencia de la libertad” que había sido pródigo en tensión
política, Paz escribe a su amigo Juan una pequeña nota: “Ahora, después de la insensata pelea y el griterío, quiero imitarte y
volver, como tú, al arte. Limpiar mi cabeza, lavar mis ojos,
escribir poemas, crear”. Después de la insensata pelea y el griterío, todos deberíamos imitarlos. G
la Gaceta 27
a
a
Carla Zabé: Punto sí, puntos no…
a
Itala Schmelz
Las pinturas más recientes de la artista Carla Zabé (Ciudad de
México, 1971), me hacen recordar a un viejo aparato: el telefax,
que mediante pequeñas perforaciones circulares en una larga
tira de papel, transmitía un mensaje que podía descifrarse en
lenguaje natural. Sus composiciones de puntos despiertan vagamente la tonada fugitiva de la clave Morse. Casi todas sus
obras se desarrollan de manera dual: dos tonos de color, o un
punto vació y uno lleno, puntos sencillos, puntos dobles, sucesiones de diferencias y repeticiones, ritmo y puntuación. Estos
elementos se despliegan como un lenguaje simbólico y poético,
una expresión que fluye, marcada por los golpes de conciencia
de la propia artista. Es así que cada cuadro tiene un mensaje, es
una experiencia o un ánimo cifrado: un reporte de sucesos en
clave binaria.
Los fondos de los cuadros, muchos de ellos chapeados con
tonos metálicos, son un marisma irregular, accidentado y aza-
28 la Gaceta
roso, que bien nos podría remitir a la imagen que el filósofo
John Locke tenía respecto de la memoria humana, a la cual figuraba como una gran plancha de cera, en donde se quedan grabadas las cosas que nos suceden. Zabé trabaja, asimismo, sobre
una superficie que se deja imprimir con su temperamento.
Los puntos en sucesión van creando un discurso, una lectura siempre y en cada caso distinta. Una contabilidad más que
numérica, emocional y emotiva, de ahí su carácter musical.
Destaca el ritmo y el movimiento que se puede encontrar en
estos cuadros —que en general funcionan como series. Es a
través de la limitación de elementos, como la artista ha podido
construir un prolífico lenguaje. Si el cuadro fuera un poema o
un haiku japonés, podría leerse más o menos así: tres puntos
vacíos uno rojo, dos vacíos dos rojos, punto y aparte. Tres vacíos y tres rojos. Punto y aparte. Dos puntos rojos dos vacíos,
tres rojos, dos vacíos, punto final.
número 446, febrero 2008
a
No es posible evitar el tema de la esclerosis múltiple, enfermedad que desde hace muchos años padece la artista, y que ha
ido avanzando con crueldad, deteriorando las terminales nerviosas de su organismo y dañando sus facultades motoras, lo
cual ha provocado una creciente dificultad para llegar al lienzo.
Actualmente la artista plasma su obra con la mediación de un
asistente, quien sigue sus instrucciones. La artista hace sus
composiciones acomodando sobre el lienzo una rodaja metálica que el asistente va trazando y delineando.
Desde cualquier punto de vista, ya sea biológico, filosófico
o mecánico, podemos observar, como finalidad, la comunicación, la transmisión del mensaje, el depósito de la información:
genética, viral, nerviosa, conceptual o sonora en un receptor/
comunicador, subsiguiente. Hoy sabemos que a partir de la
sucesión (repetición y diferencia) de un par de elementos disímiles, es decir, mediante un sistema binario, es posible almacenar, transmitir y reproducir gran cantidad de información:
ideas, imágenes, programas, música. Cuando una vía de comunicación se altera, se rompe o se daña, inmediatamente se generan nuevas rutas, ya sean numéricas y precisas o accidentadas
y hasta azarosas. Los cuadros de Zabé hablan de un intento por
la comunicación, una especie de reconstrucción de los canales
para el flujo y la transmisión de mensajes, vías alternas a las
facultades que la enfermedad le ha ido robando.
Mediante la sucesión de puntos, Carla danza, canta, se desplaza y expresa cada vez con mayor soltura. La artista parece
haber transferido al lienzo la libertad que ha perdido su cuerpo. Con estas notas plásticas, ha podido liberar su ritmo interior y movilizar su pensamiento. Pero ¿qué es lo que estos
cuadros dicen? ¿Hay una clave para descifrar sus contenidos?
La artista me ha comentado que muchas de sus piezas descri-
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ben secuencias de eventos, puede tratarse, por ejemplo, de la
sucesión de días en los que se ha sentido bien y en los que se
ha sentido mal. Otros pueden remitir a acontecimientos que
ella va anotando en sus cuadros, como en un diario.
Algunos cuadros resultan exaltados y alegres, otros parecen
intensos y agresivos; mientras que algunos son de gran sensualidad, otros son francamente pacíficos y espirituales. Pero todos y cada uno están hechos a partir del mismo ejercicio, más
cercano a la escritura que al dibujo, el cual consiste en ir colocando un signo junto a otro. Dicción binaria construida a
partir de la repetición y la diferencia de puntos en el lienzo,
pautados por una rodaja metálica que la artista deja caer sobre
la tela.
El punto funciona conceptualmente como la representación
de la unidad irreducible. En la naturaleza nos podemos encontrar, hacia lo micro, los sistemas atómicos como unidad de la
materia y, hacia lo macro, el vasto universo estrellado se despliega como un manto moteado de luces. En geometría, se dice
que una línea es una sucesión de puntos y la unión entre puntos
en el espacio supone la creación de formas y de figuras. Los
sistemas numéricos se establecen a partir de una unidad simple, ya sea para medir o para contar. También los individuos
buscamos nuestra unidad irreducible. El yo es muy parecido a
un punto, el instante de autoconciencia supone un yo aquí y
ahora, en contracorriente con el devenir permanente del ser.
La conciencia de sí puntualiza el estar en el tiempo, es el ritmo
propio de la finitud. G
a
Este texto fue escrito con motivo de la exposición de Carla
Zabé, que se inauguró el 30 de enero de este año en la Galería
Landucci.
la Gaceta 29
a
La búsqueda de Eurídice en la oscuridad
Enrique Padilla
“Pensar el pensamiento” resulta problemático desde la intención. La misma
gramática que traduce la idea sugiere
que enfrentamos un juego de palabras o
de espejos. Cierto sentido práctico nos
lleva incluso a cuestionar la pertinencia
de la propuesta, habida cuenta de que el
intelecto funciona y evoluciona sin necesidad del análisis, y a veces pese a él.
Franqueado el umbral, todavía se presentan interrogantes: ¿Qué simas de
nuestra mente descubre la elisión de las
preposiciones? ¿Asumimos de inmediato un idealismo que supone crear el concepto al momento de buscarlo, o, por el
contrario, la ruptura con la gramática
usual proclama la intención de lograr
ese imposible: aprehender la esencia del
objeto pensado, siempre externa? La
paradoja es de tal grado que, filosofía
aparte, son esas simas el núcleo de la
cuestión. El pensamiento tiene mucho
de ser mítico y hay ciertas cosas, como el
cuerno del unicornio, que no queda más
remedio que aceptar. Nunca entenderemos cómo hace el catoblepas para devorarse a sí mismo, pero ahondar en los
posibles significados de tal proeza es
quizá lo trascendente.
George Steiner, ensayista, crítico y
uno de los intelectuales más reconocidos
de nuestra época, se abisma en ese estudio echando mano de su “lucidez contagiosa” a través de las páginas de Diez
(posibles) razones para la tristeza del pensamiento, libro editado en México por Siruela y el fce dentro de la colección
Cenzontle, con traducción de María
Cóndor. Quizá no hay nadie mejor indicado que él para emprender tal faena.
Conocedor y heredero de la cultura europea que, según sus propias palabras,
hunde raíces en Atenas y Jerusalén, se
trata de uno de los pocos estudiosos que
podrían llamarse pensadores aunque el
término se restringiera a las grandes
30 la Gaceta
a
George Steiner, Diez (posibles) razones para la tristeza
del pensamiento. fce / Siruela, México, 2007.
mentes del renacimiento. Lo motiva, sin
embargo, una razón más que sólo investigar la materia prima de su oficio. Haciéndose eco de Schelling, reconoce en
el “centro inviolado” de la razón humana un velo de pesadumbre, una indestructible melancolía: la oscura conciencia de saber que el pensamiento humano,
capaz de hallar minúsculos planetas entre galaxias lejanísimas, reunir en el edén
de la metáfora a Dante con Virgilio y
construir el humilde andamiaje desde el
que la música remonta el vuelo, es, a fin
de cuentas, limitado, perecedero, tautológico, y sólo acierta a vadear el río turbulento de las preguntas fundamentales.
El problema ciertamente es espinoso,
pero la pluma de Steiner pareciera desbrozarlo sirviéndose de una estructura
simple y un estilo sobrio que no condesciende pero tampoco ignora al lector.
Así en el primer capítulo:
La infinitud del pensamiento es un marcador fundamental, tal vez el marcador
fundamental de la eminencia humana,
de la dignitas de hombres y mujeres,
como Pascal manifestó en palabras memorables (“cañas pensantes”). [Pero]
está sometida a una contradicción interna para la que no puede haber ninguna
solución. Nunca sabremos hasta dónde
llega el pensamiento en relación con el
conjunto de la realidad. No sabemos si
lo que parece indefinido no es, en realidad, ridículamente estrecho e irrelevante. ¿Quién puede decirnos si buena parte
de nuestra racionalidad, de nuestro análisis y de nuestra organizada percepción
no se compone de ficciones pueriles?
Un procedimiento similar, el planteamiento de un hecho o una tesis para acto
seguido exponer su exégesis o antítesis,
se reproducirá a lo largo de los diez capítulos que conforman el libro (uno por
cada razón de la tristitia). La coherencia
de la obra, no obstante, no descansa en
la elaboración de una teoría general o en
el riguroso desenvolvimiento de una secuencia. Acaso la mayor virtud del libro
es la apertura de posibilidades que sugiere (característica aprendida, en este caso,
de la hidra). Al discutir, en el capítulo
seis, la antinomia fundamental entre la
expectativa de la idea y la imperfección
del acto, Steiner escribe: “Hasta en la
más estricta de sus formas, la música
contiene sólo de manera parcial el conjunto de sentimientos, ideas y relaciones
abstractas que es privativo del compositor”. El argumento parece inequívoco, y
aun incuestionable. Un símil aparece líneas abajo, sin embargo, para aproximar,
acercar la idea: “Eurídice nos atrae retrocediendo hasta sumirse en la oscuridad.” Con lo que vuelve a abrirse la
puerta a la peripecia, aun a la esperanza.
La sugerencia de un pensamiento
cuya esencia se nos escapa es por cierto
una cuestión central, recurrente a lo
largo de la obra, y estrechamente relacionada con el papel que desempeña la
palabra como vehículo de la razón. “El
lenguaje es el jinete del pensamiento y
no su caballo”, escribía José Martí. Poco
más de un siglo después, Steiner reflexiona que el idioma mismo influye en
la evolución del pensamiento. Atribuye
a las gramáticas francesa y alemana el
germen de un cierto idealismo (Das Leben denken, penser le destin: pensar la vida,
el destino), mientras halla que el uso
inglés configura un empirismo “robusto
y fundamental”. De ahí, concluye, la
existencia de algunas intraducibilidades
elementales.
La meticulosidad del análisis se debe
en buena parte a los vasos comunicantes
que Steiner establece entre los puestos
de avanzada de la razón humana. Contra
el énfasis hueco que se hace hoy en día
número 446, febrero 2008
a
en la necesidad de estar informado, y
fuera, a la vez, de la casi envidiosa especialización del conocimiento, puntos
neurálgicos se atacan desde diversos
frentes. Se recurre a la astronomía, a lo
escrito por los místicos, a la intuición
poética:
La cosmología actual ofrece una analogía con esta convicción de Schelling. Es
la del “ruido de fondo”, la de las inaprensibles pero inexorables longitudes
de onda cósmica que son las huellas del
Big Bang [...] La vida del intelecto signi-
número 446, febrero 2008
fica una experiencia de esta melancolía y
la capacidad vital de sobreponerse a ella.
Hemos sido creados, por así decirlo,
“entristecidos”. En esta idea está, casi
indudablemente, el “ruido de fondo” de
lo bíblico [...] la expulsión de la especie
humana de una felicidad inocente [...]
San Juan de la Cruz describe la suspensión del pensamiento como rebosante de
la presencia de Dios.
Diez (posibles) razones para la tristeza
del pensamiento viene a ser, por tanto, la
concreción de ese “realismo mágico”
que Pauwels y Bergier proponían y ensayaban en El retorno de los brujos; la reconciliación, por la exploración, de arte,
ciencia y misticismo. De ello dimana
una belleza que envuelve las páginas del
libro en una atmósfera de adagio. Pero la
razón última, como corresponde a todo
uroboros, reside en el mismo principiat:
la melancolía desnuda de respuestas, que
arroja a “pensar el pensamiento”, nos
vuelve también al ejercicio más cabal del
mismo. Inmersos en la empresa, leer a
Steiner es hallar un Virgilio en la búsqueda de Eurídice. G
la Gaceta 31
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a
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