pdf Menéndez Pelayo : historia de sus problemas intelectuales

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MENENDEZ
PELAYO
HISTORIA DE SUS PROBLEMAS INTELECTUALES
DEL MISMO AUTOR
Medicina e Historia. Editora Nacional. Madrid, 1941.
Estudios de Historia de la Medicina y Antropología Médica. Editora Nacional. Madrid, 1943.
Sobre la Cultura Española. Editora Nacional. Madrid, 1943.
PEDRO LAIN ENTRALGO
MENENDEZ PELAYO
HISTORIA DE SUS PROBLEMAS INTELECTUALES
SEGUNDA ENTREGA
DE LA SERIE
«SOBRE LA CULTURA ESPAÑOLA»
MADRID
MCMXLIV
EDICIONES DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS POLÍTICOS
INDICE
DE
MATERIAS
Pegs
PRÓLOGO
7
PARTE PRIMERA
EL
I.
II.
III.
IV,
V.
VI.
PROBLEMA
Los pasos del historiador
La biografía y su problema
Geometría de la intimidad
El doble salto hermeneutico
Cabos sueltos
Ήél mezzo del cammin
15
23
29
43
72
78
PARTE SEGUNDA
EL
I.
II.
J11.
IV.
V.
VI.
POLEMISTA
Promoción de sabios
El nacimiento del fénix
Visión de la Historia
"Aquella libertad esclarecida"
Radix Hispa-niae
Bajo el ala del águila
97
116
130
161
183
222
-398Págs.
PARTE TERCERA
DON
MARCELINO
I. Luz en la cumbre
II. Hacia la Historia de verdad
i. La estructura del acontecer histórico
2. La realidad histórica
3. El ámbito de la historicidad
4. Método y fruto de la historiografía
5. El historiador
III. El contenido de la Historia
IV. Irrequietum cor
V. Del recuerdo a la esperanza
237
258
258
285
296
300
312
318
330
357
EPILOGO
EL HOMBRE Y LA OBRA
I. Las coordenadas de una iatimidad
II. Ámbito y huella de la obra
37Í
387
NOTA—En la página 78, línea 1; en la página 79, ¡línea 31; en la
página 82, línea 1, y en la página 238, línea 30, dice camm. Deberá leerse
cammm.
PROLOGO
que aquí veréis, sana sin manquedad y famosa toda, es
Ε STA
el alma de don Marcelino Menéndei Ρ ¿layo, español de pro.
La veréis, si yo acerté a cumplir mi propósito, viva y preocupada ante sus creencias y sus problemas: España, su fe religiosa, la época entre bonancible y tormentosa en que le tocó
vivir, el indeciso horizonte del tiempo futuro. He querido recoger, para decirlo pronto, las íntimas aventuras espirituales de
un hombre cuya vida transcurrió sin grave aventura visible.
Según la figura que en proyecto tuvo, este libro había de
ser un cuaderno de porte análogo al del primero que "Sobre la
cultura española" di hace unos meses a la estampa. Continúanse
aquí, efectivamente, los apuntes que aquel cuaderno contenía
acerca de nuestra vida intelectual durante el siglo XIX y sobre
la polémica llamada de la ciencia española. A ellos remito por
modo expreso en alguna ocasión a lo largo de las páginas que
siguen. Mas cuando entré en la faena de dar figura escrita a la
vaga prefigura del proyecto, me fui demorando sin casi sentirlo
en las solanas y en las umbrías del camino; y dibujando con
mayor precisión el perfil de un rasgo o ahondando en la comprensión de un signo expresivo, ha ido aumentando temerosamente el bulto de las hojas impresas, hasta hacer del presunto
— tí —
cuaderno este volumen de tomo y lomo. Si con tan insospechado medro ha ganado fárrago y no quintaesencia esta criatura
mía, el esfuerzo de mis vigilias—estas vigilias del intelectual español, necesariamente robadas a muchas urgencias—habrá tenido como fruto el peor modo de inutilidad literaria, que es la inutilidad aburrida.
Hablando con sinceridad, lo que dista de ser una costumbre
a la hora de escribir prólogos, de dos cosas no estoy insatisfecho,
a la vista de este libro mío: una es su método y otra su intención.
Mi intención ha sido dar una imagen del alma de Menéndei
Pelayo fiel a la verdad de su personal existencia. De dos modos queda falseada por la exposición la verdad de una persona. Uno consiste en hacer de ella lugar común, "tópico", con
lo cual se la condena a cumplir el inevitable- destino de los tópicos: servir de pretexto a la intención a.t.1 que los dispara.
¿Cuántas veces ha sido esgrimida, con tal o cual intención, una
imagen convencional y tópica de Menéndei Pelayo, sin que el
esgrimidor se hubiese tomado la molestia de indagar previamente la verdad o el error de L· imagen que como tópico
usaba?
Atentase también contra la verdad de una persona convirtiendo su vida en "producto". El hombre en cuestión es reducido al yerto contenido objetivo de su obra, como si una vida
personal pudiera quedar cristalizada y definida recontando las
cosas que un hombre supo, o copiando su descripción de un
mineral o de un experimento químico, o analizando su modo
de pintar un ropaje. También de esta limitación ha sido victima Menéndei Pelayo; y su vida personal, de una intimidad
tan caliente y acerosa, quedó falsamente entendida como un
repertorio inmenso de saberes y lecturas.
Al hombre se le conoce por sus obras; pero, cuidado, que
en la sentencia anterior es preciso dar tanta importancia al sustantivo "obras" como al pronombre "sus". Sólo se conoce a un
hombre—en cuanto un hombre puede ser conocido—viéndole
— 9—
en viviente y creador contacto con la obra que da testimonio
y expresión de su vida: preguntándose uno, no solamente "lo
que" ese hombre hizo, sino "cómo" lo hizo, "por qué" hizo
aquello y no otra cosa, "qué" le movió a hacerlo así. Es decir,
indagando los "problemas" vivos de ese hombre en el momento
de hacer su vida y dar existencia a los testimonios que de tal
vida nos dan fe: libros, cartas, cuadros pintados, piedras labradas, utensilios. Este es el camino que yo me he propuesto seguir, no sé con qué fortuna. Sólo respondo de que mi norte ha
sido la verdad, la viviente verdad de Menéndez Pelayo.
Tampoco estoy insatisfecho del método. No es frecuente, a
mi saber, que un libro de intención biográfica, como es el mió
—aunque su contenido se limite a la biografía de unos cuantos problemas intelectuales—, vaya precedido de un ensayo metódico sobre el tema de su investigación. Si se mira el libro
desde esa metódica construcción inicial, trátase entonces de un
ensayo con demostración al canto, como suele decirse; y si se
le considera desde su parte fundamental, la tocante a la vida
intelectual de don Marcelino, deberá llamársele biografía cantada, como se, dice de esas partidas de naipes en que todos declaran previamente las cartas que tienen en su mano. Distingue al hombre de ciencia, entre otras cosas, el honrado y fastidioso privilegio de ser un prestidigitador con sus trucos a la vista del público. El artista muestra su obra acabada y se calla
la intención que le llevó a crearla y los recursos técnicos que
en la hechura empleó. El hombre de ciencia que inventa algo
—sea su invento la aspirina o un nuevo sistema de categorías—
se ve en el deber de contar a todos lo que quiso hacer con su
invento y cómo llegó a darle cima.
Este imperativo de la honradez científica—una honradez
que, para colmo de desdichas, no inmuniza contra el error—
me obhga también a decirle al lector lo que no encontrará en
este libro. No hallará en él, por lo pronto, una reseña de los
sucesos en que se derramó la vida de Menéndez Pelayo; quien
la desee, deberá buscarla en los libros de Bonilla y San Martín,
—
ΙΟ —
Artigas, García de Castro y Marañan, o en los múltiples artículos de Artigas, Sáncbec Reyes, Cossío, etc., aparecidos en el
"Boletín de la Biblioteca de Menéndei y Pelayo". Tampoco
contiene mi libro información suficiente sobre los resultados a
que pudo llegar don Marcelino en sus trabajos sobre temas de
estética y en su investigación histórico-literaria: doctores tienen
para ello las ciencias de la literatura y de la belleza. No se encontrará en estas páginas, ni siquiera en resumen, la imagen
que Menéndei Pelayo tuvo de la historia concreta de España,
menester ya eficazmente atendido por J. Vigón; ni deberá buscarse en él un extracto de sus opulentas páginas juveniles acerca de nuestra ciencia y de nuestros herejes; ni, en fin, un manojo de pequeñas investigaciones monográficas, por el estilo
de las que hace die% años espigaron y reunieron los colaboradores del "Almanaque de los Amigos de Menénde\ y Pelayo". Mi
pesquisa está deliberadamente circunscrita a tres temas: la posición íntima de don Marcelino ante los problemas que le fué
deparando su triple y esencial calidad de intelectual católico,
español e historiador. Si el curioso lector de estas páginas tiene
a ratos la impresión de dialogar con una persona.viva y de entender lo que ella le va diciendo, me doy por satisfecho y hasta
por contento.
¿Logrará este Menénde^ Pelayo verdadero, ya que no entero, una mirada atenta y amistosa, en medio de esta desatada frivolidad con que el ibero se entrega hoy a lo inmediato y
cotidiano? ¿Hablarán sus palabras al corazón de los españoles
y abrirán sus ojos al tiempo futuro, cuando en el mundo—terrible condición de nuestra época—todo, todo es o parece posible? No me atrevo a contestar a estas preguntas. Mas tampoco me resuelvo a callar la inquietud que se levanta desde el
fondo de mi alma, ahora que dejo, tal vei para siempre, la cálida y robusta compañía de Menénde^ Pelayo, camino de otros
trabajos, de otras cavilaciones, de otras zozobras.
Madrid, enero de 1944.
NOTAS
ι
Mientras no se advierta otra cosa, las re­
ferencias bibliográficas a la obra escrita de
Menéndez Pelayo se harán con arreglo a
las siguientes indicaciones:
i.* Cuando el texto pertenece a escritos
publicados hasta el día en la edición de Sánchez Reyes para el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, la referencia se hará a dicha edición. Con la palabra Ideas
abreviaré el título de la Historia de la·,
ideas estéticas; Estudios valdrá por Estudios y discursos de crítica histórica y literaria; Orígenes equivale a Orígenes de h
novela.
2.1 Los textos pertenecientes a la Historia de los heterodoxos españoles, a los Ensayos de crítica filosófica y a La ciencia española serán referidos a la edición de Artigas ("Obras completas del excelentísimo
Sr. D. Marcelino Menéndez y Pelayo", Madrid, Victoriano Suárez), mediante las palabras Heterodoxos, Ensayos y Ciencia.
2
Hay una discrepancia en el modo de nombrar a Menéndez Pelayo. Unos (Artigas,
Sáinz Rodríguez, Sánchez Reyes, Marañón)
le llaman así, sin "y" copulativa entre los
dos apellidos. Otros (García y García de
Castro, Edición de V. Suárez, Colección de
Escritores Castellanos, etc.) prefieren escribir Menéndez y Pelayo. Yo me atendré a
la costumbre de los más fieles seguidores
del maestro (Artigas, etc.) y a la firma autógrafa estampada por el propio don Marcelino en el retrato que en 1878 grabó
B. Maura y dice, a la letra, M. Menénde%
Pelayo. Aunque él mismo usase la "y" en
otras épocas de su vida.
PARTE
PRIMERA
EL PROBLEMA
Ningún hombre sabe lo del hombre;
sólo sabe del hombre que está en él.
SAN AGUSTÍN:
Confesiones, X, 5.
I
LOS PASOS DEL HISTORIADOR
C
ADA vez siento a mi alma más y más vocada hacia el tema
y los temas de la historia que fué y de la historia que
vamos haciendo y siendo. Comenzó mi formación intelectual por
la Física, siguió por la Medicina y ha terminado—¿ha terminado?—en la Historia. "¡Qué obra más grande y bella es esta
de la Historia!", escribía don Marcelino, historiador por segunda y casi por primera naturaleza. Referíase nuestro autor
a la obra de escribir Historia, no a la más hermosa aún de
crearla; pero hasta reducida la intención de la frase al ámbito
de la mera ocupación historiográfica, todavía conserva la empresa belleza suficiente para encandilar los ojos del alma. De
tal índole es el incentivo que ahora mueve a mi pluma: porque
mi empresa es, justamente, escribir la historia de lo que Menéndez Pelayo dijo, pensó y sintió acerca de la cultura española. Pero este empeño tiene en su entraña una nada liviana
cuestión previa.
Tres son las sucesivas actitudes en que el aprendiz de historiador—escribir de Historia es siempre aprendizaje, hasta para
los maestros de la historiografía—puede situarse ante la mate-
— lo-
ria de su ocupación, sea esta materia relato elaborado o fuente
intacta. Está en primer término la actitud puramente escolar,
consistente en aprender el texto en cuestión. Según este criterio
escolar, perdurable, no obstante su tosca simplicidad, en la mente de muchos conspicuos historiadores, uno "sabe" Historia
cuando ha aprendido con rnayor o menor precisión literal el
virginal contenido de una serie de documentos inexplorados o
el texto compendioso de una serie de manuales. Huelga sin duda
advertir que tal consideración de la Historia tiene en su base
los supuestos del positivismo naturalista más flagrante. Se piensa que el "suceso" histórico, falsa y artificiosamente interpretado como puro "hecho", sería captado de manera rigurosamente fiel, suficiente y objetiva por la "fuente" que de él nos da
testimonio, como el relato del botánico situado ante el "hecho"
natural de la polinización aprehende en su real objetividad la
aventura amorosa de la planta. Puestas así las cosas—esto es,
convertida la fuente del conocimiento histórico en puro positum objetivo y real—, ¿cuándo podrá decirse de un hombre
que "sabe" Historia? La respuesta es inmediata: cuando haya
"aprendido" la fuente o el relato que reflejan la presunta objetividad de los "hechos" históricos, de la misma manera que
sabe Botánica quien haya aprendido las descripciones sistemáticas de la figura y la vida de los vegetales.
Si el aprendiz de historiador medita unos minutos sobre esa
ruda y notariesca interpretación de su oficio, pronto echará de
ver la fundamental manquedad que la daña. Admitamos, para
no apartarme de mi empeño actual, que yo he aprendido de
memoria toda la producción escrita de Menéndez Pelayo y
conozco por menudo todos los relatos acerca de su vida. ¿Podría decir que "sé" la historia de ese suceso singular e irrepetible que es la existencia temporal del escritor Marcelino Menéndez Pelayo? Más aún: ¿podría decir, siquiera, que conozco "de
veras" la historia de su pensamiento escrito? En modo alguno,
como voy a demostrar con un ejemplo.
¿Qué pensaba don Marcelino, exempli gratia, sobre la utili-
— 17 —
dad de los manuales históricos? Aparentemente, podrán contestar a esa pregunta todos cuantos hayan "aprendido" en el prólogo de Menéndez Pelayo a la Historia de la Literatura española, de J. Fitzmaurice Kelly, que tales manuales "despiertan
la curiosidad y preparan y capacitan la mente para recibir la
sólida nutrición de los hechos y de sus leyes" ( i ) . ¿Basta, sin
embargo, ese saber "aprendido" para que la citada interrogación
haya sido resuelta? Es suficiente este vago reparo para advertir
que el camino del aprendizaje histórico tiene una segunda grada: la de saber qué quieren decir por sí mismas las palabras
del texto. Dichas las cosas de otro modo: para saber Historia
no basta con aprender; es preciso también comprender el texto,
la fuente o el relato.
Si las palabras empleadas por el texto en cuestión fuesen
todas expresión de realidades objetivas meramente físicas, el
problema de comprenderlo no excedería en dificultad al que
ofrecen las descripciones del mineralogista o del botánico. Raramente ocurre esto en los textos históricos, cuyo tema propio
es la acción o el pensamiento del hombre. ¿Qué quieren decir,
por ejemplo, las palabras "hechos" y "leyes" que aparecen en
el texto anteriormente transcrito? En cuanto nos planteemos
así nuestro problema, aparecerá a nuestros ojos con entera claridad la vía de su solución. El significado de las palabras que
no expresan realidades meramente físicas, el qué de la pregunta
por lo que quieren decir esas palabras, sólo nos será accesible
situándolas en la intersección de dos planos interpretativos.
Uno de los planos es transversal y está constituido por la
malla de relaciones que ponen en conexión la palabra o la frase
de que se trata con el pensamiento o, más amplia y exactamente, con la vida de la época, del país y del ámbito social en que
esa palabra y esa frase fueron escritas. No sabría yo qué quieren decir los vocablos mencionados—"hechos" y "leyes" del
acontecer histórico—si no supiese también que la aplicación sis0) Estudios, I, 78-79.
2
— ι8 —
temática de dichas palabras a la teoría del quehacer historiográfico fué obra del positivismo francés (aquí necesitaré saber
qué era eso del "positivismo francés" y cómo, a través de Taine, Fouillée, etc., influyó en la visión de la historiografía) y si
no estuviese advertido de la boga que en 1901, fecha del escrito
de autos, tenía en la España universitaria la actitud intelectual
del positivismo a la francesa.
El segundo de los planos es, si vale representar con una
metáfora geométrica la carrera del tiempo, longitudinal, extendido a lo largo del curso histórico, y está constituido por la
historia semántica de las palabras que uno trata de comprender.
No me basta, puesto a comprender la expresión antes transcrita, saber qué significación tuvieron los términos "hecho" y
"ley" dentro de la historiología positivista. Para alcanzar un
entendimiento cabal de las palabras que veo escritas, necesito
también conocer, siquiera sea per summa capita, las vicisitudes
históricas sufridas por la significación de esas palabras hasta
llegar a su ocasional concreción semántica en el modo de pensar que llamamos "positivista". Por ejemplo: nunca se entenderá cabalmente el concepto positivista de "ley histórica" si no
se conoce con alguna precisión lo que fué la lex naturae en los
albores de la Física moderna—de Ockam a Nicolás de Cusa y a
Galileo—y el ingente proceso histórico en cuya virtud es trasplantado al mundo de las acciones personales un concepto procedente del campo de los movimientos físicos.
Entrambas excursiones de la mente histórica, la transversal
y la longitudinal, son enteramente necesarias para "comprender"
de veras lo que quiere decir cualquier texto que no exprese realidades objetivas meramente físicas. Una y otra tienen también
su correspondiente técnica, acerca de cuyo procedimiento no debo
entrar aquí.
Mas no se acaba con ello el trabajo del aprendiz de historiador. Yo tengo ante mis ojos esas palabras porque un hombre,
el hombre que en vida se llamó Marcelino Menéndez Pelayo,
quiso un día escribirlas y darlas a la estampa. Con lo cual se
— ig —
presenta a mi mente de historiador un nuevo y más arduo problema: ¿qué quiso decir con tales palabras el hombre Marcelino Menéndez Pelayo? Si el qué de lo que Menéndez Pelayo
"quiso decir" coincidiese plenamente con el qué de lo que esas
palabras "quieren decir", esto es, con su significado objetivo e
histórico, el problema quedaría reducido a lo hasta ahora expuesto. Así sucederá en algunas ocasiones. Cuantas veces lea
estas palabras: "la esfera es redonda", quien las escribió "quiso decir" con ellas exactamente lo que ellas mismas significan
o "quieren decir", salvo si fueron empleadas como clave o contraseña de una intención oculta. Pero en cuanto las palabras
que leo no hagan referencia a un objeto real o ideal rigurosamente invariable, jamás podré ser exacto o veraz si pretendo
responder a la pregunta por lo que un autor "quiso decir" exponiendo lo que sus propias palabras "quieren decir" por sí
mismas.
De otro modo: sólo poseeremos el total significado de una
palabra o de un texto cuando al conocimiento de su significado
objetivo y de su significado histórico hayamos añadido el conocimiento de un nuevo y sutil ingrediente significativo: la
intención expresiva con que el autor—un ser personal y libre—
quiso dar un significado personal a dicho texto en el momento
de escribirlo. Recordemos el anterior símil geométrico. El significado histórico de un texto venía determinado por la intersección de dos planos, uno transversal y otro longitudinal. Pero la
intersección de dos planos no determina un punto, sino una
línea, una sucesión infinita de puntos; y, en nuestro caso, una
serie indefinida de diversos significados posibles. ¿Qué es lo que,
entre todos los posibles significados históricos de una palabra
escrita—por ejemplo: la expresión "ley histórica" repetida en
textos de Taine, de Menéndez Pelayo, de Lampre'cht o de Buckle—la confiere el suyo singular e irrepetible? Evidentemente,
la libre y personal intención expresiva del autor del texto.
Sigúese, pues, de todo lo dicho, que cuando a la vista de un
texto me pregunto por lo que significa, en ese qué se articulan
— 20 —
o implican tres diversos componentes. Es uno el significado estrictamente objetivo, sea real o ideal la objetividad, a que puede hacer referencia el texto en cuestión: los Picos de Europa o
el número e. El segundo componente es el significado histórico
del texto: lo que sus palabras quieren decir por sí mismas dentro del mundo histórico en que fueron escritas. La "objetividad" de tal significado—una "objetividad" de segundo orden—es la del llamado "espíritu objetivo". La tercera fracción
en la significación total del texto es su significado intencional
o personal: lo que quiso decir con esas palabras la persona que
las escribió. La "objetividad" del significado personal—sólo
existente cuando el autor del texto, por manera más o menos
claramente intencionada, modifica personalmente con su expresión los significados objetivo e histórico de las palabras que
usa—depende ahora de lo que suele llamarse una "subjetividad",
la del autor de ese texto. La fracción personal del significado se
distingue por tener inmediatamente detrás de sí un quién (i).
El problema viene ahora. ¿Cómo me será posible contestar
a la pregunta por lo que el autor quiso decir con las palabras
del texto? Algunas veces será llana la empresa, porque el autor
puede declarar más o menos abiertamente sus intenciones expresivas: por ejemplo, cuando añade a sus palabras el consabido párrafo de "quiero decir con esto que...". Otras muchas,
en cambio, será extraordinariamente oscura y espinosa: basta
acaso recordar la ingente cantidad de tinta consumida para
precisar lo que Aristóteles "quiso decir" con la palabra kátharsis en su definición de la tragedia.
¿Qué puede hacer el historiador para resolver lícitamente
éste nuevo problema que su oficio le plantea? No olvidemos
los términos exactos en que tal problema se le ofrece: debe
precisar lo que el autor del texto quiso decir entre todo lo que
(i) Luego veremos que también la "objetividad" del significado
histórico se resuelve a la postre en un inmenso conjunto de personales
"subjetividades" o, como acabo de decir, de quiénes.
— 21 —
con ese mismo texto pudo decir (i). El historiador tiene que
cumplir, en consecuencia, dos diversos menesteres: adivinar y
elegir. Descartado todo cuanto el autor no pudo decir—por la
literalidad misma del texto, por su cronología, etc.—, el historiador debe "elegir" el más verosímil o el más plausible entre
todos los significados que aquél pudo dar a sus propias palabras. Observemos que este ejercicio mental es una auténtica
adivinación. El historiador necesita aprender y comprender;
pero, a la postre, esta necesaria comprensión no puede ser realizada sin la osada aventura de adivinar la posible intención
de un autor que ya no existe. Cuando se dice que el historiador
es poeta o "profeta al revés", se alude, si la expresión es algo
más que una frase ornamental, a esa excursión adivinatoria
que debe emprender en el alma del autor cuya obra—libro,
cuadro o piedra labrada—tiene ante sus ojos. Escribir historia "de veras" es, en fin de cuentas, hacer una montería de intenciones (2).
Si he hablado de adivinación, nadie debe pensar que la historia es arte de nigromancia o estrellería. A esa final etapa
adivinatoria sólo se llega con licitud a través de un arduo camino técnico—el de la filología, la arqueología, etc.—, y aun
la misma adivinación de intenciones tiene sus reglas. Una parece especialmente inmediata. Si lo que se trata de saber es lo
que el autor del texto quiso decir con él en el momento de escribirlo, por lo pronto habrá que situar la creación de dicho
texto en el curso y eh el marco de la vida del autor. El primer
objetivo de esta última excursión venatoria hacia la total significación de un texto—cumplidas ya la excursión "objetiva"
y la excursión "histórica", esta última en sus dos planos—es
responder a un cuándo y a un cómo. Bien entendido que ese
( 0 Por la índole misma del texto, por las posibilidades históricas,
sociales y psicológicas del autor, etc.
(2) Esa excursión adivinatoria a que acabo de referirme es también
la que obliga necesariamente al historiador a poner algo de sí mismo
—supuestos, creencias, prejuicios—en su obra historiográfica. La maestría consiste en poner lo menos posible.
— 22 —
cuándo no se refiere ahora a la cronología del texto con relación a un suceso histórico patrón, como es para nosotros el nacimiento de Jesucristo o fué para los romanos la fundación de
Roma, sino a su situación en la biografía del autor del texto.
¿Cuándo y cómo fué escrito el texto, dentro de la vida del autor? Puestos ante un texto inédito de San Agustín, ¿no será
distinta nuestra interpretación según cual hubiese sido su situación cronológica respecto a la conversión del santo? La comprensión cabal de unas líneas escritas nos ha llevado, por fin,
a la ultima Thule de una biografía.
II
LA BIOGRAFÍA Y SU PROBLEMA
Q
o no quiera, el historiador se ve siempre conducido por su trabajo al tema de la biografía. Traigamos
de nuevo ante nuestros ojos—como podríamos traer, si fuese
otra nuestra investigación, un pasaje de Plutarco o una crónica medieval—el texto de Menéndez Pelayo antes transcrito.
La pregunta por lo que don Marcelino quiso decir con tales
palabras nos ha puesto apremiantemente ante el problema de
su vida personal. Pero, si bien se piensa, también la indagación
de lo que antes llamé "significado histórico" conduce en fin de
cuentas al tema de la descripción biográfica. Hablar de los hechos y las leyes del acontecer histórico fué cosa del positivismo
francés; ¿y acaso el positivismo no fué en su origen invención
de unos hombres que pusieron ante los demás, como precipitado de su creación intelectual, las palabras habladas y escritas
en que ésta se expresa? Comprender el positivismo equivaldrá a
conocer y adivinar lo que sus inventores quisieron decir en
sus escritos y en sus cursos. Con lo cual, según vemos, también
las hebras de la malla que pone en relación a las palabras de
don Marcelino con su época y con la Historia terminan abrupUIERA
— 24 —
tamente en los nudos terminales—o iniciales, como se quierade otras tantas personas libremente creadoras. Es decir, en una
serie de biografías.
La visión del acontecer histórico como una evolución dialéctica o como un crecimiento biológico de "la Humanidad" ha
hecho olvidar con frecuencia que la Historia, cualesquiera que
sean las regularidades sistemáticas en la anchura universal de
su curso, es obra de "los hombres" (i). La Historia de España
no es sino la totalidad de las biografías de los españoles: yo,
tú, el otro, con nuestros nombres y apellidos. Del mismo modo
que la célula es la unidad elemental del ser viviente, la biografía es, en un plano ontológicamente superior, la unidad elemental de la Historia. Todo historiador que aspire a ejercer con
plena suficiencia su noble oficio, debería encararse por necesidad
con este ineludible tema de la biografía. No es este lugar para
que yo exponga una visión del mismo más o menos sistemática
y completa; mas tampoco debo entrar de lleno en mi actual
empeño sin apuntar las cuestiones fundamentales que en orden al problema central de la biografía ese empeño mío me
depara.
Expondré, ante todo, el "círculo lógico" en que consiste la
dificultad radical de la hermenéutica biográfica. Tomo de nuevo el tantas veces nombrado texto y me pregunto: ¿qué quiso
decir Menendez Pelayo con él? La inquisición de la respuesta
me conduce, por lo pronto, ante la vida de su autor, la persona
que se llamó Marcelino Menendez Pelayo. ¿Y cómo puedo tomar contacto con la vida de un hombre que murió? Evidentemente, a través de la descripción biográfica que me sea dado
hacer de esa vida. Tomaré toda la obra escrita de don Marcelino: sus cartas, los documentos referentes a su persona, los
relatos que sus coetáneos pudieran hacer de acciones suyas,
etcétera—en suma, todos los testimonios objetivos y perdura(i) Véase el sustrato ontológico de este error y el de su rectificación en el trabajo de X. Zubiri "Grecia y la pervivencia del pasado
filosófico", Escorial, num. 23.
— 25 —
bles en que su vida se expresó—, y, como primera providencia,
los ordenaré cronológicamente. Si considerase que mi tarea biográfica queda conclusa con este apilamiento cronológico dei
material en que la vida de don Marcelino se ha "perpetuado"
—como suele decirse—, cometería un grave error ontplógico y
metódico. La vida de un hombre no es para otro hombre lo
mismo que la caída de una piedra o el curso vital de una planta. Ante éstos, puede acaso bastarme una descripción "objetiva" y cronológicamente ordenada de unos "hechos" directamente visibles con los ojos, ampliados por el microscopio o visibí->
lizados mediante el reactivo químico. La vida de un hombre,
en cambio, está "hecha" desde un centro personal, libre y dotado de intenciones, lo cual da a cada acción humana y a los
precipitados visibles que la atestiguan—papel escrito, cuadro
pintado, institución política, etc.—una determinada "significación" y un cierto "sentido". En consecuencia, no habré concluido mi quehacer biográfico si no conozco la significación y
el sentido personales que toda biografía debe tener, como relato de una vida humana. Mas aquí me asalta un súbito escrúpulo intelectual.
Para conocer lo que de verdaderamente personal tiene el
significado de un texto he de conocer por dentro la biografía de su autor; y, al mismo tiempo, sólo puedo conocer esa
biografía con la suficiencia que su propia naturaleza y mi actual
menester requieren basándome parcialmente en el texto que
ahora manejo—puesto que forma parte del material con que
he de construirla—y, por lo tanto, en el mismo significado que
intento precisar. El significado personal del texto debe ser determinado a la luz de la biografía, y ésta sólo puede ser conocida destilando, entre otras muchas cosas, el significado personal de ese mismo texto. He aquí un evidente "círculo lógico".
Toda descripción biográfica hecha según arte se ve constitutivamente lastrada por la aporía de esta estructura en círculo.
¿Cómo puede romper este círculo la mente del historiador y
llegar a una conclusión lógicamente lícita?
— 26 —
Una noción previa debe quedar perfectamente clara: este
círculo lógico en que por necesidad ha de moverse toda buena
biografía no es lo que los lógicos llaman un "círculo vicioso".
Aquí no se trata de demostrar la necesidad o la verdad de una
proposición mediante las conclusiones que de ella misma se deducen, sino de aventurar una conjetura probable para indagar
si, apoyados en ella, logramos ver iluminada con luz única
—es decir, con un sentido unitario—la totalidad de los datos
objetivos en que se expresa una vida personal (i) y, regresivamente, el fragmento o los fragmentos que sirvieron de base a
nuestra conjetura. Podría razonar un biógrafo—muchos lo hacen, bajo la cortina de humo de su literatura—en la siguiente
forma: al escribir el "Quijote", Cervantes quiso decir A; si
quiso decir A fué porque, como hombre, él, Miguel de Cervantes, era B; y puesto que como hombre era B, su vida produjo el fruto del "Quijote". Tal proceder es un auténtico círculo vicioso; a su formal inanidad demostrativa únese en este
caso, de añadidura, la tara de emplear el silogismo demostrativo o apodíctico en orden a los móviles de una acción humana
estrictamente personal. Si el problema que plantean la causalidad y el sentido de los actos humanos pudiera ser resuelto mediante silogismos apodícticos apoyados en los "hechos objetivos" y en los precipitados materiales de cada vida personal
—como, sabiéndolo o no, pretendieron la historiología positivista y la dialéctica hegeliana—, el hombre no pasaría de ser
un pedazo de Naturaleza, ejecutor fatal de acciones históricoculturales (2). Pero la biografía es por su misma esencia algo
distinto de un círculo vicioso descriptivo y hasta de una "demostración circular o regresiva" lógicamente correcta. Si la
biografía quiere ser lo que por su esencia debe ser—la descrip(1) O al menos una ancha fracción de ellos.
(2) Para una mente biologista, escribir un libro es un acto cualitativamente equiparable a digerir una ración de proteínas. Para una mente personalista—tal debe ser la del biógrafo—, la digestión humana es un
acto tan personal y "espiritual" como escribir un libro. También en la
digestión, cuando se la sabe estudiar adecuadamente, se advierte el espíritu del hombre.
— 27 —
ción idónea de una vida humana—, habrá que emplear en ella
un método lógico adecuado a su objeto. El método de la biografía podría quedar definido así: una conjetura adivinatoria
circular apoyada en silogismos de probabilidad o entimemáticos. Claro que esto requiere explicación.
Pongámonos de nuevo mentalmente ante la tarea de escribir según arte una biografía. El primer tiempo de nuestro trabajo consistirá, como es obvio y antes dije, en reunir todo el
material capaz de dar testimonio sobre la vida humana cuya
descripción quiero hacer: en mi caso actual, la obra entera de
don Marcelino: sus cartas y papeles íntimos, los documentos
que dan fe de ciertas vicisitudes de su existencia (nacimiento,
vida académica, honores, etc.), sus diversos retratos, las narraciones de contemporáneos suyos en que aparezca su nombre,
et sic de caeteris. Dos exigencias capitales plantea este trabajo
al biógrafo: la integridad y la autenticidad. Sin tener en la
mano todos los documentos capaces de atestiguar sobre la vida
del biografiado y sin la seguridad de que todos y cada uno son
auténticos, no debe darse un solo paso adelante.
Tan pronto como se tiene el material, comienza para el historiador un segundo tiempo de su labor: el de ordenar cronológicamente, desde el nacimiento del biografiado hasta su muerte—y hasta después de su muerte, si ha de tratarse también la
historia de su fama y de su influencia—, todos los documentos
que le haya sido dado conseguir. En el mejor de los casos, todos los documentos existentes en el planeta acerca del hombre
que nos ocupe.
Bien se comprende que en el cumplimiento de estas dos etapas cabe topar con una muchedumbre de problemas. Existen
biografías inicialmente fáciles, aquellas en que haya una ponderada abundancia de material biográfico; otras, en cambio,
ofrecerán desde el primer momento grave dificultad, bien por
exceso, cuando la frondosidad documental impida al biógrafo
orientarse con soltura (biografías de Felipe II o de Napoleón,
por ejemplo), bien por defecto de documentación idónea (bio-
— 28 —
grafías del Cid o de Empédocles), bien por la posible y frecuente imprecisión cronológica en el conjunto de obras, relatos
y documentos (vidas de Platón o de Aristóteles) (i). La resolución suficiente de todos estos problemas puede ser extraordinariamente espinosa, incluso para la técnica histórica y filológica más fina y completa.
A este respecto, la biografía de Menéndez Pelayo no ofrece
dificultad especial. Dispónese de material en una abundancia
que no abruma, y la proximidad de su fecha nos concede una
gran seguridad en la ordenación cronológica. La dificultad que
ofrece la biografía de don Marcelino no es de índole documental.
Prosigamos mentalmente el cumplimiento de nuestro empeño. Tenemos ya cronológicamente ordenado todo nuestro
material. ¿Qué habremos de hacer con él? ¿Cómo convertir esa
sucesión temporal de datos en una biografía propiamente dicha?
Ya sabemos que no basta con zurcirlos o empalmarlos entre
sí, y tampoco con exponer claramente el significado objetivo y
el significado histórico de cada una de las obras del autor. Una
biografía no puede quedar conclusa hasta que no hayamos
sido capaces de contestar a estas dos preguntas: ¿qué pudo
hacer de su vida nuestro biografiado, dentro de las condiciones
físicas, biológicas e históricas en que existió?; y, dentro del
cuadro de sus posibilidades, ¿qué quiso hacer con esa vida suya,
así en su unitaria totalidad como en lo que fragmentariamente
pudiera tener de literaria, intelectual, religiosa, política, militar,
profesional, etc.? Para responder a estas dos preguntas, permítase a un viejo estudiante de Física que, siguiendo el hábito de
su primera formación, intente dar al problema una figura geométrica.
(i) La feliz originalidad de W. Jaeger en su Aristóteles consiste en
haber iniciado el arduo y todavía interminado camino de una comprensión "biográfica" de la filosofía del Estagirita; con lo cual, y movido
precisamente por la necesidad de considerar todos los escritos aristotélicos, incluso los juveniles, se ha visto Jaeger ante el problema de ordenar cronológicamente la producción escrita de Aristóteles.
Ill
G E O M E T R Í A D E LA
S
INTIMIDAD
I se mira el conjunto de su sucesión temporal, los datos
que hasta ahora tenemos ordenados dibujan la curva vital de la persona en cuestión (fig. i). Esta curva comienza en
el punto N, representativo del nacimiento; sigue una trayectoria irregular, distinta para cada hombre, y termina en el
punto M, indicador de la muerte biológica. Cada uno de los
puntos gruesos que sirven de hitos al trazado de la curva Ν M
representa uno de los testimonios llegados a nuestras manos
—libro, acción relatada, etc.—en que se desplegó temporal y
visiblemente la vida de la persona biografiada. Los trazos dibujados con punteado fino expresan los lapsos temporales en
que nos es desconocido el curso vital de nuestro hombre.
¿Qué representa, entonces, el conjunto de la curva? Por un
lado, el curso entero de una vida personal. Pero si este curso
está parcialmente determinado por la complexión psicosomática
de la persona (enfermedades y limitaciones orgánicas, sean hereditarias o adquiridas) y por las condiciones del medio en que
esa persona vivió (en su triple aspecto de campo cósmico, ambiente biológico y mundo histórico-social), en parte—en su
— 30 —
parte esencial—está libremente elegido y decidido por el biografiado. Por lo tanto la curva Ν M representa también la expresión visible de lo que un hombre quiso hacer de su vida, el
rostro temporal de su personal intimidad. La curva Ν M, con
su singular e irrepetible trazado, es para cada persona la línea
en que se configura temporalmente un permanente compromiso:
el compromiso entre la libre intencionalidad de su mundo ínRM
C
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s*" X
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M
Flg. 1.
Representaoi&ti esquemática de wna curva biográfica.
A, Intimidad personal.—B, Superficie expresiva y ejecutiva de la vida
personal, en la que se hace visible el contacto reactivo y creador de la
persona con su medio: cuerpo y sus operaciones visibles, objetivamente
perdurables o no (acciones, expresiones, obras : libro, carta, cuadro, utensilio, etc.).—G, Medio humano: campo cósmico, ámbito biológico, mundo
histórico-social.—P, Puntos representativos de los restos que nos dan
testimonio de la vida personal (testimonios biográficos: sucesos biográficos conocidos, creaciones conservadas).—N, Nacimiento.—M, Muerte.—
Pi y Pi, Orla o marco de obras posibles y no realizadas que rodea a
cada uno de los testimonios personales (lo que el autor de una obra no
uiso hacer en el momento de hacerla).—R I, Relaciones intencionales
con la intimidad del "autor") de cada episodio biográfico conocido o de
cada creación visible. La doble flecha indica la intención creadora de
cada obra y la reacción de esa obra sobre la intimidad espiritual del
autor cuando la contempla.—R M, Relaciones de la persona con el medio :
relaciones cósmicas, relaciones biológicas, relaciones histórico-sociales.
La doble flecha indica la acción del medio sobre la persona y la acción
reactiva o espontánea de la persona sobre el medio.
?
timo (A) y las exigencias, las resistencias o las presiones de su
medio (C). Decía Novalis: "La sede del alma está allí donde
se tocan el mundo interior y el mundo exterior". Novalis se
refería a una persona viva y presente, y pensaba en la figura
del cuerpo y en su expresión mímica o verbal. Pero si nos referimos a una persona ya muerta, la línea de contacto entre su
— 31 —
mundo interior y el mundo exterior en que vivió es precisamente
la serie cronológica de los precipitados visibles y perdurables
que nos dan testimonio de su vida personal. De aquí que esa
curva Ν M sea, usando la aguda metáfora de Novalis, la línea
en que se nos muestra el alma del biografiado, la pantalla en
que se proyectan sus más personales y entrañables intenciones,
como esa blanca franja de espuma que señala el límite del mar
y a la vez delata su existencia.
El problema se presenta ahora. Si la curva Ν M es la ex­
presión de lo que mi biografiado pudo y quiso hacer de su vida;
es decir, el testimonio visible de su intimidad, ¿cómo dar el
salto desde su trazado a ese centro íntimo de la persona que da
sentido y significación unitarias al total conjunto de los puntos o, cuando menos, a un considerable grupo de ellos?
Ante todo, debo pensar que sólo podré acceder a la intimidad personal de mi biografiado en lo que una intimidad personal tenga de expresable y en cuanto haya tenido la suya de
expresada. Muchas personas se van de esta vida sin haber dado
muestras perdurables de su verdadera intimidad (i); otras sólo
quisieron o supieron hallar expresión a una porciúncula de sus
problemas y proyectos más propios; algunas, coartadas por el
medio o deseosas de jugar aviesamente con la posteridad, incluso no vacilaron en falsear con una "segunda" intención la relación entre el contenido real de sus expresiones y esa verdadera
intimidad que las "primeras" intenciones constituyen.
Ya convictos y confesos de nuestra lamentable limitación,
intentemos resolver el problema anterior. El cual, conviene decirlo ahora, se halla en relación de analogía con el problema
del arte que Aristóteles llama en los Analytica Priora "Fisiognomonía" o conjetura de la naturaleza (de un ser viviente).
Dice Aristóteles; "La Fisiognomonía es posible si se concede
que todo lo que es afección de la pbysis modifica a la vez cuer(i) Como escribía Valera a Menéndez Pelayo: "Las nueve décimas
partes dé mis proyectos me los llevaré conmigo al otro mundo" (Epistólario de Valera y Menéndez Pelayo. Madrid, io3o, pág. 19).
— 32 —
po y alma... Si es esto concedido, y también que hay un signo
para cada afección, y si podemos determinar la afección característica de cada especie y su correspondiente signo, entonces
podremos hacer Fisiognomonía, esto es, conjeturar sobre la naturaleza y el carácter". (Anal, pr., II, 27.) El pensamiento de
Aristóteles se refiere a las notas temperamentales que por manera natural poseen las diversas especies animales, la humana
entre ellas: el valor, el orgullo, etc. Esta "naturalidad" puede
ser, evidentemente—y más en el caso del hombre—según primera o segunda naturaleza, como tradicionalmente se dice; según la nativa constitución biológica o el hábito adquirido,
como decimos hoy.
Cuando la naturalidad del signo o indicio es nativa, el juicio fisiognomónico, sin dejar de ser entimema o silogismo de
probabilidad, se aproxima algo al silogismo demostrativo o
apodíctico. He aquí el ejemplo del propio Aristóteles: el león
es valeroso; signo visible del valor leonino parecen ser sus largas
extremidades (¡!); luego, cuando veamos una especie o un individuo con este signo, podremos conjeturar la valentía de una
y otro. Evidentemente, la segunda premisa y la conclusión
nunca podrán rebasar la mera probabilidad.
Todavía es más problemático el juicio, sin embargo, cuando el signo pertenece a la segunda naturaleza, como cuando se
dice: Pitaco es bueno, porque es sabio y los sabios son buenos.
O bien: el dolor modera las pasiones; Juan ha sufrido mucho;
luego Juan será hombre de pasiones moderadas. En uno y en
otro caso, se parte de un dato biográficamente perceptible (Pitaco es sabio, Juan ha sufrido mucho); y, basado el biógrafo
en una conexión ética o psicológicamente probable, llega a una
conclusión acerca de lo que puede ser y probablemente es en su
segunda naturaleza la persona en cuestión.
La determinación de los hábitos psicológicos y éticos del
biografiado constituye, sin duda, un ineludible deber del biógrafo, pero en modo alguno se agota con ello el imperativo más
esencial de toda biografía según su arte. Nuestro problema es el
— 33 —
de saber qué quiso hacer una persona con su vida entera y, por
lo tanto, con el rosario de los actos cuyo testimonio visible conservamos. Si adquirió en su temporal existencia tales o cuales
hábitos, fué precisamente merced a ese empeño suyo, espontáneo o influido, por hacer algo de y con su vida. Operando
con su nativa constitución biológica y a través de las presiones
del medio y de los hábitos biológicos, psicológicos y éticos que
le dieron la educación y su mundo histórico-social, cada hombre
va haciendo su vida según un proyecto constantemente único
o periódicamente renovado, al que intenta dar actualidad mediante una serie de acciones más o menos directamente relacionadas con ese proyecto central y libremente elegidas, decididas
y ejecutadas en cada caso. A la vista de los testimonios que de
esas libres acciones conservamos—cronológicamente ordenados
ya, desde el nacimiento hasta la muerte—, he aquí, de nuevo,
las preguntas a que sucesivamente hemos de responder: ¿qué
hizo nuestro hombre de su vida?; ¿qué quiso hacer de y con
ella, entre lo que por su propia naturaleza y por su medio pudo
efectivamente hacer?; ¿qué quiso hacer o decir con cada una
de las acciones en que fueron creados los testimonios visibles
que de esa vida conservamos?; ¿qué relación tiene la intención
de cada una de esas parciales acciones con la intención o las
intenciones cardinales de la vida biografiada? Estas son las
cuestiones centrales, en cuya virtud pueden plantearse luego
otras secundarias, tocantes a la naturaleza segunda y primera
de la persona en cuestión: ¿qué hábitos adquirió nuestro hombre a lo largo de su vida, por libre decisión suya o por influencia del medio?; ¿cómo pudo hacer este hombre su vida dentro de
las limitaciones o gracias a las ventajas y facilidades que pudieran concederle su constitución biológica y el curso de su salud?
El método de que cardinalmente se vale la mente del historiador para responder a estas arduas preguntas es, sépalo él o
no lo sepa, el entimema o silogismo de probabilidad. Trátase
de obtener, mediante un razonamiento más o menos expreso
—desde la clara formulación hasta la intuición oscura—, propos
— 34 —
siciones nuevas y probables, en las que se va de lo general
(libro, libro de historia española, estudio acerca de Luis Vives,
etcétera) a lo más estrictamente singular (qué dijo y qué quiso
decir Menéndez Pelayo "allí y entonces" con su personal y ocasional opinión sobre Luis Vives). Este razonamiento no es una
inducción, porque la proposición a que debe llegarse es tan
radicalmente nueva, por obra de la personal libertad del biografiado, que no se halla contenida "en potencia" dentro de
las premisas y observaciones anteriores a ella^y, de otra parte,
porque va de lo genérico a lo singularísimo y no de lo particular a lo general, como hace la inducción lógica. No es tampoco
un silogismo demostrativo o apodíctico, porque la conclusión
nunca puede pasar de probable. Es, como antes dije, un entimema, un silogismo retórico o de probabilidad.
Mas no se acaba ahí la peculiaridad del método biográfico.
Los entimemas en que se basa la Fisiognomonía, entendida al
modo aristotélico—refiéranse a indicios biográficos de la primera o de la segunda naturaleza—, concluyen siempre un permanente modo de ser del hombre en cuestión. Los entimemas
genuinamente biográficos intentan conjeturar respecto a una
libre intención, perdurable o fugaz, de la persona biografiada.
De otro modo: el entimema fisiognomónico apunta hacia lo probable entre lo que es; el entimema biográfico se endereza hacia lo probable entre lo que pudo ser. De ahí su mayor riesgo,
tanto porque la osadía adivinatoria que su ejercicio requiere
está más amenazada de error, como por la ineludible proyección de la personalidad del biógrafo—supuestos estimativos,
creencias, etc.—en su visión de esa singularísima e irrepetible
intimidad personal que intenta describir.
Para ver de cerca la marcha de esta antropognosia entimemática—valgan, en razón de lo ya explicado, tan sexquipedalia
verba—pongamos otra vez los ojos en la figura anterior y preguntémonos elementalmente por el significado de uno de los
puntos visibles, el P, por ejemplo, de la curva Ν M. Ya sabe­
mos que ese punto representa la situación en el tiempo biográfico
— 35 —
de uno de los testimonios que de esa vida personal conservamos. Verbi gratia: el prólogo de Menéndez Pelayo a la Historia
de la Literatura Española, de Fitzmaurice- Kelly, representa en
parte lo que don Marcelino quiso hacer a sus cuarenta y cuatro
años, entre el 10 y el 15 de julio de 1901. ¿Qué significa, qué
"quiere decir" el mencionado prólogo? Tres son, como sabemos,
los elementos que integran la respuesta:
i.° El prólogo en cuestión "quiere decir", en parte al menos, lo que su propio texto "dice" según el significado objetivo
de sus expresiones. Si se lee, por ejemplo: "Santa Teresa ocupa
menos espacio en su historia (se refiere a la de Ticknor) que
cualquier dramaturgo o novelista de tercer orden. A Fray Luis
de Granada se le despacha en una página, y a San Juan de la
Cruz en media", es evidente que estas palabras aluden directamente a la realidad objetiva de un libro y a la distribución
espacial del texto contenido en sus páginas.
2.0 Otra parte de lo que "quiere decir" el prólogo está
constituida, ya lo sabemos, por el significado histórico de las
palabras y expresiones que emplea. Me remito a lo antes dicho
a propósito de "los hechos y las leyes" en la Historia de la Literatura. Viene a' ser el significado histórico, en fin de cuentas,
lo que en cada texto "pone" el medio humano dentro del cual
fué escrito (1).
Tres elementos sistemáticos pueden distinguirse en la total
y unitaria estructura del medio humano: el campo cósmico de
que el cuerpo forma parte (campo gravitatorio, electromagnético, térmico, etc.), el ambiente biológico (conjunto de los estímulos instintivos) y el mundo histórico-social (época histórica, nación en que se vive, profesión, etc.). Huelga indicar que
estos tres elementos se implican unitariamente en el concepto
del "medio humano" y, por lo tanto, en la parte que el medio
"pone" en cada acción personal del hombre. Los tres pares de
(0 LO que se dice de un texto escrito puede ampliarse, como fácilmente se comprende, a cualquier acción humana de la cual quede testimonio expreso y constante.
-
3
6-
flechas que en la figura van señalados con las letras R M indican la doble relación, activa o reactiva, que el testimonio Ρ
tuvo o pudo tener con el medio en que fué creado. Atengámonos al prólogo tantas veces aludido. ¿Qué puso en él la ciudad
de Santander, en la cual fué escrito? Evidentemente, nada o
casi nada (i)· ¿Qué pusieron la época en que fué concebido y
el medio social del autor? Indudablemente, no poco. El biógrafo debe partir de una respuesta suficiente y concreta a todo este
apremiante sistema de preguntas.
La manera de influir el medio sobre la producción y la figura de cada testimonio—sea éste un libro, un utensilio o el plan
de una batalla—está centralmente expresada por una palabra:
posibilidad. El medio humano es el ámbito de las diversas posibilidades que incitan la reacción y se ofrecen a la libre acción
de quienes en su seno viven. Si Menéndez Pelayo escribió ese
prólogo en ese día, fué porque su medio físico le ofreció la posibilidad de disponer de papel y tinta, su ambiente biológico
ía de mover desembarazadamente sus miembros y su mundo
histórico-social la de manejar o rechazar las ideas científicas
y literarias que entonces se hallaban en circulación. El hombre
Menéndez Pelayo tomó o aceptó libremente ciertas posibilidades—uso de tal papel, acepción de tales ideas—y libremente
rehusó otras.
El uso de esta serie de posibilidades que el medio ofrece al
hombre adopta matices muy distintos de la libre y casi indiferente opción. La influencia del medio sobre la acción humana
puede variar desde la exigencia hasta la imposición. La exigencia es el tirón del medio sobre el hombre: la vida en una ciudad hambrienta, por ejemplo, exige de uno la realización de
tales o cuales acciones. La imposición es la presión imperativa
del medio sobre el hombre: el trabajo del esclavo es el ejemplo más demostrativo. Una y otra, por contrapuesto modo, tirando de la humana libertad u oprimiendo su ejercicio creador,
(i) Otras veces influirá decisivamente el medio geográfico. Por
ejemplo, cuando el texto sea la descripción de un paisaje.
— 37 —
convierten la posibilidad en coacción y hasta pueden anularla,
mudándola en necesidad. Entre la exigencia y la posibilidad
indiferente se halla la incitación; entre la posibilidad indiferente y la imposición está la mera resistencia del medio. Todas
estas eventualidades deberán tenerse en cuenta cuando se investigue lo que puso en el significado de un texto el medio humano en que fué escrito ( i ) .
3.0 La parte última de lo que "quiere decir" nuestro prólogo es, en fin, su significado personal: lo que su autor "quiso
decir" libremente con él, siempre que quisiera decir algo más
de lo que por su significado objetivo y por su significado histórico
diga el prólogo mentado. Es este el significado más propiamente intencional. A la vista de un texto, ¿qué quiso decir el autor
con él, cuál fué en aquel momento su intención expresiva? Esta
es la cuestión. Para responderla, pensemos con alguna atención
en los momentos que condicionan esa intención expresiva.
La influencia del medio ha quedado ya suficientemente declarada. El medio otorga en cada instante al hombre, a la vez
que un marco o escenario de su acción, el cuadro de las diversas
posibilidades cósmicas, biológicas e histórico-sociales entre las
que puede optar. También sabemos que el ejercicio de esta
opción puede variar desde la exigencia hasta la imposición, pasando por la posibilidad indiferente. Por ejemplo: habla una
vez Menéndez Pelayo de "los innumerables españoles que divierten sus ocios en morder al prójimo" (2). Evidentemente,
don Marcelino "quiso decir" entonces con esas palabras algo
muy personal; pero su personal intención expresiva fué incitada
por una determinada actitud del mundo histórico-social que a
la sazón tenía delante. Otras veces, en lugar de incitar, el me(1) La importancia dominante que el componente histórico-social
del medio humano tiene dentro de cuanto ese medio pone en lo que uno
hace o escribe, me ha movido a llamar significado histórico (o, más
exactamente, significado histórico-social) a la fracción significativa que
en el total significado de un testimonio biográfico pone todo el medio
de su autor.
(2) Ciencia, II, 125.
- 3 8 -
dio exigirá o impondrá al autor determinadas intenciones expresivas. Muchas ofrecerá cierta resistencia—convenciones sociales, etc.—a que algunas intenciones sean expresadas. El medio humano no se limita, por lo tanto, a "poner" en· el significado de una expresión el quid de su significación histórica;
también influye de alguna manera en la configuración del significado personal.
El segundo momento que condiciona la ocasional intención
expresiva de una persona es la totalidad de su curva vital. Sobre todo cuanto ahora estoy escribiendo gravita de algún modo
mi vida entera. No sólo depende parcialmente de ella el contenido de estas páginas—no diría mucho de lo que escribo si no
lo hubiese aprendido antes—; también condiciona en parte la
inédita e irrepetible intención que me mueve a escribirlas y a
decir algo mío con ellas. Mas la totalidad de una curva vital,
mirada desde el singular momento suyo que señala cualquier
testimonio biográfico—nuestro prólogo, en este caso—, tiene dos
ramas rigurosamente distintas: una, la Ρ M, representa el in­
cierto futuro que va desde el día en que fué creado el prólogo
de autos hasta la muerte de su creador; otra, la Ν Ρ, es la vida
que antecede a la redacción del tal prólogo, el pasado entero
de Menéndez Pelayo desde el 3 de noviembre de 1856 hasta
el 15 de julio de 1901. Una y otra influyen con diverso y específico acento sobre la personal intención significativa de don
Marcelino en aquel "entonces" y condicionan lo que "quiso
decir".
El porvenir real de mi vida influirá sobre mis intenciones
presentes en cuanto se halle contenido en el proyecto que acerca
de ese porvenir mío tengo necesariamente en el alma. Si ahora
quiero yo decir algo, ese "algo" que da contenido a mi intención
expresiva está parcialmente determinado por lo que realmente
seré, en la medida en que yo alcance a ser realmente lo que en
este momento quiero ser. Podré cambiar de proyecto o podrá
fracasar total o fragmentariamente mi proyecto actual, porque
la vida futura no depende sólo de uno mismo. Pero por grande
— 39 —
que sea el contraste entre lo que ahora "quiero ser" y k) que
luego "seré", nunca dejará de existir un nexo entre el proyecto
presente y la incierta realidad futura. Gracias a ese nexo, el futuro previsto y posible determina parcialmente, en ese su estado de proyectada e insegura posibilidad, la actual realidad de
mis intenciones. Ejemplo: en 1876 publica Menéndez Pelayo
sus Polémicas, indicaciones y proyectos sobre la ciencia española. Pues bien, buena parte de lo que don Marcelino "quiere
decir" en dicho libro está determinado por su "proyecto" de
escribir algo así como una "Historia del pensamiento español",
sólo muy parcialmente realizado luego en la Historia de las
ideas estéticas. Cada obra de un autor nos ayuda a comprender
el significado personal de todas sus obras precedentes.
Más poderosa y visible influencia tiene el pasado del autor
sobre cada una de sus ocasionales intenciones expresivas. Lo
que yo quiero decir en este momento de mi vida está fuertemente condicionado por lo que yo he sido hasta ahora. No cuento
el material que mis experiencias y aprendizajes puedan prestar a lo que ahora digo; la misma intención expresiva de mi decir depende en algún modo de lo que antes fui. Mi vida anterior ha creado en mí determinados hábitos intelectuales y volitivos, y a través de ellos, como zonas corticales de mínima resistencia, tiende a brotar en todo momento la efusión intencional de mi ser. Esa vida antigua, por otra parte, abrió a mis intenciones actuales todo un sistema de arcaduces anchos y despejados. Quien tenga moldeada su alma por los hábitos intelectuales del biólogo y quiera usar una metáfora, propenderá fácilmente al empleo de metáforas biológicas; quien adquirió un
título de abogado y quiera ganar algún dinero, orientará probablemente sus intenciones económicas hacia la práctica forense. El pasado biográfico, en fin, además de conceder material a
la vida, crear hábitos y abrir cauces, reduce paulatinamente el
caudal de las posibilidades humanas. Decía Cervantes en su
triste y bellísima dedicatoria del Persiles que con el crecer del
pasado "el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas
— 40 —
menguan". El hombre "puede ser" muchas menos cosas en su
senectud que en su mocedad—"las esperanzas menguan"—; y
quizá por eso, y por la mayor disponibilidad de saberes y experiencias en los días de vejez, con ella "crecen las ansias" y el
escritor puede "querer ser" y "querer decir" muchas más cosas
que cuando mozo. El joven "puede ser" más cosas que el viejo,
aunque no formule expresamente la intención de serlas; el viejo,
pagando por ello esa su pérdida en posibilidades de ser, puede "querer decir", y dice de hecho, muchas más que el mancebo.
Por mucho que influyan el medio del autor y la totalidad de
su curva vital en la significación personal de un texto, no pasan,
sin embargo, de condicionarla. El momento verdaderamente decisivo de lo que un autor "quiere decir" con un texto—la causa
eficiente, como diría un aristotélico, del significado personal—
es siempre un libre y creador acto de su voluntad en el momento de escribirlo. Por grandes que sean el peso de mi pasado
y las urgencias o imposiciones del medio, casi siempre diré con
mis palabras lo que en aquel momento "quiero decir" (i). No
(i) Lo que un hombre quiso decir o hacer con una expresión verbal o una acción, nö sólo estuvo determinado por la intención concreta
que positivamente le movió a tal expresión o a tal acción, dando a éstas
su singular contenido, sino por todo lo que ese hombre pudo y no quiso
decir o hacer en aquel momento. El significado futurible de las posibilidades abandonadas para actualizar la definitivamente elegida es el
contorno o marco del significado actual que posee esta última. Puede
•decirse, en consecuencia, que la libertad humana, antes de actuar positiva y creadoramente, se emplea en contornear por vía negativa el ámbito de su futura o naciente creación. Cuando un poeta elige entre
varios un adjetivo, el significado personal del adjetivo elegido está
determinado también por el marco negativo que en torno a él forman
todos los adjetivos posibles un momento y luego rechazados deOm'tivamente. He aquí, por lo tanto, los ingredientes que constituyen el significado de una palabra:
i. El significado objetivo de esa palabra, expresado, más o menos,
por lo que de ella nos dice el Diccionario.
2. El significado histórico: lo que con esa palabra se quiere habitualmente decir en el medio histórico y social en que ha sido escrita.
3 El significado personal, integrado por: a) Lo que el contexto añadé a los significados objetivo e histórico, b) Las modificaciones que imprimen al significado los hábitos expresivos del autor, c) El contorno o
"hueco" que ofrecen a la palabra elegida las palabras posibles y recha-
— 41 —
es frecuente que un autor, siempre dueño del recurso de callar,
escriba un libro o pinte un cuadro al dictado y bajo la presión
de una pistola en su espalda. La intención expresiva de un hombre es en cada momento rigurosamente inédita e irrepetible, y
cada punto de los que trazan la línea de su vida es en el fondo,
como dicen los geómetras, un "punto singular", incluso cuando
uno libremente puede y quiere que su vida siga entonces sin
el menor sobresalto la misma curva vital que hasta tal sazón
siguió. Favorecida o coartada por el medio, conexa con el pasado o revolucionariamente desajustada de toda previsión, cada
intención personal expresiva surge siempre, como flecha reciente y nunca usada, de esa entrañable intimidad del hombre en
que su libertad—una libertad tiernamente creadora, in statu nascendi—va moldeando proyectiva y reactivamente la dimensión
temporal de su ser (i). Todo texto libremente inventado y escrito expresa, siquiera sea en mínima parte, la raíz misma del
hombre, ese personalísimo e intransferible filum terminale del
alma humana que enlaza y comunica cuanto en el hombre hay
de temporal y cognoscible con ese oscuro centro de su ser donde, como decía San Juan de la Cruz, "cesa todo". Escribir creadora o críticamente—cruel y dispendioso oficio—es confesarse
ante los demás, abrir las carnes del alma e ir echando a público
conocimiento briznas o pedazos de la más secreta intimidad.
Esta directa relación de cada testimonio biográfico en que
exista un significado personal con las intenciones que anidan
en la intimidad de su autor, va señalada en la figura precedente
por la doble flecha R I. Una de las flechas, la dirigida hacia
afuera, representa la intención inédita y libre en cuya virtud
posee dicho testimonio un significado personal. Es la intención
zadas en el momento de elegir aquélla! d) El significado ocasional y poíitivo de esa palabra por haber sido elegida: la intención significativa
con que en aquel momento es usada.
(i) Proyectivamente, en cuanto esa intención obedece a un proyecto original de existir; reactivamente, en cuanto la determina un estímulo del ambiente biológico o del mundo histórico-social en que el
hombre vive.
— 42 —
que el autor tiene y cumple de decir por sí mismo algo rigurosamente "original", mediante el significado objetivo y el significado histórico-social del texto, del cuadro o de la piedra
labrada que a través de sus manos van saliendo de su alma.
La flecha orientada hacia adentro expresa la reacción que el
mencionado testimonio produce en la intimidad espiritual del
autor cuando contempla su propia obra. Casi huelga advertir
que tal reacción es muchas veces inaccesible al ojo del biógrafo.
IV
EL DOBLE SALTO HERMENEUTICO
Y
A sabemos con algún detalle cuál es en esquema la estructura significativa de cada testimonio biográfico. Ahora
comienza nuestro verdadero problema: ¿qué quiso hacer y decir nuestro hombre con la totalidad y con cada uno de esos
testimonios en que se expresa lo que de actualmente expresada
tuvo su vida?
Recuerdo ahora un curioso pasaje del Corpus Hippocraticum
que, mutatis mutandis, viene como anillo al dedo de lo que pretendo decir. Trata el asclepiada de expresar clara y didácticamente lo que para él es el diagnóstico de una "enfermedad", y
escribe así: "En resumen: (partiendo) de la génesis y del arranque (de la enfermedad), y de muchas conversaciones, y de exploraciones minuciosas, se reconocerán las concordancias (de los
síntomas) entre ellos, luego las discordancias entre estas concordancias, y las nuevas concordancias entre estas discordancias,
hasta que resulte una sola y única concordancia: tal es el método" (i).
(I)
Littré, V, 2g8.
— 44 —
Si ponemos en relación este apretado texto con el de Aristóteles antes citado, podremos decir que la intención del asclepiada es hacer una especie de Fisiognomonía del cuerpo enfermo. Su meta consiste en conjeturar cuál es el desorden somático central en el cuadro clínico—esto es, el trastorno anatómico y humoral de que éste depende—partiendo de sus signos o indicios visibles; propósito, como se advierte, enteramente paralelo al de la Fisiognomonía psicosomática de Aristóteles, cuyo objetivo está en diagnosticar una nota temperamental o habitual partiendo de signos corporales visibles.
También el método es común. Aristóteles examina la total
figura y la conducta de un ser viviente, anota después del escrutinio los signos específica o individualmente característicos y,
tendiendo un puente lógico entre esta observación y algunos resultados de su anterior experiencia—verbi gratia: las grandes
extremidades denotan valor, los sabios suelen ser buenos, etc.—,
conjetura entimemáticamente acerca de la interna naturaleza
del ser viviente en cuestión. El hipocrático, por su parte, explora con atento cuidado toda la figura visible de una afección
individual—el eidos de esa afección—y anota los síntomas que
le depara su examen. Entre estos síntomas selecciona aquellos
cuya índole fisiopatológica le parece más concordante y, basado
en esta concordancia, en su experiencia y en su saber técnico,
construye un entimema (i) acerca del trastorno anatómicohumoral que pudiera haberlos engendrado. Luego comprueba
la probabilidad de su conjetura diagnóstica verificando si con
el trastorno en cuestión logra explicarse la discordancia entre
aquellos síntomas y los restantes. Si esto se consigue, entonces
dicho trastorno representa la única concordancia y acaba el razonamiento diagnóstico. Si ese trastorno no explica tales discordancias, habrá que buscar una nueva concordancia sinto(i) Esta construcción puede ser tácita y aun inadvertida. En rigor,
nadie piensa mediante silogismos expresos, aunque el pensamiento humano, incluso el poético, pueda ser muchas veces reducido a una cadena silogística.
— 45 —
mática y construir otra conjetura, hasta alcanzar por fin la
meta deseada, es decir, el conocimiento de un centro de referencia único para todos los síntomas.
Creo que esta interpretación del sarmentoso texto hipocrático puede dar alguna luz acerca de la hermenéutica biográfica. Esta debe comenzar, como es obvio, por un examen sucesivo
y minucioso de todos los testimonios que constituyen la curva
vital del biografiado. De todos, desde el nacimiento hasta la
muerte. Hay vidas a las que sólo la muerte, el modo de morir,
otorga última y verdadera significación. Cuando tal ocurre—tal
fué, por ejemplo, el caso de nuestro Enrique Sotomayor y, por
la banda contraria, el de Larra—, ni una sola de las acciones
vitales deberá ser interpretada por el biógrafo sin antes mirarla a luz que "esa" muerte expande sobre toda la vida del biografiado. Otras veces la muerte es sólo una mansa extinción
de la vida, la cual alcanza pleno sentido en su obra, no por
su remate: así en el caso de Menéndez Pelayo o en el de Cajal.
Hay ocasiones, en fin, en las cuales la muerte es un brusco
accidente que corta abruptamente una vida humana, sin la menor relación de sentido con ella y hasta pugnando sin ambages
con su anterior significado: este es el caso de los ejecutados por
equivocación, si vale citar el ejemplo más flagrante. Terrible
inseguridad y terrible albedrío la inseguridad y el albedrío del
hombre, que le permiten en cualquier momento descalificarse,
vivir cualquier vida y morir cualquier muerte. Y, sin embargo, hay una vida y una muerte más suyas que ninguna otra,
más atañederas a su vocación. Bien lo advertía Rilke en aquel
lamento pungitivo de sus bien conocidos versos:
O Herr, gib jedem seinen eignen Tod:
das. Sterben, das aus jenem Leben gebt,
darin er Liebe batte, Sinn und Not (i).
Cada uno de los testimonios será examinado en su triple
(i) "¡Señor, da a cada uno su propia muerte, el morir que emerge
de aquella vida en la cual tuvo amor, sentido y necesidad!"
-
4
6-
significación objetiva, histórico-social y personal. Dejemos de
lado, por más sencillo, el problema del significado objetivo, y
examinemos con alguna atención el meollo biográfico de los
significados histórico y personal.
i. El significado histórico de los testimonios biográficos.—
Su determinación podrá ser complicada o trabajosa, mas no
ofrece dificultad esencial. Requiere, sobre todo, información
histórica yfilológicasuficiente y cierto hábito "olfativo" de historiador, si se me permite esta expresión. Tomo el libro sobre
La Ciencia española y discierno en él todos los componentes
que en él puso el mundo histórico-social en que vivió y se formó Menéndez Pelayo (ideas, estimaciones, costumbres mentales
o estilísticas, etc.) ; hago luego otro tanto con los Heterodoxos,
con la Historia de las ideas estéticas y, en suma, con toda la
producción escrita de don Marcelino. Cumplido lo cual, adver—ν
tiré pronto que este trabajo previo me ha puesto ante tres problemas a la vez distintos y conexos entre sí: el problema de la
exclusividad o la insuficiencia biográfica del significado histórico, el de su unicidad o multiplicidad y el de su inmediata relación con el medio (i).
Coloquémonos imaginativamente frente al material de una
biografía y supongamos ya conclusa nuestra pesquisa en torno
al significado objetivo de los testimonios que de aquella vida
nos dan fe. En tal situación, una pregunta nos áale al paso:
¿se agota el significado total de la obra que acabamos de exa(i) Todavía se presenta un cuarto problema: el de precisar las raíces históricas elementales a las cuales pueden y deben referirse todos
los componentes que integran el significado histórico de un texto. Es el
problema del que al comienzo llamé "plano longitudinal" del significado
histórico, y su método coincide con la "destrucción del acontecer histórico", según la peculiar significación que a tan tremebunda frase da
Ja analítica existencial. Pero este problema no toca ya directamente
a la biografía sensu stricto, sino a otro más remoto y amplio: el de la
inserción de esa vida en la totalidad de la Historia Universal. No hay
biografía verdaderamente completa sin una referencia a los "primeros
padres" espirituales del biografiado; a los "primeros inventores", como
decían los griegos, de todo cuanto maneja en su vida y él no inventó.
— 47 —
minar en el significado histórico de sus eslabones constitutivos?
De otro modo: ¿carece esa obra de personal originalidad, es
sólo un parcial y personal reflejo del medio histórico-social en
que fué ejecutada? Esto es lo que aproximadamente acontece
con todas las figuras epigonales de una época, de un oficio o
de una gran personalidad creadora. La única originalidad del
epígono consiste en no tenerla y su único patrimonio es el que
le concede su mimética condición de discípulo de un maestro o
de "hijo de una época", de fils du siècle.
Pero esto no pasa de ser una ficción esquemática. La verdad es que cada hombre, por la inédita singularidad que le
concede su ser libre y personal, hace su vida, aunque ésta sea
trivial y adocenada, con un estilo propio; también el copista
tiene su "personalidad", como la gente del pueblo tiene su corazoncito. Un biógrafo de buen olfato descubrirá huellas de intimidad inédita y rastro de intenciones no usadas hasta en la
obra literaria de quien sólo hubiese escrito libros de mera exposición. Tanto más si entre los resquicios de lo que el medio
puso en la obra se abre paso alguna tenue ráfaga de originalidad creadora o el virginal significado de una intención expresiva rigurosamente personal.
Dejemos para ulterior consideración la importancia biográfica del significado personal y ocupémonos del segundo problema que plantea el conjunto de los significados históricos. Tengo ante mi vista, uno al lado de otro, el significado histórico
de todos los testimonios biográficos a mi mano. La pregunta
es: ¿constituye su conjunto una unidad sistemática? ¿Hay entre ellos, por lo contrario, discrepancias que permitan ordenarlos en una pluralidad de actitudes espirituales?
Por muy "de una pieza" que sea la biografía de un hombre, siempre será posible distinguir en ella, desde este punto
de vista histórico-social, unas cuantas provincias antropológica,
social e históricamente diversas. Nadie puede ser, por ejemplo,
"positivista puro" en ciencia, en política, en conducta social y
en gustos artísticos o culinarios. Tales tipos sólo existen en las
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4
8 -
caricaturas de las revistas de humor o de las comedias bufas.
En la vida de un hombre se ordenan siempre, con personal unidad de estilo, diversas unidades sistemáticas: la religiosa, la
intelectual o científica, la económica, la política, etc., y no siempre es idéntica o coherente su actitud histórico-social en todas
ellas. Una persona puede ser positivista en ciencia, pietista en
religión, clasicista en sus aficiones musicales y conservadora en
economía y política. El hombre es siempre un ser complejo y
casi siempre contradictorio. "Yo no soy un libro hecho con reflexión, — yo soy un hombre con mi contradicción", gustaba decir don José Ortega con las palabras del Ulrico de Hütten teatral.
Ni siquiera es infrecuente que una sola de las vertientes en
que se expresa la vida humana—la vertiente intelectual, por
ejemplo—sea un mosaico de diversas actitudes históricas, más
o menos bien compuesto y unificado por la fundamental unidad
de la persona titular. Antes vimos que en un pasaje de Menéndez Pelayo era fácil descubrir huellas de la historiología positivista. En otras obras suyas, en cambio, muy próximas en el
tiempo al texto mencionado, podremos descubrir una actitud
de don Marcelino frente al saber y a la Historia situada a cien
leguas del positivismo. Dos serán los cometidos del biógrafo
cuando esto suceda. Uno el de deslindar con delicada pulcritud
intelectual las diversas "unidades históricas" que hayan puesto
su impronta significativa en la obra del biografiado: quien escriba la biografía de Freud deberá distinguir cuidadosamente
la huella que el positivismo científico-natural, tan en auge a la
sazón, impuso a su obra, de la que sobre ella imprimió un irracionalismo vitalista cuya boga histórica comenzaba en la mocedad del médico vienes. El segundo empeño será el de indagar si la abigarrada influencia deesas diversas unidades sistemáticas alcanzó unidad personal en la obra del autor en cuestión, y cómo la alcanzó, en caso afirmativo. Por ejemplo:
¿cómo la tesis romántica del Volksgeist o "genio nacional", tan
patente en la obra de Menéndez Pelayo, ganó en su mente
— 49 —
unidad personal y sistemática con una idea católica de la Historia Universal? Cuando más adelante hable sobre el significado
personal de los testimonios biográficos procuraré dar una respuesta a la cuestión general; cuando estudie por menudo la
obra de Menéndez Pelayo, intentaré contestar la pregunta que
a él se refiere.
El tercer problema que plantea el significado histórico de
los testimonios biográficos—junto a los dos ya tratados: exclusividad o insuficiencia y unicidad o multiplicidad—es la relación inmediata entre ese significado histórico, partido ya en las
diversas unidades sistemáticas, y el mundo histórico-social del
biografiado. He aquí a un hombre a quien las diversas fracciones significativas de su obra le acreditan como protestante, positivista, romántico y conservador; y, por otra parte, le presentan como alemán, profesor universitario, diputado y miembro
de sociedades deportivas. ¿Cómo se relacionan todas estas huellas que el medio grabó en la biografía de nuestro hombre con
el contenido y la estructura de ese mismo medio? ¿Cómo se explica, por ejemplo, desde el punto de vista del mundo históricosocial en que creció y vivió don Marcelino, la fervorosa catolicidad, la españolidad pujante, el ligero positivismo, el esteticismo persistente y tantas otras facciones parciales, descriptivamente separables en el rostro total y unitario de su obra?
Es ésta una cuestión muy tratada por la historiografía del
siglo xix bajo la conocida rúbrica de las "influencias", los
"antecedentes", los "orígenes", las "fuentes", etc. Cuando tan
acusada importancia se daba al "medio"—un medio concebido,
con mentalidad científico-natural, como una red de "hechos"
relacionados entre sí por los hilos de las "leyes"—era lógico que
se estudiase con ahinco su influencia sobre la obra de los hombres. Consistía el mayor placer de un historiador en la picardía de enseñar que tal idea o tal expresión no eran originales
de un autor, sino influencia de ciertos antecedentes, producto
de la imitación o precipitado de su medio. El "medio" se tragaba al "hombre"; la "influencia" y el "antecedente" eclipsa-
— 50 —
ban y casi extinguían la lumbre original de toda "personalidad" (i).
Líbreme Dios de afirmar que no existe realmente el problema del medio y su influencia. A él he llegado, como se recordará, desde una visión total y sistemática de la biografía.
El error del positivismo fué de exageración y de método. La
exageración fué tal, que el problema del medio campeaba sobre
toda la historiografía. El método se limitaba a la fácil copia
del usado por las Ciencias de la Naturaleza: el establecimiento
de una cadena o cascada de influencias causales desde la "fuente" hasta la obra estudiada. Si para un biógrafo positivista
de Menéndez Pelayo fuesen problema las huellas de filosofía
escocesa en la obra del gran montañés, procedería más o menos
así: en Menéndez Pelayo hay ribetes de escuela escocesa porque
en Santander oyó a un don Agustín Gutiérrez y fué en Barcelona discípulo de Lloréns y Barba; estudió en Barcelona porque su padre era amigo de Luanco, catedrático de Química en
aquella Universidad, etc.; y con la demostración documental
de esta cascada de hechos pensaría nuestro biógrafo haber colmado las medidas más hondas y exigentes.
La cosa es, sin embargo, mucho más sutil y compleja. La totalidad del mundo histórico-social debe ser previamente estudiada en su cualidad y en su estructura. Concédenle su específica cualidad la época histórica y la unidad político-social a
que pertenece. Por ejemplo: el mundo histórico-social de Menéndez Pelayo está cualificado por tres notas cardinales: siglo xix europeo, España de la Restauración, burguesía media y
profesoral. La estructura propia del mundo histórico-social está
determinada por la cardinal y permanente estructura antropológica de las vidas humanas que le producen y constituyen, y
de ahí que deban aislarse en él una serie de unidades sistemá(i) Es de veras sorprendente 'la coexistencia que tiene lugar en e¡
siglo xix entre el romanticismo, desorbitado exaltador de la personalidad, y el positivismo, que la sepulta bajo la gleba espesa del "medio".
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ticas o complejos operativos: la religión, la política, la economía, la ciencia,.el arte.
En el seno de todos estos complejos operativos, actualizados
a través de la cualidad histórica y político-social del medio en
instituciones, personas y sucesos singulares, va haciendo su vida
cada hombre. A veces sólo podrá reaccionar sobre la marcha a
los estímulos de esa densa floresta histórica y social que le circunda. Otras se conformará con aderezar en la unidad de su ser
temporal, pasivamente o como Dios le dé a entender, las adherencias que el mundo va depositando en su vida: costumbres,
saberes, creencias. En alguna ocasión, por fin, hará o dirá algo
con intención y voz rigurosamente propias y originales. Edificando con esos tres diversos materiales—reacciones, adherencias y originalidades—va modelando cada hombre el torso personalísimo, maravillosamente único de su vida.
Dos cuestiones importan en esta múltiple relación del hombre con su medio: lo que de él toma y cómo lo toma. ¿Qué materiales seleccionó nuestro biografiado entre todos los xque le
ofrecía su medio? ¿Cuáles fueron los que aceptó pasivamente,
por contagio o aprendizaje dirigido, y de qué otros se adueñó
por libre y activa decisión de su voluntad? La respuesta a estas
preguntas requiere, ello es obvio, investigar minuciosamente ei
significado histórico de todos los testimonios biográficos. Mas
no basta tal pesquisa. Una respuesta adecuada y entera sólo
podrá obtenerse después de haber conocido la intima afición
y la íntima vocación del biografiado; es decir, después de haber resuelto las más delicadas cuestiones que nos va a presentar
el significado personal de aquellos testimonios biográficos.
Otro tanto puede decirse respecto al cómo de esa influencia
del medio sobre los testimonios biográficos. ¿Cómo llega a la
obra de un hombre el fuerte rastro que de su mundo hay siempre en ella? Antes hemos visto la respuesta del positivismo historiográfico a esta pregunta. Pero, aun admitiendo la validez
científica de aquella cadena asociativa—lo cual es admitir demasiado, porque los sucesos históricos no son meras cadenas
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causales de hechos—, la respuesta del positivismo histórico nos
deja en la superficie misma del biografiado: sabemos, a lo sumo,
cómo ha llegado un concepto o una imagen a sus oídos o ante
sus ojos. ¿Qué ha pasado con aquellas nociones de filosofía escocesa, desde que Menéndez Pelayo las oyó de Lloréns hasta
que surgieron de su pluma en la polémica de la ciencia española o en la semblanza de Milá y Fontanals? ¿Cuáles han sido
sus vicisitudes en la larga navegación que han hecho a través
de su alma lectora y apasionada?
Bien sé que el positivismo psicológico tiene también respuesta. Nos hablará de imágenes, engramas, asociaciones y acaso
de represiones y desplazamientos. Convengamos en que esto
no es decir mucho. La idea o la imagen que un hombre toma
de su mundo circundante no quedan en su alma como simples
puntos nodales, más o menos conscientes, en la red asociativa
a que la psicología positivista pretendió reducir el alma. En
cuanto para él han adquirido un sentido inteligible (i), forman
parte de una total unidad, la de su vida personal, y "desde"
esa unidad son utilizadas. ¿Qué nuevo matiz significativo, por
mínima que sea su cuantía, reciben de su pertenencia a esa nueva unidad viva los conceptos y las palabras que entraron por
el oído? Los conceptos de "parsimonia, integridad y armonía"
en el testimonio de la conciencia, tan característicos de la filosofía de Hamilton y tan frecuentemente invocados por Menéndez Pelayo, ¿son en la mente y en la obra de éste lo mismo
que en la del escocés, aunque don Marcelino tuviese—como de
hecho tenía—el propósito de usarlos con estricta fidelidad a la
intención filosófica de su inventor? ¿No habrá en ellos un adarme de involuntaria o deliberada novedad, en cuanto son usados
"desde" otra unidad personal, al servicio de otra vocación, en
(i) Si yo veo escrito un signo gráfico japonés, su imagen quedará
más o menos grabada en mi alma, pero nunca tendrá para mí—mientras
yo no sepa japonés—un sentido inteligible. En cambio, si leo en un papel y = a χ + p, la imagen de esas letras tiene para mí una inteligible
y clara significación : la de ser símbolo de una línea recta en un sistema de
coordenadas cartesianas.
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estrecha sociedad con otros conceptos y otros supuestos nada
hamiltonianos y bajo el imperio configurador de un propósito
ocasional y de una conexión lógica y psicológica en absoluto
diferente? He aquí una serie de preguntas que necesariamente
debe plantearse toda biografía fina y a las que jamás podrá
contestar el asociacionismo de la antropología positivista. El
problema de la intimidad personal es ineludible hasta para
resolver el del significado histórico de los testimonios biográficos. Por todos los caminos de la biografía se llega a la Roma
de la intimidad personal del biografiado.
Antes de meternos en la nemorosa umbría del significado
personal, bueno será, sin embargo, definir someramente el método de que el biógrafo se vale para resolver los problemas tocantes al significado histórico de los testimonios que maneja.
Es un salto adivinatorio más o menos expresado en entimemas
dentro del alma plástica y sensible de biógrafo; pero, en todo
caso, reducible a ellos a posteriori por la mente del lógico. Recordemos, por vía de ejemplo, el problema de la unidad o Ja
multiplicidad en el conjunto de los diversos significados históricos. ¿Cómo podemos llegar a decir, después de leer la obra
entera de un autor, que su actitud intelectual "nos huele" a
hegeliana o a platonizante? Es decir, ¿cómo conseguimos diagnosticar la existencia patente o balbuciente de esta o la otra
unidad significativa histórica en la producción de un escritor?
Mutatis mutandis, lo mismo que el asclepiada hipocrático cuando quería encontrar la común explicación fisiopatológica de varios síntomas entrevistos como concordantes. El razonamiento
viene a ser éste: tales y tales significados parecen estar en relación; todas esas relaciones parecen depender del concordante
matiz hegeliano que se descubre en esos significados; luego en
el alma del autor debe haber el componente, todo lo transmutado que se quiera, de una actitud intelectual hegeliana. Esto
admitido, el biógrafo comprobará su conclusión por vía regresiva, indagando si mediante ella se esclarece parcialmente la
obra del autor, incluso ciertos pasajes cuyo significado no apa-
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recia antes como hegeliano. No importa que se llegue a esta
conclusión por vía de súbita impresión o palpito. También el
palpito tiene sus razones: son las raisons du coeur que la razón
conoce.
Otro tanto puede decirse en lo tocante a las relaciones inmediatas del significado histórico con la estructura sistemática
del mundo histórico-social que le circunscribe. ¿Cómo puede
llegarse a determinar que tal ingrediente intelectual en la obra
de un autor procede de tal otro exterior a él, entre todos cuantos componen su mundo personal? Por ejemplo: ¿de dónde
vino a la mente de don Marcelino su idea de la nación española, tan próxima a la del Volksgeist herderiano? Si se descuentan los casos en que el autor cita taxativamente la procedencia
de las ideas que maneja, lo cual no es frecuente, y aquellos otros
en que nos sea posible un diagnóstico "detectivesco" de las influencias intelectuales o literarias que sobre tal autor pesan (i),
el biógrafo se verá reducido a la conjetura entimemática, bien
por palpito iluminador y repentino, bien por expresa y metódica indagación.
2. El significado personal de los testimonios biográficos.—
Acabamos de ver que todos los problemas planteados por el
significado histórico de los testimonios biográficos nos han conducido a la postre ante la intimidad personal del biografiado.
Y para acceder a tan secreto cubículo, ya lo sabemos, sólo una
senda hay a nuestro alcance: la que señalan los diversos significados personales impresos por el autor en los testimonios biográficos que nos dan fe de su temporal existencia. Intentaré
ahora precisar el modus operandi y los problemas de esta deli( 0 Por ejemplo: si hemos visto las anotaciones marginales que
nuestro autor pudiera haber hecho en sus libros de lectura, y éstas fueron suficientemente probatorias (por su cronología, su contenido, etc.)
de la "influencia". Creo que una indagación de este género en los libros
que don Marcelino leyó y anotó nos daría claves valiosas, desconocidas
hasta ahora, para entender parte de su obra.
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cada excursión hacia la yema de una vida personal extinta y
lejana.
El significado histórico de los testimonios biográficos obliga
al biógrafo a dar un salto hermenéutico y conjetural desde el
borde de la curva vital hacia el medio en que esa curva tomó
su figura. El significado personal de esos testimonios le pone
en trance de dar un segundo y más difícil salto hacia la intimidad personal que dio esa figura a la curva vital. Pero aunque
el salto de la mente biográfica sea ahora en opuesto sentido,
los pasos del biógrafo hasta el momento de darlo coinciden en
algún modo con los que exigió la hermenéutica histórico-social.
En efecto: la primera providencia consistirá, como antes,
en examinar con la más delicada atención todos los testimonios
biográficos a nuestro alcance. Así como Aristóteles examinaba
toda la figura y toda la conducta visible del ser viviente en
cuestión—su eidos, como él diría—para recoger sus notas fisiognomónicamente características, del mismo modo el biógrafo ha
de recorrer, con ojos y mente bien despiertos, toda la curva vital
del biografiado, en cuanto de ella haya restos visibles y expresivos. El eidos, la figura personal de una vida extinta, está constituido por la melodía temporal y significativa que forman sus
obras dotadas de expresión. A través de una tableta cuneiforme,
de un incunable o de un lienzo pintado nos habla siempre la
voz queda o tonante de una intimidad humana rigurosamente
singular.
Cada testimonio biográfico será examinado en su total significación. La mente del biógrafo disecará con la máxima finura, en cuanto pueda hacerse (i), el significado objetivo y el significado histórico del testimonio. Quedará así ante su mirada
io que puede llamarse el resto significativo personal del testimonio en cuestión, en cuya estructura interna es posible aislar
los siguientes modos elementales de originalidad:
(i) Antes hemos visto cuan estrechamente se hallan implicados en
la total unidad significativa de una obra su significado histórico y su
significado personal.
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ι. Las creaciones .personales acabadamente expresas. En
ellas consiste la originalidad de los auténticos espíritus creadores. En la totalidad significativa del Fedro, la acepción platónica de la "idea" es una genuina creación personal de Platón,
como es creación de Planck la noción expresa del quantum
energético y de Tirso de Molina la figura literaria del Burlador. Aquí entran también las invenciones de estilo, de grandes
temas, de sentimientos artísticos, de técnicas nuevas, etc.
2. Las intuiciones personales vagamente expresas y la expresión de actitudes e intenciones inéditas, aunque por defecto
de acabamiento expresivo no puedan ser consideradas como verdaderamente creadoras. Cabe incluir también en este apartado
la consecución de nuevos resultadosfilosóficos,literarios y científicos utilizando conceptos, actitudes, métodos o estilos previamente creados. Vauvenargues o Fontenelle, por ejemplo, no
formarán en la lista de los grandes creadores filosóficos o literarios, pero en su obra hay multitud de actitudes e intuiciones
personales rigurosamente nuevas. Valga otro tanto, cualquiera
que sea la diferencia en la índole de la obra, para Feijóo, Menéndez Pelayo, Claudio Coello o Valle Inclán.
3. Las modificaciones que la intención expresiva personal
de cada hombre imprime a los significados objetivo e histórico
de las palabras o los objetos que ese hombre usa o hace. Abro
un libro y leo: "El viento se quejaba en el laberinto como un
alma en pena". No hay ahí palabra inédita ni concepto nuevo;
pero en el total significado de la frase y en varias de sus palabras hay una evidente huella de la ocasional intención expresiva del autor, el hombre Ramón María del Valle Inclán. Lo
mismo podría decir ante la figura de un capitel románico. Con
el mínimo relieve personal de los actos cotidianos, toda expresión humana, por muy adocenados que sean su contenido y su
estilo, pone una brizna de fugaz o perdurable originalidad en
el objeto expresado. Esta originalidad será unas veces ocasional e irrepetida, y otras habitual. Todo autor tiene, en efecto,
sus "ocurrencias" y sus "hábitos expresivos".
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4- La combinación o aderezo personal de las ideas, las palabras y las cosas ajenas al autor, dentro de la unidad original
de su vida propia. La originalidad en el uso de lo ajeno depende también de la figura total que con ese material va a ser
construida. Con los sillares de una muralla puede construirse
una iglesia: el sillar es materialmente el mismo, pero "significa" otra cosa, si vale hablar así. Las obras de los hombres
están llenas de sillares mostrencos, tomados del medio tal como
allí estaban, a los cuales la pertenencia a una vida personal añade un levísimo significado estrictamente nuevo. La carta más
trivial y formularia es, si se la sabe poner en relación con la
vida de su autor, una nota tan tiernamente original como pu&da serlo el la de un violin, tan trivial si suena aislado, cuando
se le oye dentro de una sonata de Mozart.
Cada uno de los testimonios biográficos que constituyen una
curva vital contiene siempre todos o alguno de estos cuatro
elementos del significado personal. Pero el camino que el biógrafo debe seguir hasta apresar lo que con ellos quiso decir o
hacer su autor es muy distinto en cada caso.
Cuando la originalidad significativa del testimonio aparezca súbitamente en él y no se repita en la producción del autor,
una disección minuciosa de ese testimonio y una comprensión
fina de su significado serán casi suficientes para agotar lo que
de personal haya en él. Lo que Menéndez Pelayo "quiso decir"
con su conocida "Epístola a Horacio" casi se adivina íntegramente con la lectura atenta de su texto. Pero sólo casi, porque
nunca habremos acabado nuestra comprensión si no supimos
percibir el matiz significativo que esa "Epístola" recibe por haberla escrito el hombre Marcelino Menéndez Pelayo, esto es,
por hallarse incluida como ocasional expresión en la singular
totalidad de una obra y de una vida.
Mayor será aún esta exigencia de mirar sub specie totalitatis
la personal intención expresiva de un testimonio cuando su significado personal se repita con insistencia y diversidad temática a lo largo de la curva vital. En consecuencia, el primer
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deber de todo biógrafo que quiera capturar la intimidad de su
biografiado será ordenar cronológicamente los todavía indefinidos significados personales de sus testimonios biográficos. En
anos, los más singulares y expresos, aparecerá con relativa claridad la intención expresiva del autor, aunque todavía, hasta
que hayamos precisado el matiz que recibe de su situación en
la vida total, circunde a esa intención un halo de indecisa tiniebla. Otros, en cambio, se hallan muy ligados a la total melodía
de esa existencia temporal y ocultan bajo más espeso cendal la
intención personal que les dio nacimiento y ocasional figura.
Ya advertí que no podrá llegarse jamás a precisar el significado personal de una expresión sin haberla puesto en relación
con su contexto y con los hábitos expresivos del autor en cuestión :
y el contexto, no lo olvidemos, puede extenderse a la totalidad
de la obra con que el biografiado actualizó, realizó y expresó
su vida.
En resumen: todo quedará entre penumbras hasta que el
biógrafo haya sido capaz de contestarse a su pregunta cardinal:
¿qué quiso hacer el biografiado de y con su vida? Sólo la conjunta y simultánea referencia de todos los testimonios biográficos al verdadero centro personal de su autor nos permitirá
conocer con cierta claridad la intención que expresa cada uno.
Por lo tanto, como ante el problema del significado histórico, lo primero será construir una curva temporal con todos
estos indecisos presignificados personales. Por ejemplo: qué quiso decir (i) Menéndez Pelayo con su preámbulo a La Tertulia de Santander, qué con las diversas piezas integrantes de
La Ciencia española, qué con los Heterodoxos, así en conjunto
como por capítulos, etc.. Con lo cual aparecerán ante nosotros
tres distintos problemas biográficos: uno previo, el de la suficiencia personal del autor; luego el/de la unidad intencional de
los diversos testimonios biográficos y, por fin, el de la singular
originalidad de cada uno.
(i) O hablando con más precisión, qué "pareció querer decir".
— 59 —
Veamos el primero. ¿ Fué suficiente la persona del autor para
crear su obra? Hay obras que ni por su volumen ni por su intensidad parecen exceder la medida del hombre: así las de Valera o Balmes. Otras, por su cantidad o por su fuerza creadora,
deben ser medidas con el metro del titán : ahí están la obra filosófica de Aristóteles, la obra literaria de Lope de Vega, las creaciones de Miguel Angel o la empresa imperante de Napoleón.
Pero, gigantesca o moderada, ninguna de tales obras nos parece estrictamente "sobrehumana", esencialmente superior a las
posibilidades creadoras del hombre. Si en estas obras hay algo
de extra o sobrehumano, lo hay en cuanto la misma "naturaleza" del hombre necesita ontológicamente para ir haciéndose
—en esto consiste el humano vivir—de una "fuerza" superior
y exterior a ella (i). La originalidad creadora es más visible
en la obra genial que en la adocenada, mas no por ello hay
una diferencia ontológica entre ambas. Cada originalidad personal, por exigua que sea, es un acto genial en barrunto o en
miniatura (2).
Otras son las cosas frente a los dichos y acciones que parecen exceder por su esencia las posibilidades naturales del hombre. Con tales palabras y acciones, el hombre dice y hace más
de lo que puede decir y hacer. Estamos aquí ante el milagro y
(1) "El hombre no sólo no es nada sin cosas, sino que por sí mismo no es. No le basta poder y tener que hacerse. Necesita la fuerza de
estar haciéndose. Necesita que le hagan hacerse a sí mismo. Su nihilidad
ontológica es radical; no sólo no es nada sin cosas y sin hacer algo con
ellas, sino que por sí solo no tiene fuerza para estar haciéndose, para
llegar a ser.
"No puede decirse que esta fuerza seamos nosotros mismos. Atados
a la vida, no es, sin embargo, la vida lo que nos ata. Siendo lo más
nuestro, puesto que nos hace ser, es, en cierto modo, lo más otro, puesto
que nos hace ser." (X. Zubiri, "En torno al problema de Dios", en Revista de Occidente, núm 149, págs. 139-140.)
(2) Por eso el hombre lúcido, cuando no se cree Dios, como se creyeron los campeones del panteísmo idealista, advierte que en el fondo
de su ser está "dirigido", "arrojado", "apoyado", "inspirado", etc., según sean los supuestos interpretativos de su mente; esto es, sus creencias cardinales. Todas estas palabras son traducción de la ontológica
insuficiencia del ser humano y expresión de su inseguridad, de su in>
quietudo, como San Agustín diría.
— 6ο —
el carisma de locución ; no ante el milagro continuado y habitual
de que un hombre pueda hacerse su vida, sea ésta vulgar o genial, sino ante el milagro excepcional, ante el milagro en sentido
estricto: que San Pedro resucite a Tabitha, la mujer difunta de
Joppe, o que Isaías profetice la vida y la muerte de Jesucristo.
Todo el problema teológico y filosófico del milagro se plantea
ante quien intente describir la vida de uno de estos hombres.
Pese· a su carácter rigurosamente excepcional, no he querido dejar de mencionar la existencia de este problema biográfico.
Vengamos ya a las biografías normalmente humanas, esas
en las cuales sólo a través de las causas segundas desempeñan
las primeras un papel, y planteémonos el problema de su unidad intencional. A 'la vista de todos los significados objetivos,
históricos o personales que integran la total significación de
todos los testimonios biográficos, ¿qué quiso decir y -hacer con
ellos la persona que los usó o creó? Aquel cuya mente no tenga
la plástica y adivinadora sutileza del verdadero historiador, no
debe proponerse esta pregunta, por grandes que puedan ser sus
saberes o sus genialidades en otros órdenes del pensamiento humano. Quien posea esa blanda y generosa capacidad de "dar
una segunda vida a las sombras exangües del pasado", como con
frase espléndida dijo Guillermo Dilthey, he aquí lo que hará
por manera más o menos consciente y deliberada.
Supongamos el caso de la obra escrita. La primera lectura
de esa obra, cuando ha sido cronológicamente ordenada, es una
excursión a tientas, sin un norte de referencia, a lo largo de una
vida y en la misma linde de su verdadera intimidad. No obstante, ese previo contacto de nuestra mirada con la superficie
en que más nacientemente se expresa esa intimidad, recoge sus
relieves de originalidad más visibles y los integra en una unidad significativa provisional. Cuenta Dilthey que para comenzar Schleiermacher su traducción e interpretación de los diálogos platónicos leyó rápidamente la obra entera y "tanteando,
abarcó su total conexión, fué esclareciendo las dificultades y se
detuvo, meditabundo, en todos los pasajes que podían garantizar
— 6ι —
una mirada hacia el seno de la composición" (i). El resultado
de este primer tanteo es, como antes apunté, una conclusión
provisional acerca de la intención expresiva y creadora del autor. El autor "parece querer decir" tal cosa con su obra, nos decimos.
Observemos que la mente del biógrafo, impulsada por una
efusión de humano amor al biografiado y orientada por una
intuición poética y adivinatoria de lo que puede y debe ser su
alma, ha dado un salto hermenéutico desde la obra escrita al
centro personal que la concibió y la produjo. Mas por muy inmediata e intuitiva que sea la conclusión—la cual, por lo demás, nunca podrá pasar de probable—, el proceso a ella conducente siempre será reducible a una conjetura entimemática de
lo que el autor "pudo querer decir". Cuando estudie por menudo la obra de Menéndez Pelayo, se verán ejemplos concretos de
estas conjeturas biográficas. Su esquema general es equiparable al método diagnóstico del asclepíada: selección de intenciones expresivas concordantes y conjetura de una conclusión capaz de reducirlas a la unidad de un centro personal de creación.
Claro que la relación entre uno y otro método es sólo la analogía: el asclepíada conjetura, como dije, lo probable entre lo
que realmente "es"; el biógrafo conjetura lo probable entre lo
que intencionalmente "pudo ser".
La conclusión obtenida no pasa de ser provisional. Antes
de admitirla como definitiva—sin que jamás pueda dejar de ser
meramente probable—, el biógrafo debe someterla a comprobación. Consiste ésta en un examen regresivo de todos los testimonios biográficos a la luz de la conclusión provisional alcanzada. El significado particular de cada uno de esos testimonios
será interpretado desde el recién hallado punto de vista hermenéutico (2). Al término de esta indagación, cuyo detalle puede
(1) Gesammelte Schriften, V, 330.
(2) Dicha interpretación comprobatoria se referirá tanto al significado propio y original del testimonio en cuestión como al matiz significativo que le comunica su situación en la vida del biografiado.
— 62 —
a veces exigir todas lasfinurasfilológicas,semánticas o estilísticas imaginables, dos contrapuestos resultados son posibles: uno
negativo y otro más o menos positivo. Si aquella conclusión provisional no acredita su validez hermenéutica, hay que comenzar
de nuevo. Si es parcial o enteramente válida, la misma comprobación de su validez a través de todos los testimonios biográficos la irá paulatinamente enriqueciendo y articulando. Acaso
este examen regresivo alumbre en la mente del biógrafo conclu-*
siones más valiosas que la anterior o complementarias de su
eficacia interpretativa. Nuevos y nuevos "pases" regresivos a
través de todos los testimonios biográficos irán dando lucidez
y precisión al conjunto de las provisionales conclusiones hermenéuticas; hasta que, por fin, cumplidos en torno a la intimidad del biografiado los siete giros del séptimo día, el biógrafo.
Josué a su manera, verá derrumbarse las murallas de la porfiada
intimidad y lucirá ante él con nitidez la intención que hizo posible aquella obra escrita.
Bien miradas las cosas, el empeño biográfico consiste en reconstruir el proceso creador de una obra, corriente arriba del
primitivo acontecer. El autor parte de una intención creadora,
a la cual da expresión escrita e impresa a través de un proceso
psicológico que va desde el nudo y vago propósito a la formulación explícita y bien articulada. El biógrafo se apoya en esa
expresión, remonta conjeturalmente los diversos hitos del camino que a ella condujo y trata de adivinar la central intención
creadora que dio nacimiento a la obra. La mejor prueba de ser
verdadero historiador consiste en adivinar parte de lo que un
autor dijo por haber llegado a conocer, a través del resto de su
obra, la verdadera intención creadora de su espíritu.
Tal vez valga la pena definir con alguna precisión eso que
encuentra el biógrafo como resultado de su conjetura interpretativa. Su meta suprema es precisar la intención unitaria de un
hombre en orden a su vida y responder a la pregunta por lo
que ese hombre quiso hacer de y con esa vida suya, o al menos
con la obra que de ella nos da testimonio. De otro modo: el
-63biógrafo puede cumplir idóneamente su oficio cuando ha llegado a conocer el proyecto central en la existencia de su biografiado. Es elemento constitutivo de la existencia humana un proyecto más o menos lúcido acerca de su curso temporal, una idea
clara o turbia de ese "qué" tan expresamente contenido en el
"quehacer" permanente de cada hombre.
¿Por ventura no es tal quehacer un esencial meollo del vivir humano? Todos los actos libres de una vida, más los actos
semilibres y automáticos que sirven a la ejecución de los libres,
están radicalmente ordenados, dentro de su varia diversidad en
el tiempo y en su contenido, a la realización de aquello que la
persona titular quiere hacer con esa su vida, al cumplimiento de
su proyecto central: salvar su alma, saber, mandar, ganar dinero, satisfacer sus instintos, etc. El amor que uno tiene a su propio proyecto es la medida de su vocación, la intensidad de la
"llamada" que el hombre siente siempre dirigida a su vida (i)·
La representación—clara o confusa—que todo hombre posee
acerca de su propio ser, del "sí mismo" titular del proyecto y
realizador en el tiempo de su eventual contenido, es la idea
de sí mismo. El proyecto, la idea de sí mismo y la vocación son
los tres cardinales modos de manifestación del ser humano, en
un todo correspondientes a las tres actividades radicales del
hombre que San Agustín llamaba existere, intelligere, amare
(de Trin. ΙΠ, 2) y, según él, son vestigios de la Trinidad en la
única criatura hecha a su imagen y semejanza.
Al biógrafo—para el cual la ontología sólo puede ser un
apoyo lejano—le interesa el nacimiento psicológico y la concreta configuración del proyecto, la vocación y la idea de sí misil) "Cuando encontramos una vida—escribía hace poco Emiliano
Aguado—que fluye animada de intención unitaria, de inquietud, de sobresalto y de esa vaga tristeza que deja la conciencia de nuestra finitud,
decimos que tiene vocación. Y la vocación nos aparece como esa llamada profunda del misterio en que se confunden la ansiedad humana de
perpetuidad y el vacío del mundo que pide llenarse con las obras o el
fracaso de los hombres." ("¿Qué es la vocación?", en Revista de Ideas
Estéticas, ηύιη. % pág. n i . ) Véase también el Goethe desde dentro, de
Ortega.
- 6
4
-
mo. Hay vocaciones inducidas por el medio (educación paterna,
ejemplo o seducción de una personalidad brillante, etc.) o directamente suscitadas por la voz expresa de Dios, como la de
San Pablo. Otras surgen y medran espontáneamente, por obra
de un feliz encuentro entre las dotes nativas de la persona (sus
"aptitudes") y las posibilidades que la ofrece su mundo histórico-social: tal fué el caso de Mozart, músico a nativitate y
por educación; tal ha sido el de Menéndez Pelayo, historiador
por primera y por segunda naturaleza. Otras, en fin, nacen y crecen las vocaciones en dolorosa lucha, trágica a veces, con el medio
o con la aptitud: así la de Dostoiewski, que conquista su vocación en acre pugna contra su medio, y la de Basterra, el poeta
vasco que no tenía aptitud de escritor. La vocación es la espiritual y amorosa potencia que va dando actualidad, enérgueia,
al proyecto personal a lo largo de la existencia. "Hay en el amor
—recuerda una vez Ortega—una ampliación de la individualidad que absorbe otras cosas dentro de ésta, que las funde con
nosotros... De este modo va ligando el amor cosa a cosa y todo
a nosotros, en firme estructura esencial" (i). El amor del hombre a su propio destino, en cuanto este destino puede ser querido, conocido y elegido por él, es su vocación. Gracias a este
amor puede el hombre trabar en personal unidad significativa
el estilo de vivir, las ideas y los supuestos estimativos que toma
de su mundo y constituyen lo que antes llamé el significado
histórico de sus obras. Ese amor es también la fuerza en cuya
virtud se modifica, personalizándose, el contenido de todos los
significados objetivos e históricos que la propia vida usa e ingiere.
¿"Es" uno siempre lo que "quiere ser" y lo que "cree ser"?
Esta pregunta plantea un grave y real problema antropológico
y biográfico. No es preciso llegar hasta el delirante que cree
ser Jesucristo o Napoleón para encontrar terribles o divertidas
discordancias entre lo que se es, se quiere ser y se cree ser. Dis(i)
Obras, I, 4-5.
- 6 5 -
cordancias meramente cuantitativas las hay con lamentable
frecuencia: ahí están todos los que creen ser más inteligentes,
más elegantes o más picaros de lo que realmente son. Mas también hay discordancias cualitativas. Por lo mismo que el hombre es "persona", su vida consiste en la adopción de una o varias máscaras personales. ¿Cuántas veces se equivoca el hombre
de máscara y va dentro de la falsamente elegida, sin sospechar
su equivocación? En un inteligente ensayo acerca de Menéndez
Pelayo, procuró demostrar d'Ors—apuntando a lo que Dilthey
llama la ultima meta de la hermenéutica: comprender a un
autor mejor de lo que él mismo se comprendió—que el gran
montañés "quiso ser" platónico y "fué" historicista, como Juan
Gris quería hacer impresionismo y hacía pintura "intelectual".
Otras veces se ve forzado el hombre a ser, sabiéndolo, algo distinto de lo que quiere ser. No consiste en otra cosa el fracaso
biográfico. ¡Cuántos y cuántos hombres mediocres y adocenados refugian en una callada ensoñación o liberan bajo especie de
resentimiento social su imposible anhelo de ser grandes capitanes o geniales músicos! El biógrafo deberá tener siempre a la
vista la posibilidad de estas discrepancias entre el proyecto, la
idea de sí mismo y la real configuración de la vida.
Curioso oficio el del biógrafo, condenado a moverse por saltos, por lo mismo que las personas, al revés que, según el conocido aforismo, hace la naturaleza viviente, faciunt saltus. Saltando desde la obra a la vida que la creó, ha llegado hasta el
centro creador de esa vida, ese íntimo hondón del alma en que
se dibujan las tiernas posibilidades de ser—"los ojos deseados,
que tengo en las entrañas dibujados", decía San Juan de la
Cruz, dando portentosa metáfora a su proyecto místico—y arde
el secreto fuego amoroso de la vocación. En cierto sentido, el
biógrafo comprende a su biografiado mejor que él mismo se
comprendió. Dilthey decía que éste es el último fin de la hermenéutica. Pero, ¿es cierto que el biógrafo llega a conocer a su
biografiado más verdaderamente que éste se conoció? Sin negar la posibilidad de que esto ocurra, lo frecuente es que ese
s
— 66 —
conocimiento parezca ser más verdadero. Varias razones abonan esta apariencia.
Parece conocerle mejor de lo que él mismo se conoció porque el biógrafo emprende el conocimiento de su biografiado
partiendo de la obra visible de éste—libros, cuadros, cartas, etcétera—; es decir, de un producto acabado, fijo y permanente.
A merced de este producto llega el biógrafo a formular concretamente el posible proyecto personal del hombre que estudia ( i ) . De otro modo: reduce a "expresión" acabada y artificial algo que durante la vida del biografiado fué sólo un tembloroso y casi inefable rostro íntimo de su ser; convierte en
"solución" lo que constitutivamente fué siempre "problema".
Por grandes que sean la delicadeza del biógrafo y su capacidad
poética, su mente "espacializa" la vida, como diría Bergson,
y gracias a este artificio parece comprender al biografiado mejor de lo que él mismo se comprendió. Pero sólo lo "parece".
"Más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena", dice
con alguna razón, siguiendo a la sentencia de San Agustín que
encabeza estas páginas, el saber biográfico de nuestro pueblo.
Conexa con esta razón hay otra. El biógrafo puede enfrentarse con la vida de su biografiado metiéndola en un esquema
científico acerca de la vida humana y manejándola, como los
griegos decían, kata logon; esto es, "cata-logándola", reduciéndola a razón, sojuzgándola bajo el sistema conceptual de una
antropo-logía. Un sistema de conceptos científicos permite siempre adscribir la biografía, suceso singularísimo e irrepetible, a
un determinado "tipo" o modo genérico de ser hombre. Poco
importa a este respecto que tales "tipos" sean establecidos con
un criterio biológico (tipos de Kretschmer, por ejemplo), psicológico (tipos de Jaspers, formas de vida, de Spranger), sociológico (tipos de Max Weber) o histórico (tipología de Dilthey,
(i) Un biógrafo puede decir o pensar, por ejemplo: Napoleón se
propuso imitar a César, o satisfacer un apetito de mando, o dar actualidad universal a la idea histórica de la Revolución Francesa, etc.
- 6 7 -
de Joel o de Spengler) ( i ) . Ni siquiera es necesaria la apelación
a una tipología propiamente dicha para que la biografía quede catalogada en el sentido que antes indico. Basta con que su
singularidad llegue a ser definida y recortada mediante el molde de unos cuantos conceptos genéricos o universales: conceptos
biológicos, sociológicos, etc. Así conceptuada, la personal singularidad del biografiado queda más o menos reducida a la
condición de cosa o de mero ser viviente. El biógrafo catalógico
creerá haber entendido a su hombre mejor de lo que él mismo
se entendió; pero, en definitiva, ese entendimiento tan satisfactorio no pasa de parecerlo.
Otra de las razones por las cuales parece comprender el biógrafo a su biografiado mejor que éste mismo se entendió depende de la perspectiva temporal de sus juicios e interpretaciones. El biógrafo se sitúa muchas veces ante cada testimonio
biográfico conociendo "de hecho" cómo va a ser cumplido en
el futuro del biografiado el confuso proyecto de existencia a
que ese testimonio da ocasional y visible expresión. Por ejemplo: teniendo a la vista la Historia de las ideas estéticas, yo,
como biógrafo de Menéndez Pelayo, entiendo en parte lo que
don Marcelino quiso decir en La Ciencia Española mejor que
él mismo lo entendía cuando escribió el contenido de este libro.
Muchos de los pensamientos que para el Menéndez Pelayo
de La Ciencia Española estaban indecisos o confusos tórnanse
claros y bien dibujados en la Historia de las ideas estéticas o
en otras obras del Menéndez Pelayo maduro. En consecuencia,
si leo La Ciencia Española después de conocer la Historia de
(i) Algo análogo ha pretendido Eugenio d'Ors con su trina ordenación de la biografía en su Epos de los Destinos. Ordena d'Ors todas las
posibles biografías singulares según el "nivel" de la persona en que radica su centro vocacional. Hay así biografías instintivas o vitales (la
de Goya), sociales o políticas (los Reyes Católicos) y espirituales o
"angélicas", según la idea orsiana del ángel (el Licenciado Torralba).
El ensayo es muy sugestivo. Tal vez pudiera preguntársele a d'Ors, sin
embargo, por el caso en que la persona sitúa el centro de su vocación
"fuera" de sí misma—esto es, en Dios—a fuerza de ponerlo "dentro"
de sí misma, como sucede en el místico y, menos visiblemente, en otras
muchas personas.
— estas ideas estéticas, entenderé su contenido mejor de lo que el
propio don Marcelino lo entendió al escribirlo; pero, nótese
bien, ese más acabado entendimiento mío sólo es posible por la
obra ulterior del biografiado. Si parezco entender la obra ajena mejor que su autor al crearla, es sólo ayudado por el autor
mismo. Y, desde luego, quedando por debajo del autor si lo
imagino en posesión de una perspectiva respecto a su obra análoga a la perspectiva de que yo dispongo.
Pese a todas las anteriores salvedades, tampoco puede excluirse la posibilidad de que el biógrafo conozca a su biografiado
mejor que él mismo se conoció, del mismo modo que el educador, el director de conciencias o el psicoterapeuta pueden hacerlo frente al ¡hombre viviente y presente que educan, dirigen
o curan. No pocas veces está el hombre a oscuras sobre sí mismo y es claro y transparente a la experiencia o al palpito de
los demás. En otras ocasiones, por fin, manejan los hombres
intuiciones vagas, esclarecidas luego por la historia posterior a
su vida. Por ejemplo: hoy, tras el esfuerzo conceptual de la
analítica existencial, sabemos en parte lo que Nietzsche o
Dilthey querían decir con alguno de sus textos mejor que ellos
mismos pudieron saberlo.
Conviene aquí un punto de reposo y retrospección. Hasta
ahora he considerado el caso en que la mente del biógrafo,
puesta ante la curva vital que jalonan los significados personales de todos los testimonios biográficos, alcanza en su conjetura
hermenéutica un único manantial de intenciones expresivas, un
proyecto único y central. ¿Sucede siempre así? ¿Es siempre
único e invariable el proyecto de cada existencia humana? La
verdad es que la vida humana diversifica en el tiempo y en
el espacio su radical unidad; esto es, distiende y modifica su
proyecto de existencia a lo largo de su duración y a lo ancho
de su estructura sistemática y de su mundo histórico-social. Sin
mengua de la indisoluble unidad personal—Juan Pérez seguirá
siendo Juan Pérez desde la cuna hasta el sepulcro—, la vida de
cada hombre ofrecerá siempre al 'biógrafo diversas y parciales
-69unidades descriptivas ( i ) . Tires son, en mi entender, los tipos
cardinales en que pueden presentarse estas unidades biográficas parciales: pueden ser sucesivas, desdobladas y sistemáticas,
i. Cuando el proyecto de una persona cambia brusca o
paulatinamente de contenido en el curso del tiempo, la biografía
de esa persona ofrecerá tantos centros parciales de referencia
como etapas diversas haya atravesado su proyecto. Pártese la
curva vital, por lo tanto, en otras tantas unidades biográficas
sucesivas. En la vida de San Agustín hay dos períodos fundamentalmente diversos, que condicionan la existencia de dos
sucesivos centros parciales en su biografía (2). En rigor, toda
biografía, por muy fielmente que la persona titular siga la línea
de su proyecto fundamental, es una sucesión de planes diversos
sólo a medias cumplidos, y cada hombre, siendo siempre el mismo, lo va siendo de distintos modos. Cada día va dejando uno
a su espalda, muertos antes de nacidos, propósitos y planes que
nunca dejarán de ser futurible e irrealizada posibilidad.
2. Llamo desdobladas, por sugestión del tan conocido "desdoblamiento de la personalidad", a las biografías partidas en
dos o más vidas parciales simultánea o alternativamente vividas. No es infrecuente que una misma persona sea a la vez, y
con casi total independencia entre las dos vidas, padre de familia sentimental y hombre de negocios duro e implacable. En otro
lugar (3) he mostrado las razones por las cuales esta escisión de
la biografía en dos o más compartimientos estancos es sobremanera frecuente en el modo burgués de existir.
3. La vida humana se parte también en unidades estrile(1) Aquí se alza un grave problema de la antropología generaL
¿Qué es lo que permanece constante y qué es lo que puede mudar en
las posibles vicisitudes temporales de una persona? Por ejemplo: ¿qué
sigue habiendo de Ja persona que era un negro africano si de veras se
convierte ese negro al Catolicismo y pasa a vivir a una ciudad europea ?
(2) Aunque el suceso de la conversión sea el decisivo de toda ella.
Las unidades biográficas parciales no rompen la unidad fundamental
de toda la biografía; sólo la diversifican.
(3) Esttidios de Historia de la Medicina y de Antropología médica,
tomo I, Madrid, 1943.
— 70 —
turóles o sistemáticas. Llamo así a las facet.as que cada biografía presenta como consecuencia de la estructura sistemática de
la vida humana—vida religiosa, económica, teorética, políticosocial, etc.—y de la conexa cristalización del mundo históricosocial en otros tantos complejos operativos. Son frecuentísimos
los trabajos biográficos deliberadamente limitados a estudiar
una sola de estas facetas: Menéndéz Pelayo como filósofo, político, escritor, historiador de España, etc. El especialismo de
los últimos cien años y la necesidad de "encontrar tema" a una
hidrópica sed de producción escrita han multiplicado hasta la
inanidad tal tipo de ensayos. Su licitud no es discutible, siempre que el autor del trabajo no desconozca y no olvide la total
unidad que existe en la obra y en la vida de su descuartizada
víctima. Confesemos, sin embargo, que tal prescripción no es
muy frecuentemente cumplida.
Estas unidades biográficas parciales—sucesivas, desdobladas o sistemáticas—diversifican sin fractura la unidad profunda de toda biografía. El proyecto central y la vocación se manifiestan a través de esa amplia serie de diversas unidades simultáneas o sucesivas. La vida del hombre es siempre, como con
frase de Schopenhauer decía Ortega (i), eadem sed aliter. Mas
también en esa variación hay cierto orden: en la manera de
la humana "aliteridad", en las formas múltiples y diversas de
ese "ser de otro modo" cabe también distinguir unidades sistemáticas. Si la diversidad es la "sirena del mundo", como cantó D'Annunzio, la inteligencia del hombre, permanente Ulises,
sabe siempre poner molde definitorio, y hasta tiene forzosamente que ponerlo a la seducción innumerable de esa perenne
sirena.
Ni siquiera se acaba ahí la diversidad. Cada testimonio
biográfico, cada una de las obras en que el hombre plasma y
perpetúa el ejercicio de su libertad cuasicreadora tiene en sí
intenciones y significados radicalmente nuevos e irrepetibles. En
(i) En el "Prólogo" a la traducción de la Historia de la Filosofía,
de Vorländer. Madrid, 1921.
— 71 —
todo lo que un hombre hace "por su cuenta", por adocenados
que sean el contenido y el estilo de la acción, hay siempre una
osada novedad, parva e irrelevante cuanto se quiera, pero cualitativamente análoga a la del acto genial. Todos los hombres
pasan a diario sus mínimos Rubicones, aunque no sean César,·
y piensan con no aprendida lógica, aunque no sean Aristóteles.
Nada humano es ajeno al hombre; ni siquiera lo excepcionalmente humano.
Cosa maravillosa y trivial es la existencia del hombre. A
través de actos siempre radicalmente nuevos, va haciéndose
una vida que siempre es la misma. ¿Dónde estará la piedra
filosofal que tan pasmosamente transmuta lo nuevo en lo constante y logra dar figura inédita a lo habitual? Nuestros esquemas
intelectuales, ¡hechos al antes y al después del tiempo cósmico
y al propter hoc de la causalidad natural, se conmueven ante
este ser ubique inquietum, nusquam securum, que decía San
Agustín. Es preciso contar con una idea del acontecer distinta
de la física y directamente arraigada en la eternidad. El pasado
y el porvenir del hombre no son lo mismo que el antes y el después de la piedra en movimiento, porque la vida temporal del
hombre tiene en su misma base algo más allá del tiempo. Cuando así se contempla el tiempo del hombre,
es entonces el pasado permanente,
el porvenir se adelanta a hacerse vivo,
el instante es eternidad,
como ya vieron poéticamente los ojos sutilísimos del Goethe
viejo.
ν
CABOS SUELTOS
V
al problema biográfico. El biógrafo ha alcanzado a señalar expresamente el centro de la vida personal
de su biografiado. Sabe ya, en cuanto cabe saber de materia
tan secreta y soterrada, cuál fué su proyecto, qué quiso hacer
y decir ese hombre con la obra visible y perdurable de su vida.
O, miradas las cosas desde el punto de vista de su vocación,
qué se sintió llamado a hacer y decir. Dejemos para luego el
grave problema que plantea la certidumbre de este conocimiento y preguntémonos por el quehacer inmediato del biógrafo.
¿Qué le falta hacer, llegado este momento de su indagación?
Es ahora cuando únicamente puede comenzar a ser biógrafo,
en el sentido literal del vocablo. Ahora es, efectivamente, cuando puede describir cada una de las sucesivas acciones, obras y
vicisitudes del biografiado "desde" el centro mismo que dio
figura a las obras, puso en curso las acciones y sufrió pasiva y
reactivamente las vicisitudes. Sabiéndolo o no, todo biógrafo
parte de una hipótesis acerca de la vocación, del proyecto cardinal y de la idea de sí mismo que pudo tener el hombre de
quien se ocupa. El quid está en que tal hipótesis sea científicaOLVAMOS
— 73 —
mente honesta. Todo lo demás—arquitectura de la descripción
biográfica, estilo literario, etc.—es cuestión de técnica retórica
y escapa al propósito de estas páginas preliminares.
Dos cabos sueltos de mi exposición quisiera atar ahora: la
relación del biógrafo con su biografiado y con la biografía misma, en primer término; el problema de la certidumbre biográfica, en segundo y último.
Dar cima cabal a una biografía exige, sin duda, una relación entre el biógrafo y su biografiado. La condición previa de
tal relación es el conocimiento: quien no conozca cuanto sea
ciertamente cognoscible acerca de la vida y la obra de un hombre, no comience a escribir su biografía. La índole propia de
esa relación entre el biógrafo y su biografiado es el amor. Sin un
cierto amor al biografiado—llámese tal amor como quiera llamarse: amistad, simpatía, afinidad, conterraneidad, etc.—nadie
emprende esa delicada caza de intenciones vivas que exige la
tarea biográfica. Amor es lo que mueve al biógrafo a mejorar
y movilizar su conocimiento del biografiado; y a igualdad de
conocimientos aprendidos y de dotes literarias, de quien más
entrañablemente amase al biografiado sería la mejor biografía.
Los cauces y preámbulos del amor biográfico pueden ser los
más varios: comunidad histórica, afinidad vocacional y temperamental, semejanza en las vicisitudes vividas... Por cualquiera
de estas vías o por otras más inusitadas puede transcurrir la
amistosa relación entre los dos autores, y cuanto más "prójimo"
sea en ellas el biografiado, tanto mejor podrá ser la biografía.
Sin esa relación de amorosa "projimidad", Ja descripción biográfica sería equivalente a la árida y objetiva descripción de
un mineral.
Esta relación amistosa entre el biógrafo y su biografiado
condiciona la íntima que existe entre el biógrafo y la biografía.
Por lo mismo que una biografía no puede ser un mero relato
de hechos objetivos, el biógrafo "pone" siempre parte de su
misma persona en él contenido de su descripción biográfica.
Una biografía no es un relato, sino un íntimo diálogo amistoso
— 74 —
en que la pregunta y la respuesta se funden en una sola proposición. Multiples son las razones probatorias de este aserto.
No contemos la involuntaria o deliberada selección de problemas que el biógrafo hace entre los infinitos propuestos por la
indagación biográfica: tal selección será hecha siempre desde
su situación personal; esto es, desde su temperamento, su carácter y su puesto en la historia y en la vida social. No pongamos tampoco mientes en el inevitable desliz de alguna estimación personal del biógrafo en el curso de su biografía. Así y
todo, aún queda por considerar la brecha más importante para
esta intromisión del biógrafo en su propia descripción.
No olvidemos, en efecto, que toda biografía auténtica parte
de conjeturar las posibles intenciones del biografiado. Entre
esas intenciones "posibles" elige el biógrafo, adivinatoria y entimemáticamente, la que le parece más "probable", y desde ella
ordena y hace su descripción biográfica. En suma: por decisión
propia ha rellenado con un fué la brecha de lo que pudo ser.
El juicio biográfico, que por su propia índole no puede pasar
de probable, viene a ser fictivamente usado como seguro. Abro
una biografía de Cisneros y leo: "Cisneros no contó—es decir,
contó demasiado bien, pues sentía crecer la hierba—con la que
se le venía encima. Pero en toda su obra de reformador se palpa un raro espíritu que pocas veces se encuentra en los tales:
es imposible reformar a todos; atenerse, pues, a que los obligados a andar derechos no se tuerzan, y vayan los otros por su
camino, y allá se las entiendan con Dios" (i). Evidentemente,
esa actitud espiritual de Cisneros en lo tocante a su fundación
complutense está entre las que "pudieron ser"; pero el biógrafo,
arrastrado por su amorosa adivinación de lo que sucedió dentro de aquel espíritu, convierte por su cuenta la conjetura en
un "fué". Hasta las biografías más deliberadamente científicas se basan por necesidad sobre esta osada inyección de inten(i) Luys Santa Marina, Cisneros; ed. de ¡la "Colección Austral",
página 99. La actitud sería "probablemente" cisneriana, pero es—estoy
seguro—"innegablemente" santamariniana.
— 75 —
ciones en el alma del biografiado. El arte consiste en que la
intención que se inyecta como segura sea verdaderamente posible (es decir, no contradicha por ninguno de los "hechos"
biográficos conocidos) y verdaderamente probable (esto es,
pedida por todos los significados personales de todos los testimonios biográficos).
¿Vese obligado el biógrafo, entonces, a no conocer jamás la
verdad acerca de su biografiado? Desde luego. Jamás podrá
existir certidumbre apodíctica en el conocimiento biográfico.
Incluso frente a los "hechos" visibles de una vida—dejando de
lado, en consecuencia, el más vidrioso problema de las "intenciones"—nunca podrá uno eludir el siguiente escrúpulo intelectual: sí, lo que este hombre hizo fué esto; pero ¿no me engañaría este hombre y engañaría a todos con lo que "hizo", respecto a lo que verdaderamente "fué"? La libertad del ser humano hace siempre posible que cualquier hombre, en un momento de su vida, haga lo de aquel erudito que reunió a sus
hijos ante su lecho de muerte para confesarles que "le cargaba
el Dante". Si ese cínico erudito se hubiese ido del mundo sin
tal confesión, ¿no hubiese engañado su obra respecto a su verdadero ser? Todo testimonio de una intención humana tiene
para el que lo recibe una constitutiva problematicidad. "¿Y
cómo saben los hombres, cuando me oyen hablar de mí mismo
—decía San Agustín—, que digo verdad, cuando ningún hombre sabe lo que pasa en el hombre...?" (Conf. X, 3.)
Pero allá donde no llega la ciencia apodíctica, llega el amor.
La confianza amorosa que me une a un hombre—cuyo más básico sillar será, desde luego, nuestro común amor a la verdad (1)—me da segura certidumbre moral de que sus palabras
sobre sí mismo son verdaderas. La lenta, larga y amistosa réla(1) De otro modo no serían posibles la "confianza" ni la amistad.
Cualquiera que sea el vínculo unitivo entre hombre y hombre—fe religiosa común, patria común, negocios comunes, etc.—, esa comunidad
de ambos exige como conditio sine qua non, para ser eficaz, que ambos
crean verdaderas las manifestaciones del otro cuando éste dice hablar "en
verdad".
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ción con la obra del biografiado concede al biógrafo firme certeza de que su conjetura biográfica da en el blanco. Con genial
penetración religiosa y metafísica vio San Agustín la necesidad
de este vínculo amoroso para que sea posible el diálogo entre
los hombres. "Como la caridad todo lo cree, al menos entre
aquellos a quienes traba y funde en unidad estrecha, yo también, Señor, me confieso a Vos para que me oigan los hombres,
a quienes no puedo demostrar que es verdad lo que confieso;
pero me creen aquellos a quienes la caridad abre los oídos".
Sólo el "amor en Dios" entre hombre y hombre, piensa San
Agustín, puede abrir entre ellos esa "reconditez del corazón" en
que cada uno es Ίο que es. Una "Verdad" absoluta y mayúscula
garantiza la "verdad" circunstancial y humana que hay allende
todas nuestras conjeturas frente al prójimo. Por eso, para que
puedan creerle los hombres, San Agustín confiesa a Dios su
personal "verdad". La caridad que hacia él, San Agustín, tenga quien le oyere—es decir, el "amor en -Dios" que le profese—
es el vínculo a través del cual le llegará el firme descanso de la
certeza. "¿Podrían los hombres de otra manera conocerme?",
—concluye el meditabundo y amoroso Agustín. La caridad, que
les hace buenos, les dice que yo no miento en lo que confieso
de mí". No era otro el sentir de San Pablo cuando para exhortar a la veracidad hablaba a los efesios con estas palabras:
"En las relaciones de cada uno con su prójimo, hablad según
la verdad, porque somos miembros unos de otros" (Ef., IV, 25).
Toda biografía según arte, decía antes, exige un vínculo
de amistad entre el biógrafo y su biografiado. ¿Cómo llegará
aquél a conseguir alguna certidumbre acerca de sus juicios y
descripciones? Dos últimos y contrapuestos caminos se le
ofrecen.
Puede admitir, como Dilthey se vio forzado a hacerlo, que
la faena historiográfica es un "volcarse a sí mismo" del historiador en su narración. El biógrafo es entonces un estupendo ilusionista, y la comprensión biográfica el truco mediante el cual
va sacando de su propia mente las intenciones, los pensamien-
— 77 —
tos y las estimaciones que atribuye al biografiado: éste queda
convertido en pura "secreción" del biógrafo demiurgo.
Según el otro sendero, el biógrafo debe partir de algo en
que él esté unido con su biografiado, de modo que entrambos
conserven su libre, íntima e inalienable personalidad. Hace falta un vínculo que una y comunique la mente del biógrafo con
los restos inertes en que el biografiado expresó aquella almendra de su humano ser por San Agustín llamada "esquiva y remota intimidad, adonde no se pueden aplicar ni el ojo, ni el
oído ni el entendimiento". Ese vínculo es una común "fe en
algo" y un común "amor en algo", una confianza de sentirse
los dos implantados en un "algo", común que real y objetivamente apoya y envuelve sus dos secretas mismidades (i). Y si
uno cree que ese algo es Dios, como San Pablo y San Agustín
creían, entonces el amor se hace caridad y la certidumbre moral
descansa sobre el más firme e indefectible fundamento.
(f) Viene aquí la cuestión del contenido concreto de ese algo; es
decir, el de los ocasionales sucedáneos de Dios que el hombre se va
haciendo cuando ha renunciado a él: la nación, la raza, la clase económica, etc. El problema está en hacer y escribir la historia sin renunciar a Dios y sin desconocer la nación, la raza, la economía, etc.
VI
"NEL
T
MEZZO
DEL
CAMIN"
RAS haber expuesto con alguna amplitud cómo veo yo el
problema biográfico, siento la obligación de declarar cuál
es mi actual problema biográfico. Confieso que lo hago con penosa timidez, porque después de lo dicho cualquier lector esperaría embarcar en navio de tres puentes, y sólo va a encontrar
junto al muelle de este libro un humilde quechemarín. No es
mi propósito, en efecto, escribir una gran biografía de Menéndez Pelayo, en la cual todas las obras de su pluma y todos los
sucesos de su vida fuesen descritos e interpretados a la luz de su
vocación central y de las unidades biográficas sistemáticas en
que esa vocación se diversificó. Mi aspiración es de más corto
aliento. Como al comienzo dije, me limitaré a exponer el meollo
de lo que Menéndez Pelayo dijo, pensó y sintió acerca de España y de la cultura española.
Esta limitación en cuanto a la meta no autoriza, sin embargo, a limitar la pesquisa y la indagación de fuentes. El entendimiento de cualquier actitud personal, por reducido que sea
su ámbito, exige tener en cuenta la vida y la obra enteras de la
persona en cuestión. Queda dicho bastante sobre ello en las
— 79 —
páginas anteriores. Mayor será todavía la exigencia si el tema
elegido es centralísimo y aun decisivo en la vida del biografiado. Este es mi caso. España y sus problemas históricos fueron la ocupación y la preocupación más centrales de don Marcelino, más pegados al tuétano de su alma. Hasta en los escritos temáticamente apartados de ese central contenido de su espíritu brotan acá y allá hijuelas suyas y alusiones a sus diversos problemas, como fontanas denunciadoras de un urgente e
íntimo venero. En consecuencia, será necesaria una cata minuciosa de sus dichos para adivinar con verdadera probabilidad
la imagen que de España—la España pasada y la España posible—tuvo Menéndez Pelayo en su alma.
En cambio, me creo más laxamente obligado a una inquisición muy pormenorizada de sus hechos. No pretendo añadir
ningún nuevo detalle acerca de lo que don Marcelino hizo en
su plácida vida. Creo, por lo demás, que el tema está para mis
fines suficientemente esclarecido por Enrique Menéndez Pelayo, Bonilla, Menéndez Pidal, Artigas, García de Castro, Marañón, Cossío, Sánchez Reyes y tantos otros, en cuyos trabajos
y noticias me apoyo. Con lo que estos beneméritos escritores
cuentan, el fruto de mis morosas y amorosas excursiones a través de la obra de Menéndez Pelayo y la lectura de lo que él
contó de sí mismo y de los demás en los epistolarios hasta ahora coleccionados (con Valera, Rodríguez Marín, Clarín y Laverde), creo tener suficiente para cumplir con honestidad mi
empeño hermenéutico. La proximidad y la "projimidad" de
don Marcelino—valga la redundancia, expresiva de su cercanía
y del vínculo amistoso que con él me une—alivian también de
agotar todos los documentos y relatos a él referentes.
Veamos, pues, al historiador montañés en el camino de su
vida: nel me^o del camin délia sua vita, podría decirse con
la sabida metáfora dantesca. A la luz de la intención expresiva
que transparece en esa metáfora itineraria procuraré situar el
comienzo de mi investigación. Mas no sin comentar al vuelo,
por la lección que tal ejercicio nos dará para luego, este curio-
— 8ο —
so tema de las metáforas en torno a la peculiaridad de la vida
humana.
Entre la diversísima copia de metáforas con que el hombre
ha querido describir su vida, un motivo, el del camino, se repite con curiosa insistencia. La vida humana es concebida como
un caminar, y el hombre como caminante, viator (i). La metáfora del camino recoge tres notas distintivas de la vida humana :
(i) Otros tres temas que se repiten mucho son la vida vegetal, la
creación y la representación teatral. El hombre es visto como una planta en crecimiento renovador, como un demiurgo o como actor que representa un papel.
La imagen de la planta descansa sobre el supuesto de una "naturalidad" radical de la vida humana: el hombre, pedazo de la naturaleza
viviente, que estáticamente la refleja y compendia (metáfora del microcosmos) o que dinámicamente nace, crece, madura y muere (metáfora de la vida como maduración, visión el hombre como árbol, comparación de las edades con las etapas de da vida vegetal: juventud—verdura primaveral, madurez—estío, etc.). "El hombre es un cosmos en
pequeño", decía, por ejemplo, Demócrito (fr. 34, Diels, 5). "El hombre
se asemeja a un árbol", se lee en dos aforismos de los Cassidim, secta
judía oriental del siglo xvm (cit. en Vom Wesen des Menschen, herausg. v. E. Sylvester, Lucerna, 1937, pág. 58). No es difícil recoger en
cualquier literatura una gavilla de metáforas expresivas de esta visión "naturalista", más o menos estática o dinámica, de Ja vida humana.
La metáfora de la creación se impone con el progresismo, después
de que Leibniz ha declarado al hombre un petit Dieu, y expresa la condición histórica de la vida humana, su capacidad de producir "lo nuevo". Escribía Condorcet: "Este cuadro (el que aspira a dibujar con su
libro)... debe presentar el orden de Jos cambios... y mostrar así, en Jas
modificaciones que ha recibido sin cesar la naturaleza humana, renovándose de continuo en medio de la inmensidad de los siglos, la marcha que ha seguido, los pasos que ha dado hacia Ja verdad y la dicha...
La naturaleza no ha señalado término alguno al .perfeccionamiento de
las facultades humanas; la perfectibilidad del hombre es realmente indefinida..." (Esquisse d'un tableau historique des progrés de ïesprit
humain, "Avantpropos"). Hegel ve el acontecer histórico en la "Introducción" a su Filosofía de la Historia como una "inagotable serie de
creaciones". No es este Jugar idóneo para demostrar que nada hay menas
verdaderamente "creador" que Ja vida humana tal como la concibe el
progresismo, a pesar de las frases con que da expresión metafórica a la
actividad de Jos hombres. Recuérdese, por otra parte, el título que ha
hecho famoso al "progresismo vitalista", de Bergson: L'évolution créatrice.
La visión de la vida como una representación teatral alude a la radical inconsistencia de la vida histórica visible, porque "la vida es sueño" (Calderón) o porque el hombre "está hecho de Ja madera de los
sueños" (Shakespeare).
— 8ι el activo esfuerzo que requiere, la existencia de una meta a su
término y la libertad en la elección de las sendas conducentes a
esa meta final. Es metáfora de pueblos emigrantes o de mentalidades a un tiempo personalistas y creyentes en una realidad
visible e invisible exterior al hombre. "Desde el confín de la
tierra clamo hacia ti, en la angustia de mi corazón. ¡ Condúceme
sobre la roca que no puedo alcanzar!", dice a Dios el Salmista;
y en este grito de su religioso desvalimiento se ve al israelita
que ha medido, fatigado y anhelante, la tierra inacabable del
desierto. Toda la Sagrada Escritura está llena de metáforas semejantes: el caminante, el peregrino, la senda. Los teólogos
seguirán fieles a este modo de expresar la vida humana y llamarán viator, caminante o viador, a la criatura que aspira a la'
eterna felicidad mediante el ejercicio de su libre albedrío. Nb
en vano Jesucristo se ha declarado vía. La senda metafórica
será a veces terrestre, y la vida una andadura, o acuática, y
entonces existir es navegar. El caminar podrá pintarse como
peregrinación en el destierro o como cinegética aventura, y el
hombre que camina como exsul, desterrado, o cazador, venator.
En cualquier caso, la vida humana transparece en esta
metáfora como libre acción, y la obra del hombre más como
descubrimiento y conquista de algo exterior que como demiúrgica creación a partir de un caos exterior o como idealista segregación a partir de uno mismo. El progreso no consiste en la
adopción de nuevas formas por un espíritu siempre uno y el
mismo, constantemente reducido por su actividad a informe
"material", como Hegel pensaba, sino en conquistar nuevos
modos de ser, por contacto de la vida personal con nuevas lonas de la realidad en la esforzada marcha del hombre hacia
sus últimos fines. Tal vez se eche hoy de menos una metáfora
que recoja en sí las tres dimensiones cardinales de la existencia
humana: la caminante conquista de realidades físicas y espirituales, su constante maduración biológica (o, pasada ésta, la
constante senescencia) y su capacidad creadora o cuasicreadora de nuevas posibilidades históricas.
6
— 82 —
El hombre en su camino, nel me^o del camin. Cada situación es una encrucijada de diversas sendas posibles entre las
cuales es "forzoso" elegir. "El hombre es libre a la fuerza",
ha escrito con mucha razón Ortega. El mundo es la senda de la
vida. Las márgenes de la senda serán claridad- o calígine, floridas o desérticas, risueñas u opresoras. El camino mismo, además
de encrucijadas, tendrá desniveles y vueltas, será liso o pedregoso. ¿Cuántas veces se han repetido estas metáforas, así en
el lenguaje literario como en el familiar?
Apelemos una vez más a la vieja metáfora y representémonos el fructífero caminar, la creadora andadura de Menendez
Pelayo a través de su mundo y a lo largo de su tiempo. ¿Qué
trazos fundamentales cabe distinguir, si los hay, en la figura de
ese camino creadoramente inventado y recorrido por Menendez
Pelayo? Fieles a la general costumbre, los biógrafos de don
Marcelino han dividido en varias etapas el curso de su terrenal
peregrinación.
En su sencilla y devota narración biográfica, Artigas ha
preferido la metáfora de la maduración a la del camino. Divide el curso vital de don Marcelino, según el ritmo biográfico
de las distintas edades, en cuatro capítulos: "Niñez prodigiosa",
"Juventud triunfante", "Madurez fecunda" y "Vejez prematura iluminada". La vida del maestro es la de un árbol generoso
que va dando natural y sucesivamente el agraz, la copiosa pujanza y la dulce sobremadurez de sus frutos.
Menendez Pidal, cuyas primeras obras habían logrado que
don Marcelino repitiese aquello de "si no vencí reyes moros—
engendré quien los venciera" (i), bosquejó una biografía de su
maestro poco después de morir el gran historiador (2). También en ella se señalan cuatro períodos diversos en la obra de
Menendez Pelayo. Pero en lugar de atender al curso natural
de las edades, Menendez Pidal parte la vida de don Marcelino
según las etapas relativamente homogéneas que cabe distinguir
(1) Ensayos, pág. 399(2) Fué publicada en Nuevo Mundo. Mayo de 1912.
- 8 3 -
en su producción científica. La primera, polémica, va desde sus
veinte a sus veinticinco años, y corresponde a La Ciencia Española y los Heterodoxos; en Ja segunda, de los veintiséis a los
treinta y cinco, llena y colmada por la Historia de las ideas
estéticas, predomina la preocupación estética; la tercera es de
erudición y crítica, abarca los diez años siguientes y está coronada por la Antología de poetas líricos castellanos y los prólogos a las "Obras de Lope de Vega" (1890); la última, en fin, se
extiende desde los cuarenta y seis años a los cincuenta y seis, y
hállase bajo el signo de Los orígenes de la novela y los estudios
sobre el Quijote. Así, con un ritmo temático decenal, se va desplegando en la sinopsis de Menéndez Pidal el esfuerzo investigador de Menéndez Pelayo.
J. M. Cossío, en cambio, cree entender mejor el camino de
su egregio conterráneo distinguiendo en él sólo dos trayectos,
cada uno con su peculiar unidad interna (1). El primero está
presidido por la poderosa influencia que Laverde ejerció sobre
el joven Menéndez Pelayo. Es la época de La Ciencia Española
y de los Heterodoxos. Laverde propone temas, orienta, incita,
prohibe. Si Menéndez Pelayo trata de sus propios contemporáneos en los últimos capítulos de los Heterodoxos, débese a la
rectora presión de Laverde, como se debe a su veto la supresión
de ciertos fragmentos de Teócrito y Tí bulo en los Estudios
poéticos de 1878. La influencia de Laverde se manifestaría sobre todo en la índole de los trabajos publicados bajo su signo,
todos ellos orientados hacia la historia de la ciencia, la filosofía y la teología (ortodoxa o heterodoxa) en España. En el segundo trecho del camino vuela más libremente el alma de li(1) Este ensayo biográfico es el tema de una conferencia dada por
J. M. Cossío en el Instituto Español de Lisboa, el año 1942. Yo sólo poseo de ella la referencia verbal que me ha dado su autor. Esta decisiva
importancia de Laverde en el curso de la biografía de Menéndez Pelayo fué apuntada ya por Bonilla y San Martín (Marcelino Menéndez
y Pelayo. Madrid, 1914, págs. 95-96). Bonilla señala con toda claridad
la existencia de dos períodos distintos en la producción de don Marcelino, antes y después de la muerte de Laverde.
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4
-
terato que hay en don Marcelino y predominan, en consecuencia, los temas literarios y estéticos.
¿Hubo, en efecto, dos épocas distintas en Menéndez Pelayo?
N o dos épocas, sino hasta dos modos de ser distinguiríamos en
«él, si nos atuviésemos a los juicios que acerca de su persona se
han estampado. Pocos días después del famoso Brindis del ReJiro, Valera, que a la sazón ejercía en Lisboa oficios diplomáticos, escribió a su siempre entrañable amigo: "Hasta que usted
dio la pitada, yo he creído posible, no la conversión rápida, sino
•una lenta y suave conversión de usted (Valera habla, como es
obvio, de una conversión al liberalismo). Ya la creo imposible.
Usted ha puesto su chic en echarla de archicatólico y de inquisitorial, se ha engolfado en ello y ya no hay modo de remediarlo" (i). He aquí, pintada por un liberal, la imagen del Menéndez Pelayo "derechista", si vale emplear hoy esta ya tan desvencijada clasificación bilateral de las actitudes políticas y religiosas.
Mirando, en cambio, la obra entera y la ponderada madurez estimativa de don Marcelino, decía hace poco Marañón:
"Menéndez Pelayo puede considerarse precursor de la mentalidad postliberal, en cierto modo neoliberal, que tiene hoy ganadas a muchas conciencias..." (2). Alúdese aquí, como es obvio, al Menéndez Pelayo cordial, tolerante y amigo de Valera,
Clarín y Galdós, al crítico benévolo del ecléctico Moreno Nieto.
¿Hay, entonces, dos Menéndez Pelayo distintos, uno tradicionalista e inquisitorial, neoliberal y tolerante el otro? ¿Es
el Menéndez Pelayo de La Ciencia Española y !los Heterodoxos,
polémico e intransigente, aquel del "martillo de herejes", distinto del que, años más tarde, no escatima su elogio a Hegel y
llama "ejemplar tolerancia" a la que fué "timbre de la escuela
^ecléctica"? (3). Imitando la sentencia de Salomón, ¿habremos
(1) Epistolario de Valera y Menéndez Pelayo, Madrid, 1930, páginas 84-85.
(2) Tiempo viejo y tiempo nuevo. "Colección Austral", 1940, página 96.
(3) Estudios, VII, 4.
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5
-
de partir en dos mitades, una para los inquisitoriales y otrs
para los tolerantes, la figura histórica del generoso montañés?
A mi entender, no es necesaria tan cruenta hemisección.
Aunque sea adelantando el resultado de mi investigación al
pormenor de las razones que lo autorizan, diré que en la biografía de Menéndez Pelayo hay un solo hombre y un solo camino. Tan fervorosamente católico y español fué don Marcelino en 1881, fecha del Brindis en el Retiro, como en 1897, cuando contesta a Galdós en la Real Academia Española. Lo cual
no equivale a negar que puedan descubrirse leves discrepanciasen la expresión de su actitud intelectual y de sus reacciones afectivas. Pero tales discrepancias, por evidentes y repetidas que
sean, no suponen la existencia de dos facetas diversas y simultáneas en su personalidad, que nunca tuvo doblez, ni representan un hipotético avance suyo a lo largo de una vía espiritual,
jamás existente en su biografía, desde el catolicismo inquisitorial al liberalismo católico. Esas leves discrepancias expresan
otra cosa distinta. Son, para decirlo pronto, la forzosa progresión de Menéndez Pelayo a lo largo de su propio camino vo~
cacional.
Hay vidas que caminan "hacia dentro" de sí mismas o de
una breve parcela de su mundo. Con el correr del tiempo, métense cada vez más dentro de sí, buscando las raíces de su propio pensamiento o de su propia alma, o cada vez más dentro
de la obra primeriza, como esforzándose por alcanzar perfección:
definitiva en el logro de un solo empeño. Son vidas monotemátieas, y su horizonte personal gana en riqueza y en precisión loque pierde en extensión. Ejemplos, Ricardo de Sari Víctor, cada
vez más dentro de su alma, y Cajal, que salió de sí a la caza desu mundo exterior, descubrió un día Ja neurona y dentro de la
neurona, cada vez más finamente conocida, residió ya para
siempre. Otras vidas caminan siempre "hacia afuera", saltan docontinuamente de hecho en hecho y de cosa en cosa: así fué la>
del fisiólogo Magendie, el chiffonier de faits. Otras, en fin, caminan "hacia arriba", hacia modos de existir en los cuales se
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realiza cada vez más altamente la propia vocación (i). Tal es
el caso de Menéndez Pelayo. Con igual perfección cumple Cajal su vocación de histólogo en 1888, cuando describe las fibras
musgosas del cerebelo, que cuando en 1915 investiga cómo se
hace la regeneración de los nervios. La diferencia estará, a lo
más, en la finura de una u otra técnica. En cambio, no es igual
la perfección con que don Marcelino cumple su vocación de
historiador en 1876, fecha de La Ciencia Española, que cuando
da cima a la Historia de las ideas estéticas. No sólo porque hayan mejorado sus técnicas filológicas o paleográficas y sea mejor investigador de la Historia, sino porque su mente de historiador es más perfecta, porque es más ' historiador. Cajal no es
más histólogo en 1915 que en 1888; Menéndez Pelayo, en cambio, va haciéndose más historiador.
Este más alto acabamiento en el modo de cumplir su vocación le moverá a ir ampliando el ámbito de su mirada, así a
lo largo del tiempo pasado como a lo ancho de su mundo presente. Ha ganado altura su punto de mira y sensibilidad histórica su alma católica y española. ¿Será entonces extraño que,
siguiendo tan católico y tan español, cambien algo sus juicios
intelectuales sobre determinadas realidades históricas? El hombre sigue siendo el mismo. Las coordenadas básicas de su existencia, también. No se ha producido "conversión" alguna, ni
siquiera aquella "lenta y suave" que esperaba Valera. No hubo
"conversión" de un modo de ser a otro cualitativamente distinto, sino "perfección" sucesiva de un modo de ser adecuado al
nativo temperamento, suscitado por la primera educación y vocacionalmente adoptado por la lúcida libertad personal de don
Marcelino. Tal es la clave que nos permite comprender el curso
de su curva biográfica.
La continuidad vital con que va apareciendo esa sucesiva
y conquistada madurez en la existencia del historiador Menéndez Pelayo no es obstáculo, sin embargo, para que el biógrafo
(r) Esta clasificación no implica diferencia en la jerarquía estimativa. Hay sabios y santos hacia dentro, hacia afuera y hacia arriba.
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distinga en ella diversas etapas. Dos parecen ser las más inmediatamente perceptibles. En la primera, Menéndez Pelayo aparece como historiador polemista: es la de La Ciencia Española
y los Heterodoxos. En la segunda, don Marcelino es el historiador maduro, y su cima está representada, en mi entender,
por la publicación de la Historia de las ideas estéticas. Podría
decirse de él lo mismo que él dijo de su dilecto Amos de Escalante. "Hay en su carrera literaria dos períodos claramente separados... Las ideas fundamentales del escritor no cambiaron
nunca; pero en sus procedimientos hubo un desarrollo gradual,
y aun si se quiere un cambio relativo" ( i ) . Si la palabra "procedimiento" no se entiende en su acepción de método técnico,
sino, mucho más ampliamente, como modo de actualizar la
propia vida, esas líneas pueden ser aplicadas a Menéndez Pelayo.
A la misma conclusión llega Artigas en su biografía. Artigas acentúa la continuidad fundamental de don Marcelino a
lo largo de su vida: "Después de treinta y tantos años, el pensamiento fundamental es el mismo". No obstante, el discípulo
advierte claramente la ampliación que experimenta el campo
visual del maestro: con el paso de los años "su visión del mundo es más amplia, aunque sólo sea porque ha vivido más". Y
concluye: "Sólo ha cambiado el tono, el timbre, sigue la misma melodía". La verdad es que, como veremos, algunas nuevas
notas van también a enriquecer la constante melodía de su
vida.
Menéndez Pelayo, haciendo libre y personalmente su vida
dentro de las condiciones biológicas, históricas y sociales que su
medio le ofreció (2), va dibujando el trazado de aquellas dos
(1) Estudios, VI, 285.
(2) Mirando el problema desde el más íntimo centro de la persona,
el "medio" con el cual y en el cual hace un hombre su vida propia cotmienza ya con el cuerpo y sus propiedades psicofísicas. Mira San Agustín a su "sí mismo" y escribe: "Me dirigí a mí mismo y me dije: ¿Tú
qué eres? Y me respondí: Hombre. Cuerpo y alma tengo a mi servicio:
el uno exterior, interior la otra" (Conf., X, 6). El cuerpo y sus dyna-
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sucesivas etapas: la de polemista y la de historiador maduro y
suficiente. Cada una de sus intenciones, de sus decisiones y sus
obras constituyen los puntos que perfilan esa curva vital. ¿Desde qué centro se ordenan esas intenciones expresivas y creadoras, de ¡nodo que la curva total sea la que a nuestra vista se
ofrece, conclusa ya por la muerte cristiana y apacible de don
Marcelino? ¿Con qué notas descriptivas puede definirse lo que
de sigularmente personal tuvo ese centro ordenador? ¿Qué problemas se agitaron en el alma de Menéndez Pelayo, cuando
Menéndez Pelayo quiso ir cumpliendo su vocación?
La respuesta a estas preguntas constituirá el último capítulo
de mi libro. Mas como sin ella, por las Tazones antes expuestas, no hubiera podido escribir una sola página con suficiencia
biográfica, creo necesario dar ahora un breve apuntamiento de
su contenido.
La vida genéricamente humana y personalmente singular
de Menéndez Pelayo está inscrita en los siguientes modos de
ser. El más amplio y genérico es el de su condición de hombre
católico. Dentro de él, su condición de español. Menéndez Pelayo es católico como cree que debe serlo un español consciente
de su historia y de las peculiaridades psicológicas que como
"español" le determinan. Pero esto no basta. Don Marcelino es
lo que es, en cuanto el ser católico y el ser español se especifican
en un modo concreto de serlo: el que le confiere su condición
de historiador y el hecho de ser cada vez más historiador. Menéndez Pelayo es católico y español con una conciencia histórica de hombre "moderno" cada vez más despierta y acuciante,
adquirida por su fundamental condición de historiador ( i ) .
mets o "potencias" están al servicio del proyecto de posibilidades existenciâles forjado en y por el espíritu. La vida humana es la actualización de alguna de esas posibilidades a través del cuerpo (con sus "potencias" psicobiológicas) y del medio externo.
(i) Más aún puede decirse: de hombre "moderno" y de su tiempo;
es decir, de fines del xix. Luego aparecerán curiosas analogías entre la
actitud historicista de Menéndez Pelayo, católico íntegro, y la de Guillermo Dilthey, el devoto de Schleiermacher. La analogía, ya se comprende, la dan el oficio de historiador y el tiempo.
- 8 ο -
Unase a estas cuatro notas definitorias la de esteta, y tendremos
las cinco dimensiones cardinales en que se manifiesta la perso­
nal y creadora intimidad de don Marcelino, al menos en lo
tocante a su obra escrita. Católico, español, historiador, hombre moderno, esteta. Sin perjuicio de justificar luego estas conclusiones, no era lícito pasar adelante sin indicar las coordenadas de mi personal interpretación.
El problema verdadero comienza ahora. Aun admitiendo
que esas sean las notas fundamentales para una descripción de
don Marcelino quo ad scriptorem, ¿acaso está dicho todo con
tan simple enumeración? ¿Cómo se enlazan y traban en unidad
de operación todas esas notas, de modo que su conjunto convenga a la singularidad personal de Menéndez Pelayo? Observemos, en efecto, que todas las notas descriptivas antes mencionadas son modos "típicos" de la existencia humana, no modos
singulares de existir. Muchos hombres comparten con Menéndez
Pelayo la condición de ser católico, de ser español, de ser historiador, etc. ¿Por ventura debe entenderse la singularidad personal de don Marcelino como una especial combinación de todas estas notas "típicas"? ¿Será la individualidad de cada persona no más que un determinado "punto" en la mezcla de cualidades humanas típicamente definibles, como del temperamento pensaron Hipócrates y Galeno? ¿Vendrá singularizado cada
hombre por una crasis somática y psicobiológica? (i)Líbreme Dios de tan culinaria concepción. Es cierto, sin
duda, que uno es lo que es realizando modos de ser típicos y
hasta genéricos. Pero lo propio de 'la vida personal es la asunción de los modos típicos de ser en actos creadores rigurosamente singulares. Todo acto verdaderamente libre y personal parte
de un instante en que hasta lo más trivial y repetido adquiere
radical problematicidad. Bien miradas las cosas, cada vez que
(i) La caracterología actual (Klages, Jaensch, Kretschmer, etc) incurre en la miope limitación de dar una respuesta demasiado afirmativa
a esta última pregunta. Decididamente, no parece cosa fácil entender
de veras Jo que es una persona.
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tomo un tranvía sabiendo y queriendo claramente lo que hago,
comienzo por hacer problemático ese acto trivial de tomar el
tranvía y por resolver "personalmente" el problema que yo
mismo me he planteado. ¿Quién no ha experimentado la curiosa vivencia de descubrir un sentido inédito y virginal a cualquier palabra, cuando la usa pensando en ella, esto es, planteándose el problema semántico de su uso?
Existir humanamente es, en fin de cuentas, existir problemáticamente. Cuando nuestra vida es en verdad lúcida y alertada, hasta los actos más menudos ofrecen a nuestra decisión
un rostro lleno de problematicidad, de la que uno sale osando
la personal, singularísima e irrepetible solución en que cada
acto consiste. El hombre vulgar y el genio son hombres en
cuanto sienten—más o menos esclarecidamente, no importa
esto ahora—la condición problemática que distingue a su vida,
tanto mirada en sí misma como en la relación psicológica entre
isu ser y el mundo (cosas, seres vivientes, personas) con que
por necesidad ontológica coexiste. Cada acto creador, sea mínima o genial la originalidad de su creación, es el salto que da
el hombre para salir de esa problematicidad que a un tiempo
le aherroja y le espolea: la constitutiva inquietudo, como diría
San Agustín, de su ser falible y trágico ( i ) . La libertad elige la
meta y el modo de ese salto entre todas las metas y todos los
modos que a cada hombre concreto le ofrecen como posibles el
medio y su capacidad de invención. Un proyecto personal, una
idea de sí mismo y otra del mundo propio son los andadores
de que el hombre dispone para no derramar su vida en saltos
de ciego. ¿Cómo se trabaron entonces todas esas notas descriptivas y típicas en el obrar personal y creador de don Marcelino? Su combinación misma ¿no daría un plus de problematicidad—por ejemplo, la que en sí tiene el empeño de enlazar el
(i) Esta "natural" inquietud anhela, "naturalmente" también—si por
"naturaleza" se entiende la humana, no da cósmica—, un descanso, una
quiescencia en algo. "Inquietum est cor meum, Domine, doñee requtescat in Te". Pero tal anhelo, por ser la inquietud una nota esencial de la
naturaleza humana, sólo puede ser satisfecho sóbrenaturalmente.
— 91 —
modo católico de ser hombre con la condición de hombre "moderno"—a la que de suyo tiene el arranque de todo acto creaidor? ¿Qué fué proponiéndose hacer Menéndez Pelayo desde ese
nudo inefable y siempre nuevo de su persona en que las mencionadas notas típicas adquirían unidad? ¿A qué actitudes, intenciones y obras "creadoras" se vio incitado por esa peculiar
problematicidad que en su alma producía el hecho de ser simultáneamente español, católico, historiador, hombre de su tiempo
y esteta? Tales son las preguntas a que debo contestar en las
páginas subsiguientes.
Mas no lo haré sin antes haber aludido a un curioso problema de la biografía de don Marcelino. Helo aquí. Cuando
más arriba enumeré las notas descriptivas que probablemente
caracterizan el centro personal de don Marcelino, advertí muy
expresamente que me refería al centro en que nacen las intenciones creadoras de su obra escrita. ¿Quién camina, entonces, a lo
largo de la curva que la vida de don Mercelino dibujó? ¿Acaso
sólo el historiador y el erudito? ¿No habrá en la vida de Menéndez Pelayo una intimidad más compleja? ¿No existirán en
ella anhelos espontáneos y reacciones ante el mundo distintos
de los que dependen de ser él un hombre católico, español, historiador y esteta? ¿Sólo se aceleraba el corazón' de don Marcelino cuando venía a sus manos la Colección de Didot o un
ejemplar de la Antoniana Margarita? ¿Vivió permanentemente
"entre los muertos", como de sí mismo dijo en el discurso leído
ante Alfonso XIII?
He aquí una serie de preguntas no fáciles de contestar a la
vista de su producción escrita, comprendida la epistolar. El fino
espíritu de Cardenal I racheta denunciaba con certera claridad
este problema en su comentario al epistolario entre Menéndez
Pelayo y Clarín. "Salta a la vista—dice Cardenal—la serena
seguridad con que Menéndez Pelayo va por la vida, ajeno a
todo lo que no sea su trabajo literario. Ni una confesión íntima, ni una sola alusión a su vida sentimental hay en sus cartas. ¿Era don Marcelino un hombre sin intimidad? Probable-
— 92 —
mente—concluye con prudencia Cardenal—era de esos hombres
que no dejan traslucir la intimidad" ( i ) .
Marañón (2) alude al epistolario entre Valera y Menéndez
Pelayo, en el cual la pluma del santanderino, movida, sin duda,
por la siempre vivaz facundia del cordobés, dibuja de cuando
en cuando el nombre de alguna amiga: Corina, Catalina, Ródopis. "Las demás amigas suelen preguntarme por usted", dice
una vez a Valera (3). Pero ¿no contrasta, ciertamente, la parvedad de la alusión a temas no literarios ni eruditos con la extensión que a cualquier cuestión literaria dedica y con la íntima, confidencial verbosidad de su correspondiente?
Y, sin embargo, había en don Marcelino algo más que un
historiador y un erudito. Marañón, afanoso siempre por buscar
en el hombre el latido caliente de la vida, comenta en su ensayo
con breve elegancia esta "otra" intimidad de Menéndez Pelayo. La había, en efecto. Según refiere un amigo mío, pariente
de cierta ilustre dama, fué ésta motivo de que la mano de don
Marcelino midiese una vez el rostro de un famoso actor. Azorín recuerda al maestro. Le está viendo en la plazuela de Matute. "Iba embozado en su capita con dirección a la calle de
Atocha. ¿Adonde podía ir? Hacia el olvido de tantísimo libro.
Hacia el olvido; por un momento, de sí mismo..." (4). ¿Qué
hay, además del recuerdo de las letras ajenas y del proyecto
de las letras propias, en el corazón de ese hombre, solo y embozado, que Azorín ha visto en la plazuela de Matute? ¿Qué amores y qué anhelos fueron cercenados en su alma por su voluntad—aunque la cicatriz pudiese hacerse luego callado hontanar de su ensueño—para que medrase con más brío el tallo de
la vocación histórica? ¿Qué nostalgias se levantaban desde el
(1) Art. "Dos españoles", en Arriba España, 2-IX-ro43.
(2) Loe. cit., págs. 119-121.
(3) Epistolario, pág. 242. Valera le había escrito en 1878: "Cuando
venga usted a Madrid y pasen las oposiciones, conviene ¡lanzarse algo
y bañarse en las corrientes de la vida. Diré a usted con Fausto, ya que
traigo a Fausto entre manos: Auf, bade Schüler, unverdrossen-—die ira"
sebe Brust m Morgenrotb".
(4) Madrid, .pág. 141.
— 93 —
suelo de su corazón cuando el monólogo de su obra de historiador llegaba a fatigar la casi infatigable cabeza?
Dejemos en pura y respetuosa interrogación este rostro del
problema biográfico. Para mis fines sólo importaba advertir la
existencia de una vena caliente y apasionada en la intimidad
de don Marcelino. Su figura humana no es la del pedante aséptico y suficiente. Este hombre cordial y entrañablemente vivo,
capaz de entusiasmo, ira y perdón ( i ) , es el que vamos a ver
pensando en España, sintiendo a España, queriendo con amorosa claridad algo de España.
Mi interpretación de su pensar, su sentir y su querer será
tal vez un poco distinta de la tópica, tan cerrada de ojos ante,
los matices más personales de su vida y su obra. No me importa. En primer término, porque mi interpretación es, cuando
menos, todo lo probable que puede ser una interpretación biográfica. En segundo, porque las propias palabras de don Marcelino me están autorizando: "No ha de censurarse—escribe una
vez—al que intente dar originales interpretaciones a los hechos
ya conocidos, y sacar de ellos nuevas inducciones acerca del carácter y los móviles de los personajes que en una gran acción
intervinieron" (2). Con tan suficiente licencia, intentaré en las
páginas siguientes adivinar el carácter y los móviles de don
Marcelino Menéndez Pelayo, personaje de primera magnitud
en la gran acción de definir y levantar la cultura española de
nuestro tiempo.
(1) Véase su hermoso prólogo a la edición definitiva de los Heterodoxos, o las palabras que preceden a la tercera edición de La Cietucia Española.
(2) Estudios, VII, 70.
PARTE
EL
SEGUNDA
POLEMISTA
LEAR.—¿En qué te ocupas?
KENT.—Me ocupo en no ser menos
de lo que parezco.
El Rey Lear, acto primero, escena cuarta.
SHAKESPEARE:
1
PROMOCIÓN DE SABIOS
D
1850 a i860 ve por vez primera la cruda luz española una gavilla de hombres rigurosamente insólitos en
esta tierra romance, o al menos de metal largo tiempo desusado
entre nosotros. En 1852 nacen Ramón y Cajal, Hinojosa, el
bacteriólogo Ferrán y el cirujano Ribera. En 1856 da en Santander su primer latido el corazón de Menéndez Pelayo, un año
después de que el anatomista Olóriz abriese en Granada sus ojos.
Ribera el arabista nace en 1858 y el fisiólogo Gómez Ocaña en
i860. Algún otro nomfbre podría ser añadido a la lista (el de
Turró, por ejemplo), y más de alguno si esa relación de hombres de ciencia se ampliase con otra de escritores, pintores y políticos (1).
Ninguno de los curiosos o preocupados por la historia de la
ESDE
(i) En 1851 nacen doña Emilia Pardo Bazán y el P. Coloma; en
1852, Clarín; Maura y Palacio Valdés, en 1853; Canalejas, en 1854;
Manuel Reina, el poeta premodernista, en 1856, y M. B. Cossío, en
1858. Reina y Cossío representan la transición a la promoción siguiente,
'la "del 98": Reina, hacia su línea modernista; Cossío, hacia su castellanismo casticista. A esta serie deben añadirse los nombres del grupo
finisecular de Barcelona.
7
-98España contemjporánea se ha cuidado hasta ahora, que yo sepa,
de distinguir la existencia de una "generación o promoción de
la Restauración", si vale emplear tan detonante nombre. Tampoco pasó por las mientes de quienes formaron ese hipotético
grupo colgarse sobre la levita el rótulo citado, porque en aquellas calendas sólo muy vagamente se hablaba de la generación
como fenómeno histórico y, por lo tanto, estaba lejos aún la
moda de empaquetar a los hombres bajo esa rúbrica. Sólo la
aguda conciencia histórica de Menéndez Pelayo—despierta ya,
por extraño que parezca el suceso, incluso en sus años polémicos—advirtió con intuición segura que hacia 1876 iniciaba su
vida propia una generación española distinta de las anteriores.
No menos de tres veces habla en La Ciencia Española de "nuestra generación" (1) un mancebo sólo con hombres maduros
amíistado (Milá, Lloréns, Valera, Laverde) y a cien leguas de
saber, con saber tanto, que en Zaragoza está disecando Ramón
y Cajal, crudo mozo y futuro renovador de la medicina española, o que por entonces se asoma a los manuscritos árabes el
valenciano Julián Ribera, piedra miliar en la historia del arabismo español. Algo barruntaba, sin embargo, el madrugador
santanderino. Dando hoy acabada expresión, con una perspectiva de casi setenta años, al diligente atisbo de Menéndez Pelayo, me atrevo a deslindar un grupo relativamente homogéneo—me refiero, como es obvio, a cierta actitud histórica profunda, no al peculiar ademán político o a la singularidad científica de cada uno—, formado por casi todos los españoles vocados al quehacer intelectual, cuya obra empieza entre 1875 y
1885; esto es, en el orto de aquella "paz chiquita" que trajo la
Restauración de Sagunto.
Las notas que definen la singularidad de ese grupo son, como
(1) Ciencia, I, 87, 114 y 202. "Quizá esa generación (que aún está
por ver)—dice Menéndez Pelayo hablando de la suya y contraponiéndola a la de los políticos e intelectuales de la Primera República—no
competirá en sal, en garabato, en aire y chiste con la dorada juventud
que hoy puebla los Ateneos y habla con sublime aplomo de transformar
el Cristianismo, como si se tratase de remendar unos calzones viejos..."
— 99 —
en toda definición, negativas y positivas, de contraste y de contenido. Contrasta la actitud de este grupo, en efecto, con la de
los españoles que inmediatamente le preceden. El propio Menéndez Pelayo dirá con toda explicitud: "La generación presente—¡habla Menéndez Pelayo, ya se comprende, de los hombres maduros de su tiempoi—se formo en los cafés, en los clubs
y en las cátedras de los krausistas; la generación siguiente
—es decir, la suya—, si algo ha de valer, debe formarse en las
bibliotecas" ( i ) ; y en los laboratorios, hubiese añadido Ramón
y Cajal. El mozo polemista percibía con toda claridad que los
padres de su generación—o, al mjenos, la fracción de ellos despierta a la Historia—habían consumido en lucha armada ineficaz o en escasamente informado verbalismo el fuego innegable
de una sincera emoción histórica.
Será patente el contraste unos lustros más tarde, cuando el
problema real de la España entonces presente—y no, como hasta entonces, el problema ideal de la España pasada—tome figura y urgente expresión en el alma de los españoles. Esto es:
cuando se imponga, hasta hacerse tópico, el tema de la "regeneración española", el más característico de la España de 1900.
Inventan tan asendereado tema homlbres nacidos en el decenio
anterior: Costa nace en 1846; Miadas Pi'cavea, en 1847, y Galdós, algo "regeneracionista" también en su literatura, en
1843 (2).
(1) Ciencia, l, 114. En otro lugar habla también de su generación
y pondera su afán "de dar culto a la razón discursiva y estimar su libre
ejercicio" (Ciencia, II, 71).
(2) No pretendo decir que Galdós escribiese novelas al servicio
expreso de esa tesis. Pero las novelas "sociales" y "religiosas" de Galdós
(Fortunata, Misericordia, Nazarín, Doña Perfecta, etc.) pintan el medio español tal como lo vieron todos los arbitrismos regeneracionistas.
El Galdós maduro es un novelista que proyecta en su obra su "ideología", un novelista "ideológico": y aunque todo novelista es un poco "ideólogo", hasta los que, como Stendhal, pretenden hacer de sus novelas espejos, hay diferencias en 'la intensidad y en el modo de serlo. Compárese
su actitud con la menos "ideológica"—menos genial, también—de Palacio. Valdés, de doña Emilia Pardo Bazán y hasta de Clarín, los novelistas de la promoción inmediatamente posterior. La producción de estos
— 100 —
¿Qué representa en su Taíz este movimiento de la "regeneración"? ¿Qué son los hombres que la propugnan? Si se prefiere la concisión al fárrago, la primera de esas dos preguntas
puede ser contestada así : la inquietud "regeneradora" es la versión del arbitrismo español que corresponde a los supuestos del
nacionalismo democrático.
Vieja planta es en España el arbitrismo. Desde que se nos
torcieron los negocios políticos, va para tres siglos, muchos
fueron los españoles—raza despierta, im'aginiativa e incontinente de pluma como pocas—que a la luz del clásico velón,
del romántico quinqué o de la bombilla reciente se sentaron
ante el pintado pino y, esto quiero, esto no quiero, fueron inventando recetas para remedio de todos los males políticos y
sociales, desde las que curan los duelos y quebrantos de la
hacienda pública hasta las que perfeccionan la siembra a voleo o alivian el paro forzoso.
Este escorzado diseño no supone una desestimación absoluta de cuanto los arbitristas pensaron y propusieron. La verdad
es que muchas de sus recetas distaron de ser las cavilaciones
disparatadas del demente o las arbitrarias construcciones del
varón meditabundo y solitario. ¿Acaso no fueron arbitristas
políticos y sociales Jovellanos y Balmes? Por otro lado, la actividad de arbitrista denota una nobilísima contextura del alma.
El arbitrista lo es en cuanto ha sentido en su costado, penetrante y dolorosa, la lanzada de los males patrios. ¡Cuánta inicial
amargura, cuánta ingenua esperanza hay dentro de esos innumerables memoriales en que su autor, con la soltura de quien
fabricase pajaritas de papel, resuelve a fuerza de pluma el
problema de la enseñanza o el de la repoblación forestal! Para
el arbitrista, España o una parcela de España se han hecho
acuciante problema. ¿!No son de estimar estos ingenuos e ingeúltimos está ganada por la blandura de la España de ¡la Restauración,
en la cual abrieron por vez primera sus ojos literarios. Hasta la mordacidad de Clarín es una mordacidad convencional, entre doméstica y "de
sociedad".
—
ΙΟΙ
—
niosos hombres, capaces de vivir con dolor o desazón a España, cuando tantos y tantos la vivieron corrió mera costumbre
o la hicieron campo de personal granjeria?
Si esto debe pensarse de todos los arbitristas, incluso de los
que aplicaron su providente ingenio a resolver menudos problemas de Hacienda o de arte militar, con mucha más razón
cabe decirlo de los que inventan, proclaman o apostillan el tema
y las recetas de la "regeneración". Unas cuantas notas permiten
definir con suficiencia la actitud de todos ellos.
La primera es la materia del problema que se discute. Más
que con los estentóreos temas intelectuales y políticos del siglo xix español—la relación entre la ciencia y la fe, el Liberalismo, el progreso, la Inquisición, etc.—, los "regeneracionistas"
se enfrentan con los problemas internos de la España real: el
problema social, la enseñanza, la producción agrícola y otros
del mismo corte. "La mitad de la obra reconstituyente—escribía Macías Picavea—hállase representada por la política hidráulica, civilizadora de nuestra tierra; la otra mitad corre a
cargo de la política pedagógica, civilizadora de la población" (i). NO es un azar que el "reconstituyente" catedrático
vallisoletano dedique su libro a las "Representaciones del País
productor", las mismas a que poco más tarde intentará dirigirse Costa.
Otro tanto puede decirse de este bronco y tonante oséense.
Basta tal vez recordar que Costa comienza su campaña "regeneracionista" ante la Asamblea de las Federaciones Agrícolas,
en 1899, y que algo después intenta constituir una Liga Nacional de Productores. Sus frases y consignas, tan fervorosas, tan
sinceras y tan terriblemente agarbanzadas—"doble llave al sepulcro del Cid", "escuela y despensa", etc.—, revelan inequívocamente un resuelto desvío desde los verbalismos ideológicos
de 1870 hacia ese terreno político -que suele llamarse de "las realidades". "Los españoles—decía Costa con poderosa frase—sien(1) El problema nacional, Madrid, 1899.
— 102 —-
ten hambre de pan, hamlbre de instrucción, hambre de justicia".
Eran su tema las necesidades que él creía "realmente" sentidas
por los españoles de su tiempo; y, a su juicio, sólo por obra de
continua y operante atención a esa necesidad real de casi todos
los españoles podría vencerse la terrible antinomia política que
había traído a España el siglo xix. H¡ay, pues, en él, no obstante su condición de "ideólogo", un manifiesto hastío de ideologías y de Historia.
Hastío de la ••Historia: he aquí -la terrible fórmjula expresiva de lo que sucede por entonces en el seno de casi todas las.
almas españolas. La atención de los españoles, tan disparada
poco antes hacia los temas históricos más tremebundos, ha pasado desde los "sucesos" y los "pensamientos" a las "cosas" y
a los "hechos". Frente a Cánovas y Castelar, retóricos de lia
Historia; frente a Salmerón, retórico de una mala metafísica,
álzanse los trenos y las arengas realistas y sociológicas de Costa y los de su tiempo. Hasta el contenido de su famosa "europeización", dígase lo que se quiera, tiene mucho más de política
social que de ideología política. La frase "menos política y más
administración" posee ocultas raíces en la actitud inaugurada
por el arbitrismo regeneracionista.
España tiene un problemja en sí misma, y ese problema es,
más que de "ideologías", como vienen diciendo casi todos los
españoles hasta la Restauración (i), de "realidades"; enderezando esas torcidas realidades, se recobrará por añadidura la
perdida unidad de los españoles. Tal es la primera nota que, a
m!i juicio, define la actitud "regeneracionista". La segunda consiste en admitir que todavía puede ponerse remedio al problema de España. Los hombres de la "regeneración" son unos rabiosos optimistas, pese a todos los tópicos usuales y a las nigéf
rrimas tintas con que describen la España ante sus ojos exis(i) No pretendo decir que la actitud de los "regeneracionistas" no
tuviese ingredientes "ideológicos". ¡Digo que para ella habían pasado a
segundo plano, frente a los problemas "reales" de España, que creó
o reveló el desastre colonial.
— 103 —
tente. Creen que España puede llegar todavía a vida saludable
y robusta si los españoles quieren y saben ponerse a ello. Basta
tener a la vista el último capítulo de El problema nacional, de
Macías Picavea, o leer el folleto que Costa titula Los siete
criterios de gobierno. "El español—dice Costa una vez—penetra
dentro de sí propio y encuentra por ventura que lleva un hombre en potencia, cabalmente el hombre que nos ¡hace falta" (i).
Terrible definición, si se miran esas palabras con míente aristotélica, y rosada esperanza, si se recoge de ellas su fe en un
futuro "potencialmente" cierto.
Esta salvación, piensan los "regeneracionistas", pueden conseguirla los españoles por sus propios medios. He aquí la tercera nota de su actitud: la autarquía de España en esta obra
de soteriología histórica. Mas para ello habrían de renunciar
los españoles a parte de su pasado—"antiaustracismo" de Macías Picavea, imposibilidad de que España viva sut juris en el
mundo histórico de 1900 (Costa), etc.—y sumergirse en los senos más vivos y originarios de su vida propiamente nacional (2). Se postula una suerte de palingenesia histórica, una
re-generación de España allende su historia conocida, como si
nuestro pretérito hubiese carecido de adecuación a las verdaderas exigencias del ser "natural" o castizo de España (3). Las
posibilidades históricas del español, nos acaba de decir Costa,
están "en potencia", y sólo zambullendo al ibero en su propia
vida—esto es, retrotrayéndole a un hipotético e incontaminado
origen allende su historia—podría ser esa "potencia" vivificada
y convertida en actualidad. En esto y en una correcta admi(1) Los siete criterios de gobierno, Madrid, 1914, pág. 167. Es curiosa la analogía con el optimismo y hasta con la letra de una frase
de Ganivet: "Tenemos lo principal: el hombre, el tipo. Sólo nos falta
ponerle manos a la obra".
(2) Esta voluntad de "interiorismo" encontrará luego su más clara
expresión en el Idearium español, de Ganivet.
(3) Este tema de lo que España "es" por debajo de su historia
—cuestión, desde luego, falsamente planteada—se va a repetir luego con
toda explicitud. Es el "virginalismo" de Ganivet, la "intrahistoria" de
Unamuno; la "gema iridiscente de lo que España pudo ser", de Ortega.
Luego veremos cómo se enfrenta Menéndez Pelayo con ese mismo tema.
— 104 —
nistración consistiría la obra del soñado "cirujano de hierro",
imposible especie de César "hacia dentro", un César castizo,
doméstico y mercantil. Demasiado programa, desde luego, para
terminar pidiendo "escuela y despensa" o una ampliación de
nuestros regadíos. Lo peor que se puede imputar a Costa es la
desproporción entre su tesis fundamental, una palingenesia
cuasinietzscheana, y sus caseras recetas para conseguirla. Lo
cual no equivale a negar la tosca y ardorosa honradez de su
corazón ni la justicia urgente de casi todos sus postulados económicos y sociales.
Tal viene a ser, compendiosamente expuesta, la actitud global
de los "regeneracionistas" y de casi todos los que intervienen en
el famoso debate por ellos suscitado. Es el caso, empero, que en
ese debate se dibujan con toda claridad tres grupos generacionalmente diversos entre sí: las promociones o generaciones de la regeneración, si vale el retruécano. Oigámoslo de Cajal, uno de los
que entonces echaron su cuarto a espadas: "Yo, al igual de muchos, jóvenes entonces, escuché la voz de la sirena periodística. Y
contribuí modestamente a la vibrante y fogosa literatura de la
regeneración, cuyos elocuentes apóstoles fueron, según es notorio,
Costa, Macías Picavea, Paraíso y Alba. Más adelante sumáronse
a la falange de los veteranos algunos literatos brillantes: Maeztu,
Baroja, Bueno, Valle-Inclán, Açortn" (i). Distingue Cajal, fino
histólogo ahora de su propia historia y de aquella España, tres
grupos diversos, que a nuestros ojos de hoy constituyen otras
tantas promociones de españoles. Está constituido el primero
por los inventores y primeros apóstoles de la "regeneración":
Costa, Macías Picavea, etc. Son hombres que en 1898 han pasado o están pasando el ecuador de los cincuenta años. Forman el segundo aquellos otros que, atraídos por "la sirena periodística", dejan su trabajo investigador, docente o profesional
para terciar en el debate. Estos—entre ellos se cuenta Cajal—
acaban de doblar la cuarentena o se hallan llegando a su filo:
(1) Recuerdos de mi vida, tercera edición, Madrid, 1923, pág. 294.
— ios —
es la generación de Menéndez Pelayo. Los de la última promoción—Maeztu, Baroja, Αςοτίη, etc.—viven entonces el brío de
los veinticinco a los treinta y cinco años y disparan sus nombres
inéditos a público conocimiento y futura fama: "la generación
del 98", llamaremos luego, restringiendo mucho la anchura de
tal rótulo, a este último grupo de españoles (1).
Tres grupos de españoles ante el problema de España y otras
tantas posiciones en orden al dolor entrañable que ese problema plantea. Dejo aparte la actitud de la última promoción,
puesto que mi actual propósito comprensivo sólo llega hasta
la segunda de ellas. ¿Qué singulariza, entonces, al grupo coetáneo de Menéndez Pelayo? ¿Qué diferencia hay entre Costa y
M acias Picavea, de un lado, y Cajal, Ribera o don Marcelino
por otro?
Los inventores y primeros apóstoles de la "regeneración"
son hombres que llegaron a primera madurez por los años de
"la Gloriosa". Por mucho que luego se aparten de aquella vacua,
exaltada y locuaz ineficacia que caracteriza a nuestros hombres
de 1868, ni Costa ni Macías Picavea logran perder jamás un
aire de predicadores laicos y omniscientes. El honrado, encendido arbitrismo de estos hombres viste todavía el ropaje de su
primera época: hablan al pueblo, a todo el pueblo, con sincero
y consecuente pathos democrático. Van diciendo al oído de to(1)
El más viejo de ellos es Unamuno, que había nacido en 1864;
el más joven, Αχοήη, que abrió sus ojos al paisaje levantino en 1873.
La generación del 98, entendida en su más lato sentido, tendría tres
promociones: la de Costa y Macías Picavea, la de Menéndez Pelayo y
Cajal y la de Unamuno, A^orín, Baroja, etc. Esta última promoción
es la que habitualmente recibe el nombre restricto de "generación del 98".
No perdamos de vista, para calibrar el área de este último grupo, que,
como agudamente advirtió Juan Aparicio, a la misma "generación"
pertenece don Miguel Primo de Rivera. Con ella se cierra un ciclo de
la historia española. El siguiente es abierto, bajo signo algo distinto,
por la dispersa generación que encabezan, cada uno a su modo, Ortega
y Gasset, d'Ors, Azaña, Angel Herrera, Gregorio Marafión, etc. Nacen
estos hombres a ía vida pública en torno a 1910, y su secreto destino
común será liquidar intelectual y políticamente—cada cual a su modo,
como antes dije—los supuestos históricos y hasta el edificio político de
la Restauración. Y, naturalmente, en inaugurar otros.
— ιο6 —
dos los españoles: "España necesita regenerarse; de vosotros,
de todos y cada uno de vosotros depende el logro de esa regeneración"; y lo dicen a gritos, con el fuego de la indignación y
la pimienta de sarcasmo, en páginas y discursos cuajados de
interrogaciones, admiraciones y puntos suspensivos. Con este
encrespado ropaje prosódico y ortográfico, Costa y Macías Picavea hablan de todo y a todos. Hay en sus escritos Historia
vieja y reciente, Filosofía barata, Sociología, Economía, Agronomía, Derecho, Literatura, Arte... (i)· Macías Picavea invoca de continuo el "criterio científico" de su libro; pero basta
leer algunas páginas para advertir que sus párrafos son más
bien prédica de reformador que monólogo de hombre de ciencia. Los inventores de la "regeneración"—o de la "reconstitución", como con más modestiafilosóficae histórica prefiere decir Macías Picavea—son, en sum!a, predicadores y arbitristas.
Sus obras son sermones nacionales. Quieren ser "demagogos",
educadores de su propio pueblo; en la caliente voluntad de salvarlo todo y de salvar a todos está la generosa nobleza de su
actitud; en la pretensión de saberlo todo, la irremediable manquedad de su empeño. Su ineficacia es la inevitable y desairada ineficacia de todo el que se queda a mitad de camino entre
el intelectual verdadero y el caudillo político auténtico.
Muy otra es la actitud de la promoción siguiente. Si los anteriores llegaron a madurez cuando "Ja Gloriosa", éstos inauguran su vida propia diez o doce años más tarde, en la anhelada calma inicial de la Restauración. Alfonso XII coloca por
entonces la primera piedra del Banco de España, prepárase la
Exposición de Barcelona, triunfan Carripoamör y el género chico, mejora la Hacienda y Cánovas pone en marcha la recién
estrenada Constitución sobre un doméstico eterno retorno de dos
(i) Frente a ellos, Menéndez Pelayo pensaría sin duda lo mismo
que acerca de Perojo, uno de sus contradictores en la "polémica de la
Ciencia Española". Hay en sus obras, como en los alegatos de Perojo,
botánica, blasón, cosmografía;
sacra, profana, universal Historia...
— im-
partidos turnantes: el "turno" se ha convertido en categoría
histórica.
A favor de tan gustoso remanso, unos cuantos hombres
que hacia 1875 salen de la Universidad consiguen cultivar con
calma, suficiencia técnica y fruto ostensible su vocación intelectual Están cansados de tanta ineficaz declamación, más cansados aún que sus hermanos mayores (1). Antes que ganar fama
e influencia política disertando en Ateneos y periódicos de
omni re scibili, prefieren levantar su personalidad en la investigación personal de un dominio concreto del saber, y piensan,
con razón, que también eso es patriotismo. En 1882 ya ha
publicado Menéndez Pelayo la primera edición de los Heterodoxos. En 1880 aparecen en Zaragoza las Investigaciones experimentales sobre la génesis inflamatoria, primer trabajo científico de Cajal, y la misma fecha lleva la Historia del Derecho
romano, según las más recientes investigaciones, el libro primogénito de Hinojosa. Entre 1882 y 1885 preparan Codera y Ribera los tres volúmenes iniciales de la Bibliotheca Arábico-Hispana.
En 1898 están todos ellos en plena producción y disfrutan
ya de sólido prestigio. Sin embargo, su investigación personal
no se ha interpuesto como un cendal entre su mente y España.
Todos sienten en el tuétano del alma la herida de la Patria.
Menéndez Pelayo deja hasta de contestar las cartas que recibe.
El 16 de rraäyo de 1898 escribe al portugués García Peres y refiere su silencio epistolar a "la tristísima crisis por que está
atravesando nuestra desventurada Patria". Entre 1898 y 1900
hay un visible bache en su producción escrita: no más de seis
trabajos menudos salen de su pluma a lo largo de esos tres
años, cuando sólo en 1892, por elegir el ejemplo de un año
calmoso, habían aparecido nueve distintos. Cajal, que a la sail) Es muy instructiva a este respecto la descripción que Cajal hace
de "la Gloriosa" en Recuerdos de mi vida, no obstante, como él dice,
"simpatizar con el movimiento liberal y complacerme como el que más
en aquellas patrióticas bullangas" (págs. 96-97).
— io8 —
zón estaba trabajando sobre las vías ópticas, recibe la "nueva
horrenda y angustiosa"—son sus propias palabras—"como una
una bomba". "La trágica noticia—añade—interrumpió bruscamente mi labor, despertándome a la amarga realidad. Caí en
profundo desaliento. ¿Cómo filosofar cuando la Patria está en
trance de morir? Mi flamante teoría de los entrecruzamientos
ópticos quedó aplazada sine die" ( i ) . En el curso del año 1890
había publicado Cajal 'hasta diecinueve trabajos; en los veinticuatro meses de la etapa 1808-1899, sólo ocho. Así todos.
"Aquel desfallecimiento de la voluntad fué general entre las
clases cultas de la nación", dirá Cajal, dando anchura nacional
a su propia experiencia.
¿Será por ventura sorprendente que estos hombres intervengan en el debate de la "regeneración" con actitud distinta
de la que adoptaron Costa y Marias Picavea? Cajal sigue la seducción de la "sirena periodística" y participa en el general
clamor. El tono general de sus intervenciones periodísticas está
visiblemente determinado por su condición profesoral, mas no
se aparta gran cosa del que impera en todo el arbitrismo "regeneracionista" (2). Pronto reaccionará, sin embargo, el investigador especializado y sobrio. Confiesa que "no puede releer
aquellas ardientes soflamas sin sentir algún rubor". Disgústale
en ellas "el tono general declamatorio y cierto aire patriarcal y
autoritario impropio de un humilde obrero de la ciencia. ¿Qué
autoridad tenía un pobre profesor, ajeno a los problemas sociales y políticos—comenta Cajal—, para censurar y corregir?"
(1) Op. cit., pág. 294.
(2) El propio Cajal dará más tarde un resumen de sus recetas "regeneradoras": "Como remedios morales apuntábamos: renunciar al matonismo internacional, a la ilusión de tomar por progreso real Ίο que
no es más que reflejo pálido de la civilización extranjera; desterrar el
empleo de adjetivos hiperbólicos, de que tan pródigos fuimos siempre con
nuestras medianías; y, en fin, crear a todo trance cultura original. En
el orden pedagógico proponíamos: el pensionado de profesores y doctores aventajados en el extranjero; la incorporación a nuestros claustros de investigadores de renombre mundial; el abandono del régimen
enervador del escalafón, sustituido por el sistema alemán de reclutamiento del profesorado, etc., etc."
— log —
Esta actitud del profesor concienzudo ante lo que cree una veleidad suya se halla a cien leguas de la predicación omnilateral
de Costa y Macías Picavea. Al cabo de algunos meses recobra
el sabio su perdido aplomo y se entrega con ardor a su trabajo
personal, el único en que ve una efectiva contribución a la verdadera "regeneración" de España. "Recobrando el equilibrio
—concluye—me incorporé al tajo con el antiguo ardor. Humillado mi patriotismo español, quedó vivo y pujante, y aun diré
que exaltado, mi patriotismo de raza. Y di cima, al fin, al aludido trabajo, sin perjuicio de planear nuevas labores para lo
futuro" (i).
También don Julián Ribera, el arabista, toma cartas en el
debate. Su posición, como la segunda de Cajal, es hostil al verbalismo "regeneracionista". "La fuerza de una nación—dice
una vez—no puede consistir en que haya muchos habladores
que sepan decir, sino que haya muchos individuos laboriosos
que sepan hacer" (2). En un trabajo escrito en 1904 examina
el conjunto de la literatura "regenerativa", vitupera "la tendencia sentimental y poco discursiva de los primeros momentos" (3), condena el interiorismo casticista y postula como previa condición para llegar a la buena salud "estudiar fría e imparcialmente nuestras aptitudes". Por todas partes, bajo el
hondo y constante dolor de España, se ve al investigador celoso
del rigor y de la especializada suficiencia.
La actitud de Menéndez Pelayo frente al problema de Es(1) Da bastante que pensar esa curiosa distinción de Cajal entre
"patriotismo español" y "patriotismo de raza". Adviértese en ella la
disociación entre el patriotismo histórico y el patriotismo castizo o subhistórico. He aquí una actitud muy típica de nuestro 98.
(2) "La regeneración, ¿vendrá por medio de la enseñanza?", en Disertaciones y opúsculos, t. II, Madrid, 1928, pág. 506. Textos análogos,
y hasta más incisivos, pueden recogerse con facilidad en toda la obra
de Ribera. En otro artículo, titulado "¿Patriotismo, necedad o impotencia?", publicado en 190«, se dee: "Cuando oigas ponderar en discursos el inmenso e inconmensurable cariño que 'los habladores sienten por
la Patria española, allá a tus solas, quédate dudando un rato... ¿si será
patriotismo, necedad o impotencia?"
(3) El misticismo, loe. cit., pág. 764.
— 110 —
paña antes y después del 98 se irá viendo en las páginas subsiguientes. Mas no sin apuntar ahora que Bonilla y San Martín,
el más inmediato discípulo de don Marcelino, no vaciló en considerar su obra desde el punto de vista de la "regeneración".
"A estos fines, de crítica de lo presente, de reconstitución del
pasado y de regeneración para el porvenir, responde, a mi parecer, toda la ingente obra del Miaestro, incluso la literaria" (1).
Su posición, ya antigua, frente a tanto gargarismo retórico e
ineficaz con los grandes nombres de nuestra Historia, tiene una
entrañable semjejanza con la de todos los corifeos de la "regeneración", desde Costa hasta M'aeztu, pasando por Cajal. Veía
en la historia declamatoria al uso "un empalagoso ditirambo
en que los eternos lugares comunes de Pavía, San Quintín, Lepante, etc., sirven sólo para adormecernos e infundirnos locas
vanidades" (2). Como Costa y Macías Picavea, anhelaba ver
enfilada la proa de la política española hacia la resolución de
los problemas "reales" e "interiores" de España: "Cuando el
humo de nuestras fábricas se remonte al cielo; cuando el hierro
arrancado a las visceras de nuestros montes llegue a ser algo
más que primera materia preparada para el embarque y arrastre
en naves extranjeras; cuando el trabajo de sus hijos devuelva
a la patria, centuplicado por la industria, el caudal que de ella
ha recibido...", decía en 1909 a los santanderinos congregados
en homenaje a su Obispo (3); y cuando, en su amorosa senl·blanza de Milá y Fontanals, canta con derramado optimismo
las excelencias de la Barcelona noucentista—encuentra palabras
de loa hasta para la arquitectura de Gaudí—, piensa que aquella ciudad industrial y pujante está "destinada acaso en los
designios de Dios a ser la cabeza y el corazón de la España regenerada" (4). También en la mente del sabio late la idea de
( 0 "La filosofía de Menéndez Pelayo", Revista de Archivos, juliodiciembre de 1912, pág. 62.
(2) Estudios, VII, 216 (el texto es de 1879).
(3) Cit. por García de Castro, Menéndez y Pelayo, Madrid, 1940,
página 164.
(4) Estudios, V, 168.
—
Ill
—
una "regeneración" national. La aversión de don Marcelino por
aquella política alicorta y oratoria, con la que tuvo tan fugacísimo contacto, no le impide soñar con una posible política "regeneradora", una política de "realidades" económicas y sociales (i).
Pero Menéndez Pelayo es un profesor, un sabio, y siente,
como Cajal y Ribera, el sacro terror pánico de opinar sobre
•lo que no entiende. "En política, en cuestiones de Gobierno
—escribía Ribera en el otoño de 1898—, se atreven a hablar hasta los más audaces, sin miedo de que los tachen de mentecatos" (2). En 1876, a los veinte años—la edad en que todo español de entonces, y aun de ahora, si tiene miente despierta y
alguna lecturilla, se las echa al propio Leibniz—, veía Menéndez
Pelayo como signo distintivo de la generación que con él apuntaba "la buena condición de no tratar cuestiones que no entienda". He aquí la causa en cuya virtud calla don Marcelino a la hora del omnisciente arbitrismo regenerativo y dedica
las escasas fuerzas que el dolor de España le deja libres a pergeñar Nuevos datos acerca de Prisciliano o a comentar La Celestina, sus dos únicos trabajos de 1899.
La generación de Menéndez Pelayo es una generación de
profesores, de sabios pulcramente atenidos al ámbito de su específico saber. Todos aman a España en las telas mismas de su
corazón, pero creen servirla mejor con su diario trabajo investigador que derramando en discursos y soflamas ese cordial
amor a España. A veces, ex abundantia cordis, sale de sus plumas un grito de dolor o asoma a sus labios el ansia nacional,
hasta que el patriotismo profesoral sofrena la voz anhelante del
patriotismo sentimental y difusivo. No es una generación de
(t) En una carta a Pereda (25-III-1001) habla de Gabino Tejado
con estas palabras: "La política Je estropeó como a tantos otros". No
deja de ser curiosa la analogía entre las intervenciones políticas de Menéndez Pelayo, por el lado conservador, y Cajal, por el lado liberal.
Ambos sienten la llamada de la política y ambos la abandonan con
presteza, enteramente desencantados.
(2) Loe. cit., t. I, pág. 495.
— 112 —
poetas, sino de sabios. A la generación de los predicadores
(Costa, Galdós, Macías Picavea) sigue una de sabios (Menéndez Pelayo, Ca jal, Ribera, Hiño josa), y a ésta otra de literatos,
y aun de "literatísimos", la llamada "del 98" (1). Cada una se
ha enfrentado a su modo con España en la hora crucial de
1898: unos, con la derramada pasión del agitador; otros, con
callado trabajo técnico; otros, indagando literariamente las
raíces vivas de una supuesta España originaria y pura. Todos
han sentido en sus tuétanos Ja emoción de la palingenesia renovadora (2). ¿Acaso no se ve el signo distintivo de la generación nueva hasta en la misma política de 'la Restauración?
¿Por ventura no tiene detrás una actitud a la vez regenerativa
y técnica, casi profesoral, aquel intento de Maura, el político
de la generación de Menéndez Pelayo y Cajal, enderezado a
reformar el artificioso sistema de Cánovas? ¿Acaso no intentó
Vázquez de Mella, poco más joven que Maura, "regenerar" el
cuerpo anquilosado del viejo carlismo?
Si la reacción al dolor del 98 es la piedra de toque para el
formal deslinde de estos tres grupos españoles, la causa eficiente
de su diferencia hay que buscarla unos años más atrás. Desde
los quince a los treinta años de su vida va el hombre adquirien(1) Véase en Ja expresión anterior un esquema. Me refiero, como es
obvio, al grupo que "da el tono" a cada generación. En la generación
de Menéndez Pelayo hay literatos (Palacio Valdés, Pardo Bazán); pero
convengamos en que todos ellos son menos "artistas de la literatura"
que los del 98 (Αχοήη, Valle-Inclán, Unamuno, Machado) y menos
"ideólogos" que los escritores de la generación de Costa y Galdós. Es
cierto también que en la generación española "del 98" hay sabios: ahí
están Menéndez Pidal y Asín; pero lo son continuando y afinando por
su cuenta—egregiamente, sin duda—el esfuerzo de la generación anterior, de la que son discipular renuevo y superación. El tono distintivo
del "98", tal como suele entenderse esta denominación, lo dan los literatos, no los sabios.
(2) Es curioso, por ejemplo, que Menéndez Pelayo vea la "regeneración" del lenguaje, como Unamuno, en una vuelta palingenética al
casticismo popular y campesino. "Hay que volver a la lengua viva de
los rústicos—dice don Marcelino al final de la Historia de las ideas estéticas—siempre que se quiere infundir nueva savia a una dengua empobrecida por la etiqueta académica y cortesana, y por el abuso del espíritu de sociedad" (Ideas, ed. de la "Col. de Escritores Castellanos", V,
244).
— 113 —
do definitiva conciencia de su propia personalidad. Cuando queramos conocer el mundo interior de un hombre adulto, pregúntemenos inmediatamente por el medio 'histórico y social que
dio marco y pábulo a esos quince decisivos años de su vida.
Costa, Macías Picavea y Galdós han vivido la disolución de
la Monarquía isabelina, y con veintitantos años asisten a la
llamada "revolución de Septiembre". Los coetáneos de Menéndez Pelayo gozan en su plena juventud la paz anhelada y modesta de la Restauración. Los "del 98"—me refiero, como es
obvio, a la última promoción—salen a la vida respirando la
oquedad de nuestro fin de siglo, cuando, pasadas las primeras
mieles del codiciado reposo, empieza a advertirse la radical inconsistencia del artilugio canovista.
Esa situación histórica de la generación de Menéndez Pelayo determina las líneas fundamentales de la común actitud.
Todos ellos quieren, más o menos deliberadamente, salir por
fin de la polémica estéril y sangrienta que desde 1812 hasta
1875.ha sid° nuestro siglo xix. Pero, así como los Cánovas y
los Sagasta buscan la receta en el artificio político, unos cuantos jóvenes de 1878 la ven en el trabajo personal y creador.
Por vez primera se habla con seria eficacia en la España ochocentista de una investigación científica personal. Un imperativo,
el de "estar al día" con cierta suficiencia técnica, se adueña de
muchos espíritus a esa hora insobornable en que el hombre descubre su persona y su vocación. Son los años heroicos en que
Menéndez Pelayo compone febrilmente los Heterodoxos, se emborracha el ojo de Cajal sobre el ocular del microscopio, estudia
ardorosamente Maura, después de cumplir su agotadora tarea de pasante en casa de Gamazo, y aprende Ribera con empeño concentrado la técnica de la tipografía árabe. Trabajo
personal técnicamiente suficiente, estar al día, creación original
de cultura: tales son las notas diferenciales e inéditas de una generación de españoles. Ellas son también las que, convertidas
ya en hábitos del alma, determinarán la comiún actitud de to8
— 114 —
dos ellos cuando España, la misma España se haga en 1898
urgente y doloroso problem|a (1).
La peculiaridad de Menéndez Pelayo debe ser considerada
dentro de este cuadro generacional. Esa semejante posición de
Menéndez Pelayo frente a ¡muchos homibres maduros de su tiempo, cualquiera que fuese su rótulo político—Salmerón y Azcárate por un lado, Pidal y Ortí y Lara por el otro—, se halla en
buena parte condicionada por el pathos radical y originario de
toda su generación, y es en cierto mjodo equiparable a la posición de Ca jal ante algunos de los santones de San Carlos cuando vino a Madrid para examinarse del Doctorado. La aparición de Menéndez Pelayo en el horizonte de las letras españolas será luego singularísimamente mlatizada por la virtud configurados de su acendrado catolicismo, por su condición de
historiador y de fabuloso erudito, por su brío polémico, etc.;
pero antes de indagar lo que de estrictarrienté personal tienen
(1) Algún lector ingenuo, si es que quedan de éstos, se extrañará
viendo incluidos en un mismo grupo histórico—una "generación", en este
caso—a hombres que tanto discreparon por el contenido religioso y político de su pensamiento. Quien así se extrañe, deberá pensar que en la
participación de un hombre en ¡la Historia cabe distinguir el contenido
y la forma de tal participación. Según el contenido, uno puede ser, por
ejemplo, católico, protestante o mahometano, médico, pintor o filósofo.
Pero este contenido puede adoptar formas históricas distintas: católico»
y protestantes, médicos y pintores pueden ser renacentistas, románticos, burgueses, etc. Las "épocas" (Edad Media, Renacimiento, etc.), los
"siglos" (el quattrocento, lo "dieciochesco", etc.), los "tipos" históricos o
sociales (naturalismo e idealismo, Ίο clásico y lo romántico, etc.) y1 Jos
"pueblos" (el pueblo helénico, el pueblo inglés, etc.) son, mientras la Historia no se sistematice de modo mejor, que buena falta hace, las grandes
categorías de la forma histórica.
Pues bien: .las unidades elementales de la forma con que uno participa en Ja Historia son, indudablemente, la biografía y la suma histórica de biografías coetáneas que llamamos generación. Dos hombres
pueden discrepar en muchas cosas, hasta pelear por ellas entre sí y, sin
embargo, coincidir en su pertenencia a una misma generación. En Jas
páginas precedentes me ha ocupado con alguna extensión el tema de la
biografía, y aún quedan por decir en él tantísimas cosas. Tal vez en
otra ocasión intente ordenar algunas ideas ajenas (Pinder, Ortega, etc.) y
propias sobre el tan manoseado tema de la generación.
— lis —
sus primeras obras—esto es, la diferencia específica de su personal definición—era conveniente ver con algún detalle el género próximo en que se halla incluido por haber comenzado a
pensar con personalidad propia en los primeros años de la
Restauración.
II
EL NACIMIENTO DEL FÉNIX
E
L meteórico ingreso de Menéndez Pelayo en el coetus
stellarum de los españoles famosos tuvo su ocasión en
la primavera de 1876, cuando el mozo no había coronado aún
el verde alcor, de los veinte años. Laverde, maestro suyo en
Valladolid, le incitó a refutar una afirmación de Azcárate
acerca de la producción científica española durante la vigencia
de la Inquisición. El resultado fué una extensa carta del discípulo que Laverde hizo publicar en la Revista Europea. Con
ello comenzó la "polémica de la ciencia española", y desde entonces, orlado de mítico prestigio, el nombre de Menéndez Pelayo estará permanentemente ante los ojos de los españoles.
Como un símbolo de su pueblo, Menéndez Pelayo—en esta tierra española, que para otorgar cualquier consideración oficial
a sus hijos les exige "hacer oposiciones", oponerse—comienza
su vida pública con una polémica.
Conocíanle antes, no contando sus deudos y amigos santanderinos, algunos profesores—Milá, Rubio, Lloréns, Laverde,
Luanco—y tal cual fino catador de talentos en agraz, como por
entonces lo son Valera, Pidal y el Marqués de Valmar. Eran
— ny —
éstas las personas con que había ido topando durante su peregrinación académica a través de Barcelona, Valladolid y Madrid. Todos ellos se hacían lenguas y casi cruces ante el insólito espectáculo de aquel muchacho sapientísimo, grave e ingenioso. No obstante, su pública fama comienza verdaderamente
con el episodio polémico de 1876.
¿Es por ventura un azar la índole de este acceso suyo a la
fama? El hombre moderno, sobre el que gravita siempre la
noción maquiavélica de la fortuna, ha caído con frecuencia en
uno de dos contrapuestos extravíos. Ha creído en ocasiones que
el esfuerzo de su razón sería capaz de poner a la fortuna ordenado y previsible cauce. Natura magis quam fors, dijo una vez
un romano y repitieron, a su modo, los homibres del siglo xvm.
Hegel, más ambicioso aún, no se conformó sino con afirmar
que el movimiento de la naturaleza, de la vida y de la historia es en sí mismo racional, humanamente racional. Natura
nunquam fors, hubiese dicho él, metiendo a la Historia en esa
Natura y enmendando la plana al latino. Otras veces ha pensado el europeo que la vida del hombre es un azar permanente,
absoluto, gobernado por los impulsos inefables y abismales de
una Vida escrita con letra mayúscula. El irracionalismo del siglo xix ha puesto todo su empeño dialéctico—curiosa paradoja
de la "dialéctica"—en demostrar que la razón del hombre es
incapaz de aprehender el curso creador de la vida. "Nada es
racional, nada es previsible", viene a decirnos ante el espectáculo y la vivencia de la existencia humana. La idea de una providencia divina casi racionalizada—en Bossuet, por ejemplo—
y la de una providencia radical y enteramente inescrutable por
los ojos del homlbre—el Dios absolutamente inefable, a-lógico;
d Dios sin dogmas de la fe protestante y deísta—constituyen
una traducción religiosa y mitigada de aquellas dos actitudes
contrapuestas. Todo es azar, dicen unos; nada es azar, contestan los otros. Y lo curioso del caso es que entrambos grupas
de contradictores se mueven sobre el mismo suelo histórico, el
del mundo moderno. A la razón humana desligada de Dios no
— !l8 —
le quedan sino dos opuestos caminos: o se traga a la azarosa
realidad del mundo, y entonces sueña que todo lo real es racional, o es injerida por la vida que la soporta. En el primier caso,
la vida se hace lógica; en el segundo, la razón humana queda
en ser un quiste de la humana existencia.
La verdad es que aun admitiendo, humilde y cristianamtente, la existencia de algo por esencia inaccesible a la razón humana en el fondo del acontecer histórico, cabe admitir también, orgullosa y no menos cristianamente—frente a todos ios
irracionalismos vitalistas o tradicionalistas—, que la inteligencia del hombre es capaz de hallar un cierto orden, una estructura racionalmente expresable en ese indominable curso itermporal de los acontecimientos humanos. Muchos sucesos que a
primera vista se nos aparecen como puro azar tienen una segunda razón de ser—la primera es negocio estrictamente divino—permeable a la lirriitada inteligencia del hombre. El curso
de la vida humana se ordena conforme a ciertos moldes dinámicos, que en parte dependen de la naturaleza misma del hombre y en parte de la estructura 'histórico-social del medio en
que cada homibre vive. La rigidez del molde puede ser mayor
o menor, y así es también mayor o menor la previsibilidad del
evento posible. Si me lanzo por un balcón, es seguro—salvo milagro—que me estrelle contra el pavimento de la calle. Si comprimo los globos oculares de un hombre, es altamente probable
que descienda el número de sus pulsaciones cardíacas. Si coloco
a un hombre joven, inteligente y vivo de genio en un mundo
histórico polémicamente escindido, es muy posible que ese hombre acabe enfrascado en una polémica.
Cada vida humana está rodeada de vórtices biológicos e
históricos hacia los cuales tiende su acción con fuerza mayor o
menor. La índole nativa de cada cual y la curva de su vida
anterior—educación, vicisitudes diversas, etc.—señalan el carácter a un tiempo singular, específico y genérico que esos incitantes vórtices tienen para los hombres y para cada hombre.
Dentro de un mismo medio histórico y familiar, un hermano
— Π9 —
se verá incitado por ese mfedio para la vida conventual y otro
hacia el lucro económiico. "La vida—dijo Guillermo Dilthey, y
es frecuente ver repetido entre nosotros, después de los comentarios de Ortega—es una misteriosa irania de azar, destino y
carácter." Lo que hay de misterioso azar en el curso de una
existencia—¿por qué, en el fortuito desarrollo de υη combate.
recibió Ignacio de Loyola las heridas que habían de ser tan decisivas para el ulterior curso de su vida?—es el fondo inescrutable del acontecer humano que los cristianos llamamos providencia. Buena parte del resto, sin embargo, por muy misteriosamente que se entrame e integre en la unidad inefable del
vivir personal, está cuasideterminado por el "carácter" propio
de la persona en cuestión y por la peculiaridad del medio en
que se ha formado y vive ese carácter suyo. Esa cuasideterminación permite a veces ver una cierta fatalidad en el curso de
una vida, y no otra cosa es el "destino" a que alude la espléndida frase diltheyana ( i ) . Un buen catador de almas y de situaciones históricas será muchas veces capaz de predecir a la corta buena parte de los eventos que con apariencia casual se irán
presentando en la vida de un hombre.
Perdónese esta digresión, no por dilatada menos insuficiente (2), y vengamos después de ella al "azar" que parece presidir la aparición polémica de Menéndez Pelayo en el ámbito
de la fama española. ¿Fué efectivamente un azar que se iniciase con una polémica y, más aún, con "aquella" polémica, la
vida famosa del futuro don Marcelino? ¿Acaso no era muy
probable la presentación de aquel episodio o de otro análogo
(1) La palabra alemana Schicksal tiene en su significación un matiz
de fatalidad más acentuado que la española "destino", con que suele
traducírsela literalmente. No es un azar semántico que los españoles
llamemos "destino" a un empleo profesional que a veces cae del cielo,
como suele decirse, pero siempre aceptable o rechazable por la libre voluntad del que lo desempeña.
(2) Está por construir el sistema de las dimensiones racíonalizables
de la vida humana. ¿Cuándo veremos el Galileo de la Historia? La obra
de Dilthey no pasó de ser una turbia intuición primeriza.
— 120 —
en la exuberante juventud intelectual del santanderino, y hasta
la peculiar índole de su participación en él?
Miremos a la persona. Es el mozo, por confluencia de sus
dotes nativas y de su educación—no olvidemos su incidente escolar con Salmerón y sus artículos de 1874 en la revista Miscelánea, de Barcelona—, pronto de genio y de palabra. Ha sido
educado como "católico a machamartillo", según dirá luego de
sí mismo. Su primer contacto con la vida histórica española
aconteció, sin embargo, en el seno de su mismo hogar. En la
paz provinciana de su casa familiar, dentro del firme catolicismo que la empapa, mézclanse sin acritud las dos venas paralelas de la historia española ochocentista: los Pelayo, estirpe de
la madre, son conspicuos tradicionalistas; el linaje de los Menéndez, en cambio, tiene más bien· piques de liberal y progresista (1). ¡Cuántos hijos españoles 'han vivido, a lo largo de
los últimos cien años, la íntima y delicada tarea de fundir con
pacífica, filial piedad, el amor a un padre honrada e ingenuamente liberal y a una madre acendrada y sinceramente católica !
Este hombre así dotado y así formado (2) es el que va a situarse a los veinte años cara a los vientos históricos que todavíla
corren sobre la calmosa y demasiado alegre sobrehaz de la Restauración.
En otro lugar (3) he intentado describir la actitud espiritual de muchos· españoles entre 1875 y 1880. La famosa "polémica de la ciencia española" patentizó con evidencia una triste
verdad: la obra de Cánovas había sido más una laña o un
zurcido que una verdadera soldadura del hendido cuerpo nacional. Nadie quitará a Cánovas el mérito de haber dado una
dorada tregua a la crisis histórica en que España vivía desde
fines del siglo xvm; nadie—hoy menos que nunca—puede ver
(1) Artigas, de quien tomo estos datos, refiere que un hermano del
padre de don Marcelino, un tal don Baldomerq ("El capitán Bombarda"
fué su ruidoso nombre literario), había sido gobernador con Espartero.
(2) Luego veremos cómo actúan otros elementos de su formación,
singularmente la barcelonesa (Milá, Lloréns).
(3) Sobre L· cultura españoh, cuaderno I, Madrid, 1943.
— 121 —
en Cánovas al arquitecto que España necesitaba. Lo suyo fué
una inteligente habilidad a favor de la inmensa fatiga de los
españoles después de sesenta años de estéril pugna doméstica.
Por eso, porque su obra' quedó en ser inteligente habilidad
—inteligentísima, si se quiere—y no tuvo esa poética y sacra
capacidad de encantamiento que distingue a toda gran política, perduraron soterradas o sorninolientas las viejas contrapuestas actitudes banderizas de los españoles ochocentistas, la reaccionaria (desde el conservadurismo hasta el integrismio) y la
liberal-progresista (desde Sagasta hasta los anarquistas de "La
Mano Negra", pasando por los republicanos de Ruiz Zorrilla),
con un inocuo "fusionismo" entre las dos. La alegría de la Restauración debióse más a un descanso que a una esperanza. Los
sucesos universitarios consecutivos al discurso de Morayta
(1884) demostraron hasta para los más ciegos que el interno
problema espiritual de los españoles seguía planteado en los
mismos términos de 1870 (1). El zurcido de Cánovas a la vida
política de los españoles volvía a desgarrarse; la guerra de
Cuba mostraría pocos años más tarde la inconsistencia de la
política exterior de la Restauración.
Tal era la persona, tal el marco histórico de su mocedad
animosa. ¿Debe extrañar que metiese su poderosa voz en aquel
discorde coro? Cada uno de los brotes en que constantemente
reaparecía la vieja polémica intelectual y política de los españoles sobre su propia historia era un tentador cimbel para
la pluma del recién togado escritor. Bastó una leve incitación
epistolar de Laverde para que Menéndez Pelayo contestase per
longum et latum al ligero juicio de Azcárate. Había comenzado
la polémica de la ciencia española.
En mi primer cuaderno Sobre la cultura española estudié
(1). Leí hace poco las memorias de Hoche, el famoso psiquiatra de
Friburgo de. Brisgovia. Cuenta sus años de estudiante en Berlín, allá
por 1883, y alude a Bismarck con estas sorprendentes palabras: "Los
estudiantes teníamos poco interés por la política...; Bismarck existía, y
esto bastaba" (Jahresringe, pág. 96). ¿Qué estudiante español de 1883
hubiese podido decir lo mismo respecto a Cánovas o a Sagasta?
— 122 —
con alguna amplitud la verdadera textura de esa polémica
—existencia de tres grupos contendientes, no de dos—, así como
la situación intelectual e histórica 'de sus grupos extremos: el
"reaccionario", como le llamó el propio Menéndez Pelayo (Pidal y el P. Fonseca), y el "innovador" o progresista (Azcárate,
Salmerón, Revilla y Perojo). Contra los dos mueve ágilmente
el brioso mancebo su bien abastecida panoplia. Este bifronte
comibate nos permite advertir que Menéndez Pelayo polemizaba con sus adversarios tanto por lo que uno y otro grupo
decían—esto es, por lo que de anticatólicos tenían unos y de
reaccionarios y estancados los otros—como por el hecho de ser
polemistas los dos. Menénde% Pelayo polemizó, por lo tanto,
contra los polemistas y contra la polémica misma; es decir, contra una situación histórica de España que permitía y aun favorecía aquella escisión irreductible entre los españoles. Como si
quisiera don Marcelino transfundir a España entera la cristiana y española paz en que dentro de su hogar vivieron el progresismo de los Menéndez y el tradicionalismo de los Pelayo.
Los muchos españoles que miran esa polémica con un solo
ojo propenden a ver en el Menéndez Pelayo polemista un paladín de las "derechas" contra las "izquierdas" de su época. Nada
más lejano de la realidad, cualquiera que sea la primera apariencia de la polémica famosa. La intención permanente de
Menéndez Pelayo, desde su aparición dentro del horizonte histórico español, fué superar católica, creadora y científicamente,
dentro de una caliente fidelidad a Cristo y a la historia de España, la cruenta e inútil antinomia de la España del siglo xix.
Luego veremos cómo se fué configurando expresamente a lo
largo de su vida esa radical intención de su alma. Ahora sólo
me interesa demostrar que tal intención existió desde los años
polémicos.
A las pocas líneas de comenzar su invectiva contra Azcárate surge ya con toda explicitud el tema permanente: "Y en esto
(en despreciar la ciencia española) pecan todos en mayor o menor grado, así el neoescolástico que se inspira en los artículos
— 123 —
de La Civiltá y en las obras de Liberatore, de Sanseverino, de
Prisco o de Kleutgen... como el alemanesco doctor que refunde
a Hegel, se extasía con Schelling o martiriza la lengua castellana
con traducciones detestables de Kant y de Krause" ( i ) . Pocos
días miás tarde escribe a Laverde de re bibliographica y vuelve
sobre el mismo tem:a: "Dios sólo sabe si es útil o dañoso el sesgo que al presente llevan ciertos estudios en España, y si es el
mejor antídoto contra la exageración innovadora la exageración
reaccionaria. Lo que sí puede afirmarse es que ambos fanatismos se inspiran en libros extranjeros..." (2). Preocupa al joven
Menéndez Pelayo el hallazgo de un antídoto adecuado a los
males de España y no lo ve en la receta intelectual que propugnan los "avanzados" y los "reaccionarios" españoles. Progresistas y reaccionarios le parecen ajenos a España, y ésta es la
más grave objeción que su alma puede hacer a la estéril polémica por amibos grupos sostenida. Discute una vez la españolidad de Perojo y Revilla: "Hay que tener sangre española
en las venas para sentir y entender esto. Los Perojo, Revillas y
compañía, ni hablan nuestra lengua ni son de nuestra raza" (3) ;
y a las pocas páginas, para que su intención quede bien clara,
lanza una saeta semejante contra Ortí y Lara: "El Sr. Ortí y
Lara, que es casi tan forastero en ella (la ciencia española)
como los krausistas..." (4). Si Ortí y Lara hubiese sido más
tibiamente católico, le suprime hasta el casi. Dje 1879 es su venablo contra las dos opuestas interpretaciones escolares de la
historia de España que por entonces campeaban: "La historia de España que nuestro vulgo aprende, o es una diatriba sacrilega contra la fe y la grandeza de nuestros mayores, o un emir) Ciencia, I, 30. Para freno de malintencionados, si es que a la
mala intención se 'la puede frenar, repito aquí lo que acerca de este doble frente polémico advertí en mi primer cuaderno Sobre la cultura española, pág. 54. Subrayar que Menéndez Pelayo polemizó contra dos
frentes no quiere decir que fuese igual su distancia espiritual a uno y
a otro
(2) Ciencia, I, 57.
(3) Ciencia, I, 341.
(4) Ciencia, I, 347.
— 124 —
palagoso ditirambo, en que los eternos lugares comunes de Pavía, San Quintín, Lepante, etc. sirven sólo para adormecernos e
infundirnos locas vanidades" (i). Advertía claramente Menéndez Pelayo la necesidad de hallar un modo español de vida
y de pensamiento a un tiempo distinto del que por entonces
hallaba su expresión en una "diatriba sacrilega" contra el Catolicismo, el tópico de las "izquierdas", y del que subyacía al
"empalagoso ditirambo", la vana declamación de nuestra Historia, tan usada por los hierofantes de la "derecha". La división
de los españoles semicultos y seudocultos en "jabalíes" y "tenores", más tarde propuesta por Ortega, tiene un expreso equivalente en esta dilemática tipología del "sacrilegio" y el "empalago". Uno y otro ven la misma realidad; y si hay alguna
diferencia en el tono de la expresión con que esa realidad es
juzgada—ironía intelectual en la de Ortega, fe hondamente
sentida y muy directamente expresada en la de Menéndez Pelayo—, sólo a la diferencia personal entre los dos judicativos
espectadores debe referirse.
Esta actitud de don Marcelino contra los polemistas y contra la polémica se mantendrá en él de por vida. Es, como iremos viendo, uno de los temas cardinales de su espíritu, y por
doquiera se hallan destellos de su constante presencia en la
obra de nuestro historiador. Cuando está coronando la cima de
su Historia de las ideas estéticas, juzga la obra del P. Jungmann, recién vertida al castellano por Ortí y Lara, y en el juicio intelectual del esteta se derrama, incontenida, la cordial inquietud del español: "¡Pobre juventud nuestra, tan despierta
y tan capaz de todo, y condenada, no obstante, por pecados
ajenos, a optar entre las lucubraciones de Krause, interpretadas por el señor Giner de !los Ríos, y las que con el título de
La Belleza y las Bellas Artes publicó en 1865 el jesuíta José
Jungmann, profesor de Teología en Innsbruck, y tradujo al castellano en 1874 el señor Ortí y Lara! Arcades amibo" (2). Escri(1) Estudios, VII, 216.
(2) Ideas, IV, 275.
— 125 —
be esto Menéndez Pelayo hacia 1890, a los treinta y tres o
treinta y cuatro años. Es joven aún, y como miembro adelantado de la juventud española levanta su voz egregia contra todos los padres de esa juventud, que no han sabido poner a España en buena vereda. En el juicio del intelectual hay velado
el grito dolorido de una generación de españoles, la que va desde Costa hasta Açorin y Maeztu. Lo que Menéndez Pelayo
expresa en esteta y en católico no difiere mucho de lo que en
arbitrista y en predicador democrático dirá poco más tarde
Macías Picavea. Unas páginas después insiste: "Es ya calamidad irremediable (1) que esta ciencia (la Estética), y aun toda
la ciencia extranjera, ha de llegar a nosotros por el intermedio
de esos espíritus estrechos y dogmáticos, hombres de un solo
libro, que ellos en seguida convierten en breviario, llámese
Krause o Sanseverino, Taparelli o Ahrens" (2). No deja de tener su significación un leve desplazamiento estimativo de don
Marcelino desde aquel juicio de 1876 acerca del extranjerismo
"innovador" y del extranjerismo "reaccionario". Entonces cargaba el acento capital de su aversión sobre la palabra extranjero. Ahora, en su plena y precoz madurez intelectual, lo sitúa
sobre la mediocridad y la estrechez de traductores y traducidos.
Más adelante veremos la situación espiritual subyacente a ese
leve cambio en el matiz del juicio.
El tema perdura en su producción escrita hasta el fin de
su vida. Dos años antes de morir escribe unas cuartillas en honor de Balmes, y el congojoso pensamiento reaparece: "No
puede decirse que la admirable doctrina de Santo Tomás sobre el concepto de la ley, sobre el origen del poder civil y su
transmisión a las sociedades estuviese olvidada... Pero ni los
liberales ni los absolutistas habían querido entenderla, y con
sus opuestas exageraciones, fanáticamente profesadas, habían
llenado de nieblas los entendimientos y de saña los corazo(1) ¿Qué alcance podía tener en el alma de don Marcelino ese rotundo "irremediable"?
(2) Ideas, IV, 292.
— 126 —
nes" (i). Unas líneas antes ha estarripado su párrafo famoso:
"Hoy presenciamos el lento suicidio de un pueblo que, engañado mil veces por gárrulos sofistas, empobrecido, mermado y desolado, emplea en destrozarse las pocas fuerzas que le restan..." (2). No conozco un juicio m'ás duro y más triste sobre
la historia española de los cien años que anteceden a esas líneas
terribles. Con ellas a la vista, se advierte sin ambages que don
Marcelino, allá por 1876, polemizaba a la vez contra los polemistas y contra la polémica misma. Contra esto y aquello, como
algo más tarde había de escribir otro español cimjero, más literaria y menos realmente angustiado que don Marcelino.
Tal fué la intención cardinal dé Menéndez Pelayo en la polémica famosa. No debe extrañar, en consecuencia, que los vigías más inteligentes de la España "restaurada" advirtiesen
pronto la insólita y prometedora singularidad de aquel recién
llegado mozo. Madrugadoramente la vislumbra Valera, situado como él, aunque menos devota y anirrtosamiente, entre avanzados y reaccionarios: "Cuídese usted mucho—le escribe en
1878, cuando Menéndez Pelayo no ha cumplido aún los veintidós—y viva sano largo tiempo, pues va a ser notabilísimo personaje en las letras españolas" (3). Más significativo es todavía
el juicio de Clarín : "Marcelino no se parece a ningún joven de
su generación—escribía el asturiano en 1886—; no se parece a
los que brillan en las filas liberales, porque respeta y ama cosas distintas; no se parece a los que siguen el lábaro católico,
porque es superior a todos ellos con nïucho, y es católico de
otra m'anera y por otras causas" (4). Clarín ha advertido en
Menéndez Pelayo, con fina perspicacia, la singularidad de su
persona que dependía de su católica situación entre liberales y
neos, como entonces era costumbre decir. No ha visto, sin embargo, que en algo se parece a otros hombres de su generación,
(1)
(2)
(3)
(4)
Ensayos, 371.
Ensayos, 364.
Epistolario, pág. 37.
Cit. por García de Castro, M. y P., pág. 240.
— 127 —
menos conocidos en 1886 que el meteórico Marcelino: los Cajal, los Ribera y hasta los Maura. Si le singulariza el contenido
específico e individual de su actitud espiritual—por más expresamente católica, por serlo de un historiador, etc.—, le enlaza
con todos ellos la forma genérica de esa actitud ante el problem
ma histórico de España. Araquistain dirá en Berlín, ya de vuelta de muchas cosas, que Mienéndez Pelayo es el Fichte de la
cultura española (1). Sin duda; pero de la mftsma generación
espiritual que Fichte son Savigny, Humboldt, Niebühr, Gneisenau y los biólogos que harán posible a Johannes Müller."
Dejemos a un lado el inútil problema de valorar relativaniente la aportación que a la cultura española hicieron cada uno
de los hombres de aquella generación. Mirados en conjunto, une
a todos ellos un triple lazo: su común hostilidad contra la polémica escrita y armada que fué la historia española desde 1815
a 1875; su implícito o declarado proyecto de resolver esa vieja
polémica mediante un trabajo personal técnicamente suficiente
y creador; y, por fin, su voluntad de "estar al día" dentro de
España, una España sin sacrilegios ni empalagos, y de estarlo
eficaz y españolamiente (2). En el ámbito de esa concorde actitud se singulariza Menendez Pelayo por su firme y vivo catolicismo—menos retórico que el de los "tribunos" derechistas,
más eficaz y original que el de los españoles meramente "devotos"—, por su condición de historiador cada vez más historiador, por su alma de literato y esteta, por el estilo cordial,
generoso e ingenuo de su vivir. En la obra de Menendez Pelayo
jamás se descubre doblez ni cauta cuquería. En sus ataques polémicos, sobrados alguna vez de brío combativo, se entrega tal
cual es; y si refrena su expresión no es nunca por obra de calcu(1') Boletín de la Biblioteca de M. y P., XV, 189^09.
(2) Todos ellos fueron "interioristas"; sólo que unos buscaban la
"interioridad" de España en una imaginaria raíz vital anterior y ajena
a nuestra historia ("virginalismo" de Ganivet, "patriotismo de raza" de
Cajal, "intrahistoria" de Unamuno, etc.) y Menendez Pelayo indagaba
lo "castizo" con mente deliberadamente católica y a través de la expresión histórica de esa "casticidad". Luego veremos cómo lo hizo.
— 128 —
lada reserva, sino por la estima que siempre tuvo de la dignidad humana—"es cristiano y tiene luego la vulgaridad de obrar
como tal", decía de él con punzante ingenio Clarín, en 1894—
o por destacar lo que de loable pudiera tener su adversario, aun
cuando éste se llamase Salmerón o Revilla.
De aquella compartida actitud y de esta personal singularidad emergen 'los problemas que estremecen o brizan el alma de
don Marcelino. De ellas manan también los proyectos y las intenciones centrales de su vida. Bonilla, que tan de cerca conoció a su maestro, escribía a los pocos días de m|orir Menéndez
Pelayo que durante su vida se había propuesto tres distintos
fines: "i.°, labor de crítica imparcial, pero, cuando fuese necesario, dura, violenta, agria y contundente, de los procedimientos seguidos por quienes representaban la decadencia; 2.0, labor
paciente y amplia de exposición de nuestra historia, para poner
de relieve los hechos y las ideas que en ella deben cono'cerse;
3.0, labor de inspiración de nuestro pensar en alguna dirección
filosófica que no contrariase su naturaleza ni sofocara su tradicional tendencia" (1). Más breve y claramente puede decirse:
Menéndez Pelayo se propuso a sí mismo y propuso a los españoles la tarea de salir con fidelidad católica, suficiencia científica y actualidad histórica de la pugna que desde 1815 hasta su
mocedad había sido la historia de España. A la luz de este
proyecto cardinal debe verse la obra entera de su vida. ¿Consiguió llegar a una verdadera solución de ese problema? ¿Cómo
fué intentando resolverlo? He aquí las dos preguntas que constituyen la clave de este ensayo biográfico.
El período polémico de don Marcelino dura desde 1876 a
1880. Es la época en que más visiblemente actúa sobre él la
influencia de Laverde. Sus obras capitales de ese período son
La Ciencia Española y los Heterodoxos. Todavía no es enteramente dueño de sí miismo, como nos dirá más tarde, dos años
antes de morir, en una breve y ejemplar retrospección de su
(1) Rev. de Archivos, t. XXVII, julio-diciembre 1912, pág. 61.
— 129 —
propia vida: "Mal podía esperarse (la serena elevación) en un
mozo de veintitrés años, apasionado e inexperto, contagiado
por el ambiente de la polémica y no bastante dueño de su pensamiento ni de su palabra" (i). ¿Cómo intenta cumplir este
apasionado, inmaduro y sapientísimo mozo la tarea que él mismo se ha propuesto? ¿Con qué problemas se encuentra? ¿Qué
tempestades y qué luces hay durante esa polémica mocedad
dentro de su alma caliente y preocupada?
(i) Heterodoxos, I, 36. "No bastante dueño de su pensamiento". ¿Se
referiría don Marcelino con esa expresión, aparte de aludir a la inmadurez intelectual de la juventud, a la rectora y decisiva influencia de
Laverde, tan central en todo el período polémico de nuestro historiador?
9
Ill
VISION DE LA HISTORIA
D
es en la vida de todo hombre inteligente ese lapso
incierto y tembloroso que va de los doce a Jos dieciséis
años, cuando el alma adolescente, que acaba de entrever su
propia personalidad y puede ya vislumbrar desde ella, en imprecisa e incitante penumbra, los fines dignos de que un hombre queme su vida—la salvación, la sabiduría, el amor, la fama,
el poder—, sorbe infatigable libro tras libro y sueña nuevas
vidas a través de sus páginas. Cada aventura lectiva es para el
alma una ventana abierta a un mundo inédito y fabuloso. Muchas de esas ventanas se cerrarán luego, cuando la monarquía
de una vocación concreta lance al espíritu por la presentida
senda que de un solo miradero arranca; acaso quedarán desiertas todas, si la vida se emplea en un menester adocenado, y
entonces serán secreta atalaya para que el hombre descanse
en sus momentos de soledad e incontaminación y su alma se
apaciente de ilusión nostálgica, soñando lo que pudo ser y no
es. La vida futura se decide muchas veces en una de esas soñadoras peregrinaciones del espíritu adolescente.
¿Qué ventanas se abrieron en el alma de Menéndez Pelayo
ECISIVO
— 131 —
durante esos movedizos años? Si hemos de juzgar por su inicial
producción escrita, tres son las que mostraron a nuestro adolescente más promtetedor paisaje: la poesía, el mundo clásico y
la historia. De las cuatro primeras obras que espontáneamente
compone, una es de creación poética: Don Ahnso de Aguilar
en Sierra Bermeja—"Poema heroico en octavas reales" la subtitula sin remilgos su incipiente autor—; dos son traducciones
clásicas: la Égloga VIH y Píramo y Tube; la última, escrita
ya en Barcelona, histórica, El teatro español. Dejemos ahora la
poesía y el clasicismo (de la primera no importa el fruto, sino
la afición, y el problema del segundo pronto reaparecerá) y
miremos más despacio el acceso de Menéndez Pelayo al pensamiento histórico.
Apenas hay un adolescente que no se sienta prendido por
un relato histórico sugestivo, por lo menos desde que el Humanismo, primero, y el Romanticismo, después, enseñaron a los
hombres a saciar en el pasado los anhelos que el presente despierta y enciende. La realidad parece demasiado mezquina a
quien se siente digno de compartir la mesa de los dioses y el
lecho de las diosas, como los antiguos decían; y así no es de
extrañar que sólo el héroe novelesco y el héroe histórico, maravillosamente transfigurados por la varita mágica del alma
lectora, puedan ser a los ojos del adolescente moderno compañía suficiente de su extraña y vidriosa soledad. ¿Puede pasmar
a nadie que un muchacho inteligente y sensible se vea arrebatadoramente poseído por la vocación histórica—la siga luego o
no, esto no importa ahora—si topa con un maestro capaz de
alimentar con tacto y orientar con firmeza esa pasión por la
Historia que ya existía en su alma?
Cosa tal debió ocurrir en la de Menéndez Pelayo cuando,
allá por 1872, frecuentó en Barcelona las lecciones y la discreta
amistad de Milá y Fontanals. Era éste, juzgando por lo que
más tarde nos contará el propio don Marcelino, varón justo y
profesor pulquérrimo. "Practicaba con el mayor rigor la máxima de Juvenal maxima debetur puero reverentia, y no hubiera
— 132 —
aplicado a los hijos de la sangre, si Dios se los 'hubiese concedido, más vigilante y amoroso celo que a los hijos de su enseñanza, respecto de los cuales se consideraba investido de una
especie de cura de almas" ( i ) . En aquellos años decisivos, llevado por la palabra magistral de Milá, métese resueltamente
el joven Marcelino por las seductoras umbrías de la Historia
literaria. Su mente de poeta y de intelectual halla compañía en
Horacio y Teócrito, en Vives y Fox Morcillo, en Lope y Séneca, cuyas tragedias tradujo por entonces. Pero, aparte el encuentro espiritual con estos héroes y el 'levantado diálogo con
la voz solemne de su legado literario, algo más recibe de sus
mentores barceloneses este futuro y bien dotado historiador:
la iniciación en un modo de pensar más bien histórico y abierto
que excluyente y dogmático. "A esta escuela debí—nos dirá
en 1908, siete lustros después de haberla frecuentado—, en tiempos verdaderamente críticos para la juventud española, el no ser
ni krausista ni escolástico... Allí contemplé en ejercicio un
modo de pensar histórico, relativo y condicionado, que me llevó,
no al positivismo (tan temerario como el idealismo absoluto),
sino a la prudente cautela del ars nesciendi" (2).
Menéndez Pelayo nos da a los cincuenta y dos años la versión de una experiencia vivida a los dieciséis. Seguramente, sin
advertirlo el mismo don Marcelino, la pintaba más madura y
expresa de lo que debió ser en aquellos verdes años; que cuando
el adulto rememora experiencias infantiles o de mocedad, sobre
todo si son intelectuales, suele virilizarlas, dotarlas de esqueleto
y contorno más firmes y aristados. Pero, así y todo, es evidente
la iniciación de un hábito acusadamente histórico en la mente
de don Marcelino. Veamos en los textos de entonces cómo se
expresa esta temprana y decisiva influencia.
Cuando se enfrenta con el P. Fonseca, ve en la carencia de
sentido histórico la causa primera de la angostura del dominico:
"Carece el P. Fonseca de espíritu histórico, como todo el que
(1) Estudios, V, 156.
(2) Estudios, V, 1S4.
— 133 —
se encierra en un dogmatismo cerrado. Para él la historia no
tiene autoridad ni valor propio sino cuando sirve de arma de
defensa para una tesis apologética" (i). Más adelante veremos
lo que llegará a ser la "autoridad" y el "valor propio" de la
historia en la mente del Menéndez Pelayo maduro. A'hora me
importa señalar que, ya a los veintidós años, intuye con toda
claridad que la historia tiene valor propio siempre; aunque,
como católico y español, no llegue a pensar con Ranke que ese
valor propio es siempre el mismo y "todas las épocas están a
igual distancia de Dios". Ve nítidamente el joven· Marcelino
que las grandes figuras y los grandes sistemas de antaño sólo
con mente histórica pueden ser seguidos—"con ánimo de adivinación", diría José Antonio—, aunque la figura sea la de
Santo Tomás y el sistema se llame tomismo. Si él, Menéndez
Pelayo, hubiera de seguir a Santo Tomás, sólo sería proponiéndose como faena previa algo así como "una condición de
historiador", la de "pasar por la Historia"—valga la frase—
al propio Santo Tomos: "Si Santo Tomás viviera hoy, los estimaría (habla de los resultados de la psicología moderna)
como nosotros, y la ciencia de Santo Tomás no sería entonces
lo que algunos malaconsejados discípulos suyos quieren que sea,
un caput mortuum sin virtud ni eficacia, sino vasta y armoniosa
síntesis, que ni negaría lo pasado, ni dejaría de abrir las puertas para lo por venir" (2). Sin proponérselo, Menéndez Pelayo,
en 187S, mejora el programa de Lovaina.
El "espíritu histórico" del Marcelino mozo y polemista salva la natural y peligrosa tendencia hacia la absolutización que
hay en el alma de todo combatiente intelectual. Los "exclusivismos científicos", dice, "acaban por anular los impulsos particulares y por petrificar la ciencia en una fórmula". Petrificación, he ahí el enemigo: tal es la máxima central de toda mente histórica, tal es el terror del historiador Menéndez Pelayo.
¿Cómo ve él, entonces, ese espíritu histórico que tan de menos
(1) Ciencia, II, 135.
(3) Ciencia. II, 134-35.
— 134 —
echa en el P. Fonseca? "Quien posea el verdadero criterio histórico—aclara unas líneas después—podrá entusiasmarse con
sistemas distintos del suyo, y no los traerá para acomodarlos a
sus ideas, sino que los pondrá en el medio en que se desarrollaron, y comprenderá su razón de ser en el mundo". Todo suceso y toda obra humana, viene a decirnos Menéndez Pelayo,
deben ser comprendidos históricamente; y en cuanto el· espíritu adquiere este hábito intelectual, pronto advierte que la
Historia posee autoridad y valor propio, y que los sucesos y
las doctrinas tienen siempre su razón de ser. El historiador vence en don Marcelino al pensador sistemático. Más adelante,
cuando su pensamiento llegue a pleno vigor, no se conformará
con seguir un solo término del dilema y querrá hacer de la
Historia un "sistema". Algo de ello se barrunta ya en un pasaje
de su primera réplica a Perojo: "La conciencia individual, que
es siempre imperfecta y está siempre oscurecida por el predominio de una facultad sobre las restantes (de lo cual nace la diferencia personal), debe acrisolarse y purificarse en la conciencia
universal, en la conciencia histórica, que pocas veces yerra ni
sufre mutilaciones" (i). La Historia, crisol de la verdad, piensa
el historiador en ciernes.
Este resuelto ingreso de Menéndez Pelayo en el modo de
pensar histórico va acompañado de una visión de la Historia
muy propia de su época y nada idónea en quien tan fina y certeramente quería ejercitar su oficio de historiador. Una visión
de la Historia, cuyo defecto fundamental es—curiosa inconsecuencia de un siglo historicista—el de negarla. He aquí las propias palabras de don Marcelino: "La historia demuestra que en
todas las épocas se plantean todos los problemas y se resuelven
bien o mal todas las cuestiones (2), y que nada hay nuevo bajo
el sol, y que en el terreno filosófico no pueden presentarse ni
resolverse más cuestiones que las presentadas y resueltas por la
filosofía griega, a no ser que añadamos una nueva facultad al en(1) Ciencia, I, 320.
(2) Los subrayados son del propio don Marcelino.
— 135 —
tendimiento humano o alteremos esencialmente sus condiciones.
En filosofía no se concibe el progreso de la manera que nuestros
adversarios le entienden. Puede formularse en distintos términos el problema..., pero de ahí no se pasa. Formular un problema realmente nuevo es tan imposible como crear un sexto sentido. Lo que hacen los problemas es tomar forma nueva en
cada época... La conciencia humana, una y entera, no formula
más cuestiones que las que ha formulado siempre" (i).
Polemiza Menéndez Pelayo contra los que cree hegelianos
—en verdad, no había catado mucho a Hegel el bueno de Perojo—y, sin advertirlo, está a dos pulgadas de un craso hegelianismo. "El espíritu, consumiendo la cubierta de su existencia—dice Hegel, expresando metafóricamente su idea de la Historia—, no se mete simplemente en una nueva cubierta, ni se levanta, rejuvenecido, desde las cenizas de su antigua configuración, sino que de esa configuración antigua emerge enhiesto y
esclarecido un espíritu más puro. El espíritu se pone contra sí
mismo, consume su existencia; pero, consumiéndola, la elabora de nuevo y lo que fué forma deviene material, que su trabajo ensalza a nueva forma". Las "modificaciones del espíritu",
añade Hegel, son sólo "reelaboraciones de sí mismo": nuevas
ediciones suyas en formato distinto, podríamos decir; tal vez
mejoradas, pero no aumentadas ni sustancialmente alteradas.
Por eso, "absorbiendo el espíritu la realidad, la persistencia de
aquello que es, alcanza a la vez la esencia, el pensamiento, lo
general de aquello que solamente era" (2). Para Hegel, como
para el Menéndez Pelayo joven, nada hay esencialmente nuevo
en la Historia y nada pasa en ella, en la acepción genuina del
pasar (3). Los nuevos problemas del hombre son sólo figuras
particulares de los problemas antiguos y permanentes. La úni(i) Ciencia, I, 319.
(2) Philosophie der Geschichte. Einleitung, Jubiläumausgabe, XI,
páginas 112-113 y 118.
(3) "Nada se ha perdido; todos los principios se han conservado",
dirá Hegel en el impresionante Resultat con que cierra su Historia de
la Filosofía.
-
136-
ca diferencia está en que para el radiante optimismo de Hegel
la Historia, por una suerte de interna necesidad, va haciendo
al espíritu cada vez más esclarecido o transfigurado (verklärt),
más consciente de sí mismo, a lo largo de esa serie de nuevas
configuraciones; al· paso que Menéndez Pelayo, menos optimista—por creyente en el pecado original y por español católico de 1880—, piensa que el curso de la Historia puede aberrar. La constitutiva falibilidad del hombre puede conducirle a
plantear falsamente sus permanentes problemas y, por lo tanto,
a soluciones históricas que, como él dice, sean "abortos de una
mente enferma, nacidos de torcimientos y mutilaciones" (1).
Hegel y Menéndez Pelayo, cada uno a su modo—¿de dónde
le vendría al mozo santanderino esa idea del acontecer histórico?—, aniquilan la Historia a fuerza de querer ser historiadores. ¿Cómo se explicaría don Marcelino, por ejemplo, el hecho
de que la filosofía propiamente dicha comience históricamente
en Grecia? ¿Admitiría que, de golpe, le nació al hombre en las
costas jónicas una nueva facultad? ¿Cómo entendería, por otro
lado—y, como católico, no podía eludir el problema—, la hazaña intelectual de los primitivos pensadores cristianos, los cuales,
partiendo de la idea de una creación ex nihilo subjecti, se plantearon problemas filosóficos enteramente nuevos ? ¿Acaso tenía Orígenes seis sentidos y Aristóteles sólo cinco? Pese al feliz
ánimo con que Menéndez Pelayo penetró en el reino de la Historia, le faltaba todavía, como a todo su siglo, un entendimiento verdadero de la índole peculiar que tiene la novedad del
acontecimiento histórico, su carácter cuasicreador (2).
No obstante, una idea fecunda está perfectamente clara en
la mente del joven Marcelino: todos los sucesos históricos tienen un valor propio y una razón de ser retetiva, que el histo(1) Ciencia, I, 319.
(2) Una crítica radical de las dos concepciones de la Historia propias del siglo xix—la dialéctica y la biológica—, así como una primera
singladura hacia nuevo y más adecuado puerto, puede verse en X. Zubiri, "Grecia y la pervivencia del pasado filosófico", en Escorial, número 23.
— 137 —
riador debe esforzarse por aprehender y hacer patente. Esto le
lleva a buscar con ánimo abierto y con vivísima sed de verdad, la verdad o el vestigio de verdad que hay en toda obra
humianá honesta y seriamente construida. "De mí sé decir que,
siguiendo el consejo y el ejemplo del gran Leibniz, en todo
libro que cae en mis manos busco primeramente lo que puede
serme útil y no lo que puedo reprender" (i), escribirá algunos
años más tarde. Prefirió siempre Menéndez Pelayo imitar en
esto a Santo Tomás, del cual se conservan palabras muy semejantes, que copiar a Savonarola. Nio es mala lección para muchos españoles, cuyo primer propósito a la vista de un libro
nuevo es siempre inquirir el flanco por donde mejor pueden
meterle el agresivo diente.
Tal es la idea que del acontecer histórico tiene el Menéndez
Pelayo polemista. Así situado intelectualmente, ¿cómo ve eí
curso facticio de ese mismo acontecer? ¿Cuál es su visión de la
Historia Universal? Por esta época, los ojos de Menéndez Pelayo ven en Grecia la aurora de la Historia Universal. El Oriente antiguo, si se juzga por la producción escrita del período que
he llamado, con Menéndez Pidal, polémico, apenas desempeña
un papel perceptible en su visión de la Historia, aunque algunas alusiones a la Antigüedad oriental haya en su epistolario
con Valera. Ante Grecia, en cambio, no vacilaría en hablar
del "milagro griego", como Renan. Grecia y la Roma antigua
son las dos niñas de sus ojos. Toda la perfección intelectual y
moral a que puede llegar el hombre sin la ayuda de la Revelación, la lograron plenariamente griegos y latinos. "¿Y quién
negará—escribe en 1880—las grandezas morales e intelectuales de griegos y latinos? Cuanto pueden alcanzar por sus fuerzas el entendimiento y la voluntad humana, otro tanto alcanzaron ellos" (2). Dos son las grandes conquistas que para don
(1) Ciencia, II, 446. El texto es de 1894, casi tres lustros después de
acabado el período polemista de nuestro héroe.
(2) Prólogo a los Poetas bucólicos griegos, de don Ignacio Montes
de Oca, Madrid, 1880.
-138-
Marcelino hizo la Antigüedad clásica: la verdad natural y la
belleza (i).
Como cristiano, sabe bien Menéndez Pelayo que la razón
humana no puede llegar a poseer la "verdad total" (2) ; y si los
griegos, como hombres que eran, no pudieron alcanzarla, al
menos descubrieron, piensa nuestro historiador, las dos únicas
vías que a ella pueden conducir. "La verdad total—dirá sin rodeos, lleno de juvenil entusiasmo—está en la deseada armonía
de Platón y Aristóteles, polos eternos del pensamiento científico" (3). Acabamos de oirle decir que "en el terreno filosófico
no pueden presentarse ni resolverse más cuestiones que las planteadas y resueltas por la filosofía griega". Midamos por estas
dos expresiones del ardososo helenófilo, sin discutir ni comentar
su evidente e ingenuo extravío, la consideración que le merecía
el maravilloso espectáculo de la historia antigua.
Más aún que con las conquistas helénicas en el camino de
la verdad, fruíase nuestro mozo con los imperecederos hallazgos antiguos en el dominio de la belleza. "Sí, amigo—le escribía una vez Valera, encareciendo el rendido amor de ambos a
las musas áticas—; usted y yo somos grecolatinos y clasicotes
hasta los tuétanos" (4).
La belleza eres tú; tú la encarnaste,
le canta a Horacio, en cuanto la poesía horaciana, a juicio del
juvenil cantor, cifra y compendia toda la recién inventada belleza de la Antigüedad, desde las "melosas voces" de Jonia has(1) También habrían enseñado al mundo la libertad. "Los griegos
son escuela de 'libertad, y no escuela de servidumbre", dice, frente a la
estrechez de los neoclásicos, en el último volumen de la Historia de las
ideas estéticas.
(2) Ciencia, I, 293.
(3) Ciencia, I, 294.
(4) Epistolario,- pág. 28. Esta devoción exaltada de Menéndez Pelayo ¡por la cultura grecolatina no va acompañada, cosa curiosa, por una
semejante estimación de las instituciones políticas más gloriosas de la
Antigüedad. El Imperio Romano, por ejemplo, le parece "institución
arbitraria y hasta absurda" (Heterodoxos, II, 168). También en esto era
hijo don Marcelino de su siglo.
— 139 —
ta las magnilocuentes de Marco Tulio. "Demasiado griego",
dice una vez el mediterráneo Milá al cántabro helenizante; el
cual, con el espíritu de un florentino renaciente, había escrito
poco antes sobre la carpeta en que guardaba sus versos, frente
al anticlasicismo de Le ver rongeur:
En arte soy pagano hasta los huesos,
pese al abate Gaume, pese a quien pese.
No quiero referir aquí la curiosa historia de las discrepancias
de Menéndez Pelayo con Laverde, el Marqués de Valmar y
Milá acerca de los que más tarde se titularían Estudios poéticos
y del prólogo que había de precederles (i). La fervorosa devoción del joven Marcelino por la belleza de los poemas antiguos,
incluidos los más osados pasajes de Teócrito o de Tíbulo, llenaba de pía inquietud la conciencia de todos aquellos varones
honorables. La pasión por la belleza hizo latir siempre el espíritu de don Marcelino, y en los clásicos grecolatinos la vio esplender con más meritoria lumbre. Hasta llegó a pensar que
ni siquiera al arte cristiano le sería dado alcanzar otra vez la
altura estética de aquella prodigiosa cima (2).
Sobre este providencial fondo de verdad, belleza y libertad
naturales vino a depositarse la sobrenatural semilla del Cristianismo. Como Orígenes, Clemente de Alejandría y San Agustín, vio Menéndez Pelayo un felicísimo suceso en la asunción
por el Cristianismo de Ίο mucho bueno que en la Antigüedad
había. "El Cristianismo—dice una vez—no vino a destruir nada
de lo bueno que había en la civilización antigua, sino a restaurarlo todo en Cristo" (3). Instaurare omnia in Christo. Esta
Ci) Puede verse un relato en Garcia de Castro, M. y P., págs. 137
y siguientes.
(2) "Es asimismo indudable que el arte histórico de los pueblos
cristianos no ha alcanzado, y quizá no alcanzará nunca, por lo mismo
que en él las ideas son de tal grandeza que se desbordan de la forma
en que pretende encerrarlas..., aquella perfecta y serena armonía y compenetración de fondo y forma propias del verdadero arte clásico..."
(Ciencia, II, 150).
(3) Prólogo a los Poetas bucólicos griegos, de Montes de Oca.
— 140 —
expresión del Apóstol, escogida por Menéndez Pelayo como
lema de su contestación a Pidal, resume mejor que todas las digresiones imaginables su actitud—parcial primero, total luego—
ante el curso de la Historia Universal. Si no hubiese existido el
Renacimiento español, en cuyo marco vio don Marcelino darse
cita a los tres ingredientes de la Historia por él más amados
—el Catolicismo, las humjanidades clásicas y el genio nacional
de España—, tengo por seguro que hubiese hallado patria ideal
en la Antigüedad cristiana, cuando era posible coronarse con
"flores de la antigua sabiduría" todavía inmarchitas y, a la vez,
cantar cristiana y horacianamente, como Prudencio, la fe robusta y vivísima de los primeros discípulos de Cristo. Así ve el
joven cantor de Horacio la obra del verdadero poeta cristiano:
Pero otra lumbre
antes encienda el ánimo del vate;
él vierta añejo vino en odres nuevos
y esa forma purísima, pagana,
labre con mano y corazón cristianos.
Esta recién alcanzada trabazón armónica entre la Antigüedad clásica y el joven Cristianismo fué pronto turbada por la
irrupción bárbara y confusa de las "nieblas hiperbóreas"; no
sería otra cosa la entrada en escena de los pueblos germánicos.
Jamás cesan de fluir palabras de execración e iracundia por los
puntos de la pluma del Menéndez Pelayo polemista cuando se
enfrenta con la invasión germánica. No es preciso apelar para
demostrarlo al natural fuego de los versos que en la "Epístola
de Horacio" la comentan: los mismos acentos contiene la más
serena prosa de los Heterodoxos. "Cuando la mano del Señor,
para castigar las abominaciones del mundo romano, lanzó sobre
él un enjambre de bárbaros...", comienza diciendo el capítulo
de los Heterodoxos en que habla sobre la España visigoda (i).
"La raza hispano-romana, el pueblo católico—añade luego—, fué
víctima de aquellas hordas..." "Su natural sanguinario", dice
otra vez, y así por doquiera.
(i) Heterodoxos, II, 152.
— 141 —
Pero—piensa Menéndez Pelayo—el espíritu cristiano y clásico de la Antigüedad, sal de la tierra, no podía morir, pese a
tanta barbarie. "El espíritu clásico, ya regenerado por el influjo cristiano—léese en los Heterodoxos—, ese espíritu de ley,
de unidad, de civilización, continúa viviendo en la oscuridad de
los tiempos medios e informa en los pueblos del Mediodía
toda civilización, que en lo grande y esencial es civilización
romana por el derecho como por la ciencia y el arte, no germánica, ni bárbara, ni caballeresca como un tiempo fué moda
imaginársela" (i). A esta salvadora pugna—defensiva primero,
triunfal desde Carlomagno—de las parvas reliquias clasicocristianas contra la "oscura confusión" de los bárbaros invasores es a lo que Menéndez Pelayo llama Renacimiento. "Yo entiendo el Renacimiento de un modo más amplio—escribe a Pidal—: para mí, lo que hubo en el siglo xvi no fué más que eL
remate, el feliz complemento de la obra de reacción contra la
barbarie que siguió a las invasiones de los pueblos del Norte;
para mí, la historia 'de la Edad Media no es más que la gran
batalla entre la luz latina y cristiana y las tinieblas germánScas" (2). Un pasaje de los Heterodoxos ratifica y completa este
pensamiento: "A la idea del Renacimiento sirvieron, cada cual
a su modo, todos los grandes hombres de la Edad Media, desde
el ostrogodo Teodorico... hasta Santo Tomás" (3).
El esquemia 'histórico que acerca de la Edad Media tiene en
su alma Menéndez Pelayo es bien patente. La Antigüedad clásica cristianizada era la luz del mundo. Esta lumbre, natural y
sobrenatural a la vez, fué casi sofocada por la confusa tiniebla
que desde el Norte inundó toda la latinidad: lux in tenebris,
como dice el Evangelio de San Juan, habrían sido el espíritu
cristiano y el espíritu clásico durante el Medievo. La casi extinta luz va sucesivamente ganando espacio a la calígine septentrional, desde que Casiodoro y Boecio recopilan, latinizan y
(1) Heterodoxos, II, 168-9.
(2) Ciencia, II, 23.
(3) Heterodoxos, II, 169.
— 142 —
filosofan en la corte de Teodorico; y el largo proceso histórico
en cuya virtud va venciendo la claridad latino-cristiana a las
nieblas germánicas, ilustrando las oscuras mentes y ganándolas
a la causa mediterránea es, según nuestro historiador, lo que
verdaderamente debe llamarse Renacimiento.
Esta concepción del Menéndez Pelayo polemista es, sin
duda, poco sostenible. Si Pidal, lastrado por su reaccionario
medievalismo, erraba atribuyendo al Renacimiento en sentido
estricto, el de los siglos xv y xvi, una protervia literalmente luzbeliana, acertaba de lleno viéndole como una época cualitativamente distinta de la Edad Media. La situación espiritual
desde la cual heleniza Santo Tomás es, en efecto, cualitativamente distinta de la actitud en que heleniza Marsilio Ficino.
El clasicismo del Cinquecento no es una mera prolongación
lineal e intensiva del clasicismo del siglo xm; entre el segundo
y el primero ha tenido lugar un decisivo giro—no es ésta la ocasión de precisar cuál es su carácter—en la situación espiritual
del europeo. Pero yo no trato de exponer aquí una visión de
la Edad Media y del Renacimiento más satisfactoria, sino de.
adivinar la más o menos explícita del don Marcelino joven.
Para él, la luz llega a su plena victoria durante el siglo xvi;
es el Renacimiento de los restantes historiadores, el Renacimiento más · propiamente dicho. En él habrían renacido, cristianizadas, la sabiduría y la belleza antiguas. Ni su larga permanencia en la tiniebla ni su imitativa repetición las dañó:
"aunque la Venus Urania descienda al sepulcro, resurgirá tan
hermosa y radiante como al principio", escribe (i). Por eso no
halla óbice en su sincero catolicismo cuando quiere ensalzar
a Lorenzo el Magnífico y Angelo Poliziano, al cual declara
"uno de mis amores literarios más íntimos y verdaderos" (2).
Por eso puede decir, con escándalo del verecundo Pidal, que
"la obra del Renacimiento era grande y necesaria y santa" (3).
(1) Ciencia, II, 26.
(2) Ciencia, I, 312.
(3) Ciencia, I, 299.
— 143 —
Con razón le veía el colombiano Gómez Restrepo como "un
hombre del Renacimiento extraviado en las postrimerías del
siglo decimonono" ( i ) .
Este espléndido mediodía de la Cristiandad renaciente fué
turbado por un nuevo brote de barbarie y confusión septentrionales: la Reforma. Dos notas históricas atribuye con reiteración a la Reforma nuestro polemista: una es su condición específicamente alemana; otra, su carácter bárbaro, esto es, antilatino y anticlásico. "Hija legítima del individualismo teutónico",
llama una vez a la Reforma (2). "Lutero era sencillamente un
bárbaro" y en su discípulo, "el dulce Melanchton, bajo la corteza humanística, duraba la herrumbre germánica" (3). "Erasmo, Ulrico de Hütten, Melanchton y Joaquín Carnerario eran
humanistas; y yo respondo que antes que humanistas eran germanos, o, como en Italia se decía, bárbaros, lo cual se conoce
hasta en la pesadez de su latín y lo plúmbeo de sus gracias...
Y aun lo que tuvieron de humanistas les impidió caer en ciertas exageraciones y extravagancias, propias de Lutero y otros
sajones de pura raza" (4).
Por doquiera transparece esta visión del Protestantismo
como creación teutónica y bárbara. "La propagación rápida del
protestantismo ha de atribuirse, entre otras causas—léese en
otro lugar—, al odio inveterado de los pueblos del Norte contra
Italia, a esa antipatía de razas, que explica gran parte de la
historia de Europa desde la invasión de los bárbaros hasta las luchas del Sacerdocio y el Imperio, o cuestión de
las Investiduras, y desde ésta a la Reforma. En los germanos
corre siempre la sangre del Arminio, el que destruyó las legiones de Varo. Hay en ella una tendencia a la división, que ha
(1) "Elogio de M. y P. en la Academia Colombiana", Rev. de Archivos, julio-agosto 1912, pág. 90. La expresión de Gómez Restrepo es
justa si se la aplica al Menéndez Pelayo juvenil. En el Menéndez Pelayo adulto, como veremos, cambiaron algo las cosas.
(2) Heterodoxos, I, 54.
(3) Ciencia, II, 26-27.
(4) Heterodoxos, IV, 14-15.
— 144 —
tropezado siempre con la unidad romana y con la unidad católica" (i). Esta parcial reducción racista del protestantismo
al germanismo—luego veremos la causa de este curioso racismo menéndezpelayino—le hace extender su católica aversión
por la Reforma a casi toda la cultura alemana. "La literatura
alemana de los siglos xvi y xvu, por lo que de ella alcanzamos
con hastío y con asco los meridionales, o no existe, o es barbarie pura o pedantería insufrible" (2), dice sin ambages, y
más tarde reitera la misma afirmación: "Esa decantada cultura
de las Universidades alemanas (durante el siglo xvi) no era
más que una barbarie pedantesca" (3). Mil textos análogos podrían encontrarse en sus obras sin mayor esfuerzo.
La cosa es para nuestro historiador clara y simple. La cultura clasico-cristiana fué capaz de vencer por entero a la confusión germánica en los pueblos del Mediodía europeo, e incluso
asimilar a nueva y más ilustre existencia histórica a los bárbaros que llegaron a establecerse cabe la ribera del mar latino.
En cambio, no habría logrado penetrar hondamente en el alma
de las tribus que permanecieron allende el Rhin. A lo más que
por allá pudo llegarse, al menos hasta el siglo xvi, fué a un
"conocimiento material de los textos, sin que (tal cultura) tuviera nada que ver con la penetración íntima y profunda del
espíritu de la antigüedad, que había en Italia" (4). No debe
extrañar, en consecuencia, que los ánimos transrenanos, menesterosos de más cumplido pulimento, conservasen ruda e indócil la braveza de su barbarie nativa.
Veía el Menéndez Pelayo polemista en la sangre de los
germanos un complejo del radical individualismo, tendencia a
la división y confusión nebulosa en la mente y en los afectos.
Tan explosiva e indómita mixtura no necesitaba sino de un
pretexto para rebelarse contra el yugo luminoso y ennoblecedor
(O
(2)
(3)
(4)
Heterodoxos, IV, 16.
Ciencia, I, 350-51.
Ciencia, II, 26.
Ciencia, II, 26.
— 145 —
de la unidad latina. Fué pretexto para tal rebeldía la relativa
corrupción del clero durante la baja Edad Media y el Renacimiento; fué su consecuencia la herejía protestante. Así se entiende este párrafo de su famoso Brindis del Retiro, en 1881 :
"Brindo por la nación española, amazona de la raza latina,
de la cual fué escudo y valladar firmísimo contra la barbarie
germánica y el espíritu de disgregación y herejía que separó
de nosotros las razas septentrionales" (1). La carta con que
Menéndez Pelayo explicó su brindis al romanista alemán Hugo
Schuchardt, tras la protesta de éste contra lo que supuso un
ataque a la cultura alemana, reitera las ideas que antes aparecieron: "la barbarie a que aludo es la herejía de Lutero"; "el
nombre de barbarie aplicado a las ideas de los pueblos del Norte... no envuelve cuestión alguna de menosprecio (algo de cortesía epistolar se ve en esta disculpa), sino diferencia de razas,
de historia y de inclinaciones"; "cuando hablo de la barbarie
germánica del tiempo de Lutero, debe entenderse de los alemanes de entonces..." (2).
No me detendré a comentar esa interpretación racista de
•la Reforma, afín en la médula de su contenido, ya que no en el
sentido de su estimación, a la de algunos historiadores nacionalsocialistas. Luego habrá ocasión de explorar sus raíces intelectuales y de mostrar el cambio que la madurez y la creciente
lectura imprimen al juicio juvenil de don Marcelino acerca de
la cultura alemana. Me bastaba ahora diseñar la significación
que para el Menéndez Pelayo joven tiene la Reforma dentro de
la Historia Universal y su idea acerca de la misión española
en el marco europeo de la Cristiandad renacida. Con la gesta
española del siglo xvi comienza la época que el polemista considera más propia y deseable, el ámbito ideal y añorado para
la ciudadanía de su espíritu.
Ve Menéndez Pelayo fundidos en la España del Siglo de
Oro, como ya apunté, los tres ingredientes de la Historia üni(1) Estudios, III, 385.
(2) Revista de Estudios Hispánicos, mayo de 1935.
10
— 146 —
versal que más entrañablemente ama. Es el primero la fe católica, profesada en todas las formas del humano vivir con una
altura pocas veces igualada: en la Teología como en la Milicia,
en la Poesía culta como en la costumbre popular. El segundo
es el clasicismo grecolatino, tan redivivo en lo tocante al saber
intelectual como en la belleza de la producción literaria. El
tercero es el genio nacional español, "armado siempre para la
pelea, duro y tenaz, fuerte e incontrastado, ora lidie contra el
gentilismo en las plazas de Zaragoza, ora contra -la Reforma
del siglo xvi en los campos de Flandes y de Alemania" (1).
Más adelante hemos de ver por menudo los caracteres que Menéndez Pelayo atribuye a la expresión culta de este genio nacional.
Sería fácil traer a colación una copiosa gavilla de textos
expresivos del ardoroso entusiasmo de don Marcelino por esos
tres componentes de la España áurea y el más vivo todavía por
el resultado de su unitaria trabazón, la cultura religiosa, intelectual y poética de esa España. Más que ese menester, mil
veces atendido por antologistas y biógrafos, me imiporta, sin
embargo, destacar la consideración histórica que el Siglo de
Oro español le merece a Menéndez Pelayo.
No contando el carácter recia y salvadoramente católico de
nuestro Siglo de Oro, don Marcelino vio en él la culminación
de la vena renaciente, clásica y antibárbara que desde Casiodoro y Boecio ennoblece e ilustra las "oscuridades medievales".
Para Menéndez Pelayo—sitúase con ello frente al medievalismo dominante entre los católicos europeos, incluidos los españoles, desde aquella inmensa nostalgia de pasado que empapó
los decenios románticos—la obra máxima de la historia española tuvo un carácter estrictamente renaciente o, como se dirá
después, "moderno". El enamorado de Teócrito y Horacio, el
estudioso deambulador de las calles florentinas, tiene ante el
espectáculo de nuestro siglo xvi una inmediata y firmísima in(j) Heterodoxos, II, 20.
— 147 —
tuición : "esto no es medieval, esto es renaciente". Las letras,
las artes plásticas, el pensamiento y la misma religiosidad
muestran a sus ojos de historiador y humanista el inconfundible sello de los tiempos nuevos. Basta leer un largo párrafo
de su primera contestación a Pidal, en que, oratoriamente, va
bautizando y confirmando como artífices del Renacimiento a los
editores de la Políglota Complutense y de las primeras ediciones de los Santos Padres, a Sepúlveda, a Vives, a Melchor Cano,
a Vitoria, a Soto. Si hubo en el siglo xvi grandes teólogos y
filósofos, fué "todo gracias a los artífices del Renacimiento.
Hora es de hacerles justicia, ya que por medio siglo ha sido
moda repetir contra ellos las declaraciones de aquel fanático,
elocuente y desdichado tomista, Fr. Jerónimo Savonarola" (i).
Conviene señalar una leve contradicción interna en la visión
que de la Historia europea tiene el Menéndez Pelayo polemista.
Tanto más conviene, cuanto que éste será uno de los puntos
de su ideología juvenil implícitamente revisados por la ulterior
madurez de su mente. Por un lado, Menéndez Pelayo ve en el
Renacimiento la coronación del esfuerzo cristianizante y clasicista de la Edad Media: sería, en suma, una prolongación intensificada y terminal del Medievo. Por otro, no vacila en presentar con un cierto tono antimedieval el carácter renaciente de
nuestro siglo xvi. Si el Renacimiento no fuese sino un despliegue lineal e intensivo del venero cristiano y clásico que corre
a lo largo de la Edad Media, ¿por qué habían de situarse los
renacentistas contra esa Edad Media, y no sólo en cuanto el
Medievo sufría de "bárbaro" y "septentrional", pero hasta en
lo que gozaba de cristiano y clásico, o al menos en cuanto a
su peculiar modo de ser cristiano y clásico?
Dos notas esenciales constituirían, según Menéndez Pelayo,
la peculiaridad del Renacimiento. Una es su claro sentido de
la belleza. "¡Qué gran bien hizo el Renacimiento—dice nuestro
historiador—desterrando la barbarie de la escuela!" Otra es la
(i)
Ciencia, I, 299.
— 148 —
exigencia de una mayor y distinta libertad intelectual; libertad
lícitamente exigida y ejercitada por casi todos los renacentistas
españoles, ilícitamente por algunos italianos y por todos los
reformados y cuasirreformados. Véase como muestra suficiente
la descripción que hace Menéndez Pelayo del Renacimiento
español: "¿Ofreció entonces nación alguna el espectáculo de independencia y agitación filosófica que caracteriza a España en
aquella era? Todos los sistemas a la sazón existentes tenían representantes en nuestra tierra, y sobre todos ellos se alzaba el
atrevido vuelo de otros espíritus más independientes, osados e
inquietos los unos, sosegados y majestuosos los otros, agitadores
todos, cada cual a su manera; sembradores de nuevos gérmenes
y nuncios de ideas y de teorías que proféticamtente compendiaban los varios y revueltos giros del pensamiento moderno" (i).
Lo que entusiasma a Menéndez Pelayo ante el espectáculo de
nuestro Renacimiento es, evidentemente, ese vivaz, poderoso y
creador ejercicio de la humana libertad, sin mengua de su leal
servicio a la verdad católica, antes con notorio beneficio suyo.
Este libre desembarazo es justamente algo que echa de menos,
si no en los grandes maestros medievales, sí entre lo que llama
"servum pecus de los discípulos" (2). Mientras el escolasticismo supo recibir la influencia de esta vigorosa y fecunda agitación de los espíritus renacientes, todo fué bien, y así pudieron
nacer de la "Escuela" las figuras escolástico-renacientes de Suárez, Gouvea y Sepúlveda. Cuando lo olvidó y "aspiró a dominar sólo en las aulas..., huyó de nuestras Universidades aquella grandeza, no se estudió la filosofía en sus fuentes, olvidóse
la crítica de Vives, faltó independencia y serenidad en el juicio" y sólo supimos producir "sumulistas, compendiadores de
compendios y disputadores en el vacío". "¡Tan necesaria es
—concluye Menéndez Pelayo—una prudente libertad en las indagaciones del espíritu!" (3).
(1) Ciencia, I, 34-35.
(2) Luego modificará algo estas ideas suyas sobre Ja Edad Media.
(3) Ciencia, I, 310-11.
— 149 —
Contra su propia aserción, nuestro historiador ve en todo
el Renacimiento—y por modo eminente en eí español—esas dos
notas que cualitativamente le distinguirían de la Edad Media:
el culto a la belleza y una inédita autonomía en el uso y en el
cultivo de la experiencia y de la libertad individuales. La actitud de Menéndez Pelayo en su larga polémica con el P. Fonseca acerca de la psicología escolástica, tiene como supuesto
esa más libre y resuelta apelación del pensador al testimonio
de su propia experiencia intelectual. Gracias a ella—en las enseñanzas de la escuela eácocesa la habría aprendido él—piensa
el polemista que puede mejorarse considerablemente la doctrina
psicológica (especies inteligibles, etc.) de la filosofía tradicional.
En suma: el Renacimiento habría revivido con mejor gusto,
esfuerzo inédito y más fructífera libertad la belleza y la sabiduría clásicas. Sería una nueva y más fecunda reinmersión del
espíritu humano en las aguas inexhaustibles de la Antigüedad;
nueva por el más depurado método filológico y por la intención
inusitada con que tan ganancioso buceo fué emprendido. Si
Menéndez Pelayo no quisiera abandonar su idea de una continuidad entre la Edad Media y el Renacimiento, podría decir
que el segundo supone una rectificación de la primera. El Renacimiento habría rectificado el modo de cultivar el legado antiguo y el modo de usar en ese cultivo la libre autonomía de la
inteligencia humana.
En cualquier caso, la significación histórica del Siglo de
Oro español es a sus ojos bien clara: nuestro Siglo de Oro cristianizó el Renacimiento europeo, siendo él mismo moderno y
renaciente, y defendió de la Reforma a Europa y al mundo
entero. Luis Vives, por ejemplo, "cristianizó la filosofía renaciente... Esta filosofía era de origen griego, como toda la filosofía
moderna, y Luis Vives la cristianizó, de la misma manera que
Santo Tomás había cristianizado el pseudoperipatetismo que
corría en su tiempo" ( i ) . La obra de Vitoria, nos dirá en otro
(i) Ciencia, I, 297.
— 150 —
lugar, consiste en "haber reconciliado el Renacimiento con la
Teología" (i), y otro tanto advierte en la obra teológica de
Melchor Cano: "Cuanto más leo a Melchor Cano, más me convenzo de que no es escolástico, sino discípulo de Vives... y escritor del Renacimiento. Pues cabalmente ·1ο que caracteriza y
da valor propio al libro de Melchor Cano, es lo que ni soñó
Santo Tomás ni pudo soñarse en la Edad Media: la crítica de
las fuentes de conocimiento, el criticismo aplicado a la teología" (2). Los textos probatorios podrían aumentarse sin esfuerzo.
Los hombres de nuestro Siglo de Oro, a la vez renacientes
y católicos, aplicaron "aquella libertad esclarecida", por usar
las hermosas palabras de Quevedo, a inventar inéditas formas
de expresión de vida y de pensamiento, en cuyo entresijo se
hallaban creadora y unitariamente implicados el dogma católico, la fresca cosecha renacentista en los senos indeficientes del
piélago antiguo y las notas diferenciales del genio intelectual
español. España, muro contra la Reforma y cristianizadora del
Renacimiento: ahí está su grandeza y su originalidad.
Conviene un punto de meditación sobre el anterior aserto.
Se nos ha 'hablado de cristianización, y ésta es palabra
grave. ¿Cristianización del Renacimiento?; luego el Renacimiento no era en sí mismo cristiano, sino pagano, hubiese argüido Pidal, de continuar la polémica. Confesemos que no habría faltado una pizca de razón al irreductible tomista. Pero
la razón inexpresa del cristianísimo Menéndez Pel ayo era más
honda y poderosa que todas sus discutibles y expresas razones
juveniles—razones de humanista, no de historiador—acerca del
Renacimiento y la Edad Media. La respuesta de don Marcelino
podría decir, más o menos: ¿cristianización del Renacimiento?;
luego el Renacimiento era cristiani^able. Ahí está la verdadera
yema de la cuestión.
El problema que realmente acosaba la mente generosa de
(1) Ensayos, 239.
(2) Ciencia, II, .31.
—
151 —
Menéndez Pelayo, como en el comienzo las de San Justino, Orígenes y San Agustín, y luego la anchísima de Santo
Tomás, era el de la posibilidad de cristianizar las creaciones
intelectuales de los hombres desconocedores de la verdad cristiana o ajenos a ella. Más tarde le veremos volver con más
explicitud a este tema, tan central siempre en su alma. Su primera intuición del problema, allá por las calendas de 1878, la
debió recibir en tanto era "grecolatino y clasicote hasta los
tuétanos" y, por lo tanto, amante fervoroso del stil nuovo florentino. El Cristianismo primitivo cristianizó a la Antigüedad
clásica en cuanto ésta era cristianizable, debió pensar nuestro
rrfozo. Santo Tomás hizo otro tanto con Aristóteles. Análogamente, los renacentistas españoles cristianizaron el Renacimiento; y pudieron hacerlo porque éste no era la encarnación
histórica del mal y el desorden, contra lo que pensaban Pidal
y el P. Fonseca. Pudieron hacerlo, sencillamente, porque era
cristianizable. Diríamos hoy que Vives, Suárez, Molina, Vitoria y todos los dii maiores de nuestra falange clásica fueron
históricamente originales y creadores en cuanto pusieron en
acto una de las posibilidades que les brindaba su situación histórica renacentista (1).
El Menéndez Pelayo joven no se hartó de pregonar que
prefería Luis Vives a Santo Tomás, y con ello incurría en una
evidente sinrazón. Es ahora cuando podemos conocer lo que
Don Quijote llamaría "la razón de su sinrazón". ¿Qué quiso
decir Menéndez Pelayo con esa preferencia? Lo entenderemos
bien si, prescindiendo de argumentos accesorios—el mejor estilo
literario de Vives, su nativa y nunca desmentida españolidad,
etcétera—, vemos en sus palabras una preferencia de historiador, no una preferencia de filósofo. Advertía claramente el historiador Menéndez Pelayo que todo filósofo, para ser verdaderamente eficaz, necesita hallarse en el nivel histórico de su
tiempo, frente a los problemas con que su época le urge y le
(1) Véase lo que luego se dice acerca de este tema.
— 152 —
desazona. El Renacimiento tenía sus problemas: mayor exigencia de libertad intelectual en el método, más directa apelación a la propia experiencia, crítica personal de las fuentes de
conocimiento, belleza y elegancia en el método y en la expresión literaria, etc., y esos son los problemas que Menéndez
Pelayo estima irresolubles por el fosilizado escolasticismo de
los tomistas cuatrocentistas. En cambio, cree que la filosofía
de Luis Vives, sin dejar de ser rigurosamente fiel a la verdad
católica, es capaz de resolverlos con gallardía, y por eso se queda con ella y abandona el tomismo. Menéndez Pelayo no prefiere Luis Vives a Santo Tomás porque sea más grande, sino
por más adecuado históricamente a la época de que él, Menéndez Pelayo, se siente espiritual ciudadano.
Junto a la preferencia intelectual del historiador y del hombre renaciente—o que se siente tal, igual da—está la caliente
preferencia del español y del polemista. Certísimo es que el
indudable nacionalismo de Menéndez Pelayo no traspasó nunca la linde impuesta al pensamiento por la doble universalidad
de ser hombre y ser católico: véase, como ejemplo suficiente,
su juicio sobre el desorbitado hispanismo a que el P. Burriel
se vio conducido por "aquella íntima devoción suya, aquel,
mejor diré, entusiasmo y fanatismo por todas las cosas españolas" (i). Esto salvado, tampoco puede desconocerse que el
calor de la patria española—o de la "raza española", como él
gustaba decir por entonces—excitó alguna de sus preferencias y
de sus loas. Por ejemplo, la de Luis Vives. En Luis Vives está
todo lo moderno: lo bueno como acabada doctrina o como germen sustancial, lo malo—ésta es su expresión literal—como en
el dogma están las herejías. "De Vives procede la filosofía moderna, así en lo bueno como en lo malo; pero lo malo procede
ocasionalmente, como proceden del dogma las herejías" (2).
Movido de aquel pertinaz empeño por hallar "influencias", "antecedentes" y "precursores", tan propio de la historiografía
(i). Heterodoxos, I, págs. 333 y 341.
(2) Ciencia, I, 298.
— «53 —
ochocentista, veía en Vives el precursor de Bacon, Locke, Descartes y Kant. El juvenil polemista abominaba expresamente
de todos ellos, como de casi todas las creaciones intelectuales
europeas posteriores a la derrota española; pero seducido por
la innegable grandeza de tales pensadores y transido de aquella morosa delectación suya por los herejes, muy donosamente
advertida por d'Ors ( i ) , no vacila en presentarle como inocente padre de tan vitandas criaturas, y hasta en amarlas un poquito, por gracia de lo mucho que ama al presunto padre de
todas ellas (2).
¿Qué digo? Arrebatado ya por la pasión nacional, y como
quien alardease de tener lo peor de lo malo, por ser siempre el
primero, echa a pelear a nuestros herejes con los más bravios de
ultrapuertos: "Si Montaigne y Charron fueron escépticos, escéptico fué Francisco Sánchez y más radical que ninguno de
ellos...; y, después de todo, España dio a Miguel Servet, que ni
en audacia ni en talento cede a ninguno de los pretensos demoledores de allende el Rihin" (3). Mené incoepto desütere victumf, diríase entonces para su coleto, como la Juno virgiliana,
el animoso español Menéndez Pelayo. Porque su intento era
demostrar que en el siglo xvi España era en todo la cima del
mundo.
Todo esto, óptimo lo más, pésimo lo muy poco que no era
óptimo, fué para Menéndez Pelayo nuestra época dorada. En
ella habría alcanzado la Humanidad su máxima altura, porque
España supo ser a la vez verdaderamente renacentista y verdaderamente católica. Poco duró la gloria, sin embargo. A me(1) "Cierta delectación morosa, golosa, casi viciosa, por la herejía;
algo así como el cariño del médico por sus hermosos casos clínicos..."
Almanaque de los Amigos de M. y P., Madrid, 1932, pág. 28.
(2) Véanse los largos párrafos que a ciertas conquistas modernas
dedica en Ciencia, II, 32 y 135-36.
(3) Ciencia, I, 116. En otro lugar dirá, sin embargo, más piadoso
y también más científico, que "uno de los caracteres que más poderosamente llaman la atención en la heterodoxia española de todos los tiempos es su falta de originalidad, la pobreza de espíritu propio..." {Heterodoxos, VI, 7)·
— 154 —
diados del siglo xvii éramos derrotados por la "locura de Europa", según sentencia del esclarecido Saavedra Fajardo: la Europa eautontimorumenos, atormentadora de sí misma, que diagnosticó hace ahora cuatro siglos en la Universidad de Colonia
la grave voz del segoviano Andrés Laguna, médico de hombres
y pulsador de pueblos. Menéndez Pelayo no admite la tesis
pesimista de una "decadencia"; sabe bien que el rápido hundimiento de España en la segunda mitad del siglo xvn—luego
insistirá tenazmente sobre ello Ledesma Ramos—fué consecuencia de una "derrota". Fué el término "de la lucha generosa y desesperada que, en cumplimiento de un deber sagrado,
como católicos y como españoles, sostuvimos contra el torcido
espíritu de la época y contra media Europa coligada en defensa
de la Reforma. Fuimos, a la postre, vencidos en la liza, porque
estábamos solos; pero hicimos bien, y esto basta, que las grandes empresas históricas no se juzgan por el éxito... Nos habíamos desangrado—añade unas páginas después—por la religión,
por la cultura, por la patria. No debíamos ni debemos arrepentimos de lo hecho" (i).
El dolor por la derrota de España y su consiguiente apartamiento de dirigir o codirigir la Historia Universal, la pesadumbre del católico, reducido a vivir en defensiva desde el siglo xvn
hasta fines del xix, y, digámoslo todo, cierta petulancia entre
juvenil y humanística (2), determinan la situación de recelo o
de manifiesta hostilidad en que el Menéndez Pelayo polemista
se coloca ante toda la cultura europea coetánea con la derrota
española o posterior a ella. El historiador Menéndez Pelayo
dirá al P. Fonseca que, ante "sistemas distintos del suyo", deberá "ponerlos en el medio en que se desarrollaron y comprender su razón de ser en el mundo", y el lector Menéndez Pelayo
(1) Ciencia, I, págs. 333 y 341.
(2) Los humanistas, que tienen siempre a mano una bella expresión de Horacio o una resignada sentencia estoica, creen que con eso
y un sic transit... están al cabo de la calle de toda la sabiduría moderna. Lástima que, no obstante esta elegante ataraxia de los humanistas,
siga la Historia Universal su curso inmisericorde.
— «55 —
quiere, a la vista de todo libro, "buscar primeramente lo que
puede serle útil"; pero la caliente sangre del polemista no se
aviene todavía a seguir sus propias razones. Será necesario su
ascenso a la madurez—tan precoz en él que a los treinta años
está ya escalando sus últimas cotas—para que siga esas razones
con serena y ejemplar entereza. El saudadoso de Horacio, instalado en la clara ribera del Mediterráneo o en "la dulce granja
del cantor de Ofanto",
allá en el bosque tiburtino oculta,
no se cansará de clamar contra el saber nórdico—el falso saber,
piensa él—que ha entenebrecido a Europa después del ocaso de
la Italia renaciente y de la España pluscuamrenaciente y vencedora.
¡Lejos de mí las nieblas hiperbóreas!,
dirá, cual vade retro! de poeta y humanista ante lo que cree
nuevo disfraz de Belial. Las mismas expresiones apocalípticas
de Pidal ante el Renacimiento las disparará Menéndez Pelayo
contra los siglos que al Renacimiento siguen. Sólo la luz latina
podrá librar al mundo del "influjo de nieblas maldecidas—que
abortó el Septentrión..." ¿No serán estos trenos del joven Menéndez Pelayo—sin que él, enemigo del renuente Tertuliano, lo
advierta—análogos a los del violento númida cristiano ante
lá paganía antigua?
Es singularmente viva la inquina del polemista contra la
filosofía alemana. "Como no sé el alemán, ni he estudiado en
Heidelberg, ni oído a Kuno Fischer...", le espeta, más en postura de jaque que de penitente, a Manuel de la Revilla (i). Otra
vez habla, recurriendo a su dilecta metáfora de las nieblas, de
"la metafísica vacía y nebulosa de allende el Rhin" (2); y refiriéndose a Hegel, le dice, castizo, al calamilargo Pero jo: "¡Bendito sea el lujo y quien lo trujo!; es decir: ¡quien trajo esta sal
(1) Ciencia, I, 87-88.
(2) Ciencia, II, 33.
— 156 —
a Castilla!" (i). Es nuestro polemista como aquel napolitano
de que le hablaba Valera en una carta: "Diré yo—habla Valera—con cierto amigo mío, napolitano, a quien yo le echaba
en cara la sinrazón de llamar bárbaros a los hijos de Alemania,
donde han nacido Hegel, Kant, Goethe, Schiller, Mozart, etc....
Mi amigo me respondía: Ma? Cosa voleté? Sono barban!, y
no salía de ahí" (2). Mías lo cierto es que Menéndez Pelayo,
más inteligente y generoso que el napolitano de Valera, supo
salir de ahí.
No salen mejor parados los pensadores de aquende el Rhin.
Al cartesianismo le llama "filosofía mezquina, si es que el nombre defilosofíay no el de motín anárquico merece" (3). P. BayJe
fué hombre de "ingenio cáustico, vagabundo y maleante, enamorado, no de la verdad, sino del trabajo que cuesta buscarla" (4). ¡Quién dijera al joven Menéndez Pelayo que años más
tarde iba a definir sus propios amores intelectuales con frase
muy parecida a ésta! Diderot "sembró los gérmenes de muchas
cosas, casi todas malas" (5). Lo que dice de Voltaire y Rousseau,
por sabido se calla. La obra de Littré es "grosera doctrina" (6),
y en otro lugar, como si en lugar de aludir al manso Augusto
Comte se refiriese a Gengis Kan, habla de "la furiosa avenida
de las hordas positivistas" (7). De los ingleses, sin duda por
la reciente influencia de Lloréns, se salva alguno que otro, como
Hamilton y Bácon; mas no por eso deja de llamlar "hipócrita"
al sensualismo de Locke (8) y de arremeter de pasada contra
Hume.
No obstante su adolescente y latina hostilidad contra la
filosofía alemana y su fundamental discrepancia del kantismo,
el Menéndez Pelayo polemista trata a Kant con objetivo res(1)
(2)
(3)
(5)
(6)
(7)
(8)
Ciencia, I, 323.
Epistolario, pág. 28.
y (4) Heterodoxos, VI, n .
Heterodoxos, VI, 21.
Heterodoxos, VI, 10.
Ciencia, II, 32.
Heterodoxos, VI, 14.
— 157 —
peto y hace expresivos elogios de Hegel. Ve en él un "entendimiento de los más altos y vigorosos que desde Aristóteles acá
han pasado sobre la tierra... No hay parte del saber humano
donde Hegel no imprimiera su garra de león. Todo lo que ha
venido después de él es raquítico y miserable comparado con
aquella doctrina ciclópea..." (i); lo cual no es óbice para que
en La Ciencia Española hable con más desembarazo de "los
trampantojos hegelianos" (2).
En resumen : el Menéndez Pelayo polemista valora muy positivamente la historia europea postmedieval, "moderna", del
siglo xvi y parte del xvn, y en esto se distingue toto coelo su
actitud intelectual del medievalismo reaccionario de Pidal y el
P. Fonseca. Tan positivamente Ja valora que, como veremos,
en esa época quiere levantar las tiendas de su vida espiritual.
Pasado el Renacimiento propiamente dicho y sus más inmediatas consecuencias—o, si se prefiere decir de otro modo, vencida por la "locura de Europa" la empresa imperial española—,
ve en la historia europea un ingente y total descarrío de las
mentes y los corazones, y en esto coincide casi plenamente con
los medievalistas. Sólo en algunos puntos—necesidad de contar
con la lógica inglesa, valoración de los resultados de la investigación filológica y del inocuo psicologismo escocés, alguna concesión a las conquistas de la ciencia experimental y pocas cosas
más—opone formalmente al juicio de aquéllos su opinión de
polemista, aunque su incumplido programa de historiador le
aparte intencionalmente de la vituperada exclusividad reaccionaria. Menéndez Pelayo polemiza con la "exageración reaccionaria" defendiendo el carácter "moderno" de los ciento cincuenta años desde el Gran Capitán a Rocroy; y con la "exageración
innovadora" atacando ía "modernidad" europea que sigue a
nuestra derrota y comienza con Descartes. En una ocasión dice
a Pidal que sólo le separan de él "diferencias relativamente mínimas". Tenía razón, sin duda, por lo menos en orden al pe(1) Heterodoxos, VI, 27.
(2) Ciencia, II, 33.
— 158 —
ríodo de su vida que he llamado polémico. Esas diferencias,
ahora lo vemos claro, atañen exclusivamente al carácter y a la
valoración de unos doscientos años de la Historia Universal.
Tal vez se explique todo si se considera el terrible pesimismo
del Menéndez Pelayo juvenil frente al espectáculo de su propia
época. El causalismo científico-natural de la historiografía
ochocentista supuso que el historiador había de contemplar en
su presente el puro resultado del curso histórico que le antecede,
como el físico ve en la piedra sobre el suelo el mero resultado
de su caída. Sin negar una relativa validez a la consideración
causalista de la Historia, hoy hemos descubierto algo que la
historiografía del naturalismo, con su idea del acontecer humano como una cadena mecánica de causas y efectos, apenas podía sospechar. El historiador contempla el curso del acontecer
histórico "desde" una situación histórica y personal, la suya; y
esa situación presente en que como hombre se halla, más o menos lúcidamente conocida e interpretada por él, no es mero resultado de la visión que como historiador tiene del pasado: posee entidad propia, inédita, irreductible a mera consecuencia
de una cadena causal; y, por otra parte, condiciona en buena
medida la interpretación que como hombre e historiador dará
de todos esos "hechos" documentalmente accesibles, cuya trama constituye para él la osamenta del pasado histórico. Si mi
presente es en parte un resultado de mi propio pasado, mi visión de ese pasado mío es en parte un resultado de mi propio
presente o, mejor dicho, de mi juicio sobre él.
El Menéndez Pelayo polemista veía en torno a sí un triste,
casi desesperado presente espiritual. "¡Cuan triste es hoy el estado de la filosofía disidente! El ciclo abierto por Kant se cierra ahora, como en tiempo de los enciclopedistas se cerró el ciclo
abierto por Descartes. Grande es la analogía entre uno y otro,
y bien puede decirse que la rueda está hoy en el mismo punto
que en 1879... ¡Qué amargo desengaño! Lo que en los primeros
cincuenta años del siglo xix parecía manjar plebeyo y tabernarío, reservado a los ínfimos servidores de la ciencia experimen-
— 159 —
tal, es hoy la última palabra del entendimiento humano. Una
oleada positivista, materialista y 'Utilitaria lo invade todo, y
el cetro de la filosofía no está ya en Alemania ni en Francia,
sino que ha pasado a la raza práctica y experimental por excelencia, a los ingleses, y de ellos pasará, y está pasando ya, a
sus hijos los yankees, que harán la ciencia aún más carnal, grosera y mecánica que sus padres" ( i ) . ¿'No será esta visión apocalíptica del presente, percibida por Menéndez Pelayo en tanto
hombre de su tiempo, lo que condiciona su agresiva adjetivación del inmediato pasado; un pasado al que, no obstante su
grande y temprano saber, todavía conoce poco? ¿No será que
el hombre manda sobre el historiador?
Porque en esta época de su vida Menéndez Pelayo es historiador puro, aunque todavía no sea historiador perfecto. Todavía no ha pensado que dentro de ese tan desventurado tiemlpo
suyo puede emprenderse una obra de creación original "verdaderamente sustanciosa y humana", como dirá más tarde. El
presente le pincha, le desazona; y como entonces no ve nada
que hacer en él, se evade nostálgicamente hacia un pasado glorioso. En él vive o cree vivir. Así se entiende que vea en su
tiempo un resultado del loco extravío a que el europeo del seiscientos, ciego para la ventura de aquella renaciente edad, se
entregó durante los años posteriores a las Guerras de Religión.
Por eso, el Menéndez Pelayo polemista, pese al amor entrañable que como humanista rinde a las luces clásicas, es como
historiador un empedernido romántico. Los románticos alemanes e ingleses (los Schlegel, Görres, Walter Scott) instalaban en
la Edad Media gótica o en una Grecia transfigurada por la
nostalgia (Hölderlin) la sede ideal de su espíritu añorante. Los
reaccionarios españoles, románticos a su modo, vivían en la
Edad Media escolástica, cuyos cubículos diputaban por loca
inaccessa a la vesania moderna. El Menéndez Pelayo juvenil,
más animoso, conquista católicamente dos centurias al mundo
(i) Heterodoxos, VI, 27-28.
— ι6ο —
moderno y levanta sus tiendas en el siglo xvi español. Unos y
otros viven como fingido presente ese anhelado pretérito y,
puestos en él, dicen a Dios lo mismo que los discípulos en el
Tabor: "Señor, bueno es estar aquí". ¿Pensará lo mismo Menéndez Pelayo cuando sea historiador maduro y vea que también en su calamitosa época cabe hacer, sin evadirse de ella,
contando con ella, algo humana, cristiana y españolamente valioso?
IV
"AQUELLA LIBERTAD ESCLARECIDA"
D
la obra escrita de Menéndez Pelayo hemos ido llegando a la persona del autor. Bajo la letra de sus opiniones juveniles estamos vislumbrando al hombre que problemáticamente las sustenta y produce. ¿Quién era el joven Menéndez Pelayo? La diferencia entre una persona y una cosa o
un objeto ideal está—sutil revelador es el lenguaje, hasta el
familiar—en el modo de preguntar por ella. Para conocer una
cosa, un objeto ideal o, más generalmente, un tema cualquiera,
preguntamos expresa o tácitamente: ¿qué es? La respuesta es
una definición genérica, suficiente siempre, aunque sólo sea por
aproximación, para el conocimiento de las cosas y las ideas. Si,
a la vista de un velador, me pregunto por lo que es, unos cuantos conceptos genéricos, no muchos—mesa, círculo, mármol,
hierro, etc.—circunscribirán con aceptable suficiencia el conocimiento del "singular" velador que tengo delante.
Para conocer a un hombre, en cambio, la pregunta debe ser
distinta: ¿quién es? ¿Quién fué Alejandro? ¿Quién fué San
Juan de la Cruz? Inútil sería querer contestar a esas preguntas
con una definición. Es cierto que cada hombre es quien es a
ESDE
11
— IÓ2 —
través de algunas notas "naturales" (rubio, grueso, inteligente,
etcétera) y de ciertas peculiaridades "históricas" y "sociales"
(renacentista, pintor, italiano, etc.); nadie pretenderá, sin embargo, que esas notas—exteriores, en fin de cuentas, al centro
creador en el cual y desde el cual un hombre es persona—constituyen el quién de ese hombre. El quién de un hombre no se
agota, ni siquiera aproximadamente, en esos qués cósmicos, biológicos, sociales e históricos a través de los cuales se expresa su
vida personal ( i ) .
Mas por una constitutiva insuficiencia de la mente ¡humana
frente a las realidades allende la naturaleza visible y la historia, no nos es posible obtener una definición adecuada a la singularísima peculiaridad de ese quién personal. Cuando, a la
vista de una persona, pregunto ¿quién es?, la respuesta no puede pasar de darme alguno o algunos de los qués biológicos, sociales e históricos a través de los cuales ese quién se manifiesta:
es médico, es inglés, es conservador, es rubio, es alto. De otro
modo la respuesta inmediata a la anterior pregunta, el nombre
de la persona en cuestión—Juan Pérez, Antonio López—, no
pasaría de ser mero rótulo sin contenido. No cambian las cosas
cuando conozco a la persona de que se habla. Veo alguien dentro de un coche que pasa. Ese "alguien" ha saludado al pasar
al amigo con quien estoy. Pregunto a mi amigo: "¿quién es?",
y él me responde con el nombre de una persona que conozco:
"es Juan". Con ello me satisfago. El nombre que acabo de oír
expresa satisfactoriamente un determinado contenido mnémico
de mi espíritu. Pero si quiero dar "expresión" pormenorizada a
mi "intuición" de ese quién, me veré obligado a resolverlo insatisfactoriamente en qués: médico, inglés, rubio, inteligente,
etcétera. Sólo un sutilísimo e inefable intelletto d'amore me
otorga y abre el verdadero quién por esos qués conocido y expresado. Sólo la caridad abre el corazón de un hombre a otro
(í) Sobre el equívoco de contestar a la pregunta por un quién con
una serie de qués, véanse algunas agudas notas volanderas en Ortega,
"Pidiendo un Goethe desde dentro", Obras, II, pág. 1.340.
- I Ö 3 -
hombre, hemos oído decir a San Agustín. Y como ni la caridad
ni el amor natural pueden escribirse, me quedaré con lo que
al comienzo dije: el quién de una persona está, sin duda, mlás
allá del tiempo y del espacio, de la historia y de la naturaleza
visible, pero sólo puedo darme cuenta y dar cuenta de él a través de qués cósmicos, psicológicos, sociales e históricos. Un recurso último tengo, no obstante, para aprender Ja singularidad
personal del hombre a quien quiero conocer: verle manejar y
producir esas notas naturales e históricas. De otro modo: escrutar sus problemas y su modo personal, necesariamente personal, de resolverlos. Nada singulariza tanto a un hombre como
sus problemas: en ellos y por ellos es uno quien es.
¿Quién era el joven Menéndez Pelayo? Ya conocemos algunos de los qués con los cuales podemos resignarnos a contestar
nuestra curiosidad por ese quién. Sabemos lo que él era por pertenecer a una generación de españoles; conocemos parte de lo
que era por su formación y por su índole nativa: era historiador, era amante de la Antigüedad clásica, era devoto del Renacimiento español y hostil "por principio" a la Europa posterior
a Descartes. Sabemos, sobre todo, que era católico. Hagamos
un punto de meditación sobre esta centralísima condición de su
persona.
Menéndez Pelayo fué cuando joven y durante toda su vida
íntegro y fervoroso católico. "Católico a machamartillo", dice
de sí mismo; "católico sincero, sin ambages ni restricciones mentales", proclama otra vez, y así en cien ocasiones más. No hay
duda acerca de ello, porque no sólo lo dijo, mas también lo demostró con hechos innegables durante toda su vida. Tengo por
seguro que, de vivir en otra época, Menéndez Pelayo hubiera
sido de los que saben dar con su vida testimonio de su fe, émulo
de aquellos mártires cantados en versos de hierro por su amado
Prudencio. Su temporal existencia conoció tiempos de paz, en los
cuales no pasó de literario el combate religioso; y así nuestro hé-
— IÓ4 —
roe salió de este mundo mezquino con incruenta, pero harto confesada fidelidad a la buena doctrina. Murió sosegadamente,
llevando en signo de menor victoria
palma incruenta,
como con romance de don Marcelino nos dice del confesor Cayo
el duro y encendido Prudencio.
Sí; tales eran la lucidez y la intensidad del catolicismo de
Menéndez Pelayo. Pero el problema comienza ahora; porque el
problema que plantea ser católico no sólo consiste en lo que
se es y en cuánto se es, sino también en cómo se es. Dos santos,
San Pedro de Alcántara y San Francisco de Sales, son igualmente santos, pero su modo de serlo es indudablemente muy distinto. Así planteadas las cosas, preguntémonos con toda decisión:
¿cómo era católico Menéndez Pelayo? Más concretamente aún,
y para no tocar problemas tocantes a la vida que'suele llamarse privada: ¿cómo era católico Menéndez Pelayo en el orden
intelectual? ¿Cuáles fueron sus problemas intelectuales, en tanto católico?
Antes de indagar el modo singular que de ser católico tuvo,
como persona individual, el hombre Menéndez Pelayo, tratemos de precisar su modo histórico de serlo, el tipo histórico de
su catolicidad.
¿Qué relación tiene el Catolicismo con la Historia, además
de estar, como verdad sobrenatural, por dentro y por encima de
ella? Un primer contacto es el del Cristo histórico. Jesucristo
se encarnó y vivió en un determinado país y en una cierta época, predicó en un idioma humano, etc. Pero ésta no es cuestión
que se relacione con mi actual propósito. Otro problema histórico del Catolicismo es el del curso temporal que necesariamente
tiene la declaración dogmática del depositum fidei, una vez
quedó concluso a la muerte de los Apóstoles: es la historia de
los dogmas. Tampoco ésta es cuestión pertinente a mi pregunta,
porque don Marcelino no fué declarador ni propugnador de
nuevos dogmas, ni siquiera historiador de ellos.
- ι 6
5
-
El tercer problema histórico es el de las actitudes interpretativas y explicativas de la mente cristiana, y el de las consecutivas respuestas, ortodoxas o heterodoxas, ante los dogmas
ya declarados : es la historia de la Teología.
Todos los cristianos viven de y en su fe, sean jayanes o Belarminos. Pero hay algunos cristianos que viven además ante
su fe, que se hacen problema de su fe. Para unos, la revelación
divina y Dios mismo se hacen problema intelectual: son los
teólogos. El teólogo vive en su fe y se sitúa intelectualmente
ante su fe. Otros hacen de Dios problema de experiencia espiritual, no meramente intelectual: son los místicos. Para el místico, la Divinidad es objeto de amorosa experiencia transintelectual. Pues bien; las respuestas del teólogo a los problemas
que ante su fe se plantea están en cierto modo condicionadas
por la mente con que se los plantea y por las armas intelectuales de que dispone para, resal verlos: es decir, por la índole de su
propia personalidad y por su situación histórica. Así se entiende que, además de una historia de los dogmas, pueda haber una
historia de la Teología. No es históricamente igual la teología
de los Padres orientales que la de Santo Tomás, aunque la Verdad con que ambas teologías se enfrentan sea la misma, ni la
teología de Santo Tomás es idéntica a la de Suárez y Molina,
inventores de la "ciencia media". Menéndez Pelayo percibe con
toda claridad—en su madurez, sobre todo—la necesidad de entrar con mente histórica en la Teología (i); pero don Marcelino no fué teólogo, sino historiador de herejías y de letras profanas, y aunque vio y tocó el arduo tema de las relaciones entre la Teología y la Historia, no tomó posición teológica persosonal ante él ni ante ninguno de los dogmas de la fe católica.
El catolicismo y la Historia se cruzan, por fm, en cuanto
la vida de la Iglesia discurre al hilo de la Historia Universal.
(i) Véase, por ejemplo, el texto de Melchor Cano que don Marcelino aduce y exalta al comienzo de la edición definitiva de los Heterodoxos:, "Etentm viri omnes consentiunt, rudes omnino Theologos Mos
esse, in quorum lucubrationibus historia muta est" {Heterodoxos, I, 14).
Luego volveré sobre este tema.
— ι66 —
Este cruce de la Religión y la Historia coge ya de lleno a Menéndez Pelayo. No porque fuese Pontífice ni Obispo, sino por
su condición, nunca oculta, de fiel lúcidamente militante. También losfielessomos parte de la Iglesia y seguimos más o menos
de cerca sus continuas y complejas vicisitudes. Considerados
Domingo e Iñigo como merosfieles,y prescindiendo de las diferencias individuales entre ellos, es evidente que la distinta
situación histórica de ambos contribuyó a hacer distintas entre sí la santidad de Santo Domingo de Guzmán y la de San
Ignacio, no obstante ser los dos santos de la vida activa y militante. También es histórica, en parte al menos, la causa de
que tuvieran distinta figura la política católica de Felipe II y
la de Dom Sturzo, o de que nacieran con estilo literario y contenido intelectual bien diverso la sabiduría cristiana de San
Agustín, la de Santo Tomás, la de Suárez, la de Fenelón y la
de Newman. Menéndez Pelayo fué un sabio católico, y a su
obra nunca le falta una expresa y enérgica intención religiosa.
Pues bien: ¿cuál es el tipo histórico a que pertenece la católica
sabiduría del Menéndez Pelayo polemista? ¿Cuál es la actitud
del Menéndez Pelayo intelectual en orden a su fe?
Adelantaré la respuesta: la actitud religiosa del intelectual
Menéndez Pelayo es, típicamente, una de las varias que el
intelectual católico ha ido adoptando en el seno histórico del
mundo moderno. Muy a vista de pájaro pueden distinguirse
en lo que va de historia cristiana tres tipos históricos fundamentales, tres diferencias típicas en el género del "intelectual cristiano": el tipo antiguo, el medieval y el moderno. Trataré de
caracterizar concisamente cada uno de los tres.
El cristiano antiguo vive, si vale decirlo así, intelectual y
éticamente deslumhrado por la proximidad de la revelación.
Es sobremanera viva y poderosa en su alma la reciente impresión de saberse redimido por Cristo, conocer que el mundo fué
creado por Dios de la nada y saber que él, como hombre, está
hecho a imagen y semejanza de Dios; y así, cuando quiere pensar como intelectual cristiano, apenas sabe hacerlo sin poner
—
IÓ7 —
las cosas en inmediata relación intelectual con Dios. Ve las cosas todas pegadas a Dios y, en su mente, los movimientos del
mundo creado tienen detrás de sí, como directa e inmediata
causa de su virtud, el poder mismo del Dios creador y sustentador. El problema ético del filósofo cristiano antiguo es: ¿cómo
puede existir el pecado, si las acciones del hombre tienen a
Dios tan cerca de sí? Dios no está, como luego dirán los modernos, ex machina, sino in machina. El problema intelectual es
éste: ¿cómo los seres creados, el hombre entre ellos, son lo
que son en y por sí mismos?; y la respuesta consistirá—Clemente de Alejandría, Orígenes, San Agustín—en ver dentro.de cada
cosa creada, para que tenga su virtud propia, sus "propiedades"
visibles, una huella de Dios mismo. "Ve" el hombre a Dios, como
vestigio al menos, en cada cosa: es la idea de Cristo como
αρχή των όντων, de demente de Alejandría; son los vestigia
Trinitatis de San Agustín. Cada cosa es para San Agustín impar,
sed tarnen imago Trinitatis, y en el modo de ese reflejo está
la raíz de su virtud y de su índole.
La actitud del cristiano medieval en orden al saber filosófico y científico es notoriamente distinta. La mente de los pensadores cristianos ha conquistado un concepto de excepcional
importancia, el de la causa segunda, esencial o accidental. En
la mente del filósofo cristiano medieval, los seres han ganado
cierta autonomía entitativa y operativa, no obstante su esencial
subordinación respecto al Creador. Las cosas son como son por
razón de sus "propiedades naturales", por lo que naturalmente
tienen "de suyo" o "de propio". Detrás de la causa segunda
está, desde luego, la causa primera, en cuya virtud existe el
fuego porque D'ios lo creó, y quema porque al crearle quiso
Dios que quemase; pero ello no es óbice para que el fuego,
movido por una causa segunda y poniendo en acto la "natural"
potencia ígnea de las cosas combustibles, queme propiamente
por ser fuego: es natural que el fuego queme, dirá la gente, y
podrá decirlo así gracias a los griegos y a los pensadores cristianos de la Edad Media. Dios, al crearlo, ha querido que el
— ι68 —
fuego queme; pero, una vez creado, el fuego quema como tal
fuego, por ser lo que es. Esta tan decisiva importancia de la cau­
sa segunda para el entendimiento de lo que pasa en el mundo
creado sube de punto cuanto se trata del hombre, por razón de su
"natural" libertad (i).
A la luz de lo que representa la idea de "causa segunda"
para el pensamiento filosófico cristiano, puede entenderse de
manera diáfana, creo yo, la peculiar situación del pensador
cristiano medieval en orden a su fe. El filósofo medieval ve
con toda claridad que los seres creados tienen una consistencia
propia y advierte que la razón natural del hombre puede dar
distintas respuestas a la pregunta por aquello en que esos seres—cosas, seres vivientes, hombres—consisten en sí mismos.
Caben, en consecuencia, teorías cosmológicas, biológicas y
antropológicas diversas entre sí y válidas todas desde el punto
de vista de la fe, aunque otras—la cosmología y la antropología averroísta, por ejemplo—estén fuera del área de esa validez. Puede haber, pues, distintas direcciones, cristianamente
válidas, del pensamientofilosófico—tomismo,escotismo, agustinismo medieval, neoplatonismo medieval, etc.—o, si se prefiere un nombre más idóneo a la época, distintas escuelas. Cada
pensador elegirá la que según su leal saber y entender sea más
favorable para dar cuenta intelectual de lo que ve, de lo que
piensa y de lo que cree.
Mas aquí viene lo que singulariza al pensador de la Edad
Media. Elegida la propia vía intelectual, dos son los objetivos
subsiguientes. El primero consiste en ordenar su saber de modo
que exista una coherencia sin fisura ni contradicción visibles
(i) Muy buena parte de lo que digo en estos párrafos no habría
podido ser escrito sin la lectura del manuscrito de X. Zubiri, en vías
de publicación, Sobre el problema de la Filosofía. Deseo hacer constar,
sin embargo, que los errores y las imprecisiones en que seguramente
incurrirá mi pobre texto deben serme atribuidos a mí mismo, no a la
fuente que indico. Téngase en cuenta que el contenido de ese trabajo
influye sobre el de mis párrafos por vía memorativa. Es más en mí un
habitus intellectualis que una species, como diría un psicólogo escolástico.
— 169 —
en la línea dogma-teología-filosofía-experiencia. La relación del
propio saberfilosóficocon Dios no es tan inmediata como en la
mente del cristiano primitivo; pero no por ser más mediata
es menos necesaria. El filósofo siente que el saber de su razón
natural, cualquiera que sea ese saber—tomista, escotista, etc.—,
está intencionalmente ordenado a Dios, tiende hacia Dios:
naturalis ratio subservit fidei; totius philosophiae consideratio
ad Dei cognitionem ordinatur, dirá Santo Tomás, y con él toda
su época. La conocida frase philosophia ancilla theologiae es
para el pensador medieval, más que un mandato o un postulado, el grito expreso de una convicción profundamente sentida.
Ahora puede comlenzar el segundo objetivo. Tan pronto
como el pensador ha adoptado posición teológica y filosófica,
se encastilla dentro de su línea y desde ella disputa con los demás, no menos parapetados en sus propias tesis teológicas y
filosóficas. La vida intelectual de la Edad Media puede ser
bien representada mediante una carta geográfica, la misma del
mundo histórico medieval. Vese en el centro de ella el campo
o círculo del pensamiento cristianamente válido, (definido y
guardado por las declaraciones dogmáticas. Fuera de ese campo
están las tierras del pensamiento no cristiano y de la herejía;
y dentro de él, como plazas fuertes aisladas entre sí y bien provistas de artillería silogística, cada una de las escuelas cristianas ortodoxas. La lucha o disputa de cada una de esas plazas
fuertes es doble: de una parte, contra el enemigo exterior; de
otra, contra todas las escuelas restantes. Este esquema permite
entender con diafanidad el hecho de que la disputa sea la pieza
fundamental del métodofilosóficoescolástico (1).
Muy distinta de la medieval es la actitud úél pensador católico moderno. Desde el corazón del siglo xiv, por razones que
no son para consideradas ahora, se va apoderando de los espí(1) Sobre la índole de la disputa filosófica medieval—una peculiar y
eficaz combinación de la lógica aristotélica y de la dialéctica platónica—
véanse las agudas consideraciones de M. G. Morente en Fundamentos de
la Filosofía, Madrid, 1943, pág. 30.
— 170 —
ritus europeos el sentimiento de una vaga insatisfacción y la
sed anhelante de una mayor libertad para resolverla, así en el orden religioso (mística medieval, ansias difusas de reforma),
como en el filosófico (nominalismo, mística especulativa), en
el literario (Petrarca, stil nuovo) y el político-social (nacimiento
de la burguesía, barruntos del "Estado moderno"). Las consecuencias de esa nueva y rara situación histórica del hombre
van a ser ingentes. Miremos con breve pausa las tocantes a la
vida religiosa e intelectual.
El término de esta acrecida autonomía de la criatura respecto a su Creador, que no otra cosa es la antes nombrada sed
de mayor libertad individual, va a tomar tres figuras históricas
diferentes: una abierta y atronador amenté heterodoxa, la Reforma protestante; otra, menos configurada, más difusa e individualmente sentida, es el escepticismo renaciente, poco o muy
vestido, según los casos, de esteticismo humanístico; es la tercera la que dicha autonomía adopta dentro del mundo ortodoxamente católico. ¿Cuál fué la actitud religiosa e intelectual del
católico en la aurora de los tiempos que llamjamos modernos?
Esta es la pregunta que verdaderamente me importa ahora.
El católico, como todos los europeos de entonces, hállase
también removido por esa íntima sed de mayor libertad personal. Cada hombre—o, por lo menos, todos los que viven agitados por los aquilones de la Historia—exige con imperativa necesidad, puesto en el empeño de saber algo, su propia e individual evidencia. Siempre ha sido así, ciertamente, pero lo propio de la época es que tal petición se expresa con más fuerza
y por todos los que quieren saber. El hombre se siente mucho
más aguda y lúcidamente en posesión de un derecho "natural",
un derecho que le corresponde sólo por ser horrtbre, a ejercer
la crítica personal de todo cuanto puede conducirle a esa evidencia suya. Quiere estar, en suma, personalmente seguro de lo
que piensa y hace.
Por otro lado, el coto de la ortodoxia está más cuidadosamente delimitado. La dolorosa aldabada de la Reforma ha des-
— 171 —
pertado en la Iglesia un solícito, vigilante cuidado frente a toda
sospecha de herejía. Basta recordar dos demostrativos sucesos
españoles: el proceso del Arzobispo Carranza y la censura del
Examen de ingenios. Una lupa sutil escruta, vigilante, todo
lo que puede perturbar más la paz de la Cristiandad, tan duramente comprometida ya por la Reforma. A nadie extrañará
que el tema de la heterodoxia esté a la sazón en el primer plano
entre todos cuantos ocupan a las mentes católicas. ¿Cómo se
traducirá esta nueva situación del espíritu en la obra intelectual
de los que deliberada o pasivamente quieren seguir en la antigua fe?
Dos consecuencias parecen inmediatas: la aparición de saberes
que el hombre considera casi exclusivamente "humanos", las
Humanidades., y la multiplicación de los caminos conducentes
a ese saber "natural", a la ciencia humana. La diferencia respecto a la ciencia medieval es bien clara. Hay saberes que
apenas se consideran referidos a Dios y se ven como de exclusiva incumbencia humana. Por otro lado, se quiebra la antigua ordenación del saber en escuelas, por la razón potísima de
que van a existir casi tantas escuelas como individuos capaces
de pensar. Cada discípulo se siente con derecho a ser pensador
original y miaestro, al menos de sí mismo. El cuadro vivacísimo
y abigarrado que Menéndez Pelayo ve en el Renacimiento español y con tan enérgico pincel pinta es la consecuencia de la
nueva situación. Muchos católicos del Renacimiento creen que
la antigua escolástica no sirve para resolver los problemas que
su tiempo les plantea y se lanzan por cuenta propia a inventar
nuevos caminos y nuevas respuestas: son Vives, Fox Morcillo,
Gómez Pereira, Suárez, Sepúlveda, Gouvea, Valles y cien más.
El cuadro es visiblemente complejo y confuso. Más lo será
aun si se piensa que la situación histórica iniciada en el siglo xvi va a durar tres siglos, y acaso no esté conclusa todavía.
Creo, no obstante, que la ingente copia y la hirviente diversidad
de tanta postura individual pueden ser ordenadas en unas cuantas actitudes típicas. Veo ahora las cinco que siguen:
— 172 —
i.· Un grupo de pensadores católicos, los más directa y
sólidamente implantados en la tradición teológica y filosófica,
van a intentar el magno empeño de crear, utilizando con intención no usada el inexhausto material antiguo, las armas inéditas que requiere la nueva situación del espíritu. Son los teólogos y filósofos de la Contrarreforma. La vivencia moderna de
la libertad individual encuentra católica solución en las nuevas
doctrinas sobre la predestinación, en el genial invento de la
ciencia media divina (Suárez, Molina), en la más fina exigencia de crítica escriturística (editores de la Políglota, Melchor
Cano), en las especulaciones de los teólogos sobre la ley y el
derecho (Suárez, Vitoria), etc. Los contrarreformástas españoles
cumplen con inigualada grandeza la española faena de coger
por los cuernos al toro de su tiempo.
2.a Otros se sitúan de menos comprometida manera ante
el problema del saber. Más aún que el cristiano medieval,
el cristiano moderno advierte la existencia de diversos caminos intelectuales ortodoxamente válidos. Pero en lugar de tomar una actitud, propia o copiada, construir luego el camino
intelectual a ella perteneciente y recorrer ese camino desde lo
más bajo a lo más alto, disputando con los que libremente escogieron actitud intelectual y senda metódica distintas, se mantiene en el punto mismo de la libre elección, como si quisiera
deleitarse morosamente en el humanísimo gozo de poder elegir: más que en el mismo elegir, la fruición está en poder hacerlo. En esta cautelosa suspensión del juicio es más vivida la
incitante abundancia de los diversos caminos posibles que la limitación del espíritu humano por tal suspensión delatada; y
así, lejos de ver en su límite una cadena dolorosa, como Prometeo, gusta el hombre de esa finitud, porque piensa poder salir y no quiere salir de ella. El resultado es un sibarítico ars
nesciendi, un sutil arte de no saber nada porque se cree poder
saberlo casi todo. Es como la golosa demora del niño ante el
cerrado paquete que contiene no sabe si el dulce o el juguete.
No creo que fuese muy distinta la actitud íntima del Brócense
— 173 —
cuando expresaba su deseo de vivir "no captivandö el entendimiento sino en las cosas que son de fe". A un lado la fe,
que se acepta íntegra y de todo corazón. A otro, los múltiples
caminos que a la mente se ofrecen para conocer las cosas de
tejas abajo, "entregadas a las disputas de los hombres". Y en
mtedio un hombre que paladea la fruición cuasidivina de ser
libre para recorrer cualquiera de esos caminos y, ganado por tal
fruición, se abstiene, con nesciente arte, de meter resueltamente
su inteligencia por ninguno de ellos.
Si acentúa un poco ese deseo de quedarse consigo mismo,
el espíritu humano está a un paso de ver la fuente de todo
saber en pensar que puede pensar y saber. En cuanto ese paso
esté dado, comenzará la aventura idealista—más o menos ortodoxamente cumplida—a que desde Descartes hasta Hegel se
ha entregado el hombre moderno.
3.a Cabe otra actitud, en cierto modo consecutiva a la anterior. El católico viene a decirse: "si hay varios caminos lícitos, ¿por qué limitarme a uno solo?, ¿por qué no recorrerlos
todos?" El intelectual, ávido de horizontes siempre diversos,
derrama entonces su vida por todas las sendas. Su fruición consiste en rechazar polémicamente las sendas ilícitas, en detenerse
un momento en los parajes más sombreados de las permitidas
y, sobre todo, en un alegre y ligero vagabundeo per ominen rem
scibilem. Más que saber todo cuanto puede saberse siguiendo
un solo camino, lo que ahora importa es ser "ciudadano libre"
para recorrerlos todos cuando y como a uno le plazca. El libro
del intelectual no será la Summa ni el tratado monográfico, sino
el "ensayo" o la "Silva de varia lección". En este grupo forma
la innumerable e indisciplinada falange de los críticos y los ensayistas, de los dilettanti. Ejemplo típico, Feijóo.
4.a Quien tenga mente verdaderamente ambiciosa o mínimamente sistemática no puede conformarse con tan alegre e
inconsistente ocupación. Si siente en su ánimo brío creador, tomará el arduo rumbo de los Suárez o los Descartes. Si no es
tan alto el vuelo de su espíritu, intentará dar unidad ecléctica
— 174 —
o armónica a los diversos caminos lícitos que ante su mente se
ofrecen. No otro es el proceder de Fox Morcillo o de Vives.
Fox intenta armonizar, dentro del ámbito católico, las vías de
Platón o de Aristóteles según él las conoce. En cuanto al eclecticismo de Vives, no resisto la tentación de copiar un párrafo
de su devoto Menéndez Pelayo: "Luis Vives es un filósofo
ecléctico. Sí, por cierto, como lo es todo filósofo digno de tal
nombre, máxime cuando nace en épocas de transición, en épocas críticas. Ecléctico en cuanto admite la verdad, venga de
donde viniere; ecléctico en cuanto no sobrepone a la propia
razón y al propio criterio la razón de los maestros y el criterio
de una escuela determinada; ecléctico en cuanto no acata la
autoridad sino en las cosas que son de fe; ecléctico en cuanto
profesa el gran principio In necesariis unitas, in dubiis libertas;
ecléctico porque no desdeña ninguno de los elementos y tendencias del pensamiento humano, sino que los comprende y armoniza todos, como están comprendidos y armonizados en la conciencia; ecléctico en cuanto no declara guerra a Platón en nombre de Aristóteles, como los escolásticos, ni a Aristóteles en
nombre de Platón, comb la escuela de Florencia. Pero no ecléctico a la manera de los franceses, pretendiendo conciliar la verdad y el error en una síntesis; que esto sólo fuera lo peligroso y
censurable" ( i ) . El párrafo no tiene desperdicio, así en lo tocante al eclecticismo de Luis Vives como para entender de veras la situación espiritual del propio Menéndez Pelayo.
5.a La quinta actitud, ya más tardía, consiste en escindir el
ámbito del saber en dos compartimientos escuetamente separados: el de la fe y el de la ciencia. En el primero sabe el hombre
lo que cree; en el segundo, lo que por sí mismo experimenta.
El comentador al modo de Feijóo recorre .libre y desembarazadamente los diversos caminos que a su espíritu ofrece su propio
mundo, pero todavía no ha renunciado a ver en todos ellos una
cierta relación intelectual o moral con Dios. El católico posi(1) Ciencia, I, 296.
— 175 —
tivista—porque con el sensualismo y el positivismo nace tal actitud—deslinda terminantemente los dos campos: a un lado
la fe, a otro un saber enteramente "humano", cuya única relación con el saber de fe, con el dogma, estriba en el hecho de no
contradecirlo. Tal situación del espíritu creyente, más o menos
explícitamente concebida, ha menudeado entre los hombres de
ciencia católicos, y por modo singular entre los franceses. El
médico Laënnec es un ejemplo insigne. Es, desde luego, fervorosísimo católico. En 1803, a los veintiún años, comunicaba a
su padre el propósito de entrar en una comunidad religiosa de
seglares, la Sancta María auxüium Christianoruin, fundada en
1801 por el abate Delpuits: "Tengo pocas ambiciones. Con poder vivir y hacer algo útil, me doy por contento. Todo lo demás me parece ocioso. He advertido muchas veces que ni la
fortuna., ni la gloria, ni los éxitos más brillantes pueden satisfacer el corazón del hombre. Gloria mundi períbit, ventas Domini manet in aeternum. Me he vuelto hacia el único que puede
dar la dicha verdadera, y vuestro hijo ha entrado por entero
en el seno de la religión" (1). Pues bien: contra todo lo que
pudiera esperarse de un hombre que ha escrito esa carta, no
se encuentra en la obra científica de Laënnec ni una sola línea
que haga alusión a su encendida fe religiosa. Ejerce y enriquece egregiamente la Medicina sin pensar que su saber acerca del
hombre enfermo tiene un punto de contacto intelectual, no sólo
ético o deontológico, con la filosofía y la religión (2). A un
lado, la fe; a otro, los estertores crepitantes y las cavernas tuberculosas; esto es, la reducción del suceso morboso humano a
puro conjunto de experiencias sensoriales. Está muy cerca de
esta actitud espiritual, no obstante ser su alma menos vivamente religiosa, el fisiólogo CI. Bernard, según los manuscritos suyos que hace poco ha descubierto y editado J. Cheva(1) Vide Rouxeau, Laënnec avant 1806, París, 1912.
(2) Dentro de la cultura positivista, el único contacto que el médico, incluso el médico católico, ve entre la Medicina y la Religión es
el deontológico.
— 176 —
lier (i), y algo se parece a ella la más sentimental de Pasteur.
Tómese la anterior enumeración no más que como un esquema para orientarse en el enmarañado tema del intelectual
católico "moderno". Es evidente que un pensador puede adoptar parcial y simultáneamente varias de tales actitudes, aunque
luego sea una sola la predominante en él. Supuesto lo cual,
tratemos de situar la personal actitud de Menéndez Pelayo dentro de ese cuadro de posibilidades históricas.
Lo primero que debe anotarse, abundando en lo ya dicho,
es la sólida integridad de su fe. La entrega de su entendimiento y su corazón a los dogmas de la Iglesia fué siempre sincera,
absoluta. En esto no admitía concesión alguna. Basta leer su
juicio acerca de cualquier hereje, incluidos los que como esteta
más admiraba—Juan de Valdés, por ejemplo—, o los que más
ternura española le inspiraban, como Miguel Servet. En materias de dogma y moral su actitud de íntegro creyente es la intolerancia. "Ley forzosa del entendimiento humano en estado
de salud es la intolerancia, y todo el que posee o cree poseer la
verdad, trata de derramarla, de imponerla a los demás hombres y de apartar las nieblas del error que les ofuscan... La llamada tolerancia es virtud fácil; digámoslo más claro: es enfermedad de épocas de escepticismo o de fe nula. El que nada
cree, ni espera en nada, ni se afana y acongoja por la salvación
o perdición de las almas, fácilmente puede ser tolerante..." (2).
Lo cual no fué obstáculo para que Menéndez Pelayo, naturalmente abierto y cordial, tratase con generosa afección a los disidentes del Catolicismo con quienes convivió; ahí está la paladina declaración de su amistad íntima con Revilla, en la "Advertencia preliminar" a la tercera edición de La Ciencia Española, o aquella radiante efusión escrita de su alma, tan verdaderamente cristiana: "Es tal mi respeto a la dignidad ajena;
me inspira tanta repugnancia todo lo que tiende a zaherir, a
(f) Claude Bernard. Philosophie. Manuscrit inédit. Texte publié et
presenté par Jacques Chevalier. París, Boivin, sin fecha.
(2) Heterodoxos, V, 400.
— 177 —
mortificar, a atribular un alma ¡humana, hecha a semejanza de
Dios y rescatada con el precio inestimable de la sangre de su
Hijo, que aun la misma censura literaria, cuando es descocada
y brutal, cínica y grosera, me parece un crimen de lesa humanidad, indigno de quien se precia del título de hombre civilizado y del augusto nombre de cristiano" (i).
En cualquier caso, la integridad de su fe, que no era sólo
cordial, más también intelectual y teológica, no admitió jamás
concesiones en materia de dogma. Pero traspuesta la linde decisiva del dogma, exigía para sí la más desembarazada libertad
intelectual. Era una actitud por entero coherente con las dos
condiciones históricas que más acusadamente definen su personalidad juvenil: su oficio de historiador y su anhelo de existir históricamente como ciudadano del siglo xvi.
Que era historiador, y cómo lo era en aquella sazón, queda
ya suficientemente dicho. Convendrá añadir, no obstante, que
el historiador lo es en cuanto comprende la razón de ser que
los sucesos—acciones, pensamientos expresos, etc.—tuvieron en
la Historia. Y si el historiador católico debe rechazar toda herejía formal, aunque históricamente la "comprenda" y hasta ame
un poquito al empecatado hereje que la inventó, es seguro que
no podrá hacerlo con los hechos y los dichos no formalmente
heréticos, vengan de donde vinieren. En ello está la diferencia
entre el historiador, que piensa desde la Historia—es decir, desde todo lo que los demás han pensado—y el filósofo sistemático,
que piensa desde su propia construcción. Don Marcelino fué
historiador, no constructor de sistemas, y quiso siempre pensar
desde la Historia. El sucesivo problema de su vida fué justamente sopesar, por manera más o menos deliberada, desde cuánta Historia debería pensar, si sólo desde la que va de Homero
a Vives o si desde la que hay entre los Vedas y el siglo xx.
(i) Ciencia, I, 4. Esta acendrada fidelidad católica le hizo extremar
muy sinceramente su elogio de todos los defensores de su misma fe,
aunque se sintiese en política e intelectual discrepancia con alguno de
ellos (Ortí y Lara, el P. Fonseca, Nocedal, etc.).
li
-
ι78-
Además de ser historiador, el Menéndez Pelayo polemista
quiere ser español del siglo xvi. Lo quiere desde los tuétanos
mismos de su alma. "¡Dichosa edad aquélla, de prestigios y de
maravillas; edad de juventud y de robusta vida!", dice, entre
entusiasmado y nostálgico, aludiendo a la gloria de nuestro
Quinientos (i). Disgústale, hasta el asco a veces, el tiempo en
que vive, y a la incómoda faena de instalarse en él y darle española y cristiana figura, prefiere tomar carta de ciudadanía
en cualquier ciudad castellana o apenina de aquella dorada
centuria. ¿Deberá extrañar que en su actitud religiosa imite la
de aquellos espíritus de nuestro católico Renacimiento, "osados
e inquietos los unos, sosegados y majestuosos los otros, agitadores todos"? La exigencia de .libertad personal, tan entrañablemente sentida por el hombre renacentista, es jaculatoria permanente en todos los escritos del Menéndez Pelayo polemista,
íntegra y sincera atadura intelectual al dogma, eso es lo primero; en lo demás, ¡viva la libertad!
Este es el sentido que tiene su curiosa distinción entre la
teología y la filosofía tomistas. El no es teólogo y prefiere no
entrar en la espinosa cuestión de si cabe una teología distinta
de la de Santo Tomás. Por eso, concediendo tácticamente una
baza a sus adversarios tomistas, equipara a su incondicional
adhesión al dogma la que puede prestarse a la teología tomista,
a cambio de quedar libre frente a la filosofía de las especies inteligibles y de las formas sustanciales. Dice Pidal: "El tomismo
es la verdad toda", y él responde, more scholastico: "en su parte teológica, concedo; en su parte filosófica, niego... ¿Por ventura se agotó en Santo Tomás el entendimiento humano?" (2).
Más tarde le insiste: "No se puede admitir esa compenetración
tan absoluta que ustedes suponen entre la teología tomista y la
filosofía..." (3). No midamos ahora la licitud de ese sutil distingo de Menéndez Pelayo, que por esta vez, puesto a sutilizar,
(1) Heterodoxos, VII, 413.
(2) Ciencia, I, 294.
(3) Ciencia, II, 31.
— 179 —
nos ha resultado schólasticis scholasticior. Antes veamos en él
su sentido renaciente, la avidez de nuda libertad intelectual
—libertad meramente disponible, todavía inempleada—que el
hecho mismo de la distinción revela.
Hay en el Menéndez Pel ayo joven un íntimo y moroso
regusto por esa vivencia de la libertad intelectual que antecede
al ya orientado y productivo empleofilosóficode la inteligencia.
Más que filosofar por un camino libremente elegido, lo que le
gusta es ser libre él mismo para escoger entre varios o para combinarlos eclécticamente, si así le place. No otra es la intención
de sus reiteradas apelaciones al ejemplo del Brócense. Desea,
desde luego, hablar con toda reverencia de Santo Tomás, mas
"sin que esto—advierte—obste en nada a la libertad que tengo
y deseo conservar íntegra en todas las materias opinables de
ciencia y arte, al modo de aquellos españoles de otros tiempos,
cuyas huellas, aunque de lejos y longo intervalle, procuro seguir, no captivando mi entendimiento sino en las cosas que son
de fe, como dijo el Brócense" (i). Esta sed de nuda libertad,
de libertad por la libertad, podríamos decir (paralela a su enemiga contra la servidumbre del arte o cualquier tesis), le lleva
a preferir entre todos los posibles el goliardesco título de "ciudadano libre de la república de las letras". Se aparta del campo
escolástico, nos confiesa, como aquellos humanistas y "pensadores eclécticos e independientes que en su bandera pudieron escribir el lema de ciudadanos Ubres de la república de las letras" (2), y luego se complace, casi se regodea repitiéndolo:
"Bien entendido (es decir, con el límite de la fidelidad a la Iglesia), el título de ciudadano Ubre de la República de las Letras
es el más hermoso y apetecible que pueda darse, y yo, por mí,
no le trocaría por ningún otro, ni siquiera por el de tomista,
que al cabo indica adhesión a una escuela determinada. Los
principios y las tendencias del vivismo dan, según yo entiendo,
(1) Ciencia, II, 35. Lo mismo le dice al P. Fonseca en Ciencia, II,
119.
(2) Ciencia, I, 33.
— ι8ο —
ese libérrimo derecho de ciudadanía" (i). Lo que no soporta
es la "adhesión" intelectual: quiere vivir suelto, libre, y no es
vivista por seguir a Viives, sino por ser libre y aun libérrimo.
Para serlo él, él solo, según delata esa entre humilde y orgullosa apelación al yo: "yo no lo trocaría",, "según yo entiendo".
La avidez renacentista de libertad individual está en esas frases del renaciente y recién nacido historiador.
In dubiis libertas es para él casi tan preciosa máxima como
Instaurare omnia in Christo. Una y otra fueron, en efecto, lemas de sus contestaciones polémicas a Pidal. "Déjenme los tomistas este resquicio de libertad intelectual que reivindico aquí
formalmente...", le dice al P. Fonseca desde el nervio de su alma
"moderna" y abrumado por el desconsiderado ataque que sus
hermanos en fe lanzan contra él (2) ; "esta independencia mía
en lo opinable" (3), añade luego, alardeando de su cristiano
e individual derecho. Ve con mucha razón la grandeza de la
escolástica en la libre genialidad creadora de Santo Tomás, no
en el hecho de que fuera seguido el tomismo por una "escuela";
y si esa escuela tuvo luego días de gloria la causa estuvo, antes
que en su pedisecua fidelidad a Santo Tomás, en la libre osadía
de corregirle y aumentarle; porque—comenta—"es tal la fuerza
expansiva del entendimiento en las cuestiones de tejas abajo
que, aunque aparente estar sujeto a una doctrina y a un nombre, siempre halla algún resquicio por donde recobrar su libertad prístina" (4). Libertad de la inteligencia, he aquí el motivo
permanente de su polémica con los reaccionarios y, esto es lo
notable, con los "avanzados". "Yo no detesto a los krausistas
por librepensadores—escribía a Valera—, puesto que hay muchos pensadores libres que, por la grandeza de su esfuerzo intelectual, me son simpáticos. Los detesto porque no pensaron libremente (quiere decir: por su dogmatismo de escuela), y por(1)
(2)
(3)
(4)
Ciencia,
Ciencia,
Ciencia,
Ciencia,
I, 304.
II, 118.
II, 123.
II, 33.
— ι8ι —
que todos ellos, y especialmente Giner, son unos pedagogos in­
sufribles, nacidos para ser eternamente maestros de un solo es­
píritu y de un solo libro" (i). Como cristiano fervoroso, y en
cuanto a las enseñanzas de la fe, Menéndez Pelayo proclamaba
la sentencia evangélica: "la verdad os hará libres". Como hombre que anhelaba vivir en el Renacimiento, pensaba así frente
al posible saber de las cosas humanas y opinables: "la libertad
os hará sabios". Y era tan urgente esa vivencia de la propia
libertad, una libertad ganada por creer cristianamente en la Verdad, que en ella prefería demorarse, sin adhesión ni servidumbre
a escuela alguna.
A lo más que llegó fué a enamorarse del vivismo y a enamoriscarse de la filosofía escocesa. Pero ya hemos visto que en
Luis Vives no adoraba una doctrina, sino la posibilidad de libérrima ciudadanía en la República de las Letras. Gustábale su
tendencia crítica y ecléctica, entendido el eclecticismo como un
"no acatamiento de la autoridad sino en las cosas que son de
fe" y como vía para acercarse a "lo mejor y más sólido de todos, sin las exageraciones ni el exclusivismo de ninguno". Por
eso, y porque Luis Vives no contiene error grave, quiere Menéndez Pelayo resucitar el vivismo y llamarse vivista (2). Otro
tanto puede dicerse de su afición a la filosofía escocesa. "En
esto soy escocés y hamütoniano hasta hs tuétanos", escribe al
P. Fonseca (3). ¿Y a qué se refiere ese en esto? Pura y simplemente, al libre derecho de no atenerse sino al testimonio de
la propia conciencia; ese derecho que, como individuo, tiene
y debe tener el investigador de problemas psicológicos. Menéndez Pelayo es vivista y hamütoniano en cuanto siéndolo puede
ser libre.
Mas, ¿puede el ¡hombre evadirse de su propio tiempo? Este
efugio de Menéndez Pelayo al siglo xvi es un cómodo recurso
de historiador y de esteta. Quiéralo él o no, su tiempo le acosa,
(1) Epistolario, II, págs. 54J55.
(2) Ciencia, I, 305.
(3) Ciencia, II, n8.
— l82 —
le pincha por todos los costados de su alma. Luego estudiaré el
curso biográfico de .las reacciones intelectuales de don Marcelino a su propia época. Ahora me basta consignar que las primeras son el despego y el asco. Ellas determinan en buena medida su nostálgica evasión a tiempos de vida más robusta y
encantadora. Pero Menéndez Pelayo es cristiano, verdadero
cristiano, y no puede quedar indiferente ante el crudo menester
que le circunda.
De dos modos quiere cumplir el arduo empeño de atenderlo.
Según el más conocido, como polémico adversario de todos los
disidentes o adversarios del Catolicismo, desde Salmerón y Pi
y Margall hasta su cordial amiigo Pérez Galdós. Según el otro,
menos visible, como apologista. "¡Haga Dios que esta historia
sirva de edificación y de provecho, y no de escándalo al pueblo
cristiano!", exclama en 1877, al final de su "Discurso preliminar" a los Heterodoxos. En otra ocasión adoctrina a los que
quieren hacer apostolado intelectual: "La crítica histórica y
literaria, las lenguas sabias, Jas ciencias naturales, la antropología en todas sus ramas, la lógica en todas sus formas y procedimientos, las ciencias escriturarias y patrísticas, todo esto
debe ser el principal estudio del apologista católico, en vez de
afincarse tanto en cuestiones que ya pasaron, en errores que ya
no volverán y que nadie sigue ni defiende" (1).
Pronto vuelve, sin embargo, a la ínsula soñada del pretérito,
a "vivir con los muertos", como de sí mismo dirá luego, o a la
polémica contra esto o aquello. ¿Hasta cuándo? ¿No llegará a
ver, por ventura, que frente al propio tiempo le caben al católico actitudes intelectuales y políticas distintas de la evasión,
la reacción polémica y la mera persuasión apologética? ¿Adivinará un día la posibilidad de hacer algo que sea creadoramiente original, además de ser polémicamente defensivo?
(1) Ciencia, II, 33.
ν
RADIX HISPANIAE
^ ^ ABEMOS ya cómo ve el joven Menéndez Pelayo lo que Es^
paña hizo y sufrió en su historia. Pero ¿qué es España?
¿Qué idea tiene Menéndez Pelayo de su propio pueblo? ¿Qué
ha dado unidad histórica a los actos de los españoles, de modo
que la palabra España sea, como en realidad es, algo más que
un rótulo puesto sobre un cajón de sastre de acciones y pensamientos individuales? No olvidemos que Menéndez Pelayo vivió en el siglo del nacionalismo. Desde fines del siglo xvm, el
tem'a de las naciones como entidades históricas está sobre el tapete de los historiadores y de los políticos. ¿Cómo ve nuestro
polemista historiador la nación a que como español pertenece?
Sería inútil buscar en sus obras un estudio sistemático del tema
o una tesis formalmente concebida. La implícita actitud del
Menéndez Pelayo joven frente a ese tema debe indagarse cuidadosamente a través de las leves referencias que en torno a él
hay en sus textos. En las páginas subsiguientes voy a esforzar-
— ι84 —
me por cumplir con alguna precisión esta labor entre venatoria
y policíaca (i).
Debemos tener bien presente, antes lo he dicho, que Menéndez Pelayo vive y escribe en el siglo del nacionalismo. Desde
que en la batalla de Valmy se grita vive la nation!, hasta que
en la postguerra de 1918 aparecen barruntos de internacionalismo (económico, clasista, imperialista, etc.), el vocablo nación
ha sido una de esas palabras mágicas que el hombre necesita
para hacer su vida histórica con alguna ilusión, como lo fué el
término de racón en el siglo xvn y lo viene siendo el de naturaleza desde el xv. El hombre necesita algo que exceda de su propia limitación, algo en que su persona descanse y eche raíces.
A veces tiene el acierto de dar a las cosas su verdadero nombre
y llama Dios a eso que necesita. Otras, orgulloso de su fingida
suficiencia, no quiere o no sabe traspasar con su vista los diversos cendales naturales o históricos que a un tiempo ocultan
y explicitan la operación divina; y en lugar de adivinar a Dios
a través de la naturaleza, como Copérnico y Newton, o de la
historia, como San Agustín y Orosio, prefiere apoyar su vida
en esas causas segundas de que Dios se vale. Es entonces cuando
diviniza y escribe con presuntuosa letra mayúscula la "Naturaleza" o la "Nación".
La nación es en el siglo xix uno de esos sucedáneos de Dios
a que el hombre recurre cuando no quiere ver ni nombrar a
Dios. Pocas ideas históricas acerca del siglo xix me parecen tan
afortunadas como la de Ziegler (2), que ve en el "politeísmo de
las naciones" uno de los ejes cardinales para entender la historia del Ochocientos. Europa sólo tiene entonces la unidad de ser
(1) Como las ideas de Menéndez Pelayo en torno a este tema no
varían de modo para mí ostensible a lo largo de su vida, me ha parecido preferible componer este apartado con textos de todas sus obras,
sean de su período polémico o pertenezcan a su madurez intelectual. Las
ideas sobre el ser natural de España son siempre casi las mismas. Lo
que varía es, como veremos, su pensamiento acerca de la expr-esión histórica de ese presunto ser natural; esto es, su proyecto respecto a España.
(2) Die moderne Nation, Tubinga, 1931.
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una suerte del Olimpo secularizado o histórico, diversificado en
un conjunto de naciones-dioses más o menos amistadas o enemistadas entre sí. La nación viene a ser para muchos una especie de divinidad secularizada, y por un momento se pretende
que los hombres crean exclusivamente en la nación, esperen
exclusivamente en la nación, y se amen exclusivamente en la
nación, trasladando al ámbito nacional las virtudes teologales
del Cristianismo (i).
Dejemos ahora la cuestión de cómo se configuran intelectualmente la idea y el sentimiento nacionales. Dejémosla para
luego, después de haber visto por dentro el pensamiento de Menéndez Pelayo, y planteémonos como problema la situación del
católico del siglo xix—y, sobre todo, del católico intelectual—
ante esa ineludible situación que su mundo histórico le ofrece
y aun le impone.
Un portillo siempre abierto es el de la nostalgia. El católico,
agobiado por la constante presión de una vida cotidiana y una
convivencia política totalmente secularizadas, se evade imaginativamente de su situación presente y se instala, añorante,
transfigurando con su anhelo situaciones pretéritas, en las doradas tiendas del feliz tiempo antiguo. Las metas del ensueño
pueden ser distintas: unos buscarán asiento para su espíritu en
la Cristiandad medieval; otros, en las ciudades católicas del
siglo xvi ; quiénes, más modestos, en la inmediata comodidad
del Anden Regime. También puede ser diversas las posturas
del nostálgico, desde la meramente soñadora y rrnansa hasta la
heroica y combativa del contrarrevolucionario. Sean una u otra
la meta y la disposición táctica, la actitud profunda es siempre
análoga y consiste en evadirse imaginativamente del significado
(i) Este explícito reconocimiento de los excesos a que llegó el nacionalismo del siglo pasado, cuando se hizo doctrina cerrada y sistemática, no equivale a afirmar que pueda o que deba prescindirse del "hecho"
histórico de la nación. El problema está tanto en evitar que la tuición
se trague a la persona como en que la persona, so pretexto de libertad o de cosmopolitismo, se desarraigue de la nación y pierda este ámbito de su inserción en la Historia.
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histórico que el siglo xix ha dado a un viejo vocablo, la nación.
Pero el católico puede elegir un camino distinto de la fuga
soñadora y combativa. Puede, por ejemplo, afrontar católicamente—más o menos católicamente, esto no importa ahora—la
situación histórica nacional. Si es poco ambicioso se conformará
con la congrua de convivir como católico dentro del ámbito nacional y procurará concordar dignamente su vida y su pensamiento con el pensamiento y la vida que le circundan. Nace así
el concordismo: concordismo entre la Sagrada Escritura y la
Ciencia Natural, en lo tocante al pensamiento; concordismo entre la Iglesia y un Estado teóricamente neutral, en lo que atañe
a la convivencia política. No es éste, sin embargo, el único
expediente. Si el católico es más ambicioso, procurará absorber
en un "nuevo" modo de vida católico la "novedad" de esa situación histórica nacional, como la Iglesia primitiva absorbió la
Antigüedad clásica y el Catolicismo español del xvi absorbió
la cultura del Renacimiento ( i ) .
Va implícita en el párrafo anterior la idea de que ese contacto "concordista" o "absorbente" del católico con la situa(i) Tal fué el propósito cardinal de José Antonio. Aceptaba, desde
luego, la idea histórica de nación; pero, en lugar de tomarla como un
biológico genio o "espíritu del pueblo" (nacionalismo romántico), como
una concreción histórica del Espíritu en su evolución dialéctica (Hegel),
o como un "plebiscito de todos los días" (Renan), la entendía como una
idea ejemplar en la mente de Dios (la "eterna metafísica de España"),
a la cual han de dar forma, adivinándola desde cada una de las ocasionales situaciones históricas, Jos españoles de esta España física e histórica. Los hombres dan forma a la "idea ejemplar", analógicamente expresable a lo largo de la Historia, mediante su acción personal, a la vez
libre y comunal, y a través de sus condiciones naturales, más o menos
modificables por la voluntad (temperamento nativo, geografía, etc.), y
de sus diversas situaciones históricas (Contrarreforma, siglo xix. Estado
del siglo xx, etc.). El destino de España, uno en cuanto los españoles
quieran perseguir esa "idea ejemplar" (grandeza católica de España,
bienestar de los españoles, etc ), se diversifica históricamente por vía
de analogía, no por vía de equivocidad. Frente a la univocidad de la
tradición "con ánimo de copia" y a la equivocidad del sufragio permanente, se afirma una tomista analogía "con ánimo de adivinación". Pero
la línea de ese "destino" puede perderse si la libre y pecable voluntad
de los españoles deserta de su deber histórico ante España. Una nación
"histórica" es, por definición, una entidad siempre en peligro de desaparecer.
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ción histórica "nacional" puede acontecer por dos vías: la vía
de la acción y la vía de la inteligencia.
Operan en la vía de la acción los partidos políticos católicos
y todos los movimientos de "opinión pública" más o menos
confesionales que surgen durante el siglo xix y los primeros lustros del xx. Por un momento, el Menéndez Pelayo joven creyó
hallar en la acción política cauce idóneo a la bien henchida vena
de su ánimo. Dos caminos se le ofrecían: la pelea nostálgica y
el diálogo concordista.
Muy cerca estuvo de la primera cuando el Brindis del Retiro hizo olvidar los penosos incidentes de la reciente polémica
y los tradicionalistas e integristas (El Siglo Futuro, Nocedal,
Mateos Gago, etc.) le colmaron de felicitaciones y lisonjas. No
obstante, llegó a poco una ruptura que el propio Menéndez Pelayo no vaciló en llamar estrepitosa. En 1882, pocos meses después del Brindis, contestaba Valera a una carta de don Marcelino: "Hablando con franqueza—decíale en ella—, desapruebo
esa determinación que mié dice usted 'haber tomado de refugiarse en la Estética, enojado de la estupidez e ingratitud de los
carlistas" (1). Dejemos a un lado los motivos y los incidentes
concretos de tal ruptura. La causa eficiente no debe ser buscada
en la superficie, sino en las raíces del alma. Las que ya conocemos de don Marcelino—mente histórica, índole de su actitud
religiosa, voluntad de superar la polémica española ochocentista, etc.—habían de apartarle casi forzosamente del sesgo que
por entonces tenían la política integrista e incluso de la tradicionalista (2).
La permanente voluntad de eficacia de don Marcelino no
podía entretenerle en disputar "prolija y fastidiosamente—estas son sus propias palabras—sobre temas tan interesantes y de
tanta profundidad filosófica como el de El liberalismo es peca(1) Epistolario, pág. 134.
(2) Más detalles sobre estos incidentes pueden leerse, muy discretamente expuestos, en el libro Menéndez y Pelayo, de García de Castro,
páginas 2ΓΟ-227.
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do" (i). Su ánimo naturalmente abierto, su miente de historiador y su deseo de española convivencia habían de llevarle hacia
los campos del diálogo concordista. Así se entiende que, no
obstante sus diferencias con Pidal, fuese diputado por la Unión
Católica, grupo extremo de la derecha liberal conservadora.
Durante algunos meses creyó ver en esta política la posibilidad
de hacer algo—nótese bien la índole de su expresión—"en sentido católico y progresivo". Fué diputado por Palma de Mallorca en 1884 y por Zaragoza en 1891. He aquí su profesión de fe
política concordista en su discurso de Zaragoza, allá por los
idus del febrero de 1891: "El partido conservador es o debe
ser... la congregación de los que en vez de la unidad yerta y
puramente administrativa sueñan con la unidad orgánica y
viva; de los que en cuestiones económicas tienen por único lema
el interés de la producción nacional, hoy tan comprometida y
vejada, y de los que en materias más altas opinan que la mayor pureza de creencias no es de ningún modo incompatible con
los únicos procedimientos de gobierno hoy posibles y con toda
la racional libertad que puede tener una política amplia, generosa, expansiva y verdaderamente española..." (2). ¿No se ve
aquí al hombre que quiere concordar la Nación y el Estado del
siglo xix con las más puras creencias; esto es, con el dogma católico? ¿No se advierte, también, al hombre de esa generación
profesoral, conciliadora y realista que forman los Cajal, los
Ribera y los Menéndez Pelayo?
Pronto iba a retirarse Menéndez Pelayo de la política activa. Muchas razones se concitaban para ello. La primera, que
no fué político, sino intelectual. Quiero dejar intacto ese arduo
tema del intelectual y la política, tan vivo en la Historia Universal y tan irresuelto desde que la figura del "sabio" hace su
(1) "Advertencia preliminar" a la traducción de El libro de Job, de
Caminero. Madrid, 1892. Traducción a nuestro tiempo: más importante que polemizar censorialmente contra Rebeca es hacer novelas mejores y más atractivas que Rebeca.
(2) Cit. por Artigas, La vida y la obra de M. y P., Zaragoza, 1930,
página 104.
— reaparición en las costas jónicas. Eduardo Schwarz, el excelente
historiador del mundo antiguo, apostillaba así los avatares políticos de Platón: "Suministró al mundo el primer ejemplo—no,
por desgracia, el último—que demuestra que la política es demasiado difícil para Jos profesores y los profesores demasiado
buenos para la política". El intelectual no puede prescindir
jamás, si se mete en la aventura política, de una cierta dimensión utópica, soñadora. ¿No se ve al utopista en el bueno de
Menéndez Pelayo, intelectual de casta, cuando invita a los conservadores zaragozanos a "soñar" o cuando pretende inyectar
en aquel partido una idea de España "amplia, generosa y expansiva"?
Menéndez Pelayo aspiraba a otra política más ancha y noble que la de un partido. "Debemos inspirarnos—decía a los zaragozanos—en algo superior a lo que vulgarmente se entiende
por espíritu de partido. No lo es, en rigor, el nuestro, y sería
grave injusticia confundirle con las infinitas banderías que en
nuestro país aspiran al régimen de la cosa pública". Son palabras de profesor despistado, que desconoce la verdadera condición del mundo político en que vive—el partido conservador,
en este caso: partido fué, sin duda, y como tal había sido concebido—y hasta es capaz de transfigurarle utópicamente. Mas
también son palabras de español sensible e incontaminado, de
hombre que pretende para España algo más ancho y noble.
Tal es, bajo tantas diferencias, el anhelo unánime de muchos
españoles, desde Costa al recién llegado y contradictorio Unamuno: romper la opresora costra de España, dar a España cauce más ancho que el menguado de tres o cuatro partidos electorales y turnantes. En el fondo, al católico Menéndez Pelayo, intelectual y español, no le satisfacía la insuficiente receta del
concordismo: su utopía fué—más acusadamente cuanto más
maduro—la "absorción" de su época en una forma de vida intelectual y política a un tiempo católica y nueva.
El hecho es que Menéndez Pelayo se retiró pronto de la política militante. Pasó a la vera de la nostalgia combativa, re-
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caló breve y soñadoramente en el diálogo concordista y por fin
se recluyó a "vivir con los muertos". Corito intelectual político,
salió de la aventura herido por un íntimo desengaño, contra
el cual lidiará a veces en los senos de su alma. Como intelectual
•historiador, vuelve a las viejas páginas impaciente por hallar más
allá de la letra impresa el mundo fabuloso y espléndido que su
espíritu necesitó siempre para no sentirse desesperadamente solo.
Es hora de recoger el hilo perdido. Dije antes que la aproximación del católico a la idea ochocentista de la nación podía
tener lugar por dos senderos: la acción y la inteligencia. Hemos
visto ya la fugaz aventura de don Marcelino por la vía de acción. Veamos ahora la más dilatada por el flanco de la inteligencia. ¿Cómo entendió Menéndez Pelayo la realidad histórica
de la "nación española"? ¿Cómo' su mente, tan irrenunciable y
ambiciosamente católica, se enfrentó con este tema de su tiempo? ¿Qué relación existe entre las alusiones de Menéndez Pelayo a este tema—directas a veces, indirectas casi siempre—y
el pensamiento de su siglo?
Sus más inmediatos maestros—Laverde, Milá, Lloréns—,
hombres formados en el corazón mismo del nacionalista siglo xix, llevan al alma del ávido adolescente una patente actitud biologista o vitalista frente al magno suceso de la diversificación de la Historia Universal en "historias nacionales". En
la carta que Laverde escribió a Menéndez Pelayo, en 1876, como
prólogo de la primera edición de La Ciencia Española, léese
este característico paso: "'No ignoro... que la ciencia es una y
que la verdad no tiene patria; mas nadie negará tampoco que
la verdad y la ciencia adoptan formas y caracteres distintos en
cada tiempo y país, según el genio e 'historia de las razas, a
cuyas peculiares condiciones se atenta con la manía de introducir lo extranjero sin asimilarlo a lo propio" (1). Unas líneas
antes se ha referido a la ciencia española tradicional con la significativa expresión de "ciencia castiza". Para Laverde, un pue(1) Ciencia, I, 19.
— igi —
bio sólo puede contribuir eficazmente a la cultura universal a
través del genio de su raza; empeñarse en otra cosa es subvertir el buen orden de la Historia y sustituir malamente la asimilación por una "superposición nunca duradera ni fructuosa".
La nación no es para Laverde una empresa decidida por la libre
voluntad de los hombres rectores y condicionada por las diversas situaciones que va ofreciendo la Historia, sino un carácter
dado "a priori", configurador de todo cuanto la voluntad y la
inteligencia deciden, decisivo en orden a la auténtica eficacia
histórica y condicionado en última instancia por la naturaleza
biológica de cada pueblo, ínsito en ella (el "genio de la raza").
Tradición es, a la postre, fidelidad a la casta, casticismo; así
se entiende que Laverde llame "ciencia castiza" a la de "los
Lulio, Vives, Fox, Valles, Gómez Pereira, Vázquez, Molina,
Suárez, Domingo de Soto, Angel Manrique, Isaac Cardoso, Caramuel y tantos otros". La norma de una política nacional sería, en consecuencia, cultivar el genio, suscitar lo espontáneo.
No desconoce Laverde la unidad de la verdad y de la cultura
universal; pero esa innegable unidad no pasaría de ser la de
un mosaico, en el cual cada pieza, natural y cualitativamente
distinta de las demás, es el producto "castizo" de cada "genio
racial". José Antonio diría que con ello se pretende convertir
la voz universal de la lira, pitagórico sonido del "ámbito eterno
donde cantan los números su canción exacta", por un orfeónico
concierto de gaitas castizas. Otros, menos rigurosos con sus propias expresiones, comentarían, sin duda, una curiosa consecuencia de esta actitud: la de llamar a Suárez "castizo".
Lo mismo venía a decir Lloréns, aunque con prosa más
alambicada y escocesa. En un Discurso inaugural de la Universidad de Barcelona, en 1854, pronunció estas palabras, que Menéndez Pelayo 'hace suyas: "Cuando la civilización de un pueblo ha salido de sus corrientes primitivas... no hay que esperar
que la importación de una doctrina filosófica venga a llamar la
vida a un cuerpo desfallecido y exhausto". Un sistema filosófico extraño podrá alcanzar, sin duda, un éxito aparente; pero
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"fijemos la vista en lo hondo de la sociedad donde esto aconteciese, que allí descubriremos o una degeneración de su constitución íntima, o un antagonismo entre el elemento propio y el
extraño". Todo lo cual sucede, piensa Lloréns, porque "el pensamiento filosófico no es un nuevo elemento de la conciencia
humana, sino una forma especial que el contenido de la conciencia va tomando; por manera que la masa de ideas elaboradas por cada pueblo debe ser la materia sobre la cual se ejercite la actividad filosófica". Y añade: "El pensamiento filosófico viene naturalmente a formar parte de aquel organismo invisible que, existiendo en el seno de cada nación, determina su
individualidad". Menéndez Pelayo no vacila en adherirse a este
curioso modo de pensar: "Esto dijo Lloréns en 1854—comenta—. Lo mismo, aunque con menos gravedad y elocuencia, he
procurado yo inculcar en más de una ocasión" (1).
No es difícil advertir que en el pensamiento de Lloréns
acerca de la Historia se mezcla la huella de dos ingredientes intelectuales difusos en el aire del siglo xix: el naturalismo biológico y Hegel (2). Basta hacer un censo de las palabras usadas
por Lloréns para percatarse del innegable biologismo en que
se mueve su mente, acaso sin clara conciencia de ello; los términos "degeneración", "organismo", "naturalidad" del pensamientofilosófico,"constitución" de la sociedad, etc., lo expresan
con toda evidencia. Hegel—un Hegel más o menos teñido de
psicologismo y de "escuela histórica"—está latente y casi patente cuando el buen Lloréns ve en el pensamiento filosófico
tan sólo una "forma especial que el contenido de la conciencia
va tomando", y en la visión de ese "ir tomando forma" como
despliegue o eflorescencia del "organismo invisible" que "existe en el seno de cada nación" y "determina su individualidad".
La negación de toda novedad al suceso histórico (historia como
mero despliegue o desarrollo, como Entwicklung) y la clara re(1) Ciencia, I, 475-476.
(2) No contando, desde luego, lo que ese pensamiento debe al psicologismo escocés.
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ferencia al espíritu del pueblo, al Volksgeist, son dos ideas de
neta progenie hegeliana. "El espíritu de un pueblo—decía
Hegel—es un espíritu determinado, el cual se edifica a sí mismo
dando el mundo histórico presente que ante nuestros ojos está
y subsiste..." Más adelante compara la vejez de los pueblos con
la de los hombres: "el pueblo vive como un individuo que pasa
de la virilidad a la senectud; vive en el goce de sí mismo, en
ser lo que quería y podía alcanzar"; y si es cierto que los pueblos pueden llegar a una reviviscencia, sólo será sacando de su
propia entraña, por una suerte de palingenesia dialéctica, las
nuevas formas de vida, el nuevo pensamiento, el nuevo espíritu.
Lo que parece nuevo no es sino forma "potencialmente precontenida" en el seno íntimo de aquel "espíritu del pueblo". He aquí
las palabras de Hegel: "Si hubiese de nacer un interés verdaderamente general (esto es, capaz de sacar de su caduca costumbre a un pueblo sólo a ella entregado), debería llegar el
espíritu del pueblo a querer algo nuevo. Pero ¿de dónde vendrá lo nuevo? Sería una representación de sí mismo más alta
y más general, como una emergencia de sí mismo allende su
antiguo principio..." (i). El simple cotejo entre estos párrafos
de Hegel y los de Lloréns que Menéndez Pelayo hace suyos demuestra su innegable parentesco y la común implantación de
ambos, cada cual con su estatura, en el suelo nacionalista del
siglo XIX.
No es necesario detenerse mucho para advertir la inconsistencia de tal actitud intelectual. Existen las naciones, sin duda,
y todo filósofo de la Historia deberá dar cuenta de su existencia. ¿Cómo no ver que tienen entre sí una relación nacional la
lógica de Stuart Mill y el pensamiento político de los Gladstone
y los Disraeli? Desconocer la existencia y la importancia de la
nación como suceso histórico sería error imperdonable. Mas
también se puede cometer el error contrapuesto, el de nacionalizar la Historia Universal, convirtiendo su unidad en un poli(i) Philosophie der Geschichte, Jubiläumausgabe, págs. 113-115.
lä
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teísmo de "espíritus del pueblo". En este error incurre Lloréns cuando refiere "naturalmente" todo pensamiento filosófico
a ese "organismo invisible" que determina la individualidad
nacional. ¿Cómo se entendería, entonces, la originalidad filosófica de San Agustín? ¿Podría atribuirla Lloréns a un "organismo invisible" existente en el seno de la nation númdda?
Sólo estas dos interrogaciones hacen ociosa una crítica más detenida. La significación histórica de la nación es un suceso en sí
mismo histórico y rigurosamente "moderno" (i); la nación, por
otra parte, ni siquiera en la época de su máxima vigencia pasa
de condicionar adjetiva y contingentemente el servicio de cada
hombre a la cultura universal: Benedetto Cro'ce, italiano, puede seguir fructíferamente a Hegel, y Alberto de Bollstädt, germano, pudo ser aristotélico y maestro de Santo Tomás.
Dejemos ahora la crítica y persigamos la influencia de esta
mentalidad nacionalista y romántica sobre el pensamiento de
Menéndez Pelayo. O, mejor dicho, la espontánea configuración
que Menéndez Pelayo da al tema de la nación cuando se acerca a él por la vía de la inteligencia.
Menéndez Pelayo cree en la nación y ve en ella un modo
de ser natural y biológicamente dado. Los hombres del siglo xvi 11, un siglo que, como decía el propio don Marcelino,
"gustaba más de decidir que de examinar" (2), decidieron que
la nación era un producto, algo hecho o elaborado, bien por la
sucesiva influencia de la naturaleza sobre una comunidad humana, ya por la acción modeladora de los planes humanos enderezados al regimiento de esa comunidad. Montesquieu pensaba en el clima; Voltaire, en la eficacia configuradora del gobierno y la religión; Rousseau, no obstante ser el primer ro(1) Decía el propio Menéndez Pelayo, con clara visión de historiador: "El sentimiento de patria es moderno; no hay patria en aquellos
siglos (medievales); no la hay en rigor hasta el Renacimiento" (Heterodoxos, VII, 513); y aun podría decirse que una patria nacional e históricamente sentida por el "pueblo" no la hay hasta después de la Revolución Francesa.
(2) Ensayos, 267.
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mántico, habla, además de la volonté générale, del clima, del
suelo, del aire, de la alimentación, del género de vida. Es la situación intelectual en que Lamarck, el naturalista, construye
su hipótesis acerca de la producción y la transmisión de los
caracteres biológicos. El cosmopolitismo dieciochesco afirma: el
hombre es "naturalmente" uno; todos los hombres pertenecen
a la especie "natural" homo sapiens. ¿De dónde vendrán, entonces, sus diferencias? La respuesta es inmediata: del medio geográfico y del modo de convivir. Las naciones son las unidades
sistemáticas de esa diferenciación: son, en definitiva, natura
naturata.
Los hombres del siglo xix, bajo la influencia de los pensadores románticos, van a pensar que la nación es natura naturans.
No es un producto, una "segunda naturaleza" consecutiva a
determinadas habituaciones biológicas, sociales o históricas, sino
un modo de ser previo a la Historia misma, una variante irreferible a nada anterior, ínsita en la "primera naturaleza" del
hombre. Hasta aquí no es muy nuevo el pensamiento. Es seguramente el mismo en cuya virtud veía Plinio una nativa vehementía cordis como carácter diferencial de la "nación" ibera,
o llamaba Quevedo a los españoles "pródigos de la vida" ( i ) .
Mas lo característico del siglo xix, el siglo de la evolución y
de la historia, es ver en ese quid originario una virtud productora, originante del curso histórico. Ese sustrato nacional en
cuya virtud se distinguirían a nativitate unos pueblos de otros,
es también una fuerza radical y específica, un verdadero motor
de la Historia: es la tesis del Volksgeist o "espíritu del pueblo".
(i) Pocas cosas se han dicho sobre la española "vocación de la
muerte" tan terribles como estos versos de Quevedo:
De España vienen hombres y deidades,
pródigos de la vida, de tal suerte
que cuentan por afrenta las edades
y el no morir sin aguardar la muerte.
Procede la estrofa del Poema heroyco de hs necedades y locuras de
Orlando el Enamorado.
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Luego vendrán las diferencias en torno a lo que ese "espíritu
del pueblo" sea. Unos, siguiendo a Herder y a la "Escuela histórica", lo interpretarán de modo biológico, como un germen
vivo y vivificador; otros, con Hegel, verán en él una concreción del "Espíritu" en su evolución dialéctica; quiénes, con
Renan, pensarán que l'âme de la nation, su principe spirituel, se
realiza históricamente a través de las voluntades de los hombres, en un "plebiscito de todos los días". Lo importante es, sin
embargo, esa idea de la nación como principio y fundamento
de la diversidad histórica, en cuya afirmación coinciden, cada
uno a su modo, casi todos los pensadores representativos del
siglo pasado. Desde el siglo xvín al xix la nación ha pasado de
ser producto de la Naturaleza o de la Historia, a ser principio
natural originante del acontecer histórico.
He dicho ya que Menéndez Pelayo ve en la nación un modo
de ser específico, biológicamente dado a los hombres que la
componen. Cada nación corresponde a una determinada ra\a
nativa. Esta raza se expresa operativamente según la específica
índole de su genio, y este genio de cada raza se explana en varias notas raciales activas, codeterminantes del quehacer histórico—intelectual, político, etc.—de aquella nación. "Yo creo
—decía a Pidal—que hay siempre un lazo más o menos íntimo
entre los pensadores de un mismo pueblo, y, en tal concepto,
ninguno carece de filosofía nacional, más o menos influyente o
desarrollada. Y si nunca oímos hablar de filosofía rusa ni de
filosofía escandinava, será, o porque estos y otros países no han
tenido pensadores de primero ni segundo orden, o porque nadie
se ha cuidado de investigar sus relaciones y analogías, o porque estas investigaciones no han entrado todavía en el general
comercio científico. De otra suerte, es imposible que filósofos de
un mismo pueblo y raza no ofrezcan uno y aun muchos puntos de semejanza en el encadenamiento lógico de sus ideas" (i).
(i) Ciencia, I, 290-291.
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Poco después habla del "organismo" subyacente a la historia
del pensamiento español.
¿En qué consiste ese "lazo", por cuya virtud se enlazan en
un "organismo" los pensadores de "un mismo pueblo y raza"?
En otro lugar es más explícito nuestro historiador y nos habla
de la historia del pensamiento español como "cuerpo vivo, por
el cual circula Ja savia de esa entidad realísima e innegable,
aunque lograda por abstracción, que llamamos genio, índole
o carácter nacional" (i). La tesis del Volksgeist no puede ser
más patente. Entidad realísima le llama; y aunque el lúcido
catolicismo de don Marcelino no equiparase jamás esa entidad
realísima al ens realissimum de los escolásticos, no creo que deba
menospreciarse la posible resonancia de estas palabras dentro
de su alma, si uno emprende la tarea de catar y calibrar la
idea que de la nación tenía nuestro historiador. Esa "entidad
realísima" del genio nacional se definiría biológicamente a través de la sangre y el suelo, de la raza y del medio geográfico;
es "materialmente imposible (dadas las leyes de la transmisión
y de Ja herencia y salvando siempre los derechos del genio y
mucho más los del libre albedrío) que pensadores de una misma sangre, nacidos en un mismo suelo, sujetos a las mismas
influencias físicas y morales, y educados directamente los unos
por los otros, dejen de parecerse en algo y en mucho, aunque
hayan militado o militen en escuelas diversas y aun enemigas" (2).
Estos párrafos son, como suele decirse, cruciales. Resulta
de ellos que don Marcelino, como su maestro Lloréns, y aún
más explícitamente que él, afirma la tesis romántica del Volksgeist. Por otra parte, interpreta el Volksgeist con mente fundamentalmente racista o biologista: aunque nombra a la educación como momento determinante del "parecido nacional",
su influencia sería enteramente subordinada, puesto que el pair) Ciencia, II, 72.
(2) ¿No es curiosísimo este hallazgo del Blut und Boden en Menéndez Pelayo? El subrayado es mío. V. Ciencia, Π, 73.
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recido existe también entre "escuelas diversas y aun enemigas". Adviértase, por fin, que como católico se siente obligado
a salvar expressis verbis los derechos del genio y del libre al·bedrío. Tal consideration del genio es sobremanera importante
para entender el pensamiento de don Marcelino, y nos la encontraremos otra vez. En cuanto al engarce que halla la mente
de Menéndez Pelayo entre el libre albedrío personal y ese nacionalismo racista, véase lo que poco más adelante diré.
Esta idea acerca del carácter nacional puede rastrearse hasta en los escritos de la más granada madurez. Téngase en "cuenta que los párrafos anteriores fueron escritos en 1884, ya pasado
el período que he llamado polémico. En 1889 repetía en la Universidad, con motivo de su Discurso de apertura, conceptos
análogos: "Todo organismo filosófico es una forma histórica
que el contenido de la conciencia va tomando según las con-f
diciones de tiempo y de raza. Estas condiciones ni se imponen,
ni se repiten, ni dependen, en gran parte, de la voluntad humana. La historia de la filosofía no vuelve atrás, conto no vuelve
ninguna historia; pero a través de las formas pasajeras y mudables, el espíritu permanece" (1). El magisterio de La verde
(alusión al "genio de la raza") y el de Lloréns ("organismo filosófico" como forma del contenido de la conciencia) están detrás de ese párrafo; pero debajo de él se adivina la potente
garra sustentadora de Hegel, el titán del siglo xix.
Cada nación tiene su índole o genio propio, piensa don Marcelino, y éste depende fundamentalmente de la τάχα. Al co­
mienzo del siglo xix, Fichte pensó que la nota visible más radical de la especificidad nacional es el lenguaje. Una nación
llega a serlo en cuanto es Sprachnation, nación locuaz y habladora del mismo lenguaje. Poco después escribía Boeckh: "el
lenguaje es el lazo inequívoco que une a todos los miembros de
una nación en una comunidad espiritual". Esta idea del lenguaje como lo más puro y originario de los pueblos condiciona
(1) Ensayos, 114.
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en buena medida el estilo de la espléndida Filología del Romanticismo (enlace esencial entre la Filología y la Historia,
búsqueda de "raíces puras", Filología comparada, etc.), y no
es distinta de la que latía en la mente de Unamuno, filólogo y
poeta, cuando pronunció en Salamanca su últirria lección de cátedra o cuando cantaba la soberanía espléndida de nuestro
idioma:
La sangre de mi espíritu es mi lengua,
y mi patria es allí donde resuene
soberano su verbo...
Menéndez Pelayo, no sé si conociendo la posición de Fichte
o por movimiento espontáneo de su pensamiento, veía la lengua más como vestidura que como sustancia. Lo más radical de
una nación no sería su lengua, sino su raza, su raíz biológica:
"No desconozco ni en modo alguno niego—escribió para defender su programa en las oposiciones a la Cátedra de Madrid
(1878)—la importancia de la lengua como prenda de nacionalidad y signo de raza; pero creo que la lengua no es más que
la vestidura de la forma, y concibo la forma sin la lengua,
como concibo la estatua desnuda. Ni lo sustancial ni lo formal lo da la lengua, sino el estilo". Tomemos nota de esa refei
rencia al estilo. La lengua es, pues, el instrumento con que se
expresa un estilo de vivir anterior a ella, el estilo propio del
genio nacional o de la raza: "la lengua del Lacio—nos dice poco
después—sirvió de instrumento al genio español". Lo primitivo
y originario es la raza, la casta. Lo auténtico es lo castigo.
Es casi increíble el número de veces que repite don Marcelino las palabras "raza" y "castizo", así en sus escritos juveniles como en los de su última madurez. La raza es para Menéndez Pelayo el radical de la Historia. Antes vimos su concepción racista de la Reforma protestante. Racista es también su
interpretación histórica de la fundamental ortodoxia que, casi
sin discordancias heréticas, ostenta la historia de la teología
española. En España se dieron—ex nobis prodierunt, sed non
erant ex nobis, dice al comienzo de los Heterodoxos—"el gnos-
— 200 —
ticismo de los priscilianistas, el panteísmo ideológico o intelectualista de Averroes, el panteísmo emanatista de Avicebrón, la
concordia mosaico-peripatética de Maimónides, el misticismo
quietista de Tofail y, finalmente, la cristología panteística de
Miguel Servet"; pero "estas tendencias y desviaciones parciales" son "disonancias que acaban por perderse", "las unas, por
ser anteriores a la verdadera historia de España (alude al estoicismo de Séneca) ; las otras, por haberse desarrollado en el seno
de razas que, con haberse españolizado mucho, nunca llegaron
más que a salpicar con algunas gotas de sangre semítica el torrente circulatorio de nuestra sangre aria" (i)· Completando el
pensamiento católico de Menéndez Pelayo, podríamos decir que
para él la raza es el instrumento primario de la providencia de
Dios en la Historia.
En ninguna de sus obras explana don Marcelino una doctrina sistemática acerca de la raza y las razas. Mas, como se ve,
es una de las ideas conductoras de su implícita filosofía de la
Historia y empapa, por decirlo así, sus más personales y apasionadas páginas. Acá y allá, además de alusiones a la idea central—el "genio nacional" o "genio de la raza"—, hay muy concretas referencias a las diferentes razas. Acabamos de oirle hablar de las razas semítica y aria. Este gran tronco ario se diversificaría en distintas ramas. De la germánica ya nos ha dicho
bastante, y algo más nos dirá luego, rectificando muchos de sus
arrebatos juveniles. A los ingleses les llama "la raza práctica y experimental por excelencia" (2). Los pueblos latinos constituirían
una unidad racial: "el modo español de filosofar... no diferiría esencialmente en España de lo que es en otras gentes latinas; pero todavía, bajo esa unidad en lo sustancial, cabe infinita variedad y riqueza de pormenores y accidentes" (3). La raza
es, pues, lo que daría "unidad sustancial" a los pueblos, y los
latinos constituyen una de tales "unidades". En otro lugar, re(1) Ensayos, 296.
(2) Heterodoxos, VI, 28.
(3) Ciencia, Ií, 73.
— 201 —
firiéndose a españoles e italianos, habla de "la lógica innata en
los pueblos del Mediodía" (i), y en el Brindis del Retiro llamó
a España, abundando en el mismo pensamiento, "airiazona de la
raza latina". Mas dejemos para luego este tema de la "raza española".
¿De dónde vendría a la mente de don Marcelino este curioso entendimiento racista de la nación y la Historia? Sus escritos no permiten puntualizarlo. ¿Habrían llegado a sus manos
los trabajos de Zachariä (1839) y Maurenbreoher (1848), que,
según los enterados, abren vía a la interpretación racista de la
nación? ¿Leyó por ventura el Ensayo del Conde de Gobineau,
publicado en 1854? ¿Fué creación de su propio pensamiento
esta idea de la raza? Cualquiera que sea la respuesta, siempre
sorprenderá la evidente analogía—sólo analogía, desde luego—
existente entre estas ideas de Menéndez Pelayo y la que el Conde de Gobineau tiene de la Historia Universal. Ve Gobineau la
historia como una tela inmensa (2), en la cual cada una de las
razas pone la gruesa hilaza o el finísimo hilo que naturalmente
puede dar de sí: "Las dos variedades inferiores de nuestra especie, la raza negra y la raza amarilla—escribe Gobineau—,
son el fondo basto, el algodón y la lana que las familias secundarias de la raza blanca suavizan con su seda; al paso que el
grupo ario, haciendo circular sus hilillos más tenues a través
de las generaciones ennoblecidas, aplica a la superficie del lienzo, verdadera obra maestra, sus arabescos de plata y oro" (3).
Dios sería una especie de maestro tejedor que, luego de haber
creado las razas, cada una con sus virtudes nativas, tejiese cada
día, usando como urdimbre la operación de esas razas, el lienzo
maravilloso de la Historia Universal.
Mas no está dicho todo.. Todavía no nos ha expuesto Menéndez Pelayo cómo se expresa la peculiar índole, el "genio"
(1) Heterodoxos, VI, 11.
(2) Esta visión metafórica de la Historia como una tela se encuentra también en Menéndez Pelayo, Estudios, VII, 29.
(3) Ensayo sobre la desigualdad de las ra^as humanas, trad, esp.,
Barcelona, 1937, pág. 623.
— 202 —
de esas unidades raciales en que originariamente se diversifica
la global unidad de todos los hombres. Don Marcelino no es
antropólogo, sino historiador, y por eso no habla de tallas, pigmentaciones, ángulos faciales, etc., etc., como por esa misma
época hablan Virchow, en Alemania; Quatrefages, en Francia,
y Olóriz, en España, otro 'hombre de la generación de Menéndez Pelayo. El es historiador, ya lo he dicho; y en tanto historiador, su tema es el modo de expresión de la raza o del genio
nacional en la Historia. Antes le hemos oído una palabra rigurosamente decisiva: el estilo. La lengua no es el "signo de la
raza", ni nos da "lo sustancial y lo formal" de ella; el signo de
la raza, su forma primitiva es el estilo. Esta idea central se
repite en diversos instantes y bajo diverso ropaje expresivo. En
el orden puramente estético es el estilo "todo el desarrollo mórfico necesario para que la concepción artística deje de ser idea
pura" (i). Nos ha dicho, además, que los filósofos "de un mismo pueblo o raza" se asemejan en "el encadenamiento lógico de
las ideas". El modo de este "encadenamiento lógico" sería la
expresión de cada estilo filosófico nacional. Más abiertamente
habla en otra ocasión. La peculiaridad filosófica de un pueblo
consistiría en la forma de su filosofía. ¿Qué es para don Marcelino esa forma? "No entendemos por forma—explica—la mera
exposición literaria, sino algo más íntimo y profundo; es a saber: la facultad, si no creadora, ordenadora, que encadena en
una original disposición las ideas y forma con ellas una trama
que llamamos sistema; es decir, un verdadero poema filosófico...
Y en ese ritmo, en esa serie lógica y animada de estrofas ideales, está la mayor originalidad, casi la única que cabe en el pensamiento humiano" (2).
Tal vez sea ya posible recoger con alguna coherencia sistemática las dispersas ideas de don Marcelino en torno a la configuración nacional del pensamientofilosófico.Según él, no hay
problemas nuevos en la historia del pensamieneo. "En todas
(1) Estudios, I, 9.
(21) Ciencia, II, 74.
— 203 —
las épocas se plantean todos los problemas", le oímos decir.
"Los problemas están contados y las soluciones también, repitiéndose eternamente los mismos círculos", piensa luego, en extraña coincidencia temporal y expresiva con el "eterno retorno"
nietzscheano (i). Estos permanentes problemas son los que se
propone elfilósofoen los pueblos que han llegado a tener filosofía; pero se los plantea y los resuelve—aquí se insertaría la nación en el pensamientofilosófico—através de la peculiaridad
biológica e histórica que le imponen su "raza" y su "época".
Suárez, por ejemplo, se plantearía los mismos problemas que
Aristóteles, sólo que a través de su condición de católico renaciente y de su "casta" o "raza" española. La raza, peculiaridad
biológica radical, sería, si vale decirlo así, el cristal a cuyo través toman matii nacional los problemas genérica y permanentemente humanos, y el "genio de la raza" el específico agente en
cuya virtud se colorean castiza o nacionalmente las respuestas
dadas por el filósofo a los problemas que como tal se propone.
¿En qué consiste ese matiz? Ya lo hemos oído: en un estilo,
tanto literario como intelectual (2). Este último consistiría en
el modo según el cual los conceptos están eslabonados, en la
figura sistemática, en el ritmo o cadencia de la respuesta a las
(1) Ciencia, II, 73. Este paso de don Marcelino fué escrito en 1884.
El capítulo correspondiente al "eterno retorno" en el Wille χηχ Machi
nietzscheano fué proyectado en 1887. ¿Cómo llegó a la católica menta
de don Marcelino esta idea de que en la historia del pensamiento humano "se repiten eternamente los mismos ciclos"? ¿Acaso de sus lecturas griegas—doctrina estoica, Heráclito—como de las suyas la recibió
Nietzsche? ¿O es una resonancia de los corsi e ricorû del napolitano
Juan Bautista Vico? "Los dos más extremos modos de pensar—el mecanicista y el platónico—coinciden en ser los ideales del eterno retorno",
escribía Nietzsche; y Menendez Pelayo, separado de él toto coelo, incluso en su modo de entender ese "eterno retorno"—Menendez Pelayo
admitía católicamente un "fin del mundo" y un "juicio final"; Nietzsche, paganamente, no—, hubiese puesto su firma al pie. ¿No es pasmosa
la coincidencia? Véase lo que sobre este tema se dice en un capítulo ulterior.
(2) Este estilo no equivale al estilo de que habló José Antonio. El
estilo es para José Antonio un "modo de ser" adquirido por una nueva
fe y una nueva voluntad en la tarea de hacer la vida: un "hábito adquirido". Este estilo a que alude don Marcelino es un "modo de ser"
nativo, ingénito, biológico: un "hábito de 3a primera naturaleza".
— 204 —
invariables preguntas que el filósofo se hace. Francisco Sánchez
se parece a Montaigne en ser escéptico del Renacimiento; pero,
según todo lo anterior, Sánchez sería un escéptico "a la española", un escéptico con ritmo y estilo genial o racialmente ibéricos. El texto de la canción filosófica nunca es nuevo; sólo son
nuevos el estilo y el ritmo de la melodía con que ese texto es
cantado.
Adviértese con bastante claridad que a don Marcelino, después de haber afirmado con tanta decisión el imperativo biológico-histórico del "genio de la raza", le asustan dos de sus consecuencias: el nacionalismo panteísta de los románticos a ultranza y el entredicho en que esa tesis racista pone al libre albedrío
personal. Como si adivinara estos dos portillos de su nacionalismo, trata inmediatamente de taponarlos con declaraciones
formalmente liberoarbitristas y con exorcismos ahuyentadores
de ese panteísmo vislumbrado y temido. A la vez que hace del
estilo el más radical "signo de la raza", se dice a sí mismo, con
la buena puntería del que sabe bien donde le aprieta el zapato:
"Si de algo conviene huir en crítica es de ese afán de considerar
encerradas todas las fuerzas vivas de un pueblo en una unidad panteística, llámese estado, genio nacional, índole de la
ra^a" (i). Seguramente adivina junto a sí a la filosofía romántica alemana, y quiere hacer con esa frase cauteloso sahumerio.
Más tarde repetirá parecida cautela. A poco de afirmar la "entidad realísimia" del "genio nacional" y su raíz biológica, salva
con necesaria decisión la unidad y la libertad de los hombres:
la idea de una ciencia nacional, dice, "no envuelve la ridicula
pretensión de creer que los españoles estemos conformados y
dispuestos para la filosofía de un modo distinto que el de los
demás mortales, de tal suerte que podamos plantear y resolver los grandes problemas ontológicos de una manera diversa
de como los plantea y resuelve casi indefectiblemente la inteligencia humana" (2). Ese "casi indefectiblemente" alude a la
(1) Estudios, I, 4.
(2) Ciencia, II, 73.
— 205 —
fundamental invariabilidad histórica de los problemas filosóficos, su tan repetida tesis; y sospechando que alguien se moverá
a sorpresa, se apresura a dar sus razones: "es sabido—añade—
que, si la voluntad es libre, el entendimiento no lo es más que
a medias, y que los problemas están contados y las soluciones
también, repitiéndose eternamente los mismos círculos" (i).
Quiere decir: las posibilidades de elección de la inteligencia humana están limitadas por su propia naturaleza y por el medio
histórico en que ejercita su actividad; y en ese medio, con el
curso del tiempo, se irían repitiendo indefinidamente las situaciones del espíritu humano y las respuestas de la mente filosófica ante cada situación.
El imperativo de la unidad del género humano (2) lo salva
Menéndez Pelayo, en orden a su problema intelectual, con la
tesis de la invariabilidad y la universalidad de los problemas
filosóficos. El "genio nacional" sería, entonces el filtro de los problemas universales y la fuerza espontánea y originaria que mueve a planteárselos con esa castiza especificidad (3).
Más difícil de salvar es el escollo del libre albedrío, si la
mentefilosóficatiene tan determinado el camino por obra de su
natural limitación, por su época y por ese "genio" de la raza
a que pertenece el filósofo. La cuestión es singularmente insoslayable para un hombre como Menéndez Pelayo, católico español—liberoarbitrista acérrimo, por lo tanto—y apetentísimo
de personal libertad intelectual. Para conocer su respuesta, es
O) Esta idea de que la voluntad tiene un ámbito de acción mucho
más amplio que el entendimiento es típicamente cartesiana. Véase, por
ejemplo, la "Meditación cuarta", que trata Du vrai et du faux. Es la
consecuencia del voluntarismo escotista.
(2) No quiero entrar aquí en la exposición de este arduo problema
antropológico y teológico, sobre el cual tantas cosas sutiles han dicho
recientemente los teólogos y escrituristas católicos. Véanse, por ejemplo, los artículos "Monogénisme", "Polygénisme" y "Préadamites", en
el Dictionnaire de Théologie Catholique, de Vacant.
(3) Habla, por ejemplo, de "los impulsos y aspiraciones primordiales del pensamiento español, siempre que libremente ha podido dar
muestra de sí" (Ensayos, 24).
— 2θ6 —
preciso, no obstante, reconstruir su disperso y sólo esbozado pensamiento.
Adviértese entre líneas que don Marcelino se siente en el
aprieto de encontrar espacio al libre vuelo del albedrío humano,
radicalmente libre, aunque su libertad esté condicionada por la
naturaleza y la historia. ¿Cómo podría sustraerse el hombre a
esta casi necesaria determinación de su rumbo y su estilo? Según el pensamiento de don Marcelino—en cuanto una lectura
atenta puede adivinarlo—, dos son las vías por las cuales elude
la humana libertad el imperio de tantos y tan estrechos cercos
coactivos: la pluralidad en los modos expresivos de un mismo
"genio nacional" y la excepción. La libertad es, en fin de cuentas, la facultad en cuya virtud un hombre puede ser "excepcional", exceptuarse a sí mismo de seguir en sus movimientos "humanos" la necesidad con que la naturaleza cósmica y biológica
se mueve.
Son extraordinariamente significativas las "excepciones" que
Menéndez Pelayo se ve obligado a señalar, puesto ante el concreto problema de definir con nombres propios lo que de hecho
es una filosofía nacional. "Es exacto—dice—el nombre de filosofía alemana aplicado a los sistemas germánicos que han aparecido desde Kant a nuestros días, y no a la doctrina de Leibniz,
ni a la de Wolfio, ni a ninguna otra anterior" (i). Entonces,
¿qué hacía el "genio de la raza" germánica antes de ser publicada la Crítica de la ra%ón pura? ¿Dormitaba, acaso, de vez en
cuando, como dicen que dormitó Homero? ¿Por qué no es castizamente alemán, por ejemplo, el pensamiento de Leibniz y sí
lo es el de Lotze y el de Wundt? Además, ¿no habíamos quedado en que la Reforma y sus consecuencias eran cosa, en parte
al menos, racialmente germánica? ¿Era Leibniz ajeno al suceso
histórico de la Reforma? Otro tanto cabe preguntarse cuando
poco después afirma nuestro polemista que "es también legítimo
el nombre de filosofía escocesa, con que se designa el psicolo(i)
Ciencia, I, 291.
— 207 —
gismo de Reíd, Dugald-Stewart y Hamilton, y nunca el escepticismo de Hume, aunque éste naciera en Escocia", o cuando
excluye a los no cartesianos de la presunta filosofía francesa.
Más claro aún es el sentido de estas "excepciones" cuando
se enfrenta con el españolismo de sus adversarios en la polémica
famosa. "Hay que tener sangre española en las venas para entender esto—se refiere a la grandeza moral de la derrota española en el siglo xvn—. Los Perojos, Revillas y compañía, ni
hablan nuestra lengua ni son de nuestra raza" ( i ) . ¿Qué quiere
decir Menéndez Pelayo con esas palabras, si se las despoja del
calor polémico con que han sido escritas? "No hablar nuestra
lengua" es bastante, mas no lo decisivo, porque la lengua no
es para don Marcelino el signo radical de la nación (2). Lo
grave para él es afirmar que "no son de nuestra raza". Grave
en doble sentido. En el primero, porque es el mayor dicterio
de que su indignación puede echar mano. En otro, porque el
culatazo de ese disparo le desmonta sus propias tesis. Que los
Revillas y Perojos llevaban sangre ibérica, biológicamente ibérica, en sus venas, no lo pondrá en duda ninguno de los que lean
tan ibéricos apellidos. Y si con tan ibérica crasis hemática no
deben ser contados en las filas de la "raza española" ¿sería por
ventura "renunciable", esto es, no biológica, la raça a que don
Marcelino alude cuando le aprietan? Si la educación y la libre
decisión personal pueden hacer perder o adquirir a uno su raía,
¿será que don Marcelino, a través de la contaminación biologista impuesta por su época a toda visión del acontecer histórico, quería decir "otra cosa" con esa palabra? La "entidad"
del "genio nacional", que antes ha calificado como "realísima",
(1) Ciencia, I, 341. Otra vez afirma taxativamente que "dos siglos
para producir artificialmente la revolución, aquí donde no podía ser orgánica, han conseguido, no renovar el modo de ser nacional sino viciarle, desconcertarle y pervertirle" (Heterodoxos, VII, 514). Lo que se vicia, desconcierta y pervierte durante esos dos siglos no es la biología de
los españoles, sino su historia.
(2) Véase lo que antes se dice sobre las relaciones entre "lengua"
y "genio de la raza" en el pensamiento de don Marcelino.
— 20S —
¿no será más bien posible—esto es, susceptible de ser proyectada y conseguida—que real?
La excepción confirma a veces la regla, pero otras la rompe.
Cuando para obtener el resultado a que se refiere la regla puede haber siempre una excepción, como sucede con todas las reglas acerca de la conducta de los hombres, la regla tiene una
fisura en su propia y más íntima constitución : libertad se llama
esa constitutiva fisura de todas las reglas pertinentes a la conducta humana. Menéndez Pelayo, como todos los hombres de
su tiempo, pretendió hacer de la nación histórica una entidad
natural, nativa; pero su ineludible afirmación de la libertad
humana y la consiguiente presencia de las "excepciones" le quebraban el esquema. El error era de principio. Porque la Historia—y, en consecuencia, lo que de histórico tiene una nación—
no depende de algo que al hombre le esté naturalmente dado, sino
de lo que él pone, de su libre decisión, de su libre invención y
de su libre acción. La nación histórica no es primariamente cosa
de raía, sino de empresa.
La concesión de excepciones dejaba muy malparada la tesis
biológica del "genio nacional". Si las manifestaciones de ese
"genio" son cosa de quita y pon, según el libre albedrío y la
educación de cada uno, serían formalmente insostenibles la mayor parte de los asertos que hasta ahora hemos oído a Laverde,
Lloréns y Menéndez Pelayo. No sé si por advertir vagamente
esta inexorable consecuencia de la libre exceptuación, es el caso
que don Marcelino pasa como sobre ascuas a lo largo de tan peligrosa ribera. En cambio, se detiene más morosamente en la
consideración de la otra vía abierta al humano albedrío: la
pluralidad en los modos de expresión del "genio nacional".
La definición de la "raza española" le ocupa con insistencia.
Antes he glosado ya algunos de los textos que a tal intento atañen. El tema burbujea en todos sus escritos. "Razas como la
nuestra, ya estéril, ya fecundamente apasionada e inquieta...",
dice una vez, aludiendo a la dificultad del trabajo erudito en
tiempos tan polémicos como los de Moreno Nieto, español de
— 209 —
raza (i)· "Digámoslo... con fundado orgullo de raza", exclama,
encareciendo los merecimientos de Fox Morcillo (2). "Armado
siempre para la pelea, duro y tenaz, fuerte e incontrastable", ve
al genio racial español (3), y en otra ocasión le atribuye "grandeza inicial y lucidez pasmosa para sorprender las ideas; poca
calma, poca atención para desarrollarlas". A veces prefiere excitar a cristiana modestia: "No por ser españolas han de ser
nuestras cosas las mejores ni las únicas del mundo; que no
vinculó Dios en una raza todas las grandezas intelectuales" (4).
Mas no me propongo capturar agotadoramente todas las innumerables expresiones de don M'arcelino sobre el tema, sino explanar con cierto orden cómo ven sus ojos el estilo de la actividad intelectual española, el "sello dominante y característico"
que ese "organismo" llamado "ciencia nacional" presenta "en el
curso de las edades" (5).
Pese a todas las excepciones, piensa don Marcelino, ese estilo
existe en potencia desde que hay "raza" ibérica o española, y
en acto desde que esa raza se pone a pensar. "Es cosa muy para
considerarla y que no debe atribuirse a mera coincidencia—subraya—>, el encontrar bosquejada ya en el más antiguo de nuestros pensadores (Séneca), en un filósofo gentil del siglo 1 de
nuestra era, algunos de los que han sido impulsos y aspiraciones
primordiales del pensamiento español, siempre que libremente
ha podido dar muestra de sí" (6). Este nativo "estilo de la raza"
se manifiesta tanto en la forma intelectual como en Ja literaria. Luego expondré cómo ve don Marcelino los caracteres de
esa forma intelectual. Los iniciales del estilo literario español
fueron "la pompa y altisonancia de dicción, el abuso de la hipérbole, lo exuberante y encrespado, junto con cierta aspereza
(1) Estudios, VII, 5.
(2)
(3)
(4)
(?)
(6)
Ensayos, 101.
Heterodoxos, II, 20.
Estudios, III, 87.
Ensayos, 129.
Ensayos, 24.
4
— 210 —
y genio indómito" (i). En el curso de sus oposiciones a la Cátedra de Madrid expuso con mucha claridad su idea acerca de
las primeras vicisitudes históricas de este "genio nacional":
"Si la historia de nuestra literatura es la del ingenio español,
menester será buscarle dondequiera que se halle y en cualquier
lengua o dialecto en que esté formulado. El concepto de nacionalidad es harto vago y etéreo para que en él se pueda fundar
literatura alguna. Y, además, ¿cuándo empieza la nacionalidad
española?, ¿desde cuándo hay espíritu nacional? Claro es que
no lo hay entre los primeros pobladores de España, ni en la
época romana, ni en la visigoda; pero sí elementos y formas del
carácter nacional, que se reflejan en la lengua y en el arte literario. Estos elementos se van depurando y llegan a su madurez
en los tiempos de la Reconquista, y no sólo entre los cristianos
independientes, sino hasta cierto punto entre moros y judíos" (2). Años después valoraría más aún esa españolidad del
pensamiento semítico medieval español: "apartada España de
las corrientes escolásticas del centro de Europa por causas históricas bien sabidas, no daba entonces muestras de su vitalidad
filosófica en las escuelas cristianas, sino en las escuelas árabes
y judías. Durante los siglos xi y xii, esa y no otra es la verdadera filosofía española" (3). "No deja de ser Averroes una gloria muy española" (4), escribe a Pidal durante la polémica, y
con ello rompe una vez más en aras de la Historia su reiterada
concepción biológica, racista, del "genio nacional".
El Cristianismo y el Renacimiento, felizmente conjugados,
permiten en el siglo xvi que el genio español alcance su triunfal madurez expresiva. "España era o se creía el pueblo de
Dios... Nada parecía ni resultaba imposible...", dirá, encendido
y añorante, nuestro gran español (5). Mas no debo esforzarme
en acopiar más textos. Sobre el españolísimo entusiasmo del
(1) Estudios, I, 9.
(2)
(3)
(4)
(5)
Estudios, I, 73.
Ensayos, 33.
Ciencia, I, 294.
Heterodoxos, VII, 513.
— 211 —
español don Marcelino ante esta trina conjunción, dicho queda
lo suficiente; sobre el estilo que el historiador Menéndez Pelayo
descubre en la obra intelectual de nuestra gloriosa cima, véase
Jo que en seguida se dirá. En la primera mitad del siglo xvii
permanecería todavía indemne la virtud de nuestro "genio": "Si
queremos... conocer a los castellanos que afianzaron el trono
del hijo de Doña María de Molina, busquémoslos en la maravillosa creación de Tirso, que no los conocía como erudito, pero
que los adivinó y sintió como poeta, por vivir en tiempos en que
el antiguo y castizo modo de ser nacional permanecía sustancialmente ileso" (i).
La derrota de España en la segunda mitad del siglo xvn
quiebra el camino, y en los dos siglos subsiguientes se desquicia
la libre expresión del "genio nacional". La desmedida inyección
de cultura extraña, engendrada en la entraña de "genios nacionales" ajenos, habría inhibido y alterado la castiza producción
del nuestro, o por lo menos la de sus elementos creadores más
nobles. La excesiva y seductora facilidad de las interpretaciones biologistas ha llevado con frecuencia a interpretar la historia española de los siglos xvm y xix como una "intoxicación".
Menéndez Pelayo no vacila en pensar que durante esos dos siglos sufriría un proceso patológico—de etiología exógena, como
decimos los médicos—nuestro genio nacional. "Dos siglos de
incesante y sistemática labor para producir artificialmente la
revolución, aquí donde nunca podía ser orgánica, han conseguido no renovar el ser nacional, sino viciarle, desconcertarle y
pervertirle. Todo lo malo, todo lo anárquico, todo lo desbocado
de nuestro carácter se conserva ileso, y sale a la superficie, cada
día con más pujanza. Todo elemento de fuerza intelectual se
pierde en infecunda soledad, o sólo aprovecha para el mal. No
nos queda ni ciencia indígena ni política nacional..." (2). La
tendencia armonista del genio nacional español se empleará
ahora en urdir la casi ininteligible trama del krausismo; y la
(1) Ensayos, 127.
(2) Heterodoxos, VII, 514.
— 212 —
individual fiereza, siempre latente y mal domada en los españoles, está a punto de retraer a España "al cantonalismo »de
los Arévacos y de los Vectones". Rompióse "la unidad de creencia", esa por cuya virtud "adquiere un pueblo vida propia y
conciencia de su fuerza unánime" (i), y cayó nuestro pueblo
en el estado que tan doloridamente ve y describe Menendez
Pel ayo.
Tal sería, según nuestro historiador, la historia de nuestro
"genio nacional". El naturalismo biológico de la tesis genialista,
hijuela no remota del Volksgeist herderiano, condiciona la interpretación de Menendez Pelayo. Ese "genio de la raza" sería
como un permanente germen biológico, sólo capaz de crecimiento fructífero cuando el medio y el pábulo nutricio le son idóneos, susceptible de enfermedad inhibidora y desconcertante
cuando el contenido del medio no es adecuado a su biológica especificidad. No sé si con plena deliberación, Menendez Pelayo catoliza a su modo el pensamiento de la filosofía romántica alemana
acerca del carácter nacional. En el panteísmo de la identidad
schellinguiana o hegeliana, el "espíritu nacional" viene a ser
"Dios hecho Historia". En el católico pensamiento de don Marcelino, el "genio de la raza" es el instrumento de Dios para
hacer la Historia, la más inmediata "causa segunda" de su Providencia. Mas cuando el historiador católico quería pasar adelante e insertar en ese cuadro la ineludible libertad personal
de los hombres, sin la cual no es posible la Historia, se le deshacía entre las manos su idea biológica o genialista de aquella
"causa segunda".
Es imposible, en efecto, salvar la unidad histórica de una
(i) Heterodoxos, VII, 511. También por aquí se disuelve el biologismo que, por influencia del clima intelectual, preside da idea de don
Marcelino acerca de la nación. Si un pueblo sólo adquiere "vida propia"
por la unidad de una creencia, como de hecho sucede, entonces esa "vida
propia" y nacional no depende primariamente de un "genio" biológico
o racial.
— 213 —
nación mediante la hipótesis del "genio nacional" (i). Si uno
es consecuentemente fiel a la idea de un "genio" nacional o
racial biológicamente distinto en cada comunidad humana, el
fraccionamiento podrá llegar hasta lo infinito; es decir, hasta
lo absurdo. Los vascos, los manchegos y los maragatos invocarán pronto la especificidad de su genius loci. Nö fué ajeno Menéndez Pelayo a este error cuando, pese a las forzosas salvedades
que la realidad imponía a su mente abierta, intentó referir la
diferencia entre "los estilos y las filosofías" de Balmes y Donoso a la diferencia "genial" entre las "razas" catalana y extremeña. "Son—decía—naturalezas diversísimas y aun opuestas,
reflejando fielmente uno y otro los caracteres, también opuestos, de sus respectivas razas... Balmes es el genio catalán paciente, metódico, sobrio, mucho más analítico que sintético, iluminado por la antorcha del sentido común y asido siempre a la
realidad de las cosas... Donoso es la impetuosidad extremeña,
y trae en las venas todo el ardor de sus patrias dehesas en estío.
No es analítico, sino sintético; no desmenuza con sagacidad laboriosa, sino que traba y encadena las ideas y procede siempre
por fórmulas" (2). ¿Cómo explicaría don Marcelino la mente
serena, metódica y sabia del extremeño Arias Montano o el
hecho de que Ramón Llull, afín a Ja catalanidad, se pareciese
tanto a la pintura que él hace de Donoso? ¿Qué tiene de esta
"catalanidad" psicológica el arrebatado Arnaldo de Vilanova?
Y, por otra parte, ¿cómo podría impedirse la multiplicación de
esa "catalanidad" en "genios raciales" diferentes, tan diferentes
entre sí como el verdor del Ampurdán y la rojiza gleba del
Segre?
Igualmente insostenible es la afirmación de un estilo histó(1) El lector habrá advertido que empleo indistintamente las expresiones "genio nacional" y "genio de la raza". Lo hago porque así
las usa también el propio Menéndez Pelayo.
(2) Heterodoxos, VII, 407-408. Las "salvedades" a que aludí son la
"educación, la procedencia y la cultura" a las cuales, aunque por modo
complementario, apela también don Marcelino para explicar esas diferencias. ¡Curiosa sugestión la que con tanto imperio ejerce sobre su
mente la idea de un "genio de la raza"!
— 214 —
rico castizo, unitario y racialmente determinado si, como hace
Menéndez Pelayo, empieza uno a disgregarlo en notas expresivas distintas e independientes. Podrá así salvarse en cierto modo
el escollo de la libertad personal, puesto que a cada pensador,
sin dejar de ser castizo, le será dada la posibilidad de optar entre uno u otro de los distintos modos de expresión a que naturalmente tiende por su casta; pero por ese camino la idea del "genio nacional" se astilla y, a la postre, se atomiza y disuelve.
Una de las más acuciantes preocupaciones del Menéndez Pelayo polemista es aprehender y definir las tendencias distintas
en que se expresa y diversifica la actividad intelectual del "genio español". No se ocupó, ciertamente, en exponer de modo sistemático una concepción de nuestra historia como actualización
espontánea o contrariada del conjunto de nuestras tendencias
ingénitas; una lectura atenta de su obra permite, no obstante,
recoger y ordenar las que él fué distinguiendo en diversos momentos de su vida. Pensó don Marcelino que en el estilo castigo
de la producción intelectual española cabe aislar las siguientes
inclinaciones nativas: el sentido práctico y activo, el armonismo y el espíritu crítico. Estas serían las tendencias fundamentales. Junto a ellas cabría poner una peculiar viveza en el sentimiento del propio yo y, cuando la voluntad y la mente se des-,
vían de la ortodoxia católica, la propensión al panteísmo, "porque el pensamiento español es lógico hasta en sus aberraciones" (i).
I. Sentido práctico y tendencia a la acción.—"La gente española propende a la acción y se distingue por el sentido práctico y por la tendencia a las artes de la vida." Esta nota temperamental se haría visible "en la abundancia de moralistas y de
jurisconsultos, de políticos y de publicistas, en las digresiones
éticas a que los mismos metafísicos propenden, en el gran número y excelencia de los geopónicos y economistas, en la observación desnuda y franca de la vida que caracteriza a nuestros
(i) Ciencia, I, 205.
— 215 —
grandes novelistas, en el naturalismo de los pintores (el de Velazquez) y en otras mil manifestaciones del genio nacional". El
mismoflorecimientoteológico habría tenido en España el carácter "activo, crítico, polémico, práctico, que aun en sus mayores
audacias ostenta nuestra ciencia" (i). La tendencia práctica nos
hizo abandonar el cultivo de los saberes teóricos, y esto explicaría, a juicio de don Marcelino, que hayamos dado "tantos
pasos en falso", incluso en el dominio de la acción. Esta tendencia práctica y activa se habría manifestado desde Séneca:
"Sus doctrinas y estilo tienen cierta conformidad con el sentido
práctico de nuestra raza y con la tendencia aforística y sentenciosa de nuestra lengua" (2).
2. Armonismo y criticismo.—También habría aparecido
por vez primera en Séneca la ingénita tendencia del genio español a conciliar armónicamente sistemas intelectuales distintos y
aun opuestos: "Séneca—dice don Marcelino—no es estoico, sino
ecléctico, con marcadas tendencias al armonismo" (3). "En Séneca—léese en otro lugar—están apuntados ya los principales
caracteres del geniofilosóficonacional. Dos de ellos, el espíritu
crítico y el sentido práctico, llaman desde luego la atención del
más distraído" (4). Años después insistirá: "la tendencia armónica del genio español apunta ya en lo poco que de metafísica
escribió Séneca, y luego se dilata vigorosa en Ben-Gabirol, Raimundo Lulio, Sabunde, León Hebreo, Fox Morcillo y todos los
platónicos del Renacimiento"; y con ella "la tendencia crítica
y psicológica, no menos esencial en la historia de nuestra filosofía, la de Luis Vives, Gómez Pereira y Francisco Sánchez" (5).
La misma afirmación se repite por doquiera: "¡Siempre la misma tendencia al armonismo—exclama, en su Discurso sobre el
(1) Ciencia, I, 92-93.
(2) Ciencia, I, 205.
(3) Ensayos, 24.
(4) Ciencia, I, 292.
(5) Ensayos, 216. Obsérvese que don Marcelino apunta aquí una
nueva nota: la tendencia psicológica. En cuanto se ha metido uno por
este camino, el "genio" acaba por disolverse en un número indefinidamente creciente de notas singulares.
— 2l6 —
platonismo en España—en todos los grandes esfuerzos de la
metafísica española, Jo mismo en Abén-Gabirol que en Raimundo Lulio, lo mismo en Sabunde que en León Hebreo o en
Fox Morcillo!" (i). "El espíritu critico y el espíritu armónico
se disputan desde remota fecha el predominio en nuestra filosofía, tendiéndose a veces amorosamente la mano" (2). "La filosofía ortodoxa y castiza de todos los tiempos conviene en ser
crítica y armónica" (3), concluye. Menéndez Pelayo ve en la
tendencia armonista del genio filosófico español la causa del
fácil arraigo que halló en España la doctrina krausista: "El innegable aunque no muy merecido favor que por muchos años
obtuvo el armonismo krausista, con detrimento de otros sistemas alemanes de muy superior potencia metafísica, quizá pueda explicarse por aquella tendencia armónica del genio español" (4). El krausismo, "esa panteística filosofía, en mal hora
venida de allende el Rhin, sedujo y fascinó a mluchas y, algunas,
muy nobles inteligencias, por lo que de armónico tenía o aparentaba tener" (5). Armonista y ecléctico habría sido, en fin, el
intentofilosóficode Balmes: "Balmes fué filósofo ecléctico... con
un género de eclecticismo que está en las tradiciones de la ciencia nacional... La Filosofía fundamental se construyó en gran
parte con materiales extranjeros, pero la oculta concordancia
entre el espíritu de Balmes y el genio filosófico de la raza le
hizo preferir aquellos más afines con el sentimiento propio y
peculiar de nuestra investigación filosófica en aquellas edades
en que había vivido con savia propia". Los reflejos de Descartes, Leibniz y los escoceses que hay en la obra de'Balmes no
serían—piensa don Marcelino, ofuscado ya por la tesis romántica del "genio nacional"—sino mensajes del "geniofilosóficode
(1)
(2)
(3)
(4)
(5)
Ensayos, 79.
Ciencia, I, 238.
Ciencia, I, 292.
Ensayos, 216.
Ciencia, I, 239.
— 217 —
la raza" (Gómez Pereira, Fox Morcillo y Vives) a través de
los pensadores europeos con ellos afines (i).
3. Sentimiento del "yo" y panteísmo.—El pensador español se distinguiría por el arraigo que en él tiene el sentimiento
del yo. "La genialidad española de Abentofail... no puede confundirse con el idealismo nihilista, a pesar de todas las aparentes protestas de aniquilamiento. Este arraigado sentimiento
del propio yo, que nunca, aun en sus mayores temeridades, desamparó a los filósofos y místicos españoles, es la que salva, en
cierto grado, a Abentofail" (2).
No casaría muy bien con esta indomable resistencia española del yo la tendencia nativa al panteísmo que ve don Marcelino en nuestro "genio nacional" cuando se extravía hacia la
heterodoxia. Averroes y Maimónides, árabe y hebreo, pertenecen a "razas sumamente modificadas por las condiciones de nuestro suelo y clima, y partícipes de las condiciones y leyes históricas del pensamiento nacional; leyes y condiciones por las cuales puede explicarse hasta cierto punto la inclinación al panteísmo, manifiesta lo mismo en los filósofos hispano-árabes y
judíos que en todos los herejes españoles antitrinitarios, hayan
sido o nofilósofos,como Prisciliano, Gundisalvo, Miguel Servet,
Alfonso Lincurio, Marchena y Martínez Pascual, porque el pensamiento español es lógico hasta en sus aberraciones" (3). "Hay
una filosofía panteísta española, resuelta y clara—afirmla ien
otra parte—, que se anuncia por primera vez en Prisciliano,
asombra al mundo con Averroes y Maimónides..., pasa a Francia con el español Mauricio, se vislumbra en Fernando de Córdoba..., inspira en el siglo xvi all audaz y originalísimo Miguel
Servet, y alcanza su última expresión en el siglo xvn, bajo la
pluma de Benito Espinosa, cuya filiación hebraico-española es
indudable... El panteísmo está en el fondo de toda filosofía española no católica e informa lo mismo el averroísmo y el avice(1)
(2)
(3)
Estudios, V, 215-216.
Ensayos, 338.
Ciencia, I, 205.
— 2l8 —
brottismo que el misticismo quietista de Molinos, y persigue
como un fantasma a todo español que se aparta de la verdadera
luz..." (i).
No he multiplicado los textos por alardear de erudición
menéndezpelayina. Ni siquiera están aquí todos los que yo mismo he recogido. Mi intención era demostrar suficientemente el
arraigo que alcanzó en la mente de don Marcelino la tesis casticista de un "genio nacional" nativa y biológicamente .condicionado. La. historia del pensamiento español sería más la historia de lo que los pensadores españoles tuvieron que hacer, por
imperativo de su sangre y de la época, que la historia de lo que
esos pensadores quisieron hacer entre las distintas posibilidades
que la historia y su propia información intelectual les ofrecían.
Me importaba también demostrar cómo la consecuente instalación del historiador en la tesis del casticismo nativo acaba por
reducirla al absurdo. A fuerza de querer ser castiza y libre, la
católica y poderosa mente de don Marcelino rompe la estrecha
pelliza del casticismo y gana anchura universal.
Notemos, en efecto, su contradicción interna. El panteísmo
de Averroes y Avicebrón—antes nos lo dijo—no logró penetrar
en el "organismo" de nuestra filosofía "por haberse desarrollado
en el seno de razas que, con haberse españolizado mucho, nunca
llegaron más que a salpicar con algunas gotas de sangre semí-<
tica el torrente circulatorio de nuestra sangre aria". Entonces,
podría decirse a don Marcelino, ¿cómo puede explicarse ese panteísmo mediante el recurso a la nativa tendencia panteísta dé
la "raza española" cuando se descarría? No logra penetrar en
España el panteísmo averroísta porque los árabes sólo nos dejaron unas gotas de su sangre; y, por otro lado, se pretende explicar el panteísmo de Averroes por "la inclinación al panteísmo" que Averroes tiene en cuanto participa "de las condiciones
y leyes históricas del pensamiento nacional". El círculo vicioso
es flagrante. El casticismo naturalista y biológico es suelo de(i) Ciencia, I, 292.
— 219 —
masiado estrecho para sustentar científicamente el complejo
curso de la Historia, y el historiador Menéndez Pelayo quiebra,
sin advertirlo, el molde casticista en que tan morosamente había querido recluirse. La pertenencia de Averroes a la historia
del pensamiento español débese a ramones históricas; las cuales,
por su índole misma, son formalmente irreductibles a supuestos
biológicos o raciales (i). Carlos V y Averroes son españoles y
se comportan como tales por su participación en la historia de
España; mas si nos empeñamos en interpretar su conducta por
la condición de su casta, ¿qué es, entonces, lo castigo?
Análoga disolución sufre la tesis casticista—y más si se la
aplica a la historia del pensamiento—cuando, fieles a ella, nos
proponemos enumerar las notas diversas en que el "genio de la
raza" se manifiesta. Resulta: i. Que en esa manifestación puede
haber notas formalmente divergentes entre sí. ¿Qué unidad de
estilo puede descubrirse entre el criticismo y el armonismo?
2. Que con el sucesivo astillamiento del "genio" en notas expresivas parciales, cada "genio nacional" va a reflejar todos los
modos de pensar genéricamente humanos. Sentido práctico, tendencia a Ja acción, lógica innata, criticismo, armonismo, psicologismo, panteísmo, afirmación del yo... ¿Hasta dónde puede
llegarse si se sigue por ese camino? 3. Que siempre habrá pensadores de los llamados castigos cuya peculiaridad es imposible
entender con una mentalidad casticista. ¿Cómo catalogar, por
ejemplo, a Suárez? 4. Que las mismas notas podrán hallarse sin
esfuerzo en la expresión intelectual de otra "raza" cualquiera.
Pensemos en la germánica, por vía de ejemplo. ¿No fueron ar(1) Tampoco quiero decir que en el teatro de la Historia no tenga la
raza un cierto papel subordinado. Uno de los temas más actuales es el
de precisar con exactitud científica—esto es, al margen de las convenciones propagandísticas—el papel de la raza en la Historia. Lo que nunca podrá hacerse es reducir el suceder histórico a las propiedades raciales, del mismo modo que una sinfonía es formalmente irreductible
a las propiedades acústicas de los instrumentos que la ejecutan. Lo cual,
por otra parte, no excluye que una misma melodía suene de modo diferente cuando la ejecuta un violonchelo o un fagot, ni supone que todas las razas sean igualmente capaces en su "rendimiento" histórico.
220 —
monistas Leibniz, Krause y Wolf, críticos Kant y los neokantianos, psicologistas Fechner y Wundt, activistas Fichte y Nietzsche, panteístas Schelling y Hegel, e cosí via discorrendo?
No; la acción histórica de los hombres no es cosa de biología, sino de libre voluntad. La nación es antes empresa planeada
y querida que ingénita casta. Fuimos los españoles lo que fuimos por la encendida voluntad de servir a la grandeza de España y a la verdad católica, no porque el Catolicismo se aviniera mejor con nuestras condiciones raciales que con las de los
hombres del Rin o del Po. El parecido de todos los españoles
entre sí—el estilo de nuestra acción histórica—tendría y tiene,
no lo niego, una raíz biológica o genética: también la raza pone
su cuño en la obra humana. Pero, cualquiera que sea el alcance
de ese cuño racial, me parece que en la configuración del estilo
corrtán de un pueblo tienen mucha más importancia otros dos
ingredientes. Uno de ellos es voluntario, claramente decidido y
voluntario en las minorías rectoras, menos visiblemente voluntario en la masa; y, según él, la vida de los hombres se parece
entre sí en cuanto con ella quieren todos servir de un modo análogo a una misma empresa. El otro es histórico, y depende de la
época en que esa empresa haya de ser cumplida. Más se parece
en su figura histórica la Alemania de Hitler a la Italia de Mussolini que a la Alemania de Federico el Grande; más se asemeja la España de la Regencia a la Francia de Sadi Carnot que a
la España de Felipe II. Lo mismo en el orden intelectual: más
es crítico y ecléctico el pensamiento de Luis Vives por renacentista que por ibérico, más por historia que por casta. En el estilo de un hombre son más decisivas su vocación y la Historia
que su biología, y así puede ser españolísima la vida del germano Carlos V y hacerse germanicísimo el pensamiento del celtíbero Sanz del Río.
El gigante Menéndez Pelayo se ahoga en el casticismo. Lo
aceptó de su época y complacióse en él creyendo que con su ayuda podría dar mejor cuenta intelectual de su amor a España.
Durante sus primeros años de escritor, en el casticismo se ins-
— 221 —
tala y desde él piensa y opera. Pero, poco a poco, su mente universal de historiador y su anhelo de historia española creadora
van quebrando la angosta cascara en que quiso alojarse. De él
podría decirse lo que de Fernando el Católico escribió d'Oirsr
al que se embriaga de imperiales vinos
la -nación pronto le parece estrecha.
La catolicidad de su fe y la universal anchura de su saber
darán a su ambiente de español espacio más dilatado que la
morosa complacencia en los límites de una presunta casta. En
su madurez irá advirtiendo con claridad cada vez más luciente
cómo la universalidad de los grandes españoles estaba más en
el vuelo del espíritu que en la castiza condición de la estirpe.
Su sueño no será, entonces, excavar en el subsuelo castizo de la
historia pasada, sino, apoyándose en ésta, volar, volar hacia una
historia futura y creadora.
VI
BAJO EL ALA DEL ÁGUILA
¿Q
ué quería el Menéndez Pelayo polemista para España?
¿Qué proponía para remediar el bajísimo nivel y el
desconcierto de la cultura española, allá por los años de 1875
a 1880, primeros de la Restauración canovista? La visión de la
Historia Universal que antes expuse y la idea de España que
ahora he diseñado determinan necesariamente una actitud regresiva. Mira el joven Menéndez Pelayo en torno a sí y sólo ve
mediocridad, descarrío, retórica y desconcierto. Vuelve su vista
al pasado y se encuentra con una España gloriosa: la cima inigualada de la historia europea, en que el espíritu católico, dichosamente fundido con las letras antiguas, fué cultivado con
lumbre y libertad jamás usadas. ¿Cuál podía ser su actitud, sino
la regresión espiritual al perdido y añorado paraíso? Como los
hombres de la "exageración reaccionaria", adversarios suyos en
la polémica, propone entonces la receta cultural del retorno:
"Hay que volver". La diferencia estriba sólo en la meta de ese
retorno. Los reaccionarios medievalistas quieren instalar su espíritu nostálgico en la cristiana cumbre del siglo xiii; Menéndez Pelayo, en la católica cima del Renacimiento español del
— 223 —
siglo xvi. Quiere ser católico y español castizo; y como a la sazón no ve otra posibilidad de serlo, se refugia en el dorado recuerdo de nuestra pretérita grandeza. Más que volar con las
alas propias, siguiendo con nuevo estilo—con menos brío, ay,
también—el vuelo de la gran águila muerta, prefiere soñar que
el águila vive aún y cobijarse bajo la fingida e imposible presencia de sus alas.
Desde sus años más mozos propugna la fidelidad al casticismo español. En 1876 comienza a publicarse en Santander una
revista literaria, La Tertulia. Menéndez Pelayo escribe anónimamente el artículo inicial y apunta en él con entera nitidez la
que habría de ser su idea cardinal durante toda la juventud:
"Tendrá nuestra Revista—decía—un carácter español puro y
castizo, que importa conservar hoy más que nunca, que el contagio extranjero cunde y se propaga que es una maravilla" (1).
Quiere predicar con el ejemplo. Cuando se cree en el caso de
definir su actitud, confiesa el vivismo: "No soy tomista a la
hora presente—dice a Pidal—>; quizá lo seré mañana. Lo cual
no quiere decir que yo tenga pretensionesfilosóficas,que en un
pobre bibliófilo fueran absurdas. Pero sé que cada hombre está
obligado a tener más o menos su filosofía, no sólo práctica, sino
especulativa. Aihora bien; esa filosofía, por lo que a mí toca, no
es otra que el criticismo vivista" (2). Las razones de esa preferencia las conocemos ya. Bajo todas ellas late el anhelo entrañable de un católico español que se siente inseguro y busca asilo entre las murallas de la grandeza pretérita. No es vivista
Menéndez Pelayo porque tenga la certidumbre de que el vivismo sea la doctrina óptima, sino porque dentro del horizonte
de su situación católica y "moderna" no encuentra cosa mejor.
Más que una solución, su vivismo es un recurso.
Otro tanto desea y propone para España. Menguado y pobre de esperanzas le parece su tiempo; pero si los españoles saben volver los ojos a la grandeza antigua, aún sería posible al(i1) La Tertulia, Santander, 1876, pág. VI.
(2) Ciencia, I, 290.
— 224 —
guna esperanza. La esperanza consiste en saber recordar, tal viene a ser la fórmula del Menéndez Pelayo polerríista: "Lo futuro,
¿quién lo sabe? No suelen venir dos siglos de oro sobre una misma nación, pero mientras sus elementos esenciales permanezcan
los mismos, por lo menos en las últimas esferas sociales, mientras sea capaz de creer, amar y esperar; mientras su espíritu no
se aridezca de tal modo que rechace el rocío de los cielos; mientras guarde alguna memoria de lo antiguo, y se contemple solidaria de las generaciones que le precedieron, aún puede esperarse la regeneración" (i). Está aquí ya—1882—la palabra "regeneración", que tantas veces va a ser repetida tres o cuatro
lustros más tarde. Re-generación: vuelta a ser engendrado, vuelta a nacer. Asistimos al terrible espectáculo de unos homfores
que creen muerto a su pueblo y sólo ven ante sí el remedio de
hacerle comenzar "nueva" vida. Menéndez Pelayo entiende esa
regeneración, con la mente de un humanista del Renacimiento,
como un ritorno all'antico. Lo "antiguo" es para él la cultura
de nuestro siglo xvi; la regeneración española, por lo menos en
el orden del pensamiento, sólo podrá llegar a través de una inmersión memorativa en los libros de entonces.
El, por su parte, ha elegido a Vives, y eso mismo sugiere a
los demás. España está, dice, ante "la necesidad de volver al
espíritu de Vives para salvar la ciencia española del olvido y de
la muerte" (2). Igualmente favorable le parece, sin embargo, el
retorno del pensamiento al armonismo de Fox Morcillo. "En
la ruina de toda la verdadera filosofía a que asistimos—se pregunta—, ¿debemos volver los ojos a la filosofía española?" La
respuesta afirmativa es tajante, y no porque en esafilosofíaesté,
como Pidal creía del tomismo, la verdad total. "La verdad total
—replica Menéndez Pelayo—no la ha alcanzado el tomismo ni
ninguna filosofía, como tal filosofía, pero debemos aspirar a
ella. ¿Y dónde encontrar mejor dirección que en el armonismo
(1) Heterodoxos, VII, 515.
(2) Ciencia, I, 311.
— 225 —
de la filosofía española, sobre todo en Fox Morcillo?" ( i ) . Es
curioso que Mienéndez Pelayo prefiera Vives y Fox Morcillo a
Suárez, no obstante ser el va^nciano y el hispalense muy inferiores en hondura y vigor metafísico al jesuíta granadino. Tal
vez pareciese éste demasiado escolástico a su casi adolescente
afán de ancha y renaciente libertad intelectual.
Es la actitud que José Antonio definirá más tarde con las
palabras "tradición con ánimo de copia". El remedio que Mienéndez Pelayo ve para los males de 1876 es copiar a Vives y a
Fox Morcillo, aprender y repetir su doctrina o, a lo más, continuar sin mayor novedad el camino crítico y armónico por ellos
iniciado. Jugando un poco con las palabras, podría decirse que
en esos años polémicos no ofrece don Marcelino a los españoles
un proyecto cultural, sino un retro-yecto. Este afán de retrovisión y retorno es también el que determina la índole de sus fórmulas "regeneradoras". Cinco son éstas, según mi cuenta.
1. La primera es la creación de seis nuevas cátedras, consagradas al estudio y la enseñanza de la ciencia española. Con
ello se adhiere a una antigua propuesta de su maestro Laverde.
"El remedio de tanto mal—escribe a Laverde, refiriéndose al de
la cultura española—, indicado está por usted, amigo mío, en
su excelente artículo "El plan de estudios y la historia intelectual de España", donde propone el establecimiento de las seis
cátedras siguientes para el doctorado de las respectivas facultades :
Historia de la Teología en España.
Historia de la Ciencia jurídica en España.
Historia de la Medicina española.
Historia de las Ciencias Exactas, Físicas y Naturales en
España.
Historia de la Filosofía española.
Historia de los Estudios filológicos en España.
¡Qué vastísimo campo—comenta—abrirían ante la clara in(1) Ciencia, I, 293.
15
— 22Ô —
teligencia de nuestra juventud estudiosa seis profesores, escogidos con acierto, dedicados exclusivamente a exponer de palabra
y por escrito el magnífico proceso de la vida científica nacional
en todas sus fases y direcciones!" ( i ) .
Más tarde se duele otra vez de los mismos males y postula
el mismo remedio: "¿No sobra motivo para afirmar que si tal
estado de cosas continúa, ha de llegar día en que reneguemos
de nuestra lengua y nuestra raza, y acabemos por convertirnos
en un pueblo de babilónicos pedantes, sin vigor ni aliento para
ninguna empresa generosa, maldiciendo siempre de nuestros padres y sin hacer nada de provecho jamás? Sólo un antídoto puede oponerse a tanto daño: el cultivo oficial de la ciencia española, el establecimiento de esas seis cátedras..." (2).
Basta leer con algún cuidado los dos anteriores textos para
advertir su intención estrictamente regeneradora y casticista.
"Sólo" volviendo los ojos al pasado se abrirán a la inteligencia
española "campo" y "empresa". Historia spes vitae es la máxima del Menéndez Pelayo polemista.
2. Segunda receta: publicación de repertorios bibliográficos
seguros y suficientes. Aquí predicó con el ejemplo. Dio las reglas
que a su juicio debe seguir el trabajo bibliográfico. "¡Qué obra
más útil, a la par que deliciosa, es un catálogo bibliográfico
redactado de esta manera!", dice, aludiendo a la que propone (3). La edición definitiva de La Ciencia Española lleva un
dilatado apéndice bibliográfico de la producción científica española, que completa y mejora las dos Bibliothecas de Nicolás
Antonio.
3. Ediciones críticas. El estudioso debe tener a su mano
ediciones manejables y cuidadas de la sabiduría y las letras
antiguas. Nada irritaba más a Menéndez Pelayo que el esfuerzo
inane de los llamados bibliófilos, muy atentos a reimprimir la
rareza baladí y desconocedores de cuanto realmente valioso
(1) Ciencia, I, 55.
(2) Ciencia, I, 59.
(3) Ciencia, I, 59.
— 227 —
duerme su sueño de pergamino entre el polvo de las bibliotecas
antiguas. Al comienzo de su trabajo sobre la Antoniana Margarita, escribía a su padrino Valera: "De tiempo atrás es convicción mía que el principal obstáculo para que la idea de la
filosofía española cunda y se propague (aparte de las preocupaciones anti-nacionales y anti-religiosas), es la rareza de nuestros libros, la lengua en que por lo general están escritos y 'la
pereza y falta de resolución que a mucha gente aparta de leerlos. Usted lo dijo con su habitual gracia ante la Academia Española. A unos les falta la paciencia de bibliófilo, y no leen
los libros porque no los encuentran a mano, o porque no quieren buscarlos ni gastarse en ellos buena cantidad de dineros.
A otros, por carestía de latinidad, les estorba lo negro. Los bibliófilos, que tanto podrían ayudarnos, hacen coro con los enemigos de nuestra cultura, y cuando de reimprimir rarezas se
trata, no salen de Celestinas y libros de jineta. Temiendo estoy
que el mejor día nos obsequien con el Libro de guisados, de Ruperto de Ñola" ( i ) ; y no es ésta la única ocasión en que así
habla.
4. Monografías expositivo-críticas : el "estudio detenido y
formal de cada una de las secciones y cada uno de los «scritores,
y de su espíritu, doctrinas y significación histórica... En esta
parte podemos decir con dolor que casi todo está por hacer en
España..." (2). Algo de esto quiso hacer él con sus trabajos sobre Gómez Pereira, Fox Morcillo y Raimundo Lulio, y con sus
proyectos en torno a Luis Vives y Francisco Valles. Hizo un'repertorio de las monografías que entonces existían y un plan
sistemático como pauta de las inexistentes y deseables. Ayudaríase al cumplimiento de este olvidado menester con la elaboración de buenas tesis doctorales y con "la fundación de una
Revista, que exclusivamente tuviese por objeto la propaganda
(1) Ciencia, I, 396.
(2) Ciencia, I, 121.
— 228 —
en favor del estudio de la Filosofía Española, ya que existera
revistas dedicadas en todo a la ciencia alemana" (ι).
5. Restablecimiento de ciertas comunidades religiosas, que
"tuviesen por instituto el cultivo de la ciencia patria y el (de
los estudios de erudición en general". Pensaba Menéndez Pelayo en dos o tres comunidades de benedictinos, semejantes a la
antigua de los Maurinos y a la más reciente de Solesmes, en
Francia, y hasta señaló los lugares que le parecían más adecuados. En Covadonga y el Sacro Monte podrían hacerse nuevas fundaciones, y la ya existente Abadía de Montserrat debería recibir "el encargo y los medios para explorar las antigüedades catalanas y aragonesas". Si se realizase este programa
—decía—, "veríamos surgir de tales congregaciones trabajos inmensos, hoy inaccesibles a las fuerzas aisladas de eruditos que
viven en el siglo, rodeados y distraídos de y en (juntemos proposiciones, al modo de Sanz del Río) mil ocupaciones y cuidados. Pero hoy por hoy, y sin pecar de pesimista, reputo muy
difícil que algo de esto llegue a efectuarse..." (2).
Todo esto propuso el Menéndez Pelayo polemista como receta de los males que en torno a sí veía, y confesemos que ίο-ι
davía es en buena parte conveniente y deseable. El problema no
es, sin embargo, el de la necesidad o la conveniencia, sino el de
la suficiencia. Nadie se justifica en la Historia porque fuese necesario lo que hizo, sino cuando eso que hizo fué suficiente. ¿ Era
en verdad suficiente la propuesta de Menéndez Pelayo para sacar a la cultura española de su lastimosa situación? El mismo
se encargará en su madurez de dar la respuesta.
Pero no es la suficiencia de tales recetas el problema que
ahora me ocupa, sino su sentido. ¿Qué sentido tenía la proposición "regeneradora" del Menéndez Pelayo polemista? Uno y
obvio, que podemos llamar casticismo histórico. Veía don Marcelino que España andaba mal. "No es esto lo que debe ser España", se decía, como poco después se lo iban a decir Ganivet
(1) Ciencia, I, 178.
(2) Ciencia, I, 175-177.
— 229 —
y Unamuno. El insufrible malestar que en sus almas producía
la vida española les conducía a hacerse problema de España, y
el anhelo de lo que España debía ser ponía ante su mente el
tema de lo que España verdaderamente es, el tema del ser de
España. ¿Qué es lo puro, lo originario, lo incontaminado, lo
castigo de España? ¿Qué es España? Esta es la pregunta de
todos ellos. Un mismo supuesto da fundamento y lastre a todas
las divergentes actitudes: la idea de que el ser histórico de un
pueblo puede ser concebido como un ser real y natural. La permanencia histórica de una peculiaridad "nacional" la entienden
todos ellos como se entiende la identidad del ser real, y no advierten que el ser histórico fué y es un ser posible, una. posibilidad de los seres reales (los hombres) que hacen la Historia.
La bellota llega a dar una encina porque, o lo que da es una
encina, o no es bellota; España, en cambio, llega a ser descubridora de América pudiendo no haberlo sido y sin que hubiese
dejado de ser España en el caso de no haberla descubierto. España es España, en consecuencia, de modo distinto de como la
bellota es bellota. Cosa semejante puede decirse de la permanencia en el ser propio. La permanencia idéntica con que el oro
es amarillo no es de la misma índole que la permanencia estadística con que la temperatura del cuerpo humano es de treinta
y siete grados, y ninguna de las dos igual a la permanencia
histórica con que el hombre español habla a través de los siglos
la misma lengua.
El error fundamental de los casticistas fué el de considerar
que en el núcleo de las comunidades históricas hay, dándoles su
unidad, un ser real colectivo, específico, permanente, generador
de la Historia y susceptible de enmascaramiento o intoxicación.
La permanencia histórica de la nación no es biológica, porque
la continuidad histórica no es continuidad de operaciones biológicas, sino de operaciones personales e intencionales. Claro
que así se complica la seductora simplicidad con que el problema histórico se presenta ante las mentes casticistas. Si la identidad de una persona a lo largo de su vida y la identidad de un
— 230 —
pueblo a través de sus vicisitudes históricas son formalmente
irreductibles a la identidad de su realidad natural cósmica o
biológica—igual da, a este respecto—, ¿cómo debemos entenderla? ¿Cómo se explica la identidad de un ser libre? Tengo
por seguro que estas preguntas sólo pueden ser contestadas por
una mente que sepa pensar la ontología con mente teológica:
una mente capaz de dar un salto ingente desde la Naturaleza a
la Divinidad sin desconocer las exigencias de esa Naturaleza (i).
Dejemos ahora tan sobrecogedor problema—no es otro el de
la actual Filosofía de la Historia—y no pasemos del planteamiento que de él se hicieron los casticistas. ¿Qué es España?
Ganivet y Unamuno, vitalmente hastiados de la historia de España que a la sazón vivían, se propusieron llegar al ser castizo
y puro de España dejando a un lado la historia, comd si la
suerte histórica del pueblo español hubiese sido la vestidura
postiza de una España insospechada y virginal.
España, decía Ganivet, es "como una mujer que, atraída por
irresistible vocación a la vida monástica y ascética, y casada
contra su voluntad y convertida en madre por deber, llegara al
cabo de sus días a descubrir que su espíritu era ajeno a su
obra". Esa vocación contrariada sería para España el "eje diamantino, alrededor del cual giran los hechos mezquinos del diario vivir" (2). Ya se ve el nudo del pensamiento ganivetiano: el
verdadero "espíritu de España" es ajeno y hasta hostil a la
historia de España que conocemos; la historia de España no concuerda con el genuino ser de España. De igual sentido es la distinción que hace Unamuno entre la historia visible, la que se
(O Véase lo que antes dije acerca de_ la intuición de José Antonio,
que ve la continuidad histórica de la nación—aparte las razones temperamentales o raciales, siempre secundarias y adjetivas—en la libre fidelidad con que los hombres "adivinan" y siguen una idea ejemplar de la
nación en Ja mente divina (la "eterna metafísica" de España). La continuidad histórica de una nación no es cosa de genio, sino de libertad, y
por lo tanto puede perderse. Recuerdo aquí la curiosa distinción entre
"esta España y la celeste", que hizo Unamuno en su hermoso soneto
"Al Dios de España".
(2) Idearium, págs. ι y 2, ed. «de "Breviarios del Pensamiento Es­
pañol".
— 231 —
expresa en los periódicos y nos cuentan luego los libros de "Historia", y la intrabistoria o tradición eterna: "Esa vida intrahistórica—dice Unamuno—, silenciosa y continua como el fondo del mismo mar, es la sustancia del progreso, la verdadera tradición, la tradición eterna, no la tradición mentida que se suele
ir a buscar al pasado enterrado en libros y papeles y monumentos y piedras" (i).
Si la historia de España no da expresión al verdadero y
castizo ser de España, ¿dónde y cómo buscarlo, entonces? La
respuesta de Ganivet y Unamuno es análoga: el verdadero ser
de España se expresa sin engaño en las figuraciones literarias
nacionales y en la costumbre viva. Unamuno acude al Poema
del Cid, al Quijote, a Calderón; Ganivet, a la figura de Segismundo. Por otra parte, el gesto expresivo de la costumbre viva.
Ganivet analiza psicológicamente la peculiaridad de las costumbres españolas; Unamuno recomienda otro tanto, à su modo,
para aprehender la singularidad castiga de "la casta de Castilla": "Penetrad en uno de esos lugares o en una de las viejas
ciudades amodorradas en la llanura, donde la vida parece discurrir calmosa y lenta en la monotonía de las horas, y allí dentro
hay almas vivas, con fondo transitorio y fondo eterno y una
intra-historia castellana" (2). El ser de España no sería revelado por la historia de España, sino por el nudo vivo de la costumbre española en el hablar y en el hacer. Uno y otro olvidaban que la costumbre es mucho más el precipitado de la historia que la eflorescencia de la "intrahistoria". "La Historia brota de la no Historia", decía Unamuno. Mucho más cierto es
pensar que la "no Historia"—el modo permanente, acostumbrado y silencioso de ser hombre—es en buena medida el légamo
quieto de la Historia, el constante poso que va dejando su mudar. ¿De dónde, sino de una historia otrora visible, procede la
costumbre de que el pueblo castellano dijera "oíslo" por decir
"esposa" y diga "verbenear" por "pulular"? La peculiaridad
(1) Ensayos, ed. de Aguilar, tomo I, pág. 20.
(2) Ibid, págs. 45-46.
— 232 —
viva de ese pueblo—en la cual mezclan su influencia la casta
biológica o racial y las vicisitudes históricas que ha ido viviendo esa casta, la naturaleza y la historia—filtra, matiza y conserva selectivamente lo que el acontecer histórico universal o
local pone en circulación sobre su superficie. La intrá-historia
es, en buena parte, un precipitado, un poso de costumbres permanentes que el tamiz de cada pueblo ha ido seleccionando entre todos los sucesos de su historia.
Menéndez Pelayo, historiador, intentó llegar al ser castizo
de España a través de su historia total, así la historia de los
dichos como la de los hechos. En esto pensaba como Hegel:
Was ihre Thaten sind, das sind die Völker; "lo que son sus hazañas, eso son los pueblos". Su problema hubo de ser, en consecuencia, la distinción entre las acciones históricas libremente
emanadas del "genio nacional" y otras añadidas o postizas, que
le habrían sido impuestas contra las peculiares tendencias de su
naturaleza. Sería verdaderamente genial lo activo y espontáneo,
falsamente español lo pasivo o inducido. Claro que el problema
comienza ahora: ¿qué acciones históricas son las espontáneas y
cuáles son las inducidas o impuestas? ¿Es por ventura más espontáneamente español el encabritado barroco de Churriguera
que la clásica contención es'curialense? ¿Sale más directamente
de la casta española el sereno platonismo de Fray Luis, en la
cima más dorada de nuestra historia, o el apasionado hervor
del romántico Espronceda, cuando vivíamos a remolque de la
Historia Universal? Menéndez Pelayo opta por una solución
cómoda: verdaderamente castizo y genial es el estilo de nuestra
grandeza histórica, impropio e impuesto casi todo lo que hacemos tras nuestra derrota y el estilo con que lo hacemos. Esüa
conclusión—o, mejor, este postulado—señala el rumbo de sus
primeras fórmulas regeneradoras. El mejor programa de la cultura española es volver con fiel añoranza al regazo de la pasada grandeza: aprender y enseñar lo que escribieron nuestros
.grandes hombres del siglo xvi, pensar como ellos pensaron.
Nos hallamos todavía muy lejos de haber cumplido las près-
— 233 —
cripciones que don Marcelino nos impuso a los españoles para
el logro de su nostálgico anhelo intelectual. Admitamos, no
obstante, que sabemos todo lo deseable respecto a Vives, Gómez
Pereira y Fox Morcillo. Por muy fielmente que pensemos y sintamos como ellos, ¿volverá acaso la perdida grandeza? ¿Bastaría repetir su olvidada voz para que España fuese en 1890 lo
que intelectualmente fué en el siglo xvi? Por muy alejado que
el Menéndez Pelayo polemista se'sienta del tiempo en que vivió, no deja de presentarse ante su mente el problema histórico que delatan estas interrogaciones. "No pretendo yo—escribía
a Valera—restaurar la variada trama de ideas y opiniones, a
veces opuestas y aun contradictorias, que desde Séneca y hasta
Balmes, y aun más acá, constituyen lo que llamamos filosofía
española. Quiero sólo que renazca el espíritu nacional a que
Lloréns se refería, ese espíritu que vive y palpita en el fondo
de todos nuestros sistemas, y les da cierto aire de parentesco, y
traba y enlaza hasta los más discordes y opuestos" (1)· Algo
más quería, sin embargo, por debajo de esas expresiones casticistas. ¿Bastábale, acaso, el krausismo, aunque en el krausismo
de los españoles se hiciese visible el "armonismo" de nuestro
"espíritu nacional"? Quería don Marcelino, sin advertirlo todavía con claridad suficiente, un pensamiento católico capaz de
hacer frente a los problemas ¡históricos de su epoda.
Más perceptiblemente viene a decirlo otra vez. Llamóle el
P. Fonseca, con intención polémica, "filósofo del Renacimiento".
Menéndez Pelayo recogió el presunto dicterio con estas significativas palabras: "Yo, como historiador de la filosofía... y sin
ser precisamente filósofo del Renacimiento, como me llama de
un modo algo estrafalario el P. Fonseca, sino filósofo de imi
tiempo, que busca en el Renacimiento y algo más allá su genealogía, puedo simpatizar, más que con ningún otro período histórico, con aquel de inmarchita gloria en que el hombre, sintiendo extenderse ante sí los límites del mundo físico, sintió la
(1) Ciencia, I, 476.
— 234 —
necesidad de extender asimismo los de su propia conciencia, y
no se detuvo en la contemplación de la grandeza antigua, sino
que lanzó a granel nuevas ideas, para que los hombres de otros
siglos las fecundásemos" (i).
Pese a todos sus programas de retorno, Menéndez Pelayo
no se contenta con un moroso refugio en ía sabiduría antigua.
Habla ahí el hombre moderno, sediento de no usado saber. Vives no le sirve ya como pensador crítico o ecléctico de nuestro
Renacimiento. No ve ahora en el Renacimiento la meta de un
retorno, sino el punto de partida de los siglos que conducen
hacia "su tiempo", ese tiempo del cual quiere ser filósofo. Mas
para serlo, y hasta no más que para intentar serlo, ¿no necesitará rectificar muchos de sus juicios juveniles? ¿No habrá de
levantarse a un modo de pensar más alto y difícil que el de
su época polemista?
En 1882 escribe don Marcelino la fecha final de la Historia
de los Heterodoxos. Ha cubierto con ello una etapa de su vida.
¿Cuál va a ser el ámbito de su vuelo, cuáles los problemas de
su mente de historiador, de historiador católico y español, en la
definitiva etapa de su vida, esa precoz madurez que por entonces comienza?
(i) Ciencia, II, 136.
PARTE
DON
TERCERA
MARCELINO
Crece en nosotros hierba viciosa cuando
no nos agitan los aquilones.
Antonio y Cleopatra, acto
primero, escena segunda.
SHAKESPEARE:
I
LUZ EN LA CUMBRE
E
N 1891, con motivo de su ingreso en la Real Academia de
Ciencias Morales y Políticas, decía Menéndez Pelayo al
comienzo de su discurso sobre "Los orígenes del criticismo y
del escepticismo": "La era de las polémicas ha pasado, y hemos llegado a la era de las exposiciones desinteresadas, completas y fidelísimas" (1). Aludía Menéndez Pelayo a las polémicas
que llenaron—si la vacuidad puede realmente llenar—la vida
intelectual española desde 1815 a 1875, y fueron clausuradas
por la que él sostuvo con avanzados y reaccionarios entre sus
veinte y sus veinticinco años. Desde esa edad ha comenzado un
nuevo período de su vida, el de "las exposiciones desinteresadas,
completas y fidelísimas", y, simultáneamente, una nueva época
en la historia de España, la de la Restauración (2).
El período de la vida de Menéndez Pelayo que apunta entre
(1) Ensayos, 135.
(2) La obra 'legislativa de Cánovas y la habilidosa resolución del
problema político de España mediante el "tío vivo" de los dos partidos
turnantes abren en la historia española una nueva época. La Dictadura
olausurará este período constitucional, después de la agitada atomización de los partidos políticos monárquicos—y, más generalmente, de toda
la vida social española—que se consuma entre 1917 y 1923.
— 238 —
1878, año de sus oposiciones a la cátedra de Madrid, y 1882,
fecha en que firma la Historia de los Heterodoxos, es el de su
madurez. El polemista deja de serlo y se convierte, precocísimamente, en varón maduro y victorioso. Aquel mozo a quien llamaban "Menéndez" o "Menéndez Pelayo" en las tertulias literarias de la "buena sociedad", como entonces se decía, transmútase en "don Marcelino". Nadie en España puede decir que
ha llegado a pública fama si no se le nombra, un poco agresivamente, con su apellido desnudo: Cánovas, Maura, Castelar,
Cajal, Menéndez Pelayo. Mas, por otra parte, nadie en España
puede decir que cuenta con verdadera estimación cordial o intelectual si, llegada cierta edad de su vida, no recibe de un
grupo más o menos ancho el homenaje del "don" antepuesto
a su nombre de pila : don Marcelino, don Santiago, don Miguel,
don Ramón. No es un azar que José Antonio llame "don José"
a Ortega y Gasset en su artículo de "Homenaje y reproche".
Desde 1880, Menéndez Pelayo va siendo para muchos "don
Marcelino". Diríanselo al comienzo con esa ironía amable y
respetuosa del estudiante ante el profesor joven; luego con rendida y admirativa costumbre. Pronto se cumple también esta
etapa y el antiguo polemista se convierte definitivamente y para
todos en "don Marcelino". La universalidad en el empleo de ese
"don" es la canonización civil en la España contemporánea (1).
¿Cómo se define, positiva y negativamente, este nuevo período de la vida de Menéndez Pelayo? ¿Qué llega a ser, qué
deja de ser y qué renuncia a ser Menéndez Pelayo para que su
vida alcance esa visible y adelantada madurez? Volvamos, para
verlo con la nitidez máxima, a la ya conocida metáfora del camino. Pongamos otra vez a Menéndez Pelayo nel me^o del
camin délia sua vita.
Distinguen habitualmente los alemanes—bajo la influencia
(1) A partir de 1936 se impone un nuevo estilo onomástico, levemente esbozado antes, consistente en el empleo de sólo el nombre: ahí
está, sobre todo, el caso del "José Antonio", definitivamente impuesto
para.nombrar a José Antonio Primo de Rivera. No es esta ocasión para
indagar el sentido de esta curiosa novedad.
— 239 —
de Goethe, sin duda—tres etapas en la biografía del intelectual:
los Lehrjahre, o años de aprendizaje; los W'anderjähre, años de
ávida y viajera peregrinación, y los Meisterjahre, o años de
magistral y reposada madurez. Podría decirse que estas tres
etapas son en la vida del intelectual sistemáticamente necesarias;
y, desde luego, el intelectual Menéndez Pelayo las reproduce
con paradigmática fidelidad en el curso de su camino biográfico. A sus años de aprendizaje—Santander, Barcelona, Madrid,
Valladolid; influencia decisiva de Milá, Lloréns y Laverde;
formación en la antigüedad clásica y en las letras del Siglo de
Oro español—suceden sus años de vivaz e indecisa peregrinación, los años polémicos. Entre 1876 y 1878, al mismo tiempo
que polemiza a diestra y siniestra mano, rinde fraterna visita a
la hermana Portugal; se extasía en Roma y, entre perplejo y
entusiasmado, canta en un soneto la poderosa ambivalencia de
su destino político y religioso; deambula por Florencia, entre
las sombras de Lorenzo el Magnífico y Angelo Poliziano; conoce Ñapóles, Milán y Bolonia; trabaja en París, más ineludible entonces que nunca, y llega hasta Bélgica y Holanda.
Su viaje de estudios es todo un símbolo. Es el joven Marcelino un erudito español, nostálgico de otro tiempo: "desenterrador de osamentas" le llamó, entre la admiración y el vituperio, don Miguel de Unamuno. Va a buscar en los archivos el
poso de la época remota en que utópicamente quiere vivir; y,
sin proponérselo, por coincidencia fortuita y simbólica, copia
con su itinerario la linde de su utopía y recorre las sendas del
antiguo circuito imperial: Portugal, Ñapóles, Lombardía, San
Quintín, Flandes. Un anhelo de erudición española hizo que
el estudioso siguiese la huella de la pasada grandeza: el Imperio de antaño es hogaño mero "hispanismo", y la empresa de
entonces se ha hecho ahora triste erudición memorativa. Para
que la semejanza entre lo vivo y lo pintado fuese casi total,
el hispanista Menéndez Pelayo quiso también ir a Londres,
como el imperante Felipe II. El plan estaba ya hecho para la
primavera de 1878. Un suceso imprevisto impidió el logro del
— 240 —
propósito; mas no fué esta vez una derrota, como tres siglos
antes la de la Invencible, sino su victorioso combate intelectual
por la cátedra de Madrid.
La misma polémica fué en cierto modo una volandera peregrinación. Viaja por necesidad el polemista a través de los temas más diversos: Teología, Filosofía, Humanidades, Historia.
Esgrime su saber frente a todos los grupos intelectuales y políticos de España: krausistas, progresistas, escolásticos, integristas.
Mide su inquieta juventud, en fin, casi toda la reciente red de
los ferrocarriles españoles: Santander, Madrid, Barcelona, Sevilla, Granada. Los años polémicos—viajes dentro y fuera de
España, escritos de combate, oposiciones—son también los
Wanderjabre del intelectual Menéndez Pelayo. El saber, frenéticamente acumulado en los años de aprendizaje, se despliega
en una increíble exhibición ante el pasmo de los españoles, a la
vez que sus ojos de casi adolescente abrevan en las ciudades de
España y Europa la sed inmensa, irrepetible, de esos años en que
pasa la mirada del libro a la vida, del lectivo ensueño al maravillado descubrimiento de una realidad inédita.
Estos años de peregrinación representan en la curva biográfica del intelectual un necesario enriquecimiento, mas también constituyen una inevitable crisis en el proyecto personal
acerca de su propia vida. Una crisis necesaria, si se me aprieta, porque nada hay verdaderamente firme y puro sin un previo contraste verificador. Hasta las vocaciones más firmes y
acendradas se ponen en cuestión ante uno mismo cuando la
vida es varia et multimoda et inmensa vehementer, que decía
San Agustín, y ante los ojos se abren todos los caminos posibles dentro del propio horizonte personal. Uno lo puede ser
todo: sabio, escritor famoso, político eminente, brillante profesional y hasta mero degustador espertante del vivir cotidiano. ¡Qué tentación, deliciosa y desazonante a la vez! Algunos,
incapaces del denuedo necesario para resolverse, se limitan a
deambular con ánimo de dilettante a través de todos los caminos, saltando de uno en otro. Pero si la vocación anterior era
— 241 —
en verdad tal vocación, sale del trance acrecida, contrastada,
esclarecida por una lumbre nueva. El "intelectual" que no ha
padecido y vencido esta crisis no conoce todavía el sabor entre
acerbo y dulcísimo de su extraño oficio.
Varias fueron las sendas que se ofrecieron al corazón y a la
mente de don Mafcelino en sus años de peregrinación y polémica. Una de ellas fué la política. La política fué para él, hombre de fe robusta y animosa, un deber y una seducción. Son éstas las tentaciones más peligrosas: las que ocultan el incitante
cuerpo de la seducción bajo el severo indumento del deber. Menéndez Pelayo no supo resistir embate tan delicioso y tan honestamente vestido. ¿Podía resistirlo un hombre joven, generoso de sí mismo, encendido por esa "noble ambición" a que
aluden las ordenanzas de nuestra milicia y situado en una época que entreabría un resquicio de nueva esperanza a la castigada ilusión de los españoles? "Algún aumento de riqueza,
algún adelanto material, nos indica a veces que estamos en
Europa y que seguimos, aunque a remolque, el movimiento
general", decía, allá por 1882, en su "Epílogo" a los Heterodoxos.
A esa tenue esperanza quiso servir con su leve y breve
aventura política. Antes expuse sumariamente su curso. Fué
dos veces diputado y ayudó a Pidal cuando éste fué ministro
de Fomento; mas no pasó de ahí ni quiso pasar. A partir de
1892, su apartamiento de la política activa es casi total. En
1893 alude a la política de los partidos españoles del siglo xix
con estas significativas palabras: "aquella lepra feroz de fanatismo, aquella especie de pedantería sanguinaria que por muchos años convirtió en Caínes a todos los partidos españoles" (1). NO es menos reveladora de su actitud la pintura que
hace de los métodos políticos en su tiempo usados: "el sistema
de atropellar la honra del adversario, tanto más odiado cuanto
más próximo en ideas, y cebarse en su buen nombre para llegar
(1) Estudios, V, 217.
16
— 242 —
a triunfar más fácilmente de sus ideas" (i). No es difícil adivinar las heridas por donde respira este intelectual metido a político y luego arrepentido de la aventura. Demasiado arrepentido; porque, a veces, sumergido en el goce vocacional de la
letra impresa, embriagado por su pasión· de lector y erudito,
llega hasta a hipovalorar las desgracias nacionales que en torno
a sus libros acontecen (2).
Otro camino que le tienta es la filosofía o, más precisamente, la historia del pensamiento filosófico. "Soy filósofo de mi
tiempo", dice con alguna ligereza al P. Fonseca, y en diversos
lugares de su obra anuncia trabajos sobre Vives (3), sobre el
pensamiento filosófico de Valles (4), o sobre la historia del
aristotelismo (5). Le atraía singularmente la historia del pensamiento español, movido indudablemente por la rectora influencia de Laverde; y el servicio de Bonilla a este intento hizo
que en él viese don Marcelino continuada la empresa cuyo cumplimiento inició y soñó. "A ese lauro—hacer la historia de la
filosofía española—aspiré en mi juventud, alentado por el sabio y benévolo consejo de un varón de dulce memoria y modesta fama...", decía, refiriéndose a Laverde, al final de su contestación a Bonilla en la Real Academia de la Historia; "en los
libros del Dr. Bonilla veo prolongarse algo de mi ser espiri(1) Estudios, V, 224-225.
(2) Un ejemplo. Tiene noticia de que el Marqués de Jerez de los
Caballeros quiere vender su biblioteca a un extranjero, y escribe a Rodríguez Marín: "Mayor desastre y más irremediable sería éste que Jos
de Cavité y Santiago de Cuba..." (Epistolario de Μ. Ρ y R. M., Ma­
drid, 1935, pág 203). Trátase, desde luego, de una expresión ex abundantia calami, que don Marcelino no habría ratificado; pero reveladora,
no obstante, de que a veces el erudito español podía más que el español
erudito. En el mismo sentido habla su ya aludida carta a Valera, comunicándole su propósito de "refugiarse en la Estética".
(3) Tenía hasta pensado el título: Exposición e historia del vivismo.
Véase Ciencia, I, 311-312.
(4) "Día vendrá en que yo escriba de propósito acerca de la Sacra
Pbüosophm" (Ciencia, I, 452).
(5) "Las especies inteligibles... no son siquiera consecuencia legítima
del sistema peripatético, como yo demostraré en su día..." (Ciencia, II,
137)-
— 243 —
tuai..." (i)·· Fuese porque con la pronta madurez del discípulo
decreciera en importancia la influencia de Laverde—murió éste
en 1890—, o porque su vocación filosófica no fuese tan viva
como en algún momento de su mocedad pensó, o porque la
capacidad humana, hasta la más titánica, tiene su invencible
límite, es lo cierto que ninguno de los anteriores propósitos
fué íntegramente cumplido por Menéndez Pelayo en su madurez, ni siquiera atendido con diligencia visible. Tampoco por
aquí estaba el camino real -hacia la altura definitiva de los
Meisterjahre, los años de magistral señorío sobre el tema de
su vocación. Siguió en contacto con la historia del pensamiento
filosófico; pero por modo muy secundario y mirándola desde
un punto de vista sensiblemente distinto.
También la libre creación literaria fué cimbel de su juventud. Casi tanto como sumergirse en las letras antiguas le
seducía desde su infancia ese género de creación literaria, entre imaginativo, preceptista y erudito, tan amado por los humanistas del Renacimiento. ¿No hubiera seguido gozoso, por
ventura, la senda deleitable de los Poliziano y los Alberti, de
los Bembo y Sadoleto? No olvidemos su altisonante poema
épico Don Alonso de Aguilar en Sierra Bermeja, ni los versos amatorio-eru ditos que con tan buen deseo y adolescente
fiebre compuso en Barcelona:
Sueña el poeta en las nocturnas horas
sueño de amores que el amor inspira,
comenzaba una oda sáfica escrita en honor de una tal "Epicaris", luego "Belisa" y siempre Isabel Martínez. Estaba ya en
Roma, durante su viaje de estudios, y todavía le aleteaba en
el alma la comezón literaria. De entonces es el comienzo, jamás terminado, de una tragedia titulada Séneca. Cuidó siempre de su estilo literario, así en la manera neorromántica del
período polémico—"oratoria y enfática" llamará él mismo, con
ejemplar sinceridad, a la prosa de su juventud—, como en la
(1) Ensayos, 398-399.
— 244 —
madurez, cuando pensaba que "el mejor estilo es el que menos
lo parece" (i). Mas también la tendencia de su alma a la creación literaria fué decapitada en torno a 1878, año de su definitiva resolución vocational.
No fué su más personal camino la creación literaria, ni lo
fueron el pensamiento filosófico o la acción política. El cultivo
de todos estos temas no pasó de ser en su vida ocupación viajera y peregrina, diversión de esos años en que uno cree poder
serlo todo. Pronto cercenó de su vocación todo brote adventicio y siguió con monogámica fidelidad la que había de ser su
verdadera senda: la historia de las letras y de la estética. La
antigua actividad política quedó en preocupación histórica e
intelectual por España; la juvenil atención al pensamiento filosófico hízose luego instrumento para mejor entendimiento de
las letras y de la belleza; los proyectos de creación literaria trocáronse en simple degustación estética de la producción ajena.
Desde 1882 hasta 1912, año de su muerte, la vida de don Marcelino—si se descuenta su fugaz contacto con la política activa—
fué una constante dedicación intelectual a los tres temas centrales de su vocación: la historia, las letras y la estética literaria.
Pero este camino, si vale hablar así, no fué llano y extensivo, sino ascendente e intensivo. Hay algunos para quienes el
cultivo de su vocación intelectual es una mera adición sucesiva de conocimiento« al acervo adquirido en los años de aprendizaje. Los nuevos saberes están en el mismo plano que los
antiguos, y la vida personal en la cual se integran y toman
unidad esos saberes es un camino llano, aproblemático. Tal es
la existencia intelectual del historiador erudito, limitado al descubrimiento y a la edición de nuevos documentos, o la del naturalista descriptivo, entregado a la tarea de hallar y reseñar
nuevas especies de insectos o nuevas estructuras petrográficas.
El camino de la propia vocación puede ser también ascen(1) Heterodoxos, I, 35.
— 245 —
dente. El punto de vista personal es entonces cada vez más alto
—o más hondo, si se prefiere la metáfora de la profundidad a
la de la altura—y los nuevos saberes son integrados desde un
nuevo y más elevado centro. No sólo se llega a saber más; se
sabe también de otro modo y mejor. El biólogo no es ahora
mejor biólogo sólo por conocer más hechos biológicos, sino, sobre todo, por saberlos más biológicamente, por integrarlos en
unidad sistemática desde una idea de la vida más alta y verdadera. El historiador, análogamente, va haciéndose mejor historiador por ser más historiador, por saber los antiguos y los
nuevos conocimientos históricos desde una idea de la Historia
más alta, mejor adecuada a lo que la Historia es verdaderamente.
¿Cómo asciende en su camino biográfico el intelectual Menéndez Pelayo? ¿Hacia dónde' asciende? Dos son los medios
de que se vale para tal ascenso a su madurez intelectual ( i ) :
uno de ellos es su fidelidad al tema central de su vocación; el
otro, la servidumbre cada vez más estricta a su primitiva idea
del perfecto historiador. Fidelidad y servidumbre: no tiene
otra vía la humana perfección.
Por ineludible imperativo de la naturaleza humana, no puede el hombre alcanzar perfección sin limitación! Que esta limitación se trueque muchas veces en desmembrado especialismo,
será un riesgo, mas no una eximente de dicho imperativo. Así
debió entenderlo don Marcelino cuando abandonó todas las encantadoras sirtes intelectuales y vitales que circundaban a su
juventud y puso decidido rumbo a la alta mar de su vocación
histórica y literaria. Esta fidelidad al rumbo antiguo y nuevo
le hizo cambiar hasta la manera de su ocasional contacto con
los temas de la juventud. El estilo literario se hace más claro
y sobrio, más refrenado. Los trabajosfilosóficosde su madurez
tienen un sello visiblemente distinto de aquel casticismo en que
quiso encerrar su mente durante los años polémicos. Escribe,
(i)
bajo.
Descuéntase, por obvia, su esforzada y cotidiana entrega al tra-
— 246 —
por ejemplo, sobre las vicisitudes de la filosofía platónica en
España o en torno a los orígenes históricos del criticismo y del
escepticismo. Sus temas no son ya castigos, sino universales, y
lo que de estrictamente español hay en ellos es considerado
sub specie universalitatis. Navega ya en alta mar, no arrimado
a las costas del tentador casticismo. Más en alta mar, incluso,
de lo que él creía, seducido siempre por la sirena costera del "genio nacional" .
Va cumpliendo, además, su antigua idea acerca de lo que
el historiador debe ser (1). El calor de la polémica y un malentendimiento de su humanismo grecolatino le hicieron ser infiel durante su primera juventud a su propio programa: recordemos sus apresurados juicios sobre casi toda la cultura europea
posterior a 1600 y, singularmente, aquel ligero menosprecio
del pensamiento germánico antes de haber estudiado alemán.
Este mejor servicio a su vocación de historiador le lleva, por
lo pronto, a estudiar de veras los idiomas cultos modernos y a
conocer por dentro la cultura que vituperaba. No es éste mal
ejemplo para los muchos españoles que se conforman con "saber refutar" a Descartes o a Kant sin haberlos leído. Luego veremos los frutos y los conflictos que aquel aprendizaje y estas
lecturas producen en el alma de don Marcelino.
El honrado cumplimiento de esas dos exigencias—fidelidad
al tema central de su vocación, leal servidumbre a su idea del
historiador perfecto—le permiten alcanzar la cima de su madurez intelectual. Triple objetivo le espera en la cumbre luminosa de su propia vocación: una más amplia y mejor comprensión histórica de todo el pasado histórico, la altura de su propio
tiempo y la serenidad de su alma.
El ascenso de su mente a una comprensión histórica mejor
le amplió considerablemente su horizonte de historiador. No
olvidemos que en su visión de la Historia Universal era el Renacimiento católico la cima de los tiempos. Más allá de esa
(1) Véase lo que sobre este tema se dice en el capítulo "Visión de
la Historia".
— 247 —
cima estaba la "oscura confusión" de los siglos medievales;
más acá, el ingente descarrío de la cultura moderna postrenacentista, casi íntegramente desdeñable. Pues bien; su esfuerzo
de historiador maduro, su mejor información y la mayor agudeza de su comprensión histórica incorporan con signo positivo
a su imagen del acontecer histórico europeo provincias inmensas del pensamiento humano: más allá del Renacimiento, una
noción de la Edad Medía mucho más acabada y exacta; después del siglo xvii, una idea de la cultura moderna bien distinta de aquella negativa y simplicísima de los años polémicos.
Más compleja y verdadera, desde luego; más turbadora también.
Siglo tras siglo, llega don Marcelino a la conquista de su
propio tiempo. Nadie es capaz de hacer una obra intelectual en
verdad importante si no está, como con insospechada hondura
suele decirse, "a la altura de su tiempo". Esa es la altura que
Menéndez Pelayo va a ir conquistando intelectualmente, desde
los años en que nada quiere con ella, absorto en la nostálgica
contemplación del pasado. Es sobremanera interesante el curso
biográfico de sus reacciones ante la época en que vivió. Las
primeras, ya lo apunté, son de despego y asco. Seguramente
están motivadas por el nada halagüeño espectáculo de la circunstancia espiritual española en aquella sazón. Basta leer, para
advertir este medular desvío, el lastimero retrato que de la vida
española circunstante hace en su conocido "Epílogo" a los Heterodoxos (i) o la negra, casi emética pintura del pensamiento
(i) "Cuanto hacemos es remedo y trasunto débil de lo que en otras
partes vemos aclamado. Somos incrédulos por moda y por parecer hombres de mucha fortaleza intelectual. Cuando nos ponemos a racionalistas
o a positivistas, lo hacemos pésimamente, sin originalidad alguna, como
no sea en lo estrafalario y en lo grotesco. No hay doctrina que arraigue
aquí: todas nacen y mueren entre cuatro paredes sin más efecto que
avivar estériles y enervadoras vanidades y servir de pábulo a dos o tres
discusiones pedantescas Con la continua propaganda irreligiosa, el espíritu católico,. vivo aún en la muchedumbre de los campos, ha ido desfalleciendo en las ciudades; y aunque no sean muchos los librepensadores españoles, bien puede afirmarse de ellos que son de la peor casta de
impíos que se conocen en el mundo, porque (a no estar dementado, como
— 248 —
europeo de su época en el Discurso preliminar a las herejías
españolas de los siglos xvm y xix. "¡Cuan horrendo retroceso,
no sólo respecto del Cristianismo, sino respecto de la civilización grecolatina...!", concluye, colérico y añorante (i).
Sentadas tales premisas, apenas puede extrañar que intentase evadirse imaginativamente de tan menguada época, y hasta que a veces considerase nociva para el historiador la atención intelectual hacia ella. "De la realidad actual—escribía en
1894—debe el erudito tomar aquella parte necesaria para vivir
en ella y no resultar quimérico o trasnochado; pero si se deja
envolver en el torbellino de tanta pasión efímera que hoy alza
ídolos y mañana los abate, perderá todas las ventajas que le
daba el sereno estudio de lo pasado, sin adelantar mucho por
eso en la inteligencia de lo presente" (2). Hablan aquí el erudito
y el esteta. Con usar chaqueta o levita y no decir maguer y facer al conductor del tranvía, piensa don Marcelino, ha cumplido con su tiempo el erudito; y, en efecto, para deleitarse con
Lope o aprender la doctrina estética de León Hebreo, no hace
falta más. ¿Podrá decir lo mismo Menéndez Pelayo cuando en
tanto historiador quiera comprender la verdadera e íntima peculiaridad de esa doctrina o de aquella creación literaria?
La Historia se escribe siempre desde una determinada sitúalos sofistas de cátedra) el español que ha dejado de ser católico, es incapaz de creer en cosa ninguna, como no sea en la omnipotencia de un
cierto sentido común y práctico, las más veces burdo, egoísta y groserísimo. De esta escuela utilitaria suelen salir los aventureros políticos
y económicos, los arbitristas y regeneradores de la Hacienda, y los salteadores literarios de la baja prensa, que en España, como en todas partes, es un cenagal fétido y pestilente". Luego añade: "¿Será cierto, como
algunos benévolamente afirman, que la masa de nuestro pueblo está
sana, y que sólo la hez es la que sale a la superficie? ¡Ojalá sea verdad!
Por mi parte, prefiero creerlo, sin escudriñar mucho". (Heterodoxos,
VII, 514-515). Los años habían de dar cumplida razón a este diagnóstico acerca de la real situación espiritual del pueblo español. Nada más
funesto que la entrega a uno de estos dos juicios apodícticos: "España
sigue siendo católica", como afirmaban los "benévolos" en la época de
Menéndez Pelayo, o "España ha dejado de ser católica", como se dijo
cincuenta años más tarde.
(1) Heterodoxos, VI, 28-31.
(2) Ciencia, II, 444.
— 249 —
ción espiritual, aquella en que como hombre se encuentra el
historiador. El Menéndez Pelayo erudito y esteta se proponía
escribir historia cerrando los ojos a su propia situación histórica, y pensaba que eso era lo mejor para él, como hombre y
como erudito. Pero, sin advertirlo, convertía en falso principio
de acción su acción misma. El erudito don Marcelino no desconocía el presente porque ese desconocimiento fuese óptima condición para escribir historia. Al contrario: escribía la Historia
como la escribía porque, en tanto hombre e intelectual, no quería contar con su propio tiempo, se evadía de él. Meriéndez
Pelayo escribió muchas veces la historia—ahí está su visión
meliorativa del Renacimiento o su idea optimista de la Antigüedad clásica—desde la no actualidad, desde su voluntad de
rehuir la vida política e intelectual circunstante. ¿Por ventura
fué la antigüedad clásica, en sí y por sí misma,
calma y serenidad, dulce concierto
de cuantas Juergas en el hombre moran,
como el don Marcelino erudito y saudadoso pensó? ¿Eran objetivas e incontrovertibles esas notas descriptivas? ¿No cabía, frente a esa antigüedad, una interpretación diferente: por ejemplo,
la dolorosa y pesimista de los Nietzsche y los Rohde?
Mucho más se acerca Menéndez Pelayo a su propio tiempo
cuando quiere ser pensador de la Historia y no sólo erudito y
esteta. Léanse con atención los párrafos finales de sus trabajos
sobre "La filosofía platónica en España" o "Los orígenes del
criticismo y el escepticismo". Su autor no es ahora el erudito
que sólo desea tomar de su época la levita y el tranvía. Hay
una atención rigurosamente positiva hacia "el torbellino" de ese
tiempo suyo, y en los hombres y las ideas descubre objetos muy
distintos de los "ídolos hoy alzados y mañana abatidos" que
en ellos veía el nostálgico erudito de antaño. Wundt, Lotze,
Ravaisson, Taine o Claudio Bernard son estimados a la vista
del valor actual, histórico, que su obra tiene o parece tener.
Como erudito saudadoso y esteta, habló don Marcelino en su
— 250 —
juventud de "las hordas positivistas"; hogaño, como historiador maduro, habla así del empirismo positivista: "Los excesos
del idealismo fantástico e intemperante no podían menos de
traer esta reacción, la cual desgraciadamente ha ido tan lejos
que está solicitando otra en sentido contrario" (i). Alaba sin
reservas a Lotze y ve en su obra conciliatoria "una profundísima tentativa" (2); se complace en elogiar el "vigoroso entendimiento" de Ravaisson y reconoce "el carácter metafísico de
algunas de las más elevadas manifestaciones del positivismo
científico", así en la doctrina de Herbert Spencer como en la
de Taíne y Claudio Bernard (3). La misma disposición atenta
y preocupada frente a su propia época puede descubrirse en
"La Historia considerada como arte bello", su discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia. ¿Será extraño que
quien así ha cambiado el modo de su instalación en su propio
tiempo, cambie también de actitud frente al tiempo pasado?
El historiador, en cuanto ha querido serlo de veras—no sólo
para satisfacer hedonísticamente una nostalgia—, se ha visto
obligado a comprender su propio tiempo. La actualidad fué en
su juventud repelente motivo de asco y evasión. Ahora, en la
serena madurez, se ha hecho problema, y la atención preocupada ha sustituido al irreflexivo desvío. Preocupada y problemáticamente se sitúa el historiador Menéndez Pelayo ante
su propia época cuando la madurez le ha convertido en "don
Marcelino". Así dispuesto, pronto descubre en ella su fundamental índole crítica. "¿Quién se atreve a dogmatizar en medio de la actual crisis filosófica?", escribía en 1891 (4). "Ha
llegado a tal desmenuzamiento el trabajo intelectual, han triunfado de tal modo las monografías sobre las síntesis, que, en
vez de la luz, comienza a producirse el caos, a fuerza de amontonar sin término, y a veces sin plan, hechos, detalles, observail)
(2)
(3)
(4)
Ensayos, 115.
Ensayos, 116.
Ensayos, 219-220.
Ensayos, 217.
— 25! —
ciones y experiencias", había dicho dos años antes (i). "El momento es realmente angustioso para la vida del espíritu", dirá
uno después (2).
Crisis, inseguridad, desorientación radical del pensamiento.
¿No se parecen estas palabras, escritas mientras imperaba el
más desatado optimismo científico que los siglos han conocido,
a las que por entonces escribía Guillermo Dilthey, otro gran
catador de su propia época? "Si uno se pregunta en la actualidad—decía el filósofo tudesco—dónde tienen puesto su fin las
acciones de una persona individual o las de la Humanidad,
pronto aparece la profunda contradicción que encierra nuestra
época. Frente al gran enigma del origen de las cosas, del valor
de nuestra existencia y del último valor de nuestras acciones,
no se halla esta época nuestra más orientada que un griego en
las colonias jónicas o itálicas o un árabe en la época de Averroes" (3). El historiador Menéndez Pelayo advertía con claridad la gran crisis de la Historia Universal que por entonces
comenzaba y en la que todavía estamos envueltos. Renouvier
y Kuno Fischer, por ejemplo, fueron por él entendidos como
filósofos críticos y su criticismo incluido en esa gran onda crítica que se inicia en el pensamiento europeo durante el último
cuarto del siglo xix (4). Pero, quien diagnostica una crisis, entrevé simultáneamente una esperanza. Pronto lo comprobaremos.
(1) Ensayos, 115.
(2) Ensayos, 314.
(3) Ges. Sehr., VIII, i97. Esta radical conciencia de problematicidad es la que determina las dos actitudes fundamentales del pensamiento europeo de 1890: o una adhesión artificiosa y nostálgica a un tipo
cualquiera de sabiduría antigua (actitud neo: neokantismo, neohegelianismo, neoescolasticismo, etc.), o la osadía creadora, el acto de arrojarse
a la conquista de una inédita tierra de promisión intelectual. El quid está
en no hacerlo sin raíces en la tradición intelectual. El intelectual es el
hombre a quien menos permitido está el adanismo.
(4) Ensayos, 216-217. Menéndez Pelayo tuvo el acierto de advertir
—buena puntería de historiador—que una filosofía crítica es una filosofía de crisis. Contra lo que el idealismo a ultranza postuló, toda filosofía emerge de una determinada situación histórica y de ella recibe problemas y configuración.
— 252 —
Además de ganar una mejor comprensión intelectual de
todo el pasado histórico y de conquistar la altura de su propio tiempo, corona Menéndez Pelayo en su madurez una difícil y envidiable cota: llámase serenidad. De mancebo polemista
pasa a varón maduro y victorioso. Traspuestos lo¡s treinta
años de su edad, nadie le discute, si no se cuenta esa última
e irreductible minoría que existe siempre en España, y unas
veces niega la santidad a San Juan de la Cruz, combate otras
la gloria de Cervantes o discute notariescamente la genialidad
de Unamuno. Había ganado clamorosamente la cátedra de
Madrid. Pronto se le abren las puertas de casi todas las Academias (de la Lengua, de la Historia, de Ciencias Morales y
Políticas, de Bellas Artes). No hay en España homenaje, congreso o libro huérfano de prólogo que no requieran su ayuda y
su magisterio. Si don Marcelino no logró vencer la polémica
entre los españoles, consiguió al menos imponer su procer figura intelectual sobre uno y otro de los dos bandos adversarios (i).
No es su indiscutido prestigio, sin embargo, lo que trae a
su alma la serenidad, sino otra virtud más difícil de alcanzar:
la renunciación. No hay perfección intelectual sin ascética limitación, dije antes. Análogamente, no hay serenidad—esa sosegada transparencia en que subjetiva y objetivamente se expresa la perfección moral—sin el silencioso denuedo de la renunciación. Bello es, ciertamente, el espectáculo de un alma sedienta de infinitud y limpiamente rebelde contra todo límite:
así el alma del místico, "toda cosa trascendiendo"; así la del
sabio moderno, poseído por el arrebato de la infinita cupiditas
sciendi, aquel afán de "trascenderlo todo" que, en orden a la
pura acción, atribuía a los conquistadores españoles nuestro
Bemal Díaz del Castillo. No menos bella es, sin embargo, la
(i) Parece, no obstante, que en Jos últimos años de su vida conoció
el sabor de la soledad o, por mejor decir, del abandono. Véase lo que
cuenta Bonilla, testigo de mayor excepción de todo ese período, en su
obra citada, pág. 106.
— 253 —
estampa del hombre que ha sabido dar armonía y orden a su
saber, dentro del límite que su humana naturaleza y su situación histórica le imponen. Al primero, le acosa el tiempo. Del
otro, en cambio, puede decirse aquello de fray Luis en su glosa
al Salmo CU I:
da el hombre a su labor, sin miedo alguno,
sus horas situadas.
Mas para que cada hora esté en su sitio, es preciso haber
sabido renunciar a todo lo que no cabe en cada hora. Frente
a Novalis, consumido por inextinguible anhelo de infinito, está
fray Luis, sereno por su reposo en la armonía, por su ascética
limitación al pedazo de infinitud que cabe en cada hora del
espíritu.
Menéndez Pelayo llega a su serena madurez renunciando.
El ansia ardorosa de su mocedad le ihizo evadirse de su presente porque no se conformaba sino con vivir en las mejores
cimas del pasado: un pasado transfigurado por su alma romántica, sedienta de imposible plenitud histórica. Conexa con esta
ambición ilimitada de su espíritu está su actitud juvenil ante
el futuro. En medio de aquella asqueada aversión por la época
en que vive, late en él una secreta esperanza de más risueño
porvenir. No hay hombre que viva sin esperanza, y menos si
es joven y animoso. Pero la esperanza del Menéndez Pelayo
polemista, por remota y desmedida, no pasa de ser una de
esas irracionales confianzas en el porvenir que a la vista de una
catástrofe histórica ineludible suelen tener las almas creyentes:
es una esperanza mística casi total, mas también casi imposible; una esperanza ptstíca, diría. Unamuno. "Sólo la Iglesia,
columna de la verdad—escribía en su juventud—, permanece
firme y entera en medio del general naufragio. Quizá está próximo el día en que el mismo exceso del mal vuelva a traer a
los hombres a su seno" (i). Es el bien espléndido y remoto
(i) Heterodoxos, VI, 31.
— 254 —
que se espera después del exceso del mal. "Aún puede esperarse
—dirá más tarde—que, juntas las almas por la caridad, torne
a brillar para España la gloria del Señor, y acudan las gentes
a su lumbre y los pueblos al resplandor de su Oriente" (i).
Idéntico sentido tienen unas palabras que anteceden al "Epílogo" de los Heterodoxos: "No escribo para 'hoy; la historia,
aunque sea esta mía, traspasa siempre tan mezquinos horizontes y adivina en esperanza días mejores, adoctrinados por el
escarmiento presente" (2). Hay en el Menéndez Pelayo polemista, más que una esperanza probable, fundada en la obra de
los hombres, una confianza mística apoyada en la infinita bondad de Dios, que saca bien del mal.
Escribía entonces—él mismo nos lo dirá luego—"sin conocer del mundo y de los hombres más de lo que dicen los libros" (3). Con su madurez, al mismo tiempo que va conociendo mejor uno y otros, quiere pensar y escribir "aspirando a la
serena elevación propia de la historia, aunque sea contemporánea" (4). Sólo renunciando podrá adquirir esa "serena elevación". Su mejor conocimiento del mundo, de los hombres y
—también—de los libros, pondrá en su alma dos nociones nuevas. Una meliorativa: el mundo presente no es tan radicalmente empecatado y corrompido como de joven pensó. Antes hemos visto los testimonios del cambio. Otra peyorativa o restrictiva: el mundo no permite razonablemente una esperanza
tan total como aquella mística esperanza de la juventud. ¿Podía esperarse en 1890, si uno se atenía a los datos de su experiencia, que "los hombres"—así, en bloque, refiriéndose a los
europeos—volverían al seno de la Iglesia? ¿No era ésta una
desmesurada esperanza, un anhelo de creyente fervoroso y poco
conocedor de su tiempo?
Hay que renunciar; tal es el imperativo en ese difícil trán(1)
(2)
(3)
(4)
Heterodoxos, VII, 515.
Heterodoxos, VII, 509.
Ciencia, I, 4.
Heterodoxos, I, 36.
— 255 —
sito humano desde el infinitismo juvenil a la limitación de la
madurez. Mas cuando esta renuncia es inteligente, la pérdida
de vuelo que la esperanza sufre queda compensada por su ganancia en seguridad y aplomo. También la crítica actualidad
del mundo que le circunda ofrece próximos asideros a la esperanza. "Grande es sin duda la tribulación de los espíritus, pero
la misma gravedad de la crisis puede darnos alguna esperanza
de remedio", decía en 1892; y, como para demostrarlo, describía así su delgada, pero racional esperanza: "Empiezan a notarse, es cierto, síntomas de regeneración espiritualista; pero
tan aislados, tan pálidos, tan fugaces, que más bien parecen
los últimos destellos de un sol moribundo que las primeras
luces de una nueva aurora. Hay sed y apetito de creencia, y
algo es esto, aunque no sea todo; pero en generaciones desecadas
por los crueles abusos del análisis, pervertidas por una concepción mecánica del mundo, desfloradas por una literatura brutal, mucho ha de tardar el germen místico en romper la dura
tierra y producir de nuevo sus rosas inmortales" (1). Otra vez,
más optimista, ve próximo el día en que "cesará el triste divorcio en que hoy viven la especulación y la experiencia, y podremos penetrar inoffenso pede en los templos serenos de la antigua sabiduría... Y entre tanto acaban de disiparse las tinieblas
que todavía nos encubren el sol de la Metafísica futura—amonesta—, seamos prudentes, y no pequemos ni por exceso de timidez ni por exceso de confianza" (2). Todos los textos de la
época reflejan esta confianza racional y empírica en el inmediato porvenir del pensamiento humano. "Esa reacción—dice,
refiriéndose al retorno de la Metafísica, en su discurso sobre
"La filosofía platónica en España"—ha venido, o comienza a
venir por lo menos... Síntomas observados en las escuelas y en
los mediosfilosóficosmás diversos, nos indican en aquellos pensadores que serán gloria más indiscutible de nuestra edad, un
hastío creciente del puro empirismo y del puro criticismo, y
(1) Ensayos, 315.
(2) Ensayos, 220.
— 256 —
una tendencia a volver a la afirmación metafísica más o menos
disimulada..." (1).
El triunfo en la vida, la mejor comprensión histórica y la
renunciación—la renunciación, sobre todo—han traído a su
alma la serenidad. En lugar de proyectar su insobornable ilusión en una esperanza mística total, pero casi imposible, echa
el ancla de su razón serena y creyente en una esperanza limitada, pero hacedera. Lo que en otros será pesimismo, en él es
racional limitación. Luego veremos cómo ante sus ojos de español se configura la accesible y racional esperanza de sus años
maduros.
Así asciende en nivel y calidad el camino biográfico de
Menéndez Pelayo. A la vez que el hombre y el intelectual van
cumpliendo este ascenso, compone el investigador su poderosa
obra literaria e histórica. La Historia de las ideas estéticas, el
libro cumbre de su vida, coronado a los treinta y cinco años;
la Antología de los poetas líricos castellanos, las Obras de
Lope de Vega, Los orígenes de la novela y tantas cosas más:
semblanzas, prólogos, discursos, cartas, estudios cortos, todo
ese inmenso cosmos de letras antiguas y figuras históricas que
su alma de historiador exhuma y recrea. De su obra podrían
decirse con plena razón aquellas hermosas y penetrantes palabras de Fr. Jerónimo de San José, por él citadas en ocasión
solemne: "Yacen como en sepulcros, gastados ya y deshechos,
en los monumentos de la venerable antigüedad, vestigios de sus
cosas. Consérvanse allí polvo y cenizas, o, cuando mucho, huesos secos de cuerpos enterrados; esto es, indicios de acaecimientos cuya memoria casi del todo pereció; a los cuales, para
restituirles vida, el historiador ha menester, como otro Ezequiel, vaticinando sobre ellos, juntarlos, unirlos, engarzarlos,
dándoles a cada uno su encaje, lugar y propio asiento en la
disposición y cuerpo de la historia; añadirles, para su enlazamiento y fortaleza, nervios de bien trabadas conjeturas; ves(1) Ensayos, 115-116.
— 257 —
tirios de carne, con raros y notables apoyos; extender sobre todo
este cuerpo, así dispuesto, una hermosa piel de varia y bien
seguida narración y, últimamente, infundirles un soplo de vida
con la energía de un tan vivo decir, que parezcan bullir y menearse las cosas de que trata en medio de la pluma y el papel" (i).
No es menester mío estudiar por menudo la aportación de
don Marcelino a la historia de las letras españolas y europeas.
También yo he debido imponerme una limitación para alcanzar la menor maldad posible en mi trabajo. Mi propósito se
reduce a indagar por dentro, viéndolos a veces, adivinándolos
otras, los problemas intelectuales de Menéndez Pelayo. ¿Qué
pasa en la cabeza y en el corazón de ese hombre cuando alcanza la luminosa cumbre de su madurez intelectual? ¿Cómo ve el
historiador la historia en que se ejercita? ¿Qué problemas se
levantan en el'alma española y católica de don Marcelino?
¿Qué piensa de España y para España? Tales son las preguntas por cuya contestación voy a esforzarme en las páginas subsiguientes.
(i) Estudios, VII, π .
17
II
HACIA LA HISTORIA DE VERDAD
I.
LA ESTRUCTURA
DEL ACONTECER
HISTÓRICO
E
N el artículo que escribió Farinelli para honrar la memoria de Menéndez Pelayo, reciente aún la muerte del
maestro, estampó estas palabras: Ήel giro dei secoli, di tutti i
secoli, vedeva una continuité di sviluppo, ed un sapiente ricollegamento delle utmane énergie; tutte le età quindi gli sembravano egualmente degne di studio. Non c'è morte, non c'è
sonno e sosta per lo spirito che si svolge in perpetuo, vittorioso
d'ogni languore e spirante l'eternità stessa in ogni attimo che
si dilegua e fugge ( i ) .
No fué así durante los años polémicos. Sí lo fué, en cambio, cuando la temprana madurez de su mente hizo más fiel,
íntegro y acendrado el servicio de Menéndez Pelayo a su vocación de 'historiador. La tan ligera tendencia española a usar el
vocablo "polígrafo" frente a los que, más o menos temáticamente, escribieron acerca de varias materias, ha puesto en plano
( i ) "Carta a Menéndez Pidal", publicada en la Revista
vos, Bibliotecas y Museos, julio-agosto, 1912, pág. 4.
de Archi-
— 259 —
de paridad con las restantes actividades de su pluma la que
verdaderamente es fundamental en don Marcelino: la de historiador. Escribía en 1884: "Poco se adelanta con decir que
tal o cual metafísico es panteísta o dualista, que es sensualista
o que es escéptico: lo que nos importa es averiguar cómo y
por qué lo es, cómo se eslabonan las ideas de su mente, cuál era
el ritmo que las sometía y disciplinaba" (1). No satisface a
Menéndez Pelayo el cómodo expediente de poner una etiqueta
al pensador de antaño, como hacen todos los que carecen de
mente histórica y juzgan el pasado, si es que llegan a tener
noticia de él, desde el fanatismo de una excluyente e impermeable actitud intelectual sistemática. El es historiador, y su
ambición no consiste en pronunciar sentencias, sino en comprender la singular peculiaridad de cada filósofo o escritor;
descubrir, aunque sea desde fuera, su personal razón de ser en la
Historia. Quiere "vivir con los muertos", según sus propias palabras (2). Mas para ello necesita infundir nueva vida en la letra que esos muertos escribieron como testimonio de su vida
creadora y extinta: algo, en suma, abismalmente distinto de
esa judicativa rotulación entomológica con que muchos creen
hacer historia.
Intentaré en las páginas subsiguientes exponer con algún
orden las dispersas ideas de don Marcelino acerca de la Historia y del historiador. Jamás lo hizo él, absorto como estuvo
en la obra de exhumar y reanimar figuras y creaciones históricas. Sólo de cuando en cuando, en las pausas que le deja su
trabajo de historiador en acción, echa una breve ojeada sobre
la índole de su propio oficio y escribe a la carrera una opinión
acerca de lo que .la Historia sea. No fué su mente la del pensador
sistemático. Pero así como "cada hombre está obligado a tener
más o menos su filosofía", según él mismo dijo a Pidal en su
(1) Ciencia, II, 74.
(2) La frase procede del discurso con que recibió a Alfonso XIII
en la Biblioteca Nacional, cuando el Rey Ja visitó después de su coronación.
— 26ο —
juventud, cada historiador tiene siempre, más o menos articulada y conscientemente, una cierta ideafilosóficade la Historia.
La implícita concepción que dé la Historia tuvo don Marcelino en su madurez está formada por retazos de las imperantes en su época: Hegel, la "escuela histórica", el positivismo y el arte narrativo de Macaulay ponen su cuño en las ideas
de nuestro historiador acerca de su oficio. No obstante, todas
estas influencias alemanas (Hegel y la "escuela histórica"),
francesas (el positivismo) y anglosajonas (Macaulay) se funden en una curiosa unidad dentro de la personal y católica
mente del historiador Menéndez Pelayo. Mi propósito es reconstruir el torso de esa unidad componiendo en ordenada figura
lo que sólo en la intención, y nunca en la expresión, tuvo figura
y orden. Tomaré para ello el material de los escritos más diversos y, a la vista de su pensamiento y de su cronología, intentaré penetrar en el seno viviente del espíritu que los concibió. Veamos, ante todo, la ineludible huella de la titánica
garra hegeliana.
En esa filosofía de la Historia que implícitamente profesa
don Marcelino, dos ideas fundamentales proceden del acervo
hegeliano. Una ya nos es conocida, y puede pasar por traducción moderna de la vieja máxima nihil sub sole novum. Nada
esencialmente nuevo—piensan Hegel y Menéndez Pelayo—es
creado por el espíritu humano en el despliegue histórico de su
pensamiento. Los problemas serían siempre los mismos desde
que el hombre se los planteó por vez primera, y las respuestas
humanas a dichos problemas—en esto va Menéndez Pelayo
algo más lejos que Hegel—también. Nada pasa y nada es verdaderamente nuevo, tal viene a ser la máxima fundamental.
Cambiaría la forma, no el fundamental contenido del pensamiento filosófico.
En el ritmo de las ideas y en el estilo de su ordenación lógica "está la mayor originalidad, casi la única que cabe al pensarniento humano", hemos oído decir a don Marcelino. Siete
afiös más tarde—en 1891—repetirá con más fuerza y precisión
— 2ÖI
—
la misma doctrina. Habla de la crítica kantiana y la comenta
así: "semejante prole sin madre no ha existido jamás en ninguna ciencia, y menos que en otras ha podido existir en filosofía, donde todo pensamiento nace de otro como desarrollo o
como antítesis, y donde un pequeño número de tesis tan antiguas como la filosofía misma, idénticas en nuestras aulas a
las que ya se discutían en las escuelas del Indostán y en los
pórticos de Grecia, ejercitan y ejercitarán siempre la actividad
humana, que en filosofía inventa siempre por lo tocante a la
forma del pensar, y no inventa nunca por lo tocante a su materia" (i). La aparente novedad del pensamiento humano queda en simple configuración distinta de un contenido antiguo y
permanente. "La línea conductora del progreso es la dialéctica
interna de las configuraciones", había dicho Hegel (2).
Un punto de crítica. Si se miran muy por su sobrehaz los
grandes temas en que se ocupa el pensamiento humano, alguna
razón tiene esta tesis de la invariación. El mundo, el hombre,
Dios y el conocimiento de estas tres distintas realidades son
los temas permanentes del pensamiento humano, desde que los
hombres piensan. Valga otro tanto para las actitudes de la inteligencia humana ante dichos temas: el panteísmo, el dualismo, el escepticismo, etc., son tipos del humano pensar que se
dan o pueden darse en todas las épocas. Reconocido lo cual,
es preciso volver la página y recabar con urgencia y decisión
los fueros de la novedad. ¿Acaso no son verdaderamente nuevos los problemas que frente a esas constantes realidades—el
mundo, el hombre y Dios—va descubriendo la mente del hombre? Y, en consecuencia, ¿no serán también rigurosamente
inéditas, además de típicamente repetidas, las actitudes que la
mente filosófica va adoptando para resolver esos problemas y
las provisionales respuestas que ante ellos dieron y darán los
distintos hombres? Admitiendo que Enesidemo, Vives y Kant
coinciden en ser críticos o criticistas, ¿por ventura no hay una
(í) Ensayos, 146.
(2) Gesch. d. Phil., ¡ubilâumausgabe, I, 66.
— 2Ó2 —
singular e irrepetible novedad en cada una de sus actitudes? La
historiología del siglo xix, empeñada en interpretar cada una
de las situaciones históricas del espíritu humano como mero
despliegue de otra anterior o como antítesis suya—como actualización de algo potenctalmente contenido en el pasado, en uno
y otro caso—, ha sido radicalmente ciega ante la esencial novedad que distingue a la estructura íntima y al contenido de
cada situación y cada respuesta filosófica. Menéndez Pelayo
no supo ser una excepción a este general carácter de su época.
También procede de Hegel la idea de la historia del pensamiento humano como una evolución dialéctica. A continuación del texto antes mencionado, dice explícitamente don Marcelino: "No hay historia que presente en su desenvolvimiento
tan concilladas la unidad y la variedad como la historia de la
filosofía, ni hay otra donde pueda seguirse más claramente la
genealogía de las ideas y de los hechos, que jamás aparecen
como fortuitos y vagos, sino como enlazados por ley superior
y sujetos a cierto ritmo dialéctico. Y esto, no tan sólo porque
la historia de la filosofía haya sido comúnmente escrita por
filósofos hegelianos o por pensadores armónicos que hayan querido introducir en ella un orden artificial que quizá no responda a la realidad de las cosas, sino porque así como el sujeto
de la historia universal puede ser considerado (según aquella
profunda concepción que por primera vez explanó nuestro Orosio) como un solo hombre, así el sujeto de la historia de la
filosofía puede ser considerado en rigor como un solo hombre
que filosofa, a través de muchedumbre de siglos, conforme a
ciertas leyes dialécticas que se cumplen lo mismo en el individuo que en la especie". La huella de Hegel en este párrafo es
por demás evidente. Hay un innegable ritmo dialéctico en la
historia de la Filosofía, piensa Menéndez Pelayo; y no porque
arbitrariamente lo construya la mente del historiador, sino por
exigencia de la realidad histórica misma. No habría deseado
Hegel confesión más paladina.
Pero, después de haber seguido a Hegel en lo tocante a la
— 263 —
forma o estructura del acontecer 'histórico, apártase de él don
Marcelino en la interpretación de esa regularidad dialéctica
que entrambos ven en la historia del pensamiento. Apúntase,
pues, la discrepancia en lo relativo a la materia de esa forma
histórica; o, de otro modo, en orden al sustrato ontológico
titular de esa sucesiva y regular configuración dialéctica.
Hegel ve en la dialéctica de la Historia una necesidad absoluta y lógica. Piensa Hegel que el Espíritu—palabra sibilina
que en el idealismo hegeliano sirve para nombrar, ambiciosamente, el Todo—se realiza y se hace consciente de sí mismo
dialécticamente. "Yo afirmo—escribía Hegel con su casi sobrehumana petulancia—que la sucesión de los sistemas filosóficos en la historia es la misma que la sucesión existente en la
deducción lógica de las determinaciones conceptuales de la
idea" (1). Quiere decir: el pensamiento humano ha ido moviéndose y elaborándose en el curso de su historia lo mismo que mi
razón se mueve cuando piensa lógicamente; y esto sucede asi
porque mi pensamiento es la expresa concreción actual, el resultado del Espíritu mismo en su evolución. Mi pensamiento
es la última y más verdadera voz de Dios, es Dios locuente y
actualizado, viene a pensar Hegel. Si Leibniz declaró al hombre un petit Dieu, Hegel, como quien está al cabo de la calle
—y eso fué en cierto modo su filosofía, un llegar al cabo de la
calle en la historia del pensamiento filosófico moderno—, no
se conforma sino con hacerle Dios; así, sin adjetivo ni pronombre al lado. Jamás se entenderá el pathos filosófico de Hegel si
no se ve en él un hombre que cuando se pone a pensar filosóficamente llega a creerse Dios actualizado. Más aún: que llega
a creerlo, esto es lo propiamente hegeliano, racionalmente. La
sierpe no dijo al oído dé los idealistas eritis sicut Dii, sino, más
simple y definitivamente, eritis Deus.
No podía don Marcelino seguir a Hegel por tan ambiciosas
y extraviadas trochas. Mas tampoco podía eludir el problema
(i)
Gesch. d. Phil, I, 59.
— 2Ö4 —
de explicar ese ritmo dialéctico de la Historia, aunque él no
fuese ni quisiera ser un pensador sistemático. El problema le
acosa y pide respuesta. ¿Dónde hallarla? No es un azar que
Menéndez Pelayo, católico e historiador, desarticule ¡histórica
y cristianamente la metafísica hegeliana de la Historia. Tratemos de entender su actitud intelectual a esta reveladora luz.
Dos modos elementales y contrapuestos hay de considerar
el curso de la Historia: o se le interpreta, resignada y pesimistamente, como una serie de "casos" azarosamente sucesivos, o
se ve en él un cierto orden final más o menos lógico; esto es,
más o menos accesible a la razón humana y expresable por ella.
Azar y teleología son los términos del dilema. Fortuna, caso,
veían los hombres del Renacimiento italiano en el acontecer
histórico:
Ogni cosa è fugace e poco dura;
tanto Fortuna al mondo è mal costante:
solo stà ferma e senipre dura morte,
escribe Lorenzo el Magnífico en un soneto, y Guicciardini polemiza contra quienes, por demasiado creyentes en la pruden^a
y la virtii, no estiman con justa suficiencia la potestà della fortuna.
El pensamiento cristiano, en cambio, sobrenaturalizando
la pronoia de los estoicos, ha preferido ver siempre en el curso
de la Historia un cierto orden teleológico, una pro-videncia de
Dios, aunque la ley última y total de esa ordenación, como cosa
divina, sea radicalmente inaccesible a la limitada razón de los
hombres. Esa radical inaccesibilidad del orden providencial no
postula, sin embargo, la total irracionalidad, la pura arbitrariedad del curso histórico. La mente humana, atenta a la naturaleza propia del hombre o, si se quiere decir de otro modo, a
las causas segundas de la Historia—condiciones naturales de la
razón y de la libertad humanas, sistema de las posibilidades
históricas, biología del hombre, medio geográfico, etc.—, puede
descubrir en ellas una cierta estructura racional y, por lo tanto,
— 2Ô5 —
una cierta previsibilidad del curso histórico. La relativa previsibilidad de la Historia es a la vez el molde racional de la
libertad humana y un accesible relieve que la inefable Providencia de Dios—Dios, el ineffabüis modulator de San Agustín—ofrecería a la razón de los hombres para consuelo de su
limitación.
Ahora vemos con claridad lo que representa históricamente
la filosofía hegeliana de la Historia. Con Hegel, en el ápice
mismo del racionalismo idealista, el hombre moderno ha secularizado totalmente la idea cristiana de la Providencia. La razón del hombre sintió hambre y sed de infinitud y quiso poner
medida humana—logificando, haciendo humano y racional el
Logos del Evangelio de San Juan—a la inefable Providencia de
Dios. La dialéctica hegeliana es, si vale hablar así, la forma a
que fué reducida la idea cristiana de una providencia divina
cuando los hombres pretendieron adaptarla a la medida de su
razón.
Don Marcelino parece haber percibido este proceso. En
efecto; después de aceptar las conclusiones de la dialéctica hegeliana en orden a la forma del acontecer histórico, destruye,
como diría Heidegger, el largo proceso histórico que ha hecho
posible el pensamiento hegeliano y quiere insertar esas conclusiones formales en el arranque mismo de dicho proceso; esto
es, en el añoso y lozano tronco de las primeras concepciones
providencialistas del acontecer histórico. Es visible en la obra de
su madurez la tendencia de su mente a instalarse, cargada con
su experiencia de historiador de 1890, en ese germinal momento en que se perfilan con cierta claridad las primeras especulaciones filosóficas del pensamiento cristiano acerca de la providencia histórica. Su punto de referencia es siempre la genial
metáfora de San Agustín y Orosio: la Historia Universal puede
ser considerada como la biografía de un hombre (1). Hemos
(1) Menéndez Pelayo atribuye la invención de la idea a Orosio,
acaso por arrimar la sardina al ascua española. No obstante, esa misma
idea está taxativamente expuesta por San Agustín, de quien la habría
— 266 —
visto ya la referencia a Orosio en el párrafo antes copiado. En
1883 había escrito don Marcelino: Orosio "es el primer historiador universal, en el más propio sentido del vocablo, no ya
por la extensión geográfica, en lo cual pudieran disputarle la
prioridad Diodoro Sículo, Trogo Pompeyo y otros antiguos,
sino por haber sido el primero que consideró al género humano
como una sola familia, y, lo que es más, como un solo individuo, afirmando no sólo que la divina Providencia rige al mundo
lo mismo que al hombre..., sino que cada hombre, en sí y por
sí, puede contemplar todas las vicisitudes del género humano" (1). Análoga referencia al texto de Orosio se encuentra en
la Historia de las ideas estéticas (2).
Con la vieja metáfora a la vista, don Marcelino intenta
explicarse el ritmo dialéctico que parece ostentar la historia del
pensamiento humano. Esta historia sería como el raciocinio del
único hombre a que metafóricamente .puede reducirse el linaje
humano: una autodiscusión, no del Espíritu, en el sentido del
Todo, como decía Hegel, sino de la Humanidad creada a imagen y semejanza de Dios. Una tesis filosófica propuesta por la
mente humana es sucesivamente elaborada en el curso de la
Historia hasta alcanzar madurez expresiva. Entonces, como si
no estuviera satisfecho del resultado conseguido ni seguro de
sí mismo, el hombre—es decir, la Humanidad—se propone la
tomado Orosio. "Así también—dice San Agustín, hablando del regimiento providencial—el género humano universal, cuya vida, desde Adán
hasta el fin de los siglos, es como la de un solo hombre..." {de vera relig., XXVII, 5o). Análoga expresión se lee en La Ciudad de Dios: "Dei
mismo modo, que van fomentándose y aprovechando las buenas inducciones de un hombre virtuoso, así las del linaje humano, en lo referente
al pueblo de Dios, fueron creciendo por determinados períodos, como
quien crece progresivamente según el estado de su edad..." (de civ. Dei,
X, 14). El mismo pensamiento se repite en San Buenaventura (in IV
Sent.,. 40, dub. 3) y más tarde, algo secularizado ya, en Pascal. Gilson
(vide: L'esprit de la phil. médiévale, II, Paris, 1932) ha entrevisto esta
cristiana ascendencia de Hegel.
(1) Estudios, VII, 23-24. El texto de Orosio es: "Iure ab initio hominis per bona malaque alternantia, excerceri hunc mundum sentit quisquís per se atque in se humanuni genus videt..." (Lib. I, PróL)
(2)
Ideas, I, 299-300.
— 267 —
contraria, discute o dialoga consigo mismo para alcanzar la
verdad. Procede consigo mismo dialécticamente, como procedía
Sócrates con los atenienses. Luego intentarán los hombres armonizar las dos proposiciones, zurciéndolas en un sistema ecléctico, o sintetizarlas, asumiéndolas en una superior; y así, dialécticamente, proseguiría su curso histórico el pensamiento humano.
En esta idea de Menéndez Pelayo no debe tomarse en consideración el resultado, sino el propósito. El resultado no llega a
tal, y apenas pasa de ser comienzo. En efecto; la historia del
linaje humano parece la de un solo hombre, mas sólo lo parece.
A nadie se le ha ocurrido decir que el linaje humano sea real
y verdaderamente un solo 'hombre. San Agustín y Orosio usaron esta idea como simple metáfora (ita, sicut, tanquam, veluti,
fueron sus expresiones); una metáfora intelectual fundada, a
lo sumo, en la comunidad genética de todos los descendientes de
Adán y en la redención de todos los hombres por Cristo. Pero
aquí es justamente donde comienza el problema para el filósofo
de la Historia: si el curso de la Historia Universal se parece
algo a la biografía de un solo hombre, ¿cómo puede entenderse tal parecido? ¿Qué hay en la estructura de la comunidad
humana para que haya podido inventarse esa metáfora? ¿Cómo
debe ser planteada una filosofía cristiana de la Historia capaz
de explicar, todo lo racionalmente que el hombre pueda, la estructura y las regularidades ofrecidas a los ojos del historiador
por el acontecer histórico universal? Frente a estas preguntas,
confesémoslo humilde y cavilosamente, todavía nos hallamos
en puro balbuceo.
Pero ahí, bajo la apariencia de un resultado deficiente, late
un propósito fructífero. Por muy vago e indeliberado que fuese
ese propósito intelectual de don Marcelino, merece, ciertamente, más reflexiva atención que el ya descrito resultado de su
pensamiento. Menéndez Pelayo no fué un pensador sistemático.
Fué, eso sí, un hombre lector e inteligente, cada vez más instalado en su tiempo. Este tiempo suyo le ofrece un repertorio de
— .268 —
ideas, de las cuales su mente rechaza unas y acepta otras. Tales
ideas—me refiero a las aceptables—proceden a veces de supuestos poco acordes con la verdad indefectible del dogma: así el
ritmo dialéctico de la historia del pensamiento, aceptable para
don Marcelino como real estructura del acontecer, aunque luego encuentre inaceptables los supuestos idealistas a que intentó reducirlo su inventor Hegel. He aquí el problema que entonces se plantea su mente: ¿cómo poner en unidad armónica esas
ideas con las que constituyen el edificio dogmático del Catolicismo: Dios personal y providente; hombre creado a imagen
y semejanza de Dios; redención de los hombres por Cristo, etc.?
Dos caminos parecen ofrecerse a la mente cristiana. Uno,
superficial, el concordismo. Otro, más hondo y fructífero, la
regresión histórica a las fuentes del pensamiento cristiano y el
intento de implantar en ellas—o, mejor aún, de extraer de
ellas—la idea filosófica o el hecho empírico que se reputan verdaderos o probables; de tal modo que esa verdad suya, filosófica y humana, forme un cuerpo inédito y bien trabado con la
indefectible y teológica verdad revelada. No se trata de un
concordismo, sino de una recreación intelectual, por el estilo de
la que Santo Tomás hizo con el pensamiento de Aristóteles.
Para que los conceptos ajenos tengan eficacia y virtualidad en
el alma del hombre que como historiador los estudia, "será
preciso—dijo en varias ocasiones don Marcelino—que cada
pensador los vuelva a pensar y encontrar por sí mismo" (i).
Esto procura hacer él, y no sólo como pensador, mas también
como intelectual cristiano. Tomemos buena nota del intento,
porque más de una vez lo vamos a ver repetido en el curso de
su obra.
También en lo tocante al sentido final de ese ritmo dialéctico
discrepa de Hegel nuestro historiador. Hegel es maravillosa y
envidiablemente optimista. La Historia Universal sería un camino siempre ascendente del Espíritu hacia la conciencia y la
(i) Ensayos, 114 et passim.
— 269 —
realidad de su propia libertad. La idea de un progreso continuo
hacia un estado final (el quiliasmo secularizado del siglo xix)
domina toda su idea de la Historia. La Historia Universal es,
dice literalmente Hegel, "la justificación de Dios, la verdadera
Teodicea, la obra que Dios hace de sí mismo" (1); de aquí que
la Historia lleve siempre necesariamente el mejor camino. Si
Leibniz pensó que el mundo creado por Dios era el mejor de
los mundos posibles, Hegel piensa que la Historia Universal
—Dios haciéndose a sí mismo—es el mejor de los caminos posibles.
Ya expuse antes que don Marcelino, menos optimista—por
católico y por español de su época—, admitía la posibilidad del
descarrío histórico. Su idea fundamental no es la del progreso
continuo, sino la del ciclo. "Los problemas están contados y
las soluciones también, repitiéndose eternamente los mismos
círculos", le hemos oído decir. Años más tarde explanará con
mayor claridad esta idea, que en ese primer texto parece un correlato intelectualista del vital "eterno retorno" nietzscheano.
Para Menéndez Pelayo, en Ja historia del pensamiento humano
se repetirían permanentemente ciclos históricos compuestos por
dos períodos: uno, dogmático, y otro, crítico y escéptico. Al
período dogmático de Platón y Aristóteles sigue la disolución
crítica y escéptica de la filosofía griega, con la Academia
Nueva, Enesidemo y Pirron; la Edad Media es cerrada por la
crisis intelectual—crítica y escepticismo—del Renacimiento, y
el dogmatismo metafísico de los siglos xvn y xvm—Descartes,
Malebranche, Leibniz—tiene como remate la crítica de Hume
y Kant. A cada período de escepticismo suele seguir, a modo
de reacción y antítesis, un brote de dogmatismo entusiasta, especulativo y místico: Plotino, tras el escepticismo antiguo:
Hegel, como reacción a la crítica de Kant (2). Tal sería la estructura del permanente ciclo dialéctico en la historia del pensamiento humano.
(1) Phil. d. Gesch., 569.
(2) Ensayos, 136 y sigs.
— 270 —
Por eso don Marcelino, historiador, reconoce sin violencia el
evidente sentido histórico del escepticismo. "El escepticismo y
el criticismo, vistos serenamente y a distancia—dice a continuación de las anteriores consideraciones—, no deben ser estimados,
como generalmente se les estima, como filosofías puramente negativas y disolventes, sino como momentos obligados de la evolución filosófica". Pocas páginas después insiste con más energía sobre el mismo punto de vista: "No ha de juzgarse del escepticismo por sus consecuencias, que pueden ser las más inesperadas y contradictorias. El criticismo no es un sistema de filosofía, sino una peculiar posición del espíritu filosófico. Tan imposible es a la razón humana no dudar nunca de sí misma, como
detenerse y aquietarse en esta duda. Todo el que ha filosofado
ha sido alternativamente, y en mayor o menor escala, escéptico
y dogmático. Dios ha puesto en nosotros el germen crítico como
estímulo para la indagación, como preservativo contra la rutina
y la indolencia del espíritu, y al mismo tiempo nos ha impuesto
la necesidad de la afirmación en todo aquello que se presenta
con caracteres de evidencia. Tan insensato es pasar el límite
de la duda, cometiendo un verdadero suicidio racional que haría imposible toda conciencia y toda ley de vida, como descansar tranquilamente en una fórmula escolástica, sea ella la
que fuere, aunque sea la misma fórmula de Kant, que en el
mero hecho de ser repetida de memoria habrá perdido ya toda
su eficacia crítica, convirtiéndose en una nueva imposición dogmática. La autoridad se queda para otras esferas; en filosofía
nadie posee sino aquello que personalmente ha investigado y
en propia conciencia ha reconocido. Si esto es ser escéptico conforme al sentido etimológico de la palabra, esto es, examinador,
indagador, será porque la filosofía misma lleva implícito siempre cierto grado de escepticismo" ( i ) . Todavía añadirá luego,
hablando ya con aire de confesión filosófica: "La Metafísica
nada tiene de ciencia exacta, y en este punto, queriéndolo o sin
(i) Ensayos, 140-141.
— 271 —
quererlo, todos somos más o menos escépticos, por supuesto, en
el buen sentido de la palabra" ( i ) .
Veamos en todos estos textos al historiador: pónese con
ellos ante nosotros un hombre necesitado de comprender la singular razón de existir que relativamente a su época histórica
tuvieron—con mayor o menor justificación, con mayor o menor verdad—todos los momentos históricos del pensamiento
humano. Veamos también detrás de esas palabras al hombre
que, por mejor conservar su libertad y no adherirse filosóficamente a doctrina ajena, prefiere detener su inteligencia en un
indagador e inquieto ars nesciendi. Algo más quisiera poner, no
obstante, de relieve. Aludo al curioso parecido que esta concepción cíclica de la historia del pensamiento tiene con otra
casi coetánea: Ja de Brentano.
En una conferencia pronunciada en 1894, ante la Sociedad
Literaria de Viena—tres años después de que don Marcelino
declarase sus ideas ante la Academia de Ciencias Morales y Políticas—, intentó demostrar Brentano que la historia de la Filosofía ha seguido desde Tales un curso cíclico. Cada ciclo estaría compuesto por cuatro fases distintas. La primera es ascendente. En esta fase es muy vivo el interés teórico y se elaboran
los métodos de conocimiento adecuados al problema filosófico
descubierto. Tras ella iniciase la decadencia, cuyo primer estadio constituye la segunda fase del ciclo: debilítase el interés
científico, disminuye el rigor de los conocimientos y se difunde
el saber en anchos círculos populares. La tercera fase es el segundo estadio de la decadencia, y representa una suerte de revolución espiritual. Los hombres pierden su confianza en el
saber teórico, y hasta se niega al entendimiento humano la capacidad de conocimiento seguro: es la fase crítica y escéptica.
Pero el hombre—que, como decía Aristóteles, "tiene por naturaleza el deseo de saber"—no puede permanecer indefinidamente
en el escepticismo. Renace con vigor ardiente y enfermizo el
(1) Ensayos. 217-218. Todos estos textos son de 1891.
— 272 —
deseo de saber, y los filósofos apelan a modos de conocimiento
innaturales, geniales, místicos. Es una .suerte de tentativa mística por salvar el saber teórico de la disolución a que el escepticismo le había llevado. "Se cree saberlo todo y no se sabe
nada", dice Brentano, acentuando la diferencia con la fase ascendente, en la cual el hombre iba sabiendo algo por haber'se
admirado dolorosamente de no saber nada. Es la última fase
del ciclo y el seguro anuncio de que otro nuevo comenzará
pronto.
Piensa Brentano que en la historia de la Filosofía occidental se habrían dado tres de estos ciclos o períodos. El primero
es el de la filosofía antigua, con sus cuatro fases sucesivas:
i.a De la filosofía jónica a Aristóteles. 2.a Estoicismo, epicureismo. 3.a Nueva Academia, pirronismo, eclecticismo (Cicerón). 4.a Judíos platonizantes, neopitagorismo, neoplatonismo
(Plotino, Porfirio, Jámblico, Proclo). El mismo ritmo cuaternario se repetirá en el ciclo medieval: i.a De San Agustín a Santo
Tomás. 2.a Escoto. 3.a Guillermo de Ockam, nominalismo.
4.a Misticismo de la Baja Edad Media y del Renacimiento
(Eckart, Tauler, Suso, Ruysbroek, Gerson), lulismo, Nicolás de
Cusa. Esta última fase anuncia ya el ciclo moderno, cuyas cuatro fases serían: i.a Bacon, Descartes, Locke, Leibniz. 2.a Ilustración francesa y alemana. 3.a Escepticismo de Hume. 4.a Tentativas por salvar a la filosofía admitiendo conocimientos o
evidencias a priori (Reid y la escuela escocesa, Kant, Fichtey
Schelling, Hegel).
El innegable parecido entre los apuntes del español y la
articulada concepción histórica del austríaco es el misterioso,
desconcertante parecido entre los hombres por cuya boca habla
eso que suele llamarse, por llamarlo de algún modo, "espíritu
de la época" (1). Tan distintos como son, tan distantes como
(1) ES curioso que la idea de un progreso evolutivo lineal y ascendente, casi general durante 'los dos primeros tercios del siglo xix (Hegel,
Comte, Owen, el Renán de 1848, etc.), sea sustituida durante el último,
en algunos pensadores al menos, por la hipótesis de una evolución por
ciclos con ascenso y declinación, anábasts y catábasis, como decían los
— 273 —
están Menéndez Pelayo y Brentano, y en algo se parecen sus
juicios sobre la Historia. Debe influir en esa semejanza de sus
opiniones la que existe entre la vivencia de uno y otro ante su
propia época. Los dos, como Dilthey y Bergson, perciben en
ella un radical carácter crítico, una fundamental y movediza
inseguridad. Recuérdense los textos de don Marcelino antes expuestos, la impresión, entre angustiosa y esperanzada, que la
crisis de su época le producía. Brentano, mente más creadora
que histórica, ve la Historia desde la fe en su personal obra de
adelantado, de fundador, y percibe de preferencia el lado positivo y naciente de la crisis. "Nuestro tiempo—dice claramente—
es el comienzo de un nuevo período de evolución"; y luego añade: "¿Habremos de dejarnos engañar por la opinión pública
contemporánea? Verdaderamente, no. Nuestra época será celebrada por haberse rejuvenecido en ella la filosofía; pero con
esto queda también dicho que por lo pronto ha entrado en una
nueva edad infantil" (i). ¿Acaso no hay alguna analogía entre
la obra filosófica de Brentano y aquel inconcreto idealismo realista que, como veremos, proponía como tarea a los españoles
de su tiempo el Menéndez Pelayo esperanzado?
Junto al parecido, el contraste. No es difícil advertir menudas diferencias entre las imprecisas ideas de Menéndez Pelayo
y la elaborada construcción histórica de Brentano: es ésta mucho más compleja y articulada; es distinto el juicio sobre algunos filósofos (Kant, por ejemplo, del cual sólo ve don Marcelino su lado crítico), etc. El contraste entre ambos es, sin em^
bargo, bastante más curioso y radical.
Menéndez Pelayo es un historiador de las letras. Su tema
es el curso histórico de la libre e imaginativa creación literaria.
No obstante, puesto ante la cíclica regularidad que sus ojos de
historiador han percibido en la historia del pensamiento, la ingriegos (Brentano, Nietzsche, Burckhardt, el propio Windelband, la tardía figura de Spengler, etc.)· No puedo detenerme aquí en una pormenorizada comprensión histórica del hecho.
(i) El porvenir de la Filosofía, Madrid, 1935, págs. 23 y 24.
18
— 274 —
terpreta según un esquema dialéctico, racional: la regularidad
en la historia del pensamiento es el ritmo lógico de la discusión
que la Humanidad sostiene consigo misma en su esfuerzo intelectual por conseguir la verdadfilosófica(i). Brentano, en cambio, es un pensador riguroso. Pero, cosa notable, situado ante
la rítmica estructura de la historia de la Filosofía, no la explica racional y dialécticamente, sino apelando al parecido que
esa historia del humano filosofar tiene con la historia de las
Bellas Artes. "Su semejanza—dice textualmente—no puede pasar desapercibida para una mente atenta. Consideraciones psicológico-culturales las más sencillas, hacen también perfectamente comprensible esta noble coincidencia" (2). Quiere esto
decir que Brentano, no obstante su severo intelectualismo, entiende a la Filosofía como una forma intelectual de la vida humana. El ritmo cíclico de la historia del pensamiento es antes dialéctica vital que dialéctica lógica. ¿No se ve ahí un indudable lazo
de unión entre Brentano y Dilthey, los dos polos del pensamiento filosófico contemporáneo? (3).
Otra diferencia, por fin, entre las ideas historiológicas de
Menéndez Pelayo y las de Brentano. Brentano ve, por debajo
de la semejanza formal que presentan las fases homologas de
cada período (fases ascendentes, escépticas o místicas en la Antigüedad, en la Edad Media o en el mundo moderno), una específica diferencia en los problemas que el filósofo se plantea»
en su método de conocimiento y en sus respuestas intelectuales.
Cada período elabora "los métodos determinados esencialmente
por la índole de sus objetos", dice textualmente Brentano.
Como "filósofo de oficio", Brentano ve desde dentro la historia
(1) NO obstante, y sin que Ja validez fundamental del anterior
aserto se conmueva, es cierto que don Marcelino apela a imágenes vitales cuando habla del desarrollo cíclico del pensamiento: por ejemplo,
la fatiga o el hastío de Ja Humanidad cuando lleva mucho tiempo afirmando o dudando una misma cosa.
(2) Op. cit., pág. 4.
(3) Claro que el problema filosófico de la Historia comienza precisamente ahí. ¿Cuál es la "razón" propia de esa "vida"? Aquí se inserta
«1 interminado esfuerzo filosófico de Ortega y Gasset.
— 275 —
del pensamiento y advierte sus ocasionales "novedades": aliquid sub sole novum, piensa, a la vista de cada inédito período
y de cada nueva fase.
Menéndez Pelayo, en cambio, se conduce mucho más como
'historiador "de figuras"—véase luego lo que con esta expresión
quiero decir—que como filósofo. Piensa nuestro historiador que
en los distintos ciclos se repiten con forma diversa, además de
las actitudes fundamentales del espíritu filosófico (dogmatismo
panteísta o dualista, escepticismo, etc.), también los contados
problemas especulativos que la mente humana puede proponerse y las respuestas dadas por los hombres a tales problemas.
No es ajena a este pensamiento de don Marcelino, varias vebes expuesto a lo largo de su vida, la influencia intelectual de
Lloréns durante su primera juventud. Dicho queda sobre ella
lo suficiente. Pero, aparte ese posible vestigio pedagógico de
Lloréns, dos supuestos históricos sustentan e incitan esa limitada, casi indigente concepción de la inventiva 'humana. Uno es
más personal, la peculiar "manera" del historiador Menéndez
Pelayo; otro es rigurosamente histórico, la condición tipificadora del pensamiento historiografía) ochocentista.
Es Menéndez Pelayo un historiador de figuras, no de intimidades intelectuales. Cuando, por ejemplo, expone la doctrina estética de Platón, nos da, con larga y vivaz pincelada, el
cuadro, la figura total de lo que Platón dijo sobre el tema. Sus
páginas son más bien animada descripción de aspectos y figuras
que íntimo buceo de intenciones intelectuales y estéticas: expone lo que Platón dijo, no indaga lo que quiso decir (i). Si se
quiere advertir con entera claridad lo que ahora apunto—luego volveré sobre ello—, compárense los cuadros descriptivos
que de los pensadores griegos nos pinta don Marcelino con los
buceos histórico-filológicos de Reinhardt en Parménides, de
(i) Hablo, como es obvio, del estilo dominante en la producción de
don Marcelino. Aunque en la obra historiográfica de Menéndez Pelayo
aparezca acá y allá la pesquisa de intenciones, esta preocupación no es
en él dominante, y mucho menos sistemática y deliberadamente atendida.
— 276 —
Stenzel en Platón, de Jaeger en Aristóteles o de Zubiri en toda
la filosofía presocrática. Esta actitud de don Marcelino ante la
tarea historiográfica, muy de su tiempo—tengamos presente su
entusiasmo por Ranke y Macaulay—y muy de su nativa condición de esteta more hellenico, le llevaron a ver en la historia
del pensamiento los grandes temas, el cuadro general de las
.grandes épocas y el estilo dominante en cada pensador. No olvi-i
demos su programa de historiador: "Poco se adelanta con decir que tal o cual metafísico es panteísta ó dualista, que es
sensualista o que es escéptico; lo que nos importa es averiguar
cómo y por qué lo es, cómo se eslabonan las ideas en su mente, cuál era el ritmo que las sometía y disciplinaba". Importa
a Menéndez Pelayo, sobre toda otra cosa, el estilo y la figura
con que se enlazan las ideas en la mente del filósofo; todavía
no se pregunta resueltamente por lo que esas ideas tienen den~
tro de sí, en cuanto han sido concebidas o creadas en una determinada época y en el seno de la singularísima mente de un
hombre. Pese a su vehemente deseo juvenil de vivir en el Renacimiento español o en la Antigüedad clásica, del historiador
Menéndez Pelayo podría decirse lo que acerca de Ranke escribía a Dilthey el Conde de Yorck: "Ranke fué precisamente un
estético... Hasta sus principios críticos son de naturaleza y ori^
gen ocular... Ranke es todo ojos: ve la Historia, no vive la
Historia" (1).
Menéndez Pelayo, historiador de figuras. Junto a esta personal condición de don Marcelino está la tendencia tipificadora
de todo el siglo xix, nacida indudablemente por influencia de
la mentalidad científico-natural. Tienden los historiadores ochocentistas—en el último tercio del siglo, sobre todo—a ordenar
la inmensa trama de las personas y los sucesos singulares que
constituyen el curso de la Historia como el naturalista ordena
el ingente conjunto de los minerales o ¡las plantas. Surge así,
paralelamente a la ordenación del elenco botánico en criptóga(1) Briefwechsel ^wischen Wilhelm Dilthey und dem Grafen Paul
Yorck v. Wartenburg, Halle, 1923, págs. 59-60.
— 277 —
mas y fanerógamas, en angiospermas y gimnospermas, etc.
—tipos naturales del ser natural que llamamos planta—, la idea
de que las figuras integrantes del espectáculo de la Historia
Universal adquirirán orden científico agrupándolas en tipas
históricos: tipos de la vida personal (el burgués, el caballero
medieval, etc.) o comunal (la ciudad renaciente, la polis griega, etc.), tipos cronológicos (el Renacimiento, la Ilustración, el
Romanticismo) y temáticos (sistema diltheyano de las "visiones del mundo"). !No es ajena, en mi entender, a esta general
orientación tipificadora de la historiografía finisecular, la personal orientación del historiador Menéndez Pelayo cuando reduce a unos cuantos tipos permanentes la inmensa variedad de
las opinionesfilosóficasen el curso de la Historia: "los problemas están contados y las soluciones también", dice taxativamente (i).
Tal vez sea ya posible exponer con cierta coherencia la implícita idea que sobre la estructura del acontecer histórico—en
orden al pensamiento filosófico, sobre todo—tiene en su mente
nuestro historiador. La forma de ese acontecer ofrece un ritmo·
dialéctico, fundamentalmente determinado por la autodiscusión,
el afán de novedad y el hastío o la fatiga de la Humanidad
pensante. La forma total de esa sucesión dialéctica no es la
línea continua y siempre interminada del progreso permanente,
sino el ciclo. Mas no debe pensarse que cada ciclo trae consigo
a la Historia carmina non prius audita; es decir, ideas, estimaciones y problemas verdaderamente nuevos. Los pensadores que
dan contenido intelectual y figura histórica a cada uno de los
ciclos no pasan de modelar con forma distinta los contados problemas y las contadas respuestas que se plantea y a que alcanza
la mente filosófica: temas, problemas y respuestas se irían re(i) La tipificación historiográfica es un expediente cómodo y hasta
necesario, porque lo exige la índole de 'la inteligencia humana. Pero, en
cualquier caso, insuficiente. Cada uno es cada uno, dice nuestro pueblo;
y muy bien pudiera ser este dicho la máxima conductora del historiador,
una de cuyas metas consiste en revelar lo que tienen de cada uno las
personas y los sucesos.
— 278 —
pitiendo indefinida e invariablemente en el curso de la Historia.
La mente arrojada y visual de don Marcelino no se conforma sino con objetivar a la manera platónica esos contados tipos
a que puede reducirse la producción intelectual de todos Jos hombres: "Las ideas—dice en 1884—son de todo el mundo o más
bien no son de nadie: son extrañas al filósofo, y moran en un
mundo superior, desde donde, puras, inmóviles, bienaventuradas, como las vio o fantaseó Platón, mandan sosegadamente sus
rayos sobre la frente del filósofo" (1). Lo mismo venía a pensar
acerca de los cánones literarios y estéticos: "Entiéndase siempre—advertía, hablando de ellos—que estos cánones no son
cosa relativa y transitoria, mudable de nación a nación y de
siglo a siglo, aunque en los accidentes Jo parezcan, sino que,
en lo que tienen de verdadero y profundo, se apoyan en fundamentos matemáticos e inquebrantables, a lo menos para mí,
que tengo todavía la debilidad de creer en la Metafísica".
"Nuestra ciencia—añade a poco, refiriéndose a la Estética—
es sustancialmente la misma de Platón y de Aristóteles..." (2).
Las ideas, como los antiguos pensaron de las estrellas, están sobre la cabeza de los hombres e imponen sobre ellos su ineludible dominio. Nadie sería capaz de pensar sino en Jo que "ya
estaba" antes de que un hombre pensase; y así, para el Menéndez Pelayo platónico, la historia del pensamiento humano
apenas pasaría de ser una proyección caleidoscópica o cinema(1) Ciencia, II, 74.
(2) Ideas, I, 5-6. ¿No resulta algo difícil armonizar estos pensamientos con aquello de "en Metafísica, queriéndolo o sin quererlo, todos somos más o menos escépticos"? También Menéndez Pelayo, como Unamuno, como Ortega, como todos aquellos en que la vida es la varia
et multimoda vita et inmensa vehementer, que en sí mismo veía San
Agustín, podría decir el ya citado dístico de Ulrico de Hütten, que
Ortega hace suyo:
Yo no soy un libro hecho con reflexión;
yo soy un hombre con mi contradicción.
¿Quién, si bien se mira a sí mismo, no dirá más o menos otro tanto?
— 279 —
tográfica de estas ideas permanentes sobre la mente de los hombres. O, dichas las cosas en lenguaje geométrico: el curso histórico sería una curva aparentemente variable en su nivel; pero
de trazado rígida y constantemente establecido por su referencia al centro o los centros que le determinan.
Si se enlazan estas ideas en torno al acontecer histórico con
la tesis de un "genio de la raza", tan cara siempre a don Marcelino, se advertirá claramente el estrecho encajonamiento del
pensador—sit venia verbo—dentro de tal concepción de la Historia. La época en que el pensador vive le impone su poderoso
mandato; la parvedad de los caminos intelectuales que le están
abiertos—tipos históricos delfilosofar—estrechamás aún el ámbito de su libertad; el "genio de la raza" a que nativamente
pertenece, impone a su filosofar el a priori de un estilo racial
o nacional. Tres instancias, la Metafísica—entendida de este
modo tipificado y restricto—, la Historia y la Biología acosan al
pensador; más que ofrecerle caminos, le imponen problemas y
soluciones. Sobre él está la parvedad de las soluciones metafísicas; a sus costados, el imperativo de la época; por debajo, las
exigencias del "genio de la raza". ¿Qué mínimo espacio queda
entonces a la libertad y originalidad personales?
No perdamos, empero, el hilo de esta exposición. Recordará
el curioso lector—volveré por una vez al amistoso estilo narrativo de otros tiempos—que hemos llegado a este punto desde
otro inicial: el estudio de la postura del historiador Menéndez
Pelayo ante Hegel, ineludible centro de referencia para toda la
historiografía del siglo xix. Sigúele en parte y en parte discrepa
de él. Luego, cuando trate la actitud de don Marcelino frente
a la realidad histórica y al método historiográfico, recogeré los
cabos sueltos de esta curiosa relación entre nuestro historiador
y el titán de su siglo.
Pero, como ya advertí, no es sólo Hegel la cantera de donde arranca Menéndez Pelayo las piedras de su personal y tácita
— 280 —
teoría del acontecer histórico (i). Junto al influjo de Hegel está
el del positivismo. La influencia de la doctrina historiográfica
positivista es menos visible y más restringida que la huella de la
historiología hegeliana, pero no menos segura. No debe olvidarse que el positivismo, considerado como sistemafilosófico,y no
sólo como un método lógico para el cultivo de las ciencias (2),
puede ser entendido viendo en él una versión en prosa del hegelianismo. La dialéctica de la Historia se hizo en el positivismo
dinámica social; la Ley absoluta se explana en las leyes del
acontecer humano—unas leyes a las cuales se piensa llegar mediante la sociología inductiva—, y el espíritu objetivo pierde
brío metafísico y se convierte en milieu, en "medio" geográfico-social.
Del positivismo historiográfico toma Menéndez Pelayo parte de su idea fundamental, según la cual el acontecer humano
podría ser considerado como una serie de "hechos" positivos
causalmente relacionados entre sí por un conjunto de "leyes".
Piensa, por ejemplo, que un día será posible exponer con suficiencia la historia de la filosofía española o, por lo menos, la
historia de la filosofía de España; "la cual—añade—, en el
mero hecho de ser historia, tendría ya sus leyes impuestas por
el objeto mismo; tendría su construcción interna, su tejido de
causas y efectos, y no podría exponerse a retazos y como fárrago de mal hilvanadas monografías, ni sería yuxtaposición
inorgánica, sino cuerpo vivo" (3). En este texto mezclan visiblemente su influencia de la historiología positivista y el organicismo romántico de la llamada "escuela histórica", vía a tra(1) Recuerdo aquí lo que al comienzo de este libro expuse Cada
hombre toma de su mundo histórico multitud de elementos para construir, trabándolos con otros propios e inventados, su propia vida espiritual. Pero los elementos ajenos adquieren un sentido leve u ostensiblemente inédito por el hecho de ser utilizados desde la rigurosa singularidad de un centro personal de intenciones activas y expresivas. Eso, no
contando con la deformación voluntaria que la persona receptora puede
imprimir a las ideas ajenas.
(2) Esto es: el positivismo en el sentido de A. Comte, no el limitado a la Lógica de Stuart Mill.
(3) Ciencia, II, 72. El texto es de 1884.
— 28l —
vés de la cual—no contando el ya comentado magisterio de
Lloréns y Milá—debió llegar a Menéndez Pelayo la idea del
Volksgeist o "espíritu del pueblo" (i). La historia del pensamiento español sería un "organismo intelectual" en cuanto
emerge de ese "organismo viviente" que es la nación; pero esa
emergencia, viene a pensar don Marcelino, acontece a lo largo
del tiempo según un tejido de hechos, causas y leyes.
En otra ocasión ¡habla nuestro historiador acerca de la utilidad de los manuales didácticos y resume su parecer con estas
palabras: "a. lo menos despiertan la curiosidad y preparan y
capacitan la mente para recibir la sólida nutrición de los hechos y sus leyes" (2). El estilo no puede ser más inequívocamente positivista. Más curioso es, sin embargo, que don Marcelino emplee este mismo lenguaje para expresar la radical novedad aportada por el Cristianismo a la teoría de la Historia
y a la práctica historiográfica: me refiero, como es obvio, a la
idea de un regimiento divino de la Creación. "Adolecía la historia, escrita al modo antiguo—dice Menéndez Pelayo—, de dos
sustanciales defectos, que, tocando al parecer únicamente a su
fondo y materia, influían al mismo tiempo, y como de rechazo,
en la forma. Nacía el primero de la carencia de leyes generales
y de una concepción primera y alta del destino· del género humano, objeto de la historia. Por ser gentiles sus primeros y nunca igualados maestros, y por el estrecho círculo en que los encerraba la contemplación exclusiva de su patria y ciudad, no
habían podido elevarse por las solas fuerzas racionales a la
comprensión, a lo menos total y perfecta, del gobierno de Dios
en el mundo y de la ley providencial de la historia" (3).
(1) "Organología" llama Troeltsch al rasgo cardinal de la "escuela
histórica alemana". Véase Der Hutorismus und seine Probleme, Tubinga, ig22, págs. 277 y siguientes.
(2) Estudios, I, 78-79. El texto es de 1901.
(3) Estudios, VII, 22. El texto procede del discurso "La Historia
considerada como obra artística", pronunciado en 1883, con motivo del
ingreso en la Real Academia de la Historia. En ese año—uno después
de la total publicación de la Historia de los Heterodoxos—comenzó Menéndez Pelayo su Historia de las ideas estéticas. Algo tiene aquel dis-
— 282 —
Si hay algo perfectamente claro en las anteriores líneas, es
un entendimiento del gobierno providencial de la Historia como
ley histórica general; esto es, la traducción de un concepto histórico genuinamente cristiano al lenguaje de la historiología
positivista. En cambio, es oscura la intención con que pudo ser
hecho ese trueque expresivo. ¿ Es, por ventura, la involuntaria y viciosa interpretación positivista de un concepto cristiano,
consecutiva a una contaminación del historiador por el "espíritu del tiempo" y paralela a tantas otras análogas proyecciones
del presente sobre el pasado? ¿Será equivalente, en suma, a
la "neokantización" de la filosofía platónica por Natorp, hermeneuta neokantiano, o a la interpretación positivista de Hipócrates por los historiadores positivistas? O, al contrario, ¿es
una voluntaria y deliberada concepción cristiana de la presunta fracción de verdad que la historiología positivista contiene?
Si así fuese, habría que colocar este intento al lado del que
antes describí respecto a la dialéctica hegeliana. Se trataría
nuevamente de una "destrucción" o desarticulación histórica
y sistemática del concepto positivista de "ley histórica", enderezada a insertar todo cuanto tal concepto pueda tener de válido sobre ese suelo siempre fecundo constituido por la primera
expresión intelectual de la verdad revelada. El pensador que
así procede no positiviza la idea de una providencia divina sobre la historia; sólo se propone, en tanto historiador creyente,
este problema intelectual: ¿qué fracción puede haber en la inefable providencia divina sobre el acontecer histórico, accesible a
esos expedientes del conocimiento humano por nosotros llamados "leyes"? ¿Qué hay en la vida histórica del hombre susceptible de previsión estadística? La "ley histórica" tendría entonces, con duplicado motivo, ese carácter teológico que Zubiri
ha advertido con tanta penetración en el sentido originario de la
"ley natural", cuando nace la Física moderna: "La Naturaleza
es entonces una ley que Dios impuso al curso de las cosas. Nuescurso que puede ser entendido como proyecto intelectual de la nueva
época biográfica entonces iniciada.
- 2 8
3
-
tro concepto de ley natural tiene este doble origen ontológiqq
y teológico. El curso de Jas cosas es tal, que el estado que poseen
en cada instante determina unívocamente el estado ulterior.
La Naturaleza es, en este sentido, una costumbre de Dios" (i).
Mutatis mutandis—por la esencial modificación que a la acepción histórica de la "ley" impone la libertad humana—la "ley
histórica" sería una de las imágenes que especularmente reflejan, en cuanto el hombre ha sido creado a semejanza divina,
la "ley eterna" de Dios.
Si Menéndez Pelayo acepta y utiliza a su manera el concepto positivista de "ley histórica", no vacila en rechazar la preponderante influencia que la historiología del positivismo atribuye al medio geográfico y social. "Si hay ingenio alguno
—escribe—que patentemente y con el ejemplo demuestre lo falso de la teoría de los medios, cuando se la extrema y saca de
quicio, es sin duda Martínez de la Rosa. Hijo era de Granada,
y amantísimo de ella, y, con todo, fuera necedad buscar en sus
obras el más leve reflejo de las cualidades que hemos dado en
tener por características de la fantasía meridional y de la poesía andaluza" (2). Su tan confesado "genialismo" y la firme vivencia de la personal libertad—en Menéndez Pelayo fué la libertad, ya lo hemos visto, mucho más una vivencia propia que
un concepto intelectual—no le permitían ver reducido el hom(1) "La nueva física", en Cruz y Raya, núm. 10, pág. 78. Véase la
prueba en estas hermosas palabras de Copérhico, al comienzo de su libro
De revolutionibus orbium coelestium: "¿Quién, al ocuparse continuamente de las cosas que Dios ha creado en orden perfecto, viéndolas dirigidas por el imperio divino, contemplándolas sin descanso y tratándolas, por decirlo así, en su intimidad, quién no se entusiasmaría por el
Ser Supremo y admiraría al Creador de todas las -cosas, en el que está
toda dicha y todo bien?" Textos análogos se encuentran en Kepler.
Podría decirse que para los creadores de la filosofía natural moderna
(Kepler, Copérnico, Galileo, Newton) la Mecánica celeste y la Física
son los capítulos cosmológicos de una Teodicea.
(2) Estudios, IV, 263. Menéndez Pelayo atribuye la configuración
estilística de Martínez de la Rosa mucho más a la "época" que al "medio" o al "genio de la raza". "Martínez de 'la Rosa—dice luego—, aunque ingenio andaluz, era ingenio del siglo xvm". Siempre la condición
de historiador acaba por romper los moldes "genialistas" en que don
Marcelino quiso situarse.
— 284 —
bre y las obras humanas a la condición de simples productos
del medio. Pugnando tal vez con su juvenil menosprecio del
pensamiento alemán, prefería espontáneamente la idea de un
Volksgeist vivo y productivo a la mera pasividad de una determinación histórica impuesta al hombre por el "medio" (i). Mas
tampoco olvida nuestro historiador la ultima ratio de la libertad personal. "La eficacia de la voluntad—escribe, arguyendo
contra Hegel—no exige condiciones sociales rudimentarias para
dar muestra de sí. El medio en que vive puede modificarla, pero
no anularla" (2).
Dialéctica, positivismo y organología fueron los tres ingredientes fundamentales en la tácita historiología de don Marcelino. Tomó de su tiempo lo que su tiempo le ofrecía, como
hace, a la postre, todo el que no puede ser un genio creador y
no quiere ser un anacoreta intelectual. Pero lo tomó como recibe las ideas ajenas quien, aun no siendo un genio creador, tiene
y quiere tener una actitud intelectual propia: integrándolas en
esa actitud personal suya e inyectando en ellas, como consecuencia, una significación inédita. ¿En qué medida fué deliberado en Menéndez Pelayo este singular proceso de incorporación personalizados? ¿Hasta qué punto fué espontánea e involuntariamente cumplido por su mente? En algunos 'casos es
fácil resolverse por la primera de estas dos posibilidades. En
otros, sin embargo, debe quedar el biógrafo en oscura y vacilante irresolución.
Fué don Marcelino, además de historiador y hombre de su
época, católico consecuente y esteta; y como una persona muestra todo lo que es en cualquiera de sus acciones parciales, no
(1) Aunque a veces recurriese un poco ligeramente a esta idea del
"medio". Por ejemplo, cuando decía que "Donoso trae en sus venas todo
el ardor de sus patrias dehesas en estío", o cuando describe a Tertuliano
como "un retórico africano, a quien todo el fuego de las calcinadas arenas en que nació arrastra a la declamación, al énfasis, a la extremosidad
en todo" (Ensayos, 302). Trátase sin duda de metáforas; pero también
en la índole de las metáforas preferidas se expresa la mentalidad de
quien las escribe.
(2) Estudios, VII, 13.
- 2 8
5
-
debe extrañar que esa permanente "voluntad de catolicismo"
—si vale hablar así—y esta condición de esteta influyeran en
su modo de integrar personalmente los conceptos ajenos. Más
o ffienos deliberadamente, Menendez Pelayo procura implantar
en la tierra viva y perenne de la verdad cristiana la dialéctica,
el positivismo y la organología histórica. Más aún: no lo intentó por vía de concordismo, sino a merced de una incipiente
"destrucción" histórica, como diría Heidegger. No miremos en
este proceder de don Marcelino sus resultados, porque él no fué
un pensador sistemático, capaz de llevar hasta el fin un empeño
filosófico de tanto calado. Miremos con cuidadosa atención, en
cambio, la fecunda intención que le movía.
2.
LA REALIDAD HISTÓRICA
Hemos estudiado hasta ahora la idea que el historiador Menendez Pelayo tuvo sobre la estructura del acontecer histórico.
La atención hacia la estructura de este acontecer nos condujo
inevitablemente al problema de la "realidad" titular de los sucesos históricos, subyacente a la Historia y agente de su visible
curso. Admitamos que la Historia sucede dialécticamente. Pero,
¿quién es el sujeto que va tomando forma histórica según ese
ritmo dialéctico? ¿Cómo es la realidad subyacente al suceder
histórico y productora de tales sucesos? Vimos de pasada la
discrepancia radical entre las respuestas de Hegel y de Menendez Pelayo. Hegel contesta: el Espíritu. Menendez Pelayo corrige: la Humanidad, que en el curso de la Historia Universal
se conduce, según la vieja metáfora agustini'ana, como si fuese
un solo hombre. Con ello pasábamos de Ja historia del pensamiento humano a la historia del hombre productor y titular
de ese pensamiento; de la historia del saber a la historia de la
vida.
Repito aquí una advertencia varias veces hecha. Nadie espere encontrar en Menendez Pelayo una doctrina elaborada, ni
— 286 —
siquiera en bosquejo, acerca de la realidad histórica. Pero, aun
sin haberse ocupado del tema como pensador sistemático, contienen sus obras alusiones en número suficiente para que el biógrafo pueda componer, adivinando en la penumbra de lo inexpreso o sólo a medias expresado, su implícita actitud intelectual.
Veamos, pues, qué pudo pensar don Marcelino acerca de la realidad histórica: esa realidad humana, substante, libre y activa,
por 'cuya virtud puede haber una historia del pensamiento o de
la literatura.
Llega Menéndez Pelayo al tema de la realidad histórica a
través de un problema estético: el planteado por las relaciones
entre la poesía y la historia escrita. El punto de partida de esta
discusión, tan prolija a lo largo de los siglos, es siempre el famoso pasaje de Aristóteles en su Poética sobre la diferencia entre el historiador y el poeta: "No difieren el historiador y el
poeta—dice Aristóteles—porque uno haga sus relatos en verso
y otro en prosa (se podría versificar la obra de Herodoto y ¡no
sería menos historia en verso que en prosa), sino que se distinguen porque uno cuenta acontecimientos que sucedieron y
el otro acontecimientos que podrían suceder. Por lo tanto, la
poesía es más filosófica y elevada que la historia; porque la
poesía cuenta más bien lo general; la historia lo particular. Lo
general; es decir, las cosas que verosímil o necesariamente dirá
o hará un hombre de tal o cual condición; y tal es la representación a que atiende la poesía, aunque atribuya nombres a los
personajes. Lo particular es lo que ha hecho Alcibíades o lo
que le ha sucedido" (Poét, 1451 a 38. b 11) (1).
(1) De los dos pasajes en que Menéndez Pelayo se ocupa del texto,
en uno es la traducción algo inadecuada :_ "la poesía viene a ser algo
más filosófico y grave que la historia—dice don Marcelino—, porque
representa, no lo que es, sino lo que debe ser" {Estudios, VII, 8). La
versión de Menéndez Pelayo concede a 'la diferencia entre poesía e historia un matiz de necesidad (el deber ser), que no corresponde al sentido
del texto (el poder suceder). Aristóteles, en efecto, contrapone las cosas
sucedidas (τα γενόμενα) y lo que habría de suceder si... (el optativo
γένοιτο). En el otro pasaje (Ideas, 1, 60) da don Marcelino una ver-
— 287 —
Aristóteles deslinda con toda claridad la materia de la poesía y la del relato histórico. Una y otra expresan una misma
realidad: el hombre en acción. Pero esta realidad se hace materia histórica si el narrador atiende a lo que un ¡hombre hizo,
y materia poética si imagina y cuenta lo que el hombre—es decir, un personaje cuya fingida entidad representa un modo o
cualidad de ser hombre—pudo hacer. Hegel, fiel a la distinción
aristotélica, la mantiene a su manera en la Estética. Según Hegel, la historia no es poética, sino prosaica, porque en las edades propiamente históricas no hay lugar a situaciones en las
cuales pueda manifestarse con suficiente independencia y soberanía la potencia individual. Sólo las narraciones atañentes a
las edades heroicas podrían tener carácter poético en sentido
estricto ( i ) . Aristóteles expresaría así el pensamiento de Hegel:
sólo en las edades ¡heroicas, épicas, pudo hacer el hombre algo
distinto de lo que hi^o.
Menéndez Pelayo, apoyado sobre una errónea interpretación del texto aristotélico, pretende deshacer la tajante diferencia que éste afirma. El poeta escribe lo que debe ser, piensa don
Marcelino, forzando la verdadera significación de las palabras
de Aristóteles. Pero—prosigue, arguyendo contra Aristóteles—
"la necesidad implica la existencia y, por tanto, todo lo que
debe ser, es, y nada es sino como debe ser, conforme a su idea;
lo cual anula de hecho la distinción aristotélica, ya que igual realidad tienen a los ojos del espíritu el héroe real y el imaginado,
Carlomagno o Don Quijote, Temístocles y Hamlet". Es el caso,
empero, que, según el texto de Aristóteles, el poeta no relata lo
sión más acertada: "el historiador cuenta las cosas que sucedieron, el
poeta las que pudieron o debieron suceder". Aquel error de traducción
condiciona la existencia de otro en la interpretación del pasaje. Luego
vuelvo sobre este tema.
(i) NO es éste Jugar adecuado para exponer con detalle el punto de
vista hegeliano. En las sociedades históricas, según Hegel, las instituciones y costumbres—el "espíritu objetivo"—se tragan a la creación
poética, creadora, del hombre individual, a diferencia de lo que acontece
en las edades heroicas. El hombre "civilizado" no podría salir originalmente de los cauces históricos que con su propia acción ha construido.
— 288 —
que debe ser, sino lo que podría ser, y así queda sin efecto la
argumentación de don Marcelino. Mas, como tantas veces ocurre, este error interpretativo va a ser fecundo. Luego lo veremos.
El mismo sentido tiene su polémica contra Hegel en torno
al carácter poético de la historia. Menéndez Pelayo cree firmemente en él, porque a sus ojos hay una esencial relación entre
la narración histórica y la poesía. "Bien puede afirmarse—estribe—que no hay dos mundos distintos, uno el de la poesía y
otro el de la historia; porque el espíritu humano, que crea la
una y la otra, y a un tiempo la ejecuta y la escribe, es uno mismo, y cuando quiere aislar sus actividades y engendrar, verbigracia, obras poéticas que no tengan raíces en la historia y en
la sociedad donde nacen, produce sólo un caput mortuum..." (i).
Con mayor claridad expresará este mismo pensamiento doce
años más tarde, en su contestación al Discurso del Marqués de
Pidal en la Academia Española. Habló don Marcelino del drama histórico, y dijo, entre otras cosas: "Tampoco puede decirse
que la historia viva sólo de verdades positivas e incontrovertibles, sino que entran en ella, por grandísima parte, lo verosímil, lo conjetural y lo opinable..." (2). Luego insiste en su idea
y la precisa: "De los pechos de la realidad se nutre la poesía,
como se nutre la historia, y entrambas conspiran amigablemente a darnos bajo la verdad real (en que se incluye también, lo
verosímil) la verdad ideal, que va deletreando nuestro espíritu
en confusos y medio borrados caracteres" (3).
Siempre, en lides biográficas, los textos posteriores nos ayudan a entender los anteriores. Esos dos textos de 1895 nos ilustran con clara luz este otro de 1883, en el cual compendia Menéndez Pelayo su discusión con Aristóteles y Hegel: "Lejos de
ser la historia prosaica por su índole, es la afirmación y realización más brillante de toda poesía humana actual y posible, sin
(1) Estudios, VII, 14. El texto es de 1883.
(2) Estudios, VII, 36.
(3) Estudios, VII, 38.
— 28α —
que necesite el poeta otra cosa que ojos para verla, y alma
para sentirla, y talento de ejecución para reproducirla; pues con
esto sólo quedará depurada y magnificada, no tanto por algo
exterior y propio suyo que el poeta le añada, como por algo
que en la realidad misma está y que no todos los ojos ven, sino
los del artista solamente. Este algo es precisamente lo universal o lo necesario, que Aristóteles dice; el reflejo de las íntegras,
sencillas, inmóviles y bienaventuradas ideas, que decía su maestro Platón; la verdad ideal, que persigue Hegel. Y esta verdad
está en el artista, porque él la entiende; pero está también en
la cosa misma, que no sería inteligible sin esta luz. Sin este
poder de visión, sin esta facultad de descubrir lo universal que
reconocemos en el artista como cualidad principalísima suya,
no hay poesía, pero tampoco hay historia" (1).
Una figura esclarecerá plenamente la ligera imprecisión de
estas ideas en torno a la realidad histórica y mostrará su parentesco con otras del orbe intelectual menéndezpelayino. Menéndez Pelayo se sitúa platónicamente ante la realidad visible,
integrada por el mundo presente y por los restos que dan a
los ojos testimonio del mundo pasado. Detrás de ella está la
verdad ideal o metafísica, a la cual podrían reducirse, en última instancia, la "verdad ideal" de Hegel, la "idea" platónica y el concepto aristotélico de "lo general" o "lo universal"
(τά κα&όλοο,).
Los ojos del vulgo no logran traspasar el cendal puesto a
las ideas por la realidad visible, y en las cosas de ese mundo
queda prendida su insipiente mirada. Tres hombres son capa­
ces, empero, de acceder a la verdad ideal a través de la contemplación del mundo visible: el poeta, el filósofo y el historiador, al menos cuando los tres son verdaderamente geniales (2). En todos ellos, los ojos del espíritu advertirían que
debe haber y verdaderamente bay una "realidad ideal", valga
(1) Estudios, VII, 14.
(2) Luego estudiaré con más detalle la idea que don Marcelino
tuvo del genio.
19
— 2go —
la expresión, para que sea inteligible la "realidad real" visible
por los ojos de la cara. Platonismo puro.
El poeta llega a la verdad ideal por adivinación, por ser
vate. En ello está Menéndez Pelayo con Aristóteles. Será poeta,
VERDAD REAL
0
MUHDO VISIBLE
POETA
FILOSOFO
VULGO
HISTORIADOR
Fig. 2.
JSsquema que representa el pensamiento platonizante de Menéndez Pelayo
acerca de la realidad y las relaciones del espíritu humano con ella.
— 291 —
en consecuencia, quien sea capaz de adivinar hechos o dichos
humanos a un tiempo bellos y coincidentes por verosimilitud
o necesidad con los que dos hombres de una determinada calidad o condición—natural o histórica—harían o dirían. El poeta adivina por don gracioso lo universal, descubre por rápida
intuición—no por rápida menos penosa—la existencia de esa
verdad ideal allende el mundo visible. El filósofo alcanza la
verdad ideal por teoría o contemplación, después de que su
mente ha sabido orillar o vencer todos los obstáculos que ofrece la cambiante diversidad del mundo visible. Este arduo camino o "método" consistiría en reducir la experiencia a ciencia.
¿Y el historiador? Veamos su caso con más sosiego.
El historiador se ocupa en describir una realidad visible:
el hombre en acción. La materia del relato histórico es, por tanto, lo que un hombre hizo o está haciendo. Si ese relato intenta
describir lo que los hombres están haciendo, la fuente de conocimiento será la perceptible realidad del mundo presente; si
pretende narrar lo que los hombres hicieron, será materia primera de su relato la realidad visible de los restos o testimonios
que de aquel pretérito suceso quedaron.
Hasta aquí todo es elemental e indiscutible. Pero en cuanto
se empieza a meditar sobre esa acción humana que el historiador debe relatar, dos problemas surgen: uno tocante a la anchura de sus fines, otro a la índole del nexo entre ella y su expresión.
¿Pueden ser todas las acciones humanas tema de la historia
escrita? ¿Escribiré, por ventura, historia si relato con todo el
rigor descriptivo apetecible la conversación sostenida de ventana a ventana por dos maritornes de mi vecindad? Evidentemente, no, o sólo en escasísima medida ( i ) . Para que ¡la acción.
(i) La verdad es que no hay acto verdaderamente humano ajeno»
a la Historia. En la conversación de esas maritornes se expresará también, todo lo mínimamente que se quiera, la Historia de mi época:
giros expresivos de moda, costumbres, estimaciones, alusión a sucesos
políticos o militares, etc.
— 292 —
humana descrita tenga en verdad jerarquía histórica, es preciso que posea un determinado valor general o universal en sus
fines. Así lo piensa al menos Menéndez Pelayo: "Digamos,
pues, y esto es lo cierto, que si la personalidad humana, independiente y enérgica, vale (desde el punto de vista de la historia), es precisamente por el fin y por la adaptación de los medios al fin, y no fin egoísta y ad libitum,, sino fin que interese
por simpatía a toda la Humanidad o a una porción considerable de ella" (i). La generalidad o universalidad del fin a que
tienden las acciones humanas las otorga su valor y decide al
mismo tiempo su dignidad histórica. Piensa incoativamente don
Marcelino, por tanto, lo que unos decenios más tarde pensará
de modo sistemático Enrique Rickert: "Sin ellos—los valores—
no habría ciencia de la historia", dice terminantemente Rickert (2). Esta universalidad a que, según el propio Menéndez
Pelayo, tienden las acciones verdaderamente históricas, rompe
una vez más la estrecha túnica del nacionalismo casticista:
otra vez más presenciamos la victoria del intelectual Menéndez
Pelayo, platónico por la intención, sobre el Menéndez Pelayo
castigo.
El segundo problema que la acción histórica ofrece es el de
la relación existente entre ella y su expresión visible. Volvamos a la distinción aristotélica. Según ella, el historiador relata
lo que un hombre hiço. Sea esta acción presente o pretérita—es
decir, escríbase la historia del propio tiempo o la del pasado—,
es evidente que el historiador apoyará su relato en los precipitados visibles que de tales acciones quedaron: documentos, piedras labradas, libros, utensilios, cuadros pintados, etc. A la
fiel descripción de esos testimonios se refería, sin duda, don
(1) Estudios, VII, 14.
(2) Ciencia cultural y cuneta natural, trad, esp., Buenos Aires, 1937,
página 104. El hecho de que Rickert llegue a esta afirmación desde otros
supuestos (los del neokantismo) y construya sobre ellos su idea del
valor, no excluye la formal coincidencia de su aserto con el volandero
apunte de Menéndez Pelayo. Ni es tampoco un azar que nuestro historiador llegue a esa conclusión discutiendo con Hegel sobre la condición
artística de la historia.
— 293 —
Marcelino cuando nos habló de las "verdades positivas e incontrovertibles" de que forzosamente debe vivir la 'historia.
Hasta aquí no habrá discrepancias. Pero ¿debe limitarse el
historiador a describir y ensamblar esas "verdades positivas"?
¿Ha relatado, acaso, lo que un hombre hizo describiendo minuciosamente los precipitados visibles de su acción? ¿Se agota la
historia escrita en la aprehensión y exposición de lo cierto y
seguro?
Menéndez Pelayo nos ha dicho que junto a las "verdades
positivas e incontrovertibles" entra en la historia, por grandísima parte, "lo verosímil, ¡lo conjetural, lo opinable". De otro
modo: el historiador describe también, so pena de no serlo
verdaderamente, algo distinto de los "hechos positivos" que
nos dan testimonio visible de la acción humana. Apóyase, es
cierto, sobre la verdad incontrovertible de esos "hechos", mas
no se detiene en ellos. Sólo alcanza verdadera jerarquía de historiador cuando conjetura las intenciones que hicieron posible
la existencia real de tales hechos, los fines en cuya virtud adquiere una acción 'humana su genuina condición histórica. Claramente lo advierte nuestro historiador: "Algo de esto—refiérese a lo que el poeta hace con sus personajes—hace también
la historia; pero de un modo mucho más imperfecto y somero,
procediendo por indicios, conjeturas y probabilidades, juntando fragmentos mutilados, interrogando testimonios discordes,
pero sin ver las intenciones, sin saberlas ni penetrarlas a ciencia
cierta como las ve y sabe el poeta, arrebatado de un numen
divino" (i). Si recordamos que es en la universalidad de esas
intenciones en lo que precisamente consiste la vía de la historia hacia la verdad ideal, podremos llegar, dentro del espíritu
de don Marcelino, a Ja siguiente conclusión:
i. El poeta adivina la verdad ideal arrebatado por su numen. La verdad ideal estaría representada en poesía por la universalidad de las creaciones poéticas, o, mejor dicho, por lo que
(i) Estudios, VII, io.
— 204 —
de verdaderamente universal hay o puede haber en tales creaciones.
2. El filósofo contempla la verdad ideal reduciendo a teoría el mundo de sus experiencias naturales e históricas (de la
opinión, como diría Parménides).
3. El 'historiador conjetura ¡la verdad ideal señalando por
vía de verosimilitud los fines universales de las acciones históricas. La verdad ideal de la historia está en la universalidad,
en el carácter genéricamente humano de ciertas intenciones
humanas: las intenciones creadoras de los testimonios positivos
en que el historiador debe apoyar su relato. En consecuencia,
el historiador verdadero se ve forzado a un menester de adivinación. El objetivo específico de esta ergomántica en que la
historiografía consiste—adivinación de los hombres por sus
obras—es el arcano propósito en cuya virtud un hombre, el
autor del testimonio visible, hizo lo que hizo entre todo lo que
allí y entonces pudo libremente hacer.
Ahora vemos con entera claridad lo que Menéndez Pelayo
quería decir cuando hablaba de la esencial relación existente
entre la poesía y la historia. Una acción es histórica cuando la
libre intención del hombre que la ejecuta acierta a crear algo
general o umversalmente válido. La acción histórica es, por lo
tanto, creación o, como los griegos dirían, poiesis; Ja historia
es poesía, podría decirse si se quisiera hacer una frase (1).
Este mismo carácter poético tiene la historia escrita o historiografía; esto es, el arte de relatar las acciones humanas
cuyos fines tengan verdadero valor histórico. El historiador,
apoyado en los testimonios visibles de las acciones históricas
—documentos, libros, cuadros, etc.—, vese en el trance de
(i1) En los orígenes de las literaturas aparecen íntimamente mezcladas la poesía y la ¡historia. "También la Historia—dice don Marcelino—crece a los pechos de la epopeya, y al despojarse de la forma métrica no abjura de su origen ni de ía pasión a lo maravilloso, ni dé la
candorosa y patriarcal ingenuidad del relato, que hacen de Herodoto
un poeta épico..." (Orígenes, I. 9). Lo mismo ocurre en el Poema del
Cid, en la Canción de Roldan, etc.
— 295 —
re-crear la intención creadora que les hizo posibles y adivinar
conjeturalmente lo que en esas intenciones hay de verdaderamente universal. O el historiador es vate—a su manera, desde
luego—, o queda en mero coleccionista. A estas generosas actividades espirituales de creación y adivinación se refería Dilthey
en su definición del verdadero historiador: "Sólo ellas hacen
posible dar una segunda vida a las sombras exangües del pasado. El enlace de entrambas con una ilimitada necesidad de
entregarse a una existencia ajena, y aun de perder la propia
personalidad en ella, es justamente lo que constituye al gran
historiador" (i). Mucho antes había dicho fray Jerónimo de
San José que "el historiador, como otro Ezequiel, ha de vaticinar sobre los indicios de acaecimientos". Es decir, ha de hacerse vate. La personal libertad del que hi%o la historia exige necesariamente la adivinación por parte del que la escribe.
El error de Menéndez Pelayo en su interpretación del pasaje de Aristóteles le condujo a un resultado fecundo. No son
infrecuentes tales azares en la historia del pensamiento humano. Menéndez Pelayo quiso ver una limitación del texto aristotélico en lo tocante a su concepto de la poesía; y en esto se
equivocó, porque Aristóteles no dice que el poeta relate lo que
debe ser, sino lo que podría suceder. La limitación de Aristóteles—o, por lo menos, su imprecisión expresiva—no está en lo
que dice de la poesía, sino en lo que apunta de Ja historia;
porque la historia no sólo relata lo particular (τα καθ'έ'καστον),
mas también, en cierto modo—como la poesía—, lo general o
universal (τά καθόλου). Lo que Alcibíades hizo fueron, desde
luego, cosas particulares; pero esas cosas particulares sólo se
constituirán en objeto de la historia si sus fines alcanzaron a
ser en alguna medida generales o universales. Por otra parte,
esos fines fueron elegidos por Alcibíades entre todos los que
como hombre y como griego le estaban ofrecidos. De aquí que
para nosotros, los hombres cristianos y modernos, la historia.
(i) Ges. Sehr., VII, 201.
— 2QÔ —
—a diferencia de lo que la ιστορία, mero relato de lo sucedi­
do, fué para el griego—tenga en su misma constitución un
ingrediente poético: el que le da su participación en el reina
del poder ser. El historiador no sólo se ocupa en conocer lo
que ha sido; también se emplea, por constitutiva necesidad de
su oficio, en conjeturar lo que ha podido ser ( i ) .
3.
EL ÁMBITO DE LA HISTORICIDAD
Hemos estudiado las ideas que don Marcelino tuvo—o, mejor dicho, pudo tener-—sobre la estructura del acontecer y acerca de la realidad histórica. Veamos ahora lo que pensó respecto
al ámbito de la historicidad. De otro modo: cómo don Marcelino se contestó a la pregunta por los límites de la historia.
Advertiré, como tantas otras veces, que Menendez Pelayo no
se planteó de frente este problema. No obstante, lo tocó, y del
modo más insospechable.
Tomó parte don Marcelino en el Primer Congreso Católico
Nacional Español, que se celebró en Madrid por mayo de 1889.
Habló sobre el tema "La Iglesia y las escuelas teológicas en
España". Sus palabras fueron antes pieza oratoria que trabajo
de investigación, aun cuando no faltase en ellas buen acopio de
erudición excelente y bien compuesta. Mas lo notable fué que
(1) ¿NO procedería la limitación aristotélica de aplicar al dominio
de la historia su idea metafísica de la potencia y el acto; quiero decir,
Ja idea que Aristóteles—apoyado, como toda la filosofía griega, en la
contemplación de la naturaleza viviente—tenía de 'la potencia y el acto,
ese genial invento de su mente? Véanse a este respecto los prometedores
trabajos de Zubiri sobre Sócrates y acerca del acontecer histórico.
Es sorprendente, por otra parte, la perduración del distingo aristotélico entre la verdad histórica y la verdad poética. Schiller, por ejemplo, lo sostiene con igual decisión (vid. Ueber die tragische Kunst y
otros escritos estéticos). Para Schiller—resume Menendez Pelayo (Ideas,
IV, 77)—"la fuerza estética reside esencialmente en la posibilidad. Hay,
por tanto diferencia profunda entre la verdad poética y la histórica.
Aun en los asuntos que se toman de la historia, no es la realidad, sino
la simple posibilidad del hecho, lo que constituye el elemento poético".
¿Y, si como ha apuntado Zubiri, lo que suele llamarse realidad histórica
fuese un juego de posibilidades?
— 297 —
su discurso, tanto como a ensalzar con frase encendida la contribución española a la teología católica, se enderezó con curiosa insistencia a otro objetivo: la afirmación de cierta historicidad en la estructura intelectual de la Teología. En el seno de
la especulación teológica está la verdad inmutable del dogma;
pero la inmutabilidad del dogma se hallaría circundada, cuando el hombre hace de ella problema intelectual, por el mudable
ropaje del pensamiento teológico.
"No hay duda de que la Teología, en cuanto a sus principios esenciales—dijo don Marcelino—, participa de la inmutabilidad y fijeza adamantina propias de la dogmática religiosa, y que por esto mismo aparece levantada sobre todo el
fragor y tumulto de las opiniones humanas; pero también
es cierto que el dogma mismo, en cuanto al modo de ser entendido y desarrollado metódicamente en forma de disciplina o
enseñanza científica, obedece a la misma ley de progreso que
empuja a todas las artes y ciencias hacia su perfección, y por
eso la Teología de San Justino no es la de Tertuliano, ni la de
Tertuliano la de Orígenes, ni la de Orígenes la de San Agustín,
ni la de San Agustín la de San Anselmo, ni la de San Anselmo
la de Santo Tomás; no porque el objeto de esta ciencia divina,
que son las verdades reveladas, cambie, sino porque cambia el
sujeto que las entiende y las enseña" (i). Ve don Marcelino en
la Teología, más que un sistema acabado y concluso, la historia de las reacciones intelectuales del hombre—criatura históricamente mudable—frente a la verdad inmutable e imperecedera de las verdades dogmáticas. Con otras palabras: Menéndez
Pelayo considera a la Teología con mente de historiador creyente, e históricamente pretende entender las diferencias entre
las distintas escuelas teológicas.
No se cansará de repetir esta idea. "La Teología—añade en
otro párrafo—tiene su historia como todas las ciencias, y quien
(i) Ensayos, 301-302. ¿No hay una perfecta concordancia entre estas palabras de Menéndez Pelayo y las que hace poco (enero de 1944J
pronunció Pío XII ante el patriciado romano?
— 2g8 —
dice historia, dice algo de relativo, transitorio y mudable. Donde hay un organismo de verdades y un entendimiento que le
comprenda, queda siempre la posibilidad de una comprensión
más alta. Y si esto es verdad de la Teología,, cuyas premisas
trascienden del orden natural, ¡cuánto más no ha de serlo de
la filosofía, entregada eternamente a las disputas de los hombres! Ciencia absoluta, ciencia eterna, ciencia inmutable, ciencia única, que resuelva en una ley general todos los casos particulares, sólo en la mente de Dios existe, y fuera vano empeño
buscarla en esta pobre sabiduría humana, que si algo tiene de
grande, no es tanto lo que posee cuanto el estímulo creciente
de perfección que Dios puso en sus entrañas. Mientras prosigan
naciendo seres racionales, nadie podrá decir que la virtualidad
o potencia metafísica está agotada... Esta filosofía—añade luego, refiriéndose a la cristiana—ni está ni puede estar agotada,
porque la infinita bondad de Dios, que hizo al hombre capaz
de todo inteligible, no puede consentir que caiga sobre su espíritu la sombra de la inacción, todavía más pesada que la de
la muerte" (i).
En estos dos largos textos transparece con nitidez la actitud
intelectual de don Marcelino. Muéstrase en ellos, como siempre,
el historiador: el mismo historiador que diez años antes había
polemizado con Pidai y el P. Fonseca, en defensa de la capacidad creadora del pensamiento cristiano postmedieval. No es
difícil percibir en las líneas transcritas la huella, serenada ya,
del antiguo fragor. Pero, no contando este evidente vestigio
biográfico, dos son las intenciones que en esas líneas cabe advertir: una, tocante a la disposición intelectual del teólogo o,
más generalmente, del pensador cristiano; otra, pertinente a la
vida intelectual de España.
Pretende Menéndez Pelayo convencer a su auditorio de que
nada verdaderamente eficaz puede hacerse en el orden intelectual sin información y sin mentalidad históricas. El no es un
(i) Ensayos, 302-303.
— 299 —
pensador original ni un teólogo; y, por lo tanto, no debe esperarse verle instalado de cara ante el arduo y fecundísimo problema teológico y filosófico de las relaciones entre la Historia
y la Teología. Es, no me cansaré de repetirlo, un historiador y
—en su madurez, al menos—un erudito bien informado de lo
que en su tiempo pasa. Por eso alza su voz en pro de la formación histórica de los teólogos y del cultivo de la Teología
con mente histórica. Al fin de su vida, en sus "Advertencias
preliminares" a la segunda edición de los Heterodoxos, insistirá con energía en la defensa de su ya antigua tesis: "Hora es
ya de que los españoles comencemos a incorporarnos en esta
corriente—el cultivo histórico de la Teología—, enlazándola
con nuestra buena y sólida tradición del tiempo viejo... No
faltan teólogos nimiamente escolásticos que recelen algún peligro de este gran movimiento histórico que Va. invadiendo
hasta la enseñanza de la teología dogmática. Pero el peligro,
dado que lo fuere, no es de ahora; se remonta por lo menos a
las obras clásicas de Dionisio Petavio y de Thomassino, que
tuvieron digno precursor en nuestro Diego Ruiz de Montoya.
De rudos e ignorantes calificaba Melchor Cano a los teólogos
en cuyas lucubraciones no suena la voz de la Historia..." (i),.
"Si el historiador debe ser teólogo, el teólogo debe ser también
historiador", añade, a poco, parafraseando a Hergenroether. A
través de su mentalidad de historiador, la vivísima fe religiosa
de Menéndez Pelayo ha llegado a entrever y esperar nuevos
horizontes en el camino histórico del pensamiento cristiano.
Esta certidumbre es también la que determina su intención
frente a España. Quiere instalar a los católicos españoles en la
Historia, frente a los problemas reales de su tiempo y a los
posibles del tiempo que está llegando. "Al respetar la tradición
—advierte—, al tomarla por punto de partida y arranque, no
olvidemos que la ciencia es progresiva por su índole misma, y
que de esta ley no se exime ninguna ciencia. Patet omnibus
(i) Heterodoxos, I, 13-14. El texto es de 1910.
— 300 —
Veritas: nondum est occupata. Y aunque quisiéramos detenernos sería empeño imposible..." (i). La limitación de la inteligencia humana y Ja ineludible historicidad del hombre dilatan
el imperio de la Historia hasta los últimos límites de todo humano saber. Donde hay hombres, hay historia. Pero este in>
perativo de la Historia no pone a la inteligencia de Menéndez
Pelayo en la vía de un relativismo sin asidero. En primer término, porque cree en la validez absoluta de la verdad revelada.
En segundo, porque cree en la razón humana y, como luego
veremos, sabe contemplar la Historia sub specie rationis. Por
ello postula con tan segura esperanza la consideración histórica de todos los problemas intelectuales, incluidos los teológicos.
4.
MÉTODO Y FRUTO DE LA HISTORIOGRAFÍA
La idea que Menéndez Pelayo tiene acerca de la realidad
histórica condiciona su visión del método historiográfico. A
dos tipos de verdades se endereza el esfuerzo cognoscitivo del historiador: las "verdades positivas e incontrovertibles" y las
"verdades posibles, verosímiles o conjeturales".
La verdad de los testimonios visibles—una carta auténtica,
una edición original, un documento, etc.—es, en efecto, positiva e incontrovertible, supuesta su autenticidad. De aquí nace
la primera exigencia del método historiográfico: crítica positiva de las "fuentes", hasta precisar con suficiencia la autenticidad de su atribución y la índole de su contenido. La filología,
la lingüística, la paleografía, la arqueología, etc., son las disciplinas que sirven al historiador para establecer "la verdad
(1) Ensayos, 306. La idea que Menéndez Pelayo tenía del pensamiento católico español de su tiempo está claramente expresada en el
dolorido párrafo final: "¡Y entretanto los católicos españoles... no acudimos ni a 'la brecha cada día más abierta de la metafísica, ni a la de
la exegesis bíblica, ni a la de las ciencias naturales, ni a la de las ciencias históricas, ni a ninguno de Jos campos donde siquiera se dilatan los
pulmones con el aire de las grandes batallas!" (Ensayos, 307).
— 301 —
positiva e incontrovertible" sobre la cual ha de ejercitar su
comprensión. Menéndez Pelayo no se ocupa en describir con
mayor detalle los problemas y las técnicas de este primer paso
del método historiográfico.
Sería el historiador, empero, indigno de este nombre si se
limitase a deletrear y ensamblar documentos críticamente bien
depurados. El paso anterior es condición necesaria, mas no condición suficiente. Comienza el historiador a serlo de veras cuando conjetura la "verdad ideal o universal" que tienen o pueden
tener las intenciones humanas creadoras de aquellos testimonios
"'positivos e incontrovertibles". "Lejos de ser la historia prosaica por su índole—decía en 1895 don Marcelino—, es la cantera inagotable de toda poesía humana actual y posible, sin
que necesite el poeta otra cosa que ojos para verla y alma para,
sentirla, y talento de ejecución para reproducirla; pues con esto
sólo quedará depurada y magnificada, no tanto por algo exterior que el poeta le añade, cuanto por algo que en la realidad
misma está, y que no todos los ojos ven, sino los del artista solamente. Sin este poder de visión, sin esta facultad de descubrir la verdad intrínseca y fundamental, oculta bajo las apariencias fugitivas y mudables, no hay, ciertamente, poesía histórica ni de ningún otro género; pero tampoco puede decirse en
rigor que haya historia" (1). El historiador cumple, pues, su
noble oficio cuando logra ser conjeturador, casi adivino, de la
verdad universal y necesaria que late bajo la mudable apariencia de los sucesos históricos.
Así entiende Menéndez Pelayo el arduo y levantado ejercicio de la comprensión histórica, y por eso establece un estrecho
parangón entre el historiador y el poeta. Parécense ambos en
un carácter negativo: "El poeta no inventa—dice don Marcelino, osando una paradoja—, ni el historiador tampoco; lo que
hacen uno y otro es componer e interpretar los elementos dispersos de la realidad. En el modo de interpretación es en lo
(1) Estudios, Vil, 38.
— 302 —
que difieren" (i). Ni el poeta puede hacer poesía desligándose
del mundo real—natural e histórico—, ni el historiador escribirá historia propiamente dicha si sólo se atiene a lo visible
con los ojos de la cara. De aquí el tránsito continuo entre la
historia y la poesía histórica. No resisto a copiar el largo párrafo en que Menéndez Pelayo fija sü posición acerca de este
tema. "En vano se clama contra la confusión de ambos géneros.
La fantasía conservará en todo tiempo sus derechos hasta en
la historia, siempre que los ejercite en el modo y forma que
en la historia cabe; y la sed de realidades que aqueja a nuestro
espíritu, y que no se sacia con la realidad presente, la cual le
parece por lo común opaca y monótona, buscará siempre en el
arte el atractivo de la evocación de lo pasado. Truenen en buen
hora contra el arte histórico los investigadores sin imaginación
y sin estilo, que sólo abusando mucho del vocablo pueden ser
llamados historiadores; truenen por otro lado, contra el drama
y la novela histórica, los espíritus prosaicos, que no conciben
para la literatura más noble empleo que la reproducción minuciosa y servil de lo más vulgar, cuando no de lo más bajo y
ruin de la vida contemporánea. El hombre de buen juicio contestará siempre, en cuanto a lo primero, que no es lícito falsear la historia ni en lo grande ni en lo pequeño; pero que para
escribirla hay que saber leerla, y sentirla, e interpretarla, y concebirla como un todo orgánico y vivo, para lo cual no basta
la letra muerta de los documentos; pues, si así fuera, no habría
historia mejor que un archivo bien ordenado, y hasta sería
ilícito y aun pernicioso todo comentario. Y en cuanto a lo segundo, que por grande que sea el prestigio de las ficciones individuales y por mucho interés que tomemos en la representación de los accidentes del vivir moderno, hay algo más profundo, sereno y desinteresado en la contemplación retrospectiva a
que nos lleva la historia, y sin duda por eso los grandes poetasdramáticos de todos los tiempos, naciones y escuelas (salvo en
(i) Estudios, VII, 7-8.
— 303 —
el campo de la comedia, que por su índole esencial no puede
ser histórica), han preferido lo tradicional a lo inventado, y
su fuerza ha estado en razón directa de la compenetración de su
genio propio con el alma de la tradición" ( i ) .
El poeta y el historiador se asemejan, pues, negativa y positivamente. Negativamente, en cuanto no pueden desligarse de
la realidad natural e histórica. Positivamente, en cuanto uno y
otro cumplen su oficio leyendo lo que de universalmente humano hay. en el fondo de sus personajes. El poeta puede hacerlo
plenamente y sin trabas, porque—en el momento inicial de la
concepción poética, al menos—es "dueño de sus personajes, históricos o inventados, puede penetrar hasta el fondo de su alma,
escudriñar lo más real e íntimo, sepultarse en los senos de su
conciencia, poner en clara luz los recónditos motivos de sus
acciones...". El historiador, en cambio, sólo puede proceder "por
indicios, conjeturas y probabilidades" (2).
La comprensión histórica tiene, pues, un fundamental carácter poético. Pero, cuidado, que esto no equivale a declararla
materia de ligera y alegre improvisación. Como decía Dilthey,
la hermenéutica histórica exige "la conversión de la genialidad
personal en técnica". Apóyase en una dura y difícil técnica
preliminar: filología, arqueología, paleografía, etc., y sólo a
través de determinadas reglas técnicas puede ser ejecutada por
el 'historiador. Veamos sinópticamente, dando orden expositivo
a la dispersa ocurrencia, Jas condiciones que Menéndez Pelayo
señala al historiador en acción.
Primera entre ellas es, sin duda, la personal intimidad del
historiador con la obra, la persona o el suceso a que quiere
dedicar su atención historiográfica. Sólo habremos comprendido
históricamente a un pensador cuando hayamos reconstruido,
re-creado por cuenta propia su pensamiento. Si los principios
de cualquier creación filosófica, dice Menéndez Pelayo, "han de
tener alguna eficacia y virtualidad, será preciso que cada pen(1) Estudios, VII, 34-35.
(2) Estudios, VII, io.
— 304 —
sador los vuelva a pensar y a encontrar por sí mismo. Y entonces no serán ya de Platón ni de Aristóteles, sino del nuevo filósofo que los descubra y en sí propio los reconozca" (i). Es éste
un pensamiento muy arraigado en nuestro historiador. "Nadie
posee de verdad—'dice en otro lugar—sino lo que por propio
esfuerzo ha adquirido" (2), y frases análogas pueden leerse en
distintos pasos de su obra. Aunque don Marcelino, como ya
apunté, fuese mucho más historiador de figuras que de intimidades intelectuales, no le pasó inadvertido este primerísimo imperativo de la comprensión histórica: la recreación de las fuentes por la mente del historiador.
No es condición menos importante la de aceptar íntegramente la historia. "Cada nuevo sistema—dice Mienéndez Pelayo, siempre con su léxico organicista—es un organismo nuevo, y como tal debe estudiarse, aceptando íntegramente la historia y llegándonos a ella con espíritu desapasionado" (3).
Quien no sea capaz de tomar en consideración toda la historia
pertinente a su tema, gústele o le desplazca, no puede llamarse
historiador. Nada más ajeno al espíritu de la verdadera historiografía que esas reconstituciones del pasado hechas con retazos históricos, con objeto de dar mayor "elegancia" al relato
o por "demostrar históricamente" una tesis cualquiera. Junto
al imperativo de la recreación está, pues, la exigencia de la integridad. "El primer deber de todo historiador honrado—escribía don Marcelino en 1910—es ahondar en la investigación
cuanto sea menester. La exactitud es una forma de la probidad
literaria y debe extenderse a los más nimios pormenores, pues
¿cómo ha de tener autoridad en lo grande el que se muestra
olvidadizo y negligente en lo pequeño?" (4).
La tercera condición que Menéndez Pelayo señala a la comprensión histórica es un difícil equilibrio del historiador entre
(1) Ensayos, 114. Claro es que esta recreación no supone alteración
del pensamiento original. Fiel recreación, tal es la exigencia.
(2) Estudios, I, 78.
(3) Ensayos, 113.
(4) Heterodoxos, I, 10.
— 305 —
la "imparcialidad" y el "interés". Es notable la semejanza entre las actitudes historiográficas de Menéndez Pelayo y Ranke.
Según Alfredo Dove, sin duda el mejor conocedor de Ranke,
pudo éste evitar la parcialidad, no porque se mantuviese neutral, sino por la universalidad de su simpatía (i). Mas que una
despegada "objetividad", pareja a la objetividad del mineralogista ante sus piedras, lo que hay en la "imparcialidad" de
Ranke es un "interés" caliente y vivo por todo lo humano.
También Menéndez Pelayo prescribe como conditio sine qua
non la "imparcialidad" del historiador: "La crítica histórica
—nos dirá en 1892—tiene mucho de juicio contradictorio, y
sólo oyendo sin pasión a todos puede tenerse alguna esperanza
de equidad en el fallo, dados los límites que alcanza la fe del
testimonio humano, en que la historia estriba" (2). Gracias a
este "juicio contradictorio" podría llegar el historiador a la
verdad. También el método historiográfico consistiría en un
modo de dialéctica.
La verdad: he aquí la gran pasión de Menéndez Pelayo.
Quiere escribir la historia cum ira et studio: "la historia pide,
a mi ver, cierto reposo de estilo—decía—, que no ha de confundirse con la indiferencia" (3). Mas, para él, esa moderada
ira había de ser la pasión por la verdad, incluso por profundas
razones religiosas. "Tiene la investigación histórica, en quien
honradamente la profesa—pensaba en sus últimos años—, cierto
poder elevado y moderador que acalla el tumulto de las pasiones hasta cuando son generosas y de noble raíz, y restableciendo en el almia la turbada armonía, conduce por camino despejado y llano al triunfo de la verdad y de la justicia, único que
debe proponerse el autor católico. No es necesario ni conveniente que su historia se llame apologética, porque el nombre
la haría sospechosa. Las acciones humanas, cuando son rectas
y ajustadas a la ley de Dios, no necesitan apología; cuando no
(1) Cit. por Rickert en Ciencia cultural y ciencia natural.
(2) Estudios, VI I, 70.
(3) Cit. por García de Castro, op. cit., pág. 168.
30
— 3o6 —
lo son, sería temerario e inmoral empeño defenderlas. La materia de la historia está fuera del historiador, a quien con ningún pretexto es lícito deformarla... La apología... brota de las
entrañas de la historia misma; que cuanto más a fondo se conozca, más claro nos dejará columbrar el fin providencial" ( i ) .
La verdad de la historia es para Menendez Pelayo, historiador
creyente, la yoz misma de la providencia divina. Podría decirse
que su idea de la imparcialidad histórica es una sobrenaturalización de la tácita idea de Ranke. Este es imparcial porque
tiene un cordial interés por todo lo humano. El Menendez Pelayo de la madurez también; pero su indudable interés por
todo lo humano—recuérdese, entre otras cosas, su encendido
elogio de la dignidad del hombre, en el prólogo de 1887 a la
tercera edición de La Ciencia Española—no se agota en la pura
"humanidad". Mienéndez Pelayo está seguro de que ese interés, esa pasión por "lo que propiamente sucedió", como decía
Ranke, le lleva a oír la secreta voz de Dios, oculta bajo un espeso cendal tejido por Jas libres acciones de los hombres. La
"imparcialidad" del historiador sería la única vía que puede
conducirle a la conjetura de la "verdad universal" y, a través
de esa verdad, a Dios mismo.
En este supuesto se apoya la pasión de Menendez Pelayio
por la verdad histórica, y no otro es su concepto de la "imparcialidad". "Grandes historiadores católicos de nuestros días—escribe en tono de loa a continuación de las líneas anteriores—
han escrito con admirable imparcialidad la historia del Pontificado en los siglos xv y xvi y la de los orígenes de la Reforma." Análogo pensamiento es el suyo frente a la historia profana. El año 1892, en su trabajo "De los historiadores de Colón", rompía una lanza en pro de la tolerancia y la imparcialidad
del historiador: "No estaría bien que faltase (la tolerancia) al
investigador histórico, que trabaja por lo común sobre materia muy lejana de nuestras preocupaciones y hábitos actuales,
(1) Heterodoxos, I, 11.
— 307
la cual sólo nos puede mover e interesar por un superior interés humano" ( i ) . Otra vez aparecen polarmente enlazados la
imparcialidad y el interés, un "superior interés humano". Más
arriba hemos visto el trascendente sentido que estas palabras
tienen para nuestro historiador (2). Como Lotze, pero desde un
punto de vista formalmente católico, Menéndez Pelayo veía en
la Historia "un poema de Dios, nacido de su creadora fantasía con la libertad y el calor de una genuina obra de arte" (3).
Recreación personal, fiel integridad, imparcialidad e interés: cuatro ineludibles condiciones de la comprensión histórica,
según la entiende el historiador Menéndez Pelayo. Veamos a'hora cómo propone don Marcelino la inmediata ejecución de tales exigencias metódicas por quien aspire a escribir historia "de
verdad". "Para comprender el alma de un pensador es necesario pensar con él, reconstruir idealmente el proceso dialéctico
que él siguió, someterse a su especial tecnicismo, y no traducirle bárbara e infielmente en una lengua filosófica que no es la
que él empleó. Y se necesita, además, colocarle en su propio
medio, en su ambiente histórico, porque la especulación racional no debe aislarse de los demás modos de la vida del espí(1) Estudios, VII, 70.
(2) Esta pasión por la verdad histórica—una "verdad" subyacente
a las particulares y contradictorias acciones y opiniones de los hombres
que hacen Ja Historia—le llevaba a decir: "Yo quisiera hablar de los
libros sin conocer a sus autores, sin saber nada de su género de vida,
sin importarme un ardite de sus ocupaciones extrañas a la pura ciencia" '(Ciencia, II, 446-447; texto de 1894). Aquí se excedía un poco su
afán de objetiva imparcialidad, porque no puede entenderse agotadoramente lo que en un libro se dice sin preguntarnos lo que su autor quiso
decir con él y, por lo tanto, sin ponerlo en relación con su vida. Pero
en un tiempo como el nuestro, tan dado a pecar contra la objetividad
—¿cuántas críticas se escriben hoy por amor a la verdad?—, no está mal
tener en la vista esas líneas de Menéndez Pelayo. En otro lugar, sin embargo, afirma don Marcelino con toda decisión la necesidad de tener
delante la vida de un autor para entender su obra: "Es cosa de sentido
común—-escribía, también en 1894—que para llegar a las intimidades de
una obra de arte, mucho más si ha sido producida en época relativamente lejana de la nuestra, no puede ser indiferente el conocimiento de la
vida de su autor y del medio social en que se desenvolvió" {Estudios,
III, 52-5?).
(3) Mikrokosmos, tercera ed., t. Ill, Leipzig, 1880, pág. 45.
— 3o8 —
ritu, sino que con todos ellos se enlaza mediante una complicada red de sutiles relaciones que al análisis crítico toca discernir. De donde se infiere que el geniofilosóficode un pueblo o
de una raza no ha de buscarse sólo en susfilósofosde profesión,
sino en el sentido de su arte, en la dirección de su historia, en
los símbolos y fórmulas jurídicas, en la sabiduría tradicional
de sus proverbios, en el concepto de la vida que se desprende
de las espontáneas manifestaciones del alma popular" (i). No
es difícil entender ampliamente el sentido de este párrafo y,
mudando lo necesario, referir a toda posible historia (de la literatura, del pensamiento jurídico, del arte, etc.) lo que Menéndez Pelayo dice acerca de la historia del pensamiento filosófico.
Dos jornadas se exigen del historiador en el texto que ahora transcribo. Una, la personal y fiel recreación de la obra estudiada, ya nos es conocida. Conexa íntimamente con ella está
la segunda: situar esa obra dentro del medio histórico y social
en que fué creada. La investigación analítica y desmembradora
precisará con la máxima exactitud las relaciones existentes entre la obra y todos los componentes que por modo sistemático
componen la estructura histórico-social del medio en cuestión:
religión, política, economía, técnica, etc.; las ' Wirkungs^usammenhänge o "conexiones operativas" de que por entonces hablaba Dilthey. Esas relaciones son a un tiempo vínculos y 'cauces
que traban a cada obra humana con la vida histórica circundante. Pero la mirada del historiador no debe perderse en el detalle de estas múltiples conexiones, y menos verlas como una
simple red de hilos asociativos. Compañera de la investigación
analítica y desmembradora debe ser la intuición histórica, capaz de ver la unidad en el seno de la asociación y de entender
la significación de la obra estudiada desde ese entrañable y único centro intencional. Toda creación humana ha de ser comprendida, si de veras quiere comprendérsela, desde la entera
(i) Ensayos, 378-379.
— 309 —
conexión vital (Lebenszusanxmenhang) en que histórica y socialmente se halla engarzada. No tiene otro sentido esa expresa
apelación de don Marcelino al "sentido del arte, la dirección,
de la historia, los símbolos y fórmulas jurídicas, etc.", para entender cabal e íntegramente la significación de una obra filosófica. Que nuestro historiador interprete esta "conexión vital"
según la tesis romántica y nacionalista del "alma popular'"
—una nueva huella de la "escuela histórica"—, es algo accesorio al sentido historiográfico de sus palabras.
No es llano y hacedero, en consecuencia, el camino del historiador; pero el fruto de la comprensión, piensa Menéndez
Pelayo, resarce de la fatiga que exige. He aquí lo que dice
nuestro historiador en torno a esa cosecha espiritual prometida
a la comprensión 'histórica: "No hay cosa más rara en el mundo·
que este género de comprensión, el cual en cierto altísimo grado viene a constituir una verdadera filosofía, un cierto modo
de pensar histórico que los metafísicos puros desdeñarán cuanto quieran, pero que, a despecho de su aparente fragilidad, no
deja de ser la piedra en que suelen romperse y estrellarse los
más presuntuosos dogmatismos. La historia es la filosofía de lo
relativo y de lo mudable, tan fecunda en enseñanzas y tan legítima dentro de su esfera como la misma filosofía de lo absoluto, y mucho menos expuesta que ella a temerarios apriorismos.
Exponer con intento polémico una doctrina que ha pasado a
la historia y que no nos agita ya con el calor de las pasiones contemporáneas es procedimiento anticuado y risible. Estudiemos·
desapasionadamente lo que fué, y cuantas menos anticipaciones
llevemos a tal estudio y menos nos preocupemos de su aplicación inmediata, más luces encontraremos en él para columbrar
lo que será o debe ser. Al que con verdadera vocación y entendimiento sano emprenda este viril ejercicio de la historia por
la historia misma, todo lo demás le será dado por añadidura, y
cuando más envuelto parezca en el minucioso y deslucido estudio de los detalles, se abrirán de súbito sus ojos y verá surgir, de las rotas entrañas de la historia, el radiante sol de fe
— 310 —
metafísica, cuya visión es la recompensa de todos los grandes
esfuerzos del espíritu. Por todas partes se camina a ella, y en
todas partes se la encuentra al fin de la jornada" ( i ) .
Para el historiador Mienéndez Pelayo la historia puede ser
en sí y por sí misma, si se la sabe interpretar adecuadamente,
el fundamento de un sistema metafísico. El historiador verdadero va descubriendo a través "de Jo relativo y de lo mudable"
ese "radiante sol de la metafísica", la "verdad ideal" que late
en los senos mismos de la cambiante realidad histórica. El filósofo llamará a su hallazgo "la verdad"; el creyente, para quien
el hombre fué creado a imagen de Dios y el curso histórico es
obra del misterioso regimiento de una providencia divina—radicalmente misteriosa, por debajo de su relieve racional y accesible—, adivina en esa verdad universal una "voz de Dios".
¿No pueden interpretarse las anteriores palabras de don
Marcelino, puestas al lado de cuanto hasta ahora le ¡hemos oído,
como una balbuciente expresión cristiana de lo que por entonces, y sin que nuestro historiador tuviese de ello la menor sospecha, pensaba en Berlín el filósofo Guillermo Dilthey? Pensaba Dilthey que el permanente mudar de la historia humana
puede sistematizarse en unas cuantas "visiones del mundo" típicas, cada una de las cuales contiene una fracción de verdad.
"Las visiones del mundo—escribía el pensador alemán—están
fundadas en la naturaleza del universo (2) y en la relación que
con él tiene el limitado espíritu que le concibe. Cada una de
ellas expresa, dentro de los límites de nuestro pensamiento, una
cara del universo. Cada una es verdadera dentro de esos límites. Pero cada una es unilateral y nos está prohibido contemplar juntas a todas. A la pura luz de la verdad sólo podemos
mirarla en diversos y partidos rayos" (3). Esa "luz de la verdad" a que alude Dilthey es, sin duda, la misma que Menéndez
(i)
(2)
mente
(3)
Ensayos, π3-114.
Entiéndase esta palabra en sentido más amplio que el puracósmico.
Ges. Sehr., VIII, 222.
— 311 —
Pelayo prefiere llamar "radiante sol de la metafísica". Nuestro
historiador expresa con mente realista y católica—en incipiente
esbozo, desde luego—el mismo pensamiento que Dilthey trató
de elaborar a través de sus geniales intuiciones y conceptos sin
haber logrado evadirse de un radical idealismo (i).
La historia sería, en suma, un ineludible camino hacia la
verdad filosófica y hasta el camino más seguro, si hemos de
creer a Menéndez Pelayo. Quien sepa filosofar sobre lo temporal, relativo y mudable, puede llegar a la verdad ideal; quien,
sin perderse, sepa perderse en las veredas del acontecer pretérito, descubrirá tal vez el áureo núcleo de secreta certidumbre
metafísica que vive en su entraña. ¿No hay aquí, aparte el ya
mentado parentesco con Dilthey, otro, no menos curioso, con
Ortega y G asset? Recuérdense los párrafos terminales de El
tema de nuestro tiempo y de Historia como sistema. "La peculiaridad de cada ser, su diferencia individual—léese en El tema
de nuestro tiempo—, lejos de estorbarle para captar la verdad,
es precisamente el órgano por el cual puede ver la porción de
realidad que le corresponde. De esta manera aparece cada individuo, cada generación, cada época como un aparato de conocimiento insustituible... Yuxtaponiendo las visiones parciales
de todos se lograría tejer la verdad omnímoda y absoluta..."
Años más tarde precisará Ortega con más rigor su intento filosófico. No es una mera "yuxtaposición" el camino de esa "razón
histórica", sino una "intelección", una mirada profunda en el
(i) No puedo extenderme a demostrar la exactitud de este aserto.
Algo más ampliamente traté de ello en mi trabajo "Dilthey y el método
de la Historia", Boletín Bibliográfico del Instituto Alemán de Cultura,
año X, núms. 1-2, 1942. Sobradamente probatorio es el texto siguiente,
no consignado en el aludido trabajo: llegamos a la conclusión de que
existen otros seres espirituales, piensa Dilthey, "por obra de un proceso de transposición de nuestro interior a ese mundo externo. Como
el ojo deslumhrado por mirar al Sol repite la imagen de éste en los
colores más diversos y en los más diversos lugares del espacio, así nosotros multiplicamos la imagen de nuestra vida interior y la imbuímos,
bajo múltiples modificaciones, dentro de distintos parajes del cosmos
circundante" {Ges. Sehr., I, 20). Con más razón dirá otro tanto respecto
al conocimiento histórico. Para Dilthey, la historia escrita es una proyección expresa del espíritu del historiador.
— 312 —
seno mismo de esa temporal diversidad y en la realidad a ella
subyacente. "Hegel inyecta en la historia el formalismo de su
lógica—escribe Ortega en Historia como sistema—; Buckle, la
razón fisiológica y física. Mi propósito es estrictamente inverso. Se trata de encontrar en la historia misma su original y
autóctona razón. Por eso ha de entenderse en todo su vigor la
expresión ra^ón histórica. No una razón extrahistórica que parece cumplirse en la historia (como la lógica de Hegel o la fisiología de Buckle), sino, literalmente, lo que al hombre le ha pasado, constituyendo la sustantiva ra%ón, la revelación de una
realidad trascendente a las teorías del hombre y que es él mismo por debajo de sus teorías" (i). El acontecer histórico se
convierte así en el tema fundamental de una nueva e incipiente prinm philosophia. El atisbo del historiador Menéndez Pelayo, visto desde la actual situación de nuestro pensamiento,
es la primera toma de posición de un pensador deliberadamente
católico en este magno esfuerzo por construir de veras una
"ciencia de la Historia", la setenta nuova del tiempo presente.
Una nueva "gigantomaquia en torno al ser", como diría Platón, en la cual, de sesenta años a esta parte, vienen echando su
cuarto a espadas los mejores ingenios europeos (2).
5.
EL HISTORIADOR
Será historiador, en consecuencia, todo aquel que reúna en
su persona esa difícil suma de talentos nativos y habilidades
adquiridas que requiere el ejercicio de la investigación y de la
comprensión histórica. "La naturaleza—escribía Menéndez Pe(1) Obras completas, II, 880, e Historia como sistema, págs. 78-70.
(2) No trato de presentar a Menéndez Pelayo como un "precursor"
de Dilthey o de Ortega, según esa ingenua concepción de la historia
como una serie de "precedentes" y "precursores" No fué un precursor,
sino un combatiente—muy de pasada, desde luego—en la misma lid intelectual. Aunque los supuestos de su mente frente a ella, poco elaborados,
en todo caso, fuesen distintos de los que sirvieron de fundamento a
Dilthey y de los que sirven a Ortega.
— 91Î —
layo en 1893—reparte desigualmente sus dones: a unos da el
genio filosófico y la penetración intuitiva de las grandes leyes
de la evolución humana; a otros, el talento literario, la magia
de estilo, la adivinación semi-poética, el poder de resucitar las
generaciones extinguidas y de interrogar a los muertos, leyendo
en sus almas sus más recónditos pensamientos, y haciéndoles
moverse de nuevo con los mismos afectos que los impulsaron en
vida. A otros, finalmente, negó estas dos facultades tan grandes como prodigiosas, y ni les dio poder de síntesis ni poder
de estilo, pero sí diligencia incansable, amor a la verdad por
sí misma, celo de propagarla y difundirla, perseverancia modesta en la indagación de cada detalle, espíritu curioso y ordenador que desentierra y reúne los materiales de la historia futura. De estas tres naturalezas tiene que participar en mayor
o menor grado el historiador perfecto, y por eso nada hay tan
raro y difícil como su hallazgo" (1).
No son muchos, por lo tanto, los que para don Marcelino
merecen el nombre de historiadores. "Investigadores históricos
puede y debe haber siempre en una nación; grandes historiadores los habrá cuando Dios sea servido de concedérselos", escribe poco después del párrafo anterior. Habrían sido verdaderos
historiadores Mommsen o Ranke, a los que elogia; lo fueron
también Niebuhr, Curtius, Grote, Rawlinson, Savigny, Gervinus, de los cuales 'hace expresa mención. Pero, sin poderlo remediar, su simpatía se va por Macaulay, "el más grande de los
historiadores modernos", como le dice (2). "Si alguien me preguntara cuál es—escribió pocos años antes—el libro más ameno, variado, útil y deleitoso de este siglo, no dudaría en responder que la colección de los Ensayos de Macaulay" (3).
¿Qué veía Menéndez Pelayo en Macaulay, tan poco esti(1) Estudios, VII, 222.
(2) Esttidios, VII, 29.
(3) Estudios, V, 383. No debe perderse de vista que este texto es
de 1879.
— 314 —
mado como historiador por los historiadores "científicos"? (i).
El programa del 'historiador inglés era, según sus propias palabras, "desplazar con sus libros por unos días, en la mesa de las
young ladies, la última novela de moda". En modo alguno debemos pensar que don Marcelino se sintiese arrebatado por tan
traviesa intención, y mucho menos por la conocida parcialidad
whig del liberal historiador sajón. ¿Qué le atraía, entonces, en
la obra de Macaulay?
Veía en ella, según sus propias palabras, "la forma oratoria,
tan espléndida como en los mejores días de la antigüedad y
tan rica de pasión y de ardorosa elocuencia como en el yerno
de Agrícola: historia parcialísima, Jo mismo que sus modelos;
historia de facción y de bandería; pero tan sincera, tan honrada y tan sabiamente parcial, que borra con lo que tiene de
poema lo mucho que tiene de alegato. Obra varia y tan opulenta como la misma naturaleza; poema de la libertad civil, de la industria y de la prosa; viril esfuerzo de una alma
romana, para ennoblecer con majestad patricia el trabajo moderno y llevar de frente todas sus actividades, como si fuesen
órganos de un mismo cuerpo, y no aislados mecanismos, cual
los consideraba la filosofía del siglo xvm. Al fin, en esa historia, que no es filosófica, ni religiosa, ni literaria, ni comercial,
sino todo esto y mucho más, y no por fracciones atomísticas,
sino todo a un tiempo, y con la misma libertad y movimiento
de la vida, el animal humano respiró entero" (2).
Dos notas pueden señalarse en esa entusiasta loa. Es una
el elogio de la forma estética. Admira Menéndez Pelayo en
Macaulay sus maravillosas condiciones de narrador, el arte insuperable con que expresa los sucesos históricos. Sedúcele, por
otro, Ja visual condición de imagen total que tiene la historia
del inglés: es su obra, tal como la ve Menéndez Pelayo, la ima(i) Basta leer el apartado que le dedica Fueter en su conocida
Geschiebte der neueren Historiographie, aunque le reconozca como unerreichter Meister del arte descriptivo.
(2) Estudios, VII, 29.
— 315 —
gen total y animada de todo un pueblo, su presencia coloreada
y viviente en las páginas del libro que la describe; es la historia como representación dramática. "¿Nio ve el lector en una
como iluminación súbita Ja Florencia de los Médicis, y recorre
sus plazas, y habla con sus políticos y artistas?", dice muy significativamente don Marcelino, comentando la imagen que de
la Italia renaciente pinta Macaulay (i).
El entusiasmo de nuestro historiador por Macaulay procede, por lo tanto, de su congenialidad. También Menéndez Pelayo pretende ser un historiador artista y visual. Su nativa y cultivada condición de esteta (esteta, no lo olvidemos, viene de aisthesis, sensación) y su participación histórica en la cultura
visiva de su tiempo (2), le conducen a hacer historia con los
ojos y la sensibilidad artística. "La historia—piensa—será tanto más perfecta y más artística cuanto más se acerque, con
sus propios medios, a producir los mismos efectos que producen el drama y la novela. Pero, entiéndase bien: con sus propios medios, los cuales en gran parte no pertenecen al arte, sino
a la ciencia; aunque todo, en último resultado, venga a contribuir al grande arte, el arte de composición" (3). Efectos artísticos y composición perfecta pide Menéndez Pelayo de la narración histórica. El esteta y el hombre visual que lleva dentro
aparecen sin veladura en las anteriores palabras.
Así escribió él la historia. Sus numerosas semblanzas históricas, tan bellas todas (semblanzas de poetas medievales, retratos literarios de Milá, Martínez de la Rosa, el Marqués de
Molíns, Barbieri y tantas otras), son como tallas policromadas
en movimiento o como personajes de una acción dramática representada ante nuestros ojos. Sus descripciones históricas, imágenes de sistemas intelectuales o estampas de libros cuidadosamente leídos y "vistos". Sabe nuestro historiador, como pocos,
(1) Estudios, V, 385.
(2) Sobre el carácter visivo de la cultura positivista, véanse algunos
apuntes en mis Estudios de Historia de la Medicina y de Antropología
médica, págs. 127 y siguientes.
(3) Estudios, VII, 10.
_3i6elegir los "rasgos" esenciales de una figura o de un sistema
estético, describirlos con viva belleza y componerlos en un
cuadro animado y elegante. No le pidamos, en cambio, esa celosa, ahincada sumersión del historiador de nuestro siglo—más
sutil, sin duda, pero también menos robusto que el del siglo
pasado—en el entresijo de los problemas intelectuales y vitales
que constituyen el nudo más verdadero de una intimidad personal. Como ya dije, Menéndez Pelayo es un historiador de
figuras más que de intimidades, de "presencias" más que de
"buceos"; y no sólo cuando hace historia descriptiva o expositiva, mas también cuando quiere hacerla psicológica. No olvidemos que también la psicología de su época tiene un carácter
visual y "compositivo", hasta la que por razones estéticas no
quiere moverse en los estrechos cauces del atomismo asociacionista (i).
No obstante su entusiasmo por Macaulay, Menéndez Pelayo
no está satisfecho con la historiografía de su tiempo. Si ve en
ésta, con manifiesto orgullo, la más alta aportación de los hombres al conocimiento de la Historia—"¿cuándo hubo otro siglo
más glorioso para los estudios históricos?", pregunta—, advierte con claridad la condición propedéutica del inmenso trabajo
erudito cumplido en la centuria pasada. "Antes de que el historiador perfecto llegue—dice—, es preciso que se cumpla la
obra de investigación en que nuestro siglo está empeñado".
Entonces podrá llegar ese "historiador perfecto". "Nos es lícito
soñar para muy remotas edades con el advenimiento de un historiador aún más grande que Tácito y que Macaulay, el cual
haga la historia por la historia, y con alta impersonalidad, y
sin más pasión que la de la verdad y la hermosura, reteja y
desenrolle la inmensa tela de la vida" (2). Pero ¿podrá retejerse la tela de esa vida—que es, casi sobra añadirlo, la vida
(1) Por ejemplo, la psicología estética de la novela psicológica deí
siglo XIX.
(2) Estudios, VII, 29.
— 317 —
humana—sin una nueva etapa historiográfica, en la que el investigador atienda tanto a los hechos y las figuras como a las
intenciones y los problemas que constituyeron el centro de la
vida personal, el más auténtico nudo del suceder histórico de
aquellas figuras humanas?
Ill
EL CONTENIDO DE LA HISTORIA
H
E dedicado las páginas anteriores a exponer con algún
detalle la idea tan escasamente expresa, tácita a veces,
que Mtenéndez Pelayo tuvo de su ocupación fundamental: la
Historia. Hemos visto a nuestro historiador—¿podría ser de
otro modo?—en la encrucijada de todas las concepciones historiológicas dominantes en su tiempo y en el atisbo de las que
a poco iban a entrar en vigor. Procuré, además, meterme en los
penetrales de su inteligencia, indagar con cuidado sus secretos
problemas, adivinar las interminadas respuestas que su mente
católica adoptó ante ellos. No se acaba ahí, sin embargo, el tema
de la Historia.
Tres partes distintas componen la total figura del historiador. Una es su idea de la historia o, cuando menos, los tácitos
supuestos de su actividad historiográfica. La obra escrita de
todo historiador tiene siempre en su base, dígalo él o no lo
diga, sépalo o lo ignore, una cierta idea filosófica sobre la realidad humana y sobre el acontecer histórico. Forman la segunda
parte de su figura la materia y la manera, el contenido y el
estilo de su propia obra. Es la tercera, en fin, su idea acerca
— 319 —
de los sucesos que constituyen el curso de la Historia. Apenas
es necesario indicar la íntima conexión mutua de estas tres
parcelas intelectuales. Por ejemplo: el juicio de un historiador
acerca de la Reforma o de César se hallará siempre en estrecha
relación con los supuestos de su propia actividad historiográfica (positivistas, progresistas, románticos, historistas, etc.). No
obstante, conviene mirar por separado cada uno de estos tres
dominios; y así, por atender esa mejor conveniencia, expondré
ahora con algún detalle cómo Menéndez Pelayo vio en su madurez el contenido de la Historia Universal.
Debe tenerse en la memoria el perfil de la imagen que, cuando polemista, tuvo Menéndez Pelayo de la Historia Universal.
El antiguo Oriente apenas existía para él (i). La Historia Universal comenzaba gloriosamente con la Antigüedad clásica, y
en ella la vio alcanzar una de sus más altas cimas. Proseguiría
tan dichosa altiplanicie histórica hasta la caída del Imperio
Romano. La Edad Media, en su conjunto, era para nuestro historiador una confusa lucha entre la "oscuridad germánica" y
los débiles restos de cultura clásica que sobrevivieron a la invasión de los bárbaros septentrionales. Pero estos restos no son
vestigios caducos, sino vigorosos gérmenes. Medran sin cesar a
lo largo de toda la Edad Media cristiana y dan, por fin, el espléndido fruto del Renacimiento. España logra fundir el Renacimiento con el Catolicismo y alcanza así para la Historia Universal la cúspide suma de nuestro Siglo dorado. Después, la nueva confusión y el ingente descarrío del mundo moderno, dentro
del cual sólo le quedaría al católico el recurso de la nostalgia
y, cuando más, la empresa de reconstruir la gloriosa cultura antigua.
Tal es, expuesta con brevísimo trazo, la línea de la Historia Universal a los ojos de Menéndez Pelayo mozo. Es tamil) Basta leer para comprobarlo las cartas cruzadas entre él y Valera acerca de un proyecto de Historia Universal, compuesto por traducciones de diversas monografías y capítulos originaJes. Epistolario,
páginas 48 y siguientes.
— 320 —
bien la cuadrícula cuyas lagunas va a llenar el Menéndez Pelayo de la madurez. Veamos cómo.
Nunca pretendió ser don Marcelino un historiador del
Oriente antiguo. Mas, sin proponérselo, advirtió con claridad
la ampliación que gracias a su siglo logró ese cabo de .la Historia Universal. "El Extremo Oriente nos entrega sus tesoros
—escribía, ya en 1883—: las raíces arias, interpretadas por la
filología, nos cuentan la vida de los patriarcas de la Bactriana;
dondequiera se levantan, del polvo que parecía más infecundo,
dinastías y conquistadores, ritos y teogonias. Empiezan a sernos tan familiares las orillas del sagrado Ganges como las del
Tiber o las del Ylysso, y la leyenda Sakya-Muni, tanto como la
de Sócrates" (1). El capítulo II de los Orígenes de la novda,
dedicado al apólogo y al cuento oriental, muestra la huella que
ese mejor conocimiento de la historia de Oriente imprimió a las
investigaciones literarias de su plena madurez (2).
Otro tanto puede decirse de la Edad Media. Ciertamente,
nunca fué el Medievo período especialmente grato a Menéndez
Pelayo. "Ensalcen otros a la Edad Media: cada cual tiene
sus devociones", decía en 1881, en su discurso de ingreso en la
Academia Española (3). A pesar de perdurar invariable esta
actitud fundamental, con los años va descubriendo más atractivos sotos en el paisaje histórico medieval. "La Edad Media
—escribe en 1883—es ya amorosa esclava de la ciencia, y manda ríos de luz desde cada tumbo monástico y desde cada privilegio o carta municipal" (4). Más expresiva aún—más justa
también—es la descripción que de los siglos medievales hará en
1892: "No fué perfecta aquella edad, ni la perfección cabe en
lo humano, y fácil es, examinándola en los detalles, sorprender
en los hombres de aquel siglo (el xm) flaquezas, imperfecciones
y escorias, rastros de barbarie por un lado, resabios de cultu(1)
(2)
(3)
(4)
Estudios, VII, 30.
Orígenes, I, 27.
Estudios, II, 89.
Estudios, VII, 30.
— 321 —
ra pedantesca, hábitos mal domeñados de ferocidad y rudeza;
pero aquella sociedad tuvo, en medio de evidentes descarríos
que no conviene disimular, una alta y soberana cualidad : la de
ser fiel a su ideal de vida y la de haber puesto este ideal en la
esfera más alta del pensamiento y en la más pura realidad de
la conciencia. La Edad Media, en general, y muy en particular
el siglo xiii, que es su cumbre, desde la cual ya se adivina el
próximo descenso, estuvo penetrada y saturada de espíritus, y
el espíritu la salvó y la hizo pasar desde las torpezas de la barbarie hasta las suaves efusiones místicas; desde la desmembración anárquica hasta el concepto del imperio cristiano; desde el
balbuceo infantil de las jergas informes que se repartieron los
despojos de la lengua clásica, hasta los resplandores de la inspiración épica de Francia y de Castilla, de la inspiración lírica de Provenza y del maravilloso poema simbólico de Italia,
en que pusieron mano cielo y tierra; desde las sutilezas de una
dialéctica formal y de un peripatetismo degenerado, hasta las
grandes construcciones sintéticas del Angel de las Escuelas y del
mártir de Mallorca; desde los rudos y macizos pilares de la
iglesia románica, que parece que busca las entrañas de la tierra, hasta la aérea y sutil ojiva, calada, afiligranada y roseteada, pasmo de los ojos y tipo de toda esbeltez y gentileza" (i).
Mídase por el contraste entre el contenido de estas líneas y los
juicios de La Ciencia Española—cuando hablaba de la "santa
ira" contra la Edad Media—, el camino recorrido en doce años
por la mente del historiador. Los Prólogos de la "Antología de
poetas líricos castellanos" son el fruto de ese mejor conocimiento de la Edad Media.
Pero donde se hace singularmente perceptible la distancia
entre el Menéndez Pelayo de la madurez y el mozo polemista
es en sus juicios sobre la cultura moderna. Por lo que toca al
período inicial de ésta, el Renacimiento y su preludio de la
Baja Edad Media, no había de ser muy perceptible el cam(i) Estudios, VII, 48.
21
— 322 —
bio. Renacentista se sintió en su mocedad y renacentista fué
toda su vida, aunque los años hiciesen más sereno y menos goliardesco su entusiasmo. La vida artística del Renacimiento
fué siempre para él "avasalladora y luminosa"; siempre le deleitó aquella "mayor pureza del gusto, la cual traía consigo la
aversión a las sutilezas y argucias"; siempre le enardeció, aunque no fuese naturalista, "la 'heroica infancia de las ciencias
naturales", y en todo momento celebró con clamor "el advenimiento de la libertad filosófica" ( i ) .
Su amor al Renacimiento y su mejor comprensión de historiador le llevaron también a estimar positivamente el sentido
histórico del movimiento nominalista. "El nominalismo—escribió—, si traía consigo otros vicios más graves, producía, a lo
menos, la ventaja de sacudir un tanto el polvo de las abstracciones y decapitar muchos entes de razón, lanzando al pensamiento humano por los senderos de la filosofía experimental,
que ya era hora de que tuviese su representación y su valor
.propio, al lado de la tendencia ontológica, que hasta aquella
fecha había predominado con verdadero despotismo. Cumplíase entonces de un doble modo esta ley de natural reacción, levantándose la tendencia empírica contra el idealismo, y la tendencia mística contra el intelectualismo" (2). Sigue clamando,
en fin, contra la inanidad de la escolástica decadente y ensalzando la gloria de su despertar, en el siglo xvi, gracias al espíritu moderno y desembarazado de los españoles: "en la crítica general, por el libro de Melchor Cano; en la Metafísica,
por el de Suárez; en la Psicología, por el del mismo Suárez y
el de Toledo; en el Derecho natural y de gentes, que fué en su
origen ciencia casi española, por las relecciones de Vitoria y los
preciosos tratados De Jure y De Legibus, de Domingo de Soto
y del Doctor Eximio; en la Etica, por la Concordia, de Molina" (3)· "Bueno fuera que los novísimos filósofos ultra-escolás(1) Ideas,
(2) Ideas,
(3) Ideas,
II, 7.
Π, 115-116.
II, 120.
— 323 —
ticos—dirá luego, y repetirá literalmente unos años más tarde, abundando en la misma tesis—, antes de lanzar atropellados anatemas sobre todo lo que a sus ojos lleva el signum bestiae del espíritu moderno, diesen un repaso de vez en cuando
a las obras de nuestros clásicos doctores..." ( i ) .
No es, sin embargo, en los juicios sobre el siglo xvi donde
podemos descubrir la huella del tránsito a la madurez intelectual. Más o menos, esos textos están concebidos por el mismo
espíritu renaciente que hemos visto detrás de los escritos juveniles. Hállase la diferencia en los párrafos tocantes a la cultura
europea de los siglos subsiguientes a la derrota española, y muy
especialmente en los dedicados a la producción intelectual alemana.
Conocemos ya la cerrada hostilidad del polemista contra la
cultura alemana. "Nebulosidad", "confusión" y "barbarie" son
los conceptos que monótonamente repite—exceptúese algún elogio de Leibniz y de Hegel—cuando se refiere al espíritu de
allende el Rhin, así en sus creaciones filosóficas como en lo tocante a su numen literario. "La gran literatura del Norte no
es para mí la alemana (¡Dios nos libre!), sino la inglesa", escribía en 1879 ( 2 )- Pocos años más tarde estudia alemán y
frecuenta el trato directo con los pensadores y poetas germánicos; y, como por ensalmo, cambia de raíz el tono de su estimación. Hay como un oculto deseo de compensar las injusticias
e inexactitudes de la hirviente juventud. Si, hablando de Farinelli, juzga la cultura italiana contemporánea, dirá: "el preponderante influjo germánico ha hecho a nuestros hermanos el
beneficio de emanciparlos de la dictadura francesa, que nosotros no hemos sacudido todavía" (3). En 1887 revisa la tercera edición de La Ciencia Española, y en una nota al pie procura compensar los juicios del texto original llamando a la germánica "una de las razas de Europa más activas, poéticas e in(1) Ensayos, 213. Las mismas palabras se leen en Ideas, IV, 42.
(2) Estudios, V, 386.
(3) Estudios, V, 394.
— 324 —
teligentes" ( i ) . Y, ya al fin de su vida, en la "Advertencia preliminar" a la segunda edición de los Heterodoxos (ι91 o), verá
en Alemania "Ja maestra de Europa" (2). ¿Qué ha pasado en
su alma para que así hayan mudado sus juicios? Nos dará la
respuesta un examen atento de la primera obra de madurez: la
Historia de las ideas estéticas.
Puesto ante la obra filosófica de Kant, he aquí la definitiva
estimación que de ella· hace nuestro historiador: "Aprecíese
como se quiera la obra de este memorable pensador, a nadie
es lícito hoy filosofar sin proponerse antes que nada los problemas que él se planteó y tratar de darles salida. Así como
en la antigüedad toda poesía procede de Homero, así en el mundo moderno toda la filosofía procede de Kant, incluso la que
niega y contradice su influencia, de la cual nadie se libra, sin
embargo, puesto que el idealismo, lo mismo que el materialismo, encuentran armas en la Crítica de la Ra%ón Pura, mirada
desde puntos de vista relativos y parciales" (3). Sin duda pareció a don Marcelino algo absoluta la afirmación que acababa
de escribir, porque en una nota al pie añadió la siguiente aclaración: "Aquí se habla sólo de la filosofía racionalista. Nadie
ignora que enfrente de ella subsiste, con verdadera gloria, el
esplritualismo dogmático y creyente; pero aun éste sufre de
un modo indirecto el influjo de la crítica kantiana, teniendo
que hacerse cargo de las nuevas cuestiones promovidas por ella.
Y aun hay o ha habido filósofos cristianos que aceptan una
parte de esta Crítica".
Una lectura atenta de estos dos pasajes y de su contexto
nos permitirá llegar a las siguientes conclusiones:
1.* A pesar de su evidente admiración por la grandeza y
el rigor intelectual de la obra kantiana, Menéndez Pelayo no
es, ni mucho menos, un secuaz de Kant. Basta seguir la exposición de su doctrina y leer el pormenor de sus juicios sobre
(1) Ciencia, I, 351.
(2) Heterodoxos, I, 13.
(3) Ideas, IV, 13.
— 325 —
ella. No sólo no acepta a Kant—aunque una vez se llamase a
sí mismo "filósofo de mi tiempo" y ahora diga que "en el mundo moderno toda la filosofía procede de Kant"—>, sino que se
sitúa contra Kant, como, según sus palabras, todo "el esplritualismo dogmático y creyente".
2.a Pero su actitud antikantiana parte, notémoslo bien, de
una consideración positiva de Kant. En Kant podrá haber errores, y de hecho los hay, piensa don Miarcelino; pero Kant no
es—como venía a pensar en sus años polémicos—el error y, por
lo tanto, algo que ni siquiera vale la pena de tener en cuenta
(la "metafísica vacía y nebulosa").
3.a La obra de Kant no es, pues, ni la verdad, como piensan los kantianos, ni el error, como, al igual que otros muohos,
creía don Marcelino en su mocedad: es, sencillamente, una experiencia histórica ineludible para todo pensador digno de tal
nombre. Es ineludible por dos razones. La primera, elemental
y obvia : no pocos de los resultados concretos a que llega el pensamiento kantiano deben ser considerados como verdaderos. Menéndez Pelayo, por ejemplo, pasa revista a toda la estética de
Kant. De ella rechaza algo; pero, al final de su exposición,
destaca una serie de principios estéticos kantianos y dice de
ellos, a modo de sentencia histórica: "son puntos definitivamente adquiridos para la ciencia, y de ningún modo deben ser
rechazados in odium auctoris, sino recibidos e incorporados en
todo cuerpo de doctrina estética digno de este nombre" (i).
Menos obvia y más profunda es la segunda de esas dos aludidas razones. La obra de Kant podrá ser verdadera, falsa o
parcialmente verdadera y falsa. No es éste, sin embargo, el único problema. Tan importante como esa judicativa sentencia es
para don Marcelino el pensamiento siguiente: nadie, después
de Kant, puede pensar a L· altura de su tiempo sin haberse
hecho cuestión del pensamiento kantiano, como nadie, después
de Aristóteles, puede filosofar sin haber vivido por sí mismo
(i)
Ideas, IV, 41 ·
— 326 —
la experiencia aristotélica y haber tomado postura intelectual
ante ella. Para vivir en el propio tiempo con suficiencia es preciso, en suma—valga la frase—, haber tenido una "cuestión
personal" con todo el pasado. Es éste un imperativo cuya validez a todos se extiende: kantianos o antikantianos, creyentes
y descreídos ( i ) . Podría decirse que la verdadera dignidad histórica de un suceso consiste en esa obligatoriedad de vivirlo o
•experimentarlo, una vez pasado, por parte de cuantos hombres
quieren de veras vivir en su época. Que la actitud con que el
suceso es vivido sea unas veces favorable y otras hostil, es
cosa adjetiva a ese elemental imperativo de la existencia histórica. ¿Acaso los teólogos de la Contrarreforma no vivieron por
sí mismos 'la experiencia intelectual de la Reforma, para tomar
luego, frente a ella, una postura a la vez adversa y católicamente creadora?
Muy análoga a esta actitud de don Marcelino ante Kant
es la que adopta ante casi todos los grandes pensadores modernos. A Sdhelling le llama "espíritu artístico y poético, opulento
y brillantísimo escritor, lleno de luz y penetrado de realidad
hasta en sus más desenfrenados vuelos idealistas; rico de conocimientos positivos..." (2). "Winckelmann y Lessing, H'erder,
Kant, Fichte, los dos Humboldt—dice en otro lugar—1, no son
los clásicos ni los pensadores de una nación particular, sino los
educadores, en bien o en mal, del mundo moderno" (3); y no
escatima el elogio cuando tropieza "con el gran nombre de
Herder" y con los de Juan Pablo Richter o los Sohlegel.
Singularmente cálida es su voz cuando habla de Hegel.
"Hegel—escribe sin ambages—es el Aristóteles de nuestro siglo, y su monarquía, aunque no menos negada y combatida
que la del Estagirita, dura y durará como la suya, no sólo en
la filosofía pura (que después de él no ofrece más que retazos
(1) Por lo que atañe a la opinión de Menéndez Pelayo sobre el
caso, basta leer su nota de pie de página que antes transcribo.
(2) Ideas, IV, 161.
(3) Ideas, IV, 104.
— 327 —
de su sistema, derivaciones y rapsodias, o bien ensayos pobres
y raquíticos de sistematización calcados sobre el suyo, aun los
que más le contradicen y maltratan, como el pesimismo y el
evolucionismo), sino todavía más en el corazón de las ciencias
particulares, que Hegel trató con tanta superioridad de entendimiento y a las cuales dio una precisión y un método que
antes casi nunca habían tenido. En medio del clamoreo desacordado que por todas partes se levanta contra la Metafísica,
todavía los mismos materialistas están viviendo de las migajas
de la opulenta mesa de Hegel; y cualquiera que sea el destino
que la providencia reserve a los estudios filosóficos, hoy tan
necesitados de una total renovación, y aunque el tiempo, gran
depurador de las cosas, anule todo lo que hay de sofístico en
la dialéctica hegeliana y en la Filosofía de la Naturaleza y en
la Filosofía del espíritu, todavía seguirán, por largas edades,
informadas de espíritu hegeliano la Filosofía del Derecho, la
Fiíosofía de la Historia, la Historia de la Filosofía y, sobre
todo, la Filosofía del Arte, a la cual levantó Hegel imperecededo monumento en sus Lecciones de Estética" ( i ) . "¿Quién más
filósofo que él entre los modernos?", dirá unas líneas más adelante.
Repito aquí la advertencia hecha a propósito de Kant. El
tono levantado con que habla de Hegel, y la aceptación de una
parte de su pensamiento, no quieren decir que Menéndez Pelayo sea hegeliano. Más que un modelo, en Hegel ve don Marcelino, como en Kant, una experiencia histórica a la vez peligrosa y fructífera; pero, en todo caso, ineludible. "Los peligros
que Hegel ofrece a entendimientos mal prevenidos—escribe
como remate de su exposición—son peligros de otra índole y, por
nuestra parte, no queremos negarlos ni disimularlos; pero conste que Hegel enseña hasta cuando yerra; que sus mismas aberraciones presentan un sello de grandeza, y que nunca, al leerle,
se siente degradada ni rebajada nuestra naturaleza moral, como
(i) Ideas. IV, 184.
— 328 —
la sentimos, mal que nos pese, al terminar la lectura de los
libros de filosofía que hoy andan por el mundo..." (i). Eso por
lo que atañe al conjunto de la obra hegeliana. En lo tocante a
la doctrina estética, punto central de la atención de don Marcelino, las expresiones son aún más terminantes. "La influencia
estética de Hegel está en todas partes... Todavía no ha aparecido construcción del arte que supere a la suya ni se ha vuelto
a ver en ningún otro teórico aquella dichosa unión del sentimiento artístico y de la filosofía, que da tanta animación y calor a la palabra de Htegel, y que le hace penetrar tan adelante
en Jos misterios de la forma" (2).
Si de este modo se sitúa Menéndez Pelayo ante los filósofos
alemanes, no es difícil calcular su actitud frente a los poetas
transrenancs. He aquí cómo ve a Schiller: "Schiller es, a ¡no
dudarlo, uno de los poetas más excelsos y simpáticos de que la
Humanidad puede gloriarse, y el segundo, después de Goethe,
en aquella luminosa cohorte de ingenios que. realzaron el ocaso
del siglo xviii... y saludaron la aurora del presente. Quien dice
Schiller, dice entusiasmo, pasión noble, elevación generosa y
magnánima, idealismo puro" (3). No sólo le juzga así como
poeta, también como pensador; poco después de escribir lo que
antecede, alaba don Marcelino "la extraordinaria riqueza de
ideas nuevas, fecundas, inspiradoras, que, como luminosos enjambres de espíritus alados, corren por las páginas de Schiller" (4). ¿A qué copiar los rendidos elogios que hace de Goethe,
cuando en su vejez ve nuestro historiador una "majestuosa
puesta del sol más espléndido que ha iluminado al arte novísimo"? (5).
Únanse a todas estas expresiones las que dedica a los pen<i)
(2)
(3)
(4)
(5)
Ideas, IV, 236.
Ibidem,.
Ideas, IV, 47.
Ideas, IV, 83.
Ideas, IV, 104.
— 329 —
sadores y.poetas ingleses y franceses de su siglo (i); compónganse luego estos juicios con los que acerca de su propia época le hemos oído declarar, y se tendrá una idea de la enorme anchura ganada por el horizonte histórico de don Mlarcelino al pasar desde su juventud polémica a su serena y victoriosa madurez.
Hubo un tiempo en que la historia del espíritu humano se acababa para él en el siglo xvn; más acá todo sería confusión y
extravío. En su madurez, en cambio, tutte le età quhidi gli sembravano egualmente degne di studio, como de él dijo Farinelli
en su elogio funeral. En todo esfuerzo intelectual o estético de
alguna monta veía algo positivo, y junto a toda sombra advertía puntos o sábanas de orientadora luz. ¿Debe admirar que
quien así ha dilatado el ámbito de su visión sienta agitada su
alma de católico por nuevos problemas y conmovido su corazón de español por una esperanza distinta del puro recuerdo?
(i) He tratado con alguna amplitud la postura de la adelantada
madurez de Menéndez Pelayo ante Jos pensadores y poetas alemanes
para hacer más visible el contraste con las estimaciones intelectuales y
estéticas de su mocedad. Sin embargo, don Marcelino tenía sus reservas ante el germanismo nacionalista por aquellos años naciente, bien
distinto del "sabor de humanidad no circunscrita a los estrechos límites de una región o raza", que él advierte y encomia en la edad de oro
de la cultura alemana. El casticista de la juventud abomina ahora del
casticismo ajeno. "Nada más opuesto a este espíritu humanitario que
la ciega, pedantesca y brutal teutomanta • que hoy impera y que va
haciendo tan odiosa a todo espíritu bien nacido la Alemania moderna,
como simpática fué la Alemania idealista, optimista y expansiva de
los primeros años del siglo. Tan cierto es que el viento de la prosperidad
embriaga a las naciones como a los individuos, y que no hay peor ambiente para el genio filosófico que la atmósfera de los cuarteles".
{Ideas, IV, 104-105.) ¿Qué diría don Marcelino, si supiese que no era
ajeno a los cuarteles el auge nacional de su figura? En verdad—ese texto
lo demuestra—uno es hijo de su tiempo tanto como de sus padres.
IV
IRREQUIETUM COR
R
imaginativamente la experiencia intelectual de
Menéndez Pelayo. Aquel que en su polémica mocedad
se jactaba de no saber alemán y tenía por un "trampantojo" a
lo más granado de la filosofía moderna, ha sentido en su incipíente madurez la necesidad de completar la panoplia instrumental y de leer con ahinco la obra de los pensadores y poetas
posteriores al siglo xvn. Su experiencia constituye para su alma
un auténtico descubrimiento, y los últimos tomos de la Historia de las ideas estéticas son como el diario de las reacciones
intelectuales y estéticas ante los hallazgos que ese viaje fabuloso depara a un hombre ávido de saber, generoso e ingenuo.
Preguntémonos, pues, a la vista de esas reacciones: ¿qué
ha pasado en el fondo del alma de Menéndez Pelayo? ¿Fué esa
experiencia, por ventura, no más que un incremento cuantitativo de saberes, como para el naturalista puede ser el conocimiento de una nueva especie botánica o zoológica? ¿O suscitó
en su mente y en su corazón ese sutil estremecimiento que producen Jos nuevos problemas intelectuales en la mente y en el
corazón de quien verdaderamente los siente?
EHAGAMOS
— 331 —
Nada se aprende en verdad si no es por la vía de una verdadera pasión: ese estremecimiento espiritual que en el alma
del aprendiz produce, haciéndose problema, la disciplina que
desea aprender. Pasión y problematicidad—el "asombro", de
que hablaron los griegos—son dos vivencias fundamentales de
la vida intelectual. Para el matemático o el lógico de veras,
aprender matemáticas o lógica es una suerte de celo agridulce
—dulce por lo que tiene de pasión de saber satisfecha, agrio
por lo qué tiene de permanente problema—, del cual se podría
decir lo que del amor se dice en La Celestina: "un fuego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce amargura, una delectable dolencia, un alegre tormento, una dulce
e fiera herida...".
Vistas las cosas con criterio ontológico, el niño desea el alimento para poder ser hombre, como lo apetece el hombre para
seguir siéndolo. Cresce de lacté ut ad panem pervenias, decía
San Agustín (En. in Ps., 130, 11). Esto es: aliméntate de leche
para que llegues a un modo de ser hombre en el cual puedas
alimentarte de pan. Otro tanto debe decirse del nutrimento intelectual. El verdadero intelectual aprende o inventa algo porque necesita de aquello que aprende o inventa para ser espiritualmente lo que cree que debe ser. Todo aprendizaje es para
él un tránsito necesario hacia modos de ser más altos, más perfectos, más acordes con el fin querido o entrevisto de la propia
vida. Por eso pudo decir un egregio intelectual que "la mucha
ciencia acerca a Dios"; y, a su modo, no pensaron esto Descartes, Kant o Hegel con mucha menos vehemencia que el santo
de Hipona.
El primer signo de esa necesidad es una íntima, secreta vivencia de vacío o deficiencia espiritual. Es "el deseo de saber"
de que Aristóteles habla en la primera línea de su Metafísica.
Este deseo—natural en el hombre, como Aristóteles decía; especialmente vivo en el intelectual de casta y agudizado, en todo
caso, por la educación y el ejemplo—halla su primer pábulo en
las cosas escibles que el medio presenta y ofrece, en el acervo
— 332 —
de cuanto histórica y socialmente puede uno aprender o inventar. El contacto del alma apetente y necesitada de saber, penosamente advertida de su ignorancia, por lo tanto, con aquello
que su nesciente indigencia apetece, es lo que despierta y pone
en acto las dos vivencias de que antes hablé: la pasión intelectual y la problematicidad. El intelectual vive tanto de cosas
sabidas como de cosas escibles, de problemas. Vive, en definitiva, a sabiendas; porque vivir a sabiendas, si se atiende a la
etimología, es vivir de las cosas que no se saben y pueden ser
sabidas: vivir de problemas. Así, englobando problemas con
trémulo y apasionado corazón, extrayendo de su problematicidad el zumo, a un tiempo sosegador e incitante, de un resultado
provisional, agridulcemente embriagado de saberes y de indigencias espirituales, va cumpliendo el intelectual su destino.
Quiero decir: va asumiendo modos de ser hombre más cercanos a la remota, utópica idea que de la perfección humana tiene. En su más entrañable sentido, la sabiduría es para el sabio
verdadero la vía hacia la humana perfección; y el intelectual
que no la vea así no pasa de ser un simulador, un hombre que
pretende ocultar el instinto bajo el disfraz de la inteligencia.
Volvamos a nuestro tema. Menendez Pelayo hace en su
adelantada madurez la experiencia intelectual de la cultura
moderna. La hace por sí solo, porque la necesita para ser lo
que vocación almente quiere ser. La hace, además,' con el alma
abierta por ufla menesterosa curiosidad y conmovida por la
pasión. Pregúntemenos, por lo tanto: ¿qué problemas despierta esta experiencia en el alma de don Marcelino? ¿A qué respuestas y modos de ser espirituales llega en los entresijos de su
mente el hombre Marcelino Menendez Pelayo, intelectual de
casta, católico y español alertado y fervoroso? ¿Qué hay en su
espíritu después de cumplida aquella ineludible experiencia?
Trataré de acercarme a la respuesta por vía negativa, exponiendo ante todo lo que no 'hay. Toda actitud positiva es
adoptada por el hombre no adoptando otras igualmente posibles: todo hombre es lo que es no siendo algo que podría haber
— 333 —
sido. Lo que uno no es constituye siempre el molde o contorno
radical de lo que es. Antes de que uno sea médico, por ejemplo,
tuvo que decidir no ser militar o abogado, y si uno se convierte
de la paganía al Catolicismo, junto al deseo positivo de se¡r
católico hay en él la voluntad de no ser pagano. Veamos en
primer término lo que no fué ni hizo el Menéndez Pelayo autor de los recién transcritos textos sobre los pensadores mordernos.
No fué, desde luego—como ya advertí—, un mero secuaz
de cualquiera de esos pensadores modernos. Su admiración por
Kant y por Hegel no nace de ser o querer ser kantiano o hegeliano. Dos fundamentales condiciones de su persona lo impedían. De un lado, su lúcida y vehemente catolicidad. De otro,
su abierta y generosa mente de historiador. ¿Cómo podía adscribirse a un sistema filosófico moderno el católico que no quiso
ser tomista para poder acercarse con ánimo libre y desembarazado—con mente de historiador, en último extremo—a todos
los modos de pensar inventados por el hombre en su multiforme
historia?
Tampoco hay en su actitud esa curiosa especie de panfilismo intelectual, esa beatería de la cultura, tan frecuente hace
unos años, que impele a encontrar estupendo todo lo famoso y
a poner los ojos en blanco, entiéndase o no lo que se lee, frente
a cualquier parto, aborto o fantasmal embarazo de la inteligencia humana. Menéndez Pelayo intentó siempre—algunas veces
no lo consiguió—'discriminar con rigor y claridad el verdadero
valor de la producción intelectual ajena. Ante Kant o Hegel
no se derrite ni extasía. Toma su obra, Ja lee y dice de ella,
antes que toda otra cosa, las precisas y difíciles palabras de
Stendhal ante la cúpula de San Pedro: "He aquí los detalles
exactos". Luego viene la admiración, el vituperio, o una donosa y bien ponderada composición de entrambos.
No hay tampoco, por fin—aunque a veces peque don Marcelino por este lado—, ese cómodo eclecticismo del que se sitúa
ante las creaciones intelectuales diciendo esto, sí, y esto, no,
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como si una obra intelectual fuese mixtión mecánica o mosaico
de piezas sueltas e intercambiables. Hay personas, en efecto,
para las cuales adquirir una formación intelectual es como aderezar una receta farmacéutica o componer un guiso de cocina:
tómese tanto de esto y cuánto de lo otro, mézclese según arte
—¡menos mal si hay arte en la mixtura!—y adminístrese a cucharadas. Un poco de eclecticismo hay, es cierto—armonismo,
diría él, y lo achacaría a su condición de español castizo—, en
la formación intelectual del Menéndez Pelayo maduro. ¿Quién
que no sea un genio creador puede prescindir de ese parcelario
acoplamiento de saberes ajenos? Pero, como luego hemos de
ver, su actitud intelectual aspiraba a metas y caminos más nobles que esta cuasi mecánica composición de saberes y noticias.
La secuacidad, el panfilismo intelectual y la mera composición ecléctica constituyen el vaciado negativo de la reacción de
don Marcelino ante la cultura moderna. Tratemos de indagar
el carácter positivo de esa reacción estudiándola sistemáticamente y buscando sus señales a lo ancho de toda la obra de
nuestro historiador que subsigue a esta radical experiencia.
Lo primero, quién reacciona. Sabemos ya que Menéndez
Pelayo fué, según sus notas más esenciales, un historiador deliberadamente español y católico; o, si se quiere mayor concisión, un católico con vocación intelectual.
La íntima condición de intelectual enciende en su alma el
escondido fuego de la cupiditas sciendi, ese raro y entrañable
apetito de saber a que hace poco me referí. A veces nos habla
de él Menéndez Pelayo en las breves confesiones autobiográficas que espontáneamente, como un caliente surtidor, emergen
de sus escritos: "A espíritus críticos y curiosos, aunque no escépticos, como no lo es el mío—decía en 1884—, aun más que
el punto de arranque y el punto de término, nos interesan los
amenos vergeles o las hórridas fragosidades del camino" (1).
Apenas cabe una definición más paladina de ese tipo histórico
(1) Ciencia, II, 74.
— 335 —
del hombre de ciencia que habitualmente llamamos "intelectual
moderno". La sabidísima frase de Lessing en el Nathan no está
muy lejana de este regusto intelectual por la investigación misma que espontáneamente nos confiesa el investigador Menéndez Pelayo ( i ) .
Aunque más •templado, no es menos alusivo a esa entrañable codicia de saber el retrato que don Marcelino .hace del intelectual perfecto en su crítica del escolasticismo decadente.
Los secuaces de éste—refiérese Menéndez Pelayo a los del lapso
comprendido entre los siglos xiv y xvi—"miraban (a la ciencia) como algo definitivo y perfecto, ya adquirido por el esfuerzo de nuestros mayores, o más bien como un campo cerrado, dentro del cual podían entregarse a juegos pueriles". Frente
a este menguado concepto del saber científico, alza Menéndez
Pelayo el suyo: es la ciencia, escribe, "labor que debe empeñar
individualmente las fuerzas de cada hombre en mejorarla y
rectificarla cada día, gozándose tanto por lo menos en el ejercicio racional por sí, como en el resultado de la investigación" (2). Vese aquí de bulto al intelectual amante de sus problemas y sediento de la pregunta tanto como de la respuesta.
Esta menesterosa avidez de su espíritu es justamente la que
le lleva a descubrir por sí mismo las costas incitantes y tormentosas de la cultura moderna.
A ellas se asoma el bauprés de su inteligencia, y en su paisaje descubre las dos notas fundamentales de que hablé en el
capítulo anterior. La primera, su positividad : frente a los petulantes y expeditivos juicios de la mocedad, advierte noblemente don Marcelino que no es científicamente lícito despachar
todo el entrevisto continente de la cultura moderna con una
ligera estimación negativa. No es ajena a esta valoración positiva de la cultura moderna la segunda nota que en ella descu(1) Pocos años antes—recuérdese lo dicho en el capítulo "Visión
de la Historia"—había vituperado Menéndez Pelayo en Bayle esta actitud intelectual que él tan gallardamente confiesa.
(2) Ideas, II, 118.
-336-
bre Menéndez Pelayo: su condición de experiencia intelectual
históricamente ineludible para todo hombre que verdaderamente quiera vivir en su propia época. Todo intelectual que no se
resigne a ser una inclusión extemporánea e ineficaz en el mundo de 1890, piensa nuestro historiador, debe pasar necesariamente por la experiencia de Kant y Hegel, por no citar sino los
nombres más significativos.
Tal es, en esquema, la primera actitud de Menéndez Pelayo
ante la recién descubierta cultura moderna. No entenderemos
bien, sin embargo, todo el proceso intelectual que acontece en
su espíritu, si no tenemos a la vista las creencias en que se apoya: su inmutable fe religiosa y la esperanza en España, mudable ésta en vigor y figura, mas nunca ausente de su alma.
El espíritu humano necesita por igual del vuelo y del peso.
Si pretende volar sin peso, el impulso de sus alas le extravía
hacia una falsa infinitud: no otra cosa fué, en definitiva, la
aventura espiritual del idealismo romántico. Una estrofa de
Schiller expresa con elocuencia soberbia este anhelo de vuelo
ligero e infinito:
Sólo en el grave cuerpo dominan las potencias
que día a día tejen el oscuro destino;
el alma, empero, libre del mandato del tiempo
y natal compañera de los seres gloriosos,
juega en las altas, puras, luminosas praderas,
divina entre los dioses su delgada figura.
Volad, volad, humanos, sobre sus leves alas,
arrojad de vosotros el miedo terrenal,
huid de esta existencia sofocante y angosta
hacia el reino sublime del ideal eterno (1).
Dio.a don Marcelino permanente y nunca satisfecho vuelo
su condición de intelectual, la índole de su espíritu que le hacía
llamarse "investigador y curioso". Oiéronle peso y brújula para
no extraviarse en cualquier aventura intelectual o entre las calientes veredas del entusiasmo estético las dos indefectibles
creencias que antes nombré. "El hombre, en el fondo, es cré(1) Procede la estrofa del poema Das Ideal und das Leben ("El ideal
y la vida"). Yo da he traducido en verso libre.
— 337 —
dulo—escribía hace poco Ortega y Gasset—, o, lo que es igual,
el estrato más profundo de nuestra vida, el que sostiene y porta todos los demás, está formado por creencias. Estas son, pues,
la tierra firme sobre que nos afanamos" ( i ) . Tuvo don Marcelino la incalculable fortuna de que su afán de intelectual—insaciable en esta vida, por imperativo de la constitutiva limitación humana—se hallase aplomado y regido por aquella doble
creencia católica y española.
Incurriríamos, no obstante, en la habitual miopía, si no
viésemos o intentásemos adivinar la secreta conmoción que la
experiencia de la cultura moderna, tan crucial en la vida de
Menéndez Pelayo, imprimió sobre la figura expresa de entrambas creencias en el espíritu de nuestro historiador. Esto es: sobre el modo de creer. "Es excelencia y privilegio divino de la
doctrina católica—dijo él mismo en ocasión solemne—acomodarse a todos los grados y esferas de la cultura humana, y ser
manjar de vida, lo mismo para los sencillos de corazón y humildes de entendimiento, que para aquellas inteligencias privilegiadas donde más de resalto aparece la impresión y el reflejo
de la lumbre divina. Las mismas verdades son las que deletrea
el rústico en su Catecismo que las que ejercitan la sagacidad dei
teólogo en la Summa de Santo Tomás..." (2). Tras su magna
odisea a través de la cultura moderna, Menéndez Pelayo adquiere otro modo de ser, en tanto intelectual e historiador.
Siéntese más alto, más rico, más verdaderamente dueño de sí.
¿No es obvio preguntarnos si se produce en él una nueva disposición intelectual e histórica ante su siempre indefectible y
vivísima fe, paralela—toutes proportions gardées, como dicen
ultrapuertos—a la nueva disposición intelectual de Santo Tomás después de haber leído las traducciones aristotélicas de
Guillermo de Moerbeke?
Tengo la certidumbre moral de que esta conmoción se produjo. Jamás—quede esto bien sentado—en el sentido de la duda.
(1) Ideas y creencias, Madrid, 1942, pág. 31.
(2) Ensayos, 302.
22
- 3 3 8 -
La adhesión intelectual y cordial de Menéndez Pelayo al dogma católico fué tan fervorosa y sólida en su última madurez
como cuando, allá en sus años polémicos, se llamaba "católico
a machamartillo". Un pasaje de la ponderada conferencia que
pronunció Araquistain en la Universidad de Berlín parece sugerir la existencia de una soterrada duda religiosa en el alma de
Menéndez Pelayo: "en su alma de católico declarado—decía
Araquistain—había un hondo misterio, insinuado en la pasión
que ponía por comprender las doctrinas más heterodoxas, como
si su espíritu quisiera romper los muros en que estaba encarcelado por la educación y por la herencia histórica" ( i ) . No entiende bien Araquistain—en cuyos leales y encendidos elogios
de Menéndez Pelayo no es fácil reconocer al marxista español—
lo que realmente debió acontecer en el espíritu siempre creyente
del gran historiador. Su contacto vivo con la cultura moderna
produjo, es cierto, una conmoción en las dos sólidas creencias
que sustentaban su vida personal. Pero esta conmoción no tuvo
el signo de la duda; fué, al contrario, la creyente necesidad de
llegar a una nueva situación personal, a un nuevo modo de ser
católico, intelectual y español, capaz de situarle como católico,
intelectual y español a la altura de su tiempo. Sintió don Marcelino, por lo tanto, la imperiosa necesidad de resolver católicamente el ineludible problema creado al hombre por la cultura
europea posterior al siglo xvn.
Unas palabras pronunciadas por don Marcelino en 1903 expresan con tenue, pero inequívoca claridad esa situación de su
alma: "He conservado intacto—decía—el tesoro de la fe, en
medio de las revueltas aventuras intelectuales que forzosamente corre en nuestros tiemlpos todo espíritu investigador y curioso" (2). Fe religiosa intacta en el fondo de la persona; revueltas
aventuras intelectuales en la movible y cambiante superficie de su
(1) "Menéndez Pelayo y la cultura alemana", conferencia pronunciada en la Universidad de Berlín y publicada luego en el Boletín de
la Biblioteca de M. y P., año XV, 1933, pág. 201.
(2) Discurso en la solemne velada con motivo del XXV aniversaria
de la coronación de León XIII, Madrid, 1903, págs. 65-73.
— 339 —
vida cotidiana. ¿Qué había en el alma de don Marcelino como
zona de unión entre esos dos niveles de su personal existencia?
¿Cómo se estableció el contacto entre su nueva situación intelectual y su invariable fe religiosa?
Dos partes limpiamente distintas tiene la respuesta de don
Marcelino a estas preguntas. La primera consiste en dar cristiana cuenta del pensamiento moderno. De otro modo: puesto
que el pensamiento moderno no es el puro error, trátase de comprender con mente cristiana su existencia histórica. La segunda
porción de la respuesta es mucho más ardua: consiste, nada menos, en dar una solución católica y creadora—como lo fué la
Contrarreforma en Jos albores del mundo moderno—a la situación espiritual históricamente producida por los siglos que subsiguen al decimoséptimo. Apenas es necesario advertir que la
mente de Menéndez Pelayo—mente de historiador, no de creador intelectual—se movió de preferencia en torno a la primera
de estas dos gigantescas cuestiones. Trataré de exponer la línea
de su intelectual asedio.
Muévome aquí, lo diré con una certera frase de Dámaso
Alonso, "en el tremedal de lo hipotético". Intento adivinar algo
que acaeció en Jas más secretas estancias espirituales de don
Marcelino y sólo de cuando en cuando halló expresión indirecta
en sus escritos. A través de los rayos refractados, me esforzaré
por conjeturar "según la verosimilitud y la necesidad", como
decía Aristóteles, una imagen de lo que en el centro de su alma
sucedió.
He aquí otra vez los términos del primer problema. Después
del siglo xvii han creado los europeos una cultura al margen de
la verdad revelada; con indiferencia respecto a ella unas veces,
en formal oposición con ella algunas ( i ) . Menéndez Pelayo rechaza con toda resolución cuanto a la verdad católica se opone
en el mundo moderno. Pero, descontada la doctrina que se con(i) La verdad es que toda la cultura moderna tiene algo que ver con
la revelación cristiana, por debajo de ila indiferencia o de la hostilidad
que respecto a ella pudieran tener los creadores de dicha cultura.
— 340 —
trapone al dogma o que abiertamente discrepa de él, encuentra
en la cultura moderna actitudes intelectuales, problemas, caminos y resultados que su mente en modo alguno puede soslayar.
En consecuencia, ya no puede ver en ella un puro error o un
extravío de inteligencias "nebulosas y vacías". El problema que
inmediatamente surge en el alma cristiana de don Marcelino
es, pues, el siguiente: ¿cómo yo, en tanto cristiano y católico,
puedo explicarme esta parcial verdad del mundo moderno, en
cuya virtud es para mí históricamente ineludible? Análoga debió ser, sea dicho de paso, la experiencia de Santo Tomás frente a Aristóteles y Averroes.
Una lectura atenta de la obra de Menéndez Pelayo permite
advertir que su inteligencia halló la respuesta a través de tres
distintas vías: una, estrictamente filosófica, su inquebrantada
creencia en la dignidad de la razón 'humana; otra, que podríamos llamar tradicional, es un deliberado apoyo en la actitud de
los primeros pensadores cristianos ante el saber antiguo; la tercera es ocasional o histórica: su idea del genio, tan próxima,
dentro de la ortodoxia católica, a la romántica del idealismo
schellinguiano.
El elogio de la razón humana, la defensa de su natural dignidad y la impugnación de los sistemas filosóficos que, como
el tradicionalismo de Bonald y Lamennais, niegan a la nuda
razón natural del hombre capacidad para alcanzar la verdad,
son motivos permanentes en la obra escrita de Menéndez Pelayo. Apenas hay un trabajo suyo, entre los tocantes al pensamientofilosóficoo teológico, que no contenga una formal diatriba o un venablo sobre la marcha contra ese tradicionalismo
hiperfideísta y enemigo de la razón: La Ciencia Española, la
Historia de los Heterodoxos, la Historia de las ideas estéticas y
multitud de discursos y de estudios breves (La Iglesia y las escuelas teológicas, Quadrado y sus obras, y tantos otros más) se
ocupan de pasada en defender los fueros de la razón humana
contra los doctrinarios que postulan su natural inclinación al
error. "La razón, lejos de tener pacto firmado por el error—es-
— 341 —
cribe una vez—, puede elevarse, y de hecho se ha elevado, a la
comprensión más o menos íntegra y clara de aquellas verdades
de teología natural que son preámbulo de los artículos de la
fe" ( i ) . En esto está muy resueltamente al lado de Santo Tomás, y con toda claridad lo dice en dos pasajes. "De la razón
no podemos decir rrïucho mal—reza uno de ellos—, puesto que
al fin es impresión de las rabones eternas, participación de la
lumbre increada, similitud de la verdad eterna que resalta en
nosotros, y, para decirlo todo con una palabra de Santo Tomás,
potencia en cierto modo infinita para todo lo inteligible" (2).
Textos análogos a éstos podrían acopiarse sin gran esfuerzo.
El sentido de estos alegatos es harto evidente. Si la razón
humana es capaz por sí misma de elevarse al conocimiento de
una parte de la verdad cuando honrada y noblemente se lo propone, ¿cómo no admitir que los pensadores modernos, cualesquiera que fuesen los supuestos de su punto de partida intelectual, pudieron llegar a resultados filosóficos verdaderos, aunque en otros se equivocasen? ¿Por ventura no ocurrió lo mismo mientras tuvo vigencia la ciencia medieval, mirada ésta
en lo que tuvo de creación humana e histórica? Esta implícita
argumentación de don Marcelino adquiere mayor gravedad
cuando él, en tanto historiador, se sitúa intencionalmente en la
actitud de un cristiano primitivo ante la sabiduría del paganismo antiguo.
La historia es bien conocida. Cuando el Cristianismo primitivo se difundió en el mundo grecolatino, pronto se dibujaron
dos tendencias frente a la sabiduría antigua. Una, manifiesta
y hasta coléricamente adversa. Tertuliano y Arnobio fueron sus
campeones. Tal vez 'habían interpretado mal las reservas de
San Pablo respecto a "la sabiduría del mundo" (Y Cor., 1, 20
y 3, 19); tal vez había debajo de su encendido fanatismo la
poca fe verdadera del que teme al ejercicio de la razón. ¿No
es frecuente observar hombres que disfrazan la inconsistencia de
(1) Estudios, V, 218.
(2) Ensayos, 295.
— 342 —
su fe con la vestidura de un fideísmo fanático? ¿No serán, en
el fondo, "hombres de poca fe" los que, aparentando mucha,
caen en el vicio maniqueo de llamar el error, o el mal, o el pecado a todo lo que está frente a ellos, e incluso a su lado? "¿Qué
tienen de común—preguntaba, airado, Tertuliano—un filósofo
y un cristiano, el discípulo de Grecia y el del cielo, el que labora
por su fama y el que trabaja por su salvación, el que compone
bellos discursos y el que hace buenas obras, el que edifica y el
que destruye, el que por doquier esparce el error y el que todo
lo colma de verdad, el que roba la verdad (i) y quien la celar"
(Apol, 46).
Más eficaz, inteligente y cristiana fué, sin duda, la segunda
tendencia. Afirmaba ésta la conciliabilidad entre la verdad revelada del Cristianismo y la especulación racional de los filósofos antiguos, entre el Logos del Evangelio de San Juan y el
logos de la sabiduría helénica. La fe religiosa de estos hombres
no temía que esa fe suya fuese contrastada con las "buenas razones" de los hombres. Esto es: con las razones de los hombres
que, aun paganos, se hubiesen ocupado recta y honradamente
en buscar la verdad. Tertuliano, malentendiendo la "sobrenaturalidad" como "antirracionalidad" y lo "misterioso" como lo
"absurdo", pensó que a la fe religiosa sólo podía llegarse cerrando los ojos a lo humanamente racional: credibile est, quia ineptum est, tales son sus palabras (de carne Chr., 5) (2). Estos otros
—y, a su cabeza, San Justino, todavía en pleno corazón del
siglo 11—piensan Ίο que más tarde dirá con toda claridad San
Anselmo: credo ut intelligam. Y, si se apura el sentido de su
esfuerzo cristiano e intelectual, todavía más: intelligo ut
credam.
Esta actitud de San Justino—el primero en el espléndido
camino intelectual de Clemente Alejandrino, Orígenes y, ya en
(1) Hay aquí una evidente alusión al texto de San Pablo contra
"dos que tienen cautiva la verdad" (Rom., I, 18).
(2) El dicho comúnmente atribuido a Tertuliano—credo, quia absurdum—no se encuentra en ninguna de las obras que de Tertuliano se
conservan.
— 343 —
la cima, San Agustín—se apoyaba en muy buenos textos de la
Escritura. San Juan ¡había dicho que el Verbo erat lux vera,
quae illuminât omtnem bominem venientem in hunc mwndum
{Joh., I, 9). ¿Por qué no pensar, entonces, que los paganos pudieron sacar algún fruto razonable de esa lumbre que a todo
hombre llega? San Pablo enseña, por su parte, que "las perfecciones invisibles de Dios se han hecho visibles a la inteligencia
después de la creación, por medio de las cosas creadas" (Rom., 1,
20) ; y en otra parte no vacila en afirmar que también los gentiles "tienen escrito en su corazón lo que la ley ordena" (Rom., 2,
15). En los Salmos se dijo: Signatum est super nos lumen vultus tui, y está escrito en el Libro de la Sabiduría, como remoto
preludio de la doctrina paulina sobre el conocimiento de Dios,
que "la grandeza y la hermosura de las criaturas hacen conocer
por analogía a Aquel que es su Creador" (Sap. XIII, 5).
En la autoridad inquebrantable de todas estas palabras descansa la actitud intelectual de los primeros apologistas. Piensa
San Justino, por ejemplo, que la fe y la filosofía antigua son
naturalmente conciliables; mas no lo son por azar, ni por obra
de argucia dialéctica, ni porque la verdad revelada no sea rigurosamente sobrenatural, sino por algo que, como suele decirse, está en la naturaleza misma de las cosas y de los hombres.
Esto es: porque todos los hombres participan por naturaleza
en el Logos. El Verbo sería un Λόγος σπερματικός o Verbum
séminale, cuyas semillas están derramadas en todos los espíritos a fin de que, si rectamente se esfuerzan por ello, alcancen
a conocer a lo menos una porciúncula de la verdad. "Los estoicos—dice San Justino—llegaron a pensar rectamente, lo cual
algunas veces sucede también con los poetas, porque la semilla
de la razón (σπέρμα του λόγου) está implantada βιά το εμφοτον) en
todo el linaje humano" (Apol. II, c. 8). Todavía es más explícito en otro pasaje: "Cada uno (de los filósofos, poetas e historiadores) habló bien cuando veía una parte de la razón divina
diseminada e implantada en él. Mas los que estuvieron en contradicción consigo mismos en cosas graves, éstos, al parecer, no
— 344 —
alcanzaron doctrina más alta ni conocimientos que no puedan
ser rechazados. Así, pues, cuantas cosas han sido dichas con
acierto nos pertenecen a nosotros los cristianos" (Apol. II, c. 13),
Todo lo honesto y verdadero es cristiano, piensa San Justino;
y esto es así porque quien dijo cosas honestas y verdaderas no
hizo sino hablar con fidelidad a la semilla del Verbo que por
ser hombre tuvo implantada en su espíritu. La verdad humana
sería a un tiempo fiel imitación del logos spermatikós y fidelidad a uno mismo, sinceridad (1).
Observemos que esta idea de San Justino es una suerte de
explicación racional de la doctrina de San Juan y San Pablo más
arriba expuesta. El hombre, por el solo hecho de serlo, puede
llegar—con riesgo de error si sólo a sus fuerzas se atiene, desde
luego—al conocimiento de una parte de la verdad y prepararse
así a la creyente acepción de la Verdad cristiana revelada. El
cristiano podría decir credo ut intelligam, como luego enseñará
San Anselmo; y el pagano, por su parte, intelligo ut credam.
Por eso pudo afirmiar Santo Tomás que la razón humana es
"participación de la lumbre increada". Ni siquiera el duro y
fanático Tertuliano fué ajeno a este potentísimo movimiento
espiritual del mundo cristiano, cuando por dos veces llama "naturalmente cristiana" al alma del hombre {Apol., 17 y de testim. an., 1, ss.). 0 testimonium animae naturaliter christianae!,
exclama el ardoroso africano, pensando en la general apelación
espontánea de los hombres a Dios.
He descrito con alguna extensión la postura intelectual de
los primeros apologistas cristianos ante la sabiduría antigua.
(1) San Justino distingue entre la verdad absoluta del Verbo y la
imitación a que la razón humana puede llegar por virtud de la "semilla del Verbo". "Una cosa es—dice—la semilla implantada en cada hombre y la imitación concedida a cada uno según sus propias fuerzas, y
otra cosa es aquello mismo (el Verbo) cuya comunicación e imitación
son concedidas por su virtud (Apol. II, c. 13). Las verdades de los
hombres son sólo imitación de la Verdad divina. Por eso dice San Justino que si Jos hombres, por obra de su nuda razón, llegan al conocimiento de la verdad, sólo pueden hacerlo a través de una cierta veladura, mediante una visión débil y confusa ('άμοδρώς).
— 345 —
porque, estoy seguro, a ella recurrió el espíritu de Menéndez
Pelayo para entender en tanto cristiano su personal estimación
de la cultura moderna. La lectura de los textos antes transcritos debió producir en su alma una poderosa y consoladora emoción. Así lo ha de pensar el biógrafo a la vista de un hecho: la
insistente frecuencia con que don Marcelino impugna en su
obra "el repugnante error tradicionalista que mueve guerra
impía a la razón en nombre de la fe", según sus propias palabras (i), y alude expresses verbis al ejemplo de San Justino y
al testimonio del alma "naturalmente cristiana". No menos de
seis veces puede descubrirse tal argumentación, y tres de ellas
con palabras casi idénticas, como si el autor copiase siempre una
papeleta singularmente valiosa; tan valiosa, que cree poder utilizarla como remedio tópico y eficiente cuantas veces se pone
sobre el tapete la dignidad de la razón natural del hombre, sea
este hombre Aristóteles o Hegel.
Contrapone Menéndez Pelayo, por ejemplo, el escepticismo
racionalista, cuya desconfianza en la razón humana nace a fuerza de usarla sin apoyo en algo exterior a ella, y el escepticismo tradicionalista, que menosprecia y hasta niega a priori la
validez de todos los posibles resultados de su ejercicio. Ve en
Tertuliano y Arnobio los patriarcas de este segundo escepticismo y se opone a él con las siguientes palabras: "el mismo Tertuliano se veía obligado a invocar el testimonio del alma naturaliter Christiana, y entre los Padres griegos, aun los más antiguos, predominó siempre aquella hermosa doctrina de San Justino (Apol. II, c. 8-10) sobre el λόγος σπερματικός que derramó
la Sabiduría Eterna en todos los espíritus, para que pudieran
elevarse, aun por las solas fuerzas naturales, a una intuición
o conocimiento parcial del Verbo diseminado en el mundo" (2).
El mismo texto se lee en la Historia de las ideas estéticas (3) y
(1) Estudios, V, 23.
(2) Ensayos, 160-161.
(3) Ideas, l, u?.
— 346 —
en el ensayo sobre Quadrado y sus obras (i), todavía con más
directa alusión al tradicionalismofilosóficodel siglo xix y a ese
seudopiadoso desprecio de la razón humana tan frecuente en
tiempo de don Marcelino y en el nuestro.
Sobre esta doctrina apoya Menéndez Pelayo, expresamente
unas veces, por manera implícita otras, no pocas de sus ideas y
actitudes intelectuales. A ella recurre, verbigracia, para explicar la natural tendencia teológica de toda filosofía, cuando se la
cultiva honrada y consecuentemente. "Así como la Metafísica
—escribe—en sus especulaciones más altas, implica la Teodicea,
y con ella una preparación teológica que pone en el umbral de
la fe el alma naturaliter christiana, así la Metafísica, llegada ai
término de su carrera, siente y reconoce la necesidad de otra
ciencia más alta que llene sus vacíos y aclare sus deficiencias..." (2). Este texto es de 1889. Dos años antes, en su discurso de contestación al de ingreso del P. Mir en la Real Academia Española, había expresado el mismo pensamiento: "Reconocida y confesada esta relatividad del conocimiento (humano), y reconocida y confesada también, de otra parte, el hambre
y la sed de lo absoluto y de lo ideal que aquejan a toda alma
venida a este mundo, aspiración que no se aquieta con los áridos conceptos de la ley, de noción, de fuerza, de materia, de
evolución, de idea, ¿cómo no reconocer y abrazar con entrañas
de regocijo aquella más sublime Metafísica, aquella lumbre
del rostro del Señor que está signada sobre nosotros, hasta cuando nosotros queremos arrancar torpemente la impresión y el
sello? ¡Ah, señores! El alma es naturalmente cristiana, como
el alma es naturalmente metafísica" (3). Lo mismo vendrá a
decir en 1904, conmemorando el quincuagésimo aniversario del
dogma de la Inmaculada Concepción: "Hay cuestiones sociales,
filosóficas, estéticas; pero hay en el fondo de todo una cuestión
teológica, como se ha dicho muchas veces, o, más bien, no hay
(O Estudios, V, 218.
(2) Ensayos, 294.
(3) Estudios, V, 23.
— 347 —
tal cuestión, sino la luz verdadera que ilumina a todo hombre
que viene a este mundo, la cual, si en el Cristianismo se acrisola y completa con la Revelación, préexiste en germen en el
alma naturaliter christiarm, que, precisamente por serlo, es capaz de recibir la efusión de la luz sobrenatural" (i).
Si se leen con cuidado todos estos párrafos, se advertirá
pronto que todos están tejidos con los textos que más arriba
transcribí: el salmo Signatwm est, la perícope de San Juan, los
pasos de San Justino y Tertuliano. Pondérese la importancia
que don Marcelino dio a esa doctrina en los senos de su mente,
cuando tantas veces, y desde tan discordantes materias, viene
a dar en citarla y comentarla con tan visible necesidad intelectual y consuelo de su espíritu tan evidente (2). Hay, si se me
permite esta expresión, a modo de un creyente y gustoso paladeo de esas palabras, una sabrosa complacencia de cristiano
verdadero en saber que él, caminando por suelo moderno, aceptando parcialmente a Hegel, o al positivismo, o la "escuela
histórica", puede también sentirse apoyado, como los cristianos platonizantes de los siglos antiguos y como los cristianos
aristotelizantes de los siglos medievales, en la roca indefectible
de una Verdad absoluta y trascendente. No tiene otro sentido,
a mi ver, esa permanente tendencia de don Marcelino a cobijarse en el ejemplo intelectual del Cristianismo primitivo, ni
otra cosa significa su persistente enemiga contra el tradicionalismofilosófico,ni a blanco distinto apunta el afirmar que "la
lumbre del rostro del Señor está signada sobre nosotros hasta
cuando nosotros queremos arrancar torpemente la impresión y
el sello" (3).
(i) Discurso del Exorno. Sr. D. M. M- y P. en la solemne fiesta
literaria celebrada... para conmemorar el quincuagésimo aniversario de
la definición dogmática del misterio de la Inmaculada, Sevilla, 1905,
página 7.
(2) Tampoco es ajeno a la influencia de estas ideas el pensamiento
de don Marcelino acerca de la verdad histórica, más atrás expuesto y
comentado. Su mente tendió siempre hacia un platonismo cristiano.
(3) No olvidemos que el tradicionalismo filosófico nació históricamente como una medrosa y torpe reacción fideísta contra el descarrío
- 3 4 8 -
Esta deliberada y amorosa regresión intencional de Menéndez Pelayo hacia las actitudes intelectuales de los cristianos primitivos—sobre cuyo último sentido he de volver aún—no es
el único expediente de su inteligencia para entender cristianamente las razones del pensamiento moderno. Junto a ella está,
como ya dije, su idea del genio.
Es sobremanera curioso el proceso de cristianización con que
la mente de don Marcelino elaboró personalmente, por modo
más o menos deliberado, la idea romántica del genio, y sobre
todo del genio artístico. Nada más instructivo a este respecto
que comparar las palabras con que Menéndez Pelayo expone
la doctrina schellinguiana acerca del genio (en Schelling ganó
suma expresión teórica, como se sabe, el entusiasmo romántico
por la creación genial) con las expresiones que en torno al mismo tema salieron de su propia minerva. "Diríase que en esos
hombres raros—escribe Menéndez Pelayo, exponiendo a Schelling y refiriéndose a los hombres geniales—, superiores a los
demás artistas en el sentido más elevado de la palabra, la identidad inmutable se despojó de los velos que la ocultan a los demás hombres... El artista, sea cual fuere su propósito, parece
estar dominado por una fuerza que lo separa de los demás hombres y le obliga a expresar cosas que él mismo no percibe completamente y cuyo sentido es infinito. El arte es la revelación
única y eterna de la fuerza suprema, y el prodigio que debe
convencernos de su realidad absoluta" (i).
Veamos ahora las expresiones del propio Menéndez Pelayo:
"Dondequiera que se encuentre el sello de lo genial y creador,
allí está el soplo y aliento de Dios, que es el Creador por excelencia; dondequiera que esté la verdad científica e histórica,
allí está Dios, que es la verdad esencial y el fundamento de
toda realidad, de tal modo que implicaría contradicción en su
religioso del mundo moderno. Tan fuerte fué la reacción, que hasta negaba la licitud de todo el esfuerzo intelectual del Cristianismo, desde
San Ireneo y San Justino,
(i) Ideas, IV, 164-165.
— 349 —
esencia el que hubiese algún género de verdad que en El no estuviese contenida por modo eminente y trascendental; dondequiera que atraigan nuestra vista las perfecciones, ya naturales,
ya artificiales, allí encontraremos el rastro y las pisadas de
Dios" (i). En este texto alude preferentemente Menéndez Pelayo al genio intelectual. He aquí otro más directamente referido al genio de la producción artística: "la propia excelencia
artística (de las formas bellas) no se concibe sin el sello del
ideal que llevan estampado, puesto que meras combinaciones de
líneas y de colores, de sonidos o de palabras, serán un material
artístico muerto, hasta que la voz del genio creador flote sobre las ondas sonoras y sobre el tumulto de las formas vivas,
como flotaba el espíritu de Dios sobre las aguas. Y no estiméis
la comparación irreverente, pues entre todos los dones del ingenio humano quizá no haya otro más excelso que el de crear
una reproducción total y armónica de la vida" (2).
Tres ideas fundamentales laten, a mi ver, bajo la fronda
oratoria de los dos anteriores párrafos: 1." El acto creador del
genio es el acto humano más parecido a la creatio ex nihilo divina. Enseña la Escritura que el hombre fué hecho a imagen
y semejanza de Dios. Pues bien, cuando el hombre crea, inventa o descubre genialmente es cuando más y mjejor transparece
en él esa divina similitud de su naturaleza. 2.a La verdad que
el hombre de genio descubre y la belleza que crea le ponen en
contacto con la Divinidad. Toda verdad y toda belleza humanas tiene debajo de sí, a modo de último fundamento, la
verdad y la belleza infinitas de Dios. Todo lo verdadero es
cristiano, como pensaba San Justino. 3.a En consecuencia, debe
creerse que el acto genial supone una especial asistencia de
Dios: "donde está el sello de lo genial, allí está el soplo de
Dios".
¿No hay, por ventura, en estas ideas de Menéndez Pelayo
(1) Solemne velada..., págs. 69-70.
(2) Discurso para conmemorar el quincuagésimo aniversario..., página ti.
— 350 —
una cristianización del archirromántico pensamiento schellinguiano? Basta sustituir en el texto de Schelling la expresión
identidad inmutable por las palabras verdad divina, y cambiar lo de fuerza suprema por soplo de Dios, para advertir una
notable correspondencia entre la concepción panteísta de
Schelling y la deliberadamente cristiana de Menéndez Pelayo.
¿Puede extrañar que Menéndez Pelayo, tan atento siempre a
la producción intelectual de los españoles, se recrease con 'la
admirable teoría de los hombres providenciales" ( i ) , expuesta
por Fr. José de Sigüenza en el prólogo de su Vida de San Jerónimo, y la pusiese en relación con el pensamiento de Emlerson
y con la idea geni-alista de Carlyle acerca del acontecer histórico? (2).
Su permanente creencia en la alta dignidad de la razón humana, el consciente apoyo de su espíritu en la actitud de los
primeros apologistas cristianos ante k sabiduría del paganismo antiguo y esta idea acerca de la obra genial permiten a don
Marcelino entender cristianamente su valoración positiva de la
cultura moderna y aprovechar toda la cosecha de verdad y belleza que en su viaje por el ancho campo de esos siglos pudo
ir recogiendo. Un íntimo estremecimiento de viajero por tierra
insospechada conmueve la raíz intelectual de su creyente espíritu a lo largo de aquellas "revueltas aventuras intelectuales";
hasta que, al fin, la inicial confusión halla renovada serenidad,
descubre la inteligencia suelo cristiano en que apoyarse y la
vocación vislumbra un camino por donde avanzar sin angustia. La admirable fe religiosa de su espíritu en el carácter divino de toda verdad sigue siendo para su mente conmovida cimiento y norte. ¿No hay aquí un nuevo contraste entre Unamamo y Menéndez Pelayo? Unamuno necesitaba desasirse del
pensamiento para reposar en Dios. Toda su vida fué don Mi(1) Estudios, VII, 26.
(2) Podría ser definida la doctrina de Menéndez Pelayo acerca del
genio y de su misión histórica como una versión ortodoxa y filosófica
del montañismo.
— 35« —
guel, en efecto, un retórico enemigo de la razón (i)· Pensaba
que el corazón descansa sobre el pecho de Dios
lejos del recio mar de fos pasiones,
mientras la mente, libre de la losa
del pensamiento, fuente de ilusiones,
duerme al sol en su mano poderosa (2).
Menéndez Pelayo, creyente en la razón humana, porque la
sabe hecha por Dios a imagen y semejanza de la suya divina,
siente latir bajo su pie, en cada paso de su pensamiento, la
presencia viva, infinita y realísima del Dios cristiano.
Ahora comienza, sin embargo, el segundo y más grave problema: ¿adonde ir por ese camino que la mente vislumbra?
¿Cómo avanzar por él? ¿Qué puede hacer el cristiano, después
de haber reconocido y valorado cristianamente la posible y parcial verdad del mundo moderno? Si Menéndez Pelayo hubiese
cumplido íntegramente su programa intelectual, podríamos exponer la respuesta de su espíritu a esas acuciantes preguntas.
Entre sus papeles ha encontrado Sánchez Reyes el índice de lo
que había de ser remate de la Historia de las ideas estéticas*
Dice así: "PARTE TERCERA. EPILOGO. Estado actual de la
ciencia (estética). Principios fundamentales de ella que pueden
tenerse por ciertos y seguros. Esperanzas de una futura construcción sistemática de la Teoría de lo Bello" (3).
Tuvo siempre don Marcelino, en consecuencia, el proyecto
de construir una doctrina sistemática y personal acerca de la
belleza. Si hubiese dado cima a este permanente propósito, sabríamos cómo una teoría estética deliberadamente cristiana y
teológica—la suya lo hubiese sido, sin duda—podría integrar
en unidad creadora su experiencia intelectual de la cultura moderna. O, mejor dicho, cómo vio su mente la actualidad creado(1) Siempre he pensado que en el irracionalismo de Unamuno había más retórica que sinceridad. Retórica y aspiración hacia otra cosa
distinta del seudorracionalismo de su tiempo, como ha visto J. Marías
en su libro sobre la obra de don Miguel.
(2) Final del soneto "En la mano de Dios".
(3) Ideas, V, 501.
— 352 —
ra de tal integración. Pero don Marcelino no llegó a ser en acto,
pese a sus reiterados proyectos, un pensador sistemático y original, o sólo lo fué en muy parva medida. ¿Le faltó tiempo
para ello? ¿Fué su inteligencia, como pienso, más dotada para
la visión que para la creación? El hecho es que abandonó su
trabajo en la Historia de las ideas estéticas cuando se acercaba
a la parte más actual y sistemática del libro en curso. Los temas
de erudición y crítica sustituyeron definitivamente a la nonnata
tarea de construcción personal.
Queda uno reducido, por lo tanto, a la simple conjetura, y
el biógrafo se ve obligado a hablar más de tendencias y gustos
que de acciones y obras. Algo cabe decir, sin embargo.
Cuando un cristiano se ve situado en un medio histórico
y social no directamente edificado sobre los supuestos espirituales del Cristianismo, cábenle, sin duda, diversas actitudes.
Es una la total renuencia. Ejemplos, el de Tertuliano y Arnobio
ante la filosofía griega y el de los medievalistas integrales—Pidal
y Mon, por ejemplo—ante el mundo intelectual moderno. Hállase frente a esa actitud la estimación positiva de aquel medio
histórico. Tal aceptación podrá ser total o parcial y tendrá a
veces cuantas reservas se quiera; pero, en cualquier caso, se
opone toto coelo a la actitud de pura repulsa que antes mencioné.
En la estimación positiva caben modos diferentes. Y no
sólo por lo que toca a la cuantía de la aceptación, sino también
—y esto es lo verdaderamente importante—respecto al modo
de ponerse en acto esa positividad de la estimación. Dos maneras fundamentales cabe distinguir, a mi juicio, en la práctica
de aquella parcial aquiescencia: el concordismo y la recreación.
Trataré de definirlos, mirando sobre todo el lado intelectual dei
problema.
Consiste el concordismo en aceptar de ese medio extra o pericristiano los resultados de su pensamiento que no se oponen
a las verdades dogmáticas. El expediente mediante el cual se
efectúa tal engarce es, ya se ve, la mera no contradicción entre
— 353 —
la presunta verdad científica y la creída verdad dogmática. El
procedimiento es perfectamente válido, sin duda, mas también
perfectamente insatisfactorio. Un problema presentará siempre
la validez de tal procedimiento: discriminar si en los resultados
de una mentalidad extra o paracristiana no van metidos también supuestos de esa mentalidad poco acordes con las verdades
cristianas; pero, una vez comprobada la relativa indepedencia entre el resultado y el supuesto, la validez del método es
indiscutible (i). Bien. Pero ¿qué consistencia y, sobre todo,
qué eficacia histórica tienen las construcciones intelectuales del
concordismo? ¿Puede ser ciencia propiamente dicha el mosaico de unas cuantas verdades sobrenaturales y naturales unidas entre sí por la sola condición de no contradecirse? Basta
pensar lo que hoy queda del intento de Wasmann por concordar entre sí el Génesis y ciertos resultados del evolucionismo darwinista.
Más eficaz ha sido en la historia la actitud que antes llamé
recreación intelectual. No se trata ahora de yuxtaponer verdades por la vía de su "no contradicción". La mente cristiana, colocada en una situación intelectual que estima parcialmente
aceptable o históricamente ineludible, la vive en su íntegra pureza y da ante ella una respuesta cristianamente creadora, una
respuesta que absorbe y recrea cuanto en aquella situación se
estimó digno de aceptar o imposible de eludir. El espíritu del
hombre se halla entonces en plena y auténtica posesión intelectual de lo que su situación histórica le ofrece o le impone; y
(i) Por ejemplo: muchos de los hallazgos de la Biología o de la
Física han sido hechos por hombres cuya mentalidad descansaba en
supuestos formalmente inconciliables con la verdades del Cristianismo;
pero los resultados de su investigación no se hallaban en relación intelectual unívoca con tales supuestos. La verdad "empírica" de los reflejos condicionados del lactante o del adulto no supone necesariamente
la verdad "interpretativa" de una condición puramente reflexológica de
la naturaleza humana ni una negación del espíritu, como pretenden
Bechterew o Speransky. El problema intelectual viene ahora. ¿Es receta suficientemente satisfactoria la que se limita a concordar la doctrina
de Jos reflejos condicionados con la idea cristiana medieval del compuesto humano?
23
— 354 —
así provisto de saberes y problemas, se sumerge en las aguas
más puras y originarias de la verdad cristiana y vuelve a la superficie de su propia época—buzo del espíritu—con la perla
inédita que su tiempo necesita y exige. San Agustín no se limitó a concordar entre sí el platonismo y el Cristianismo, sino
que recreó cristianamente a Platón, como Santo Tomás recreó
cristianamente la mente de Aristóteles y Suárez el espíritu histórico del Renacimiento. Hazaña es ésta harto más difícil que
el concordismo—actitud de pura defensa, si bien se mira—, pero
también mucho más verdadera y eficaz. Exige conocer y vivir
de veras la propia época, creer de veras que la verdad del Cristianismo puede existir con vida propia en todo tiempo y lugar,
saber de veras lo que el Cristianismo es y las vicisitudes de su
vida histórica; y, sobre todo, estar penetrado por esa escalofriante osadía del hombre que, a costa de todos los peligros
—los peligros dolorosos y fecundos de San Agustín, de Santo
Tomás, de Suárez y Molina, de San Juan de la Cruz—, se echa
a la mar tenebrosa de la creación intelectual. Sólo a costa de
peligros puede ser creador el hombre, en la medida en que puede ser llamada creación una obra humana. Vivir creadoramente
es siempre, en todos los órdenes de la existencia humana, vivir
peligrosamente, vivere pericolosamente.
No fué don Marcelino hombre de tan subido metal como
los que acabo de nombrar. Pero, aun no siéndolo, su espíritu
cristiano sintió mucho más vivamente la tendencia a la recreación intelectual que una inclinación al concordismo, tan en boga
en Europa mientras él vivió. Muéstralo con evidencia aquella
proclividad de su mente a buscar el ejemplo de los primitivos
cristianos o a mirarse en el espejo de los católicos contrarreformistas. Su expreso contacto espiritual con San Justino y Orosio
revela un afán por sumergirse en las más puras y radicales actitudes de los intelectuales cristianos ante el problema del saber.
Su amor al pensamiento español del siglo xvi hállase íntimamente determinado por lo que ese pensamiento representó en la
historia de la vida cristiana : una respuesta moderna y creadora a
— 355 —
los problemas que el mundo inmediatamente posterior a la Edad
Media propuso a la mente y a la acción de los hombres.
La madurez de Menéndez Pelayo se consumió íntegra en los
trabajos de crítica y erudición, mas por debajo de estos temas
visibles llevaba vida oculta en su espíritu el problema de hallar
una salida cristiana y original al tiempo en que vivió. También
soñaba en su madurez, como en su mocedad, con volver el espíritu de nuestro siglo xvi. ¿Para quedarse en él, como entonces? ¿Para levantar sus tiendas a la sombra española y castiza de Vives o de Fox Morcillo? En modo alguno. El siglo xvi
—o, más generalmente, el pensamiento tradicional español—no
podía ser para las intenciones intelectuales de su conmovida madurez campo de estadía, sino punto de arranque. No quería
detenerse morosamente en él, sino hacer pie en su interminado
esfuerzo y volar con alas propias por el ámbito histórico en
que a él le correspondió vivir. Por eso no veía don Marcelino
en el pensamiento de su propia época un acervo de resultados en
parte utilizables y en parte inútiles o dañosos, sino un repertorio de problemas a los que había que contestar con voz no
usada: no un vademécum, sino un cuestionario. El mundo moderno—Kant, Hegel, el positivismo, la ciencia experimental, la
filología y tantas cosas más—fué a sus ojos, mucho más que un
campo donde espigar verdades hechas, una experiencia histórica ineludible, de la cual el cristiano tenía que salir como salió San Agustín de la sabiduría antigua, luego de haberla vivido plenariamente.
Antes hemos visto algunas muestras de esta actitud espiritual de don Marcelino en su modo de afrontar la experiencia
intelectual de la historiología hegeliana. No quería limitarse a
aceptarla según el socorrido procedimiento del esto, sí y esto,
no. Pretendió más bien recrear cristianamente lo que de cristiano creía encontrar en el pensamiento de Hegel. A veces, todo
lo rudimentariamente que se quiera, inició con este fin una
desarticulación histórica y regresiva de los contenidos intelectuales de su mundo, como si pretendiera seguir su propio
- 3 5 6 -
camino después de haber reducido a sus fuentes primeras los
conceptos e intuiciones que ese mundo le ofrecía. Por imperativo del "espíritu del tiempo", la mente inquieta de Menéndez
Pelayo atisbaba confusamente las vías intelectuales a que pronto habían de llegar otros espíritus, y singularmente los preocupados por el ingente tema de la Historia.
En el próximo capítulo veremos con detalle las expresiones
concretas que don Marcelino dio en su madurez a está inquietud de su mente. Inquietud fué, sin duda. Pero, por la fuerza
de su invulnerada fe religiosa, esa inquietud de su irrequietum
cor nunca dejó de ser al mismo tiempo, serenamente, quies in
Deo. Tan firme y entrañable sosiego le permitía vivir sin angustia y con provecho las palabras de Shakespeare que anteceden a estas páginas y pueden valer como lema de todos cuantos
quieren existir al compás manso o tormentoso de la Historia
Universal: crece en nosotros hierba viciosa cuando no nos agitan hs aquilones. ¿Quién, entre los que han pretendido existir
actual y eficazmente, no ha sentido en el rostro su contacto estremecedor e incitante?
ν
DEL RECUERDO A LA ESPERANZA
L
A experiencia de la cultura moderna conmovió fecundamente la sustentación de Menéndez Pelayo sobre las dos
creencias radicales de su espíritu: la fe religiosa y su amada
condición de español. Hemos visto en el capítulo anterior la
reacción del católico a esa experiencia clave de la madurez intelectual. En las páginas subsiguientes estudiaré con algún detalle el cambio que tal experiencia introduce en su modo de vivir
el problema, de España. Recordemos por lo pronto las ya conocidas premisas de este cambio de actitud.
Antes que toda otra cosa, debe tenerse en cuenta que Menéndez Pelayo pertenece a la generación de los que viven la situación histórica de España como un problema irresuelto. La vida
temporal de los hombres y de los pueblos es siempre un problema pendiente de resolución, por esencial necesidad del existir
histórico. Hlay ocasiones, no obstante, en que ese problema parece casi enteramente resuelto, y el hombre vive el curso histórico de su existencia como tranquila y cómoda costumbre.
Las costumbres históricas son siempre soluciones bastante viables de los problemas humanos. Así debieron vivir los europeos
— 358 —
transpirenaicos en el filo de los siglos xvii y xvm, y así vivieron
desde la guerra franco-prusiana hasta el atentado de Sarajevo.
Con la Restauración, muchos españoles soñaron que al fin podrían instalar su fatigada existencia sobre el apacible cauce de
unas cuantas costumbres históricas: la Monarquía constitucional, los partidos turnantes y la incorporación suave y continua
de los españoles a lo que Menéndez Pelayo llamaba el "movimiento general" de Europa fueron las fundamentales.
Pronto advirtieron algunos españoles que el problema de
España no estaba resuelto. Las recién nacidas costumbres históricas de la España restaurada sólo eran tales costumbres por
modo muy precario e inconsistente. El problema de la vida histórica de España seguía en pie; tanto, que con motivo del 98
llegarían muchos a preguntarse si el problema, más que de la vida
española, sería de España misma. La pregunta "¿cómo debe
vivir España?" fué sustituida por la de "¿puede vivir España,
en tanto entidad histórica?" La historia española del siglo xx
es el dramático juego de las respuestas dadas por los españoles
a esas dos preguntas, cuya mera formulación delataba el fracaso
—el agotamiento, cuando menos—del noble y hábil expediente
canovista.
Menéndez Pelayo fué de los primeros en advertir, cuando
aún vivían casi todos los españoles el optimismo inicial de la
Restauración, que seguía pendiente de resolución el problema de
España. Su doble polémica juvenil tuvo el oculto sentido de un
"No es esto". Ni España vivía de veras en su tiempo, ni vivía
de veras consigo misma; es decir, con su historia. Ya conocemos
las recetas que el Menéndez Pelayo polemista inventó para resolver ese problema en orden a la vida intelectual. La realidad
misma de España, en la que siempre creyó don Marcelino, no
se hizo nunca problemática a su inteligencia. España fué para
Menéndez Pelayo una realidad física, castiza, y esta supuesta
realidad biológica del genio español fué en muchas ocasiones un
sólido descanso para su corazón; sólo a veces le desfalleció en
los senos más íntimos del alma la confianza en los auspicios
— 359 —
históricos de la realidad genial de España. El problema capital
de su conciencia española fué, sin embargo, el tocante al modo
de pensar los españoles, y a él se enderezaron las incumplidas
prescripciones terapéuticas de La Ciencia Española. Su común
sentido ya lo sabemos: retorno al siglo xvi.
La madurez intelectual de don Marcelino modificó esencialmente el sentido de su programa cultural. Fué parte en ello
su más íntimo y certero contacto espiritual con la época en que
vivió. Descubrió en ella la condición crítica y difluente de sus
fundamentos históricos, mas también advirtió la existencia de
vías y resquicios esperanzadoramente abiertos al futuro. Si en
este tiempo mío puede hacerse algo verdaderamente "sustantivo y humano"—debió pensar—, ¿por qué no ha de poner España alguna de las piedras del futuro edificio?
La causa eficiente de su cambio fué su experiencia personal
de la cultura moderna. No olvidemos que la actitud regresiva y
nostálgica de don Marcelino estuvo fundamentalmente determinada por su renuente estimación de la cultura posterior al
siglo xvii. Luego descubre que esa cultura, tan menospreciada
antaño, no puede ser tan ligeramente arrojada por la borda de
su bajel intelectual: es por lo menos una experiencia históricamente ineludible. Entonces, ¿cómo renunciar a ella? ¿Cómo podría ser triaca de nuestros males intelectuales un puro retorno
al pensamiento del siglo xvi?
Desde 1884, apenas comenzada la segunda etapa de su vida,
pueden descubrirse en la obra de don Marcelino claros indicios
de su cambio de actitud. Del recuerdo pasa a la esperanza; de la
fórmula, al problema. Prescribir la lectura de Luis Vives es una
fórmula equivalente a ordenar movimientos de flexión articular a un anquilosado. Proponerse el logro de una empresa personal o histórica es, en cambio, lanzarse a un océano de problemas. No es posible hacer algo original mediante la práctica
de fórmulas hechas; éstas serán, a lo sumo, necesario adiestramiento, como los ejercicios tácticos antes de la batalla decisiva.
Sobre las empresas de creación flota siempre, por muy elabo-
— 360 —
rado que sea su proyecto, el signo interrogatorio del problema.
¿Deberá extrañar, pues, que en los escritos de la madurez menudee la curva presencia de las interrogaciones cuando don Marcelino se enfrenta con el quehacer de España? Antaño era la
cosa fácil: hágase esto o lo otro, fúndense cátedras, edítese a
los clásicos. Hogaño es más arduo el ascenso a la autenticidad:
la esencial condición problemática de la Historia futura y la
multiplicidad de posibilidades propia de toda crisis histórica
imponen a todo proyecto un signo de incertidumbre.
La primera señal de esta nueva situación del espíritu es una
más expresa ruptura con el casticismo intelectual. Nunca renunció a él formalmente don Marcelino. Sin embargo, cuando
el pensamiento clásico español deja de ser para él la meta de un
retorno y se convierte, intencionalmente al menos, en el punto
de partida de un vuelo, las apelaciones al casticismo intelectual,
tan resueltas antes, van mitigadas por gravísimas concesiones a
lo "ajeno"; tan graves, que anulan virtualmente la esencia misma de la predicada casticidad. Ya en 1884 escribía así don
Marcelino: "No pretendemos con esto (aludía a las recetas casticistas antes propuestas) aislamientos infecundos, ni menos levantar murallas contra la invasión de todo lo que no sea o parezca castizo, que, si ello merece vivir, ello vivirá a pesar de
todos nuestros esfuerzos, entrando a formar parte esencialísima
de nuestro caudal científico, como se han venido incorporando
en él tantos y tantos elementos extraños: árabes y hebreos, italianos, franceses, escoceses y alemanes" (1). ¿Qué queda, entonces, del antiguo programa? ¿A qué se podrá incorporar lo "extraño" si lo "propio" queda en ser una fiel y repetida memoración del saber antiguo y no se hace producción original adecuada a la situación histórica en que vive?
El mismo sentido que esta paladina acepción de lo extraño,
supuesto que lo extraño sea valioso, tienen sus abiertas concesiones a lo nuevo. A nadie pasmarán después de haber leído los
(1)
Ciencia, 11, 73.
-36ι
-
dos anteriores capítulos. En 1901 prologó don Marcelino con
singular alborozo el Alga^el de Asín. Había sido ponente de la
tesis doctoral del mismo nombre, y a instancias suyas la convirtió en libro su autor. Del texto del libro entresaca y copia el
prologuista este párrafo: "Para cumplir con el espíritu y la
letra de la encíclica Aeterni Patris, en que Su Santidad abogaba, años hace, por la restauración de la Escolástica, es preciso
seguir las huellas de los más insignes doctores escolásticos. Así
como Alberto Magno, Raimundo Martín, Lulio y otros muchos
no se avergonzaban de tomar de la filosofía arábiga todo lo
que en ella encontraban de utilizable para adaptarlo a la dogmática cristiana, no de otro modo debemos en nuestros días
aprovechar todo legítimo progreso que aparezca en la literatura filosófica contemporánea, seguros de que así haremos avanzar a la filosofía cristiana más y mejor que permaneciendo petrificados en los textos que ya pasaron, atentos exclusivamente
a repetirlos y comentarlos" (1). ¿No era esto algo de lo que
propugnaba el propio don Marcelino? "Léanse atentamente estas palabras, que hago mías sin restricción ninguna—apostilla—y que pueden marcar un nuevo rumbo a muchos espíritus
pusilánimes y asustadizos". No es otra la disposición espiritual
a que aludía José Antonio cuando postuló entender la tradición "no con ánimo de copia de lo que hicieron los grandes antiguos, sino con ánimo de adivinación de lo que harían en nuestras circunstancias". Contar con la Historia: he ahí el imperativo común para el intelectual y el político.
Esa amplia aceptación de lo ajeno condiciona también el
juicio de Menéndez Pelayo sobre el malogrado destino histórico
de Balmes. "¡Qué distinta hubiera sido nuestra suerte si el primer explorador intelectual de Alemania, el primer filósofo que
nos trajo noticias directas de las Universidades del Rhin, hubiese sido don Jaime Balmes y no don Julián Sanz del Río! Con
el primero hubiéramos tenido una moderna escuela de filosofía
(1) Ciencia, II, 73.
— 362 —
española, en la que el genio nacional, enriquecido con todo lo
bueno y sano de otras partes, y trabajando con originalidad sobre su propio fondo, se hubiese incorporado a la cultura europea
para volver a elaborar como en mejores días algo sustantivo y
humano" (1). Mídase, a la vista de este párrafo, el camino recorrido por la mente de don Marcelino en los treinta años que separan esas palabras de las escritas en La Ciencia Española. El
simple ritorno all'antico de entonces es sustituido ahora por la
problemática complejidad de una triple exigencia: el apoyo sobre "el propio fondo" (2), el abierto recurso a "lo bueno y sano
de otras partes" y, sobre todo, la incorporación "con originalidad" a la cultura europea. España no es ahora en la mente de
don Marcelino una imposible y nostálgica utopía, sino una
"nación" europea cuyo destino está en contribuir con originalidad católica al concierto o al desconcierto de las restantes
"naciones" (3).
¿Cual podía ser, a los ojos de este Menéndez Pelayo abierto al futuro, la empresa intelectual de España? Sólo 'hemos
visto hasta ahora los preámbulos: apoyo en la tradición del
pensamiento católico, y singularmente en la última gran hazaña creadora de éste; amplia e íntima experiencia de lo nuevo
y de lo ajeno; anhelo permanente de actual y oportuna originalidad. Bien; pero, ¿dónde estaba el sendero que conducía a
esa soñada originalidad futura? ¿Qué figura entrevio don Marcelino a esa posible contribución "sustantiva y humana" del
pensamiento español? Moviéndome, como siempre, sobre indicios, intentaré diseñar las inconcretas intuiciones y los interrogantes propósitos que se agitaron en el claroscuro de su alma.
Su esperanza descansaba sobre la personal experiencia de
aquella crisis histórica e intelectual del mundo europeo, cuyos
(1) Ensayos, 375.
(2) ¿Quedaría en la contextura de ese "propio fondo" algo más que
la fidelidad a la verdad católica, si don Marcelino hubiese explanado
íntegramente su pensamiento?
(3) Recuerdo aquí la nota al pie de la página 39 en mi primer cuaderno Sobre la cultura española.
— 363 —
comienzos barruntó nuestro historiador. "Firmemente hemos de
creer—decía en 1891—que el actual angustioso momento de
crisis y desgarramiento filosófico ha de terminar, como terminaron sus similares en la Historia, con una nueva y más completa síntesis especulativa" (1). Presentía Menéndez Pelayo una
restauración de la Metafísica, la cual no sería una nueva copia
de cualquiera de los sistemas antiguos, sino una nueva posición
filosófica del espíritu humano capaz de reducir a unidad y sistema los resultados del inmenso despliegue alcanzado por las
ciencias particulares en el siglo xix. Era su sueño un sistema
"que levantándose sobre las combinaciones geométricas, mecánicas y químicas, y sobre el determinismo puro, en vez de intentar la explicación de lo superior por lo inferior (tentativa
que el mismo Augusto Comte declaró vana e infructuosa), convierta los ojos al ideal eterno, sin cuya luz refleja y dispersa
no es inteligible siquiera el mundo de la realidad" (2). Adviértase con claridad la impresión que producía sobre su espíritu
el magno edificio construido en solo tien años por la ciencia
natural. Puede compararse tal y tan justificado pasmo con su
orgullo de historiador frente a la filología y la historiografía
de su siglo. Y así, si antes soñó con el descubrimiento de la
Metafísica a través de la historiología, ahora vislumbra una
filosofía edificada sobre los saberes de la ciencia natural. ¿No
pensaría necesariamente nuestro historiador en una futura analogía del ente que, fijos los ojos en el ideal eterno—esto es, en
la verdad trascendente y eterna de Dios—, diese cuenta metafísica de los problemas que en su tiempo ofrecían y ofrecen hoy
a la mente humana la Naturaleza y la Historia?
Así entendía él la idea de un "retorno a la Metafísica".
Véanse, si no, sus palabras acerca de la vuelta hafcia la psicología espiritualista. A ella habrá que volver—dijo en 1892—,
"aunque no en un día, ni por el camino real de cualquier dogmatismo ni con la aparente rigidez lógica que a alguno tanto
(1) Ensayos, 220.
(2) Ensayos, 220.
— 364 —
enamora, sino por largos rodeos y tras muchas experiencias y
desengaños, y seguramente también con algunos positivos hallazgos en la jornada, porque nada ennoblece más el espíritu
humano y nada es para él tan positiva riqueza como aquella
parte de la verdad, pequeña o grande, que por su propio esfuerzo ha conquistado. Tandem bona causa triumphat, y ei
esplritualismo ha de triunfar, ciertamente; pero en qué forma,
sólo podrán decirlo los días venideros" ( i ) . Retorno al esplritualismo; pero creador, original y, por lo tanto, problemático.
Apenas cabe una más clara repulsa de la antigua tendencia de
su mente a resolver con fórmulas hechas, esto es, "pasadas"
—sólo haciéndose "pasada" puede una cosa estar "hecha"—los
problemas inciertos y aún no palpitantes de la historia "futura". ¿Cómo poner nombre usado a lo que no se sabe aún qué
rostro tendrá?
Aún expresó más claramente sus atisbos y proyectos en orden a la tarea intelectual de aquella España. En 1884 pronunció en Palma de Mallorca un discurso electoral. El tema da una
idea exacta de las aptitudes para la vida política en aquel profesor que por entonces hacía sus primeras armas oratorias como
pater conscriptus. Habló sobre Raimundo Lulio y soñó, esta es la
palabra, en torno al quehacer científico de los españoles. "¿Quién
sabe—preguntaba—si derramando en el lulismo el río de la ciencia experimental y sustituyendo su mala y atrasada física y su
psicología deficiente por la física y la psicología de nuestros
tiempos, e interpretando la parte metafísica como Lulio la interpretaría si hoy viviese, llegaríamos a la constitución de una
especie de hegelianismo cristiano?" (2). Si nos atuviésemos a la
letra del propósito, hoy lo habríamos de considerar excesivamente ingenuo. A cambio de esta evidente ingenuidad nos da ei
texto una pauta preciosa para comprender la intención "regeneradora" de don Marcelino. Ahí están con limpia claridad los
tres elementos del programa intelectual de la madurez.
(1) Ensayos, 321.
(2) Ciencia, II, 90.
— 365 —
i. El apoyo sobre "el propio fondo", que en este caso
aparece representado por el lulismo. Poco iba a quedar de Raimundo Lulio, no obstante, si trocásemos por otras su física y SIL
psisología y retocásemos su metafísica con "ánimo de adivinación; esto es, cómo Lulio lo haría "si hoy viviese".
2. La incorporación de todo lo bueno y valioso que en lo
nuevo y ajeno haya descubierto nuestra personal experiencia.
3. La salida hacia una creación que se estima nueva, original y cristianamente oportuna: un "hegelianismo cristiano",
piensa el intelectual católico de 1884.
No miremos la letra, anticuada e insuficiente ya, sino la
intención de Menéndez Pelayo. ¿No era ésta, lisa y llanamente, hacer a la España de entonces nación moderna y actual—con
la actualidad correspondiente a 1884, desde luego—y meterla
en la tarea de dar una versión cristiana de la cultura de su siglo? El enamorado de nuestro siglo xvi ya no quiere copiar la
letra de éste, sino imitar su propósito.· Si nuestros grandes antiguos catolizaron el Renacimiento—piensa don Marcelino, apenas traspuesto el río juvenil del casticismo y la polémica—, ¿por
qué nosotros, sus herederos y posibles continuadores, no hemos
de intentar la catolización de nuestro tiempo? Esa y no otra es
la intención oculta del anhelado y nonnato, del ingenuo "hegelianismo cristiano". Menéndez Pelayo, admirador de Hegel, aspiraba a que alguien hiciese con Hiegel lo que con Aristóteles
hizo Santo Tomás.
Idealismo realista llamó en alguna otra ocasión don Marcelino a esta posible vía abierta al pensamiento católico de su
tiempo. En 1889, al final de su discurso universitario sobre "Las
vicisitudes de la Filosofía platónica en España", pasó revista
Menéndez Pelayo a los movimientos filosóficos que entonces
intentaban salir del puro positivismo y volver a la metafísicalas concesiones finales del positivista Stuart Mill a lo absoluto
y a lo sobrenatural; la tentativa conciliatoria de Lotze; la estética de Schasler; el aristotelismo de Ravaisson. En todos ve
como nota común y esperanzadora la tendencia hacia cierto
— 366 —
realismo metafísico capaz de armonizarse—Menéndez Pelayo
no abandonó nunca su léxico—con el titánico movimiento idealista del mundo moderno. En esa naciente vena del pensamiento europeo veía nuestro historiador el camino del porvenir. "¡Quién
sabe—decía al término de su discurso—lo que puede esperarse
mañana de estas direcciones fecundísimas! ¡Felices vosotros
(jóvenes alumnos que me escucháis), felices si llegáis a ver en
pleno desarrollo esa planta del idealismo realista, cuyo germen
está escondido en nuestro suelo bajo la espesa capa que tantos
años de decadencia han amontonado; felices si al realizarse la
evolución metafísica, que ya por todas partes, aunque de un
modo vago, se presiente, alcanzáis de la realidad un concepto
más amplio e ideal que el que nosotros hemos logrado!" (i).
Otra vez la limitada y problemática esperanza de la madurez,
en contraste con la utopía regresista de la mocedad. Otra vez el
anhelo de ver empeñarse a España en las lides intelectuales de
su tiempo, camino de una futura y posible creación a la vez católica y actual. Cuantas veces mira don Marcelino la faz de su
propia época y el rostro inexistente y posible del porvenir, sus
palabras tienen un mismo sentido. ¿No fué ésa, entonces, la
más secreta ilusión de su espíritu español? ¿No era la idea de
tal empresa el problema que latía en su alma por debajo dé
los inmensos y cotidianos trabajos de crítica y erudición?
Algo más deseaba para España, sin embargo. Es cierto que en
su madurez fué metiéndose cada vez más en la ilimitada floresta
de la letra impresa, con mengua de su preocupación por la inmediata realidad de aquella España. Su visión de las necesidades
de España no se limitó nunca, sin embargo, al menester intelectual. En 1909, sólo tres años antes de morir, escribió Menéndez Pelayo unas cuartillas en homenaje al Obispo de Santander don Vicente Santiago Sánchez de Castro. He aquí la oratoria expresión de su total esperanza española: "Cuando, en edades que mi mente finge próximas, el humo de nuestras fábricas
(1) Ensayos, 117.
-367se remonte al cielo; cuando el hierro arrancado a las visceras de
nuestros montes llegue a ser algo más que primera materia preparada para el arrastre y el embarque en naves extranjeras;
cuando el trabajo de sus hijos devuelva a la Patria, centuplicado por la industria, el caudal que de ella ha recibido; cuando
nuestra enseña vuelva a ser tan conocida, en pacíficas empresas
o en trances de justa guerra, como lo fué en aquellos antiguos
días en que los navegantes cántabros acosaban al monstruoso
cetáceo en los mares del Norte y triunfaban en las orillas del
Támesis nebuloso y en las costas de Normandía, ¡ay de nuestra ciudad si no vuelve entonces los ojos al pobre y escondido
templo donde oraron los conquistadores de Sevilla, y donde
está amasada con lágrimas heroicas de tantas generaciones nuestra futura y posible grandeza! ¡ Ay de ella si deja caer en ruinas
su Abadía, testimonio perenne de su fe, escudo de sus libertades
y atalaya de sus glorias!" (i). Cristianismo operante quería.
En la base de la "futura y posible grandeza", una fe religiosa capaz de hablar al mundo el lenguaje inédito, tanto tiempo anhelado, de una vida históricamente eficaz y verdaderamente cristiana: un lenguaje total y armónico, concertadamente pronunciado a la vez por la teología, el pensamiento filosófico, la ciencia, la técnica y la convivencia social. ¿Sonará un día en el
mundo, sotto il veíame degli versi strani, esta anhelada, necesaria voz?
Yo no sé si Menéndez Pelayo lo creía, allá en el fondo
insobornable de su espíritu: "Hoy presenciamos el lento suicidio de un pueblo...", escribió en ioio, con motivo del centenario de Balmes. Sé, en cambio, que quería creerlo. No hay amor
sin un ensueño de esperanza, y era demasiado intenso su amor a
España para que frente a ella no soñase verla un día ágil y
hermosa. Soñar, soñar despierto, tras las vigilias febriles del
trabajo solitario. "El ánimo se ensancha y augura mejores días,
y hasta sueña con ver en plazo no remoto levantarse de nuevo
(r) Cit. por García y García de Castro, M. y P., pág. 164.
— 368 —
en este erial en que vivimos algo que se parezca a un pensamiento propio y castizo, no porque servilmente vaya a calcar
formas que ya fenecieron, sino porque adquiriendo plena conciencia de sí mismo, conciencia que sólo puede dar el estudio
de la historia, y entrando, por decirlo así, en total posesión de
su herencia, que ha desdeñado como harapos de mendigo cuando era patrimonio de príncipe, empiece a realizar de un modo
consciente y racional las evoluciones que desde hace más de un
siglo viene realizando con temeraria y ciega inconstancia" (i).
Siempre el anhelo de ver a España como amazona jovencísima
y andariega por el camino real de la Historia. Quiérela adivinando el futuro y fiel a su legado antiguo, actual y eterna, verde y avellanada, sabia y popular, cortesana y robusta. ¿No sería la intimidad de Menéndez Pelayo, en el fondo de su inmensa erudición, un ensueño secreto, tibio y palpitante: un
callado ensueño de varón gigantesco y solitario?
(i)
Ensayos, 132.
EPILOGO
EL HOMBRE Y LA OBRA
Ni más destino ni elección tenía
que las líneas tocar de otro horizonte.
La hija del aire, jorriana primera.
CALDERÓN:
•¡A
1
LAS COORDENADAS DE UNA INTIMIDAD
H
A pasado ante nuestros ojos la producción escrita de Menéndez Pelayo. Cada una de sus obras, desde 1875 hasta 1912, es un hito en la curva vital de don Marcelino y una
aislada seña que el alma de un hombre poco dado a efundir su
intimidad nos envía acerca de lo que en esa intimidad acontece. Cada seña aislada nos dice algo. El ordenado conjunto de
todas ellas nos dice mucho; y no solamente porque se sumen
los decires singulares de las señas aisladas, sino por otras dos
razones de mucho más peso. Una reza así: en todo conjunto
dotado de figura, el todo es más que la suma de las partes. Si
esto es cierto para todas las figuras, desde las geométricas,
¿cuánto no lo será para la figura que nos marca el contorno
creador de una vida personal? La segunda razón dice: en todo
conjunto dotado de figura, el significado de cada una de las
partes no sólo depende de lo que cada parte sea en sí misma,
sino de su situación en el conjunto. Lo que significa el juicio
de Menéndez Pelayo sobre Kant no depende sólo del texto literal en que tal juicio fué expresado, sino del conjunto entero de
ia obra de don Marcelino y de la situación cronológica y sis-
— 372 —
temática de ese juicio dentro de la obra total. En las páginas
anteriores creo haberlo demostrado con suficiencia.
Recapitulemos, pues, las etapas del trabajo cumplido. Fué
la primera ordenar cronológicamente los escritos de don Marcelino, leerlos de nuevo uno a uno y pasear luego una mirada
sensible, táctil, amorosa e instante sobre el perfil que su conjunto dibuja. Pasearla una vez, volverla a pasear con interrogante morosidad. El primer resultado de esta preocupada y
ocupada inquisición consiste en distinguir dos períodos en la
obra escrita ante nosotros presente: ineludible limitación de la
mente humana, incapaz de acercarse racionalmente a la unidad
si no es por la vía de la separación, de la distinción. Esos dos
períodos pueden establecerse, o mirando de preferencia la vida
personal del autor, según nos la revela una primera inspección
de su obra, o atendiendo al contenido objetivo de la obra
misma.
La atención hacia la persona conduce a distinguir en la vida
de don Marcelino—descontados los años de aprendizaje—dos
etapas biográficamente diversas: una, tormentosamente apasionada y multiapetente, constituida por los años de peregrinación, polémica e indecisión, o quizá polidecisión vocacional;
otra, serenamente apasionada y apetente de una sola cosa—el
trabajo intelectual de historiador—, edificada en los años de
maduro y reposado magisterio. La vida intelectual es en la
primera etapa más compleja por su materia que en la segunda
(teología, filosofía, literatura, arte, política, historia de la ciencia
y de las religiones), pero de más baja calidad y menor calado.
La preferente consideración del contenido de la obra permite separar también dos períodos distintos: uno, dominado por
la influencia rectora de Layerde; otro, posterior a ella. "Muerto
Laverde—escribió Bonilla y San Martín—, el aspecto de la
producción de Menéndez y Pelayo cambia de un modo bastante
notable. Desde 1874 hasta 1890, Menéndez y Pelayo es, casi únicamente, un humanista y un historiador de la filosofía. La crítica literaria, en que, ciertamente, no dejó nunca de ocuparse,
— 373 —
es un accidente, y nada más que un accidente, en su labor de la
época referida. Pero, desde 1890 en adelante, la Poesía, los clásicos y la Filosofía ocupan en su vida un lugar secundario, y,
aunque informado por su espíritu renaciente yfilosófico,que le
dio el sentido artístico de la forma y la visión trascendente del
ideal, se ocupa preferentemente en la ilustración de la historia
literaria española" (1)· En esta segunda época imperaría sobre
todas las demás la nativa y siem|pre eficaz tendencia estética de
su alma.
No coinciden exactamente los años en que se cumplen las
dos aludidas transiciones biográficas. Puede señalarse el de 1882
como término del período que he llamado polémico. En consecuencia, utilizando los dos criterios biográficos aludidos, podría dividirse en cuatro etapas la vida de Menéndez Pelayo.
i.a Años de aprendizaje: hasta 1875. Influencia decisiva del
ambiente familiar. Latinidad santanderina, francés e inglés.
Primer contacto de don Marcelino con la tradición moderada y
analítica de la escuela escocesa, por obra de don Agustín Gutiérrez, su profesor de Filosofía en el Instituto de Santander.
Decisiva influencia de la Universidad barcelonesa: Milá, Lloréns. Primeras escaramuzas con el krausismo a su paso por la
cátedra de Salmerón. Iniciase la amistad con Laverde y la acción rectora de éste.
2.a Años de peregrinación y polémica: desde 1875 a 1883.
Polémica de la ciencia española, publicación de los Heterodoxos. Viajes a Portugal, Italia, Francia y los Países Bajos. Multiplicidad de los temas intelectuales: historia de las herejías, temasfilosóficosy literarios, historia de la ciencia, creación poética, etc. Proyectos biográficos diversos: historia de las letras
y de la estética, historia del pensamientofilosófico,creación literaria, primeras seducciones de la acción política. Gana la cátedra
de Madrid (1878).
3.a Madurez intelectual incipiente e indecisa: desde 1883
(1) Bonilla y San Martín, Marcelino Menéndez y Pelayo, pág. 96.
— 374 —
a 1891. Trata con mayor suficiencia y serenidad los temas intelectuales del período anterior: Historia de las ideas estéticas,
discursosfilosóficos("El platonismo en España", "Los orígenes
del criticismo y del escepticismo"). Lee el alemán y conoce la
cultura moderna. Intervención activa en la vida política.
4* Plenitud humana e intelectual: desde 1891 a 1912. Redúcese la actividad intelectual casi exclusivamente a los temas
literarios y estéticos. Abandono total de la vida política activa.
Dirección de la Biblioteca Nacional.
El imperativo de la sencillez y la índole de mi propia investigación—los problemas intelectuales de Menéndez Pelayo,
no el contenido de sus trabajos científicos—me decidieron a partir su vida según la divisoria de 1882-1883, a mi juicio más decisiva en su curva biográfica que la de 1890-1892. La vida productiva y expresa de don Marcelino apareció ante nuestros ojos,
no obstante su unidad profunda, compuesta por dos unidades
biográficas sucesivas: la polémica, tormentosa e indecisa, y la
magistral, serena y crecientemente unívoca. Sobre la diferencia
en altura y perfección vocacional entre las dos épocas, dicho
queda lo suficiente.
Nuestra mirada descriptiva y disectora, como diría Dilthey,
no se detuvo ahí. Un contacto reiterado con la línea significativa que los escritos de Menéndez Pelayo dibujan nos permitió seguir distinguiendo, en el primer recinto interior de esas dos
unidades biográficas sucesivas, las cinco unidades biográficas
sistemáticas que al comienzo anuncié. La estructura sistemática de la vida espiritual de Menéndez Pelayo puede considerarse
ordenada en cinco notas biográficas cardinales: fué, procediendo
en la enumeración de lo más general a lo más concreto, católico, español, intelectual moderno, historiador y esteta. La íntima unidad subyacente a la vida personal de don Marcelino
fué derramando sus intenciones más propiamente creadoras y
expresivas por los cinco cauces que suponen esas cinco unidades
sistemáticas de su biografía. O, si se prefiere de otro modo:
Menéndez Pelayo fué construyendo su personal biografía con
— 375 —
materiales deliberadamente arrancados de esas cinco canteras
espirituales. La nativa condición, la educación recibida, las posibilidades que le fué ofreciendo su mundo histórico-social, la
vocación personal y, por encima de todo, su libertad electiva y
creadora, fueron los distintos momentos determinantes y configuradores de esa edificación biográfica.
Comienzan ahora nuevos y más arduos problemas biográficos. No basta decir que don Marcelino fué voluntaria y deliberadamente^—apoyado sobre su naturaleza biológica y sobre
su mundo histórico-social—católico, español, intelectual moderno, historiador y esteta. Dos preguntas se levantan ante nosotros sin dilación: ¿cómo lo fué?; ¿qué se propuso con serla
y por el hecho de serlo como lo fué?
La respuesta sólo puede obtenerse destilando en un fino
alambique hermenéutico los textos escritos que expresan la voluntad creadora de don Marcelino y contienen sus más personales intenciones. Nueva lectura de los pasos verdaderamente
decisivos o más claramente significativos, nueva intelección de
lo que su conjunto sistemático significa, nueva indagación de
cada texto a la luz de la total significación extraída de ese conjunto. Una biografía según arte, por muy limitado que sea el
tema concreto de la exploración biográfica (producción intelectual, acción política, etc.), no puede hacerse sino como dicen
que decía Newton acerca del método de su creación científica:
die nocteque incubando. Expondré aquí en grandes rasgos los
resultados de explorar con arreglo a las anteriores preguntas
las ya mentadas unidades sistemáticas de la biografía intelectual de don Marcelino. El método, no hace falta repetirlo, ha
tenido que ser la adivinación conjetural mediante entimemas
biográficos más o menos explícitos.
i. Católico. Cabe distinguir muchas variedades en el modo
de ser buen católico: la condición social del que lo es, la época
histórica en que vive, la singularidad de los talentos o deficiencias personales, etc., imponen diferencias adjetivas en la sustantiva unidad de ese modo de ser hombre consistente en "ser
— 376 —
discípulo de Cristo", como el Catecismo dice, y fiel a la Iglesia
de Roma. Entre esas múltiples variedades de ser católico, dos
me importa ahora señalar. Es una la de aquellos heroica o rutinariamente 'limitados al negocio de su personal salvación;
otra es la de quienes se proponen ser católicos con cierta eficacia histórica o social en su modo de serlo. Apostolado se llama
esta operación ad extra: apostolado intelectual, beneficente, organizatorio, etc. La virtud más idónea al primer modo de ser
católico es la obediente observancia; la virtud más adecuada
al modo apostólico, la osadía, una peligrosa osadía. San Agustín, Santo Tomás, San Ignacio, Suárez y Santa Teresa fueron
cristianos increíblemente osados, porque sus acciones intelectuales, de fundación o de reforma estuvieron siempre contorneadas
por los dardos del peligro.
Menéndez Pelayo quiso vivir como católico eficaz, con una
eficacia de orden intelectual. Pretendió tenerla en su primera
época mostrando a los españoles de aquel tiempo, y mostrándolo goliardescamente, en tanto "ciudadano libre de la república de las letras", que la fidelidad al dogma más estricta y cordial no era óbice para moverse sueltamente por los caminos
innumerables del pensamiento y de la erudición. Luego quiso
tener un tipo de eficacia más verdadera y profunda. Quiso temáticamente enseñar con su actitud que, además de recorrer
con desembarazo las sendas del saber a él accesibles, era posible
ordenar el "espíritu de su tiempo" dentro de una visión católica
del mundo y de la vida.
Dos pasos sucesivos tiene esa enseñanza. El primero es receptivo, y consiste en demostrar que los saberes esenciales y
propios de la situación histórica en que uno vive pueden ser
eficaz y ortodoxamente asumidos por una mente católica. Sólo
es completa la enseñanza, sin embargo, demostrando que el pensamiento católico es capaz de responder actual y creadoramente a los problemas intelectuales característicos de tal situación.
Aunque don Marcelino sintió esta segunda necesidad en los
tuétanos de su alma y hasta creyó vislumbrar algún camino
— 377 —
para saciarla, la índole de su talento—talento de historiador
y de esteta—detuvo el alcance de su eficacia en los límites de
aquel primer paso. Antes hemos visto con detalle cómo lo consiguió.
Fué católico, además, con fe viva, total e ingenua. Amó a la
verdad sobre todas las cosas, porque siempre creyó que la verdad, la pálida verdad científica a que puede llegar la razón humana, es un reflejo de la absoluta omnipresen'cia divina. Veía
a Dios debajo de cada suceso y en el fondo de toda cosa. "Vivimos entre prodigios—decía por los años de su más granada
miadurez intelectual—: sin la luz de la revelación son enigmas
indescifrables nuestra cuna y nuestra tumba; no hay instante
sin milagro, según la vigorosa expresión de nuestro dramaturgo..." (i). Y, sin embargo, por ese triste privilegio que la condición humana impone a toda actitud creadora, aunque sólo lo
sea mínimamente, no faltó a Menéndez Pelayo el permanente
contorno del peligro. ¿Será necesario recordar la actitud que
frente a él sostuvieron algunos católicos españoles? Tandem
bona causa triumpbat, diría don Marcelino y podemos decir
nosotros de su caso; pero, como siempre, con el peligro a diestra
y a siniestra mano.
2. Español. Lo dicho respecto a su condición de católico
puede repetirse, mutatis mutandis, acerca de su condición de
español. Menéndez Pelayo nació español, mas no se conformó
con eso y quiso ser español. Toda su vida fué una deliberada
autoeducación para ser español histórico, además de serlo castigo. Fiunt, non nascuntur christiani, decía Tertuliano. Si ton
mamos esa felicísima sentencia como eje de comparación, en tres
actitudes se dispuso Menéndez Pelayo respecto a su condición
de español. Cuando se dejó llevar excesivamente del casticismo,
rozó la tesis biologista: non fiunt, nascuntur hispani. Esto fué,
no obstante, la ocasional excepción. Su tesis más propia fué la
colaboración de la casta y 4a historia; fiunt et nascuntur his(i) Discurso... para conmemorar el quincuagésimo aniversario, etc.,
página, ίο.
- 3 7 8 -
pani; y hasta llegó a pensar, vencido el casticismo juvenil, que
es la empresa histórica—mínima y casera o visiblemente universal, no importa la cuantía—lo que cualifica de español a un
hombre, no el nativo temperamento: fiunt, non nascuntur bispani. Ejemplo sumo, Carlos V.
No contada la fugaz aventura política de don Marcelino,
de dos modos sucesivos pretendió servir intelectualmente a su
casta, su historia y su destino de español. Al comienzo de su
vida de escritor se propuso instalar a los españoles en el pensamiento de nuestro siglo más glorioso. El íntimo conocimiento
del pasado daría no sólo un lúcido esclarecimiento del presente,
mas también una esperanza para la vida por venir. Luego reconoció la insuficiencia histórica del propósito regresivo y se
dispuso esperanzada e interrogativamente ante las posibilidades
intelectuales de un futuro inédito e incierto. La intimidad de
los españoles con su propia historia sería preámbulo de la acción histórica, no término de ella. "Ningún pueblo se salva y
emancipa—decía en 1910, con motivo del homenaje que un grupo de amigos le tributó—sino por su propio esfuerzo intelectual, y éste no se concibe sin la plena conciencia de sí mismo,
que sólo puede formarse con el estudio recto y severo de la Historia" (1).
A este doble empeño sirvió don Marcelino durante su madurez: ilustrar titánicamente a los españoles acerca de su historia e incitarles al cumplimiento eficiente y creador de ese
"propio esfuerzo intelectual".
3. Intelectual moderno. Sobre los supuestos que esa condición de católico y español adrede ofreció a su vida, Menéndez Pelayo, por imperativo de su nativa constitución, favor del
medio en que vivió y decisión de su voluntad, fué un intelectual
del tipo que nace históricamente con el "mundo moderno". Diéronse en él, en efecto, dos notas que, siendo genéricamente propias de todo "intelectual", alcanzan singular eminencia en el
(1.) Rev. de Archivos, tirada aparte del tomo XXIII, 1910.
— 379 —
modo histórico de serlo que ahora llamo "moderno": la infinita avidez de saber y la aguda conciencia de un derecho indeclinable a la libertad personal.
Toda la vida de don Marcelino estuvo colmada por la infinita cupiditas que desde la Baja Edad Media se adueñó de tantos espíritus europeos. Han sido innumerables las formas psicológicas y sociales adoptadas en los siglos modernos por esa acuciante pasión de infinitud: pasión de mando sobre los hombres
o de dominio sobre la naturaleza, sed insaciable de conquista,
viaje o exploración, apetito de lucro y riqueza, pasión de erudición o de original sabiduría... El hombre, partiendo de su
propia realidad, quiso en un anhelo titánico llegar a todas partes y a todo; para terminar, siglos más tarde, volviendo a sí
mismo y haciéndose problema de su propia y singular realidad.
Hay en Menéndez Pelayo, bajo especie de pasión lectora,
una evidente infinita cupiditas sciendi, gemela de aquella que
señoreó el espíritu de Escalígero o de Pico de la Mirándola.
Su lúcida fe religiosa impidió el descarrío de esta sed de infinitud, y la voluntad de mejor servicio a su vocación puso cauce
y límite a su avidez de novedad. Mas cuando don Marcelino
echa la vista sobre su propio espíritu, tras tanto derramarla
sobre la letra ajena, siempre descubre en primer término su
condición "curiosa y crítica", más interesada por "los amenos
vergeles o las hórridas fragosidades del camino" que por "el
punto de arranque y el punto de término" de la investigación.
Curiosidad y crítica. Esto es: pasión permanente de saber
y libertad para contrastar personalmente lo que se sabe. ¿No
son ésas, por ventura, las dos notas definitorias del intelectual
"moderno" a que más arriba aludí? La personal elección del
camino intelectual, el derecho a la crítica y la libertad para la
propia creación son las tres exigencias cardinales del intelectual
"moderno". Menéndez Pelayo proclamó siempre su franco derecho a las tres, aunque, por razones que se nos escapan, sólo
ejercitase el tocante a las dos primeras.
Mirado Menéndez Pelayo como intelectual, debe destacarse
— 38ο —
con insistencia su expreso deseo de serlo íntegramente y no
como especialista. No fué un filósofo, aunque en su mocedad lo
soñase alguna vez; pero, sin serlo, buscó siempre dar un cimiento filosófico a su Jabor estética e historiográfka. "Cada
hombre está obligado a tener más o menos su filosofía, no sólo
práctica, sino especulativa", pensaba a sus veinte junios; "tengo la debilidad de creer en la Metafísica", proclamó años más
tarde; "sin Metafísica no se piensa, ni siquiera para negar la
Metafísica", dirá en plena madurez. En la páginas anteriores
pudo verse cómo buscó en Vives, Fox Morcillo o en los escoceses (i) la filosofía que tan abiertamente declaraba necesitar.
La mente abierta e histórica de Menéndez Pelayo fué menos vivista o escocesa, sin embargo, de lo que suele pensarse,
e incluso de lo que él mismo pensó. Cuando dejaba hablar a
su alma de historiador, aspiraba a una filosofía en la cual se
recogiese la experiencia de todo el pasado filosófico: un hipotético "idealismo realista", un grande y sereno océano en el cual
fuesen "entrando todos los riachuelos de las filosofías particulares, depurados en el color y en la calidad de sus aguas. Toda
hipérbole, toda mezquindad de espíritu, toda interpretación
no completa de la conciencia, se diluye y pierde en Ja congregación de tantas aguas, de las cuales beben copiosamente los espíritus sintéticos y organizadores". A esta soñada linfa es a lo
que Menéndez Pelayo prefiere llamar "filosofía perenne".
Tendió siempre—no sé si por la querencia de su humanismo filorrenaciente o por Ja nativa inclinación "visiva" o eidética de su inteligencia—a dar una interpretación platónico-cristiana de esa programática filosofía. En el fondo de todas las opiniones, dando a cada una lo que de verdad tiene, está "el ideal
puro, inmóvil y bienaventurado, como Platón le columbró en
sus sueños; como le mostró la revelación cristiana...". Son casi
(i) NO dejó de advertir Menéndez Pelayo, no obstante haberse declarado "escocés y hamiltoniano hasta los tuétanos", la debilidad filosófica de la escuela escocesa. "El mal de la doctrina escocesa está—escribió—en ser puramente psicológica y lógica, en carecer de metafísica".
— 3βι —
incontables las ocasiones en que alude con parecidas palabras a
las ideas platónicas. "La Idea rige el mundo—dijo en una ocasión—, y más que otra Idea, la Idea supremja, en quien todas
se refunden". ¿No hubiera deseado don Marcelino, por ventura,
ser de aquellos que dialogaban con Platón "a orillas del I liso,
a la sombra del plátano frondoso, sobre la blanda hierba..."?
¿No hay en esas palabras algo que transparenta un nostálgico
apetito de presencia?
Este platonismo intencional y su creencia religiosa en la
dignidad intelectual del hombre, interpretada al modo de San
Justino, le convierten en acérrimo defensor de la razón humana.
Dicho queda sobre ello lo suficiente para hacer ociosa toda insistencia.
4. Historiador. Menéndez Pelayo especificó como "historiador" su genérica condición de "intelectual". Su talento, su
vocación y su obra fueron de historiador. Desde su juventud
universitaria aprendió—tales son sus propias palabras—el ejercicio de "un modo de pensar histórico, relativo y condicionado";
y aunque más tarde procuró darle el fundamento metafísico del
vago platonismo cristiano antes mentado, siguió siempre fiel a
ese modo de pensar.
No fué sólo historiador, en consecuencia, por Ja cuantía de
sus conocimientos históricos, mas también por su "modo de
pensar": tuvo una lúcida conciencia histórica, además de una
inmensa erudición en cosas de Historia. Esa conciencia histórica fué la que en su madurez le permitió acercarse a la comprensión de su propia época y vislumbrar esperanzada y problemáticamente, no por vía de mémoración y fórmula, el quehacer intelectual e histórico de los españoles.
5. Esteta. No se entendería la personalidad intelectual de
don Marcelino si se olvidase su prestante condición de esteta.
Obsérvese que no digo "sabio en disciplinas estéticas", sino
"esteta". O, si se quiere, "artista".
Su resuelta creencia en la razón humana exigía que esa raían no fuera sólo discursiva y tuviese en su fondo una chispa de
- 3 8 2 -
amor a la verdad y a la belleza. Gracias a ese amor—en cuya
íntima estructura se fundían el eros platónico y el ágape johánnico, el arrebato del alma y la caritativa efusión—gana el sabio
(filósofo, historiador, etc.) su condición de tal y deja de ser
"un trabajador sin .literatura, sin filosofía y sin estilo". "La
ciencia—pensaba don Marcelino—es el punto de partida (de
la historia escrita); pero el arte es su término, y sólo un espíritu magnánimo puede abarcar la amplitud de tal conjunto y
hacer brotar en él la centella estética. Para enseñorearse del
reino de lo pasado, para lograr aquella segunda vista que pocos mortales alcanzan, es preciso que la inteligencia pida al
amor sus alas, porque, como dijo profundamente Carlyle, para
conocer de veras una cosa, hay que amarla antes, hay que simpatizar con ella" (i).
Esta condición "amorosa" de la razón hace al intelectual un
poco artista y le convierte en verdadero sabio. Pero si el amor
está en el fondo de la razón, cuando la razón es íntegra, la
verdad está en toda creación artística que merezca este nombre:
"el artista más apegado a lo real... arranca de la realidad material esos objetos (exteriores), y les imprime el sello de otra
realidad más alta, de otra verdad más profunda; en una palabra: los vuelve a crear, los idealiza. De donde se deduce que
el idealismo es tan racional, tan real, tan lógico y tan indestructible como el realismo, puesto que uno y otro van encerrados en el concepto de forma artística, la cual no es otra cosa que
una interpretación (ideal como toda interpretación) de la verdad oculta bajo las formas reales. Merced a esta verdad interior, que el arte extrae y quintaesencia, todos los elementos de
la realidad se transforman, como tocados por una vara mágica...
Los ojos del artista en algo han de distinguirse de los del hombre vulgar, y su distinción consiste en ver, como entre sombras
y figuras, lo mismo que el filósofo alcanza por procedimientos
discursivos, es decir, la médula de las cosas, y lo más esencial
(i) Estudios, V, 73.
- 3 8 3 -
y recóndito de ellas" (i). Nuevamente vemos expresamente formulada la idea de un nexo esencial entre el artista, el historiador y elfilósofo,y nuevamente es una cierta interpretación platónica de la realidad el expediente de que se vale para comprenderlo la inteligencia de Menéndez Pelayo. El arte, la historia y la filosofía no son creación idealista, ni mera copia de
la realidad exterior, sino recreación de la experiencia por un
espíritu capaz de alcanzar la realidad ideal que hay allende el
mundo visible, dando a ese mundo consistencia metafísica y
haciéndole inteligible. "Las intuiciones del mundo real—dirá
otra vez—le transfiguran simbólicamente y nos hacen leer en el
símbolo conceptos de trascendental sabiduría" (2). Lo cual puede acontecer, piensa don Marcelino, en éuanto Dios, creador y
sustentador del mundo, hizo al hombre a su imagen y semejanza.
Por eso postula Menéndez Pelayo una tan ancha libertad
en la producción artística. Era enemigo declarado del arte docente y de la novela llamada "de tesis". "Esto del arte por la
moral, del arte por el bien—pensaba—fórmulas son y tienen que
ser una espada de dos filos, terrible en manos del fanatismo sectario"; el fin inmediato de la obra de arte "no es otro que la
producción de la belleza, y con producirla se cumple... Es verdad trivialísima que los géneros puros y libres del arte valen
más estéticamente que los géneros aplicados y mixtos; mucho
más la poesía épica o dramática que la poesía didáctica; mucho
más la poesía que la oratoria o la historia; mucho más la novela que nada enseña y recrea apaciblemente el ánimo, que la
novela que tiene por objeto dar nociones de economía política,
de física o de astronomía, o defender fastidiosamente tal o cual
tesis moral, consiguiendo las más veses prevenir contra ella al
lector..." (3). ¿Puede entenderse todo esto sin la nativa condición de esteta que don Marcelino tuvo?
(1) Estudios, VI, 346-347.
(2) Discurso..., pág. 9.
(3) Ideas. IV, 289.
- 3 8 4 -
El contacto de una mirada táctil, amorosa e instante con
la curva vital que dibuja la producción escrita de Menéndez
Pelayo nos ha descubierto en la estructura interna de su biografía cinco unidades sistemáticas: fué y quiso ser católico, español, intelectual moderno, historiador y esteta. Una lectura
atenta de los pasajes de su obra en que así se revela, nos permite conjeturar, a merced de tácitos entimemas biográficos,
cómo lo fué. Mas tampoco lograríamos entender ese cómo si
no viésemos la mutua determinación e influencia de las cinco
unidades biográficas y su asiento sobre un modo de ser temperamental o nativo.
Fué nativamente don Marcelino un hombre de corazón.
Hubo en su existencia una evidente turgencia vital, que le hacía
"comer y beber como un sajón"—son estas palabras de un conocido religioso español, escritas poco después de morir don
Marcelino—y determinó su pronto entusiasmo, sus pequeños
arrebatos de ira literaria y, sobre todo, su cordial generosidad.
Léanse los prólogos que escribió para las ediciones definitivas
de La Ciencia Española y los Heterodoxos, y se advertirá sin
esfuerzo esta ancha y derramada generosidad de su corazón.
"Por las condiciones de mi carácter—íescribía en 1898 al Marqués de la Vega de Anzo—, soy muy inclinado a olvidar todas
las cosas desagradables, y sólo conservo viva y fresca la memoria para agradecer los favores que se me hacen" (1); y luego, como diría Clarín, tenía la vulgaridad de hacer que esto
fuese cierto.
También fué a nativitate un aislado, un solitario, aunque
gustase de la conversación en sociedad. ¿No es frecuente el tipo
del "hombre de mundo" ferozmente "solo"? Creía poco en las
empresas colectivas y, como 'hombre de su tiempo, demostró
siempre un invencible recelo frente al Estado: "es retórica
hueca y baladí—decía—el culto que se dirige al ente de razón
(1) Cit. por García y García de Castro.
-
3
8
5
-
que dicen Estado" ( i ) . La Naturaleza, la Historia y hasta sus
propias singularidades biográficas se aliaron para meterle más
y más en su propia obra y en los ensueños solitarios de su
alma gigante e individual.
En la vida creadora de don Marcelino mezclaron su mutua
influencia este nativo modo de ser y el conjunto de aquellas
cinco unidades sistemáticas de su biografía. Si don Marcelino
fué católico como lo fué, debióse a que al mismo tiempo era
hombre cordial, español, intelectual, historiador y esteta, y
otro tanto podría decirse respecto a las cuatro restantes notas
biográficas. El conjunto de todas ellas determinó en muy amplia medida la modal singularidad de cada una.
No caeré, sin embargo en la tentación de reducir la biografía de Menéndez Pelayo al simple aderezo de unas cuantas
notas típicas y a la peculiaridad que cada una pudo ostentar
por hallarse al lado de las demás. Por debajo de todas ellas,
determinando en última instancia la índole peculiar de cada
unidad biográfica y su cambiante y vivo conjunto, estuvo ese
centro creador, inaprensible y siempre problemático, que es,
en su fondo, una persona humana; y, en este caso, la persona,
la gran persona del español Marcelino Menéndez Pelayo. "Ha
sido hasta ahora imposible describir a los hombres—decía Novalis—porque no se ha sabido lo que un hombre es" (2). Pero
¿acaso llegará el hombre a saber de verdad lo que un hombre es? Harto haremos con adivinar fragmentariamente lo que
hubo en el centro de su persona deletreando en la superficie expresiva de su obra. Eso he intentado yo, puesto ante la obra
de Menéndez Pelayo; y, todavía no estoy enteramente seguro,
a pesar de mi constante cautela, de no haber confundido alguna vez la adivinación conjetural y creyente con la proyección
(1) Estudios, IV, 165. Fué también Menéndez Pelayo quien oficialmente protestó en nombre de la Universidad de Madrid contra la injerencia del Estado en su régimen (Boletín de la Bibl. de M. y P. Ï,
páginas 64 y siguientes). Siempre el peso de la época—de la Historiasobre la vida del hombre.
(2) Fragmentos, 1335.
2ñ
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de mi propio mundo espiritual. Tal es la triste limitación de
todo empeño biográfico, y hasta de toda empresa de amor humano. ¿Cuándo está uno seguro de que aquello que ama es cosa
distinta de la creyente proyección de uno mismo sobre lo
amado?
Il
ÁMBITO Y HUELLA DE LA OBRA
S
ÓLO durante el fugacísimo instante de la creación está pegada al hombre su obra. Tan pronto como ha ganado la
producción existencia objetiva—esto es, tan pronto como se ha
hecho "producto"—se desplacenta del hombre que la produjo y
corre su propia suerte. Habent sua fata libelli, ya se sabe. ¿Cuá!
ha sido, entonces, el hado de la obra de Menéndez Pelayo, después de que, por haber ganado existencia objetiva, ya no es
suya? ¿Cuál ha sido el ámbito y la huella de esa obra?
Quede para otros la respuesta cabal a estas interrogaciones.
Quien sepa de ello, deberá decirnos lo que la titánica labor de
don Marcelino supone en orden al conocimiento de las letras
españolas, de la literatura europea o de la ciencia estética.
Quien se tome la molestia de ordenar algunas lecturas, nos contará la historia de la fama de Menéndez Pelayo, desde que su
nombre corre por bocas y plumias. Yo no pasaré de apuntar las
tres notas que considero más eminentes en la significación histórica de nuestro gran historiador: enseñó a los españoles a
mirar la verdad de su pasado, tantas veces oculta por los tópicos de la exaltación retórica y por los tópicos del odio; predicó
— 388 —
a los españoles el imperativo de la unidad; advirtió a los españoles la necesidad de situarse ante el futuro con ánimo proyectivo, esperanzado, creador.
Cada generación tendrá luego el deber de adivinar el estilo
y el contenido de ese continuo y cambiante proyecto que es la
vida de España. La fidelidad a unos cuantos principios fundamentales, rectores de la acción histórica—sentido religioso de la
vida y del pensamiento, grandeza de España, bienestar y concordia de los españoles—, daría continuidad a la empresa; las
vicisitudes de la Historia Universal y la ocasional inventiva de
cada generación, otorgarían libertad y mudable encanto—también, ay, áspero riesgo—a la constante operación.
Mtenéndez Pelayo advirtió con desvelada lucidez ese doble
imperativo de la aplomadora constancia y la problemática e incitante novedad. Mas no fué un creador de historia, sino un historiador, un intelectual apasionado por España, y harto hizo
con sentir tal necesidad y decirla con vehemencia. Muy bien
hubiera podido cerrar don Marcelino su vida con las palabras
finales de El Rey Lear: "Preciso es que nos sometamos a la carga de estas amargas épocas: decir lo que sentimos, no lo que debiéramos decir".
Aunque ¿no será una invencible exigencia del destino terrenal del hombre, condenado a vivir en la finitud de su naturaleza y en la interminación de su historia, decir, cuando más,
lo que siente, y nunca lo que debiera decir para ser lo que sueña
ser? ¿No es esa amargura de que Shakespeare nos habla esencial
sabor de todas las épocas y estímulo que incita a levantar el
alma—esta alma anhelante y contradictoria—a una vida más
alta que la Naturaleza y la Historia?
Pero, también por imperativo de la humana existencia, hasta
cuando levantamos nuestra alma a vida más alta que la Naturaleza y la Historia—vida religiosa es el nombre de ese modo
de vivir—hemos de hacerlo con nuestra naturaleza y con nuestra historia: con este cuerpo vivo, con esta dura, exigente y
-389-
amada historia en que los españoles estamos metidos. Puesto
yo en la inquieta actualidad de esa historia de España he creído
ver la seña amorosa y urgente que desde su reciente pasado nos
hace hacia el futuro el alma lectora y enamorada, el alma española de Menéndez Pelayo.
Madrid, Adviento y Navidad de IQ43, Epifanía de 1Ç44.
NIHIL OBSTAT. EL CENSOR,
DR. ANDRES DE LUCAS. MADRID, DIEZ DE MARZO DE
MIL NOVECIENTOS CUARENTA Y CUATRO. IMPRIMASE.
CASIMIRO, OBISPO AUXILIAR
VICARIO GENERAL. MADRID,
DIEZ DE MARZO DE MIL
NOVECIENTOS CUARENTA Y
TRES
INDICE
ONOMÁSTICO
Abentofaiî, 200, 217.
Aguado (Ε..), 6j.
Ahrens, 125.
Alba (S.), 104.
Alonso (Dámaso), 339.
Aparicio (Juan), 105.
Araquistáin, 127, 338.
Arias Montano, 213.
Aristóteles, 20, 28, 31, 32, 44, 55, 59,
71, 138, 151, 157, 174, 203, 268, 269,
271, 272, 276, 278, 286, 287, 288, 289,
290, 295 296, 304. 325, 331, 339- 340,
345. 354, 365·
Arnaldo de Vilanova, 213.
Arnobio, 341, 345, 352.
Artigas, 10, 11, 79, 82, 87, 188.
Asín Palacios, 112, 361.
Averroes, 200, 210, 217, 218, 219, 251,
340.
Avicebron, 200, 218.
Azaña, 105.
Azcárate, 114, 121, Γ22.
Azorín, 92, 104, 105, 112, 125.
Bacon, 153, 156, 272.
Balmes, 59, 100, 125, 213, 216, 361,
367.
Barbieri, 315.
Baroja, 104, 105.
Basterra, 64.
Bayte, 156, 335-
Bechterew, 353.
Bergson, 66, 80, 273.
Bernai Díaz del Castillo, 252.
Bernard (Cl.), 175, 249, 250.
Bonald, 340.
Boeckh, 198.
Bonilla y San Martin, 9, 79, 83, no,
128, 242, 253, 371, 372.
Bossuet, 117.
Brentano, 271, 272, 273, 274.
Brócense, 172, 179.
Buckle, 19, 312.
Bueno, 104.
Burriel (P.), 152.
Cajal (Ramón y), 45, 85, 86, 97, 98.
99, 104, 105, 107, 108, 111, 112, 113,
114, 127, 188, 238.
Calderón, 369.
Campoamor, 106.
Canalejas, 97.
Cano (Melchor), 147, 150, 165, 172,
299, 322.
Cánovas, 102, 106, 112, 113, 120, 121,
237, 238.
Caramuel, 191.
Cárdena! íracheta, 91, 92.
Cardoso (Isaac), 191.
Carlos V, 219, 377.
Carlyle, 350, 383·
Castelar, 102, 238.
— 392 —
Cervantes, 26, 39, 252.
Cicerón, 272.
Clarín, 79, 84, 91, 97. 99, 126, 128,
384,
Claudio Coello, 56.
Clemente de Alejandría, 139, 167
342.
Codera, 107.
Coloma (P.), 97·
Comte (Augusto), 156, 272, 280, 363.
Condorcet, 80.
Copérnico, 184, 283.
Cossío (J. M.), 10, 79, 83.
Cossío (M. B.), 97·
Costa, 99, 101, 102, 103, 104, 105, 106,
108, 109, 110, 112, 125, 189.
Croce (Benedetto), 194.
Curtius, 313.
Cusa (Nicolás de), 272.
Chevalier (J.), 175·
D'Annunzio, 70.
Demócrito, 80.
Descartes, 153, 157, 158, 163, 173, 216,
246, 269, 272, 331.
Diderot, 156.
Dilthey (Guillermo), 60, 65, 66, 68,
76, 88, 119, 251, 273, 274, 276, 295,
303, 308, 309, 310, 312, 374.
Donoso, 213, 284.
Dostoiewski, 64.
Dove, 305.
Dugal-Stewart, 207.
Ecartk, 272.
Enesidemo, 261, 269.
Escalante (Amos de), 87.
Escalígero, 379.
Escoto, 272.
Espinosa, 217.
Espronceda, 282.
Farinello, 258, 323, 329.
Fechner, 220.
Feijoo, 173, 174·
Fenelón, 166.
Fichte, 127, 198, 220, 272, 326.
Fitzmaurice-Kelly, 17, 35.
Fouillée, 18.
Fonseca (P.), 122, 132, 134, 149, 151,
157, 170, «77, '80, 181, 233, 242,
298.
Fontenelle, 56.
Fox-Morcillo, 132, 171, 174, 191, 209,
215, 216, 217, 224, 225, 227, 233, 355,
380.
Fray Jerónimo de San José, 256, 295.
Fray José de Sigüenza, 300.
Fray Luis de León, 232, 253.
Fueter, 314.
Galdós, 84, 85, 99, 112, 113, 182.
Galileo, 18, 119.
Gamazo, 113.
Ganivet, 103, 127, 228, 230, 231.
García y García de Castro, 10, 11, 79,
n o , 126, 137, 187, 305, 367, 384.
García Peres, 107.
Gaudí, 110.
Gerson, 272.
Gervinus, 313.
Gilson, 266.
Giner de los Ríos, 124, 181.
Gobineau, 201.
Goethe, 71, 156, 239, 328.
Gómez Ocaña, 97.
Gómez Pereira, 171, 191, 215, 217,
227, 233.
Gómez Restrepo, 143.
Gouvea, 148, 171.
Grote, 313.
Guicciardini, 264.
Gundisalvo, 217.
Gutiérrez (Agustín), 50, 372.
Hamilton, 52, 156, 207.
Hegel, 80, 81, 84, 117, 123, 135, 136,.
156, 157, 173, 186, 192, 193, 194, 198,
220, 232, 260, 261, 262, 263, 265, 266,
268, 269, 272, 278, 280, 284, 285, 287,
288, 289, 292, 312, 323, 326, 327, 328,
331, 333, 336, 345, 347, 355, 365.
Heidegger, 285.
Heráclito, 203.
Herbert Spencer, 250.
Herder, 196, 326.
Hergenroethe, 299.
Herrera (Angel), 105.
Hinojosa, 97, 107, 112.
Hoche, 121.
Hölderlin, 159.
Horacio, 132, 138, 140, 146, 155.
Humboldt, 127, 326.
Hume, 156, 269, 272.
— 393 —
Jaeger, 28, 276.
Jaensch, 89.
Jámblico, 272.
Jaspers, 66.
Joel, 67.
José Antonio, 133, 186, 191, 203, 225,
230, 238, 361.
Jovellanos, 100.
Jungmann, 124.
Kant, 123, J 53, 156, 158, 206, 246, 261,
269, 270, 273, 324, 325, 326, 327, 331,
333, 336, 355, 370.
Klages, 89.
Krause, 123, 124, 125, 220.
Kretschmer, 66, 89.
Kuno Fischer, 155, 251.
Laënnec, 175.
Laguna (Andrés), 154.
Lamarck, 195.
Lamennais, 340.
Lamprecht, 19.
Larra, 45.
Laverde, 79, 83, 98, 116, 121, 129, 139,
190, 191, 198, 208, 225, 239, 243, 371,
372.
Ledesma Ramos, 154.
Leibniz, 80, 137, 206, 216, 220, 263,
269, 272, 323.
León Hebreo, 215, 216, 248.
Lessing, 326, 335.
Liberatore, 123.
Lincurio, 217.
Littré, 43, 156.
Locke, 153, 156, 272.
Lope de Vega, 59, 132, 248.
Lorenzo el Magnífico, 142, 239, 264.
Lotze, 206, 249, 250, 307, 365.
Luanco, 50, 116.
Lulio (Raimundo), 191, 213, 215, 216,
227, 364.
Lloréns y Barba, 50, 52, 98, 116, 120,
156, 190, 191, 192, 193, J94, 197, ·98,
208, 233, 239, 275, 281, 372.
Macaulay, 260, 276, 313, 314, 3*5. 3i6·
Macías Picavea, 99, 101, 103, 104, 105,
106, 108, 109, 110, 112, 113, 125.
Machado (Α.), ii2.
Maeztu, 104, 105, n o , 125.
Magendie, 85.
Maimónides, 200, 217.
Manrique (Ángel), 191.
Marafión, 10, 11, 79, 84, 92, 105.
Marchena, 217.
Marías (J.). 35»Marsilio Ficino, 142.
Martín (Raimundo), 361.
Martínez Pascual, 217.
Martínez de la Rosa, 283, 315.
Mateos Gago, 187.
Maura, 97, 112, 113, 127, 138.
Maurenbrecher, 201.
Melebranche, 269.
Menéndez Pelayo (Enrique), 79.
Menéndez Pidal, 79, 82, 83, 112, 137,
258.
Milá y Fontanals, 52, 98, 110, 116,
120, 131, 132, 139, 190, 239, 281, 315,
372.
Mir (P.), 346.
Moerbeke (Guillermo de), 337.
Molina, 165, 172, 191, 322, 354.
Molinos, 218.
Molíns (Marqués de), 315.
Mommsen, 313.
Montaigne, 204.
Montes de Oca, 137, 139.
Montesquieu, 194.
Morayta, 121.
Moreno Nieto, 84, 208.
Morente (M. G.), 169.
Müller (Johannes), 127.
Natorp, 282.
Newman, 166.
Newton, 184, 375,
Nicolás de Cusa, 18.
Niebuhr, 127, 313.
Nietzsche, 68, 203, 220, 249, 273.
Nocedal, 177, 187.
Novalis, 30, 31, 253.
Ockam (Guillermo de), 18, 272.
Olóriz, 97, 202.
Orígenes, 136, 139, 151, 167, 297, 342.
Orosio, 184, 262, 266, 267, 354.
Ortega y Gasset, 48, 63, 64, 70, 82,.
103, 114, π 9, 124, 162, 238, 274, 278,
311, 312, 337.
Ortí y Lara, 114, 123, 124, 177.
—394 —
Ors (Eugenio d'), 65, 67, 153, 221.
Owen, 272.
Palacio Valdés, 97, 112.
Paraíso, 104.
Pardo Bazán (Emilia), 97, 99, 112.
Pascal, 266.
Pasteur, 176.
Pereda, n i .
Perojo, 122, 123, 135, 207.
Petavio, 299.
Petrarca, 170.
Pi y Margall, 182.
Pico de la Mirándola, 379.
Pidal y Mon (Α.), 114, ιι6, 122, 140,
141, 142, 147, 151, 157, 178, 180, 188,
196, 210, 223, 241, 259, 298, 352.
Pidal (Marqués de), 288.
Pinder, 114.
Pío XII, 277Pirron, 269.
Planck, 56.
Platón, 56, 138, 174, 189, 269, 275,
276, 289, 304, 31.2, 354, 380.
Plinio, 195.
Plotino, 269, 272.
Poliziano (Angelo), 142, 239, 243.
Porfirio, 272.
Primo de Rivera (Miguel), 105.
Prisciliano, 217.
Prisco, 123.
Proclo, 272.
Prudencio, 140, 163, 164.
Quatrefages, 202.
Quevedo, 150, 195.
Ranke, 133, 276, 305, 306. 313.
Ravaisson, 249, 365.
Rawlinson, 313.
Reid, 207, 272.
Reina (Manuel), 97.
Reinhardt, 275.
Renán, 137, 186, 196, 272.
Renouvier, 251.
Revilla (M. de la), 122, 123, 128, 155,
176, 207.
Ricardo de San Víctor, 85.
Ribera (J·). 97. 98» 105, 107, 109, 110,
m , 112, 113, 127, 188.
Richter (Juan Pablo), 326.
Rickert, 292.
Rilke, 45.
Rodríguez Marín, 79, 242.
Rohde, 249.
Rousseau, 194.
Rubio, 116.
Ruiz de Montoya, 299.
Ruiz Zorrilla, 121.
Ruysbrœk, 272.
Saavedra Fajardo, 154.
Sabunde, 215, 216.
Sagasta, 113, 121.
Sáinz Rodríguez, 11.
Salmerón, 102, 114, 120, 122, 128, 182,
372.
San Agustín, 13, 22, 59, 63, 66, 69,
71, 75, 76, 77, 87, 90, 139, 151, 163,
166, 167, 184, 194, 240, 265, 266, 267,
272, 278, 297, 331, 342, 343, 354, 355,
376.
San Anselmo, 297, 342, 344.
San Buenaventura, 266.
San Ignacio de Loyola, 119, 376.
San Ireneo, 348.
San Juan, 141, 265, 342, 343, 347.
San Juan de la Cruz, 41, 65, 161, 252,
354San Justino, 151, 297, 343, 344, 345,
347. 348, 349. 354. 381.
San Pablo, 76, 77, 341, 343.
Sánchez (Francisco), 204, 215.
Sánchez Reyes, 10, 11, 79, 351.
Sanseverino, 123, 125.
Santa Mariana (Luys), 74.
Santa Teresa, 376.
Santo Tomás, 125, 133, 137, 141, 142,
150, 152, 165, 166, 169, 178, 179, 180,
194, 268, 272, 297, 337, 340, 341, 344,
354, 376.
Sanz del Río, 220, 228, 361.
Savigny, 127, 313.
Savonarola, 137, 147.
Schasler, 365.
Schelling, 123, 220, 272, 326, 348, 350.
Schiller, 156, 296, 328, 336.
Schlegel, 159, 326.
Schleiermacher, 60, 88.
Schopenhauer, 70.
Schuchardt (Hugo), 145.
Schwarz (Eduardo), 189.
Séneca, 132, 200, 209, 215, 233.
Sepúlveda, 147, 148, 171.
395 —
Servet (Miguel), 176, 200, 217.
Shakespeare, 80, 95, 235, ,356, 388.
Soto (Domingo de), 191, 322.
Sotomayor (Enrique), 45.
Spengler, 67, 273.
Speransky, 353.
Spranger, 66.
Stendhal, 99, 333.
Stenzel, 276.
Stuart Mill, 193, 280, 365.
Suárez, 148, 151, 165; 166, 171, 172,
173, 191, 203, 219, 225, 322, 354, 376.
Suso, 272.
Tácito, 316.
Taine, 18, 19, 249, 250.
Taparelli, 125.
Tauler, 272.
Tejado (Gabino), n i .
Tertuliano, 284, 297, 341, 342, 344,
345, 347, 352, 376.
Thomassino, 299.
Ticknor, 35.
Tirso de Molina, 56, 151, 211.
Troeltsch, 281.
Toledo, 322.
Turró, 97.
Unamuno, 103, 105, 112, 127, 189, 199,
228, 230, 231, 239, 252, 253, 350, 351.
Valdés (Juan de), 176.
Valera, 31, 59, 79, 84, 92, 98, 116, 126,
137, 156. 180, 187, 227, 242, 319.
Valmar (Marqués de), 116, 139.
Valle-Inclán, 56, 104, 112.
Valles, 171, 191, 227, 242.
Vauvenargués, 56.
Vázquez, 191.
Vázquez Mella, 112.
Vega de Anzo (Marqués de la), 384.
Vico (Juan Bautista), 203.
Vigón Gorge), 10.
Virchow, 202.
Vitoria, 147, 149, 151, 172, 322.
Vives, 34, 132, 147, 148, 149, 150, 151,
152, 153, 171, 174, 191, 215, 217, 224,
225, 227, 233, 242, 261, 355, 359, 380.
Voltaire, 194.
Walter Scott, 159.
Wasmann. 353.
Weber (Max), 66.
Winckelmann, 326.
Windelband, 273.
Wolf, 220.
Wundt, 206, 220, 249.
Yorck (Conde de), 276.
Zachariä, 201.
Ziegler, 184.
Zubiri, 24, 59, 276, 282, 296.
INDICE
DE
MATERIAS
Pegs
PRÓLOGO
7
PARTE PRIMERA
EL
I.
II.
III.
IV,
V.
VI.
PROBLEMA
Los pasos del historiador
La biografía y su problema
Geometría de la intimidad
El doble salto hermeneutico
Cabos sueltos
Ήél mezzo del cammin
15
23
29
43
72
78
PARTE SEGUNDA
EL
I.
II.
J11.
IV.
V.
VI.
POLEMISTA
Promoción de sabios
El nacimiento del fénix
Visión de la Historia
"Aquella libertad esclarecida"
Radix Hispa-niae
Bajo el ala del águila
97
116
130
161
183
222
-398Págs.
PARTE TERCERA
DON
MARCELINO
I. Luz en la cumbre
II. Hacia la Historia de verdad
i. La estructura del acontecer histórico
2. La realidad histórica
3. El ámbito de la historicidad
4. Método y fruto de la historiografía
5. El historiador
III. El contenido de la Historia
IV. Irrequietum cor
V. Del recuerdo a la esperanza
237
258
258
285
296
300
312
318
330
357
EPILOGO
EL HOMBRE Y LA OBRA
I. Las coordenadas de una iatimidad
II. Ámbito y huella de la obra
37Í
387
NOTA—En la página 78, línea 1; en la página 79, ¡línea 31; en la
página 82, línea 1, y en la página 238, línea 30, dice camm. Deberá leerse
cammm.
ACABÓSE DE IMPRIMIR ESTE
LIBRO EN LOS TALLERES GRÁFICAS UGUINA, DE MADRID, EL
2 3 DE MARZO DE I944. DIBUJARON Y COMPUSIERON LA
CUBIERTA JOSE R\ ESCASSI Y
FRANCISCO VERDU
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