LA ISLA “¡Estas vacaciones van a ser diferentes!” había exclamado exhibiendo un folleto en su mano. “¡Alquilamos un velero!”. Recuerdo a mi madre decir entre risas: “Tú estás loco…”. Pero papá no estaba loco y conocía el mar como pocos. Salimos del puerto una mañana de verano rumbo a una aventura única: Conocer el mar. Siempre nos han dicho que el mar es inmenso pero no os podéis imaginar lo grande que es hasta que te conviertes en un puntito perdido en su infinitud. Aunque lo que más me sorprendió fue descubrir que el agua del mar es negra de noche. Completamente negra. Mi madre, en la cubierta del barco me decía: “Son los calamares, se ponen de acuerdo y arrojan su tinta para que los peces puedan dormir tranquilos, escondidos entre la oscuridad”. Todo fue bien hasta que una mañana el viento dejó de soplar. Mi padre pasó las horas mirando al cielo y luego al mar y luego al cielo. Les oí susurrar. Ellos, los mayores, creen que los niños no entendemos pero se equivocan. El velero se quedó quieto, inmóvil en medio de aquella balsa. Todo era silencio. Hasta la radio se había callado. Ya no se oían aquellos chasquidos y las palabras entrecortadas. El miedo por aquella extraña calma aguzó mis sentidos y avisté unas aves a lo lejos. _ ¡Papá!, ¡pájaros! Si hay pájaros, hay tierra-chillé. Sonrió. Era la primera vez que lo hacía en aquel largo día. _ Voy a poner en marcha el motor-dijo mesándome el cabello-. Este es mi chico. Lentamente el velero viró a babor, acercándose a la tierra, pero al aproximarnos descubrimos, incrédulos, que aquella isla no era más que un montón de basura. Un inmenso montón de basura. _ Pe-,pe-ro, ¿qué es esto?-tartamudeó mi madre. _ ¿No lo ves, mamá?-sollocé-. Plásticos, tetrabriks, latas, ropa, redes. Los tres miramos aquella isla de desperdicios. _ ¿Por qué está aquí, papá?, ¿quién ha juntado toda la basura? Mi padre clavó los ojos en aquel gigantesco archipiélago que se extendía hasta el infinito. _ Somos nosotros, los humanos los que la estamos formando. ¿No ves a niños dejando latas en la playa?; ¿no ves a la gente abandonar bolsas de basura? Los barcos y las petrolíferas arrojan los desperdicios sin piedad al mar. Y el mar, agotado, la va dejando aquí. Es como si las corrientes del mar se hubiesen cansado de arrastrarla y, abandonasen, vencidas en su lucha. Permanecimos en silencio escuchando el sonido de las aves sobrevolando y cayendo sobre las presas que no eran más que pequeños peces entre miles de desperdicios humanos. _ ¡Mamá, mira! Una gaviota agonizaba sobre la cubierta del barco. _ ¿Qué le ocurre?, ¿se está ahogando? Mi madre corrió a por el botiquín, cogió unas pinzas y abriendo el pico del ave, le extrajo un grueso tapón de plástico. El ave inspiró y expiró mientras mi padre y yo la sujetábamos con fuerza. _ ¡Soltadla, ya! –nos ordenó mi madre. La gaviota nos miró a mi padre y a mi tres veces. Luego se revolvió y se puso en pie. A mí me pareció oír un suave: “Gracias” mientras alzaba el vuelo. _ ¿Y, ahora? _ ¿Se podrá andar sobre la isla?-pregunté. _ Vamos a intentarlo. Al poner el pie sobre el suelo, mi padre se hundió. _ ¿Por qué no vuelves? –le chillé-. ¿Qué necesitas de ahí? _ Algún material que nos ayude a arreglar la radio. Mi madre le lanzó una cuerda con un salvavidas y avanzó y avanzó entre aquella masa de deshechos hasta encontrar lo que buscaba: una placa de ordenador. Nos tiró de la cuerda para que lo aupáramos. Cuando subió al velero olía mal, muy mal pero no nos importó. Mi padre había vuelto. Unas horas después, la radio volvió a emitir aquellos extraños ruidos. Mi padre indicó nuestra posición y el hallazgo que habíamos realizado: _ Sí. Una isla de basura. Le digo que sí. A la mañana siguiente, después de haber dormido los tres abrazados, escuchamos el motor del barco de salvamento. También el capitán del barco y los marinos se quedaron anonadados. _ Es todo basura, una isla de basura. Subimos al barco sin dejarnos de la mano ni un solo instante. _ ¡Habéis tenido suerte! –nos decían. Un ave pasó volando raso sobre nuestras cabezas. Nunca supe si fue ella. Ha pasado el tiempo. No he vuelto a subir a un barco pero sigo paseando por la playa. Siempre voy con una bolsa y unos guantes. Recojo toda la basura que encuentro. Al principio la gente se reía de mí pero, al conocer mi historia, empezaron a acompañarme. ¡Únete a nosotros! ¡Ayúdanos a limpiar ese precioso mar que nos dio la vida!