Guadalajara, una noche / Pedro Lemebel

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Guadalajara, una noche / Pedro Lemebel
La Feria del Libro de Guadalajara estaba dedicada a Chile, y me invitaron casi por debajo de la puerta, es decir, alguien
me llama y dice sobra un pasaje porque otro escritor no va. Y entre mandarlos a la mierda y aprovechar de conocer ese
lindo paÃ-s, dije que bueno, que claro, y allá mismo les hacÃ-a la desconocida. Y asÃ- fue, en pleno acto dije lo que se me
antojó y le di cuerda a la lengua como pájaro estridente, imposible de enjaular.
    En la comitiva iba un puñado de escritores aburridos, y los grupos musicales: Illapu, Los Tres y Los Jaivas. Al
finalizar las actividades, luego de la presentación de estas bandas en un escenario al aire libre, ante la mirada impávida
de los mexicanos que no sabÃ-an cómo entender el concert altiplánico-folk-pop que dieron los músicos chilenos;
después de viajar en un avant charlando, muertos de agotados; luego de un merecumbé whiskero en el hotel, alguien
dice que podrÃ-amos seguir la parranda en otro lugar. Y ahÃ- saltó el Õlvaro HenrÃ-quez de Los Tres, diciendo que habÃ-a
un bar cubano muy chévere pero casi fuera de la ciudad. Y Guadalajara es tan grande y extendida como un pañuelo
multicolor agujereado por las torres de las iglesias. Pero vamos más cerca, al Salón Veracruz, dije, recordando la
noche anterior en que lo habÃ-amos pasado tan bien cimbreando los huesos en ese hermoso lugar. Como son los
salones de baile en México, mezcla de quinta de recreo, cabaret y disco. Con música de trompetas en vivo, y el
familión popular haciendo sus piruetas danceras en la pista del acrÃ-lico flash. Pero el Õlvaro déle que no, que el pub
cubano era de lo mejor. Y bueno, dijimos todos, está bien, si Õlvaro lo dice. Maldita la hora en que le hicimos caso,
porque después de viajar mucho rato en una caravana de taxis lejos del centro colonial, nos bajamos en un
descampado donde nos dejaron los autos y partimos caminando por una arboleda tenebrosa hasta el local, que estaba
más oscuro aún. Cerrado, no se oÃ-a nada, y ahÃ- estábamos, preguntándonos: ¿Y ahora qué hacemos abandonados
en ese solar? Caminemos, dijo uno de Los Jaivas con optimismo hippie. Y partimos caminando la patota de chilenos por
el largo sendero sin rumbo donde no se veÃ-a un alma, menos otro taxi que nos sacara de ahÃ-. El Õlvaro, tratando de
hacerse el simpático por el lÃ-o en que nos habÃ-a metido, improvisaba canciones que a ratos me hacÃ-an sonreÃ-r.
Pedrito iba caminando por un sendero y se encontró con un marinero..., cantaba el loco, mientras chancleteábamos
como yeguas de feria esa noche guadalajareña.
    El grupo atento a donde brillara un neón, eran casi todos hombres, sólo la Morgana y yo quebrábamos esa
extraña romerÃ-a masculina. Al Titae no le importaba caminar, me sirve para bajar de peso, le comentaba a otro músico
que miraba el cielo azteca con ojitos de niño exiliado. La carretera solitaria, las mansiones del Porfiriato eran castillos
lúgubres que enmarcaban la ruta. Nada más, el resto piedra y camino, como escribió Atahualpa Yupanqui. AhÃ- en esa
soledad nadie era nadie, la fama no servÃ-a para movilizarse, todos éramos iguales en ese cansado deambular. Un
amigo melenudo del viejo Illapu sacó un fumo milagroso que iluminó el cansancio. El Õlvaro se habÃ-a quedado mudo,
pero reÃ-a en su interior como chiquillo malo que habÃ-a hecho una travesura. Qué manera de andar, parecÃ-a que la
noche era eterna. El exilio penando sobre nuestras cabezas, mientras el Õlvaro silbaba la canción «Vuelvo, amor,
vuelvo», de Illapu... en ritmo country.
    El grupo de chilenos perdidos en alguna ruta tapatÃ-a no podÃ-a más de cansado, caminar y caminar y no se veÃ-a
taxi alguno. Pasaban soplados los autos lujosos de los habitantes de ese barrio de mansiones ricachas semejando
templos egipcios, columnas, mármoles ruinosos, mansiones hollywoodenses a la luz de la luna azteca. Otro México de
piel güera y sirvientes morochos era el paisaje donde rumbeábamos la noche a la deriva.
    A la distancia, las cúpulas doradas de la ciudad revelaban un pasado glorioso encumbrado en la mÃ-stica
colonizadora de las iglesias. El Õlvaro trataba de silbar «Vuelvo» en ritmo de tango cuando por fin aparecieron los taxis
que nos levantaron de allÃ-. Las ventanas de los autos tenÃ-an barrotes de seguridad. Llévenos a algún lugar abierto,
dijo un Jaiva con la lengua reseca. Y después de vueltas y vueltas por las avenidas solitarias, lo único disponible a esa
hora era un desierto salón de baile donde rezongaban las trompetas un calipso retumbón. Dos parejas se amasaban
en la pista de baldosas blanquinegras, algunos parroquianos bebÃ-an sin mirarnos, y el resto del enorme local estaba
vacÃ-o, poblado de mesas que los chilenos desesperados ocupamos con ansiedad. Por fin un tequila, dos tequilas,
tres...., y vamos a bailar, dijo el Titae sin darse cuenta de que sólo éramos dos mujeres las disponibles. Tendremos que
hacer de copetineras, le dije a la Morgana, que, tomándose un golpeado, saltó a la pista sacudiendo el escote. El Titae
movÃ-a los pies bajo la mesa, y, a una seña, yo salÃ- al dancing peinándome con el qué dirán.
    Esa noche con la Morgana tuvimos que ir de brazo en brazo, de Los Tres al Illapu, y del Illapu a Los Jaivas, para
satisfacer la pachanga zumbona.
    El Õlvaro se habÃ-a quedado mudo, mirando en éxtasis los murales con palmeras y cielos desgarrados, escuchan
con nostalgia a la orquesta timbaleando una pena. ¿Quieres bailar?, le dije estirándole la garra travesti. No bailo,
además estoy cansado, me contestó bostezando, como si ese largo tour no hubiera sido por su culpa. Eres un
machista, le enrostré con enfado, y salÃ- campante a rumbear con otro músico. En realidad ya no me dolÃ-an los pies
después de la caminata y al parecer el calorcillo del cabaret me habÃ-a dado alas.
    Los chilenos a veces son asÃ-, pensé moviendo la cadera al son del bongo y las maracas. Ellos, cuando están fuer
del paÃ-s, se las dan de superprogres y populares sólo cuando hay público o periodistas. Pero allÃ-, en aquella perdida
cantina fronteriza, no habÃ-a público rockero. Sólo unos cuantos mexicanos borrachos que no nos daban pelotas. Pero
retumbaba la orquesta su mejor diapasón. La Morgana tenÃ-a las tetas transpirando cuando, agotada como mula de
circo pobre, se sentó diciendo: No puedo más, Pedro, anda, te toca a ti. Y como si tuviera un pelo azabache del mismo
largo de una minifalda putinga, apreté los glúteos y, persignándome, salÃ- a bailar.
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Generado: 25 November, 2016, 16:35
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