en Kierkegaard

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El Títere y el Enano
Revista de Teología Crítica
Año 2010. Vol. I
ISSN N°: 1853 – 0702
El descubrimiento de la libertad infinita: Kierkegaard y el pecado
Pablo Uriel Rodríguez
(UBA)
[email protected]
RESUMEN
Este artículo investiga la esencia de la libertad tal y como Kierkegaard la presenta a partir de su
hamartología. En primer lugar (2 - 3), distingo entre la concepción cristiana y la concepción griega
del pecado. En segundo lugar (4), indico las consecuencias implícitas en la identificación entre
«pecado original» y «primer pecado». Por último (5), analizo qué significa pensar al hombre como
un agente provisto de una libertad infinita
Palabras Clave: Kierkegaard, pecado, voluntad, libertad
ABSTRACT
This article investigates the essence of freedom as it is presents by Kierkegaard from his
hamartology. First (2-3), I make a distinction between the christian conception of sin and the greek
conception of sin. Second (4), I indicate the implicit consequences in the identification between
«original sin» and «first sin». At last (5), I analyse what it means thinking the man as a an agent
with an infinite freedom
Keywords: Kierkegaard, sin, will, freedom
1. Introducción
Si es posible hablar de algo así como una antropología kierkegaardiana, la misma se desarrolla en
dos momentos fundamentales: uno de ellos corresponde a El Concepto de la Angustia (junio de
1844); el otro, a La Enfermedad Mortal (julio de 1849)1. Una y otra obra se complementan entre si
como una antropología natural y una antropología revelada o religiosa. La obra de 1844 investiga la
constitución de la síntesis cuerpo – alma; por su parte, la de 1849 analiza el modo en que ésta
síntesis, denominada ahora «espíritu», queda referida (o no) al poder que la ha creado.
Metodológicamente hablando ambos libros recurren en su descripción de la condición del ser
D. Rivero en el Prólogo del Traductor de El Concepto de la Angustia señala que tanto ésta obra como La Enfermedad
Mortal constituyen “el origen frontal del existencialismo, que en esta su propia fuente se manifiesta como una filosofía personalista,
concreta y, sobre todo, cristiana” (Rivero, 1984: 11)..
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humano a categorías emocionales, a saber, la angustia y la desesperación. El recurso a estas
«emociones» que, como en numerosas ocasiones repite .S. Kierkegaard2, son específicamente humanas
–y que incluso constituyen para el danés un criterio de distinción entre la humanidad y la
animalidad3– da cuenta de una concepción filosófica del hombre que no restringe la esencia del
mismo a la racionalidad. Existe, no obstante, una coincidencia aún más fundamental entre estas
obras: ellas se ocupan, con especial atención, del «pecado». Mientras que El Concepto de la Angustia
es concebido como una investigación psicológica cuyo objetivo es clarificar la posibilidad del
«pecado»; La Enfermedad Mortal es, en última instancia y desde la peculiar intención de quien se
presenta como el autor de un tratado edificante, una exposición cristiana que se enfrenta a la realidad
del «pecado». Si la antropología kierkegaardiana sólo puede considerarse consumada en tanto ella se
expresa como una antropología religiosa; del mismo modo, el análisis del «pecado» alcanza su punto
culminante en el tratamiento que de él ofrecen las páginas firmadas por Anticlimacus. Por este
motivo, es necesario ensayar una lectura de El Concepto de la Angustia a partir de La Enfermedad
Mortal. Por otra parte, tal hipótesis no violenta en absoluto el texto kierkegaardiano: ya el mismo
autor de El Concepto de la Angustia nos advertía en torno a la necesidad de que la psicología le
entregue la problemática del «pecado» a una segunda ética.
2. «Pecado involuntario», «pecado voluntario»
En Temor y Temblor se sientan las bases para una distinción entre, lo que podría denominarse,
«pecado ético-moral» y, lo que cabría llamar, «pecado teológico-religioso». Claro está, que en esta
obra, el caso límite explorado, es decir, el sacrificio de Isaac a manos de Abraham presenta estos
dos conceptos en franca oposición excluyente: la corrección ética implica el fracaso religioso; la
fidelidad religiosa decanta en el crimen moral. “La voz del deber teológico –comenta J. Collado– es
tentación ante la conciencia ética del individuo; y a la inversa, el deber ético es tentación para la conciencia del deber
teológico” (Collado, 1962: 238). Dejando de lado la historia del patriarca bíblico y centrando la
mirada en el tema del «pecado», lo que Temor y Temblor propone es una definición de este último
como desobediencia teológica que bien puede coincidir o bien puede entrar en contradicción con la
desobediencia ética. La Enfermedad Mortal se ocupa, precisamente, desde una perspectiva cristiana de
aquella relación entre el Singular y lo Absoluto aludida en la obra de Johannes de Silentio. La
investigación de Anticlimacus, tributaria de la distinción esbozada en Temor y Temblor, tiene como
fin fundamental clarificar esta noción de «pecado» como desobediencia teológica. En función de tal
objetivo, contrapone las definiciones socrática y cristiana del pecado.
Sócrates ha definido al «pecado» como ignorancia. Esta definición, de acuerdo con Kierkegaard,
está atravesada por una serie de dificultades. En primer lugar, el filósofo ateniense no da cuenta
del origen de esta ignorancia. Es ella, acaso, “¿el estado de alguien que no ha sabido nada y que hasta aquí
no haya podido saber nada de la verdad? ¿O es una ignorancia adquirida ulteriormente?” (Kierkegaard, 1960:
110). Sin resolver esta delicada cuestión, Kierkegaard apunta que la misma sólo podría ser
dilucidada en la medida en que se supere el planteo unilateral propuesto por Sócrates. La
respuesta a este dilema, que puede derivarse del planteamiento kierkegaardiano, implica una
suerte de síntesis entre las dos alternativas: la ignorancia ha sido adquirida pero con anterioridad a nuestra
experiencia. ¿Cuál es el significado, entonces, del «pecado» como ignorancia? Admitir esta definición es
creer que nunca se comete una injusticia sabiendo qué es lo justo (Cfr. Kierkegaard, 1960: 111). Esta
definición socrática choca de lleno con nuestra experiencia cotidiana: los hombres eligen el mal
Cfr. “… no se encuentre ninguna angustia en el bruto, precisamente porque éste, en su naturalidad, no está determinado como espíritu”
(Kierkegaard, 1984: 67) y “La superioridad del hombre sobre el animal, está pues en ser pasible de ese mal [la desesperación]”
(Kierkegaard, 1960: 23).
3 En relación con la «desesperación» el pseudónimo anota lo siguiente: “Ser pasible de este mal, nos coloca por encima de la
bestia, progreso que nos diferencia mucho mejor que la marcha vertical, signo de nuestra verticalidad infinita, o de lo sublime de nuestra
espiritualidad” (Kierkegaard, 1960: 23).
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aún conociendo el bien. Pero con ello no se refuta el principio socrático; sino, más bien, se refuta
el hecho de haber comprendido el bien, puesto que de haberlo comprendido, escribe
Kierkegaard, “sus vidas lo expresarían también y sus actos responderían a su saber” (Kierkegaard, 1960:
112). “¿Pero entonces –se pregunta Kierkegaard– donde suena a falsa la definición?” (Kierkegaard, 1960:
114), el error de esta concepción se basa en el suponer un tránsito inmediato entre la
comprensión y la acción. La «corrección» cristiana a esta concepción implica la introducción de
una categoría dialéctica que permite tal pasaje: la voluntad.
La tesis de Kierkegaard consiste en ahondar la diferencia entre comprender algo y realizarlo;
entre la mera posibilidad y la realidad. Para que lo posible devenga real, es decir, para que un
curso de acción se convierta en una acción efectiva es preciso un acto voluntario. La acción,
dentro del planteamiento kierkegaardiano, ya se consuma con el asentimiento de la voluntad ante el
producto del conocimiento. Ahora bien, ¿qué ocurre cuando la voluntad no admite los resultados
del pensamiento? Kierkegaard señala que la voluntad “no se pone necesariamente a hacer lo contrario de
lo que ha aprehendido el conocimiento; tales choques son raros; pero ella deja pasar cierto tiempo, se abre un
ínterin, ella dice: mañana se verá. Entre tanto, el conocimiento se obscurece de más en más y las partes bajas de
nuestra naturaleza toman siempre mayor predominio… Y cuando entonces el conocimiento se ha obscurecido
bastante, hace mejores migas con la voluntad; al fin es el acuerdo perfecto…” (Kierkegaard, 1960: 115-116).
No obstante, con lo dicho aún no se ha superado al socratismo. Para entender este fracaso y
superarlo, resulta provechoso recordar aquí la explicación cartesiana del error. Cuando R.
Descartes en su Cuarta Meditación se interroga por el origen de sus errores, responde lo siguiente:
“siendo la voluntad mucho más amplia y extensa que el entendimiento, no la contengo en los mismos límites, sino
que la extiendo a las cosas que no entiendo, se extravía fácilmente y elige lo falso por lo verdadero y el mal por el
bien; todo esto hace que yo me equivoque y peque” (Descartes, 1997: 74-75). Una primera lectura del texto
cartesiano podría atribuirle a la voluntad la culpa del error. Sin embargo, el filósofo francés
recalca que el origen del mal no se encuentra en la constitución de esta facultad sino en el uso que
de ella realiza el ser humano4. La voluntad cartesiana queda definida como la capacidad que todo
hombre posee de afirmar o negar los contenidos de su pensamiento sin ningún tipo de coacción
externa. No obstante, Descartes procura que la libertad de la voluntad no se confunda con la
indiferencia: “Para que yo sea libre no es necesario que sea indiferente en la elección de una cosa; antes bien, cuanto
más me inclino a una cosa –bien porque conozca evidentemente que lo verdadero y lo bueno se encuentran en ella,
bien porque Dios disponga así el interior de mi pensamiento– tanto más libremente la elijo y la abrazo…”
(Descartes, 1997: 74).
El orden de las verdades del ser es, para Descartes, el resultado de un acto divino de voluntad
soberana. Por este motivo, la única actitud posible ante la verdad es su afirmación incondicional5.
Dios ha creado de tal modo nuestra voluntad que, como sostiene J.P. Sartre, “frente al orden de las
esencias, la subjetividad no puede ser, en efecto, sino la simple libertad de adherirse a lo verdadero” (Sartre, 1967:
244). En lo que respecta a la falsedad, las cosas son, en efecto, diferentes. Es precisamente aquí,
en su relación con lo negativo, donde la libertad cartesiana puede actuar sin la constricción del
tutelaje divino. Como fácilmente se puede percibir, la posición cartesiana termina, pese a todos
sus rodeos, recayendo en la tesis socrática. La única diferencia entre el filósofo moderno y el
antiguo es que el primero de ellos pone a Dios como garante de la conformidad de la voluntad (la
acción) con el entendimiento (la comprensión). En otras palabras, si quien conoce lo justo actúa
en consecuencia, lo hace porque Dios ha constituido su ser de modo tal que no le cabe otra
forma de actuar.
Cfr. “En este mal uso del libre arbitrio se encuentra la privación que constituye la forma del error. La privación se encuentra en la
operación en cuanto procede de mi; pero no se encuentra en la facultad que he recibido de Dios…” (Descartes, 1997: 75)
5 Pese a ello, Sartre señala que, en la medida en que las esencias eternas dependen en todo momento de la voluntad
divina; el asentimiento de la voluntad humana a la verdad y el bien no es absoluto sino relativo. El hombre cartesiano
afirma el bien y la verdad porque estos son, en última instancia, “criaturas” divinas. En este sentido, puede leerse en
Descartes una suerte de Johannes de Silentio avant la lettre.
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¿Cómo se supera, entonces, al socratismo? Descartes, al igual que Kierkegaard, ha introducido
la voluntad; sin embargo, esto no ha alcanzado. El filósofo francés explica de mil maravillas
porque el hombre sucumbe ante el mal; pero su pensamiento se torna impotente cuando se le
exige que de la causa de nuestra oposición al bien. En los términos de La Enfermedad Mortal lo que
se le pide a una definición del «pecado» no es una explicación de por qué no se comprende lo justo;
sino de por qué no se lo quiere comprender, de por qué no se quiere lo justo.
La solución kierkegaardiana a este problema, al parecer, supone una suerte de reconfiguración
del planteo cartesiano: no se trata, simplemente, de que los hombres utilicemos de modo
perverso nuestra voluntad; sino, más bien, de que la voluntad humana está, ella misma,
pervertida. Ahora bien, como afirma Kierkegaard, esta corrupción de la voluntad supera a la conciencia del
individuo por lo cual es necesaria una revelación de Dios para instruir al hombre sobre la naturaleza del
pecado. Esta revelación divina no es otra cosa sino el relato del «pecado original».
3. La vida oculta del «pecado»
Antes de entrar de lleno en El Concepto de la Angustia con el fin de esclarecer el origen de la
corrupción de la voluntad humana escuchemos una vez más a La Enfermedad Mortal.
En el capítulo V de la Segunda Parte, titulado “La continuidad del pecado”, Kierkegaard
vuelve a contraponer la concepción pagana con la concepción cristiana del «pecado». En el primer
caso, el «pecado» se comprende como un fenómeno aislado, aquel que se ha producido por un uso
erróneo de nuestras facultades; en el segundo caso, el «pecado» es un estado, en otras palabras, la
corrupción misma de estas facultades. Anticlimacus señala que la concepción pagana tiene una
lectura «superficial» del pecado que equivale a creer que “un tren no avanza más que cada vez que se oye
jadear la locomotora” (Kierkegaard, 1960: 133). Así como el jadeo de la locomotora acaece sobre el
trasfondo del avance del tren; el pecado aislado (del cual el paganismo es conciente) acontece
sobre el trasfondo de la “continuidad del pecado” (revelada exclusivamente a la percepción
cristiana). El cristianismo comprende que todo «pecado» singular no es la enfermedad sino el
síntoma. Se trata, metafóricamente, de una erupción epidérmica causada por un malestar más
profundo: el «pecado» singular revela o manifiesta la «continuidad del pecado». Esta «continuidad
del pecado» debe ser interpretada como la historia material de la voluntad del individuo. Se juega
aquí una suerte de «tendencia» interna de la voluntad hacia el «pecado». No son, por tanto, las
decisiones individuales las que, de modo absoluto y sin resistencia alguna, dirimen la dirección de
nuestra voluntad; la situación real es otra, las decisiones individuales no son la causa sino el efecto
de la historia de nuestra voluntad. Para clarificar esta idea, tal vez resulte atinado recurrir a un
ilustrativo pasaje del Diario, escrito en 1851, en el cual nuestra voluntad es comparada con una
balanza: “Pensad en una balanza de precisión: luego de haber sido usada aunque sólo sea durante una semana,
ya tiene historia. El propietario está ahora al corriente de este hecho histórico: que la balanza tiende a inclinarse
hacia uno u otro lado; una historia que prosigue según el uso que de ella se haga” (Kierkegaard, 1955: 338).
Esta imagen describe poéticamente la situación existencial de la voluntad humana; el ser
humano jamás se dirime entre dos alternativas que se le enfrentan en pié de igualdad.
Cotidianamente se decide en función de la inclinación propia y singular de cada voluntad
individual. Pero, nuevamente, ¿cómo se adquiere esta tendencia? Caben dos posibilidades
excluyentes: o bien al hombre se le ha dado una voluntad condicionada; o bien el hombre mismo
ha determinado esta condición.
4. Crítica del Pecado Puro
La teología ha identificado, a lo largo de su historia, al «pecado original» con el «pecado» de
Adán. La tesis del pseudónimo, en lo que a este punto respecta y que aún a su pesar lo
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compromete con ciertos núcleos del pelagianismo, es contundente: «pecado original» no es
exclusivamente el «pecado del primer hombre» sino el «primer pecado» de todos y cada uno de
los individuos. El «pecado» de Adán, comenta Collado, es tan sólo “el primero históricamente… no en
cuanto original u originante en la historia del género humano, pues el pecado se origina en el individuo, en cada
individuo, al cometerlo éste por primera vez” (Collado, 1962: 93 – 94). La significación cabal de este
«primer pecado» está encriptada en una enigmática frase que es preciso dilucidar: “El primer pecado
es una determinación cualitativa, el primer pecado es el pecado” (Kierkegaard, 1984: 54). En esta frase, el
pseudónimo kierkegaardiano, está muy lejos de recurrir al efecto retórico de una tautología; lo que
aquí se indica es que el «primer pecado» origina aquel estado que en La Enfermedad Mortal se
designará «continuidad del pecado» y que, en El Concepto de la Angustia, recibe el nombre de
«pecaminosidad». Afirmar que el «primer pecado» introduce el «pecado» en el mundo6, implica –
aunque en primera instancia no se lo comprenda– una grave consecuencia. Aquello que antecede
a la «pecaminosidad» no es la «pecaminosidad» o, en palabras de P. Ricoeur, que “el pecado no forma
parte de nuestra realidad original ni entra como componente en la estructura ontológica primordial; es decir, que el
pecado no define al ser-hombre: antes de su devenir-pecador existía el ser-creado” (Ricouer, 1982: 401). Caen,
de este modo, todas aquellas explicaciones del «pecado original» que suponen una transición
gradual y cuantitativa de la «inocencia» a la «culpa». Y, al mismo tiempo, cae una de las dos
alternativas excluyentes que se disputaban la explicación de la inclinación de nuestra voluntad; a
saber, aquella que consideraba esta tendencia como algo dado.
Poco y nada se nos dice de la «inocencia». Sabemos que no la perdemos por nuestra filiación a
la estirpe adánica, sino a través de una culpa individual. Pero, de ella, el pseudónimo prohíbe
rigurosamente cualquier tipo de representación. En relación con el relato del Génesis, Ricoeur
afirma que “la inocencia desempeña aquí el mismo papel que desempeña la cosa en el kantismo: se la concibe lo
bastante para «ponerla» y plantearla, pero sin llegar a conocerla; con esto tiene bastante para desempeñar el papel
negativo de límite a las pretensiones que acaricia el fenómeno de equipararse con el ser” (Ricoeur, 1982: 400 –
401).
Así como en el esquema kantiano sólo tenemos experiencia de los fenómenos, pero no de la
«cosa en sí»; en el esquema kierkegaardiano sólo experimentamos la «pecaminosidad», pero no la
«inocencia». Las experiencias del hombre como agente práctico están signadas por la fatalidad de
tener que valerse de una voluntad que ya posee una inclinación. La tendencia que fija el sentido de
la libertad humana es una condición a priori de su vida práctica. No obstante, el concepto de
«primer pecado» ¿no comporta, acaso, la noción de un «acto» de la voluntad previo a todo acto
posterior de la misma? Estamos aquí, en presencia de lo que S. Žižek denomina, siguiendo a I.
Kant, «elección trascendental»: “un acto trascendental primordial, atemporal, a través del cual elegimos
nuestro «carácter eterno», los contornos elementales de nuestra identidad ética” (Žižek, 2006: 326).
Recordemos que, como afirma el autor de La Religión dentro de los límites de la mera Razón, “la
expresión «un acto» en general puede valer tanto del uso de la libertad mediante el cual es acogida en el albedrío la
máxima suprema (conforme a la ley o contra ella), como también de aquel en el que las acciones mismas (según su
materia, esto es: tocante a los objetos del albedrío) son ejecutadas conforme a aquella máxima” (Kant, 1969: 40).
Sin lugar a dudas, nos enfrentamos a una noción absolutamente paradójica. Esta «elección
trascendental» no se da, ni puede darse, en el marco de la exterioridad7; se trata de un «acto»
interior. Sin embargo, aún siendo interior, este «acto» escapa a cualquier exploración introspectiva
de la conciencia: “este comienzo absoluto –señala Žižek– nunca se produce en el presente: su estatus es el de la
pura presuposición, de algo que ha tenido lugar” (Žižek, 2006: 327). Si la «inocencia» es «cosa en sí»,
realidad opaca a toda conciencia humana, el «acto» por el cual ella se pierde, también lo es. Pese a
ello, El Concepto de la Angustia en tanto que ensayo psicológico de explicación del «pecado original»
es un intento por asir este «acto de la voluntad» –de esta «cosa en sí»– que permanece siempre
esquivo al poder de la conciencia.
6
Cfr. Ibíd., p. 55.
acto libre «fundamental» no se halla en el nivel de la realidad física, en medio de otras decisiones empíricas” (Žižek, 2006: 324).
7“…el
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En Los Estadios eróticos inmediatos o el erotismo musical, el pseudónimo estético postula
poéticamente una suerte de superación parcial del criticismo kantiano: “Si, dados dos países limítrofes,
yo conociera uno de ellos con bastante exactitud y desconociera totalmente el otro, sería capaz de hacerme una idea
de éste último aun si, pese a todos mis deseos, no me estuviera permitido ingresar en él. Viajaría a la frontera del
reino que conozco, lo recorrería sin interrupción y, al hacerlo, describiría con mi movimiento el contorno de aquel
reino desconocido, formándome una idea general del mismo por más que nunca hubiese puesto un pie en él”
(Kierkegaard, 2006: 89). Si trasponemos esta bella imagen al problema tratado, el resultado nos
revela por qué sólo a través del análisis de la «angustia» es posible esclarecer el «pecado original».
«Inocencia» y «pecaminosidad» se oponen entre sí como dos países limítrofes y la frontera –entre
el reino conocido de la «pecaminosidad» y el reino desconocido de la «inocencia»– no es otra sino
la «angustia».
El «pecado original» es, dentro del esquema propuesto por Kierkegaard, una «elección
trascendental» de la voluntad. Y lo es en los dos sentidos del genitivo: en primer lugar es un acto
de elección que la voluntad realiza ella misma y, en segundo lugar, es la elección que la voluntad
hace de sí, es decir, es la autodeterminación que la voluntad se impone a sí. Si la «angustia» nos
sirve para esclarecer el mecanismo de esta «elección trascendental» es por la simple razón de que
no hay, para Kierkegaard, decisión que comprometa la existencia del hombre en la cual ella, la
«angustia», no esté presente. Un conocido pasaje de El Concepto de la Angustia describe, en detalle,
los momentos de esta elección:
“La angustia puede compararse muy bien con el vértigo. A quién se pone a mirar con los ojos
fijos en una profundidad abismal le entran vértigos. Pero, ¿dónde está la causa de tales vértigos? La
causa está tanto en sus ojos como en el abismo. ¡Si él no hubiera mirado hacia abajo! Así es la
angustia el vértigo de la libertad; un vértigo que surge cuando, al querer el espíritu poner la síntesis, la
libertad echa la vista hacia abajo por los derroteros de su propia posibilidad, agarrándose entonces a
la finitud para sostenerse. En este vértigo la libertad cae desmayada. La psicología ya no puede ir más
lejos, ni tampoco lo quiere. En ese momento todo ha cambiado, y cuando la libertad se incorpora de
nuevo, ve que es culpable. Entre estos dos momentos hay que situar el salto…” (Kierkegaard, 1984:
88)
Lo que más llama la atención de este pasaje es que en el momento culminante, es decir, en el
momento en que debería tener lugar una explicación del «pecado» se produce un corte, la acción
se interrumpe y cuando recuperamos la visión descubrimos que todo ha acontecido mientras la
libertad permanecía desmayada. ¿Explica la «angustia» el «pecado»? De ninguna manera, la «angustia»,
en todo caso, es tan sólo una categoría que permite describir el ambiguo y tenso estado que
embarga al hombre antes de su caída.
El «primer pecado», conforme al relato bíblico, consistió en comer el fruto prohibido, pero, como
afirma Ricoeur “el fruto vedado representa la prohibición en general” (Ricoeur, 1982: 398). La importancia
de aquel acto radica en “el hecho de perturbar las relaciones de confianza entre el hombre y Dios” (Ricoeur,
1982: 399). El «pecado» de Adán no consistió en una «falta ética»; sino, por el contrario, en una
«desobediencia teológica». Si, de esta manera, el problema del «pecado» queda planteado, para
Kierkegaard, como un fenómeno estrictamente religioso; su superación se juega, como es de
esperar, dentro de la esfera religiosa. Se trata, en definitiva, de «repetir», esta vez con signo
positivo, aquella «elección trascendental» de la voluntad. El problema radica en que, de acuerdo
con Kierkegaard, resulta imposible que nuestra voluntad corrupta elija en contra de su propia
tendencia. No es posible que el hombre elija el bien, sirviéndose de una facultad inclinada hacia el
mal. Por este motivo, se descarta el ensayo ético que pretende «superar» la «pecaminosidad» a través
de la elección del “yo mismo” en su validez eterna: esta alternativa sólo profundiza la tendencia del
hombre ha valerse pura y exclusivamente de sus capacidades humanas. La superación de la
«pecaminosidad», que coincide con “la fórmula que describe el estado del yo, cuando la desesperación es
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enteramente extirpada” (Kierkegaard, 1960: 21), sólo se logra a través de la Fe entendida como
referencia del Singular al Poder que lo ha creado.
5. La Libertad Infinita
El itinerario desarrollado lleva a identificar la pregunta que cuestiona los motivos del «primer
pecado» con aquella que interroga por la causa de la «desobediencia teológica». Frente a este
delicado enigma Kierkegaard retrocede. En El Concepto de la Angustia se señala que a partir de la
prohibición divina “la inocencia ha sido conducida hasta sus linderos extremos” (Kierkegaard, 1984: 70). Las
palabras del mandato divino «angustian» a Adán en cuanto despiertan en él la posibilidad de la libertad.
Aquí se detiene el pseudónimo. Lo que la especulación kierkegaardiana es incapaz de explicar es
el por qué el hombre se «angustia» al tornarse consciente de la prohibición divina. En todo caso,
esto es un problema que se le presenta no sólo a Kierkegaard sino a cualquier pensamiento. ¿Es,
acaso, posible avanzar sobre esta cuestión? No nos ocuparemos aquí de esto. No obstante, sí es
posible pensar hasta sus últimas consecuencias la tesis kierkegaardiana de que el hombre no sólo
desconoce el bien, sino que está en franca oposición a él.
Frente al «pecado original» la reflexión parece quedar enmarcada dentro de un esquema
netamente kantiano. La única experiencia práctica a la que se accede es a la del hombre cuya
voluntad permanece corrupta; pero resulta ilícito intentar clarificar el estado original del ser
humano a partir de categorías que son las propias del hombre caído. Este reparo crítico es lo que
motiva al pseudónimo a descartar aquellas explicaciones psicologizantes que, como es el caso de
Usteri, hacen pie en la dialéctica paulina de la ley y el pecado (Rom. 7). En este sentido, Ricoeur
afirma, con espíritu kierkegaardiano, que “la libertad en estado de inocencia no sentiría en absoluto esa
limitación como una prohibición; pero nosotros ignoramos lo que es esa autoridad original, contemporánea del
mismo nacimiento de la libertad finita, y desconocemos en concreto lo que podría significar una limitación que, lejos
de coartar la libertad, la orienta y salvaguarda; hemos perdido la clave de esa limitación creadora. Sólo conocemos
la limitación que nos coacciona; bajo el régimen de la libertad «caída», la autoridad se transforma en prohibición”
(Ricoeur, 1982: 400). El presupuesto de Ricoeur es que Dios crea al hombre con una libertad
finita, es decir, orientada por un principio de jerarquización y de preferencia entre los valores.
Este presupuesto que puede explicar porque no es contradictoria una prohibición en el estado de
«inocencia», origina un nuevo e insuperable inconveniente: ¿cómo es posible que un agente libre
finito se revele ante el poder que lo ha creado?
Partir de una libertad finita implica, ineludiblemente, recaer en un planteo del tipo cartesiano: si
la libertad humana «depende», desde su creación, de las verdades divinas; el «pecado» no puede ser
calificado sino como un error en el cálculo de estas verdades. Si el hombre es un agente libre finito
no hay lugar para la demoníaca angustia ante el bien de la cual habla el pseudónimo kierkegaardiano:
el hombre bien puede «equivocarse», lo que al fin y al cabo no es tan grave; pero, no puede
«desobedecer». Atribuirle una libertad finita al ser humano es instalar el «pecado» en un escenario
gnóstico-plotiniano donde el «mal» es, tan sólo, una borrosa perspectiva del «bien»; un «momento
necesario» de la perfección a la cual está llamada la totalidad. Así las cosas, ningún acto humano,
incluso el más perverso, podría ser calificado como «malo». Donde sólo existe, y sólo puede
existir, el «bien», no hay lugar para su transgresión.
Plantear al ser humano como un agente libre finito, con todo, no implica desconocer el «mal». El
problema es que, bajo esta perspectiva, paradójicamente el «mal» no resulta tan «malo». El «mal»,
en última instancia, es el producto de una percepción confusa del «bien». Pero, ¿qué pasaría si,
siendo un agente libre finito, el hombre fuese arrebatado de su estado actual y se lo obligase a
contemplar cara a cara al «bien»? Kant, en la Crítica de la Razón Práctica ilumina, a través de un
curioso pasaje, esta cuestión. Sobre el final de dicho libro, el filósofo alemán intenta responder a
la pregunta de qué consecuencias se seguirían en el caso de que accediésemos al reino de lo
nouménico:
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“…la mayoría de las acciones legales se harían por temor, sólo pocas por esperanza y ninguna por
deber, y no existiría un valor moral de las acciones, que es lo único que importa para el valor de la
persona y aun para el del mundo a los ojos de la suprema sabiduría. La conducta de los hombres… se
transformaría pues en mero mecanismo, donde como en los títeres todo se gesticularía bien, pero no
cabría hallar vida en las figuras” (Kant, 2003: 188)
Esta visión es, cuando menos, seductora. Si el «deber» aparece erradicado es porque también
ha desaparecido la lucha entre la razón y las inclinaciones. El hombre ya no debería enfrentar
problema moral alguno, como tampoco lo enfrenta el animal. La paradoja que pone al
descubierto esta visión, como afirma Žižek, es que “tanto al nivel de los fenómenos como del noumeno,
nosotros los humanos somos un «mero mecanismo»” (Žižek, 2006: 34). La conclusión que se deduce de
este pasaje es que un agente libre finito sólo puede hacer la experiencia de lo que ordinariamente
llamamos libertad si y sólo si posee una comprensión confusa del «bien».
Ahora bien, cuando Kierkegaard sostiene que al ser humano le es posible enfrentarse al bien;
afirma que el hombre, incluso ante la inconmensurable presencia del bien, es capaz de realizar la
experiencia de su libertad. Aquí se juega la temible grandeza de la libertad humana: aún
conociendo el bien puedo realizar el mal. Pero esta posibilidad sólo le es dada a un agente libre
infinito. Sólo una libertad infinita podría conservar su autonomía ante el orden de las verdades
eternas. Surge, en este punto, la posible objeción de que sostener tal libertad infinita como facultad
humana es un acto de soberbia incalculable. Pero dicha objeción proviene de lo que puede
denominarse, utilizando un giro hegeliano, «mala finitud». Una posición que, en definitiva es
pasible de un reproche similar: la hipocresía.
La «mala finitud» es aquella que se «felicita» a sí misma por no abjurar de sus propios límites.
Dos ejemplos lo suficientemente claros: Descartes y Kant. Sobre el final de la Cuarta Meditación el
filósofo francés asegura que “ningún motivo tengo para quejarme de que Dios no me haya dado una
inteligencia más amplia o una luz natural más perfecta que las que me ha dado… Debo darle gracias porque no
debiéndome cosa alguna me ha dado las perfecciones que tengo; en lugar de abrigar sentimiento tan injusto como el
de imaginar que me ha quitado o retenido sin razón, las perfecciones que no tengo” (Descartes, 1997: 75). Por
su parte, Kant festeja que la observación cara a cara del bien, cuyas consecuencias había descrito en
el pasaje anteriormente señalado, sea inaccesible a la experiencia humana puesto que de ese modo
“es posible una intención sinceramente moral, consagrada directamente a la ley… Por consiguiente, acaso sea
también cierto en este caso lo que en otros nos enseña suficientemente el estudio de la naturaleza y el hombre: que la
inescrutable sabiduría gracias a la cual existimos no es menos digna de veneración en lo que nos negó que en aquello
que nos concedió” (Kant, 2003: 189).
No es preciso ceder ante la tentación de realizar una crítica superficial de estos pasajes para
refutar esta posición. No hay necesidad de suponer que tras la aceptación de la finitud opera un
«espíritu de resentimiento». El agradecimiento a Dios por limitar la capacidad humana es sincero.
El interés oculto de la «mala finitud» se manifiesta cuando se interroga por los motivos de esta
alegre resignación. Si la «mala finitud» no objeta a Dios la «finitud» no es por un piadoso
sentimiento de respeto al Creador y de veneración a su sagrada sabiduría; sino por la enorme
ventaja que dicha situación implica. La «finitud» es la atrayente condición de una voluntad
subordinada al entendimiento. Sumisión que viene a negar la absoluta espontaneidad del acto
libre. Al respecto, Žižek señala que “el acto libre es insoportable, traumático, en su abismo, de modo que
cuando realizamos un acto a partir de la libertad y para poder sostenerlo lo experimentamos como condicionado por
alguna motivación…” (Žižek, 2006: 138). Precisamente, el proyecto ético iniciado por Descartes y
consumado por Kant pretende que la motivación de la libertad sea racional y no pasional. La
subordinación de la voluntad al entendimiento exime al hombre de realizar la experiencia de la
radical autodeterminación de la libertad; la experiencia de que toda la responsabilidad de la acción
recae de modo absoluto, y sin atenuantes, sobre la voluntad. ¿Pero esto último, no refuta lo que
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Revista de Teología Crítica
se pretende demostrar? Si el deseo oculto de la «finitud» es desligarse de la espontaneidad de la
libertad, no son más convenientes para ella cualquiera de las dos siguientes alternativas radicales:
un entendimiento perfecto que impida cualquier posible desviación pasional de la voluntad o la
inexistencia del entendimiento y la determinación pura y exclusiva de la voluntad por parte de las
pasiones. ¿No es preferible la tranquila y apacible vida del ángel o del animal antes que la del ser
humano? Sin embargo, la «mala finitud» agradece la humanidad del hombre. Lo hace porque, en
secreto, intuye que al ser humano no sólo le es posible «confundirse» ante el bien, sino también,
«oponerse» a él. Incluso en posesión de un entendimiento perfecto la voluntad seguiría siendo
libre. Y aquí, la formulación kantiana de la «mala finitud» implica un avance, y con ello un
retroceso, sobre la formulación cartesiana. Kant quiere salvar la autonomía de la libertad. Sin
embargo, acepta la espontaneidad de la libertad con la condición de que ella le sea dada al hombre
conjuntamente a un entendimiento que emplazado en el mundo fenoménico sólo es capaz de
postular la realidad nouménica. La ética kantiana, entonces, le permite al ser humano soportar la
espontaneidad de la libertad conservando la reserva de un entendimiento finito al cual se le puede
imputar el fracaso de la voluntad. La hipocresía de la «mala finitud» es, precisamente, ese
conducirse en la práctica con el presupuesto, en el fondo negado, de que el «mal» quedaría
erradicado si comprendiésemos sin residualidad alguna al bien. La «mala finitud» postula una
perfección ética, pero no la pretende para sí.
La novedad de Kierkegaard es postular una libertad infinita para el hombre singular. Pero este
gesto kierkegaardiano ubica al individuo ante una tortuosa y terrible experiencia: la de saber que
ningún cálculo racional lo obliga a la acción; la de saber que el fundamento último de la acción,
allí donde se juega la responsabilidad ante lo hecho, no radica en el pensamiento sino en la
voluntad. La experiencia de que todo fundamento racional de una acción es, en última instancia,
relativo.
Fecha de recepción: 19-04-2010
Fecha de aceptación: 7-05-2010
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El Títere y el Enano
Revista de Teología Crítica
Año 2010. Vol. I
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