Los dolores del mundo

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Los dolores del mundo
Arthur Schopenhauer
Prólogo de Daniel Mundo
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Índice
Schopenhauer:
el controvertido filósofo de la época moderna
Daniel Mundo
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Los dolores del mundo
Dolores
33
Desilusiones
42
La moral
55
Egoísmo
56
Piedad
61
Resignación: sacrificio, ascetismo y liberación 65
El amor
76
La mujer
85
El querer
89
El matrimonio
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Schopenhauer: el controvertido filósofo de la época moderna
Daniel Mundo
"El ser humano es presa de la ilusión,
y esta ilusión es tan real como la vida,
como el mismo mundo de los sentidos,
puesto que es una sola cosa con él
(la Maya de los hindúes)"
"Sólo es verdaderamente feliz
el que en la vida no quiere la vida,
es decir, no persigue sus bienes"
Arthur Shopenhauer nació el 22 de febrero de 1788. Hijo de un
comerciante alemán, durante la primera mitad de su vida recorrió
Europa y aprendió las lenguas que una familia acomodada creía que
valía la pena aprender: inglés y francés. Arthur también aprendió
español. Si bien era un joven solitario que pasaba gran parte de su
día leyendo −leía todo lo que caía en sus manos, según cuentan sus
biógrafos que se quejaba su madre−, su carácter aún no se había
osificado en la imagen pesimista que quedó de él. La muerte de su
padre, o la sobre-vida de su madre (Schopenhauer estaba convencido de que fue ella la que había empujado a su padre a una extraña
muerte), sería un peso que cargaría durante el resto de su existencia. Una rara paradoja, ya que esa muerte tuvo para él −o hubiera
podido tener− más de liberación que de condena. Su padre murió en
el momento en que Arthur debía decidirse entre ser comerciante, lo
que deseaba su padre y que él, por supuesto, aborrecía, o ser filósofo. La herencia que recibió le permitió vivir sin tener que trabajar.
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En algún momento, sin embargo, cuando Shopenhauer tenía
poco más de treinta años, trató de conseguir un trabajo y dictó unos
seminarios en la Universidad de Berlín. La atmósfera de la filosofía profesional no lo recibió con todos los honores que él creía
merecer.1 En una especie de competencia ciega, dio un seminario a
la misma hora en la que en un aula contigua daba el suyo Hegel. Al
seminario del maestro del Estado racional moderno concurrían
doscientos alumnos; al del pensador del desasimiento, que creía
encontrar la clave para salvar al pensamiento de Occidente en el
misticismo y la filosofía hindú, seis, uno de los cuales era cuidador
de caballos y otro dentista. Como le había ocurrido con la recepción de su obra magna, El mundo como voluntad y representación,2
la sociedad se empecinaba en no comprender y hasta en rechazar al
filósofo que se propuso revolucionar los fundamentos últimos de la
filosofía. En el momento de auge del capitalismo de hierro, bajo las
banderas de una locomotora que se llamaba progreso histórico,
cuyo volante empuñaba el hombre, y que día a día conquistaba
nuevos territorios, lo que se necesitaba escuchar era una filosofía
de la historia que reconciliase la desgarradura que provocaba la
existencia moderna y que conciliara de algún modo las fuerzas que
se batían para dominar el destino. La dialéctica hegeliana como
engranaje de la historia fue el resultado. Nadie quería o podía escuchar una metafísica que pregonaba el irreconciliable desgarro o
duplicidad en el que se jugaba la vida y la conciencia de los hombres; que postulaba una filosofía que se valía de los conceptos, por
supuesto, pero para ir más allá de lo que estos permitían vislumbrar; que afirmaba que la conciencia, con todos sus proyectos, se
subordinaba a una fuerza anterior, la voluntad (Wille ), que dirigía
su devenir y marcaba el ritmo de sus pasos; o que el yo , antes de
obedecer a una razón que en ese momento se postulaba como
imbatible, estaba encadenado a una voluntad anónima que sólo
propugnaba su autoafirmación en el mismo momento en el que
hacía creer que se defendía el individualismo;3 que el yo era una
ilusión en cuya edificación se comprometía el ser propio, aunque
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para ello fuese imprescindible olvidar el dolor que esa edificación
le inflingía a todos los otros seres y a uno mismo; que todos los
bienes y honores con los que se investía y se rodeaba la propia vida,
en los que se depositaba la confianza y que se creía que reflejaban
el éxito, eran materialmente nada, cuyo destino más noble era la
ruina; en fin, que ningún esfuerzo superador valía la pena, que el
mundo era absurdo y que una irracionalidad irreductible gobernaba toda la existencia. Es cierto, a Schopenhauer ahora se lo lee
como un hacedor de aforismos edificantes o graciosos. Son, en verdad, trágicos e ingratos. El siglo XX convirtió en moneda corriente este tipo de enunciados y creencias; a comienzos del siglo XIX
eran inaudibles e insoportables. En parte, aún lo son.
¿Dónde se ponía en juego la relativización radical del poder de la
razón y del dominio de la conciencia? El dominio de la razón
−como, por otra parte, cualquier explicación racional de lo que
sucedía en el mundo− zozobraba, para Schopenhauer, en el dominio de la ilusión, ilusión funcional, precisamente, a la necesidad de
dominio, previsibilidad, control, estabilidad que el hombre cree las
condiciones imprescindibles para su supervivencia y reproducción.
Habría dos grados de ilusión: la ilusión que todos los días impulsa
o sostiene al hombre para que pueda realizar o satisfacer los
deseos, y la ilusión que lleva a creer que esos deseos existen en realidad y que tienen un valor positivo para el individuo. El cuerpo
funciona como el mentís de estas ilusiones.4 Schopenhauer descubrió el poder del cuerpo, y convirtió a la sexualidad en su centro,
en el mismo momento en que estos se transformaban en el talón de
Aquiles del sistema político. El mérito de Schopenhauer, sin
embargo, no residió sólo en haber pensado algo originario, casi sin
precedentes o contemporáneamente al momento en que se gestaba,
sino en haberlo hecho desde las entrañas de sí mismo y en contra
de lo que su época postulaba y necesitaba.5 Es decir, antes de pensar algo, esto o aquello, lo sintió, lo padeció, lo sufrió en su corporalidad y en su vida.6 La incapacidad, por ejemplo, de llevar adelante una aventura amorosa −se le conocen sólo dos, una con
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Caroline Medon, una cantante que cuando Schopenhauer le propuso huir juntos de la epidemia de cólera le confesó que no quería
unir su vida a un único hombre− le permitió imaginar a la mujer
casi como la encarnación misma de una voluntad que, para abandonar el sufrimiento al que esta vida condenaba, había que neutralizar y dejar atrás:
"Durante toda su vida las mujeres son como niños. En las mujeres la razón llega a su completo desarrollo a los dieciocho años,
mientras que en el hombre no ocurre esto hasta los veintiocho. No
tiene, pues, la mujer, una razón de más de dieciocho años. Por eso
sólo ve lo que se halla bajo sus ojos, es decir, lo presente. Lo futuro como lo pasado se les escapa. Acepta la apariencia como realidad, y antes que las cosas importantes prefiere las bagatelas y las
naderías. Nada sabe prever. Sufre una miopía intelectual. Su prodigalidad llega a veces hasta la locura, pues en el fondo de su corazón se halla persuadida de que los hombres han sido creados y
puestos en el mundo para servirlas, para ganar dinero y entregárselo a ellas, que se encargarán de gastarlo".
La mujer, en connivencia con esa fuerza elemental que
Schopenhauer llamó voluntad, evidenciaba el frágil dominio que el
yo mantenía en su autoafirmación. La mujer era la clave de la
humillación del hombre, y el sexo, su abismo. En el momento de
consumar el acto sexual el hombre deja de ser un individuo y se
convierte en la encarnadura de la especie. Ya no hay risa ni galanteos, la seriedad que se impone es la de los animales en el momento de copular. El deseo descomunal que la mujer parecía despertar
en Schopenhauer, y la satisfacción siempre precaria que conquistaba, le presentaban al cuerpo como un lugar de perdición, y al sexo
como una necesidad abyecta, la carnadura misma de la voluntad de
la especie.
Así como el cuerpo y el sexo atentaban contra el propio poder y
el poder de la razón, como no podía domeñarlos, y los sentía latir,
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le quedaban a Schopenhauer dos opciones: reprimirlos y hacer de
cuenta que no existían, renunciar teóricamente a ellos; o convertirlos en los vectores en los que se evidenciaba todo el poder de
acción de la voluntad.7 Ahora bien, la filosofía schopenhaueriana
no enfrentó al cuerpo como si se tratase de un enemigo, ni intentó
controlarlo y normalizarlo; entabló más bien una lucha con el cuerpo y contra la filosofía, contra las seducciones que conllevan las
elucubraciones intelectuales, con las que se cree vencer esas fuerzas que lo doblegan a uno, una y otra vez, por siempre. Y vencen,
estas fuerzas, precisamente, porque el hombre las quiere dominar,
fijar, prever. De este modo −podría decirse− el individuo no sufriría porque no pueda dominarlas, sufre porque quiere pero no puede
ponerlas bajo el dominio de su representación. Entonces huimos o
tratamos de huir del dolor como si tal cosa fuera posible o efectiva.
Pero del dolor no se huye porque es el elemento común que nos
emparienta con el resto de los seres vivos, la posibilidad más auténtica de nuestro ser y nuestro cuerpo. Schopenhauer utilizó el ejemplo del zapato: un buen zapato se advierte en el pie no cuando calza
a la perfección sino cuando aprieta o hace doler. Del mismo modo
el dolor funciona en la vida. Que el pensamiento representativo
−filosófico, religioso, médico, periodístico− no tolere proyectar la
posibilidad del dolor representaba para Schopenhauer una prueba
más de su poder originario. El dolor constituye la base de la metafísica schopenhaueriana, su melodía de fondo. ¡Qué lejos de Kant
está el que se consideraba su heredero!
Schopenhauer tomó de Kant el carácter trascendental de la filosofía: todo objeto cognoscible es un objeto percibido. El yo es lo
que rompe con la cadena causal o mecánica de la naturaleza, y
comienza, por su inicio, una nueva cadena. La libertad representa
la victoria sobre el orden repetitivo que rige las relaciones en la
naturaleza, pero también la capacidad de sofrenar las necesidades
cotidianas y la razón que las valida, así como las necesidades de
conservación y de autoafirmación, que trasladan el orden mecánico de la naturaleza a la vida social. En una palabra, acabar con la
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previsibilidad, pues los seres humanos actuamos de modo incondicional. En cualquier momento de su vida el hombre que sale agobiado de su trabajo tiene la posibilidad de elegir entre innumerables
acciones, afirmaba Schopenhauer: volver a su casa, con su mujer y
sus hijos; viajar a otra ciudad y comenzar una nueva vida; entretenerse en el café, etc. Lo que elija estará determinado por la voluntad, aunque él crea que elige libremente; pero el acto de elegir, de
tomar una decisión que intervendrá necesariamente en el orden
repetitivo de su vida, quiebra la omnipotencia de la voluntad. A ese
acto por el cual desestabilizamos el orden de repetición
Schopenhauer lo llamó negación de la voluntad −un siglo más tarde
M. Heidegger lo llamaría "voluntad de no querer".8 Pero
Schopenhauer se adelantó al decisionismo y a los presupuestos
fundados por el existencialismo: la decisión tomada no tiene lugar
antes de la acción, en el silencio de la conciencia, decisión y acción
son un mismo acontecimiento. La voluntad no responde a los lineamientos u órdenes de la razón, como planteara la tradición de pensamiento, que da por supuesto que "el hombre es su propia obra, a
la luz del conocimiento. Yo, por el contrario −argumentaba
Schopenhauer en su libro principal−, digo que es su propia obra
antes de ningún conocimiento, y que éste llega, por añadidura, para
iluminarla. Por eso nadie puede decidir ser tal o cual, ni puede convertirse en otro, sino que es de una vez por todas y conoce sucesivamente lo que él es".9
Schopenhauer tenía un carácter hosco pero principalmente contaba con un gran orgullo, una autoconfianza a prueba de todos los
fracasos −los comentadores lo caracterizan sin dificultad como un
megalómano. Por lo tanto no le bastaba considerarse un discípulo
de Kant (en un momento, dicho sea de paso, cuando Kant era
alguien que ya había sido superado, o por lo menos así lo creían
Fichte, Hegel, etc.); estaba convencido de que completaba o incluso mejoraba lo que Kant había comenzado pero no había sabido
concluir. Partió, entonces, de la dualidad estructural del mundo: por
un lado la dimensión del noúmeno o de la "cosa en sí", por otro la
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dimensión fenoménica; una, incognoscible, la otra pasible de ser
conocida y mesurada. Kant había concebido que el ser humano
estaba atrapado en la dimensión fenoménica, en la dimensión de
las apariencias, pero esto no representaba para él un déficit −como
lo puede ser para la tradición filosófica, que divide entre el mundo
verdadero y el no-verdadero, entre la esencia verdadera y la engañosa apariencia−, pues ese mundo de las apariencias, el mundo en
el que los hombres viven y conocen, constituía la limitación trascendental de la existencia humana −el límite de lo que las facultades de percibir y conocer alcanzan a registrar. Ahora bien,
Schopenhauer le daría un giro a este planteo: transformó un problema puramente epistemológico en una problemática ética. Este
mundo aparente se halla hundido en un frenesí cotidiano que produce hombres como una fábrica elabora mercancías: un mundo que
se bambolea entre "el tedio y la necedad". Contra este mundo
social −que en ese momento recién despuntaba, y del que Schopenhauer captó su cifra− se levantaba la metafísica de Schopenhauer:
si la crítica que le hace Kant a la razón limita de una manera drástica los objetos cognoscibles, la crítica de la razón de Schopenhauer pretende limitar los objetos pasibles de ser deseados o queridos, e incluso limitar o sofrenar el mismo poder de desear: "Tras
nuestra existencia −aseguraba Schopenhauer en el tomo I de El
mundo…− se esconde algo a lo que sólo tenemos acceso cuando
nos desprendemos del mundo". Pues para Schopenhauer la cosa en
sí asume la forma de una fuerza anterior a cualquier representación
o a cualquier intento de explicación, algo diferente de lo que el
entendimiento puede entender, pues éste solicita siempre una
razón, una causa o un motivo que permita enlazar una representación con otra, mientras que aquí no hay causa, o la causa es un abismo. En la cadena de representaciones llega un momento en el que
ya no hay causas: actúa, allí, la voluntad presubjetiva.
Casi en el mismo día de nacimiento de la sociedad de masas y su
cultura voluntarista y objetivista nuestro filósofo inauguraba una
ética de la renuncia: renunciar a la carrera ciega que empuja a los
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hombres de objeto en objeto (deseo, satisfacción, nuevo deseo,
etc.) haciendo creer que hay un momento final en el que se conquista, por fin, la felicidad anhelada. Renunciar a un yo o a un principio de individuación que privilegia las cosas que se conquistan o
con las que se rodea la vida, y que convencen que en eso consiste
el mayor éxito que se puede conseguir. El camino que trazó
Schopenhauer invierte, casi, el que orientó la vida en la sociedad
moderna: penetrar en el propio yo hasta liberarse de todo querer,
pues la voluntad no sólo condena a una vida inauténtica −lo que en
última instancia no sería grave−, condena también al dolor que este
tipo de vida pretende evitar, o mejor: no prepara de ninguna manera para enfrentar los sufrimientos y las frustraciones a las que convoca todo lo vivo. Instalarse en sí mismo hasta poder renunciar al
yo y sus fantasmas para estar íntimamente preparados para el instante que se deba arrostrar el dolor. Schopenhauer no pierde del
todo las esperanzas y recurre a prácticas conocidas para entrenar el
ánimo en pos de hacer frente a la angustia y el dolor: el pensamiento filosófico, la experiencia artística (en especial la música), el despojamiento religioso o la entrega absoluta. También −¿por qué no
decirlo?−, vivir con holgura de rentas. Los aires ahora anacrónicos
de estos postulados no le quitan nada de sus rasgos siniestramente
premonitorios.
Es cierto también que los postulados de Schopenhauer pueden a
veces resultar confusos. Por ejemplo −un ejemplo inscripto en el
centro de su aporte filosófico, o como lo denominó él, de su "pensamiento único": el postulado de la voluntad conduce al mismo
tiempo a dos resultados no coincidentes: la crítica al racionalismo,
que deriva en el absurdo de un mundo que ningún intelectualismo
sabrá darle sentido;10 y el pesimismo de la existencia, debido a la
crítica al racionalismo: nada tiene ni puede tener sentido en un
mundo sinsentido. El hombre sufre por la voluntad, sufre por todo
lo que quiere pero esencialmente sufre porque no puede dejar de
querer, porque no hay querer último que lo satisfaga; de este sufrimiento hay que liberarse; se puede hacer de un modo u otro; inven16
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ta, entonces, decenas de ilusiones, anhelos, trabajos, conquistas,
etc., pero que en lugar de liberarlo del querer lo insertan aún más
en él; habría, entonces, que renunciar a la voluntad, pero la voluntad lo es todo; por lo tanto, su negación, la negación de la voluntad,
tendría que ser −si se lee literalmente lo que proponía Schopenhauer− producto de la misma voluntad que se niega a sí misma.
Pero Schopenhauer le daba una posición o una tarea al individuo,
el individuo deberá colaborar con o hasta propiciar la negación de
la voluntad que la voluntad llevará adelante. Un títere capaz de
manipular los hilos que lo mueven. La tarea es ardua, en primer
lugar porque la voluntad no es una, como creyó la tradición filosófica. No basta con neutralizar la voluntad conciente o representativa, la voluntad que quiere "algo" que fue previamente representado o sabido por la conciencia. Si bien por un lado se encuentra, por
supuesto, la voluntad empírica, la voluntad en el sentido común del
término, la voluntad que quiere y que sabe que quiere y qué quiere; por otro lado −para Schopenhauer, como luego para Nietzsche
y Freud− está la voluntad inconsciente, que escapa tanto de la
representación como del dominio del entendimiento, y que se relaciona con un impulso ciego y vital que hace que las cosas, todas las
cosas, sean. La lucha es con la representación y con la voluntad.
Así como existe una conciencia empírica, una conciencia para la
que ser significa ser-representado, existe una voluntad empírica
que quiere y se representa lo que quiere, se re-presenta lo que le
hace bien y hasta lo que le hace mal o lo que le gusta y lo que le
disgusta, etc. El nivel consciente de la filosofía, que Schopenhauer
destronó o por lo menos intentó destronar, trastornando el orden
jerárquico tradicional: lo que construye el mundo y sus formas no
son los conceptos sino la intuición sensible. En los postulados de
Schopenhauer las funciones intelectuales o representativas se subordinan a las funciones afectivas, el poder/saber de la conciencia
está dominado por un poder/saber incognoscible.11 No es la razón,
son los afectos los que comunican con una realidad trascendental
−e inmanente− anterior a la voluntad; a lo sumo, los conceptos ser17
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virían para conservar las representaciones intuitivas, así como la
idea tradicional de la voluntad no es más que la representación intelectual de una razón inconsciente. Es el cuerpo el que comunica
con una trascendencia que desde ese momento no estará en otro
lado que en la misma existencia. Habría, así, una experiencia allende lo que el entendimiento puede entender o significar, y que habría
que cuidarse de darle una significación intelectual.
Schopenhauer de algún modo postulaba que a la voluntad representativa había que doblarla o des-plegarla con otra voluntad, la
esencia misma del mundo, subyacente a toda realidad fenoménica,
y en verdad más potente que cualquier saber/poder representacional, e incluso más real que lo incognoscible de la cosa en sí kantina. El yo estaría entregado a los impulsos, poderes o impotencias
del cuerpo. Yo y cuerpo, voluntad y mundo, montan una unidad
desgarrada o lo que también llamaríamos una unidad dual. El dolor,
en este cuadro, se presenta como el punto de intersección entre el
yo, el cuerpo, la voluntad y el mundo; el fin en el que la voluntad
representativa y la voluntad inconsciente se con-funden. Si no se
tolera el dolor, si uno se empecina en obviarlo o en no asumirlo, si
se ilusiona con que puede ser reemplazarlo por otros sentimientos
(el ansia y la ansiedad, la distracción, el entretenimiento, la indiferencia, el tedio y el aburrimiento −en cambio, la angustia sería para
Schopenhauer la sensación que más acercaría a la experiencia del
dolor causado por una nada que no puede soportarse−), cuando el
dolor se presente −y siempre, en un instante, se presenta− lo destruirá a uno.
Pero aún peor es que el dolor y los miedos que produce su presencia fantasmática sean la sombra de los propios pasos porque
estos, más tarde o más temprano, no dejarán de tropezar con ellos,
pues ellos son el interlocutor privilegiado del deseo, el fin (no) buscado de la voluntad. ¿Quién, en algún momento de su vida, no se
preguntó "¿por qué me empeño en hacer esto? ¿Qué sentido tiene?
¿Qué sentido tiene escribir un libro, hacer una carrera universitaria,
querer ganar siempre más y más dinero? En fin, ¿qué sentido tiene
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esta vida?"? Preguntas inútiles que la sociedad enseña a dejar atrás
lo más pronto posible.
Ahora bien, para asumir el dolor o la angustia y la nada que encubren y a la vez presentan, habría que renunciar no a una de las
dos voluntades sino a ambas. Habría que neutralizar el poder de
cada una de ellas en las modalidades de existencia que cada una
posee. Mientras no se sea capaz de neutralizarlas, el dolor (no) querido y el sufrimiento (no) buscado serán la costa ineludible donde
se encallará, pues −como se sostuvo recién− de tanto no quererlos
es lo que se terminaría deseando. El dolor es el resultado del querer o del (no) querer mientras no se sepa −con un saber que no se
sabe, que no se tiene sino que se es− cómo hacerlo cuerpo.
Schopenhauer pensaba todo esto en el mismo horario que Hegel
proponía que lo único real era lo racional. Como pareciera que no
se puede no querer, el sufrimiento será la constante en un orden
universal que no deja de repetirse: deseo-satisfacción-deseo. Salvo
que se haga del dolor una experiencia que posibilite trastornar la
existencia e invertir el camino de búsqueda y se concluya en una
voluntad que no quiera. O como al poco tiempo sostendrá el escribiente de Melville, una voluntad que preferiría no hacerlo.
¿Qué quieren estas voluntades que lo empujan a uno por el tiempo como si se tratara de un viento huracanado del que no puede
sustraerse? Quieren, antes que nada, o en el fondo, colmar de sentido lo que no es otra cosa que nada, un agujero que cuanto más se
lo quiere llenar, más se vacía. Todo lo que es en tanto ser-representado en-cubre otra cosa, que también es, y que es incluso más
importante que lo que aparentemente se presenta como la realidad,
pues es su fundamento. Pero este fundamento, para Schopenhauer,
no está detrás o debajo de lo representado, oculto; late más bien en
la misma representación, es decir, habita en lo que hay. En lo que
hay, hay que adivinar lo que Hay, y lo que Hay es Nada. La voluntad representativa quiere permanentemente cosas pero no hay ninguna cosa que por fin la satisfaga; la voluntad inconsciente −que se
superpone o confunde con lo real mismo, la esencia del mundo
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donde mundo y voluntad son una única fuerza− no es, por supuesto, que no quiera, pero habría que asumir que lo que quiere es nada:
como no sabe lo que quiere quizá quiera nada, no una o la nada,
ésta o aquella nada, sino nada incognoscible, no representada, irrepresentable. La diferencia entre lo que quiere una voluntad y lo que
quiere la otra reside en un matiz, pero ese matiz significa mundos
distintos. Una no quiere lo contrario de la otra pero quiere algo
diferente: quiere ayudar a otro, por ejemplo (el amor funciona
muchas veces de este modo), pero antes de ayudarlo −mientras lo
ayuda− quiere seguir siendo ella misma; cuando lo ayuda, entonces, cuando lo protege, lo cuida o lo expone, lo que hace es, por un
lado, exigirle al otro repetir lo que debería dejar atrás, pero por otro
lado, y principalmente, lo que hace es perseverar en lo que ella ya
es. Necesita de la repetición y la fijeza así como los mamíferos
necesitan el aire y los peces el agua. Por este camino, en lugar de
evitarle al otro el síntoma que se le quiere evitar, se lo ahonda o fija.
¿Actúa en contra de sí misma la voluntad, que quiere, pero que al
querer daña? No, pues lo que quiere la voluntad conciente es sólo
un signo −que hay que aprender a descifrar, pues por lo general nos
despista− de lo que quiere la otra voluntad, la voluntad esencial.
Esta voluntad no-representable es para Schopenhauer −como ya
se dijo− la auténtica voluntad o la fuerza esencial del mundo.
¿Dónde o cómo se la experimenta? La respuesta cae de suyo: en el
cuerpo, en algo así como el espacio interior del cuerpo. Es necesario, entonces, intervenir en el saber prejudicativo o corporal para
poder renunciar a esta voluntad esencial que causa sufrimiento o
angustia. La intervención no puede obedecer un plan consciente,
no puede ser una intervención que se quiera.12 Ahora bien, al margen del lugar del que provenga este saber que inter-viene, aunque
lo fundamental sea que no provenga de la voluntad, es decir, que
habría que renunciar a la voluntad, y como voluntad y mundo no
son separables o escindibles, el recorrido de Schopenhauer concluirá casi ineludiblemente renunciado a ambos. De aquí su pesimismo radical: ésta es la peor de las vidas posibles. "Sólo hay
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−concluía su libro Schopenhauer− un error innato, consiste en creer
que existimos para ser felices". La lectura literal invierte, entonces,
la cita: se existe para sufrir. Pero Schopenhauer no afirmaba eso:
decía que para ser felices había que renunciar, no a la felicidad,
sino a querer-ser-felices. La contemplación, al asumir el sufrimiento, liberaría de él. La felicidad decantaría por sí sola. A esta conclusión, el grado más alto de saber alcanzable por los hombres,
Schopenhauer la llamó nirvana. Al romanticismo alemán en boga
durante esos años Schopenhauer le sumó el misticismo religioso de
Jacob Böhme o del maestro Ekhardt, y de modo preeminente sumó
la sabiduría hindú −que, a decir verdad, también estaba en auge a
partir de los descubrimientos realizados por William Jones a
mediados del siglo XVIII, y profundizados por Georges Cuvier a
los pocos años (1769-1832), que convirtieron al hindú en la lengua
originaria de todas las lenguas europeas (indoeuropeo). De estas
tres tradiciones que estaban como de moda en ese momento histórico Schopenhauer exprimió un pensamiento nunca antes pensado,
y que en buena medida, por medio de la apropiación-expropiación
que de él realizaran Nietzsche y Freud, orientó los horizontes reflexivos del siglo XX.
Utilizar el concepto de nirvana para aproximarse a la experiencia
más auténtica de despojamiento que pueden realizar los hombres,
el abandono del mundo, la renuncia a la voluntad, significa, por
supuesto, una fuerte apuesta política, de las que le gustaba jugar a
Schopenhauer. La filosofía tal como se la conoce, consigue, sin
duda, enseñar muchas cosas, pero no podrá enseñar lo esencial, lo
único −que es todo y nada al mismo tiempo− que se necesita para
sustraerse del dolor que provoca esta existencia, pues esto no se
enseña con conceptos claros y distintos. El sendero comienza con
una práctica que se halla en el origen de la filosofía occidental:
"contemplación", la llamó Schopenhauer. Ésta no se piensa como
una simple huída del dolor o de la angustia sino como un saber que
más bien permite evadirse de las tareas cotidianas, con sus continuos impulsos y deseos, en última instancia frustrantes. Implica
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cierto desvanecimiento del yo. El yo entrega su potencia, la depone, y entonces el mundo deja de contraponerse al sujeto como un
objeto para ser juzgado o apreciado. Se comienza a vivenciar el
mundo en sí, independientemente de lo que se represente. La contemplación, para Schopenhauer, constituye una especie de reflexión, una reflexión que no pretende representar el mundo en conceptos, o conducir lo que se experiencia a los marcos fenomenológicos de lo cognoscible; es una reflexión lúcida "o un estado de
ánimo interior que nos arranca repentinamente de la corriente incesante del querer",13 que tiene más de ignorancia o de no-saber que
de conocimiento; una lucidez idiota que serena el ánimo, produce
sosiego y serenidad. Habría que subrayar, sin embargo, que esta
liberación no sólo es del querer o del interés individual; es una liberación también de los miedos. ¿Miedo a qué? En principio, a
sufrir.14 He aquí otro rasgo absurdo de esta existencia: al no actuar,
o al actuar de una cierta manera, por temor a sufrir, se ahonda o
predispone precisamente lo que se quiere evitar, el sufrimiento; no
se lo deja atrás, se lo coloca en el futuro, pues uno repite la vieja
historia del mundo. Para dejar de sufrir habría que sustraerse a la
repetición. Schopenhauer −como ya dijimos− no lo logró.
Si no fuera Schopenhauer el que piensa esto podría postularse
que este tipo de reflexión se resolvería en un goce intransmisible;
pero con Schopenhauer habría que aclarar que este placer, en lugar
de convertirse en algo útil que serviría para algo (por ejemplo, dejar
atrás los requerimientos del mundo), no proporciona ningún goce;
lo que da es a lo sumo un momento de sosiego: por un instante el
individuo se sustrae a la voluntad que empuja por el camino de esta
vida, y de este modo atempera el dolor y los sufrimientos que ésta
provoca. El placer asume un carácter negativo: el placer, no de
gozar (todo goce está ligado a la insatisfacción), sino de dejar atrás
el sufrimiento. Por la contemplación, la separación entre el yo y el
mundo que se impone con tanta nitidez en la conciencia, se confunde. Es algo así como la puerta por la que el yo se vivencia a sí
mismo −o asume su ignorancia constitutiva, percibe desde el inte22
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rior el poder de la voluntad− hasta el punto de lograr renunciar a sí,
es decir fundirse con la luz interior que genera la misma contemplación. La luz es intensa. La potencia de esta intensidad sustrae al
individuo del espacio y del tiempo, por ello no tiene principio ni
fin, y si en un momento finaliza es porque si no los que desaparecerían serían los propios hombres: el éxtasis los aniquilaría. Esa luz
interior alumbra, para Schopenhauer, el espacio o el mundo que se
encuentra más allá de la representación y sus mundos. El mundo
inconsciente, lugar de neutralización de la voluntad esencial, despunta en el instante en que el individuo consigue sustraerse al sí y
al no con los que se cree confirmar la propia identidad o individuación, cuando lo que se afirma en verdad es tan sólo la fuerza de la
misma voluntad, que suele actuar en contra de cualquier reconciliación.
Al segundo paso en el camino de la liberación Schopenhauer lo
llamó "piedad". La experiencia de despojamiento quizás recién esté
comenzando, pero ya es tal que se vislumbra como con rayos X el
dolor que funciona como la columna vertebral de todos los organismos vivos: por la piedad se devela la estructura del universo, el
principio de individuación cae, y el ser de uno "se reconoce a sí
mismo en cada ser y por tanto también en los que sufren".15 Al desaparecer la individualidad se sosiega el espíritu de lucha que caracteriza la existencia individual. Se pone de manifiesto la identidad
radical de todo lo que existe. Todas las voluntades individuales se
absorben en el seno de una voluntad general: uno-deja-de-querer.
Cuando se deja de ser yo se despierta esta simpatía universal que
lo relaciona a uno con todo lo que es, desde los organismos vivos
hasta las piedras. Como todo lo que está vivo está destinado a sufrir
mientras no sea capaz de neutralizar su voluntad, o mejor la voluntad que actúa a través de él, esta difusión del yo repone el sufrimiento que desgaja a todas las cosas. Ya no queda nada de uno (uno
se desparramó en la luz del todo, en la nada de la voluntad general); lo que era uno ahora contempla el sufrimiento que enlaza las
cosas, pero ya no siente dolor, lo que le permite apiadarse de las
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cosas que aún sufren. Ahora bien, como sostuvimos hace un
momento, la neutralización de la voluntad de la que hablaba
Schopenhauer no puede ser el producto del conocimiento, no es el
resultado del querer: "Del mismo modo −afirma Schopenhauer en
El mundo…− que el conocimiento del que procede la negación de
la voluntad es intuitivo y no abstracto, hay que decir también que
la expresión perfecta de esa negación no se halla en los conceptos
abstractos sino en los hechos". Cuando la piedad arrasa con el principio de individuación y el individuo −enfaticemos de nuevo: lo
que era el individuo− se sumerge en el magma de la luz, alcanza el
nirvana, el estado extremo de despojamiento y de entrega.16
Muchos hombres se niegan a recorrer este camino de desarraigo:
meditación-piedad-nirvana. Prefieren, lo sepan o no (aunque por lo
general lo saben y lo deciden, sin saber que en esa decisión que eligieron se juega su infortunio), permanecer atados al reino empírico de la necesidad, en el que viven creyendo ser libres cuando repiten sin cesar los mismos movimientos que hacen desde siempre
(amén de que, como se dijo más arriba, el movimiento mismo es
una ilusión). ¿Por qué lo hacemos? ¿A qué se le teme? Al aburrimiento que una renuncia como ésa causaría. Porque se relaciona
ese aburrimiento con el aburrimiento ya conocido de la vida diaria,
pues ambos conducen a un mismo sentimiento de nada. Pero no es
la misma nada: una es negativa, porque no fue querida ni asumida,
fue el resultado (no) querido de lo inconsciencia y los trajines que
quieren hacer-olvidarla; la otra es positiva, pues de algún modo
−que Schopenhauer no logró representarse, y planteó que era irrepresentable− se la elige y se la encarna, poniendo entre paréntesis,
suspendiendo por un momento, la voluntad de querer. A Schopenhauer, por cierto, este método de iluminación no le sirvió para
socorrer a su madre o a su hermana en el momento de la zozobra
psíquica y económica (para no referir el bando que eligió cuando
en 1848 Europa se vio sacudida por la revolución): más bien se
desentendió rápido de todo ello y vivió como si algunos hombres
pudieran nacer de sí mismos.17 De alguna manera Schopenhauer
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confiaba que lo que producía un pensamiento era trasladable a la
realidad material de las cosas: si su pensamiento no tenía antecedentes ¿por qué no iba a ser posible que él naciera sin progenitores? Schopenhauer nunca sospechó, o por lo menos nunca dejó
constancia de ello, el condicionamiento que el fantasma de su
padre ejercía sobre casi cada una de sus decisiones fundamentales.
Abroquelado en sí mismo como un bicho bolita, este artrópodo se
encerraba en la escritura para deshacerse de las desventuras del
mundo. Aquí también inauguraba una tradición.
Desde una cierta perspectiva, Schopenhauer se presenta como un
pensador imbatible: los reveses de la realidad lo confirmaban en la
certeza que tenía de sí mismo y en la creencia de que su pensamiento era genial. Había, aquí, por supuesto, algo que rayaba con la
locura, con la que Schopenhauer de alguna manera coqueteó. Tuvo
la mala suerte de ser un filósofo precoz que pensó lo fundamental
de su pensamiento antes de cumplir los treinta años, un pensamiento realmente único que nadie, en ese momento, apreció. Los libros
en los que asentó ese pensamiento no vendieron más de cien ejemplares; a los pocos cursos que dictó no concurrió ni una docena de
alumnos; no logró consumar de manera feliz ninguna relación
amorosa; al fin de la adolescencia se quedó huérfano de padre, y a
su madre y a su hermana, luego de una relación tensa y llena de
rencores, no volvió a verlas; cuando se propuso traducir al inglés la
Crítica de la Razón Pura, se lo rechazaron; cuando por fin se hizo
famoso, en los últimos años de su vida, fue gracias a un artículo
aparecido en un diario inglés que alababa el que es sin duda el libro
menor de toda su obra: Parerga y Paralipomena. Sin embargo, la
fidelidad de Schopenhauer a su pensamiento único era más profunda de lo que él mismo creía, es decir, al leer cualquiera de sus biografías no da la impresión de que él hubiera sabido negar la voluntad que actuaba en o por intermedio de él, aunque fuera lo que teórica y explícitamente publicitaba. Más bien colaboró con la voluntad que lo empujaba en construir el destino desdichado que tuvo:
quería ser reconocido. Schopenhauer no negó la voluntad sino que
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la encarnó hasta el extremo, la consumó. Finalmente la voluntad
algo le devolvió, unas migajas de fama que, por supuesto, no pudieron hacerlo feliz: hasta sus discípulos le parecían mentecatos;
Wagner, por ejemplo, que lo admiraba, le parecía un mal poeta,
aunque según él era mejor poeta que músico. El lector de Schopenhauer termina creyendo que para él realmente la vida no fue (y por
lo tanto no es nunca) agradable, que el descubrimiento del cuerpo
como principio trascendental no derivó en un ser-cuerpo que vivenciara la simpatía que relaciona todo lo que está vivo sino en un sercuerpo que exhibe la indefensión, el desamparo, el desasosiego que
soporta todo lo viviente. Pensamiento lacerante que se hizo carne
en la vida de Schopenhauer. A Schopenhauer habría que leerlo con
tal seriedad que termina causando gracia.
Ahora bien, a pesar de estar condenados a este mundo ilusorio e
incomprensible, Schopenhauer encontró o inventó, entonces, un
camino propio de salvación. Una filosofía de la paradoja, en principio: para vencer, hay que perder; para encontrarse, hay que abandonar todo lo que nos impulsa a ser. O, en otros términos: encontró la fórmula para desestabilizar el tiempo. El tiempo no avanza;
la sensación de que avanza, de que ese avance implica mejoras en
las condiciones de vida de los hombres, de que todo esto procede
de las acciones transformadoras de los hombres, y en última instancia de su libertad, re-cubre la auténtica lógica del tiempo, la repetición. El tiempo (se) repite en un presente eterno, retorno indiferente a las miles de escenas cambiantes que coexisten en él. La
experiencia artística, la experiencia del pensamiento, la contemplación, en palabras de Schopenhauer, interrumpe el movimiento estático e incesante del tiempo, lo saca de quicio. No habría, así, una
evasión del tiempo sino una consumación. Pero para dar cuenta de
ella no puede recurrirse a los conceptos o a las ideas representadas,
es una experiencia anterior a la representación, para la que
Schopenhauer no encontraba palabras.18 Podría recurrirse a la sentencia de los Upanishads, Tat tvam asi, "Eso eres tú", que refiere
de alguna manera a la experiencia identitaria con Brahman, al éxta26
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sis místico en el que la sucesión del tiempo y la identidad individual de las cosas se paralizan, y todo es uno.19 Un pensamiento, por
cierto, transgresivo que fue más allá de lo que la filosofía era capaz
de aceptar en aquel momento histórico. Aún hoy la filosofía instituida reniega de él.
Pero también podría postularse que para Schopenhauer su experiencia de nirvana residía en la escritura. Él trató de escribir todo lo
que vivió, aunque se nota −en una lectura alimentada con los saberes de occidente: el psicoanálisis, el existencialismo, la fenomenología− que muchas veces lo que escribió respondía a un deber ser
que servía más para justificar (autojustificar) lo absurdo que le
acontecía que para comprender lo que decidía hacer y le desagradaba. La desdicha de la pura conciencia burguesa, podría sospecharse. Es de alguna manera lógico, entonces, que a Schopenhauer
no le haya ido bien, ni durante su vida ni luego, en la tradición que
él inauguró y que en buena medida lo desconoce o no llega a precisar en qué consiste su aporte decisivo.20
Antes de romper de modo irreversible con su madre ésta le había
escrito: "no eres un hombre malo /…/ pero eres fastidioso e insufrible y considero penoso en extremo vivir contigo ". Sin duda que
para Arthur también era penoso. Se refugió entonces en la soledad
huraña de la filosofía: "La vida −anotó en su diario mientras elucubraba El mundo…− es una cosa precaria y yo me he propuesto consagrar la mía a reflexionar sobre ella". Pero la filosofía también le
dio la espalda. Tuvo en su mano la llave que abría la puerta a un
nuevo universo, pero no tuvo el tino de colocarla en la cerradura,
pues con la misma mentalidad mercantil con la que vivió, creyó
que con la mera posesión de la cosa o de la idea bastaba. En 1833
se había instalado de un modo definitivo en Frankfurt, ciudad que
recién abandonaría el 21 de septiembre de 1860, el día que murió.
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