NUESTRA PARTICIPACION DE LA VIDA DIVINA

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Colección "VIDA ESPIRITUAL" No. 2
NUESTRA
PARTICIPACION
DE LA VIDA DIVINA
POR
ADOLFO
TANQUEREY
TRADUCIDO P O R
DANIEL GARCIA HUGHES
EDITORIAL " S P L E N D O R "
Delicias 1620 — Casilla 3746
SANTIAGO DE CHILE
10 3 7
Colección "VIDA ESPIRITUAL" N.o 2
NUESTRA
PARTICIPACION
DE LA VIDA DIVINA
POR
ADOLFO TANQUEREY
TRADUCIDO POR
DANIEL GARCIA HUGHES
EDITORIAL "SPLRNDOR"
Delicias 1626 — Casilla 3746
SANTIAGO DE CHILE
1 9 S 7
Arzobispado de Santiago, 23 de Junio de 1937.
Puede imprimirse y publicarse
FARIÑA
Serio.
FRESNO
V. G.
NUESTRA PARTICIPACION DE LA
VIDA DIVINA (1)
Incorporados a Cristo, participamos, por ende,
de su vida, puesto que la misma vida circula por la
cabeza que por los miembros. He aquí ciertamente
una nueva razón para decidirnos a pertenecer al número de los selectos, que atienden a su santificación
y a la de sus hermanos. ¿No es verdad que, en todo cuerpo, hay miembros que, saturados de la vida
de la cabeza, la reparten en torno suyo entre sus
hermanos ?
Mas, para hacerlo así, es menester participar
más abundantemente de la vida divina que Jesús
vino a traer a la tierra. Én cuanto que es el Verbo,
posee la vida divina en toda su plenitud igual que
el Padre y el Espíritu Santo. En cuanto hombre, recibe de dicha vida una participación tan grande que
se desb.orda y derrama sobre sus miembros: "Y el
Verbo se hizo carne... y vimos su gloria.. . lleno
de gracia y de verdad... De la plenitud de él todos
recibimos" (2). ¡Cuánto importa, pues, que nos
lleguemos a esa fuente de agua viva, para de ella
llenar nuestras almas y comunicarla también a las
de nuestros hermanos que viven harto lejos de ella!
Para avivar en nosotros ese deseo, procuremos
(1) SANTO TOMAS, S. teol., q. 45, a. 3; I* II', q. 110;
FROGET, O. P., De la morada del Espíritu Santo en las
almas de los justos; R. PLUS, Dios en nosotros; MANNING,
La morada ulterior del Espíritu Santo; T E R R I E N , S. J., L a
gracia y la gloria; CARD. MERCIER, La vida interior.
(2) Ev. de S. Juan, I, 14.
3
ciarnos exacta cuenta de la alteza de tan noble vida
divina, y de las obligaciones que de ellas se nos siguen.
Para proceder con algún orden en materia tan
vasta y difícil, demostraremos: 1.° que la Santísima Trinidad viene a morar en nosotros para hacerl o s partícipes de su vida, y que esa morada nos impone deberes particulares; 2.° que la Santísima Trinidad crea en nosotros un organismo sobrenatural
para que vivamos una vida semejante a la suya, y
que tenemos el deber de desarrollar dicho organismo para vivir nosotros y hacer que nuestros hermanos vivan esa misma vida sobrenatural y deiforme.
I. — MORADA DE LA SANTISIMA TRINIDAD
EN NOSOTROS Y DEBERES
QUE DE ELLA SE NOS SIGUEN.
1." EL HECHO DE LA MORADA.
A) LA PRUEBA DEL HECHO. Que las tres
divinas personas moran en el alma en estado de
gracia, es una de las verdades que al Señor le plugo
enseñarnos, antes de partir de este mundo, para
consolarnos de su ausencia y darnos a saborear un
poco del cielo.
Fué en la Ultima Cena. Acababa de anunciar a
sus apóstoles la venida del Espíritu Santo, del divino Paráclito o Consolador, que quedaría para siempre con ellos (1); acababa de prometerles que él
mismo volvería en medio de ellos para en ellos vivir (2); y añade esta promesa que será el eterno
(1) San Juan, XIV, 16.
(2) San Juan, XIV, 19-20.
4
consuelo de las almas justas: "Si alguno me ama,
mis enseñanzas guardará, y le amará mi Padre, y
a él vendremos y morada en él haremos" (1). Así,
pues, el alma que ama a Jesús y guarda sus mandamientos, es amada del Padre, y el Padre viene a
ella, con el Hijo y el Espíritu Santo, y viene, no para una simple visita, sino para aposentarse en ella
y hacer de; ella su morada. ¡Cuántas veces habremos
deseado para nosotros la felicidad de la humilde
Virgen de Nazaret, que durante años tuvo en su pobre casa al Hijo de Dios Eterno! En realidad no tenemos nada que envidiarle; porque no sólo al Hijo
de Dios recibimos y aposentamos en nuestra alma,
sino a El con el Padre y el Espíritu Santo, a la Trinidad toda, y no por un poco de tiempo, sino gara
siempre, mientras no tengamos la desgracia de
arrojar al huésped divino por el pecado mortal.
B) LA MANERA DE ESTA MORADA. Dios,
nos dice santo Tomás (2), está naturalmente en las
criaturas de tres modos diferentes: por potencia, en
cuanto que las criaturas todas están sujetas a su
poder; por presencia, en cuanto que todo lo ve, aún
los más secretos pensamientos de nuestra alma; por
esencia, porque en todas partes ejerce su acción y
en todas partes es él la plenitud del ser y la causa
primera de todo cuanto de real hay en las criaturas,
a las que comunica sin cesar, no sólo el movimiento
y la vida, sino también el ser mismo: "porque dentro de é! vivimos, nos movemos y existimos" (3).
Mas su presencia en nosotros por la gracia es
de un orden muy,superior y más íntimo. No es ya
sólo la presencia del Criador y Conservador que
(1) San Joan, XIV, 23.
(2) Soma teológica, I, q. 8, a,
(3) Hechos, XVn, 28.
5
mantiene en el ser a los seres que ha criado; es la
presencia, de la Santísima y Adorabilísima Trinidad
tal como la fe nos la ha revelado: el Padre viene a
nosotros, y, como de continuo engendra a su Verbo, con él recibimos al Hijo, perfectamente igual al
Padre, imagen viva y substancial suya, que eterna
e infinitamente ama a su Padre como de su Padre
es amado; de este amor mutuo se origina el Espíritu
Santo, igual al Padre y al Hijo, lazo mutuo de los
dos y distinto, por ende del uno y del otro. ¡Cuan
grandes maravillas se repiten en el alma en estado
de gracia!
Esa unión, nos dice Bos^uet (1), es muy íntima: "¿Quién nos dirá cuál es la parte aquella secreta y escondida del aln¡.n de la que el Padre y el
Hijo hacen su templo y kii santuario? ¿Quién nos
dirá cuan íntimamente r>'.T;m en ella: cómo la ensanchan para en ella posesivo, y., desde el fondo
más íntimo del ;>í "a. o y i^ndc» se por doquiera, llenar todas las po^
animar todas nuestras
obras? ¿Quién nos .-«:-•.•'".>rá ese lugar escondido,
para allí roo^n'-n
de f.ntinuo y hallar allí al Padre y al Hijo?"
Si quisiénmo- expresar en dos palabras la diferencia efrnr'^1 que existe entre la presencia de
Dios en nosotros por mí'imleza y su morada por .la
gracia, dinam o que por su presencia natural está
y obra en nosotros mas por su presencia sobrenatural se da a nosotros para que gocemos de su amistad, de su vida y de sus perfecciones: "La caridad
de Dios ha si .: d. rrama^a en nuestros corazones
por medio del K.uíritu Santo que se nos ha dado"
(2). El Espíritu Santo, pues, se nos ha dado y con
(1) Meditaciones sobre el Evangelio, La Cena, P. I, 93.
(2) Ep. a los Koinanos, V, 5.
:6
él toda la Santísima Trinidad, porque son inseparables las tres divinas personas; en cada momento
transforma a nuestra alma para disponerla mejor
a gozar de su presencia, de su vida y de sus perfecciones. Si tuviéramos conciencia viva y profunda, entenderíamos cómo la gracia es ya un comienzo de la vida eterna, del gozo inefable que se experimenta con la posesión de Dios.
Para ver de ahondar en esa presencia íntima,
estudiemos los vestigios de ella esparcidos por los
Libros Santos, y veamos las relaciones que la gracia estabkcé entre nosotros y cada una de las tres
divinas personas.
a) Por la gracia el PADRE nos adopta por hijos
suyos. Tan insigne privilegio dimana de nuestra incorporación a Jesucristo; en el momento en que somos miembros de Jesucristo, somos una prolongación de él, como si dijéramos, una extensión de su
persona; ya el Padre nos mira con la misma mirada
paternal que a su Hijo, nos adopta por hijos, nos
sima como le ama; no con un amor igual, mas con
un amor seiriejante. Así nos lo declara el discípulo
amado, san Juan, que mejor que los otros discípulos había ahondado en los secretos de su Maestro:
"¡Mirad qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo
seamos en efecto!" (1).
Así, pues, según el testimonio de san Juan,
adóptanos Dios por hijos suyos, y esto de un modo
más perfecto que los hombres por la adopción le»»"1
Estos pueden transmitir ciertamente a sus hijos
adoptivos su apellido y sus bienes, mas nunca su
sangre y su vida. "La adopción legal, dice con razón el cardenal Mercier (2), es una ficción. El hijo
'
( í ) I Ep. de san Juan, JH, 1.
(2) La Vida interior, p. 405,
adoptivo es considerado por sus padres adoptivos
como si fuera hijo de ellos, y de ellos recibe la herencia a que hubiera tenido derecho el fruto del
matrimonio; la sociedad reconoce esta ficción y sanciona sus efectos; sin embargo, el objeto de la ficción realmente no sufre transformación alguna...
La gracia de la adopción divina no es una ficción...
es una realidad. Concede Dios la filiación divina a
los que creen en su Verbo, dice san Juan (1). Esa
filiación no es nominal sino efectiva, "somos llamados hijos de Dios y io somos en efecto".
Cierto que la vida divina no es en nosotros más
que una participación, una semejanza, una asimilación que no nos convierte en dioses, pero sí en seres
deiformes o semejantes a Dios. También es muy
cierto no ser una ficción, sino una realidad, una vida nueva, no idéntica, sino semejante a la de Dios,
y que, según atestiguan los Santos Libros, supone
una nueva generación o regeneración: "Quien no
renaciere del agua y del Espíritu, no puede entrar
en el Reino de Dios" (2). Por eso el bautismo es
llamado el sacramento de la regeneración, porque
nos hace nacer a la vida de la gracia, a la vida divina (3).
Todos esos testimonios nos demuestran no ser
puramente nominal nuestra adopción, sino verdadera y real, aunque distinta de la filiación del Verbo
Encarnado. Por eso somos herederos con pleno derecho, del reino celestial, coherederos del que es
nuestro hermano mayor (4).
Dios, pues, ha de tener para con nosotros la
(1)
(2)
(3)
(4)
8
San Juan, I, 12.
San Juan, m , 5.
Ep. a Tito, m , 5.
Ep. a los Romano», V m , 17.
abnegación y la ternura de un padre. El mismo se
compara con una madre que jamás puede olvidarse
de su hijo. "¿Olvidará una mujer a fu hijo?, ¿no
tendrá piedad del fruto de su vientre? Aunque las
madres se olvidaren, yo no me olvidaré jamás de
ti" (1).
"Tanto amó Dios al mundo, que (lió a su Hijo
unigénito para que nadie que crea en él, perezca,
sino tenga vida eterna" (2). ¿Podía darnos mayor
prueba de amor, y podremos nosotros negar cosa
alguna a quien, para salvarnos y santificarnos, nos
da a su mismo Hijo, a su Hijo único, al que es enteramente igual a él?
b) El HIJO viene también a morar en nuestra
alma, y El, que es el Hijo eterno del Padre, el Verbo engendrado desde toda la eternidad, igual en todo al Padre, no duda un momento en llamarnos sus
hermanos y en tratarnos como a amigos últimos
suyos.
1) Después de resucitado se aparece a la Magdalena, que le había seguido hasta el Calvario, y,
al hablarle de sus discípulos, le dice: "Anda a mis
hermanos y díles: — Subo al Padre mío y Padre
vuestro, Dios mío y Dios vuestro" (3). Así, pues,
Jesús resucitado nos tiene por hermanos suyos. No
debe esto maravillarnos; si somos miembros suyos,
somos, por ende, hijos del mismo Padre que él,
hermanos y coherederos suyos. Por eso el Apóstol
san Pablo le llama "el primogénito entre muchos
hermanos" (4). Ha de tener, pues, para con nosotros el cariño y la abnegación que un hermano
(1)
(2)
(3)
(4)
Isaías, XLIX, 15.
San Juan, III, 16.
San Juan, XX, 17.
Romanos, VIII, 29.
9
mayor por sus hermanos más pequeños; llegará
hasta sacrificarse por nosotros, para que, lavados y
purificados por su sangre (1), podamos participar
de su vida, y entrar luego con él en el reino de su
Padre. ¡Qué felicidad para nosotros tener un tal
hermano! Si ha dado su sangre y su vida para santificarnos, ¿podremos negarle la entrega total de
nosotros mismos y los pequeños sacrificios que nos
exige para hacernos semejantes a él y convertirnos
en apóstoles suyos?
2) También quiere ser nuestro amigo. En la
Ultima Cena declara a sus apóstoles, y, en la persona de éstos, a todos los que crean en él: "Vosotros
sois ¡mis amigos, si hacéis lo que os mando. Ya no
os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; sino que os Hamo amigos, porque todo
cuanto oí a mi Padre os lo di a conocer" (2). Ya no
tendrá secretos para nosotros; las verdades que
aprendió en el seno del Padre, nos las ha comunicado, vendrá para repetírnoslas dentro de lo más
escondido del corazón, nos las dará a entender y a
saborear; será, en verdad, la luz que ilumina a todo hombre de buena voluntad; escuchándole seremos hijos de la luz, y participaremos de su mismo
pensar.
Pero aun nos ha dado mayor prueba de amor:
"El amor más grande que se puede tener, nos dice,
es dar la vida por los amigos" (3). Pues J,?sús ha
dado su vida pór nosotros y precisamente cuando,
por el pecado, éramos enemigos suyos. ¿Qué no hará por nosotros luego de reconciliados con él en virtud d? su sangre? Oigamos lo que nos dice: "He
(1) Apocal., I, 5.
(2) San Juan, XV, 14-15.
(3) San Juan, XV, 13.
ao
aquí que estoy a la puerta, y llamo; si alguno escuchare mi voz, y me abriere la puerta, entraré a él,
y con él cenaré, y él conmigo" (1). ¿Hubiéramos
osado nosotros imaginar intimidad semejante? Muy
delicadamente llama Jesús a la puerta de nuestro
corazón; puede él entrar con derecho y en son de
Dueño. Mas espera a que le abramos de buena voluntad: no quiere forzar la entrada, quiere que le
abramos libremente. Luego que le hayamos abierto,
entrará como amigo. Y entonces serán las expansiones de la más tierna amistad, los dulces coloquios
que alargará hasta muy entrada la noche. Bien conocía el autor de la Imitación ese trato íntimo cuando tan a lo-vivo describe las frecuentes visitas que
hace Jesús a las almas de vida interior, las dulces
pláticas que tiene con ellas, los consuelos espirituales con que las regala, la paz que pone en ellas,- la
espantable familiaridad con que las trata (2). Todas esas maravillas las encontramos en la vida de
santa Teresita del Niño Jesús, que decía con un
candor apasionado: "A Jesús quisiera yo amarle
tanto, tanto, como jamás ha sido amado por nadie"
(3). Sin la pretensión de alzarnos tan arriba, ¿por
qué no hemos de intentar conversar dulcemente, en
la oración, en la comunión, en la visita al Santísimo
Sacramento, con el huésped divino, con el hermano
tan Gariñoso, con el amigo íntimo que viene, por
decirlo así, a mendigar de nosotros un poco de
amor: "Hijo mío, dame tu corazón"? (4).
c) Para hacernos más fácil este camino de
amor, viene el ESPIRITU SANTO a morar en núes(1)
(2)
(3)
(4)
Apocalipsis, III, 20.
Imitación, 1. II, c. 1.
El Espíritu de Santa Teresita del Niño Jesús, p. 3.
Proverbios, XXIII, 26.
41
tro corazón para santificarle y trabajar con nosotros
en adornarle con todas las virtudes. Derrama en él
la caridad divina y se nos da a sí mismo: "La caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado" (1). No le basta con darnos parte en sus más
preciados dones, y se nos da a sí mismo, para que
gocemos de su presencia, de su amistad y de sus
dones.
1) Al dársenos, transforma nuestra alma en un
templo santo: "¿No sabéis vosotros que sois templo
de Dios y que el Espíritu Santo mora en vosotrs ? . . .
El templo de Dios, que sois vosotros, santo es" (2).
Es el Dios de toda santidad, y, cuando viene a
nuestra alma, ésta tórnase recinto sagrado, reservado para el culto de Dios, un santuario donde
quiere ser adorado, y donde goza en derramar sus
gracias con santa profusión.
2) Hácese, pues, colaborador nuestro en la obra
de nuestra santificación, y nos ayuda a fomentar
la vida sobrenatural que puso en nosotros. Por nosotros mismos no podemos cosa alguna en el orden
de la gracia (3); mas viene el Espíritu Santo para
suplir nuestra impotencia. ¿Hemos menester de
lux? Pue" he aquí que, según la promesa de Jesús,
viene para hacernos entender y saborear las enseñanzas del Maestro: "El Consolador, el Espíritu
Santo que enviará el Padre en mi nombre, ése os
enseñará todo, y os hará recordar todo lo que os
dije yo" (4). ¿Hemos menester de energía para poner por obra sus divinas inspiraciones? El mismo
(1)
(2)
(3)
(4)
02
Ep. a los Romanos, V, 5.
I Ep. a los Corintios, III, 16-17.
San Juan, XV, 5.
San Juan, XIV, 26.
Espíritu "es el que obra en nosotros, no sólo el querer, sino el ejecutar" (1), o sea, nos da la gracia
de querer y cumplir nuestros propósitos. Si no sabemos orar, "el Espíritu ayuda a nuestra flaqueza,
pues no sabiendo siquiera qué hemos de pedir en
nuestras oraciones, ni cómo conviene hacerlo, el
mismo Espíritu hace nuestras peticiones con gemidos que son inexplicables" (2). Luego las preces
que hacemos movidos por el Espíritu Santo y recomendadas por él, tienen eficacia especial.
Cuando hemos de pelear con nuestras pasiones,
de vencer las tentaciones que nos asedian, también
él nos dará la fuerza necesaria para resistir y sacar de ellas provecho para confirmarnos en la virtud: "Fiel es Dios, que no permitirá seáis tentados
sobre vuestras fuerzas, sino que de la misma tentación os hará sacar provecho para que podáis sosteneros" (3). Cuando, rendidos de hacer el bien, nos
asalte el desaliento y temamos por nuestra perseverancia, se llegará a nosotros para sostenernos y
nos dirá cariñosamente: "Quien ha empezado en
vosotros la buena obra de vuestra santificación, la
llevará al cabo hasta el día de Jesucristo" (4).
No tenemos, pues, por qué temer, con tal que
pongamos toda nuestra confianza en las tres divinas personas que viven y obran en nosotros precisamente para consolarnos, confortarnos y santificarnos. Nunca estamos solos: ¡tenemos dentro de
nosotros al que es la felicidad de los escogidos! Por
esta razón, si tuviéramos fe viva, diríamos con Sor
Isabel de la Trinidad: "Hallé mi cielo en la tierra,
(1(2)
(3)
(4)
Ep.
Ep.
Ep.
Ep.
a
a
a
a
los Filipenses, II, 13.
los Romanos, VIII, 26.
ios Corintios, X, 13.
los Filipenses, I, 6.
13
porque el cielo es Dios, y Dios está dentro de mi
alma. Cuando entendí esto, iluminóse todo dentro
de mí, y quisiera yo contar este secreto a aquéllos
a quienes amo". ¡Cuántas almas se han transformado cuando entendieron, por obra del Espíritu
Santo, que Dios mora en ellas! Un nuevo rumbo se
ha echado de ver en su vida, una ascensión continua hacia Dios y la perfección, un comienzo de la
felicidad celestial, especialmente si han puesto cuidado en vivir íntimamente con el huésped divino y
en hacer partícipes de su dicha a sus hermanos.
2." NUESTROS DEBERES PARA CON EL
DIVINO HUESPED
Puesto que moran en nosotros las tres divinas
personas, y nos dan entrada a su intimidad, es
evidente que debemos cumplir para con ellas las
obligaciones de religión que les son debidas. ¿Cuáles son esos deberes? Nacen de las relaciones que
tienen con nosotros. Ahora bien, 1.° piensan constantemente en nosotros y se cuidan de nuestros
intereses espirituales; debemos, pues, pensar a menudo en ellas con agradecimiento; 2.° hacen de
nuestra alma un templo; luego nos piden adoración;
3.° no cesan un punto de amarnos con el amor más
desinteresado; hemos, pues, de volverles amor por
amor; son el más acabado modelo de perfección;
será menester imitarlas cuanto nos lo permita
nuestra flaqueza.
A) El primero de nuestros deberes será PENSAR A MENUDO en el Dios que vive en nosotros,
y hacerle compañía. Cuando un ilustre personaje
nos honra con su visita, nos apresuramos a dejar
todo para recibirle y hacerle lo más grata posible
14
¿No habremos de hacer siquiera lo
gU estancia.
jnismo con el divino huésped que tan altamente nos
h o n r a con su visita y con poner en nosotros su morada' Cuídase constantemente de los intereses de
n u e s t r a alma, ¿y no lo tendremos presente? Echábase en cara santa Teresa el haber vivido muchos
años sin pensar a menudo en la Santísima Trinidad.
"Bien entendía, escribe, que tenía alma, y quién
estaba dentro de ella, si yo no me tapara los ojos
con las vanidades de la vida para verlo, no lo entendía. Que, a mi parecer, si como ahora entiendo que
en este palacio pequeñito de mi alma cabe tan gran
Rey (entonces lo entendiera), que no le dejara tantas veces solo" (1). Muchos de los lectores se harán el mismo reproche y cuidarán de aquí en adelante de hacer compañía al huésped divino desde la
mañana hasta la noche.
a) El medio, muy sencillo, es recogerse al comienzo de cada obra, y decirse: Dios vive y obra
en mí, y ofrecer a las tres divinas personas la obra
que comenzamos. ¿No es eso lo que, en sustancia,
nos insinúa la Iglesia? Desde los siglos primeros
recomienda a los fieles hacer la señal de la cruz al
comenzar las principales obras del día diciendo:
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo. Que es como decir: quiero que esta obra
sea para gloria del Padre, que, no sólo me crió, sino que me adoptó por hijo; para gloria del Hijo,
que se hizo hombre por mí y me redimió con su
sangre; para gloria del Espíritu Santo, que viene a
mi alma para derramar en ella, con la caridad, todas las gracias que para mí mereció Jesucristo.
b) Pero las almas de vida interior van aún más
lejos: sabiendo que el divino huésped es para nos(1) Camino de perfección, cap. XXVIII, 11.
15
otros fuente de luz, de fortaleza y de consuelo, levantan a menudo hacia él, durante la obra, los ojos
del alma y del corazón. Cuando las tinieblas invaden su alma, y las verdades de la fe no parecen
hacerles mella, vuélvense prontamente al Padre de
las luces, y le dicen desde lo hondo de su corazón:
"¿Hasta cuándo apartarás de mí tu r o s t r o ? . . . Mírame y óyeme, Señor, Dios mío, ilumina mis ojos"
(1). Si se sienten flacas y sin fuerzas, invocan al
que es su fuerza y su escudo: "¡En ti, Señor, he
puesto mi esperanza; jamás quede confundido!...
Sé para mí un Dios protector, y un lugar de refugi
donde me pongas en salvo" (2). Cuando la desolación y la sequedad las atormentan, corren al Huerto
de las Olivas, póstranse cabe el Salvador que por
ellas padeció desaliento, pavor y tristeza mortal,
y, como él, se ofrecen como víctimas para hacer su
santa voluntad: "Padre, si no puede pasar de mí
este cáliz sin que yo lo beba, ¡hágase tu voluntad!" (3).
c) En sus oraciones tienen presentes de un
modo especial las palabras de Jesús: "Tú, cuando
hayas Me orar, entra en tu habitación, cierra tu
puerta y ora a tu Padre que está en lo escondido"
(4). El aposentó en que se recogen, es la celda de
su corazón; allí guardan a la Santísima Trinidad;
allí, unidas, incorporadas al Verbo Encarnado, adoran y oran en silencio.
B) La segunda obligación es la ADORACION.
¿Cómo no glorificar, bendecir, alabar y dar gracias
al huésped divino que, por ser Dios, convierte nues(1)
(2)
(3)
(4)
16
Salmo XII, 2, 4.
Salmo XXX, 2-3.
San Mateo, XXVI, 42.
San Mateo, VI, 6.
tra alma en un verdadero santuario? Cuando María recibió en su castísimo seno al Verbo Encarnado, su vida toda no' fué sino un acto perpetuo de
adoración y de acción de gracias: "Magníficat anima mea Dominum; alaba mi alma al Señor; salta
de gozo mi espíritu por Dios mi Salvador... porque hízome grandezas el Poderoso. ¡Santo es su
nombre!" (1). Tales deben ser los sentimientos del
alma que se da cuenta de la morada de las tres
divinas personas en ella: entiende bien que, por ser
templo de Dios, ha de ofrecerse de continuo como
ríiostia de alabanza para gloria de la Santísima Trinidad. ¡Cuan amorosamente repite en su corazón
la doxología que tanto gustaban de rezar los primeros cristianos: "Gloria al Padre y al Ilijo y ai
Espíritu Santo!" No es una fórmula vana para
ella, sino que a través de esa doxología hace pasar
todos sus afectos de adoración, de alabanza y de
amor, y confiesa sinceramente que sólo Dios Merece ser glorificado, porque sólo El es el autor de
todo bien.
Cuando oye la Santa Misa, gusta de recitar
pausadamente y de saborear, por decirlo así, todas
las oraciones en alabanza de la Santísima Trinidad:
el Kyrie eleison, exclamación doliente del pecador
que implora misericordia y piedad de cada una de
las tres divinas personas; el Gloria in excelais Deo.
que expresa tan hondamente los afectos de religión
para con las mismas personas, y, sobre todo, para
con el Verbo hecho carne; el Sanctus, que proclama la santidad inefable de Dios en unión con los
ángeles y santos del cielo; el Pater noster, que le
recuerda ser Dios su Padre; por eso le reza con
filial confianza uniéndose al que, por habérnosle
(1) San Lucas, I, 47, 49.
17
V
enseñado a rezar, no deja jamás de rezarle con
nosotros. Y cuando, al final de la misa, inclina el
sacerdote la cabeza sobre el altar para suplicar a
la Trinidad Santísima se digne aceptar el sacrificio
que acaba de ofrecerle, el alma fervorosa une la
ofrenda de su propio corazón, y se siente confortada para todo el día.
C) EL AMOR se le hace mucho más fácil; oye
resonar de continuo en sus oídos la dulcísima invitación del Padre amorosísimo que se inclina hacia ella y le dice: "Hijo mío, dame tu corazón" (1).
Con sencillez espontánea y confiada, con afecto puramente filial le responde: "Píeme aquí, Señor,
puesto que me has llamado; heme aquí con todo
cuanto poseo; todo te lo entrego de muy buena
voluntad".
Y, porque el amor que Dios nos tiene, es esencialmente generoso y activo, el nuestro no le mostraremos solamente con palabras y afectos, sino
con obras y sacrificios. Será un amor penitente,
para expiar nuestras numerosas infidelidades;
amor agradecido, para dar gracias a tan insigne
bienhechor, al colaborador abnegado que trabaja en
nosotros y con nosotros con tanta abnegación y
constancia; y, para darle gracias por sus beneficios,
le prometeremos usar mejor de las abundantes
gracias que nos prodiga con tanta largueza. Será
también amor de amistad, que nos hará corresponder a las inspiraciones divinas y platicar dulcemente con el más fiel y desinteresado de todos los amigos; que nos moverá, sobre todo, a mirar por sus
intereses, a procurar su gloria, a bendecir y hacer
que por todos sea bendito su santo nombre. Amor
generoso, que llegará hasta el sacrificio y olvido de
(1) Proverbios, XIII, 26.
18
sí mismo, a r e c i b i r de buen corazón todas las pruebas que se digne enviarnos. Como santa Teresita
del Niño Jesús, diremos con verdad: "Yo no soy
egoísta; amo a Dios y no a m í . . . Mi alma está
s i e m p r e en la cueva; pero soy feliz, sí, muy feliz
ci>n no tener consu elo alguno. . . Teresa, la esposa
c h i q u i t i t a de Jesús, ama a Jesús por Jesús mismo"
(1). Será, por último, amor Heno de celo: deseare
mos que todos nuestros hermanos amen al que
tanto ama y es tan poco amado.
D) El amor denodado nos lleva a la IMITACION; el que ama, desea asemejarse cuanto puede
al amado. Mas, ¿cómo imitar a la Santísima Trinidad cuya santidad es infinita? De dos maneras:
huyendo cuidadosamente de todo cuanto pueda
manchar la limpieza de nuestra alma, y adornándola con todas las virtudes, que nos asemejan más
y más a Dios.
a) Puesto que somos templo vivo de la Santísima Trinidad, debemos en verdad conservar cuidadosamente la pureza de cuerpo y de alma. Eso es
lo que de continuo repetía san Pablo a sus discípulos al traerles a la consideración el dogma importantísimo de la morada del Espíritu Santo en sus
almas: "¿No sabéis vosotros que sois templo de
Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?
Pues si alguno profanare el templo de Dios, Dios
le perderá a él. Porque el templo de Dios, que sois
vosotros, santo es" (2). Cuando, pues, ncs acometa
la tentación, cuanto más angustiosa y solapada
sea, echemos una mirada a la celdita de nuestra
alma, donde mora la Santísima Trinidad, y, confor(1) El Espíritu de Manta Ter»sita del Niño Jesús,
35-36.
(2) P r i m e r a Ep. a los Cor., III, 16-17.
p.
19
tados con el amparo divino, digamos con santa
energía: "¡Antes morir, oh Dios mío, que manchar1
vuestro santuario; antes morir que arrojaros de
mi corazón y meter en él al pecado y al demonio!"
Muestra la experiencia no haber, para las almas
nobles y generosas, razón más poderosa que ésa
para apartarse del pecado.
b) Es también un estímulo muy eficaz para el
ejercicio de las virtudes: ¿no habremos menester
de adornar el templo en que mora el Dios tres veces santo? y ¿cómo adornarle sin asemejarnos a
tan divino dechado con el ejercicio de la virtud?
Así nos lo manda el Señor cuando nos pone a su
mismo Padre como modelo: "Sed perfectos como
vuestro Padre celestial perfecto es" (1). A primera vista parece ese ideal demasiado elevado para
nosotros; mas, si es nuestro Padre, ¿por qué no
hemos de parecemos a él? Además, que, para que
nos sea más fácil la empresa, el Hijo de Dios se
hizo hombre como nosotros, vivió con nosotros, se
desposó con nuestras miserias y flaquezas, excepto
el pecado, y se convirtió en camino que debemos
andar para ir al Padre.
Si pensamos ser Dios harto inaccesible para
que le imitemos, no podemos alegar el mismo pretexto tratándose del Hijo, que, en su vida privada,
en su vida pública y en su vida paciente, nos ha
dado ejemplo de todas las virtudes en las que se
nos pide ejercitarnos en las diversas circunstancias
en que la Providencia nos coloca. Ahora bien, imitar
al Hijo es imitar al Padre: porque el Hijo obra
siempre en perfecta conformidad con el Padre.
c) Hay sobre todas una virtud cuyo ejercicio
nos recomienda Nuestro Señor para imitar la uni(1) San Mateo, V, 48.
20
dad perfecta que reina en las tres divinas personas,
v es la caridad fraterna. Después de la Ultima Cena c u a n d o Jesús, antes de separarse de sus apóstoles, eleva por ellos una oración a su Padre, la
única gracia que pide para sus discípulos es la
unión fraterna entre ellos: "Que todos sean una
sola cosa, para que como tú, Padre, en mí y yo en
ti también ellos en nosotros estén" (1). Oración
s o r p r e n d e n t e , de la que luego san Pablo se hará
eco al suplicar a sus amados discípulos no Be olviden jamás de que, por ser un solo cuerpo y un
solo espíritu, y no tener sino un mismo Padre que
mora en todos los justos, han de conservar la unidad del espíritu con el vínculo de la paz (2).
En los primeros siglos de la Iglesia fué escuchada esa oración; porque los mismos paganos no
podían menos de decir: ¡Mirad cómo se aman unos
a otros los cristianos! ¡Ojalá que en estos tiempos
tan revueltos, en los que tan divididos están los corazones y las almas, pudiéramos realizar el deseo
más vivo del Corazón de Jesús, y estar tan unidos
con los vínculos de una santa caridad de manera
que nuestros adversarios se vieran forzados a confesarlo! ¿Y no es ése el cometido de los selectos
que procuran unir a las almas de buena voluntad
para formar un todo homogéneo? Ese, además,
sería el mejor medio de dar a respetar nuestros
derechos: la unión hace la fuerza.
Vemos, pues, no haber cosa más a propósito
para la santificación que la consideración frecuente
y afectuosa de la morada de las tres divinas personas en nosotros. Ninguna otra nos moverá más al
ejercicio de la virtud de la religión, a la verdadera
(1) San Juan, X V m , 21.
(2) Ep. a los Efesios, IV, 3, 6.
21
y sólida piedad; ninguna nos hará ejercitarnos más
en las virtudes, y, sobre todo, en la caridad fraterna, que es la señal de distinción de los verdaderos cristianos, y la prenda más segura de que somos amigos de Dios.
II. — NUESTRO ORGANISMO SOBRENATURAL
Y LA OBLIGACION QUE TENEMOS DE
CONSERVARLE, AUMENTARLE Y EJERCITARLE
El huésped divino que mora en nuestra alma,
no está en ella sólo para recibir nuestra adoración
y homenaje; también quiere dársenos y elevarnos
hasta sí.
Dios es vida y fuente de vida: "En él estaba
la vida, y la vida era la luz de les hombres" f l ) .
Pues, para elevarnos hasta fí, nos comunica una
participación de su vida divina. Mas, siendo unas
débiles criaturas, /.cómo podremos recibir esa participación de la vida de Dios? Cierto que no podremos, si no se digna en su bondad completar y p°rfecccionar nuestra alma dotándola de un organik:mí>
sobrenatural muy superior al que de suyo pueden
exigir las más perfectas criaturas. Fso ps precisamente lo que hace al pon^r su morada en nosotros
En cuanto hombres, <?nomos vn nrin vWa ínfo
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y deducciones,
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en que estamos expuestos a equivocarnos. Pues
Dios transforma esa vida: sin quitarnos nada de
(1) San Juan, I, 4.
22
lo bueno que en nosotros puso, injerta on nosotros
na orgamisnN) sobrenatural completo, que nos eleva
y, en cierto modo, nos diviniza.
1." DESCRIPCION DE NUESTRO ORGANISMO
SOBRENATURAL
En la substancia misma de nuestra alma se
halla asentada la gracia habitual, que hace en nosotros el oficio de principio vital sobrenatural, nos
torna semejantes, mas no iguales, a Dios, y nos
prepara para conocer a Dios como él se conoce, y
amarle como él se ama.
De esa gracia habitual o santificante dimanan
las virtudes infusas y los dones del Espíritu Sa«to,
que sobr: naturalizan nuestras potencias naturales,
y nos dan el poder inmediato de hacer obras meritorias de vida eterna.
Para poner en ejercicio esas potencias, nos
concede gracias actuales, que iluminan nuestro entendimiento, fortalecen nuestra voluntad, nos comunican energías muy por encima de nuestras propias fuerzas, y así nos ayudan a llevar al cabo
actos que se pueden llamar deiformes: actos que no
son puramente humanos, actos que, siendo nuestros,
son también de Dios; porque ha querido ser colaborador nuestro, y obrar en nosotros el querer y el
hacer (1).
Notemos, ya desde el principio, que la vida de
la gracia, aunque muy distinta de la vida natural,
no está simplemente sobrepuesta a ésta, sino que
la penetra toda entera, la transforma, la eleva y la
hace deiforme, o sea, semejante a la vida de Dios.
Se asimila todo cuanto de bueno hay en nues(1) Ep. a los Ffllpenses, n , 13.
23
tro natural, en nuestra educación, en nuestros hábitos adquiridos, perfecciona y sobrenaturaliza todos esos elementos orientándolos hacia Dios, hacia
el Dios de la Trinidad, al que un día contemplaremos cara a cara, como él se ve a sí mismo, y al
que amaremos como él se ama. Mientras ese día
llega, le poseemos ya en la tierra por la fe y por
el amor, ds modo harto inferior al de la visión beatífica, pero muy superior al conocimiento natural
que tenemos por la razón. Explicaremos esto un
poco más por menudo.
A) El oficio de la gracia habitual.
Para elevarnos hasta sí, lo primero que Dios
hace es injertar en la substancia de nuestra alma
un principio vital Sobrenatural o deiforme, que se
llama gracia habitual. Es esta una gracia, o sea, un
don esencialmente gratuito al que no pítede aspirar
ni el hombre ni el más perfecto de los ángeles. Es
también gracia porque nos hace gratos, agradables
a los ojos de Dios, y lugar de delicias donde él gusta de reposar. Y es una gracia habitual, un modo de
ser, un estado del alma que, por eso, se llama estado de gracia. Es, pues, una cualidad inherente a
nuestra alma, a la que transforma, ennoblece y
eleva por encima de todos los seres aún los más
perfectos. Es una cualidad permanente por su naturaleza, en cuanto que mora en nosotros mientras no
la arrojemos de nuestra alma por un pecado mortal cometido deliberadamente.
Ahora bien, esa cualidad inherente a nuestra
alma, que penetra hasta lo más hondo de nuestra
substancia, que se graba en lo más escondido del
alma, nos hace semejantes a Dios o deiformes.
24
a) La gracia habitual nos hace realmente, según el decir vigoroso de san Pedro, partícipes de la
naturaleza divina (1); nos pone, según san Pablo,
©n comunión con el Espíritu Santo (2), en sociedad
0011 el Padre y el Hijo, añade san Juan (3). ¿Es esto posible? ¿Será verdad que por la gracia somos,
por así decirlo, de la familia de Dios? Sí, responde
san Pablo (4), "Ya no sois extraños ni advenedizos; sino conciudadanos de los santos y domésticos
(familiares) de Dios". Por lo demás, tal se sigue de
quedar convertidos, por la gracia, en hijos adoptivos de Dios, según hemos ya probado. ¡Cuán sublime dignidad la nuestra, y cuántas gracias debemos
dar a Dios durante toda nuestra vida, durante toda la eternidad!
Para evitar toda exageración, dejemos bien
sentado que la vida de la gracia no es una vida
idéntica a la de Dios, sino sólo semejante, y que
no nos hace iguales a Dios, sino deiformes o semejantes a Dios, dispuestos para conocerle como él
se conoce, y amarle como él se ama. Con estas
advertencias huímos de todo peligro de panteísmo,
y podremos entender mejor en qué sentido participamos de la vida divina.
h) La vida propia de Dios es verse a sí mismo
directamente, y amarse infinitamente puesto que
infinitamente *es amable.
Ahora bien, ninguna criatura, por muy perfecta que la supongamos, puede por sí misma contemplar la esencia divina, que habita en una luz inac-
(1)
(2)
(3)
(4)
Ep. segunda de san Podro, I, 4.
n Ep. a los Corintios, X m , 13.
I Ep. de san Juan, I, 3.
Ep. a los Efesios, n , 19.
25
cesible a toda criatura (1). El hombre, en particular, no alcanza a Dios, por sus potencias naturales,
sino de un modo indirecto, por medio de una serie
de razonamientos, elevándose desde las criaturas
hasta el Criador. Mas Dios, otorgándole un privilegio enteramente gratuito, llama al hombre a contemplarle cara a cara en el cielo como él se contempla a sí mismo, no ciertamente en el mismo grado,
pues que seguimos siendo limitados, pero sí de la
misma manera, directamente, sin discurso, sin intermediario. Tal es el sentido de aquellas palabras
de san Pablo (2): "Al presente no vemos a Dios
sino como en un espejo (o sea, por intermediario)
y bajo imágenes oscuras; pero entonces le veremos
cara a cara; ahora conozco en parte, mas luego
conoceré como soy conocido". El mismo sentir es el
de san Juan cuando dice (3): "Nosotros somos ya
ahora hijos de Dios; mas lo que seremos algún día,
no aparece aún. Sabemos, sí, que, cuando se manifestare claramente, seremos semejantes a él, porque le veremos como él es". Ver a Dios como él es,
es verle como él se ve. sin imagen, sin sombra, sin
intermedio; es llegar a ser semejante a Dios en su
vida intelectual; es participar, de un modo finito,
pero real, de la vida misma de Dios; es conocerle
como él se conoce, amarle como él se ama. ¡Cuán
sublime fin es el nuestro, cuán arrebatador el gozo
de ver a Dios como él es, de ver en El todo lo que
nos importa, poco o mucho! Y, sobre todo, ¡aué dicha la de amarle como él se ama, sin partición, sin
reserva, sin miedo de perderle, y de este modo go-
(1) I Ep. a Timóte 0 , VI, 16.
(2) I Ep. a los Corintios, XIII, 12.13.
(3) I Ep. de san Juan, III, 2.
26
zar de su presencia y de su amor por toda la eternidad! ¿No es ésta razón suficiente para apartar
de nosotros nuestros más caros deseos, nuestras
más hondas aspiraciones, nuestra sed insaciable de
conocer y de amar?
Tengamos, pues, siempre presente que la gracia habitual es, en el fondo, de la misma naturaleza
que la gloria del cielo; es., nos dicen los Santos Padres y los Teólogos, un gusto anticipado de la biena v e n t u r a n z a del cielo, la aurora de la visión beatífica, el botón que ya contiene en sí la flor que extenderá sus pétalos más tarde. Nos hace, pues, partícipes, aunque de un modo menos perfecto, de la naturaleza y de la vida de Dios.
c) Veamos cómo entenderlo. En el cielo veremos a Dios; en la tierra comunicamos ya en su pensar por medio de la fe. Cuando creo en misterio de
]a Santísima Trinidad, no es ni razón natural la
que me manifiesta su existencia y su naturaleza,
sino la fe, o sea. una luz divina que Dios comunica
a mi entendimiento. Por la razón deduzco su existencia y su unidad. Pero Dios, luego de haber hablado a los hombre- por medio de los Profetas, pe
dignó enviarnos a su Hijo, que nos ha revelado los
secretos de la vidn divina. Grnoias al testimonio
irrefragable de Aquél que desde la eternidad vive
el ®eno -^el Padro. creo que Dios •"s un Dios
ii-iturnjezi v trino pti sus per®*>V5,..;rr!*.-N
!>;ts. "rr• <rip la prinrra persona, el Padre, engendra des Te tida la etfrnidad a un Hijo enteramente igual a él mismo, a un Hijo que es su imagen
viva y substancial, el esplendor de su gloria, su
Verbo, su pensnmiontn íntimo. El Padre ama al
Hijo como por éste e~ infinitamente amado. Y de
ese amor mutuo se origina una tercera persona, el
27
Espíritu Santo, vínculo mutuo del Padre y del Hijo, Amor substancial, que luego derramará en
nuestras almas la caridad divina.
Todas esas verdades en las que creo, son ciertamente misteriosas para mí; pero, al fin y al cabo, nos revelan la vida interior de Dios, y nos hacen partícipes del conocimiento que de sí mismo
tiene. Nuestro amor hacia él crece de un modo maravilloso y ya no es para nosotros un Dios frío y
abstracto, sino un Dios vivo, un Dios amoroso,
que, aun bastándose plenamente a sí mismo, se baja hasta nosotros, se da a nosotros, vive y obra
en nosotros. Es un padre, un amigo, un colaborador, y nuestro corazón se va de suyo hacia él, no
doliéndose sino de una cosa: de no poder amarle
cuanto se merece.
Es, pues, muy cierto que por la fe y la caridad comenzamos ya a conocer a Dios como él se
conoce, a amarle como él se ama, aunque en grado
muy inferior, y de esa manera participamos de su
vida.
d) Dicha participación no es substancial, sino
accidental, y en esto se distingue de la unión hipostática del Verbo con la naturaleza humana. El
Verbo divino se unió a la naturaleza humana con
unión substancial, de manera que la naturaleza divina y la naturaleza humana, permaneciendo enteramente distintas, no constituyen sino una sola
persona, que no es otra sino la persona del Verbo.
Mas la-unión causada entre Dios y nosotros por la
gracia, es muy de otra manera; cierto que esta
unión es muy real, pero no es substancial: conservamos nuestra personalidad: no somos dioses, mientras que el Verbo Encarnado es Dios. Así, pues, la
vida divina no es comunicada bajo forma de seme28
janza divina impresa en nuestra alma: "Hagamos
al hombre a nuestra imagen y semejanza" (1).
e) Para mejor darnos a entender esa misteriosa participación de la vida de Dios, los Padres y
los escritores espirituales han recurrido a diversas
comparaciones, imperfectas todas, pero que, cada
una por su parte, nos ayuda a descubrir uno de los
muchos aspectos de tan consoladora verdad.
1) Nuestra alma, dicen, es una imagen, una
semejanza de la Santísima Trinidad, un a modo de
retrato en miniatura que el Epíritu Santo pinta en
nosotros, imprimiéndose él mismo en nuestra alma
como en cera blanda: "El Espíritu Santo, dice san
Cirilo (2), no se ha como un pintor cualquiera que
en nosotros pintara la divinidad como cosa que a
él no le t o c a . . . sino que, por ser Dios y proceder
de Dios, se graba él mismo en el corazón de los
que le reciben, como un sello que se imprime en
cera; al comunicarse así a nosotros, vuelve a moldear nuestra naturaleza en el troquel del ideal divino, y repone en el hombre la imagen de Dios".
San Ambrosio deduce de esto ser arrebatadora la belleza del alma en estado de gracia, por ser
el artista que en ella pinta la imagen, un artista
de primer orden, por ser Dios mismo (3).
Otros comparan a nuestra alma con los cuerpos transparentes que, al dar en ellos la luz del sol,
quedan traspasados de ella, y brillan con resplandor incomparable que esparcen en torno de sí; el
alma, semejante a un globo de cristal, recibe la luz
(1) Génesis, I, 26.
(2) Thesaurus, Assert. 34.
(3) In Hexaemeron, I. VI, cap. 8.
29
divina, brilla con un vivo resplandor y le refleja sobre las cosas que la rodean (1).
2) Dicha divina semejanza no es 'sólo en la
superficie del alma, sino que la penetra toda entera.
Para explicarlo acuden los Padres a la siguiente
comparación. De la misma manera, dicen, que un
trozo de hierro, metido en la fragua, adquiere muy
pronto el resplandor, el calor y la blandura del fuego; así también el alma, puesta en el horno del
amor divino, purifícase de sus escorias, y tórnase
brillante, encendida de amor, y blanda a las inspiraciones de la gracia.
3) Y como la gracia habitual es una vida,
emplean, por último, otra comparación para expresar esa idea. Asemejan la gracia a un brote divino injertado en el tronco silvestre de nuestra naturaleza, al que comunica vida y cualidades nuevas,
en virtud de las cuales podrá producir frutos de
muy superior calidad. Pero así como el injerto no
confiere al tronco silvestre toda la vida del árbol de
que fué cortado, sino sólo ésta o aquélla de sus
propiedades vitales, así también la gracia santificante no nos da toda la vida divina, sino sólo una
participación de ella.
No explican el misterio esas comparaciones;
pero nos hacen formar un concepto muy elevado
de la gracia, y nos ayudan a entender la bella descripción que de ella nos hace el Catecismo del Concilio de Trento (2): "Esta gracia no consiste solamente en el perdón de los pecados, sino que es,
además, una cualidad divina inherente al alma, y
una especie de luz cuyo resplandor circunda a las
(1) SAN BASILIO, de Spiritu Sancto, IX, 23; SANTA
TERESA, Las .Aloradas, Morada primera.
(2) Catecismo del Concilio, P. n , del Bautismo, 86.
30
almas, las limpia de sus fealdades y les comunica
una radiante belleza". Esclarecen también la noción
más filosófica que de la gracia nos da el P. Garrigou-Lagrange (1): "La gracia es real y formalmente «na participación de la naturaleza divina, en
cuanto que es divina.. . una participación de su vida íntima".
Una vida tal no puede vivirse sin potencias; el
oficio de éstas en el alma cristiana cúmplenle las
virtudes) infusas y los dones.
B) El oficio de las virtudes y de los dones.
En el orden natural hemos menester de potencias para obrar; por medio del entendimiento conocemos lo verdadero, y por medio de la voluntad
tendemos hacia lo bueno. Pero estas potencias, por
sí solas, jamás podrían hacer actos sobrenaturales
y meritorios de vida eterna. Es menester un elemento nuevo, que las eleve, sobrenaturalice y divinice,
por decirlo así, y las haga capaces de producir actos deiformes en proporción con la vida divina que
nos ha sido comunicada. Ese elemento nuevo es el
conjunto de virtudes y dones sobrenaturales que
liberal y generosamente nos otorga Dios en el momento en que recibimos la gracia habitual. El Catecismo del Concilio de Trento describe con deleitosa complacencia el ilustre cortejo de virtudes
infusas que acompañan a la gracia (2), y el Papa
León XIII añade haber nosotros menester, para
complemento de nuestra vida sobrenatural, de los
siete dones del Espíritu Santo (3). Estas virtudes
(1) Perfección cristiana y contemplación, t. I, p. 56.
(2) Catecismo Romano, sobre el Bautismo, n. # 42.
(3) Encíclica Itivinui i iüud 'run.is, 9 de mayo de 1897.
31
y dones hacen en nuestra alma el oficio de potencias sobrenaturales.
a) Expliquemos primeramente la diferencia entre las virtudes y los dones. Esa diferencia se deduce de la diversidad de las operaciones divinas en el
alma. Dios, nos dice santo Tomás (1), puede obrar
en nosotros por su gracia de dos maneras: acomodándose a nuestro modo humano de obrar, ayudándonos, por ejemplo, a discurrir, a buscar los medios
mejores para alcanzar el fin "según las reglas ordinarias de la prudencia; o también obrando en
nuestra alma directamente, por sí mismo, de un
modo superior a nuestro modo humano de obrar,
guiándonos por medio de instintos divinos a los
cuales nos basta con prestarles consentimiento. En
el primer caso obramos bajo el influjo de las virtudes, y somos más bien activos que pasivos; en el
segundo obramos bajo el influjo de los dones, y somos más bien pasivos que activos. Para valemos
de una semejanza, diremos que en el primer caso
navegamos a remo; y en el segundo, a la vela, y
con menos trabajo adelantamos más. Esa es la razón de con los dones hagamos actos heroicos, porque júntase más eficazmente la acción del Espíritu
Santo a la nuestra; por medio de ellos podemos llegar a la contemplación, pues, bajo la acción y el
gobierno del Espíritu Santo, somos movidos, puestos en acto por él, y de su liberalidad recibimos luz
y amor.
b) Veamos en la práctica qué hacen en nosotros las virtudes principales, y qué añaden sobre
ellas los dones.
La fe nos pone en comunicación con el pensar
(1) Coment. al Libro de las Senten., I. III, dist. XXXIV,
q. I, a. 1.
32
divino haciéndonos prestar libre asentimiento a las
verdades que a Dios plugo revelarnos. Mas los
dones de entendimiento y de ciencia perfeccionan
el ejercicio de aquella virtud; el primero, haciéndonos penetrar más hondamente en las verdades de
fe para descubrir en ellas misteriosas armonías; el
segundo, elevándonos de las criaturas a Dios, y
mostrándonos, de un modo experimental, quién es
su principio, su causa ejemplar y su fin.
La esperanza eleva hasta Dios nuestras ansias
y deseos, y nos hace esperar confiados la bienaventuranza del cielo y los medios de alcanzarla. El don
de temor de Dios acrece nuestras ansias despegándonos de los mentidos bienes de acá abajo que nos
retrasarían el subir hasta Dios.
La caridad nos hace amar a Dios como infinitamente bueno en sí, y pone entre él y nosotros una
santa amistad. Mas el don de sabiduría acrecienta
más y más el amor a Dios, y nos da a saborear su
amor experimentatmente.
Si la prudencia nos ayuda a escoger los medios
más a propósito para conseguir nuestro fin sobrenatural, el don de consejo nos hace participar de la
sabiduría divina, y ver inmediatamente lo mejor
que debemos hacer para nosotros y para los demás.
La virtud de la religión, que nos inclina a dar
a Dios el culto que le es debido, tórnase singularmente hacedera con el don de piedad que nos hace
considerar a Dios como a padre amorosísimo al que
es dicha inmensa alabar y bendecir.
Si la virtud de la fortaleza nos da energías pa3*
33
ra hacer y padecer por Dios grandes cosas, el don
de fortaleza nos da valentía.
Las virtudes son, pues, energías activas; los
dones son finezas, receptividades, que, al tornar al
alma mucho más pasiva bajo la acción de Dios, dispónenla mucho más también para seguir las divinas inspiraciones, para hacer obras más perfectas,
actos heroicos. Mas, para poner a unas y a otros
en ejercicio, es menester la gracia actual.
C) El oficio de la gracia actual.
Así como en el orden de la naturaleza hemos
menester del concurso de Dios para obrar, en el
orden de la gracia no podemos poner en ejercicio
nuestras potencias, las virtudes y los dones, sin
una moción divina que se llama gracia actual.
a) Dicha gracia obra sobre nuestro entendimiento y sobre nuestra voluntad. A veces se presenta bajo la forma de una iluminación o ilustración interna. Leo, por ejemplo, aquel texto de san
Pablo (1): "Cristo me amó y se entregó a sí mismo por mí", y de repente una luz me da a entender
el sentido: veo a Jesús, al Hombre-Dios, que me
ama a mí en particular, a pesar de mis defectos y
miserias, y que me ama hasta el punto de entregarse, de inmolarse por mí; véole dándose de continuo a mí en la sagrada comunión, y no puedo
menos de maravillarme de tan grande amor: es
una gracia iluminativa. Mas, al pensar en amor tan
generoso y desinteresado, me siento vivamente inclinado a pagarle amor con amor, a entregarme a
él, a padecer y, si menester fuera, a morir por él:
(1) Ep. a los Gálatas, II, 20.
34
.ésta es una gracia de inspiración, qüe obra sobre la
voluntad y la mueve al amor y a la obra.
b) Esa gracia influye en nosotros de un modo
moral y de un modo físico: de un modo moral por
la persuasión, por las inclina€Íones que suavemente
nos llevan hacia el bien, como la madre que, para
enseñar a andar a su hijo, se pone delante de él y
le llama hacia sí con el atractivo de un premio; de
un modo físico, comunicando nuevas energías a
nuestras potencias, harto débiles para la obra; como la madre que toma a su hijito por debajo de los
brazos y le sostiene y ayuda, no sólo con la voz,
sino también con jel gesto, a dar algunos pasos. Aun
hace más Dios: éntrase con su gracia en lo más
hondo de nuestras potencias, pónelas en movimiento, y obra con nosotros y en nosotros sin violentar
jamás nuestra voluntad.
Es preveniente cuando precede al libre consentimiento; como cuando me viene a las mientes el
pensamiento de hacer un acto de amor de Dios sin
haber yo hecho cosa alguna para que me venga:
es una gracia preveniente, un buen pensamiento
que Dios me envía. Si le doy buena acogida, acudirá Dios de. nuevo con una gracia adyuvante o
concomitante, que me ayudará a producir el acto
de amor, que se unirá a mi voluntad mientras emite el acto, y le dará la energía necesaria para realizar su propósito; porque obra Dios en nosotros el
querer y el hacer.
c) Mas la gracia, para producir en nosotros
tan buenos efectos, exige nuestra libre cooperación.
Respeta Dios de tal manera nuestra libertad, que
él, que nos crió sin nosotros, no nos santifica ni nos
salva sin nuestra cooperación. Por eso san Pablo
nos exhorta tan a menudo a no recibir la gracia
35
de Dios en vano (1), sino aprovecharnos de ella
cooperando generosamente. Es una honra que Dios
nos hace yendo delante de nosotros, previniéndonos
con su gracia, ayudándonos a consentir en ella,
acompañándonos en todos nuestros caminos, en
nuestras dificultades, hasta en el momento mismo
de la muerte para asegurar nuestra perseverancia.
A nosotros no nos queda sino recibir con gozo las
primeras ilustraciones de la gracia, seguir dócilmente sus inspiraciones, a pesar de las dificultades,
y ponerlas por obra cueste lo que costare. Así seremos verdaderamente colaboradores de Dios; y
nuestra obra, el resultado de su gracia y de nuestro libre albedrío.
De esa manera pondremos en ejercicio y desarrollaremos en nosotros el organismo sobrenatural
con que Dios nos ha dotado; es para nosotros un
deber urgente. Ya que a la bondad divina le plugo
derramar en nuestra alma una vida nueva, una
participación de su vida divina; ya que nos da virtudes y dones para hacer actos sobrenaturales y
deiformes; ya que, con su gracia actual, nos impulsa a la obra, al adelantamiento espiritual; gran mal
nos vendría si rechazáramos las divinas inspiraciones y lleváramos una vida cualquiera y sin provecho alguno de importancia cuando Dios nos convida a vivir una vida excelsa, una vida heroica,
y a producir en nosotros y en nuestros hermanos
frutos abundantes de salud.
Esto es lo que nos resta por explicar al exponer nuestros deberes con respecto a nuestra vida
sobrenatural.
(1) Ep. segunda a los Corintios, VI, 1.
36
NUESTROS DEBERES CON RESPECTO A
NUESTRA VIDA SOBRENATURAL
Al vivir Dios y obrar en nuestra alma, al hacernos partícipes de su vida, al dotarnos de un organismo sobrenatural, es evidente que debemos corresponder a sus finezas, aceptar con agradecimiento dicha vida y perfeccionarla cuidadosamente bajo la acción de la gracia actual. Tal es el apremiante consejo que no cesa san Pablo de dar a sus
discípulos: "Os exhortamos a no recibir en vano la
gracia de Dios" (1). A las exhortaciones añade la
conminación declarando que Dios, a pesar de su
infinita bondad, se verá forzado a castigar severamente a los que abusaren voluntariamente de la
gracia: "La tierra que embebe la lluvia que cae a
menudo sobre ella, y produce hierba que es provechosa a los que la cultivan, recibe la bendición
de Dios; mas la que brota espinas y abrojos, es
abandonada y queda expuesta a la maldición" (2).
Para vivir, pues, provechosamente esa vida
que Dios tan liberalmente nos comunica, ¿qué deberemos hacer? Dos cosas principales: 1." respetarla y amarla como el más preciado de todos los tesoros; 2.° acrecentarla cada día con obras sobrenar
turales y meritorias.
A) Respetar y conservar la vida sobrenatural.
a) Por ser la vida de la gracia el más precioso
de los bienes, debemos estimarla en mucho más
que a todos los bienes de la tierra, y aún que a los
mismos dones preternaturales.
(1) Ep. segunda a los Corintios, VI, 1,
(2) Ep. a loe Hebreos, VI, 7.8.
37
1) Vale ciertamente más que todas las riquezas y que todas las honras de la tierra. Aquello
que acerca de la sabiduría dice el autor sagrado,
podemos aplicarlo a la gracia, que es la fuente:
"Antepúsela a los reinos y tronos, y en nada tuve"
a las riquezas en comparación de ella.. . Améla
más que la salud y la hermosura; preferí poseerla
más que la luz, porque su lumbre jamás se extingue. Con ella me vinieron todos los bienes, e incontables riquezas por sus manos" (1). ¿Qué son, en
verdad, las riquezas perecederas en comparación del
Dios que ya poseemos por la gracia y del que gozaremos luego por toda la eternidad? Avariento en
demasía es, decía con mucha razón M. Olier, aquél
a quien Dios no basta. ¿Y qué valen todas las coronas del mundo, que tan presto se marchitan, al
lado de la corona inmortal que nos promete la gracia si perseveramos en ella?
2) Aun hay más: la gracia santificante vale
más que el poder de hacer milagros que Dios concede a los santos. Claramente lo dice san Pablo (2):
"Cuando tuviera el don de profecía, y penetrase todos los misterios, y poseyese todas las ciencias;
cuando tuviera toda la fe, de manera que trasladase de una a otra parte los montes, no teniendo caridad, soy un nada". Realmente el poder de hacer
milagros no es esencialmente sobrenatural como lo
es la gracia santificante, sino solamente preternatural ; de suyo podría concederse a un pecador, puesto que no supone la unión íntima con Dios, sino
sólo una delegación de su poder; mientras que la
gracia es una participación de la vida misma de
(1) Sabiduría, VII, 8.11.
(2) Ep. primera a los Corintios, XIII, 2.
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Dios: supremo bien que no concede sino a sus amigos.
Tan verdad es esto, que la dignidad de madre
de Dios, la mayor que puede concederse a una pura
criatura, si se la separara de la gracia santificante,
sería inferior a ésta. En el fondo es lo que quiere
decir Nuestro Señor con aquellas palabras: "Quien
hiciere la voluntad de mi Padre que está en los
cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (1). Y en verdad, hacer perfectamente la voluntad de Dios es amarle, poseer el estado de gracia, y, con esto, pertenecer a la familia de Dios,
ser hermano de Jesucristo, concebir a Jesús dentro del corazón como María le concibió en su seno
virginal: el mayor, pues, de todo los bienes.
3) Por lo demás, para apreciar en lo que vale
la gracia, veamos qué han hecho las tres divinas
personas para comunicárnosla. El Padre no tiene
más que un Hijo, un Hijo que es su imagen viva
y substancial, un Hijo al que ama como a sí mismo
Pues a ese Hijo le entrega, le hace encarnar, le sacrifica para devolvernos la vida de la gracia que
habíamos perdido por el pecado de Adán: "Tanto
amó Dios al mundo, que dió a su Hijo unigénito,
para que nadie que crea en él, perezca, sino tenga
vida eterna" (2). El Hijo era enteramente bienaventurado en el seno del Padre; amado de él con
amor infinito y amándole con recíproco amor, no
había menester alguno de nosotros. Y, con todo,
por amor del Padre, así como también por amor
nuestro, consiente en hacerse hombre para divinizarnos, consiente en desposarse con nuestras flaquezas y dolores, en padecer y morir por nosotros
(1) San Matel, XII, 50.
(2) San Juan, III, 16,
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en una cruz, para que pudiéramos recuperar la vida
que en Adán habíamos perdido: "Cristo nos amó,
y se ofreció a sí mismo a Dios en oblación y hostia de olor suavísimo" (1), para que purificados
en virtud de su sangre y de su amor, vivamos con
su vida. El Espíritu Santo, vínculo y amor mutuo
del Padre y del Hijo, igual al uno y al otro, gozando de la misma bienaventuranza que ellos, tampoco había menester de nuestro amor. Y, sin embargo,
para santificarnos con la aplicación de los méritos
del Hijo, baja a nuestro corazón, arroja de él al
pecado, le adorna con la gracia y las virtudes, y se
nos da para que gocemos de su presencia y de sus
dones en espera de la eterna posesión de Dios: "La
caridad (el amor) de Dios ha sido derramada en
nuestro scorazones por el Espíritu Santo que se nos
ha dado", nos dice san Pablo (2).
Considérese lo que hacen las tres divinas personas para comunicarnos su vida, la estima que
hacen de ello, el precio que les cuesta. Al meditar
tan excelsas verdades los Santos no podían menos
de exclamar: ¡Oh alma! ¡vales la sangre de Dios!
¡vales tanto cuanto Dios, tanti vales quanti Deus!
Así, pues, decía muy bien Jesús a la Samaritana (3): "¡Si supieras el don de Dios!... Quien
bebiere del agua que yo le dé (el agua de la gracia), no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo
le dé, vendrá a hacerse en él una fuente de agua
que brote a la vida eterna". Tal es la gracia santificante: una fuente de agua, viva, que baja de. lo
alto del cielo, del corazón mismo de Dios, y tiene
el poder maravilloso de hacernos subir hasta El.
(1) Ep. a los Efesios, V, 2.
(2) Ep. a los Romanos, V, 5.
(3) San Juan, IV, 10, 13-14.
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¡Es la perla preciosa, el tesoro escondido, que es
menester comprar y guardar cueste lo que costare,
el derecho nuestro a la vida eterna, el derecho a la
posesión de Dios en la visión eterna y en el eterno
amor!
b) Ahora se entiende bien el hablar de los Padres, cuando nos exhortan, con san León el Grande, a guardar celosamente el más rico de todos los
tesoros: "Reconoce, oh cristiano, tu dignidad, y,
hecho partícipe de la naturaleza divina, no vuelvas,
con una vida desordenada, a tu antigua bajeza. Ten
presente de qué cuerpo eres miembro, y quién es
tu cabeza. Acuérdate de cómo, arrebatado al poder
de las tinieblas, fuiste transportado al reino de la
luz; cómo el santo bautismo te ha consagrado en
templo del Espíritu Santo" (1).
Una sola cosa nos puede hacer perder esa dignidad, y es el pecado mortal: ¡odio, pues, al pecado
y a las. ocasiones de él! ¿Hemos bien considerado
la malicia y necedad que se encierra en el pecado
grave? Dios es nuestro primer principio, nuestro
Dueño Soberano, un Rey lleno de mansedumbre
y de bondad, que no nos manda cosa alguna que
no sea provechosa para nuestra felicidad y para
su gloria; y nosotros nos negamos a obedecerle,
nos revolvemos contra su voluntad siempre buena,
siempre santa. Es nuestro Padre, y nos trata, no
sólo con paternal solicitud, sino con la ternura de
la más cariñosa de las madres; ¡y, con el pecado,
nos burlamos de su amor y de sus dones, nos volvemos contra él, le ofendemos en el instante mismo en que nos está colmando de bienes! Es nuestro Salvador, que nos ha redimido a costa de los
(1) SAN LEON MAGNO, Sermón 21, sobre la natividad
del Señor, cap. 3.
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más duros trabajos, los más terribles dolores, la
más ignominiosa de las muertes; ¡y le crucificamos
de-nuevo! Porque, como dice muy bien M. Olier (1),
"nuestra avaricia clava a su caridad; nuestra ira,
a su mansedumbre; nuestra impaciencia, a su paciencia; nuestra soberbia, a su humildad; y así con
nuestros vicios atenazamos, agarrotamos, hacemos
trizas a Jesucristo que mora en nosotros".
Al ofenderle gravemente cometemos una especie de suicidio espiritual; porque perdemos la gracia que es la vida de nuestra alma; perdemos las
virtudes y los dones' que eran su compañía; y, si,
en su misericordia infinita, nos deja Dios la fe y
la esperanza cuando no pecamos directamente contra ellas, no es sino para inspirarnos un temor saludable y preparar nuestra conversión. Perdemos
también nuestros méritos pasados, atesorados a
costa de muchos esfuerzos; perdemos el poder mismo de merecer la vida eterna. Pero, sobre todo,
perdemos a Dios que es el bien infinito y la fuente de todos los bienes; a Dios, que es la alegría de
nuestra alma, y en su lugar ponemos al demonio
que nos convierte en esclavos suyos; porque "todo
el que hace el pecado, es esclavo del pecado" (2),
esclavo de sus pasiones y de sus malos hábitos.
Ciertamente el pecado mortal es una locura, y esa
es la razón de lo que dicen los Santos: "antes
morir que manchar mi alma, ipotius morí quam
foedari".
Para estar más segura de evitarlo, el alma
fervorosa huye cuidadosamente de las faltas veniales deliberadas, que son las cometidas con concien(1) Catecismo cristiano para la vida interior, P. I, lee.
II.
(2) San Juan, VIII, 34.
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cia de que con ellas ofendemos a Dios aunque en
materia leve. Porque, como dice santa Teresa, cometer voluntariamente una falta de esa clase, es
como decir implícitamente a Dios: "Señor; aunque
esta obra no os agrada, no dejaré de hacerla. Bien
sé yo que lo véis, y también se que no queréis que
la haga; pero quiero mejor hacer mi capricho y mi
gusto que vuestra voluntad". Echase de ver cuán
atrevido sea ese proceder y cuán grave impedimento para nuestro adelantamiento espiritual.
Trabaja el alma para evitar aun las imperfecciones voluntarias, a saber, la resistencia deliberada a las inspiraciones de la gracia; porque tal resistencia no es del agrado de Dios y nos priva de
muchos auxilios. Pero el medio mejor de evitar esas
imperfecciones y faltas, y de huir del pecado mortal, es acrecentar en nosotros cada día la vida de
la gracia.
B) Acrecentar cada día nuestra vida sobrenatural.
Puesto que la gracia santificante es una vida,
es esencialmente progresiva; porque la vida es movimiento, y la muerte es la cesación del movimiento
vital; y el retardamiento en dicho movimiento es
ya una disminución de vida, un acercamiento a la
muerte espiritual. Por esa razón, el único medio
eficaz de conservar la vida, es acrecentarla: no
hacerlo así es caer en la tibieza, en languidez espiritual, en el relajamiento, es irse poco a poco por
la pendiente abajo que conduce al abismo.
a) ¿Cómo hacerlo? Correspondiendo a las gracias actuales de que hemos dicho, en otros términos, haciendo obras sobrenaturales y meritorias.
Esas obras no las hacemos s»los, sino en colabora43
ción con Dios: "No soy yo (solo) quien trabajo, sino la gracia de Dios conmigo", dice san Pablo (1).
Esa es la razón de la maravillosa fecundidad de
tales obras. Si obráramos solos, nuestras obras serían incapaces de merecer la posesión eterna de
Dios; mas obra en nosotros y con nosotros el Espíritu Santo, y su influjo da a nuestras obras un
valor proporcional a la grandeza del fin a que aspiran. Divinizados .en nuestra substancia por la
gracia habitual, divinizados en nuestras potencias
por las virtudes sobrenaturales, podemos, con el
influjo de la gracia actual, hacer obras sobrenaturales, deiformes y meritorias de vida eterna.
Cierto que tales obras son transitorias, y eterna la gloria. Pero, si, en el orden natural, actos que
no duran sino un instante, producen hábitos y estados de alma que permanecen, no es de maravillar
que Dios en su infinita bondad haya querido que
cada uno de nuestros actos sobrenaturales, hechos
en estado de gracia, merezca premio eterno. Por
eso san Pablo, queriendo consolar a sus amados
discípulos en las tribulaciones, manifiéstales que
"las aflicciones, tan breves y ligeras, de la vida
presente, nos producen el eterno peso de una sublime e incomparable gloria" (2) y, al acabar la
vida, después de haber trabajado con energía y
constancia y peleado el buen combate, espera firmemente la corona de justicia prometida por Dios
a sus fieels siervos: "Combatido he con valor, he
concluido la carrera, he guardado la fe; nada me
resta sino aguardar la corona de justicia que me
está reservada, y que me dará el Señor en aquel
día como justo juez; y no sólo a mí, sino también
(1) Ep. primera a los Corinti°s, XV, 10.
(2) Ep. segunda a los Corintios, IV, 17.
44
a los que desean su venida" (1). ¡Palabras bien consoladoras por cierto; puesto que sin hacer cosa
alguna extraordinaria, con sólo cumplir con los deberes de nuestro estado por amor de Dios, y con
sufrir con paciencia nuestras penas y trabajos,
acrecentamos a cada instante nuestro caudal de
gracia santificante y de gloria eterna!
b) Siendo esto así, importa mucho conocer las
condiciones con las cuales crece el valor de nuestras
obras meritorias y, por ende, el grado de nuestra
vida sobrenatural. Tres condiciones principales intensifican los méritos del alma en estado de gracia: la unión con Nuestro S e ñor, la pureza de intención y el fervor con que hace la obra. Ya hemos
explicado estas tres cosas en La Incorporación a
Cristo; volveremos a explicarlas aquí brevemente.
1) La primera causa que intensifica nuestros
méritos es el grado de nuestra unión íntima con el
Señor. Como hemos demostrado, por el bautismo
somos incorporados a Cristo Jesús, y, como es la
fuente de todos nuestros méritos, sigúese que tanto
más mereceremos cuanto más íntima, más habitual,
más actualmente, aun diría yo, estemos unidos, incorporados a él.
Claro está que las obras hechas bajo el influjo y la acción vivificadora de Cristo, con su colaboración todopoderosa, tienen un valor incomparablemente más grande que si las hiciéramos nosotros
solos. En la práctica, pues, unámonos a menudo,
en especial al comenzar las obras, a Nuestro Señor
Jesucristo y a sus intenciones perfectísimas, teniendo conciencia plena de nuestra impotencia para hacer cosa buena de nosotros mismos, y firme confianza de que puede remediar nuestra flaqueza.
(1) Ep. segunda
a
Timoteo, IV, 7-8.
45
2) La pureza de intención o perfección del motivo que nos mueve a obrar. Convienen todos en
que el motivo más perfecto es el amor de Dios o
caridad. Ahora bien, para los que se hallan en estado de gracia, no hay cosa más fácil que obrar por
ese motivo: amando a Dios y al prójimo por Dios,
y renovando de continuo ese acto de caridad en sus.
oraciones, sus obras se hallan todas como empapadas en dicho motivo, mientras que una intención
contraria no venga a destruir tan feliz disposición.
Añádase a esto que cuanto más a menudo se renueve la intención dicha, tanto mayor eficacia tendrá para acrecentar nuestros méritos. Por eso las
almas fervorosas tienen cuidado de renovar sus
intenciones, no sólo al levantarse cada día, sino
muchas otras veces, para que su voluntad permanezca siempre orientada hacia Dios.
3) Eso mismo hará también más fervorosas
nuestras obras. Cuanto más a menudo levantemos
el corazón al Padre celestial, o pensemos en la santificación de nuestros hermanos, más fácilmente
evitaremos la negligencia y la tibieza, sabiendo que
del fiel cumplimiento de nuestros deberes depende
la gloria de Dios así como nuestra salvación y la
de nuestros hermanos.
Esto nos lleva una vez más al ejercicio del
ofrecimiento de todas y cada una de nuestras obras
en unión con Nuestro Señor y por un motivo de car
ridad. Esta es la verdadera piedra filosofal, que, al
decir de los alquimistas de antaño, había de mudar
en oro los más viles metales. Resuelto tenemos los
cristianos el problema de la vida espiritual: el ofrecimiento que hemos expuesto transforma nuestras
obras más ordinarias en el oro purísimo de la caridad. ¡Dichosos quienes lo hayan entendido y lo pon46
gan en práctica! Sus días serán días llenos, colmados de méritos para sí, y muy fecundos para la
santificación de sus hermanos.
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INDICE
La morada de la Santísima Trinidad en nosotros . .
£1 hecho de la morada
El modo de la morada
•
•
4
4
6
Nuestros deberes para con el divino huésped
14
Pensar en él a menudo
14
Adorarle
16
Amarle
18
Imitarle
19
Nuestro organismo sobrenatural
•
22
El oficio de la gracia habitual
El oficio de las virtudes y de los dones
24
•
El oficio de la gracia actual
31
34
Nuestros deberes con respecto a nuestra vida sobrenatural
37
Respetarla y conservarla
37
Acrecentarla de dia en dia
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48
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