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Derecho y neurociencia, pp. 181-189.
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DERECHO Y NEUROCIENCIA
porAtahualpa Fernandez
(*)
Resumen
Palabras clave
Este artículo discute algunas cuestiones relativas
al impacto que la neurociencia cognitiva puede
llegar a tener para el actual edificio teórico y
metodológico de la ciencia jurídica. La localización
de los correlatos cerebrales relacionados con el
juicio moral,
tanto usando técnicas de
neuroimagen como por medio de los estudios
sobre lesiones cerebrales, parece ser, sin duda,
una de las grandes noticias de la historia de las
ciencias sociales normativas. El mejor modelo
neurocientífico del juicio normativo disponible hoy
establece que el operador del derecho cuenta, en
sus sistemas evaluativo-afectivos neuronales, con
una permanente presencia de las exigencias,
obligaciones y estrategias, con un “deber-ser” que
incorpora de forma interna razones y emociones y
que se integra constitutivamente en las actividades
de los niveles práctico, teórico y normativo de todo
proceso de realización del derecho.
Juicio moral y normativo – derecho - neurociencia
cognitiva – emoción – intuición - interpretación
jurídica.
La localización de los correlatos cerebrales relacionados con el
juicio moral, tanto usando técnicas de neuroimagen como por medio
de los estudios sobre lesiones cerebrales, parece ser, sin duda, una
de las grandes noticias de la historia de las ciencias sociales
normativas. De hecho, en la medida en que la neurociencia permite
un entendimiento cada vez más sofisticado del cerebro, las posibles
implicaciones morales, legales y sociales de esos avances en el
conocimiento de nuestro sofisticado programa ontogenético cognitivo
empiezan a poder ser considerados bajo una óptica mucho más
empírica y respetuosa con los métodos científicos. El objetivo sería,
en principio, el de aclarar la localización de funciones cognitivas
elevadas entendidas como apomorfias del Homo sapiens, al estilo de
la capacidad para la elaboración de juicios morales.
Pero no cabe duda alguna de que, a partir de las evidencias
obtenidas, cabe ir mucho más lejos. Esos avances, más allá de su
extraordinaria
relevancia
científica,
también
traen
consigo
(*)
Doctor en Filosofía Jurídica, Moral y Política (Universidad de Barcelona); Posdoctorado en Teoría Social, Ética y Economia (Universidad Pompeu Fabra); Mestre
en Ciencias Jurídico-civilísticas (Universidade de Coimbra); Research Scholar del
Center for Evolutionary Psychology de la University of California, Santa Barbara;
Research Scholar en la Faculty of Law/CAU- Christian-Albrechts-Universität zu KielAlemania; Especialista en Derecho Público/UFPa; Catedrático de la Universidad de
Amazônia-Unama/PA; Profesor Colaborador de la Universitat de les Illes Balears
(España) (Etología, Cognición y Evolución Humana/ Laboratorio de Sistemática
Humana); Fiscal de Juicios-MPU/Brasil. Recibido el 22-5-06. Publicado el 9-8-06.
Revista Telemática de Filosofía del Derecho, nº 9, 2005/2006, ISSN 1575-7382
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importantes connotaciones filosóficas, jurídicas y morales, en
particular en lo que se refiere a la compresión de los procesos
cognitivos superiores relacionados con el juicio ético-jurídico,
entendido como estado funcional de los procesos cerebrales. Siendo
así, surge la convicción de que, para comprender esa parte esencial
del universo ético-jurídico, es preciso dirigirse hacia el cerebro, hacia
los substratos cerebrales responsables de nuestros juicios morales
cuya génesis y funcionamiento cabe situar en la historia evolutiva
propia de nuestra especie.
Pese al hecho de que las investigaciones de la neurociencia
cognitiva acerca del juicio moral y del juicio normativo en el derecho
y en la justicia todavía se encuentran en una etapa muy precoz, su
utilidad es indudable. Con una condición; la de tomarlas en cuenta
con mucha prudencia. Los hallazgos neurocientíficos servirán para
alcanzar un mayor conocimiento acerca de la naturaleza humana,
pero éste no garantiza, por sí mismo, valores morales como puedan
ser un mayor respeto a la vida, a la igualdad y a la libertad humanas.
Sin embargo, parece posible conjeturar que la investigación
neurocientífica sobre la cognición moral y jurídica pueda venir a
afectar nuestro entendimiento acerca de la naturaleza
del
pensamiento y de la conducta humana, con consecuencias profundas
en el dominio propio (ontológico y metodológico) del fenómeno
jurídico. Y porque no hay una institución humana más fundamental
que la norma jurídica y, en el campo del progreso científico, algo más
fascinante que el estudio del cerebro, la unión de esos dos elementos
(norma/cerebro)
acaba
por
representar
una
combinación
naturalmente estimulante, una vez que la norma jurídica
y el
comportamiento que procura regular son ambos productos de
procesos mentales. En este
particular contexto, el proceso de
interpretación y aplicación jurídica aparece como el mecanismo apto
y lo único medio posible y con capacidad necesaria y suficiente para
poner en evidencia la natural combinación cerebro/norma.
Quizá sea ésa la razón por la cual abundan los interrogantes y
las dudas filosóficas y morales en el terreno de cruce entre
neurociencia y derecho. Algunos artículos ya publicados (vid. por
ejemplo, Cela Conde, 2004) las ponen de manifiesto: ¿Estamos en
el caso del juicio moral o de otros fenómenos perceptivos similares
ante procesos cognitivos más bien unitarios y discretos, o se trata
sólo de fenómenos que emergen de muchos mecanismos psíquicos
articulados en el tiempo y el espacio? ¿Tienen esos presuntos
procesos o series de procesos algún aspecto de carácter universal, en
el sentido de que cuenten con alguna componente clave común capaz
de determinar en cada individuo su particular valoración de lo que es
o deja de ser justo? ¿Será posible algún día describir ese proceso o
procesos (o las componentes clave) en términos más objetivos?
¿Cabe buscar su origen en algún patrón idiosincrásico de actividad
neuronal que contenga al menos alguna secuencia espaciotemporalmente identificable compartida por todos los sujetos? A
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diferencia de lo que parece ocurrir en la base neuronal de las
facultades artísticas (Changeux, 1994; Vigouroux, 1992), ¿existen
algunas redes neuronales cuya intervención específica sea en cierto
modo crítica y universal en el marco de la actividad ampliamente
distribuida que muy probablemente subyace -como en todos los
procesos cognitivos superiores (Vigouroux, 1992)- al fenómeno de la
experiencia moral? ¿En qué medida contribuyen la herencia y la
historia de aprendizaje de cada individuo en la puesta en marcha de
ese supuesto patrón funcional? ¿Pueden ser de utilidad las modernas
técnicas de neuroimagen no tanto para la localización estricta de la
sede cerebral de tal sesgo de actividad sino, más bien, para la
identificación de la implicación diferencial de ciertos circuitos
distribuidos?
Particularmente con relación al fenómeno jurídico, el problema
de la localización de las claves cerebrales que dictan el sentido de la
justicia suscitan las siguientes cuestiones: ¿cuál es la relación
existente entre los resultados de la investigación neurocientífica sobre
la cognición moral y jurídica y las perspectivas teóricas del derecho?
¿En qué punto se pueden enlazar de modo en principio tan decisivo
como para que la neurociencia cognitiva ponga en cuestión los
resultados de la comprensión y la realización jurídica? ¿De qué forma
un modelo neurocientífico del juicio normativo en el derecho y en la
justicia puede ofrecer razones poderosas para dar cuenta de las
falsedades subyacentes a las concepciones comunes de la psicología
(y de la racionalidad) humana? ¿En qué medida es posible saber
donde termina la cognición y empieza la emoción en el proceso de
realización del derecho? ¿Qué alcance puede llegar a tener esa
perspectiva neurocientífica para el actual edificio teórico y
metodológico de la ciencia jurídica? O, ya que estamos, ¿de qué
manera cambiará nuestra concepción acerca del hombre como
causa y fin del derecho y, consecuentemente, la tarea del juristaintérprete de dar “vida hermenéutica” al derecho positivo?
Uno de los “fetiches” más comunes de la ciencia jurídica actual,
heredado de la concepción tradicional del método jurídico que busca
garantizar los valores de orden, verdad y seguridad jurídica,
asegura que los jueces deben limitarse a aplicar a los casos
individuales las normas generales dictadas por el legislador, según un
proceso de deducción formal lógico-deductivo y subsuntivo. Se trata
de una operación meramente descriptiva, cognoscitiva de una norma
previamente establecida y “reproductiva” de la voluntad del legislador
(a quien cabe la exclusiva responsabilidad de las intenciones
axiológico-normativas plasmadas en las leyes). Tal operación,
partiendo del presupuesto de la neutralidad emocional, de la
racionalidad y de la objetividad del intérprete, reduce el juez al papel
de un puro técnico responsable de la aplicación mecánica de las
leyes. Los jueces deberían limitarse a una descripción, que puede ser
verdadera o falsa, en la aplicación de unas leyes con un significado
auténtico preexistente a la propia actividad interpretativa.
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De hecho, tanto la construcción hermenéutica como la propia
unidad de la realización del derecho elaboradas por las teorías
contemporáneas se basan hoy en el modo de explicación dominante
de la teoría de la elección racional. Su concepto fundamental es el de
que, por encima de todo, los jueces son en esencia racionales y
objetivos en sus juicios de valor acerca de la justicia de la decisión:
examinan lo mejor que pueden todos los factores pertinentes al caso
y ponderan, siempre de forma neutra y no emocional, el resultado
probable que se sigue a cada una de las elecciones potenciales. La
opción preferida (“justa”) es aquella que mejor se adecua a los
criterios de racionalidad y objetividad por medio de lo cual ha sido
generada.
El proceso de análisis indicado contiene, en esencia, una operación
incompatible con los conocimientos que la neurociencia nos aporta.
La de construir una imagen racional (la de la decisión de los jueces)
de algo que parece ser, en sí mismo, una actividad con ciertos
componentes irracionales.
Lo inadecuado de la imagen se pone de manifiesto al analizar
cómo funciona el cerebro cuando formulamos juicios morales acerca
de lo justo o lo injusto. A causa de los procesos cerebrales asociados,
es preciso aceptar la insoslayable presencia de elementos no-lógicos
y, en general, de la intrusión de lo valorativo en el razonamiento
jurídico. A partir de ahí, no resulta aceptable ni legítimo el seguir
considerando la tarea hermenéutica como una operación o conjunto
de operaciones regidas exclusivamente por la silogística deductiva o
cognoscitiva. De hecho, la mente humana parece estar llena de
rasgos y defectos de diseño que empañan nuestro legado biológico en
aquello que se refiere a la plena objetividad y racionalidad cognitiva.
Los teóricos del Derecho positivistas más influyentes del siglo
que acaba de concluir (sobre todo Kelsen, pero también Hart, con los
necesarios matices) no nos ofrecieron una teoría de la aplicación del
derecho. Se limitaron a considerar que allí donde no existe una
aplicación mecánica o subsunción debe hablarse de discrecionalidad
en el sentido fuerte, es decir, de una actividad creadora del derecho
entendiendo por tal un acto de voluntad discrecional en el que la
razón supone una condición meramente instrumental. Para Kelsen,
por ejemplo, todo acto de interpretación es de naturaleza volitiva, y
no cognoscitiva. De ello se desprende que el acto de “aplicación” del
derecho constituye en realidad una auténtica decisión, un acto
constitutivo y no meramente declarativo, análogamente a lo que
sucede con los actos del legislador.
Por añadidura, no sólo la mayoría de las decisiones judiciales se
toman con bastante rapidez, en escenarios complejos y con
información parcial e
incompleta -incluso, en condiciones de
incertidumbre. Quienes, en el proceso de realización del derecho,
llevan a cabo la tarea de juzgar, no dejan de ser personas con sus
preocupaciones éticas y sus valores, preferencias e intuiciones
morales. El resultado lleva a que no parezca ni legítimo ni razonable
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el levantar, en la aplicación del derecho, una barrera insuperable
entre la anhelada objetividad y la subjetividad del intérprete. El
proceso de realización del derecho por parte del juez implica, en
último término, una tarea que puede considerarse constructiva y
emocional, propia, en cierto sentido, de la ingeniería, pero en
absoluto libre o desprovista de vínculos.
De hecho, el que no pueda hablarse de una solución única, de
una única respuesta correcta, significa precisamente que quien aplica
el derecho puede elegir entre varias soluciones posibles , todas ellas
correctas (es decir , todas ellas derivables de las normas que integran
el sistema jurídico y según el procedimiento en él establecido). Si eso
es así, si varias soluciones o respuestas correctas son posibles para
un mismo problema jurídico, la elección final, necesariamente única,
se presenta entonces como no derivada en exclusiva del sistema. Esa
conclusión plantea al menos tres cuestiones fundamentales: de orden
epistemológico, de orden axiológico-político y de orden subjetivoindividual del jurista-intérprete.
Es esa constatación la que hace que no sólo la noción de
racionalidad habitual en la ciencia jurídica esté siendo objeto de
revisiones drásticas, si no que la idea misma de que la ciencia
jurídica está fundada en la objetividad, neutralidad y racionalidad del
operador del derecho ha sido puesta en duda en los últimos lustros
desde las más variadas direcciones. Desde luego, a partir de algunas
tendencias de la filosofía del derecho pero también, y acaso de forma
más incisiva y contundente, por parte de los científicos cognitivos, de
los filósofos de la mente y de la propia neurociencia. Y con el
resultado de que, aun cuando alguna noción de racionalidad en el
proceso de realización del derecho parece ineludible (tratar de
prescindir de la idea de agentes intencionales es tarea condenada de
antemano al fracaso), el proceso de derivación de los valores no es
de naturaleza fundamentalmente neutra, objetiva y racional.
Si es cierto que la elección moral no puede existir sin la razón
(preferencias individuales y razón instrumental), no menos correcta
es la “intuición” de que es la propia gama característicamente
humana de las emociones las que produce los propósitos, las metas,
los objetivos, las voluntades, las necesidades, los deseos, los miedos,
las empatías, las aversiones y la capacidad de sentir el dolor y el
sufrimiento del otro. Formulamos juicios de valor sobre lo justo y lo
injusto no sólo porque somos capaces de razonar (como expresan la
teoría de los juegos y la teoría de la interpretación jurídica) sino,
además, porque estamos dotados de ciertas intuiciones morales
innatas y de determinados estímulos emocionales que caracterizan la
sensibilidad humana permitiendo el que nos
conectemos
potencialmente
con
todos
los
demás
seres
humanos.
En definitiva, y debido al hecho de que la presión evolutiva no ha
incrementado (de forma “óptima”) la racionalidad humana, cualquier
construcción de una teoría jurídica de realización del derecho debe
implicar un redimensionamento de la comprensión psicobiológica del
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acceso a la razón. En particular, debería evitar el rechazo de
cualquier concepción acerca de la racionalidad, objetividad
y
neutralidad causada por el desconocimiento del funcionamiento de
nuestro cerebro.
Por otro lado, ni principios ni reglas regulan por si mismos su
aplicación en el ámbito del comportamiento humano. Ellos
representan apenas los pilares pasivos del sistema jurídico. Si se
quiere obtener un modelo completo, se debe agregar a los pilares
pasivos un activo, es decir, un procedimiento de interpretación, de
justificación y de aplicación de las reglas y principios jurídicos. Por lo
tanto, los niveles de las reglas, de los principios y del
comportamiento humano tienen que ser completados por un cuarto:
el de un proceso de concreta realización del derecho y la
correspondiente
(e
ineludible)
dimensión
subjetivo-individual
(neuronal) del jurista- intérprete. Dicho de otro modo, sea con
Gadamer, Esser, Zaccaria o Dworkin, porque derecho es
interpretación, no hay derecho que no sea derecho aplicado.
Así que si el factor ultimo de individuación de la respuesta o
conclusión del razonamiento jurídico no procede del sistema jurídico
(aunque debe resultar compatible con él), parece obvio que sólo
puede proceder de las convicciones personales del operador del
derecho. Y como para la hermenéutica el modelo sujeto-objeto no es
viable en el ámbito de las ciencias humanas, la subjetividad presente
en todo acto de comprensión, interpretación y aplicación jurídica
deberá abordarse por medio del análisis de los procesos cerebrales
del operador del derecho. Parafraseando la advertencia de Philip
Tobias (1997) relativa al lenguaje, se juzga con el cerebro.
De hecho, tenemos todas las razones para creer que la toma de
decisiones surge de la actividad electroquímica de redes-neuronales
en el cerebro. La experiencia de decidir no es una ficción, sino una
consecuencia causada por la actividad fisiológica de un cerebro
(producto de sistemas cognitivos y emocionales) moldado
genéticamente a lo largo de la historia evolutiva de nuestra especie y
diseñado para pensar de cierta manera. Se trata de un proceso
neuronal, con la obvia función de seleccionar la “mejor solución”
según sus consecuencias previsibles, a par de fundamentada.
De ahí que el juicio ético-jurídico basado no sólo en raciocinios
sino también en emociones y sentimientos morales producidos por el
cerebro, no pueda ser considerado independiente de la constitución y
del funcionamiento de ese órgano que, en una primera aproximación,
parece no disponer de una sede única y diferenciada relacionada con
la cognición moral. El mejor modelo neurocientífico del juicio
normativo disponible hoy establece que el operador del derecho
cuenta, en sus sistemas evaluativo-afectivos neuronales, con una
permanente presencia de las exigencias, obligaciones y estrategias,
con un “deber-ser” que incorpora de forma interna razones y
emociones y que se integra constitutivamente en las actividades de
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los niveles práctico, teórico y normativo de todo proceso de
realización del derecho.
El modelo neurocientífico indicado del juicio normativo en el
derecho y en la justicia parece sugerir que el razonamiento jurídico
implica un amplio empleo de diferentes sistemas de habilidades
mentales y de fuentes de información diversas (Goodenough & Prehn,
2005). Es la actividad coordinada e integrada de las redes neuronales
la que hace posible la conducta moral humana, o sea, de que el juicio
moral integra las regiones frontales del cerebro con otros centros, en
un proceso que implica la emoción y la intuición como componentes
fundamentales. Es más, en cada una de estas funciones cerebrales
interviene una gran diversidad de operaciones cognitivas, unas
relacionadas con la inteligencia social y otras no (Greene et al., 2001
y 2002; Moll et al., 2002 y 2003).
Parece fuera de duda que las investigaciones en neurociencia
cognitiva de la moral, y muy particularmente del juicio normativo en
el derecho y en la justicia, pueden ofrecer una enorme y rica
contribución para la comprensión en detalle del funcionamiento
interno del cerebro humano en el acto de juzgar -de formular
juicios morales a cerca del justo y de lo injusto. La neurociencia
puede suministrar las evidencias necesarias sobre la naturaleza de las
zonas cerebrales activadas y de los estímulos cerebrales implicados
en el proceso de decidir, sobre el grado de implicación personal de los
juzgadores y sobre los condicionantes culturales en cada caso
concreto, sobre los límites de la racionalidad y el grado de influencia
de las emociones y sobre los sentimientos humanos en la formulación
y concepción acerca de la “mejor decisión”.
Sin olvidarnos de otros aspectos distintivos de la naturaleza del
comportamiento humano a la hora de decidir sobre el sentido de la
justicia concreta y la existencia de universales morales determinados
por la naturaleza biológica de nuestra arquitectura cognitiva
(neuronal). Al fin es el cerebro el que nos permite disponer de un
sentido moral, el que nos proporciona las habilidades necesarias para
vivir en sociedad y solucionar determinados conflictos sociales, y el
que sirve de base para las discusiones y reflexiones iusfilosóficas
más sofisticadas sobre derechos, deberes, justicia y moralidad.
Pero resulta precipitado pensar que las primeras investigaciones
neurocientíficas acerca del juicio moral y normativo ya nos abren la
puerta a una humanidad mejor. Me temo que eso sería simplificar las
cosas en extremo. Así como el creacionismo ingenuo puede condenar
a los humanos a una minoría de edad permanente, también un
modelo neurocientífico incompleto puede llevarnos a concebir
ilusiones impropias. Porque no es, en definitiva, cierto que un mayor
conocimiento de los condicionantes neuronales de los humanos lleve
automáticamente a una vida humana más digna. ¡Ojalá fuesen las
cosas tan sencillas!
Pensar que la relación cerebro/moral/derecho lo es todo puede
llevarnos a olvidar que la medida del derecho, la propia idea y
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esencia del derecho, es lo humano, cuya naturaleza resulta no sólo
de una mezcla complicadísima de genes y de neuronas sino también
de experiencias, valores, aprendizajes e influencias procedentes de
nuestra igualmente complicada vida socio-cultural.
El misterio de los humanos consiste precisamente en advertir
que cada uno es un misterio para sí mismo. La neurociencia nos
ayudará a entender una serie de elementos que configuran ese
misterio, pero no lo eliminará de todo.
Aun así, dando por sentado que el misterio permanecerá
siempre, la ciencia tal vez pueda llevarnos a entender mejor que la
búsqueda de un adecuado criterio metodológico para la comprensión
y la realización del derecho puede considerarse, antes que nada,
como la arqueología de las estructuras y correlatos cerebrales
relacionados con el procesamiento de las informaciones éticojurídicas. Podrá incluso ayudarnos a comprender que la actividad
hermenéutica se formula precisamente a partir de una posición
antropológica y pone en juego la fenomenología del actuar humano.
Sólo situándose desde el punto de vista del ser humano y de su
naturaleza le será posible al juez representar el sentido y la función
del derecho como unidad de un contexto vital, ético y cultural. Ese
contexto establece que los seres humanos viven de las
representaciones y significados diseñados para la cooperación, el
diálogo y la argumentación y procesados en sus estructuras
cerebrales. Que, en su "existir con" y situados en un determinado
horizonte histórico-existencial, los miembros de la humanidad
reclaman continuamente a los otros que justifiquen sus elecciones
aportando las razones que las subyacen.
Mi tesis es que los nuevos avances de la neurociencia cognitiva
permitirá una mejor comprensión de la mente y del cerebro y traerá
consigo la promesa de cruciales aplicaciones prácticas en el ámbito de
la interpretación y aplicación jurídica: constituyen una oportunidad
para refinar nuestros razonamientos
ético-jurídicos y establecer
nuevos patrones y criterios metodológicos sobre cimientos más
firmes.
Y aunque no sepamos gran cosa sobre el funcionamiento de
nuestro cerebro, convertir el mar de especulaciones en certeza es la
tarea que se espera de la ciencia actual. Una comprensión más
profunda de las causas últimas (radicadas en nuestra naturaleza) del
comportamiento moral y jurídico humano podrá ser de gran utilidad
para averiguar cuáles son los límites y las condiciones de posibilidad
de la ética y del derecho en el contexto de las sociedades
contemporáneas.
Referencias citadas:
Cela Conde, C. J. (2004). «¿Es posible una antropología
filosófica?», Thémata. Revista de Filosofia, 33: 87-94.
Changeux, J.P. (1994). Raison et plaisir, Paris: Odile Jacob.
Revista Telemática de Filosofía del Derecho, nº 9, 2005/2006, www.filosofiayderecho.com/rtfd
Derecho y neurociencia, pp. 181-189.
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Goodenough, O. & Prehn, K. (2005). «Un modello
neurocientífico del giudizzo normativo del diritto e nella giustizia», en
i-lex Scienze Giuridiche,Scienze Cognitive e Intelligenza Artificiale,
Revista quadrimestrale on-line: www.i-lex.it, Gennaio, numero 2.
Greene, J. et al. (2001). «An fMRI investigation of emocional
engagement in moral judgement». Science, 293: 2105-2108.
Greene, J. et al. (2002). «How (and there) does moral
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Mool, J. et al. (2002). «Functional networks in emotional moral
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Mool, J. et al. (2003). «Morals and the human brain: a working
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Mool, J. et al. (2002). «The neural correlates of moral
sensitivity: A fMRI investigation of basic and moral emotions». The
Journal of Neuroscience, 22(7): 2730-2736.
Tobias, P.V. (1997). «Orígenes evolutivos de la lengua
hablada». En C.J.C. Conde, R.G. Lombardo, & J.M. Contreras (eds.),
Senderos de la evolución humana (pp. 35-52). México: Ludus Vitalis,
número especial 1.Vigouroux, J. (1992). La fabrique du beau. Paris :
Odile Jacob.
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