Publicado en Estudios de Política y Sociedad, nº 1 (Segunda Época, enero-abril 2008) SEGURIDAD DE LA CUNA A LA TUMBA La Renta Básica como renovación del Estado del bienestar 1 José Antonio Noguera Departamento de Sociología Universidad Autónoma de Barcelona [email protected] El buen carácter es, de todas las cualidades morales, la que más necesita el mundo, y el buen carácter es la consecuencia de la tranquilidad y la seguridad, no de una vida de ardua lucha. Bertrand Russell, 1932 Los Estados del bienestar: de la “época dorada” a la crisis El derecho de todo ciudadano a unos ingresos mínimos que garanticen la satisfacción de sus necesidades no es una idea nueva o reciente, sino un elemento central en la infraestructura moral de diversas tradiciones de la izquierda occidental, aunque sin duda las concepciones sobre el modo concreto en que ese derecho deba articularse pueden variar mucho dependiendo de cada tradición y momento histórico. Una idea fundamental para quienes defienden la propuesta de la Renta Básica de ciudadanía 2 desde posiciones de izquierda (que son la inmensa mayoría) es la de su continuidad con los Estados del bienestar que diversas fuerzas políticas han contribuido a forjar durante el siglo XX, y que hoy, sin embargo, muestran claros síntomas de agotamiento y progresivo debilitamiento, síntomas que hacen necesario un replanteamiento de conceptos, instrumentos y métodos de intervención en el diseño y puesta en práctica de las políticas sociales. 1 El presente trabajo se ha desarrollado en el marco de un Proyecto I+D dirigido por el autor y financiado por el Ministerio de Educación y Ciencia español y el FEDER, con referencia SEJ2006-00959/SOCI, bajo el título “Normas sociales, racionalidad y estrategias de diseño institucional: modelos formales y aplicaciones de política social”. 2 La Renta Básica de ciudadanía es una prestación pagada por el Estado a todos los ciudadanos por el mero hecho de serlo, sin ningún tipo de condición ligada a la renta, el modo de convivencia o el historial y la disponibilidad laboral. Véase Van Parijs (1994 y 1995) o Fitzpatrick (1999). Textos recientes y muy útiles para una introducción al debate sobre la Renta Básica son los de Pinilla (2004 y 2006), Pisarello y Del Cabo (2006) y Van Parijs y Vanderborght (2006). 1 Si tuviéramos que definir el objetivo de los Estados del bienestar de la posguerra, pocas definiciones serían mejores que la de Lord Beveridge, según la cual un Estado democrático y social debía aspirar a garantizar a todos los ciudadanos la “seguridad de la cuna a la tumba”. Sin embargo, resulta bastante patente que ni ese objetivo se ha conseguido nunca al 100%, ni tampoco parece que nos movamos hoy en la dirección de acercarnos más al mismo, sino más bien en la opuesta: la inseguridad económica, la precariedad laboral, y la creciente desprotección social para amplios sectores de la población aumentan la incerteza respecto del futuro, y, por tanto, la dificultad de realizar opciones vitales sólidas para millones de ciudadanos y ciudadanas (tanto por lo que hace a la carrera profesional como a las estrategias familiares, formativas, de residencia o de consumo). La seguridad vital se pretendió conseguir, en la “época dorada” (que enseguida veremos que no lo fue tanto) de los Estados del bienestar, a través de un doble dispositivo institucional: por un lado, una política económica que garantizase el “pleno empleo”, y por otro, un sistema de seguros y garantías de protección (en forma de transferencias, servicios en especie o regulaciones) para cubrir, compensar o prevenir riesgos sociales típicos a los que los ciudadanos pudieran verse expuestos (como el desempleo, la incapacidad para trabajar, la vejez, la viudedad, la enfermedad o la pobreza). El problema es que uno de esos dispositivos ya no es viable, y el otro no resulta suficiente para garantizar aquel objetivo desde el punto de vista de una izquierda moderna. En primer lugar, el “pleno empleo” nunca fue realmente una garantía de trabajo remunerado para toda la población en edad de trabajar, sino que excluyó a una porción muy importante de las mujeres, y, crecientemente, de los jóvenes, priorizando la seguridad en el empleo y los niveles salariales de los varones cabezas de familia de unas generaciones determinadas. En segundo lugar, las transferencias monetarias que, en caso necesario, debían asegurar unos ingresos mínimos o el mantenimiento del nivel de renta en determinadas situaciones, se enfrentaron a su propia dependencia del pleno empleo y de la familia nuclear tradicional. Cuando ambos entraron en crisis, el resultado fue que el objetivo de una garantía universal de mínimos, de “seguridad de la cuna a la tumba”, colapsó. Detengámonos, a este respecto, en algunos ejemplos que están a la vista de todos. En primer lugar, reparemos en el papel de las prestaciones contributivas 2 (pensiones y prestaciones por desempleo). Dado que el derecho a percibir las mismas, así como su cuantía, dependen de unos requisitos de participación en el mercado de trabajo, esa dependencia, en un contexto de alto desempleo e inseguridad laboral, genera la exclusión de la protección social de amplias categorías de población, como trabajadores precarios o con historiales laborales fragmentarios, muchos jóvenes en busca de empleo, muchos trabajadores autónomos (incluidos los “falsos”, que en realidad son asalariados encubiertos), mujeres paradas o inactivas, o parados que han agotado sus derechos. En definitiva, se genera una divisoria cada vez más profunda entre aquellos ciudadanos que tienen derecho a una protección social “de primera”, y aquellos otros que sólo pueden acogerse a prestaciones asistenciales “de segunda”, o a ninguna prestación en absoluto (Standing, 2002; Noguera, 2001; Fitzpatrick, 1999; Van Parijs, 1994; Offe, 1992). Nótese que este problema no se puede resolver “desde dentro” de la propia protección contributiva, o extendiendo su lógica y reglas a otros colectivos hoy no cubiertos por la misma (por ejemplo, a costa de que sea el Estado el que “cotice” por ellos, como se ha planteado a veces en el caso de las amas de casa o los trabajadores voluntarios), puesto que son esas reglas mismas las que están indisolublemente ligadas al problema, al generarse el derecho y la cuantía de las prestaciones a partir del historial laboral y de las contribuciones previas detraídas de los salarios; en el fondo, que las arcas públicas “cotizasen” por los ciudadanos sin empleo constituiría una subversión de la lógica contributiva misma, y no sería, a la postre, muy diferente de pagarles una Renta Básica (o, en todo caso, una “renta de participación” al estilo de la propuesta por Atkinson, 1996) 3 . En segundo lugar, cuando el nivel contributivo deja fuera de su ámbito protector a importantes capas de la población, es de esperar, como efectivamente ocurrió a partir de mediados de los años setenta del pasado siglo, que se incremente el número de solicitantes de la protección asistencial, con lo cual unos programas diseñados para atender casos más bien excepcionales y residuales o necesidades muy específicas, se ven sobrecargados con unas tareas para las que no están en modo alguno preparados. Los déficits de cobertura aumentan (y con ello los colectivos que carecen de protección 3 La “renta de participación” fue propuesta por el premio Nobel de Economía A. B. Atkinson como posible variante de la Renta Básica para facilitar su aceptación política y social: consistiría en pagar una prestación a cualquier persona que desarrolle actividades consideradas de utilidad social, incluyendo muchas que rebasan el ámbito del empleo asalariado (como el trabajo doméstico, los cuidados a personas dependientes, la formación, o el trabajo voluntario en organizaciones cívicas). 3 alguna), la intensidad de las prestaciones se derrumba, los recortes debidos a las presiones financieras no tardan en llegar, los controles y requisitos se hacen más rígidos, exigentes y estigmatizadores, la tarea cotidiana de los asistentes y trabajadores sociales deviene mucho más dura y burocrática, la administración y regulación resultan más complejas, y las famosas “trampas” de la pobreza y el desempleo se extienden entre los beneficiarios (que se ven sometidos a un tipo impositivo marginal del 100% por cada unidad de ingreso adicional a la prestación).4 Ante la ineficacia crónica de los programas existentes para atajar la pobreza, la marginación y la precariedad, se responde a menudo mediante la multiplicación de actuaciones cada vez más específicas, más fragmentarias, más dirigidas hacia colectivos concretos, pero que acaban configurando una maraña de programas sociales no siempre coordinados claramente entre sí (dado que, en muchos casos, existen varias administraciones implicadas en ellos), que generan inequidades, que aumentan la complejidad administrativa, y que pronto quedan fuera de juego porque deben estar constantemente adaptándose a nuevas y flexibles realidades. Frente a la creciente complejidad, el particularismo y el selectivismo de la protección social aumentan las ineficiencias de todo tipo, mientras que una perspectiva más universalista contribuiría a reducirlas expeditivamente (Offe, 2004). Tomemos un tercer ejemplo. Como tempranamente advirtió Richard Titmuss (1958), los Estados no sólo redistribuyen la renta mediante las prestaciones y servicios sociales, sino también mediante gastos fiscales tales como desgravaciones o reducciones de impuestos. En España, por ejemplo, los gastos fiscales hoy existentes en el IRPF (como las desgravaciones por adquisición de vivienda o suscripción de planes de pensiones, pero también el “mínimo vital”) tienen un efecto neto regresivo, dado que son fundamentalmente las rentas altas y medias-altas las que más se benefician de ellos, y dado que, al vehicularse a través de la declaración de ingresos anual, quienes no la llevan a cabo por carecer de los mismos no tienen siquiera la posibilidad de 4 Esto es así porque las prestaciones condicionales al nivel de renta, como las asistenciales, acostumbran a completar los ingresos existentes hasta un umbral establecido, que suele coincidir con la cuantía “plena” de la prestación. Este diseño tiene la consecuencia de que si, por ejemplo, los ingresos del beneficiario suben por valor de un euro, le deberá ser retirado entonces un euro de su prestación. Ello equivale a aplicar un tipo impositivo marginal del 100% sobre la renta de los beneficiarios, desincentivando, por tanto, en muchos casos, la búsqueda o aceptación de un empleo. 4 beneficiarse 5 (como sí ocurriría, por ejemplo, en el caso de un impuesto negativo sobre la renta 6 o de un “crédito fiscal universal”, cfr. Sevilla, 1999). Otros casos de esta “redistribución al revés” son también habituales en los Estados del bienestar contemporáneos: por ejemplo, a nivel intergeneracional, parece cada vez más dudoso que las generaciones jóvenes que hoy, con un mayor esfuerzo relativo que sus padres debido a la mayor dificultad para estabilizarse laboralmente, están financiando las actuales pensiones contributivas, puedan a su vez beneficiarse en el futuro de unas prestaciones de similar intensidad, sin tener que realizar un ahorro privado adicional (Noguera, 2001). En conclusión: los Estados del bienestar contemporáneos, si quieren seguir aspirando al objetivo que está en la base de su aparición, exigen desde hace tiempo una cierta renovación que los impulse hacia un mayor y más transparente grado de redistribución, una filosofía universalista que evite las exclusiones, una mayor individualización de los derechos y las prestaciones, y una menor dependencia de esos derechos respecto del “pleno empleo” tradicional y de la participación “estándar” en el mercado de trabajo. Y todo ello nos sitúa claramente en la dirección de una Renta Básica de ciudadanía (o de otras propuestas “derivadas” que se le acercan bastante). Dos alternativas en duda: el modelo nórdico y las políticas focalizadas Ante la situación expuesta en la sección anterior, la cuestión es qué posibilidades de diseño institucional resultan hoy más viables y deseables para los Estados del bienestar. Para responder a esta pregunta, hay que partir de una idea básica: los modelos de Estado del bienestar y las diferentes medidas y programas de política social nunca son finalidades en sí mismas, sino tan sólo instrumentos para conseguir unos determinados objetivos de justicia distributiva y garantía de recursos y oportunidades; si 5 Un caso similar es el del Reino Unido según Hills (2000). Para un estudio clásico sobre esta cuestión, véase Goodin y LeGrand (1987). 6 El “impuesto negativo sobre la renta” fue propuesto por primera vez por el premio Nobel de Economía Milton Friedman, y consiste en un sistema de garantía de renta mínima a través de la declaración de impuestos: si se alcanza un determinado umbral de renta, el declarante paga impuestos a partir del mismo, y si no se alcanza, el Estado completa su renta hasta alcanzarlo (impuesto negativo). 5 el contexto cambia, la eficacia de unos determinados instrumentos puede variar, haciendo así aconsejable su modificación o incluso su sustitución por otros diferentes. En este sentido, desde diferentes posiciones académicas y políticas se suelen defender frecuentemente dos planteamientos de diseño y reforma de las políticas sociales. A la primera postura la podríamos denominar “conservadora de izquierdas”, y a la segunda “reformista de derechas”. Veamos en qué consisten y por qué motivos cabe dudar de su viabilidad y deseabilidad a la hora de conseguir los objetivos tradicionales de los Estados del bienestar. La postura “conservadora de izquierdas” consistiría en una defensa numantina del denominado “modelo nórdico” (o “escandinavo”, o “socialdemócrata”) de Estado del bienestar, ignorando así sus particulares condiciones históricas de posibilidad y los cambios recientes que afectan a tales condiciones y que están en la base de los problemas ya mencionados. 7 Sin duda existen poderosas razones para que este modelo siga gozando de una extendida popularidad en círculos académicos, políticos y sociales de izquierda: su filosofía universalista a la hora de ofrecer servicios en especie de alta calidad, la generosidad de sus prestaciones monetarias, el alto grado de apoyo político que ha suscitado entre las clases medias de los países nórdicos, y sus políticas de pleno empleo basadas en eficaces programas de reciclaje y reinserción laboral, así como en la expansión del empleo en el sector público. Sin querer negar las indudables virtudes de este modelo, convendría también considerar algunas razones que cuetionan la conveniencia de adoptarlo como panacea o vía exclusiva de diseño del Estado del bienestar. Como se dijo, un mismo modelo de diseño institucional no tiene por qué ser igual de viable o deseable en todos los contextos. Por motivos que tienen que ver con la llamada path dependence, no es lo mismo empezar a construir hoy un modelo nórdico de bienestar social, en un contexto totalmente diferente del original, que hacerlo hace 40, 50 o 60 años. Para empezar, el modelo sigue resultando excesivamente dependiente de una situación de pleno empleo “real”, un objetivo que, como se vio, resulta difícilmente alcanzable en contextos de bajas tasas de actividad entre mujeres y jóvenes, y de altos niveles de precariedad laboral o economía sumergida. El pleno empleo sin exclusiones supondría hoy día un grado cada vez más impensable de intervención política de la 6 economía y del mercado de trabajo. Pero, por otro lado, se pagaría al precio de una notable feminización de los puestos de trabajo en el sector público; como han denunciado numerosas estudiosas feministas, el modelo nórdico genera y consolida una notable segregación de género entre los sectores de empleo público y privado, mediante la cual las mujeres acaban desarrollando tareas similares a las que realizaban en el hogar familiar, aunque ahora “socializadas” en el ámbito público. En este sentido, las esperanzas que autores como Esping-Andersen (1999) o Navarro (2002) depositan en el aumento de la tasa de actividad femenina en muchos países, por obra de la creación masiva de empleo público en el sector servicios, no parecen muy fundadas si no se está dispuesto a pagar el precio de dicha segregación de género, ni el de imponer a las mujeres un estilo de vida homogeneizador que se considera, de forma paternalista, que “les conviene”. En segundo lugar, la población de los países nórdicos ha sido tradicionalmente muy homogénea desde el punto de vista social y cultural, y en cuanto a sus estilos de vida; la densidad de dicha población es baja, y la inmigración económica ha sido muy limitada hasta tiempos recientes. Todo ello favoreció un cierto sentimiento de “patriotismo comunitario” o “cívico” relacionado con la idea de solidaridad entre iguales. En la misma línea, la proporción de trabajadores asalariados en la población activa era muy alta; muchos de esos trabajadores pertenecían al sector público, y, comparativamente, había muy poca dispersión en cuanto a categorías profesionales en general. Todas estas circunstancias permitían que la prestación de servicios y transferencias fuese mucho más fácil y eficiente, que el sistema estuviese poco fragmentado, y que su gestión fuese simplificada; al mismo tiempo, hacían socialmente viables los altos tipos impositivos y un alto grado de cumplimiento fiscal. Finalmente, uno de los rasgos específicos más importantes (pero menos tenidos en cuenta) del modelo nórdico consiste en el elevado nivel de igualdad de rentas proveniente ya de la distribución primaria de las mismas. La tradición de concertación social, la fortaleza de los sindicatos, la amplia cobertura de los convenios colectivos, y estrategias de negociación colectiva como la del “salario solidario”, lograban que el esfuerzo de redistribución posterior que debía emprender el Estado del bienestar para conseguir determinados niveles de igualdad económica fuese significativamente menor 7 Véase, por ejemplo, Navarro (2002). Una defensa del modelo nórdico mucho más matizada y atenta al 7 que en otros países con una distribución primaria de la renta mucho más desigual. Resulta importante, en este sentido, no atribuir todas las culpas de la eventual desigualdad de rentas (ni los méritos de la igualdad) exclusivamente a las políticas del Estado del bienestar. De hecho, la incidencia de todas estas constricciones que limitan la estrategia nórdica de bienestar social se ha hecho sentir durante las últimas dos décadas. Como ponen de manifiesto estudios recientes, 8 los Estados del bienestar nórdicos han disminuido su generosidad, principalmente a causa de las presiones financieras, la internacionalización de sus economías y la creciente presión social y política para bajar los tipos impositivos. A lo largo de la última década, los países nórdicos son los que más gasto social han recortado en comparación con los demás países de Europa Occidental, al tiempo que disminuían la cobertura de ciertas prestaciones, aplicaban criterios más selectivos para concederlas, introducían al sector privado en su gestión, y elevaban el grado de flexibilidad laboral y de descentralización de la negociación colectiva. Aunque todo ello tenga que ver con una situación de partida envidiable, la tendencia parece indicar que el modelo nórdico difícilmente puede constituir hoy un escenario realista de desarrollo del Estado del bienestar en otros países, ni una solución duradera y estable a los problemas de la exclusión, la pobreza, las desigualdades y la falta de autonomía de un buen número de ciudadanos. Una segunda estrategia (que podríamos llamar “reformista de derechas”) mucho menos ambiciosa para luchar contra la pobreza y la exclusión, pero mucho más extendida en los países europeos continentales (y en los no europeos), ha consistido en introducir un buen número de prestaciones “focalizadas”, esto es, dirigidas únicamente hacia aquellos segmentos o grupos de población que muestran necesidades muy concretas. 9 Sin embargo, las limitaciones y problemas inherentes a este tipo de programas son a día de hoy bien conocidas: fallos de cobertura, estigmatización de los contexto histórico es la de Esping-Andersen (1990). 8 Puede verse, por ejemplo, Greve (2004), así como todos los trabajos del mismo número monográfico de la revista Social Policy and Administration. 9 En la mayoría de los países europeos, el principal programa focalizado es una “renta mínima de inserción”, que consiste en una prestación monetaria únicamente para aquellos hogares que no alcanzan un determinado umbral de renta (y lo demuestran), conjuntamente con la elaboración de un plan de inserción social que incluye medidas de carácter formativo, laboral, sanitario o asistencial, y a cuyo seguimiento se condiciona la percepción de la prestación por parte de los beneficiarios. En los países del ámbito anglosajón, los programas de workfare y welfare-to-work se basan en una filosofía de fondo muy similar. 8 beneficiarios, creación de “trampas” de la pobreza y del paro (ya mencionadas), altos costes administrativos en relación con el éxito real en la inserción socio-laboral, dificultad de aplicar los controles y evitar el fraude, arbitrariedad administrativa en la gestión de los mismos, cronificación de muchos beneficiarios en los programas, etc. En suma, cabe concluir que las dos alternativas más frecuentemente defendidas para resolver los problemas de los actuales Estados del bienestar no parecen bien equipadas para conseguirlo. Las virtudes de la Renta Básica ¿Cómo intenta la propuesta de la Renta Básica (RB en lo sucesivo) dar respuesta a los problemas mencionados? Parece evidente que un ingreso de ciudadanía universal e incondicional superaría algunas de las citadas limitaciones y nos situaría en vías de satisfacer algunas importantes necesidades de renovación de los Estados del bienestar: acompañado de una necesaria reforma fiscal que integrase prestaciones e impuestos, redistribuiría mejor y más transparentemente (Noguera, 2001; Groot y Van der Veen, 2000; Fitzpatrick, 1999; Sevilla, 1999); su filosofía universalista superaría los problemas de exclusión y fragmentación de los derechos a la protección social, así como las “trampas” de la pobreza y del desempleo (Offe, 2004 y 1992); su carácter individual otorgaría mayor autonomía y “libertad real” (Van Parijs, 1995) a todas las categorías de población y se adaptaría mejor a la crisis de la familia tradicional; y, finalmente, su incondicionalidad la haría más idónea para una época en la que el “pleno empleo” real no deja de ser un sueño que pocos confían seriamente en alcanzar (y que, en algunas de sus versiones, incluso podría convertirse en pesadilla). Cabría también mencionar que su administración sería relativamente simple, y que, por definición, acabaría con los problemas de los fallos de cobertura, la estigmatización, y otros que cualquier prestación condicionada suele afrontar. Todo ello ya constituiría suficiente razón para abogar por un programa de RB, pero, más allá de estas virtudes, ya habitualmente consideradas en la literatura sobre la misma, conviene quizá detenerse en otras implicaciones que resultan también de interés para el futuro de los Estados del bienestar. 9 En primer lugar, desde el punto de vista normativo, y como ya se ha dicho, la RB se sitúa inequívocamente en una línea de profundización y renovación de los Estados del bienestar (y en modo alguno de “desmantelamiento” de los mismos, tal y como algunos críticos despistados y/o maliciosos han querido hacer creer). Pero no cabe duda de que, como cualquier propuesta renovadora, incorpora un refrescante y saludable énfasis en un valor no siempre priorizado por planteamientos más tradicionales: la RB busca, en efecto, reconciliar el valor de la igualdad y de la compensación por las desigualdades arbitrarias (típico de la filosofía clásica de los Estados del bienestar), con el valor de la libertad y la autonomía individual para escoger las propias opciones de vida, que caracteriza cada vez más al ideario progresista en sociedades complejas y post-industriales. Así, lo que Claus Offe (1992) ha identificado como un diseño “no productivista” de las políticas sociales, o lo que Robert Goodin (2001) denomina “régimen de bienestar post-productivista”, que se añadiría a los tres regímenes clásicos identificados por Gosta Esping-Andersen (1990), instaura el valor de la autonomía como objetivo central de las políticas sociales; un régimen tal (cuyo embrión Goodin vislumbra en algunos rasgos del caso holandés) combina prestaciones sociales generosas con una actitud relajada hacia los requerimientos laborales, puesto que busca garantizar que la gente reciba una renta adecuada a sus necesidades, minimizando a un tiempo el grado en que ello afecte a su libertad de acción mediante condiciones o requisitos que impongan unas opciones de vida determinadas. Asimismo, Guy Standing (2002) ha formulado recientemente, como un criterio de raíz rawlsiana para la evaluación normativa de políticas, el “principio de control de paternalismo”: una política de bienestar no es justa si impone controles sobre la conducta de los más débiles y necesitados que no se imponen sobre la de los más fuertes. Resulta evidente que estas filosofías post-productivistas y antipaternalistas encajan a la perfección con los principios de individualización de las prestaciones y de incondicionalidad respecto de la participación en el mercado de trabajo que están en la base de la RB. En un Estado del bienestar post-productivista, se conjugaría la práctica ausencia de pobreza con horarios laborales relajados y flexibles, altas tasas de empleo a tiempo parcial voluntario, y baja presión del sistema de protección social para realizar trabajo remunerado (Van der Veen y Groot, 2004). 10 Pero la RB no introduce elementos atractivos únicamente desde el punto de vista normativo, sino también, en segundo lugar, desde la perspectiva de la eficiencia. Como advierte Offe, la RB es una manera más eficiente de combatir la pobreza que las actuales prestaciones sociales, merced a todos los costes que reduce en cuanto a transacción política, legislación, administración, implementación, realización de controles impuestos a sus beneficiarios potenciales (tanto de medios económicos, como de tipo de hogar, disponibilidad para el empleo, nacionalidad, residencia, o necesidad de ayudas específicas) y constante toma de decisiones sobre quién es pobre y quién no, así como sobre quiénes de entre los considerados “pobres” o “necesitados” son los que “merecen” o no la prestación (Offe, 2004). Hemos hablado antes de la creciente flexibilidad e incerteza de las trayectorias vitales en las sociedades avanzadas contemporáneas. Quizá puede repararse ahora en que, en tercer lugar, la RB, por sus características y su diseño, haría frente a las contingencias de esa situación precisamente allí donde los programas tradicionales suelen fracasar, esto es, garantizando una seguridad básica sin exclusiones en un contexto en el que la imprevisibilidad, la flexibilidad, y la diversidad de opciones vitales, familiares, laborales y formativas impiden ya suponer un único patrón “estándar” de “integración social”, aplicable por igual a toda la ciudadanía; el resistirse a aceptar tales tendencias, pese a sus consecuencias perversas, puede suponer pagar un precio inasumible en términos de otras metas que también nos resultan valiosas; de lo que se trata, por tanto, como saben los sindicalistas europeos más lúcidos, es de evitar que la mayor flexibilidad se traduzca en mayor desprotección. Una RB, en este sentido, podría garantizar una cierta seguridad económica “de la cuna a la tumba”, pero no articulada en función de características o categorías sociales fijas, como profesión, clase, edad o género, sino en función de la ciudadanía misma. Y es que, tal y como han notado Habermas u Offe, mientras la situación del varón cabeza de familia con empleo formal a tiempo completo se siga viendo como “lo normal” por parte de las políticas sociales, categorías como mujeres, jóvenes o trabajadores precarios o temporales o bien sufrirán un creciente grado de exclusión de los beneficios sociales “de primera”, o bien serán vistos como “casos desviados” que exigen “compensaciones” y actuaciones selectivas y específicas, que a su vez generan los efectos perversos ya comentados más arriba. 11 Resulta de sumo interés, por tanto, insistir en este punto: la RB, precisamente merced a su universalismo y a su simplicidad, se adapta mejor a un mundo cada vez más refractario a recetas rígidas. Reduce la fragmentación y la complejidad del lado de las políticas y aumenta su capacidad de adaptación a la complejidad social real. Provee de una base de seguridad universal, sobre la cual poder trabajar con mucha mayor eficiencia sobre problemas específicos, liberando energías humanas y administrativas que se pueden concentrar más eficazmente en la resolución de problemas que no tengan que ver únicamente con la carencia o insuficiencia de ingresos o con la falta de autonomía individual. Racionaliza, por tanto, todo el sistema de protección, sin sustituirlo ni desmantelarlo, sino apuntalando unos cimientos sobre los que otro tipo de programas (ya sean de servicios o de prestaciones complementarias) se podrían asentar de forma sólida y duradera. Es esencial, en este sentido, no caer en la “chapuza lógica” que ha denunciado Habermas (1992), consistente en pensar que la creciente diversidad de estilos de vida y el aumento de la complejidad social requieren abandonar las políticas universalistas y atender únicamente a lo concreto (esta es la receta que, de maneras distintas, pero con resultados sospechosamente convergentes, defienden los pensadores postmodernos, los neoconservadores, y, también, frecuentemente, algunas propuestas de “tercera vía” o de welfare-to-work; cfr. White, 2003; Standing, 2002). Por el contrario, la mayor diversidad de trayectorias y situaciones hace más necesaria una plasmación de los derechos de ciudadanía que haga abstracción de esa diversidad de estilos de vida y que los considere irrelevantes a la hora de garantizar la seguridad de la cuna a la tumba. Un clásico del pensamiento social como Durkheim ya mostró, en La división del trabajo social (1893), que a mayor diversidad social se requieren leyes y regulaciones más abstractas y universales, y que son precisamente éstas las que permiten una mayor libertad y autonomía individual. También un clásico contemporáneo como John Rawls (2001) ha sostenido que, a mayor diversidad cultural y vital, mayor necesidad de un “consenso solapante” y de unos derechos iguales para todos, independientemente de las concepciones de la buena vida que cada cual pueda suscribir. Un ejemplo aparentemente nimio pero significativo por lo que hace a la política social es el siguiente: en casi todos los países europeos continentales, el número de regímenes de la Seguridad Social ha tenido que reducirse en presencia de una mayor diversidad de 12 situaciones laborales y profesionales, que hacía inviable seguir manteniendo regímenes separados y específicos para cada sector. Por último, y contra lo que en ocasiones se ha afirmado, un programa postproductivista como el encarnado en las propuestas de RB no es en modo alguno un programa anti-productivista (Goodin, 2001). Los partidarios de la RB buscan, entre otras muchas cosas, aumentar las oportunidades de la ciudadanía en la elección y búsqueda de un empleo, y coadyuvar a un funcionamiento más eficiente y equitativo del mercado de trabajo, que no excluya a muchos de quienes quieren participar en él mientras, al mismo tiempo, sobrecarga de horas de trabajo a quienes, si tuvieran mayor autonomía, participarían menos en el mismo. Esta situación sólo puede ser vista como irracional e ineficiente (y ello incluso desde la más pura ortodoxia neoclásica). No es descabellado pensar que la RB puede favorecer un crecimiento del empleo por la vía del reparto espontáneo, al favorecer un abanico de opciones de participación laboral mucho más amplio y variado, dependiendo de las preferencias y las necesidades de cada uno; una RB posibilitaría mayores oportunidades para el trabajo a tiempo parcial, las interrupciones voluntarias de la carrera profesional, la auto-ocupación y las actividades del “tercer sector”; podría, además, aumentar indirectamente la calidad de ciertos “empleos basura”, y, a la inversa, aumentar la demanda de ciertos empleos no muy bien remunerados (por su baja productividad) pero atractivos. Finalmente, cabe notar que, al contrario que algunas de las alternativas tradicionales discutidas anteriormente, una RB no dejaría a las mujeres atrapadas ni en el hogar familiar ni en sectores de servicios públicos feminizados y centrados en tareas similares a las domésticas, sino que les otorgaría mucha mayor libertad de la que ahora tienen para decidir por sí mismas. La encrucijada del bienestar y el camino hacia la Renta Básica Recapitulando, podemos afirmar que nos encontramos hoy ante una encrucijada que tiene al menos tres caminos por lo que hace a la seguridad socio-económica: El primero consiste en resignarnos a abandonar el ideal de Beveridge de “seguridad de la cuna a la tumba” para todos los ciudadanos, y dedicar nuestros esfuerzos a proteger únicamente, de forma “focalizada”, a determinados colectivos o 13 tipos de individuos (con todos los costes de decisión y transacción que ello supone), y además a hacerlo casi siempre yendo “por detrás” de los acontecimientos. Cabe preguntarse sin embargo si no es ésta demasiada resignación para una izquierda que quiera hacer honor a lo mejor de su historia. El segundo camino consiste en seguir cultivando la idea nostálgica e irrealizable de un pleno empleo que nunca fue tal, y de una época dorada que tampoco lo fue tanto como algunos piensan. No estamos en la Suecia de los años 60 ni vamos a volver a ella. Si el pleno empleo fuese hoy posible, lo sería, como ya lo fue en el pasado, al precio de la falta de autonomía de millones de personas, especialmente mujeres y jóvenes; las posibilidades de intervenir directamente sobre la distribución primaria de la renta y del empleo que realiza el mercado son hoy, por decirlo suavemente, poco prometedoras (y convendremos en que ningún partido político con aspiraciones reales de gobierno puede plantear hoy como programa realista un grado de intervención de la economía y una regulación como la que un pleno empleo real supondría). El tercer camino, en cambio, conduce a avanzar, con todo el gradualismo, la capacidad pragmática y la inteligencia política que sean necesarias, hacia una RB o algo que se le parezca mucho, como fórmula más equitativa y eficiente de garantía de ingresos sin exclusiones en sociedades de creciente complejidad, y como parte sustancial de un paquete de medidas que nos encaminen a un régimen de bienestar universalista y post-productivista a un tiempo. Escoger este último camino, por supuesto, no implica en absoluto abandonar las conquistas sociales ya alcanzadas, sino, por el contrario, dotarlas de unos cimientos más sólidos y reformarlas con nuevos materiales para evitar la erosión que el paso del tiempo ha provocado en ellas. Se podrá pensar, y así se ha hecho a veces, que tenemos hoy otras prioridades más urgentes que una RB, como la de garantizar unos servicios públicos en especie de calidad (en áreas como la asistencia domiciliaria, las guarderías, los servicios sociales, la vivienda, la sanidad o la educación), y que el “coste de oportunidad” de la RB puede ser excesivamente alto en esos términos. Esto, sin embargo, no es nada nuevo: trátese de la propuesta de reforma de que se trate, en cada coyuntura política y social deberán establecerse los equilibrios que sean necesarios entre todas las prioridades que existan; de ahí que sea conveniente hablar de “avanzar hacia” una RB, y no de implantarla de hoy para mañana. Ahora bien, no olvidemos que, al 14 igual que la garantía de servicios en especie de calidad es importante, también lo es, y lo es cada vez más, la garantía de unos ingresos mínimos para toda la población, y esa prioridad no queda en modo alguno satisfecha por la mejora de los servicios en especie (así como la necesidad de éstos no queda satisfecha sólo con una RB o con cualquier otro tipo de política de ingresos mínimos). El problema de la pobreza de ingresos y de la falta de autonomía individual de millones de personas (mujeres, jóvenes, etc.) no queda en absoluto resuelto por una mejora de las políticas de servicios en especie (por deseable que ésta sea): hay que atreverse, una vez más, a ir más allá y rebasar ciertos plantemientos clásicos, sin renunciar a lo que tenían de válido. En suma: si se admite que garantizar unos ingresos mínimos y una autonomía básica a toda la población es un objetivo a alcanzar, si no nos resignamos a abandonar la idea beveridgiana de la “seguridad de la cuna a la tumba”, entonces cualquier propuesta viable que se haga en ese terreno irá en la dirección de una RB o de algo que se le acerque mucho (como un impuesto negativo sobre la renta, que podría ser fácilmente mensualizado e individualizado con los medios electrónicos hoy disponibles, una “renta de participación” a lo Atkinson, o una renta mínima garantizada sin condición laboral, que nos dejaría a dos pasos de la RB). En efecto, puede que los detractores de la propuesta deban invertir el sentido de sus preguntas y plantearse más bien la siguiente: si no una RB, ¿qué otra política viable puede garantizar unos ingresos mínimos a toda la población en la actualidad? ¿Qué es lo que explica entonces las resistencias que aún existen frente a la propuesta de la RB, incluso en la izquierda? Muchas tienen que ver con su incondicionalidad respecto de la participación en el mercado de trabajo. 10 Pero lo que ahora interesa advertir es otra cosa: si se pregunta a muchas personas de izquierda si apoyarían una RB universal e incondicional, suelen aparecer reticencias de variado tipo; en cambio, si se les pregunta si apoyarían cosas tales como que la cobertura de las actuales rentas mínimas y de las prestaciones de desempleo fuese del 100%; que se suprimiesen o redujesen los requisitos laborales que se imponen a sus beneficiarios; que se avanzase en la individualización de los derechos sociales; que se articulasen medidas para suprimir la “trampa de la pobreza”; que se suprimiesen los gastos fiscales regresivos; que se subiesen los impuestos a los más ricos para financiar todo ello; que 10 En otros lugares (Noguera, 2002, 2005 y 2007) he tratado de discutir tales reservas. 15 no se obligase a quienes cobran prestaciones a aceptar empleos que no quieren como condición para poder seguir cobrándolas; o que no se discriminase a quienes realizan trabajo doméstico y voluntario, entonces la inmensa mayoría respondería que sí. Pero si apoyamos todo esto, estamos a un paso de apoyar una RB, o simplemente habremos llegado a ella sin advertirlo. Porque una RB es lo único coherente con todos esos objetivos a la vez. Dicho de otro modo, cabe sostener que en la sensibilidad moral de las gentes de izquierda existe la suficiente cercanía intuitiva a la RB como para que ésta no deba quedarse en el capítulo de las propuestas nunca realizadas. Conclusión Los Estados del bienestar tradicionales han cumplido una función central para la cohesión social en las sociedades de nuestro entorno, lo han hecho de forma más que aceptable durante un cierto tiempo, y lo siguen haciendo mejor que cualquier otro mecanismo institucional existente en muchos e importantes terrenos, pero tienen déficits y limitaciones crecientes, producto de unos problemas para afrontar los cuales no estaban diseñados. Su construcción y el impresionante desarrollo que conocieron durante la segunda mitad del siglo XX se compró a cambio de un cierto nivel de paz social en presencia de un sistema colectivista alternativo a la economía de mercado capitalista (sistema que, entonces, incluso parte de sus detractores creyó erróneamente que podía funcionar de forma aceptable). Hoy nos enfrentamos a una nueva amenaza para la cohesión social, la de unos procesos de globalización y flexibilización que se traducen en desprotección e inseguridad para muchos ciudadanos, y el precio que todo ello supone sólo debería pagarse a cambio de un nuevo compromiso social. La RB, por las razones expuestas, puede constituir un elemento central de dicho compromiso. Pero ello exige atreverse a pensar de forma diferente a como se hizo hace cincuenta años, abandonar ciertas anteojeras tradicionales, y aceptar que los instrumentos deben cambiar precisamente para poder alcanzar similares objetivos en condiciones cambiantes. Es en este sentido que las propuestas de RB pueden constituir una interesante oportunidad para la izquierda a la hora de renovar y profundizar el diseño institucional 16 del Estado del bienestar en una sociedad cada vez más compleja y diversa. La RB es una propuesta que se inscribe plenamente en la lógica de la situación social y económica actual, no una muestra de wishful thinking ni de utopismo ingenuo. El camino hacia ella es el único que puede hacer compatibles, de un lado, los valores y compromisos institucionalizados en los Estados del bienestar (tales como la garantía de un mínimo de bienestar, la inclusión social, la igualdad y la libertad), con, de otro lado, nuestras circunstancias sociales y económicas, que ciertamente no hemos escogido ni podemos cambiar por decreto-ley, puesto que dependen de mecanimos muy complejos y de factores causales muy heterogéneos. La RB es la manera más eficiente y normativamente robusta de gestionar esta nueva complejidad de manera compatible con los valores que inspiran los Estados del bienestar. Si la izquierda quiere de veras universalizar la seguridad económica de todas las personas en un contexto en que el mercado de trabajo ya no puede ni podrá hacerlo, ello nos llevará, por uno u otro camino, en la dirección de la RB. Referencias Atkinson, Anthony B. (1996). “The Case for a Participation Income”, Political Quarterly, vol. 144, nº 1, pp. 67-70. Durkheim, Émile (1893). La división del trabajo social. Madrid, Akal, 1987. Esping-Andersen, Gosta (1990). The Three Worlds of Welfare Capitalism. Cambridge, Polity Press. Esping-Andersen, Gosta (1999). Social Foundations of Postindustrial Economies. Oxford, Oxford University Press. Fitzpatrick, Tony (1999). Freedom and Security. An Introduction to the Basic Income Debate. Londres, MacMillan. Goodin, Robert E. 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