Seguridad de la cuna a la tumba - GSADI

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Publicado en Estudios de Política y Sociedad, nº 1 (Segunda Época, enero-abril 2008)
SEGURIDAD DE LA CUNA A LA TUMBA
La Renta Básica como renovación del Estado del bienestar 1
José Antonio Noguera
Departamento de Sociología
Universidad Autónoma de Barcelona
[email protected]
El buen carácter es, de todas las cualidades morales, la
que más necesita el mundo, y el buen carácter es la
consecuencia de la tranquilidad y la seguridad, no de una vida
de ardua lucha.
Bertrand Russell, 1932
Los Estados del bienestar: de la “época dorada” a la crisis
El derecho de todo ciudadano a unos ingresos mínimos que garanticen la
satisfacción de sus necesidades no es una idea nueva o reciente, sino un elemento
central en la infraestructura moral de diversas tradiciones de la izquierda occidental,
aunque sin duda las concepciones sobre el modo concreto en que ese derecho deba
articularse pueden variar mucho dependiendo de cada tradición y momento histórico.
Una idea fundamental para quienes defienden la propuesta de la Renta Básica de
ciudadanía 2 desde posiciones de izquierda (que son la inmensa mayoría) es la de su
continuidad con los Estados del bienestar que diversas fuerzas políticas han contribuido
a forjar durante el siglo XX, y que hoy, sin embargo, muestran claros síntomas de
agotamiento y progresivo debilitamiento, síntomas que hacen necesario un
replanteamiento de conceptos, instrumentos y métodos de intervención en el diseño y
puesta en práctica de las políticas sociales.
1
El presente trabajo se ha desarrollado en el marco de un Proyecto I+D dirigido por el autor y financiado
por el Ministerio de Educación y Ciencia español y el FEDER, con referencia SEJ2006-00959/SOCI, bajo
el título “Normas sociales, racionalidad y estrategias de diseño institucional: modelos formales y
aplicaciones de política social”.
2
La Renta Básica de ciudadanía es una prestación pagada por el Estado a todos los ciudadanos por el
mero hecho de serlo, sin ningún tipo de condición ligada a la renta, el modo de convivencia o el historial
y la disponibilidad laboral. Véase Van Parijs (1994 y 1995) o Fitzpatrick (1999). Textos recientes y muy
útiles para una introducción al debate sobre la Renta Básica son los de Pinilla (2004 y 2006), Pisarello y
Del Cabo (2006) y Van Parijs y Vanderborght (2006).
1
Si tuviéramos que definir el objetivo de los Estados del bienestar de la
posguerra, pocas definiciones serían mejores que la de Lord Beveridge, según la cual
un Estado democrático y social debía aspirar a garantizar a todos los ciudadanos la
“seguridad de la cuna a la tumba”. Sin embargo, resulta bastante patente que ni ese
objetivo se ha conseguido nunca al 100%, ni tampoco parece que nos movamos hoy en
la dirección de acercarnos más al mismo, sino más bien en la opuesta: la inseguridad
económica, la precariedad laboral, y la creciente desprotección social para amplios
sectores de la población aumentan la incerteza respecto del futuro, y, por tanto, la
dificultad de realizar opciones vitales sólidas para millones de ciudadanos y ciudadanas
(tanto por lo que hace a la carrera profesional como a las estrategias familiares,
formativas, de residencia o de consumo).
La seguridad vital se pretendió conseguir, en la “época dorada” (que enseguida
veremos que no lo fue tanto) de los Estados del bienestar, a través de un doble
dispositivo institucional: por un lado, una política económica que garantizase el “pleno
empleo”, y por otro, un sistema de seguros y garantías de protección (en forma de
transferencias, servicios en especie o regulaciones) para cubrir, compensar o prevenir
riesgos sociales típicos a los que los ciudadanos pudieran verse expuestos (como el
desempleo, la incapacidad para trabajar, la vejez, la viudedad, la enfermedad o la
pobreza). El problema es que uno de esos dispositivos ya no es viable, y el otro no
resulta suficiente para garantizar aquel objetivo desde el punto de vista de una izquierda
moderna. En primer lugar, el “pleno empleo” nunca fue realmente una garantía de
trabajo remunerado para toda la población en edad de trabajar, sino que excluyó a una
porción muy importante de las mujeres, y, crecientemente, de los jóvenes, priorizando la
seguridad en el empleo y los niveles salariales de los varones cabezas de familia de unas
generaciones determinadas. En segundo lugar, las transferencias monetarias que, en
caso necesario, debían asegurar unos ingresos mínimos o el mantenimiento del nivel de
renta en determinadas situaciones, se enfrentaron a su propia dependencia del pleno
empleo y de la familia nuclear tradicional. Cuando ambos entraron en crisis, el resultado
fue que el objetivo de una garantía universal de mínimos, de “seguridad de la cuna a la
tumba”, colapsó.
Detengámonos, a este respecto, en algunos ejemplos que están a la vista de
todos. En primer lugar, reparemos en el papel de las prestaciones contributivas
2
(pensiones y prestaciones por desempleo). Dado que el derecho a percibir las mismas,
así como su cuantía, dependen de unos requisitos de participación en el mercado de
trabajo, esa dependencia, en un contexto de alto desempleo e inseguridad laboral,
genera la exclusión de la protección social de amplias categorías de población, como
trabajadores precarios o con historiales laborales fragmentarios, muchos jóvenes en
busca de empleo, muchos trabajadores autónomos (incluidos los “falsos”, que en
realidad son asalariados encubiertos), mujeres paradas o inactivas, o parados que han
agotado sus derechos. En definitiva, se genera una divisoria cada vez más profunda
entre aquellos ciudadanos que tienen derecho a una protección social “de primera”, y
aquellos otros que sólo pueden acogerse a prestaciones asistenciales “de segunda”, o a
ninguna prestación en absoluto (Standing, 2002; Noguera, 2001; Fitzpatrick, 1999; Van
Parijs, 1994; Offe, 1992). Nótese que este problema no se puede resolver “desde dentro”
de la propia protección contributiva, o extendiendo su lógica y reglas a otros colectivos
hoy no cubiertos por la misma (por ejemplo, a costa de que sea el Estado el que “cotice”
por ellos, como se ha planteado a veces en el caso de las amas de casa o los trabajadores
voluntarios), puesto que son esas reglas mismas las que están indisolublemente ligadas
al problema, al generarse el derecho y la cuantía de las prestaciones a partir del historial
laboral y de las contribuciones previas detraídas de los salarios; en el fondo, que las
arcas públicas “cotizasen” por los ciudadanos sin empleo constituiría una subversión de
la lógica contributiva misma, y no sería, a la postre, muy diferente de pagarles una
Renta Básica (o, en todo caso, una “renta de participación” al estilo de la propuesta por
Atkinson, 1996) 3 .
En segundo lugar, cuando el nivel contributivo deja fuera de su ámbito protector
a importantes capas de la población, es de esperar, como efectivamente ocurrió a partir
de mediados de los años setenta del pasado siglo, que se incremente el número de
solicitantes de la protección asistencial, con lo cual unos programas diseñados para
atender casos más bien excepcionales y residuales o necesidades muy específicas, se
ven sobrecargados con unas tareas para las que no están en modo alguno preparados.
Los déficits de cobertura aumentan (y con ello los colectivos que carecen de protección
3
La “renta de participación” fue propuesta por el premio Nobel de Economía A. B. Atkinson como
posible variante de la Renta Básica para facilitar su aceptación política y social: consistiría en pagar una
prestación a cualquier persona que desarrolle actividades consideradas de utilidad social, incluyendo
muchas que rebasan el ámbito del empleo asalariado (como el trabajo doméstico, los cuidados a personas
dependientes, la formación, o el trabajo voluntario en organizaciones cívicas).
3
alguna), la intensidad de las prestaciones se derrumba, los recortes debidos a las
presiones financieras no tardan en llegar, los controles y requisitos se hacen más rígidos,
exigentes y estigmatizadores, la tarea cotidiana de los asistentes y trabajadores sociales
deviene mucho más dura y burocrática, la administración y regulación resultan más
complejas, y las famosas “trampas” de la pobreza y el desempleo se extienden entre los
beneficiarios (que se ven sometidos a un tipo impositivo marginal del 100% por cada
unidad de ingreso adicional a la prestación).4
Ante la ineficacia crónica de los programas existentes para atajar la pobreza, la
marginación y la precariedad, se responde a menudo mediante la multiplicación de
actuaciones cada vez más específicas, más fragmentarias, más dirigidas hacia colectivos
concretos, pero que acaban configurando una maraña de programas sociales no siempre
coordinados claramente entre sí (dado que, en muchos casos, existen varias
administraciones implicadas en ellos), que generan inequidades, que aumentan la
complejidad administrativa, y que pronto quedan fuera de juego porque deben estar
constantemente adaptándose a nuevas y flexibles realidades. Frente a la creciente
complejidad, el particularismo y el selectivismo de la protección social aumentan las
ineficiencias de todo tipo, mientras que una perspectiva más universalista contribuiría a
reducirlas expeditivamente (Offe, 2004).
Tomemos un tercer ejemplo. Como tempranamente advirtió Richard Titmuss
(1958), los Estados no sólo redistribuyen la renta mediante las prestaciones y servicios
sociales, sino también mediante gastos fiscales tales como desgravaciones o reducciones
de impuestos. En España, por ejemplo, los gastos fiscales hoy existentes en el IRPF
(como las desgravaciones por adquisición de vivienda o suscripción de planes de
pensiones, pero también el “mínimo vital”) tienen un efecto neto regresivo, dado que
son fundamentalmente las rentas altas y medias-altas las que más se benefician de ellos,
y dado que, al vehicularse a través de la declaración de ingresos anual, quienes no la
llevan a cabo por carecer de los mismos no tienen siquiera la posibilidad de
4
Esto es así porque las prestaciones condicionales al nivel de renta, como las asistenciales, acostumbran a
completar los ingresos existentes hasta un umbral establecido, que suele coincidir con la cuantía “plena”
de la prestación. Este diseño tiene la consecuencia de que si, por ejemplo, los ingresos del beneficiario
suben por valor de un euro, le deberá ser retirado entonces un euro de su prestación. Ello equivale a
aplicar un tipo impositivo marginal del 100% sobre la renta de los beneficiarios, desincentivando, por
tanto, en muchos casos, la búsqueda o aceptación de un empleo.
4
beneficiarse 5 (como sí ocurriría, por ejemplo, en el caso de un impuesto negativo sobre
la renta 6 o de un “crédito fiscal universal”, cfr. Sevilla, 1999). Otros casos de esta
“redistribución al revés” son también habituales en los Estados del bienestar
contemporáneos: por ejemplo, a nivel intergeneracional, parece cada vez más dudoso
que las generaciones jóvenes que hoy, con un mayor esfuerzo relativo que sus padres
debido a la mayor dificultad para estabilizarse laboralmente, están financiando las
actuales pensiones contributivas, puedan a su vez beneficiarse en el futuro de unas
prestaciones de similar intensidad, sin tener que realizar un ahorro privado adicional
(Noguera, 2001).
En conclusión: los Estados del bienestar contemporáneos, si quieren seguir
aspirando al objetivo que está en la base de su aparición, exigen desde hace tiempo una
cierta renovación que los impulse hacia un mayor y más transparente grado de
redistribución, una filosofía universalista que evite las exclusiones, una mayor
individualización de los derechos y las prestaciones, y una menor dependencia de esos
derechos respecto del “pleno empleo” tradicional y de la participación “estándar” en el
mercado de trabajo. Y todo ello nos sitúa claramente en la dirección de una Renta
Básica de ciudadanía (o de otras propuestas “derivadas” que se le acercan bastante).
Dos alternativas en duda: el modelo nórdico y las políticas focalizadas
Ante la situación expuesta en la sección anterior, la cuestión es qué posibilidades
de diseño institucional resultan hoy más viables y deseables para los Estados del
bienestar. Para responder a esta pregunta, hay que partir de una idea básica: los modelos
de Estado del bienestar y las diferentes medidas y programas de política social nunca
son finalidades en sí mismas, sino tan sólo instrumentos para conseguir unos
determinados objetivos de justicia distributiva y garantía de recursos y oportunidades; si
5
Un caso similar es el del Reino Unido según Hills (2000). Para un estudio clásico sobre esta cuestión,
véase Goodin y LeGrand (1987).
6
El “impuesto negativo sobre la renta” fue propuesto por primera vez por el premio Nobel de Economía
Milton Friedman, y consiste en un sistema de garantía de renta mínima a través de la declaración de
impuestos: si se alcanza un determinado umbral de renta, el declarante paga impuestos a partir del mismo,
y si no se alcanza, el Estado completa su renta hasta alcanzarlo (impuesto negativo).
5
el contexto cambia, la eficacia de unos determinados instrumentos puede variar,
haciendo así aconsejable su modificación o incluso su sustitución por otros diferentes.
En este sentido, desde diferentes posiciones académicas y políticas se suelen
defender frecuentemente dos planteamientos de diseño y reforma de las políticas
sociales. A la primera postura la podríamos denominar “conservadora de izquierdas”, y
a la segunda “reformista de derechas”. Veamos en qué consisten y por qué motivos cabe
dudar de su viabilidad y deseabilidad a la hora de conseguir los objetivos tradicionales
de los Estados del bienestar.
La postura “conservadora de izquierdas” consistiría en una defensa numantina
del denominado “modelo nórdico” (o “escandinavo”, o “socialdemócrata”) de Estado
del bienestar, ignorando así sus particulares condiciones históricas de posibilidad y los
cambios recientes que afectan a tales condiciones y que están en la base de los
problemas ya mencionados. 7 Sin duda existen poderosas razones para que este modelo
siga gozando de una extendida popularidad en círculos académicos, políticos y sociales
de izquierda: su filosofía universalista a la hora de ofrecer servicios en especie de alta
calidad, la generosidad de sus prestaciones monetarias, el alto grado de apoyo político
que ha suscitado entre las clases medias de los países nórdicos, y sus políticas de pleno
empleo basadas en eficaces programas de reciclaje y reinserción laboral, así como en la
expansión del empleo en el sector público. Sin querer negar las indudables virtudes de
este modelo, convendría también considerar algunas razones que cuetionan la
conveniencia de adoptarlo como panacea o vía exclusiva de diseño del Estado del
bienestar. Como se dijo, un mismo modelo de diseño institucional no tiene por qué ser
igual de viable o deseable en todos los contextos. Por motivos que tienen que ver con la
llamada path dependence, no es lo mismo empezar a construir hoy un modelo nórdico
de bienestar social, en un contexto totalmente diferente del original, que hacerlo hace
40, 50 o 60 años.
Para empezar, el modelo sigue resultando excesivamente dependiente de una
situación de pleno empleo “real”, un objetivo que, como se vio, resulta difícilmente
alcanzable en contextos de bajas tasas de actividad entre mujeres y jóvenes, y de altos
niveles de precariedad laboral o economía sumergida. El pleno empleo sin exclusiones
supondría hoy día un grado cada vez más impensable de intervención política de la
6
economía y del mercado de trabajo. Pero, por otro lado, se pagaría al precio de una
notable feminización de los puestos de trabajo en el sector público; como han
denunciado numerosas estudiosas feministas, el modelo nórdico genera y consolida una
notable segregación de género entre los sectores de empleo público y privado, mediante
la cual las mujeres acaban desarrollando tareas similares a las que realizaban en el hogar
familiar, aunque ahora “socializadas” en el ámbito público. En este sentido, las
esperanzas que autores como Esping-Andersen (1999) o Navarro (2002) depositan en el
aumento de la tasa de actividad femenina en muchos países, por obra de la creación
masiva de empleo público en el sector servicios, no parecen muy fundadas si no se está
dispuesto a pagar el precio de dicha segregación de género, ni el de imponer a las
mujeres un estilo de vida homogeneizador que se considera, de forma paternalista, que
“les conviene”.
En segundo lugar, la población de los países nórdicos ha sido tradicionalmente
muy homogénea desde el punto de vista social y cultural, y en cuanto a sus estilos de
vida; la densidad de dicha población es baja, y la inmigración económica ha sido muy
limitada hasta tiempos recientes. Todo ello favoreció un cierto sentimiento de
“patriotismo comunitario” o “cívico” relacionado con la idea de solidaridad entre
iguales. En la misma línea, la proporción de trabajadores asalariados en la población
activa era muy alta; muchos de esos trabajadores pertenecían al sector público, y,
comparativamente, había muy poca dispersión en cuanto a categorías profesionales en
general. Todas estas circunstancias permitían que la prestación de servicios y
transferencias fuese mucho más fácil y eficiente, que el sistema estuviese poco
fragmentado, y que su gestión fuese simplificada; al mismo tiempo, hacían socialmente
viables los altos tipos impositivos y un alto grado de cumplimiento fiscal.
Finalmente, uno de los rasgos específicos más importantes (pero menos tenidos
en cuenta) del modelo nórdico consiste en el elevado nivel de igualdad de rentas
proveniente ya de la distribución primaria de las mismas. La tradición de concertación
social, la fortaleza de los sindicatos, la amplia cobertura de los convenios colectivos, y
estrategias de negociación colectiva como la del “salario solidario”, lograban que el
esfuerzo de redistribución posterior que debía emprender el Estado del bienestar para
conseguir determinados niveles de igualdad económica fuese significativamente menor
7
Véase, por ejemplo, Navarro (2002). Una defensa del modelo nórdico mucho más matizada y atenta al
7
que en otros países con una distribución primaria de la renta mucho más desigual.
Resulta importante, en este sentido, no atribuir todas las culpas de la eventual
desigualdad de rentas (ni los méritos de la igualdad) exclusivamente a las políticas del
Estado del bienestar.
De hecho, la incidencia de todas estas constricciones que limitan la estrategia
nórdica de bienestar social se ha hecho sentir durante las últimas dos décadas. Como
ponen de manifiesto estudios recientes, 8 los Estados del bienestar nórdicos han
disminuido su generosidad, principalmente a causa de las presiones financieras, la
internacionalización de sus economías y la creciente presión social y política para bajar
los tipos impositivos. A lo largo de la última década, los países nórdicos son los que
más gasto social han recortado en comparación con los demás países de Europa
Occidental, al tiempo que disminuían la cobertura de ciertas prestaciones, aplicaban
criterios más selectivos para concederlas, introducían al sector privado en su gestión, y
elevaban el grado de flexibilidad laboral y de descentralización de la negociación
colectiva. Aunque todo ello tenga que ver con una situación de partida envidiable, la
tendencia parece indicar que el modelo nórdico difícilmente puede constituir hoy un
escenario realista de desarrollo del Estado del bienestar en otros países, ni una solución
duradera y estable a los problemas de la exclusión, la pobreza, las desigualdades y la
falta de autonomía de un buen número de ciudadanos.
Una segunda estrategia (que podríamos llamar “reformista de derechas”) mucho
menos ambiciosa para luchar contra la pobreza y la exclusión, pero mucho más
extendida en los países europeos continentales (y en los no europeos), ha consistido en
introducir un buen número de prestaciones “focalizadas”, esto es, dirigidas únicamente
hacia aquellos segmentos o grupos de población que muestran necesidades muy
concretas. 9 Sin embargo, las limitaciones y problemas inherentes a este tipo de
programas son a día de hoy bien conocidas: fallos de cobertura, estigmatización de los
contexto histórico es la de Esping-Andersen (1990).
8
Puede verse, por ejemplo, Greve (2004), así como todos los trabajos del mismo número monográfico de
la revista Social Policy and Administration.
9
En la mayoría de los países europeos, el principal programa focalizado es una “renta mínima de
inserción”, que consiste en una prestación monetaria únicamente para aquellos hogares que no alcanzan
un determinado umbral de renta (y lo demuestran), conjuntamente con la elaboración de un plan de
inserción social que incluye medidas de carácter formativo, laboral, sanitario o asistencial, y a cuyo
seguimiento se condiciona la percepción de la prestación por parte de los beneficiarios. En los países del
ámbito anglosajón, los programas de workfare y welfare-to-work se basan en una filosofía de fondo muy
similar.
8
beneficiarios, creación de “trampas” de la pobreza y del paro (ya mencionadas), altos
costes administrativos en relación con el éxito real en la inserción socio-laboral,
dificultad de aplicar los controles y evitar el fraude, arbitrariedad administrativa en la
gestión de los mismos, cronificación de muchos beneficiarios en los programas, etc. En
suma, cabe concluir que las dos alternativas más frecuentemente defendidas para
resolver los problemas de los actuales Estados del bienestar no parecen bien equipadas
para conseguirlo.
Las virtudes de la Renta Básica
¿Cómo intenta la propuesta de la Renta Básica (RB en lo sucesivo) dar respuesta
a los problemas mencionados? Parece evidente que un ingreso de ciudadanía universal e
incondicional superaría algunas de las citadas limitaciones y nos situaría en vías de
satisfacer algunas importantes necesidades de renovación de los Estados del bienestar:
acompañado de una necesaria reforma fiscal que integrase prestaciones e impuestos,
redistribuiría mejor y más transparentemente (Noguera, 2001; Groot y Van der Veen,
2000; Fitzpatrick, 1999; Sevilla, 1999); su filosofía universalista superaría los
problemas de exclusión y fragmentación de los derechos a la protección social, así como
las “trampas” de la pobreza y del desempleo (Offe, 2004 y 1992); su carácter individual
otorgaría mayor autonomía y “libertad real” (Van Parijs, 1995) a todas las categorías de
población y se adaptaría mejor a la crisis de la familia tradicional; y, finalmente, su
incondicionalidad la haría más idónea para una época en la que el “pleno empleo” real
no deja de ser un sueño que pocos confían seriamente en alcanzar (y que, en algunas de
sus versiones, incluso podría convertirse en pesadilla). Cabría también mencionar que
su administración sería relativamente simple, y que, por definición, acabaría con los
problemas de los fallos de cobertura, la estigmatización, y otros que cualquier
prestación condicionada suele afrontar. Todo ello ya constituiría suficiente razón para
abogar por un programa de RB, pero, más allá de estas virtudes, ya habitualmente
consideradas en la literatura sobre la misma, conviene quizá detenerse en otras
implicaciones que resultan también de interés para el futuro de los Estados del bienestar.
9
En primer lugar, desde el punto de vista normativo, y como ya se ha dicho, la
RB se sitúa inequívocamente en una línea de profundización y renovación de los
Estados del bienestar (y en modo alguno de “desmantelamiento” de los mismos, tal y
como algunos críticos despistados y/o maliciosos han querido hacer creer). Pero no cabe
duda de que, como cualquier propuesta renovadora, incorpora un refrescante y saludable
énfasis en un valor no siempre priorizado por planteamientos más tradicionales: la RB
busca, en efecto, reconciliar el valor de la igualdad y de la compensación por las
desigualdades arbitrarias (típico de la filosofía clásica de los Estados del bienestar), con
el valor de la libertad y la autonomía individual para escoger las propias opciones de
vida, que caracteriza cada vez más al ideario progresista en sociedades complejas y
post-industriales.
Así, lo que Claus Offe (1992) ha identificado como un diseño “no productivista”
de las políticas sociales, o lo que Robert Goodin (2001) denomina “régimen de
bienestar post-productivista”, que se añadiría a los tres regímenes clásicos identificados
por Gosta Esping-Andersen (1990), instaura el valor de la autonomía como objetivo
central de las políticas sociales; un régimen tal (cuyo embrión Goodin vislumbra en
algunos rasgos del caso holandés) combina prestaciones sociales generosas con una
actitud relajada hacia los requerimientos laborales, puesto que busca garantizar que la
gente reciba una renta adecuada a sus necesidades, minimizando a un tiempo el grado
en que ello afecte a su libertad de acción mediante condiciones o requisitos que
impongan unas opciones de vida determinadas. Asimismo, Guy Standing (2002) ha
formulado recientemente, como un criterio de raíz rawlsiana para la evaluación
normativa de políticas, el “principio de control de paternalismo”: una política de
bienestar no es justa si impone controles sobre la conducta de los más débiles y
necesitados que no se imponen sobre la de los más fuertes. Resulta evidente que estas
filosofías post-productivistas y antipaternalistas encajan a la perfección con los
principios de individualización de las prestaciones y de incondicionalidad respecto de la
participación en el mercado de trabajo que están en la base de la RB. En un Estado del
bienestar post-productivista, se conjugaría la práctica ausencia de pobreza con horarios
laborales relajados y flexibles, altas tasas de empleo a tiempo parcial voluntario, y baja
presión del sistema de protección social para realizar trabajo remunerado (Van der Veen
y Groot, 2004).
10
Pero la RB no introduce elementos atractivos únicamente desde el punto de vista
normativo, sino también, en segundo lugar, desde la perspectiva de la eficiencia. Como
advierte Offe, la RB es una manera más eficiente de combatir la pobreza que las
actuales prestaciones sociales, merced a todos los costes que reduce en cuanto a
transacción política, legislación, administración, implementación, realización de
controles impuestos a sus beneficiarios potenciales (tanto de medios económicos, como
de tipo de hogar, disponibilidad para el empleo, nacionalidad, residencia, o necesidad de
ayudas específicas) y constante toma de decisiones sobre quién es pobre y quién no, así
como sobre quiénes de entre los considerados “pobres” o “necesitados” son los que
“merecen” o no la prestación (Offe, 2004).
Hemos hablado antes de la creciente flexibilidad e incerteza de las trayectorias
vitales en las sociedades avanzadas contemporáneas. Quizá puede repararse ahora en
que, en tercer lugar, la RB, por sus características y su diseño, haría frente a las
contingencias de esa situación precisamente allí donde los programas tradicionales
suelen fracasar, esto es, garantizando una seguridad básica sin exclusiones en un
contexto en el que la imprevisibilidad, la flexibilidad, y la diversidad de opciones
vitales, familiares, laborales y formativas impiden ya suponer un único patrón
“estándar” de “integración social”, aplicable por igual a toda la ciudadanía; el resistirse
a aceptar tales tendencias, pese a sus consecuencias perversas, puede suponer pagar un
precio inasumible en términos de otras metas que también nos resultan valiosas; de lo
que se trata, por tanto, como saben los sindicalistas europeos más lúcidos, es de evitar
que la mayor flexibilidad se traduzca en mayor desprotección.
Una RB, en este sentido, podría garantizar una cierta seguridad económica “de la
cuna a la tumba”, pero no articulada en función de características o categorías sociales
fijas, como profesión, clase, edad o género, sino en función de la ciudadanía misma. Y
es que, tal y como han notado Habermas u Offe, mientras la situación del varón cabeza
de familia con empleo formal a tiempo completo se siga viendo como “lo normal” por
parte de las políticas sociales, categorías como mujeres, jóvenes o trabajadores precarios
o temporales o bien sufrirán un creciente grado de exclusión de los beneficios sociales
“de primera”, o bien serán vistos como “casos desviados” que exigen “compensaciones”
y actuaciones selectivas y específicas, que a su vez generan los efectos perversos ya
comentados más arriba.
11
Resulta de sumo interés, por tanto, insistir en este punto: la RB, precisamente
merced a su universalismo y a su simplicidad, se adapta mejor a un mundo cada vez
más refractario a recetas rígidas. Reduce la fragmentación y la complejidad del lado de
las políticas y aumenta su capacidad de adaptación a la complejidad social real. Provee
de una base de seguridad universal, sobre la cual poder trabajar con mucha mayor
eficiencia sobre problemas específicos, liberando energías humanas y administrativas
que se pueden concentrar más eficazmente en la resolución de problemas que no tengan
que ver únicamente con la carencia o insuficiencia de ingresos o con la falta de
autonomía individual. Racionaliza, por tanto, todo el sistema de protección, sin
sustituirlo ni desmantelarlo, sino apuntalando unos cimientos sobre los que otro tipo de
programas (ya sean de servicios o de prestaciones complementarias) se podrían asentar
de forma sólida y duradera.
Es esencial, en este sentido, no caer en la “chapuza lógica” que ha denunciado
Habermas (1992), consistente en pensar que la creciente diversidad de estilos de vida y
el aumento de la complejidad social requieren abandonar las políticas universalistas y
atender únicamente a lo concreto (esta es la receta que, de maneras distintas, pero con
resultados sospechosamente convergentes, defienden los pensadores postmodernos, los
neoconservadores, y, también, frecuentemente, algunas propuestas de “tercera vía” o de
welfare-to-work; cfr. White, 2003; Standing, 2002). Por el contrario, la mayor
diversidad de trayectorias y situaciones hace más necesaria una plasmación de los
derechos de ciudadanía que haga abstracción de esa diversidad de estilos de vida y que
los considere irrelevantes a la hora de garantizar la seguridad de la cuna a la tumba. Un
clásico del pensamiento social como Durkheim ya mostró, en La división del trabajo
social (1893), que a mayor diversidad social se requieren leyes y regulaciones más
abstractas y universales, y que son precisamente éstas las que permiten una mayor
libertad y autonomía individual. También un clásico contemporáneo como John Rawls
(2001) ha sostenido que, a mayor diversidad cultural y vital, mayor necesidad de un
“consenso solapante” y de unos derechos iguales para todos, independientemente de las
concepciones de la buena vida que cada cual pueda suscribir. Un ejemplo
aparentemente nimio pero significativo por lo que hace a la política social es el
siguiente: en casi todos los países europeos continentales, el número de regímenes de la
Seguridad Social ha tenido que reducirse en presencia de una mayor diversidad de
12
situaciones laborales y profesionales, que hacía inviable seguir manteniendo regímenes
separados y específicos para cada sector.
Por último, y contra lo que en ocasiones se ha afirmado, un programa postproductivista como el encarnado en las propuestas de RB no es en modo alguno un
programa anti-productivista (Goodin, 2001). Los partidarios de la RB buscan, entre
otras muchas cosas, aumentar las oportunidades de la ciudadanía en la elección y
búsqueda de un empleo, y coadyuvar a un funcionamiento más eficiente y equitativo del
mercado de trabajo, que no excluya a muchos de quienes quieren participar en él
mientras, al mismo tiempo, sobrecarga de horas de trabajo a quienes, si tuvieran mayor
autonomía, participarían menos en el mismo. Esta situación sólo puede ser vista como
irracional e ineficiente (y ello incluso desde la más pura ortodoxia neoclásica). No es
descabellado pensar que la RB puede favorecer un crecimiento del empleo por la vía del
reparto espontáneo, al favorecer un abanico de opciones de participación laboral mucho
más amplio y variado, dependiendo de las preferencias y las necesidades de cada uno;
una RB posibilitaría mayores oportunidades para el trabajo a tiempo parcial, las
interrupciones voluntarias de la carrera profesional, la auto-ocupación y las actividades
del “tercer sector”; podría, además, aumentar indirectamente la calidad de ciertos
“empleos basura”, y, a la inversa, aumentar la demanda de ciertos empleos no muy bien
remunerados (por su baja productividad) pero atractivos. Finalmente, cabe notar que, al
contrario que algunas de las alternativas tradicionales discutidas anteriormente, una RB
no dejaría a las mujeres atrapadas ni en el hogar familiar ni en sectores de servicios
públicos feminizados y centrados en tareas similares a las domésticas, sino que les
otorgaría mucha mayor libertad de la que ahora tienen para decidir por sí mismas.
La encrucijada del bienestar y el camino hacia la Renta Básica
Recapitulando, podemos afirmar que nos encontramos hoy ante una encrucijada
que tiene al menos tres caminos por lo que hace a la seguridad socio-económica:
El primero consiste en resignarnos a abandonar el ideal de Beveridge de
“seguridad de la cuna a la tumba” para todos los ciudadanos, y dedicar nuestros
esfuerzos a proteger únicamente, de forma “focalizada”, a determinados colectivos o
13
tipos de individuos (con todos los costes de decisión y transacción que ello supone), y
además a hacerlo casi siempre yendo “por detrás” de los acontecimientos. Cabe
preguntarse sin embargo si no es ésta demasiada resignación para una izquierda que
quiera hacer honor a lo mejor de su historia.
El segundo camino consiste en seguir cultivando la idea nostálgica e irrealizable
de un pleno empleo que nunca fue tal, y de una época dorada que tampoco lo fue tanto
como algunos piensan. No estamos en la Suecia de los años 60 ni vamos a volver a ella.
Si el pleno empleo fuese hoy posible, lo sería, como ya lo fue en el pasado, al precio de
la falta de autonomía de millones de personas, especialmente mujeres y jóvenes; las
posibilidades de intervenir directamente sobre la distribución primaria de la renta y del
empleo que realiza el mercado son hoy, por decirlo suavemente, poco prometedoras (y
convendremos en que ningún partido político con aspiraciones reales de gobierno puede
plantear hoy como programa realista un grado de intervención de la economía y una
regulación como la que un pleno empleo real supondría).
El tercer camino, en cambio, conduce a avanzar, con todo el gradualismo, la
capacidad pragmática y la inteligencia política que sean necesarias, hacia una RB o algo
que se le parezca mucho, como fórmula más equitativa y eficiente de garantía de
ingresos sin exclusiones en sociedades de creciente complejidad, y como parte
sustancial de un paquete de medidas que nos encaminen a un régimen de bienestar
universalista y post-productivista a un tiempo.
Escoger este último camino, por supuesto, no implica en absoluto abandonar las
conquistas sociales ya alcanzadas, sino, por el contrario, dotarlas de unos cimientos más
sólidos y reformarlas con nuevos materiales para evitar la erosión que el paso del
tiempo ha provocado en ellas. Se podrá pensar, y así se ha hecho a veces, que tenemos
hoy otras prioridades más urgentes que una RB, como la de garantizar unos servicios
públicos en especie de calidad (en áreas como la asistencia domiciliaria, las guarderías,
los servicios sociales, la vivienda, la sanidad o la educación), y que el “coste de
oportunidad” de la RB puede ser excesivamente alto en esos términos. Esto, sin
embargo, no es nada nuevo: trátese de la propuesta de reforma de que se trate, en cada
coyuntura política y social deberán establecerse los equilibrios que sean necesarios entre
todas las prioridades que existan; de ahí que sea conveniente hablar de “avanzar hacia”
una RB, y no de implantarla de hoy para mañana. Ahora bien, no olvidemos que, al
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igual que la garantía de servicios en especie de calidad es importante, también lo es, y lo
es cada vez más, la garantía de unos ingresos mínimos para toda la población, y esa
prioridad no queda en modo alguno satisfecha por la mejora de los servicios en especie
(así como la necesidad de éstos no queda satisfecha sólo con una RB o con cualquier
otro tipo de política de ingresos mínimos). El problema de la pobreza de ingresos y de
la falta de autonomía individual de millones de personas (mujeres, jóvenes, etc.) no
queda en absoluto resuelto por una mejora de las políticas de servicios en especie (por
deseable que ésta sea): hay que atreverse, una vez más, a ir más allá y rebasar ciertos
plantemientos clásicos, sin renunciar a lo que tenían de válido.
En suma: si se admite que garantizar unos ingresos mínimos y una autonomía
básica a toda la población es un objetivo a alcanzar, si no nos resignamos a abandonar la
idea beveridgiana de la “seguridad de la cuna a la tumba”, entonces cualquier propuesta
viable que se haga en ese terreno irá en la dirección de una RB o de algo que se le
acerque mucho (como un impuesto negativo sobre la renta, que podría ser fácilmente
mensualizado e individualizado con los medios electrónicos hoy disponibles, una “renta
de participación” a lo Atkinson, o una renta mínima garantizada sin condición laboral,
que nos dejaría a dos pasos de la RB). En efecto, puede que los detractores de la
propuesta deban invertir el sentido de sus preguntas y plantearse más bien la siguiente:
si no una RB, ¿qué otra política viable puede garantizar unos ingresos mínimos a toda la
población en la actualidad?
¿Qué es lo que explica entonces las resistencias que aún existen frente a la
propuesta de la RB, incluso en la izquierda? Muchas tienen que ver con su
incondicionalidad respecto de la participación en el mercado de trabajo. 10 Pero lo que
ahora interesa advertir es otra cosa: si se pregunta a muchas personas de izquierda si
apoyarían una RB universal e incondicional, suelen aparecer reticencias de variado tipo;
en cambio, si se les pregunta si apoyarían cosas tales como que la cobertura de las
actuales rentas mínimas y de las prestaciones de desempleo fuese del 100%; que se
suprimiesen o redujesen los requisitos laborales que se imponen a sus beneficiarios; que
se avanzase en la individualización de los derechos sociales; que se articulasen medidas
para suprimir la “trampa de la pobreza”; que se suprimiesen los gastos fiscales
regresivos; que se subiesen los impuestos a los más ricos para financiar todo ello; que
10
En otros lugares (Noguera, 2002, 2005 y 2007) he tratado de discutir tales reservas.
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no se obligase a quienes cobran prestaciones a aceptar empleos que no quieren como
condición para poder seguir cobrándolas; o que no se discriminase a quienes realizan
trabajo doméstico y voluntario, entonces la inmensa mayoría respondería que sí. Pero si
apoyamos todo esto, estamos a un paso de apoyar una RB, o simplemente habremos
llegado a ella sin advertirlo. Porque una RB es lo único coherente con todos esos
objetivos a la vez. Dicho de otro modo, cabe sostener que en la sensibilidad moral de las
gentes de izquierda existe la suficiente cercanía intuitiva a la RB como para que ésta no
deba quedarse en el capítulo de las propuestas nunca realizadas.
Conclusión
Los Estados del bienestar tradicionales han cumplido una función central para la
cohesión social en las sociedades de nuestro entorno, lo han hecho de forma más que
aceptable durante un cierto tiempo, y lo siguen haciendo mejor que cualquier otro
mecanismo institucional existente en muchos e importantes terrenos, pero tienen déficits
y limitaciones crecientes, producto de unos problemas para afrontar los cuales no
estaban diseñados. Su construcción y el impresionante desarrollo que conocieron
durante la segunda mitad del siglo XX se compró a cambio de un cierto nivel de paz
social en presencia de un sistema colectivista alternativo a la economía de mercado
capitalista (sistema que, entonces, incluso parte de sus detractores creyó erróneamente
que podía funcionar de forma aceptable). Hoy nos enfrentamos a una nueva amenaza
para la cohesión social, la de unos procesos de globalización y flexibilización que se
traducen en desprotección e inseguridad para muchos ciudadanos, y el precio que todo
ello supone sólo debería pagarse a cambio de un nuevo compromiso social. La RB, por
las razones expuestas, puede constituir un elemento central de dicho compromiso. Pero
ello exige atreverse a pensar de forma diferente a como se hizo hace cincuenta años,
abandonar ciertas anteojeras tradicionales, y aceptar que los instrumentos deben
cambiar precisamente para poder alcanzar similares objetivos en condiciones
cambiantes.
Es en este sentido que las propuestas de RB pueden constituir una interesante
oportunidad para la izquierda a la hora de renovar y profundizar el diseño institucional
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del Estado del bienestar en una sociedad cada vez más compleja y diversa. La RB es
una propuesta que se inscribe plenamente en la lógica de la situación social y económica
actual, no una muestra de wishful thinking ni de utopismo ingenuo. El camino hacia ella
es el único que puede hacer compatibles, de un lado, los valores y compromisos
institucionalizados en los Estados del bienestar (tales como la garantía de un mínimo de
bienestar, la inclusión social, la igualdad y la libertad), con, de otro lado, nuestras
circunstancias sociales y económicas, que ciertamente no hemos escogido ni podemos
cambiar por decreto-ley, puesto que dependen de mecanimos muy complejos y de
factores causales muy heterogéneos. La RB es la manera más eficiente y
normativamente robusta de gestionar esta nueva complejidad de manera compatible con
los valores que inspiran los Estados del bienestar. Si la izquierda quiere de veras
universalizar la seguridad económica de todas las personas en un contexto en que el
mercado de trabajo ya no puede ni podrá hacerlo, ello nos llevará, por uno u otro
camino, en la dirección de la RB.
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